Domingo 25 del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo XXV del Tiempo Ordinario (ciclo A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2017 y 2020
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y 2011
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i Padrós (Barcelona) (www.evangeli.net)
  • UNA CITA CON DIOS – Pablo Cardona
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

MIS PLANES NO SON SUS PLANES

Is 55, 6-9; Flp 1, 20-24. 27; Mt 20, 1-16

Diferencias más que semejanzas es lo que apreciamos entre el proceder de los humanos y el proceder de Dios. La parábola evangélica registra la visión estrecha de los trabajadores que no pueden salirse del esquema meritocrático. Quienes trabajaron más horas en la viña reclaman un mayor salario. Dentro del esquema de la justicia distributiva (darle a cada uno lo que le pertenece) o conmutativa (intercambiar bienes de forma proporcional) el proceder de Jesús parece totalmente descabellado. Dar la misma paga a quien trabajó una hora que al que trabajó toda la jornada parece arbitrario por no decir abusivo. Sin embargo, vistas las cosas desde el plano de Dios resultan diferentes. Jesús no lesionó los derechos de los primeros trabajadores, puesto que pagó lo pactado, sino que practicó la generosidad con los obreros de la última hora.

ANTÍFONA DE ENTRADA

Yo soy la salvación de mi pueblo, dice el Señor. Los escucharé cuando me llamen en cualquier tribulación, y siempre seré su Dios.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que has hecho del amor a ti y a los hermanos la plenitud de todo lo mandado en tu santa ley, concédenos que, cumpliendo tus mandamientos, merezcamos llegar a la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes.

Del libro del profeta Isaías: 55, 6-9

Busquen al Señor mientras lo pueden encontrar, invóquenlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad; a nuestro Dios, que es rico en perdón.

Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes, sus caminos no son mis caminos, dice el Señor. Porque, así como aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los de ustedes y mis pensamientos a sus pensamientos”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 144, 2-3.8-9. 17-18.

R/. Bendeciré al Señor eternamente.

Un día tras otro bendeciré tu nombre y no cesará mi boca de alabarte. Muy digno de alabanza es el Señor, por ser su grandeza incalculable. R/.

El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar. Bueno es el Señor para con todos y su amor se extiende a todas sus creaturas. R/.

Siempre es justo el Señor en sus designios y están llenas de amor todas sus obras. No está lejos de aquellos que lo buscan; muy cerca está el Señor, de quien lo invoca. R/.

SEGUNDA LECTURA

Para mí, la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia.

De la carta del apóstol san Pablo a los filipenses: 1, 20-24.27

Hermanos: Ya sea por mi vida, ya sea por mi muerte, Cristo será glorificado en mí. Porque para mí, la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si el continuar viviendo en este mundo me permite trabajar todavía con fruto, no sabría yo qué elegir.

Me hacen fuerza ambas cosas: por una parte, el deseo de morir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; y por la otra, el de permanecer en vida, porque esto es necesario para el bien de ustedes. Por lo que a ustedes toca, lleven una vida digna del Evangelio de Cristo.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Hechos 16, 14

R/. Aleluya, aleluya.

Abre, Señor, nuestros corazones, para que aceptemos las palabras de tu Hijo. R/.

EVANGELIO

¿Vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?

Del santo evangelio según san Mateo: 20, 1-16

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: “El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña. Después de quedar con ellos en pagarles un denario por día, los mandó a su viña. Salió otra vez a media mañana, vio a unos que estaban ociosos en la plaza y les dijo: ‘Vayan también ustedes a mi viña y les pagaré lo que sea justo’. Salió de nuevo a medio día y a media tarde e hizo lo mismo.

Por último, salió también al caer la tarde y encontró todavía a otros que estaban en la plaza y les dijo: ‘¿Por qué han estado aquí todo el día sin trabajar?’. Ellos le respondieron: ‘Porque nadie nos ha contratado’. Él les dijo: ‘Vayan también ustedes a mi viña’.

Al atardecer, el dueño de la viña le dijo a su administrador: ‘Llama a los trabajadores y págales su jornal, comenzando por los últimos hasta que llegues a los primeros’. Se acercaron, pues, los que habían llegado al caer la tarde y recibieron un denario cada uno.

Cuando les llegó su turno a los primeros, creyeron que recibirían más; pero también ellos recibieron un denario cada uno. Al recibirlo, comenzaron a reclamarle al propietario, diciéndole: ‘Esos que llegaron al último sólo trabajaron una hora, y sin embargo, les pagas lo mismo que a nosotros, que soportamos el peso del día y del calor’.

Pero él respondió a uno de ellos: ‘Amigo, yo no te hago ninguna injusticia. ¿Acaso no quedamos en que te pagaría un denario? Toma, pues, lo tuyo y vete. Yo quiero darle al que llegó al último lo mismo que a ti. ¿Qué no puedo hacer con lo mío lo que yo quiero? ¿O vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?’. De igual manera, los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Acepta benignamente, Señor, los dones de tu pueblo, para que recibamos, por este sacramento celestial, aquello mismo que el fervor de nuestra fe nos mueve a proclamar. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 10, 14

Yo soy el buen pastor, dice el Señor; y conozco a mis ovejas, y ellas me conocen a mí.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

A quienes alimentas, Señor, con tus sacramentos, confórtanos con tu incesante ayuda, para que en estos misterios recibamos el fruto de la redención y la conversión de nuestra vida. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Buscad al Señor (Is 55,6-9)

1ª lectura

En este capítulo de Isaías se recogen algunos oráculos que constituyen una llamada a la conversión a Dios, a beneficiarse de sus dones salvíficos que se reparten gratuitamente: «Venid a las aguas» (v. 1), «venid a Mí» (v. 3), «buscad al Señor» (v. 6), «que el impío deje su camino» (v. 7). En su origen la llamada se dirige a los exiliados en Babilonia, para que vuelvan a Jerusalén; pero la exhortación transciende cualquier concreción histórica para convertirse en permanente y universal.

Este texto que acabamos de leer es, como todos ellos, una llamada a la conversión. Para volver a la patria antes es necesario volver a Dios, «buscarle» (vv. 6-7). Y el Señor, que se deja encontrar y no juzga a la manera de los hombres, tiene la capacidad de conceder el perdón (vv. 8-9). Se enseña así que la llamada a la conversión se fundamenta en la bondad de Dios que es «pródigo en perdonar» (v. 7). El hombre, por su parte, no debe dejar pasar esa oportunidad que Dios le brinda. Estas palabras se convierten así en un continuo estímulo para volver a empezar en la lucha ascética: «Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día, dominarnos, realizar conquistas espirituales y dar alegremente, porque “Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9,7)» (Juan Pablo II, Novo incipiente, 8-IV-1979). Y San Agustín, urgiendo a la conversión, escribía: «No digas, pues: “Mañana me convertiré, mañana agradaré a Dios, y todas mis iniquidades de hoy y de ayer se me perdonarán”. Dices verdad al afirmar que Dios prometió el perdón a tu conversión; pero no prometió el día de mañana a tu dilación» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 144,11).

Las palabras del v. 8 son evocadas por San Pablo en Rm 11,33 y evidencian cómo en numerosas ocasiones hacemos planteamientos pequeños o nos quedamos cortos ante las grandes cosas que Dios nos tiene preparadas.

Para mí, el vivir es Cristo (Flp 1,20b-24.27)

2ª lectura

En el versículo 23 hemos traducido por «morir» un verbo griego que se solía utilizar para designar la acción de soltar las amarras de una nave antes de salir del puerto, o de levantar los campamentos para trasladar el ejército a otro lugar. El Apóstol entiende, pues, la muerte como una liberación de las ataduras terrenas, para ir enseguida a «estar con Cristo». Gracias a Cristo, la muerte tiene un sentido. Así se comprende que la muerte sea una «ganancia» (v. 21), pues supone poder ver a Dios definitivamente cara a cara (cfr 1 Co 13,12) y llegar a la unión perenne con Cristo. «Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (cfr Jn 14,3; Flp 1,23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven “en Él”, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cfr Ap 2, 17): “Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino” (S. Ambrosio, Luc. 10,121)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1025). Este deseo de ver y gozar de Dios en el Cielo hacía cantar a Santa Teresa de Jesús: «Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero» (Poesías 2).

También en el versículo 27 hay un detalle filológico que tiene interés señalar. La expresión griega traducida por «llevar una vida digna» tiene un significado más preciso: «vivir como dignos ciudadanos». Aludiendo quizá al derecho de ciudadanía romana que tenían los habitantes de Filipos, y del que estaban muy orgullosos, Pablo enseña que los cristianos, junto con la posición que ocupan en la sociedad, tienen una ciudadanía en los cielos (cfr Flp 3,20). Se trata, en definitiva, de vivir aquí en la tierra como ciudadanos del Reino de Dios, sabiendo que «la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 21).

Parábola de los obreros de la viña (Mt 20, 1-16)

Evangelio

La parábola viene a explicar la última frase del capítulo anterior: «Porque muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros» (Mt 19,30). De hecho, acaba con una expresión muy semejante (20,16). En un primer contexto, parece que está referida al pueblo hebreo: Dios lo llamó a primera hora, aunque al final se ha dirigido también a los gentiles.

La parábola enseña la bondad y la misericordia de Dios, superior a los criterios de justicia humanos. Todos somos deudores de la libre disposición de la bondad divina que nos ha llamado a trabajar en su viña. Ni Dios es injusto ni nosotros debemos juzgarle. Nuestra actitud natural debe ser el agradecimiento: «Todo lo que tenemos en el alma y en el cuerpo y cuantas cosas poseemos en lo interior o en lo exterior, en lo natural y en lo espiritual, son beneficios tuyos y te engrandecen como bienhechor. (...) Y aunque uno reciba más y otro menos, todo es tuyo, y sin Ti no se puede alcanzar la menor cosa. El que recibió más no se puede gloriar de su merecimiento ni estimarse sobre los demás. (...) Pero el que recibió menos no se debe entristecer ni indignarse, ni envidiar al que tiene más. (...) Tú sabes lo que conviene dar a cada uno» (Tomás de Kempis, De imitatione Christi 3,22,2-3).

Por otra parte, resalta que lo importante es responder positivamente a la llamada divina sin importar el momento en que se produzca. Serán verdaderos discípulos los que conozcan esa bondad divina y la manifiesten con obras: Muchas veces te preguntas por qué almas, que han tenido la dicha de conocer al verdadero Jesús desde niños, vacilan tanto en corresponder con lo mejor que poseen: su vida, su familia, sus ilusiones. Mira: tú, precisamente porque has recibido “todo” de golpe, estás obligado a mostrarte muy agradecido al Señor; como reaccionaría un ciego que recobrara la vista de repente, mientras a los demás ni siquiera se les ocurre que han de dar gracias porque ven. Pero... no es suficiente. A diario, has de ayudar a los que te rodean, para que se comporten con gratitud por su condición de hijos de Dios. Si no, no me digas que eres agradecido (San Josemaría Escrivá, Surco, n. 4).

Finalmente, con la actitud de aquellos hombres que parecen acusar al amo de injusticia (cfr v. 13), la parábola nos enseña a no juzgar a Dios, a aceptar sus dones y a agradecerle que haya querido contar con nosotros en su plan salvífico.

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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)

La parábola de los obreros de la viña

Introducción para entender la parábola

¿Qué nos quiere decir el Señor con esta parábola? Porque lo que se dice al principio no concuerda con lo que se dice al fin, sino que más bien se afirma lo contrario. La parábola nos presenta a todos los trabajadores recibiendo el mismo jornal; y no que se rechace a unos y se admita a otros. El Señor, empero, tanto antes de la parábola como después de ella, dice lo contrario, a saber, que los primeros serán los últimos, y los últimos los primeros. Es decir, primeros que los mismos primeros, que no seguirán ya siendo los primeros, sino que habrán pasado a ser los últimos. Y que esto quiera significar, se ve por lo que añadió: porque muchos son llamados, y pocos escogidos. De suerte que por doble modo hiere a los unos y consuela y anima a los otros. Mas la parábola no dice eso, sino que los últimos serán iguales a los que mucho se distinguieron y trabajaron. Porque: Los has hecho —dice— iguales a nosotros, que hemos soportado el peso del día y el calor.

¿Qué es, pues, lo que dice la parábola? Esto es lo que ante todo es menester poner en claro para resolver luego la otra dificultad. Ahora bien, viña llama a las ordenaciones y mandamientos de Dios; tiempo de trabajo es la presente vida; obreros, a los que de diversos modos son llamados a la guarda de los mandamientos de Dios; horas de la mañana, de tercia, sexta, nona y undécima, a los que en diversas edades se vuelven a Dios y se distinguen por su virtud. Ahora el problema consiste en si los que han venido primero y se han distinguido brillantemente y han agradado a Dios y han brillado por sus trabajos el día entero, al fin se dejan dominar de aquella pasión, suma de la maldad, cual es la envidia y malquerencia. Porque, viendo a los otros que reciben la misma paga que ellos, dicen: Estos últimos no han trabajado más que una hora y los has equiparado con nosotros, que hemos soportado el peso del día y el calor. Sin que a ellos hubiera de seguírseles daño alguno, sin que su paga se disminuyera un ápice, se enfadan y apenan por el bien de los otros, lo que constituye la esencia misma de la envidia y malquerencia.

Y hay más, y es que el mismo amo, justificándose a sí mismo y defendiéndose ante el que así había hablado, le condena por su maldad y extrema envidia: ¿No te conviniste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y márchate, porque yo quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Porque yo soy bueno, has de ser tú envidioso? ¿Qué se trata, pues, de demostrar con esto? A la verdad, lo mismo cabe observar en otras parábolas. Así, con ese mismo sentimiento de envidia se nos presenta el hijo virtuoso al ver el honor que se daba a su hermano, el hijo disoluto, a quien se honraba más que a él mismo. Porque como estos trabajadores gozaron de la preferencia de cobrar los primeros, así el pródigo era más honrado que su hermano por la muchedumbre de agasajos que le hace su padre. Y bien lo atestigua el hijo virtuoso.

¿Qué hay, pues, que decir a todo esto? Ante todo, que no hay nadie en el reino de los cielos que necesite justificarse echando a nadie en cara tales vicios. ¡Dios nos libre de pensarlo! Limpio está aquel lugar de toda envidia y malevolencia. Porque si aun estando en la tierra dan los santos sus vidas por los pecadores, con cuánta más razón no se alegrarán viéndolos gozar en el cielo de los bienes que allí les están reservados, y que ellos consideran como propios.

¿Por qué, pues, dio el Señor esta forma a la parábola? Porque se trata justamente de una parábola, y en las parábolas no hay que llevar averiguación de sus últimos pormenores a la letra, sino mirar el fin porque fue compuesta y, éste comprendido, no llevar curiosidad más adelante.

Sentido de la parábola

¿Por qué fin, pues, fue compuesta esta parábola y qué es lo que trata de conseguir? Lo que la parábola intenta es animar más y más a los que en su última edad se han convertido a Dios y han corregido su vida y no consentirles que se tengan por inferiores. Y ésta es justamente la razón por que nos presenta a otros malhumorados por los bienes de aquellos rezagados, no porque realmente se consuman y mueran de envidia, ni mucho menos. Lo que con eso se nos quiere hacer ver es que gozan aquéllos de tan grande honor que pudiera hasta causar envidia. Es lo mismo que hacemos nosotros muchas veces, cuando decimos: “Fulano me reprendió de que te haya hecho tanto honor”. Con lo que no queremos decir que realmente hayamos sido reprendidos ni intentamos desacreditar al otro, sino mostrar la grandeza del regalo que hicimos al amigo.

Mas ¿por qué no los contrató a todos al principio? En cuanto del amo dependía, a todos los contrató; pero si no todos le obedecieron al mismo tiempo, la diferencia dependió de la distinta disposición de los que fueron llamados. De ahí que unos son llamados de mañana, otros a la hora tercia, sexta y nona, y hasta a la undécima, cada uno en el momento que ha de obedecer al llamamiento.

Esto es lo que declara también Pablo cuando dice: Mas cuando le plugo al Dios que me separó del vientre de mi madre... (Gál.1,15). ¿Y cuándo le plugo? Cuando había de obedecerle. Por parte de Dios, desde el principio lo hubiera querido; mas como Pablo no hubiera querido, entonces le plugo a Dios, cuando él había de rendirse. De este modo llamó también al ladrón, a quien indudablemente podía haber llamado antes. Pero no le hubiera obedecido. Porque si Pablo no le hubiera respondido antes, mucho menos el ladrón.

Ahora bien, si los obreros mismos dicen aquí que nadie los había contratado, en primer lugar, como ya queda dicho, no todo se ha de averiguar menudamente en las parábolas, y luego, que no es el amo, sino los trabajadores, quienes aquí dicen eso. El, sin embargo, no los reprende, pues pudieran desalentarse, y lo que quiere es atraérselos. Por lo demás, que, por lo que a El tocaba, los había llamado a todos desde el principio, la parábola misma lo da a entender al decir que salió a contratarlos desde por la mañana.

Pero todos deben practicar la virtud

Por todas partes, pues, resulta evidente que la parábola dirige a los que desde la primera edad, por un lado, y a los que en la vejez y más tardíamente, por otro, se dan a la virtud: aquéllos, porque no se engrían ni insulten a los de la hora undécima; a éstos, para que sepan que pueden en breve tiempo recuperarlo todo.

Y es así que, como antes había hablado acerca del fervor, del abandono de las riquezas y desprecio de cuanto se tiene, y esto requería un gran esfuerzo y un aliento juvenil, para encender en ellos la llama de la caridad y darles temple de voluntad, les hace ver la posibilidad, aun habiendo llegado tarde, de recibir paga de todo el día. Pero esto no se lo dice por el peligro de que también éstos se desvanezcan, sino que les muestra que todo es obra de su benignidad, y que, gracias a ella, tampoco ellos serán preteridos, sino que gozarán de bienes inefables.

Y esto es lo que señaladamente quiere el Señor dejar bien asentado por medio de esta parábola. Y no es de maravillarse si luego añade: De este modo serán los últimos primeros, y los primeros últimos. Y: Porque muchos son llamados y pocos escogidos. Porque eso no lo dice como deducido de la parábola, sino que quiere sólo dar a entender que como sucedió lo uno, sucederá lo otro. Porque aquí no fueron los primeros últimos, sino que todos, contra lo que podían esperar y barruntar, recibieron el mismo pago. Ahora bien, al modo como esto sucedió, contra toda esperanza y barrunto, y los últimos vinieron a ser iguales que los primeros; así también sucederá lo que es más extraño que eso, a saber, que se pongan los últimos delante de los primeros y los primeros vengan detrás de los últimos. De suerte que una cosa es lo uno y otra lo otro.

Y, a mi parecer, eso de los últimos y primeros lo dice el Señor, de una parte, por alusión a los judíos, y también a aquellos cristianos que brillaron al principio por su virtud, pero se descuidaron luego y se quedaron atrás; de otra, por aquellos que, convertidos de la maldad, sobrepujaron luego a muchos por su virtud. Vemos, en efecto, que tales transformaciones se dan tanto en el terreno de la fe como en el de la conducta.

Por eso, yo os exhorto a que pongáis el mayor empeño no sólo en manteneros en la recta fe, sino también en llevar una vida irreprochable. Porque, si nuestra vida no corresponde a nuestra fe, sufriremos el último suplicio. Esto nos quiso dar a entender el bienaventurado Pablo, tomando pie de los antiguos ejemplos, cuando decía: Todos comieron la misma comida espiritual y todos bebieron la misma espiritual bebida, y añade seguidamente que no todos se salvaron: Porque quedaron tendidos en el desierto (1Cor.10,3-5).

Y nos lo dio también a entender Cristo en el Evangelio al presentarnos algunos que, después de haber expulsado demonios y haber profetizado, fueron conducidos al suplicio. Por otra parte, todas sus parábolas, por ejemplo, la de las vírgenes, la de la red, la de las espinas, la del árbol infructuoso, requieren la virtud demostrada por las obras.

A la verdad, sobre doctrinas, raras veces habla el Señor, pues es cosa que no exige grande esfuerzo. De la vida, empero, habla muchas veces, o, por mejor decir, siempre, pues aquí la guerra es continua, y donde hay guerra hay trabajo. Y no hablemos de la conducta entera; una parte de ella que se omita nos trae grandes males. Así, la omisión de la limosna conduce al infierno a quienes en ella faltan. Y ciertamente la limosna no es toda la virtud, sino una parte de ella. Más por no haberla tenido fueron castigadas las vírgenes fatuas y por lo mismo se abrasaba el rico glotón en el infierno, y los que no dan aquí de comer al hambriento son condenados juntamente con el diablo.

Por modo semejante, no injuriar al prójimo es parte mínima de la virtud, y, sin embargo, ello solo basta para expulsar del cielo a quienes no la practiquen: Porque el que dijere “necio” a su hermano—dice el evangelio—será reo del fuego del infierno (Mt.5,22). La castidad misma es también una parte, y, sin embargo, sin ella nadie verá al Señor: Seguid —dice el Apóstol— la paz y la castidad, sin la cual nadie Verá al Señor (Heb.12,14). Y la humildad es también una parte de la virtud, y, sin embargo, por más que uno lleve a cabo otros actos de bien, pero no practica la humildad, es impuro delante de Dios, como lo demuestra el caso del fariseo, que, no obstante abundar en tantos bienes, por falta de humildad los perdió todos.

Mas por mi parte, yo me apresuro a decir algo más que todo eso. No sólo nos cierra el cielo la omisión de una parte de ésas, sino que, aun dado caso que la practiquemos, pero no con la intensidad y perfección convenientes, el efecto es el mismo. Porque: Si vuestra justicia —nos dice el Señor— no fuere más copiosa que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos (Mt.5,20). Así, aun cuando des limosna, si no das más que los escribas y fariseos, no entrarás en el reino de los cielos. ¿Y cuánta limosna —me dirás— daban ellos? Eso es lo que yo quiero decir ahora, a fin de que, quienes no dan, se animen a dar, y los que ya dan, no se engrían por ello, sino que mas bien la acrecienten.

¿Qué daban, pues, los fariseos? Ante todo, el diezmo de todo lo que poseían; luego, otro diezmo, y aun sobre éste, un tercero. De modo que aproximadamente daban un tercio de su hacienda, pues ello viene a resultar de los tres diezmos juntos. Y juntamente con eso, aún quedaban las primicias, los primogénitos y muchas otras donaciones; por ejemplo, por los pecados, por las purificaciones, las de las fiestas, las del jubileo, las del saldo de las deudas, las de la libertad de los esclavos y de los préstamos sin interés. Ahora bien, si el que da este tercio de su hacienda, o más bien la mitad, puesto que junto todo lo dicho viene a resultar la mitad, no hace nada extraordinario, ¿qué merecerá el que no da ni la décima parte? Con razón, pues, decía el Señor que son pocos los que se salvan.

(Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, Homilía 64,3-4, BAC, Madrid, 1956, Tomo II, p. 323 – 328)

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FRANCISCO - Ángelus 2017 y 2020

2017

La lógica del amor del Padre

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la página del Evangelio de hoy (cf Mt 20, 1-6) encontramos la parábola de los trabajadores llamados jornaleros, que Jesús cuenta para comunicar dos aspectos del Reino de Dios: el primero, que Dios quiere llamar a todos a trabajar para su Reino; el segundo, que al final quiere dar a todos la misma recompensa, es decir, la salvación, la vida eterna.

El dueño de un viñedo, que representa a Dios, sale al alba y contrata a un grupo de trabajadores, concordando con ellos el salario para una jornada. Después sale también en las horas sucesivas, hasta la tarde, para contratar a otros obreros que ve desocupados. Al finalizar la jornada, el dueño manda que se dé dinero a todos, también a los que habían trabajado pocas horas. Naturalmente, los obreros que fueron contratados al principio se quejan, porque ven que son pagados de igual modo que aquellos que han trabajado menos. Pero el jefe les recuerda que han recibido lo que había estado pactado; si después él quiere ser generoso con otros, ellos no deben ser envidiosos.

En realidad, esta «injusticia» del jefe sirve para provocar, en quien escucha la parábola, un salto de nivel, porque aquí Jesús no quiere hablar del problema del trabajo y del salario justo, ¡sino del Reino de Dios! Y el mensaje es éste: en el Reino de Dios no hay desocupados, todos están llamados a hacer su parte; y todos tendrán al final la compensación que viene de la justicia divina —no humana, ¡por fortuna!—, es decir, la salvación que Jesucristo nos consiguió con su muerte y resurrección. Una salvación que no ha sido merecida, sino donada, para la que «los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos» (Mt 20, 16).

Con esta parábola, Jesús quiere abrir nuestros corazones a la lógica del amor del Padre, que es gratuito y generoso. Se trata de dejarse asombrar y fascinar por los «pensamientos» y por los «caminos» de Dios que, como recuerda el profeta Isaías no son nuestros pensamientos y no son nuestros caminos (cf Is 55, 8). Los pensamientos humanos están, a menudo, marcados por egoísmos e intereses personales y nuestros caminos estrechos y tortuosos no son comparables a los amplios y rectos caminos del Señor. Él usa la misericordia, perdona ampliamente, está lleno de generosidad y de bondad que vierte sobre cada uno de nosotros, abre a todos los territorios de su amor y de su gracia inconmensurables, que solo pueden dar al corazón humano la plenitud de la alegría.

Jesús quiere hacernos contemplar la mirada de aquel jefe: la mirada con la que ve a cada uno de los obreros en espera de trabajo y les llama a ir a su viña. Es una mirada llena de atención, de benevolencia; es una mirada que llama, que invita a levantarse, a ponerse en marcha, porque quiere la vida para cada uno de nosotros, quiere una vida plena, ocupada, salvada del vacío y de la inercia. Dios que no excluye a ninguno y quiere que cada uno alcance su plenitud.

Que María Santísima nos ayude a acoger en nuestra vida la lógica del amor, que nos libera de la presunción de merecer la recompensa de Dios y del juicio negativo sobre los demás.

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2020

Dios siempre paga el máximo

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La página del Evangelio de hoy (cfr. Mt 20, 1-16) narra la parábola de los trabajadores llamados a jornal por el dueño de una viña. A través de esta historia, Jesús nos muestra el sorprendente modo de actuar de Dios, representado en dos actitudes del dueño: la llamada y la recompensa.

En primer lugar, la llamada. El dueño de la viña sale en cinco ocasiones a la plaza y llama a trabajar para él: a las seis, a las nueve, a las doce, a las tres y a las cinco de la tarde. Es conmovedora la imagen de este dueño que sale varias veces a la plaza a buscar trabajadores para su viña. Ese dueño representa a Dios, que llama a todos y llama siempre, a cualquier hora. Dios actúa así también hoy: nos sigue llamando a cada uno, a cualquier hora, para invitarnos a trabajar en su Reino. Este es el estilo de Dios, que hemos de aceptar e imitar. Él no está encerrado en su mundo, sino que “sale”: Dios siempre está en salida, buscándonos; no está encerrado. Dios sale, sale continuamente a la búsqueda de las personas, porque quiere que nadie quede excluido de su plan de amor.

También nuestras comunidades están llamadas a salir de los varios tipos de “fronteras”, que pueden existir, para ofrecer a todos la palabra de salvación que Jesús vino a traer. Se trata de abrirse a horizontes de vida que ofrezcan esperanza a cuantos viven en las periferias existenciales y aún no han experimentado, o han perdido, la fuerza y la luz del encuentro con Cristo. La Iglesia debe ser como Dios: siempre en salida; y cuando la Iglesia no sale, se pone enferma de tantos males que tenemos en la Iglesia. ¿Por qué estas enfermedades en la Iglesia? Porque no sale. Es cierto que cuando uno sale existe el peligro de que tenga un accidente. Pero es mejor una Iglesia accidentada por salir, por anunciar el Evangelio, que una Iglesia enferma por estar encerrada. Dios sale siempre, porque es Padre, porque ama. La Iglesia debe hacer lo mismo: siempre en salida.

La segunda actitud del dueño, que representa la de Dios, es su modo de recompensar a los trabajadores: ¿cómo paga Dios? El dueño se pone de acuerdo con los primeros obreros, contratados por la mañana, para pagarles «un denario» (v. 2). En cambio, a los que llegan a continuación les dice: «Os daré lo que sea justo» (v. 4). Al final de la jornada, el dueño de la viña ordena que a todos les sea dada la misma paga, es decir, un denario. Quienes han trabajado desde la mañana temprano se indignan y se quejan del dueño, pero él insiste: quiere dar el máximo de la recompensa a todos, incluso a quienes llegaron los últimos (vv. 8-15). Dios siempre paga el máximo. No se queda a mitad del pago. Paga todo. Y aquí se comprende que Jesús no está hablando del trabajo y del salario justo, que es otro problema, sino del Reino de Dios y de la bondad del Padre celestial que sale continuamente a invitar y paga el máximo salario a todos.

De hecho, Dios se comporta así: no mira el tiempo y los resultados, sino la disponibilidad, mira la generosidad con la que nos ponemos a su servicio. Su actuar es más que justo, en el sentido de que va más allá de la justicia y se manifiesta en la Gracia. Todo es Gracia. Nuestra salvación es Gracia. Nuestra santidad es Gracia. Donándonos la Gracia, Él nos da más de lo que merecemos. Y entonces, quien razona con la lógica humana, la de los méritos adquiridos con la propia habilidad, pasa de ser el primero a ser el último. “Pero yo he trabajado mucho, he hecho mucho en la Iglesia, he ayudado tanto, ¿y me pagan lo mismo que a este que ha llegado el último?”. Recordemos quién fue el primer santo canonizado en la Iglesia: el Buen Ladrón. “Robó” el Cielo en el último momento de su vida. Esto es Gracia, así es Dios, también con todos nosotros. El que piensa en sus propios méritos, fracasa; quien se confía con humildad a la misericordia del Padre, pasa de último —como el Buen Ladrón— a primero (cfr. v. 16).

Que María Santísima nos ayude a sentir todos los días la alegría y el estupor de ser llamados por Dios a trabajar para Él en su campo, que es el mundo, en su viña, que es la Iglesia. Y de tener como única recompensa su amor, la amistad de Jesús.

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BENEDICTO XVI - Ángelus 2008 y 2011

2008

Trabajar en la viña del Señor

Queridos hermanos y hermanas: 

Quizá recordéis que el día de mi elección, cuando me dirigí a la multitud en la plaza de San Pedro, se me ocurrió espontáneamente presentarme como un obrero de la viña del Señor. Pues bien, en el evangelio de hoy (cf. Mt 20, 1-16) Jesús cuenta precisamente la parábola del propietario de la viña que, en diversas horas del día, llama a jornaleros a trabajar en su viña. Y al atardecer da a todos el mismo jornal, un denario, suscitando la protesta de los de la primera hora. Es evidente que este denario representa la vida eterna, don que Dios reserva a todos. Más aún, precisamente aquellos a los que se considera “últimos”, si lo aceptan, se convierten en los “primeros”, mientras que los “primeros” pueden correr el riesgo de acabar “últimos”.

Un primer mensaje de esta parábola es que el propietario no tolera, por decirlo así, el desempleo: quiere que todos trabajen en su viña. Y, en realidad, ser llamados ya es la primera recompensa: poder trabajar en la viña del Señor, ponerse a su servicio, colaborar en su obra, constituye de por sí un premio inestimable, que compensa por toda fatiga. Pero eso sólo lo comprende quien ama al Señor y su reino; por el contrario, quien trabaja únicamente por el jornal nunca se dará cuenta del valor de este inestimable tesoro.

El que narra la parábola es san Mateo, apóstol y evangelista, cuya fiesta litúrgica, por lo demás, se celebra precisamente hoy. Me complace subrayar que san Mateo vivió personalmente esta experiencia (cf. Mt 9, 9). En efecto, antes de que Jesús lo llamara, ejercía el oficio de publicano y, por eso, era considerado pecador público, excluido de la “viña del Señor”. Pero todo cambia cuando Jesús, pasando junto a su mesa de impuestos, lo mira y le dice: “Sígueme”. Mateo se levantó y lo siguió. De publicano se convirtió inmediatamente en discípulo de Cristo. De “último” se convirtió en “primero”, gracias a la lógica de Dios, que —¡por suerte para nosotros!— es diversa de la del mundo. “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos”, dice el Señor por boca del profeta Isaías (Is 55, 8).

También san Pablo, de quien estamos celebrando un particular Año jubilar, experimentó la alegría de sentirse llamado por el Señor a trabajar en su viña. ¡Y qué gran trabajo realizó! Pero, como él mismo confiesa, fue la gracia de Dios la que actuó en él, la gracia que de perseguidor de la Iglesia lo transformó en Apóstol de los gentiles, hasta el punto de decir: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” (Flp 1, 21). Pero añade inmediatamente: “Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger” (Flp 1, 22). San Pablo comprendió bien que trabajar para el Señor ya es una recompensa en esta tierra.

La Virgen María, a la que hace una semana tuve la alegría de venerar en Lourdes, es sarmiento perfecto de la viña del Señor. De ella brotó el fruto bendito del amor divino: Jesús, nuestro Salvador. Que ella nos ayude a responder siempre y con alegría a la llamada del Señor y a encontrar nuestra felicidad en poder trabajar por el reino de los cielos.

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2011

Vivimos en una época de nueva evangelización

¡Queridos hermanos y hermanas!

En la liturgia de hoy empieza la lectura de la Carta de San Pablo a los Filipenses, es decir a los miembros de la comunidad que el Apóstol mismo fundó en la ciudad de Filipos, importante colonia romana en Macedonia, hoy Grecia septentrional. Pablo llegó a Filipos durante su segundo viaje misionero, procedente de la costa de la Anatolia y a travesando el Mar Egeo. Fue esa la primera vez que el Evangelio llegó a Europa. Estamos en torno al año 50, por tanto, unos veinte años después de la muerte y la resurrección de Jesús. Sin embargo, la Carta a los Filipenses, contiene un himno a Cristo que ya presenta una síntesis completa de su misterio: encarnación, chenosi, es decir, humillación hasta la muerte de cruz, y glorificación. Este mismo misterio se hace una unidad con la vida del apóstol Pablo, que escribe esta carta mientras se encuentra en la cárcel, a la espera de una sentencia de vida o de muerte. Él afirma: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” (Fil 1,21). Es un nuevo sentido de la vida, de la existencia humana, que consiste en la comunión con Jesucristo vivo; no sólo con un personaje histórico, un maestro de sabiduría, un líder religioso, sino con un hombre en el que habita personalmente Dios. Su muerte y resurrección es la Buena Noticia que, partiendo de Jerusalén, está destinada a llegar a todos los hombres y a todos los pueblos, y a transformar desde el interior todas las culturas, abriéndolas a la verdad fundamental: Dios es amor, se ha hecho hombre en Jesús y con su sacrificio ha rescatado a la humanidad de la esclavitud del mal dándole una esperanza fiable.

San Pablo era un hombre que condensaba en sí mismo tres mundos: el judío, el griego y el romano. No por casualidad Dios le confió la misión de llevar el Evangelio desde Asia Menor a Grecia y después a Roma, construyendo un puente que habría proyectado el Cristianismo hasta los extremos confines de la tierra. Hoy vivimos en una época de nueva evangelización. Vastos horizontes se abren al anuncio del Evangelio, mientras regiones de antigua tradición cristiana están llamadas a redescubrir la belleza de la fe. Son protagonistas de esta misión hombres y mujeres que, como san Pablo, pueden decir: “Para mí vivir es Cristo”. Personas, familias, comunidades que aceptan trabajar en la viña del Señor, según la imagen del Evangelio de este domingo (cfr Mt 20,1-16). Trabajadores humildes y generosos que no piden otra recompensa que la de participar en la misión de Jesús y de la Iglesia. “Si el vivir en la carne −escribe todavía san Pablo− significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger” (Fil 1,22): si la unión plena con Cristo más allá de la muerte, o el servicio a su cuerpo místico en esta tierra.

Queridos amigos, el Evangelio ha transformado el mundo, y todavía lo está transformando, como un río que riega un inmenso campo. Dirijámonos en oración a la Virgen María, para que en toda la Iglesia maduren vocaciones sacerdotales, religiosas y laicales para el servicio de la nueva evangelización.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Dios de misericordia y de piedad

“Dios misericordioso y clemente”

210. Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cf. Ex 32), Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel, manifestando así su amor (cf. Ex 33,12-17). A Moisés, que pide ver su gloria, Dios le responde: “Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y pronunciaré delante de ti el nombre de YHWH” (Ex 33,18-19). Y el Señor pasa delante de Moisés, y proclama: “YHWH, YHWH, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,5-6). Moisés confiesa entonces que el Señor es un Dios que perdona (cf. Ex 34,9).

211. El Nombre Divino “Yo soy” o “Él es” expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de la infidelidad del pecado de los hombres y del castigo que merece, “mantiene su amor por mil generaciones” (Ex 34,7). Dios revela que es “rico en misericordia” (Ef 2,4) llegando hasta dar su propio Hijo. Jesús, dando su vida para librarnos del pecado, revelará que él mismo lleva el Nombre divino: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy” (Jn 8,28)

Jesús identifica su compasión hacia los pecadores con la de Dios

588. Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores (cf. Lc 5, 30) tan familiarmente como con ellos mismos (cf. Lc 7, 36; 11, 37; 14, 1). Contra algunos de los “que se tenían por justos y despreciaban a los demás” (Lc 18, 9; cf. Jn 7, 49; 9, 34), Jesús afirmó: “No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores” (Lc 5, 32). Fue más lejos todavía al proclamar frente a los fariseos que, siendo el pecado una realidad universal (cf. Jn 8, 33-36), los que pretenden no tener necesidad de salvación se ciegan con respecto a sí mismos (cf. Jn 9, 40-41).

589. Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente, al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Id también vosotros a mi viña

El fragmento evangélico de este Domingo es la parábola de los viñadores, enviados a trabajar en la viña a distintas horas del día, quienes por la tarde reciben todos la misma paga de un denario. Esta parábola ha creado siempre grandes dificultades a los lectores del Evangelio. ¿Es aceptable el modo de actuar del propietario, que proporciona la misma paga a quien ha trabajado una hora y a quien ha trabajado la entera jornada? Eso, ¿no viola el principio de la justa recompensa? Hoy, si alguno hiciese como aquel propietario, los sindicatos se sublevarían a coro.

La dificultad nace de un equívoco. ¿Se considera el problema de la recompensa en abstracto y en general o en referencia a la recompensa eterna en el cielo? Visto así, el asunto contradice, en efecto, el principio según el cual Dios «dará a cada cual según sus obras» (Romanos 2, 6). Pero, Jesús se refiere aquí a una situación concreta, a un caso bien preciso. El único denario, que les viene dado a todos, es el reino de los cielos, que Jesús ha traído a la tierra; es la posibilidad de entrar a formar parte en la salvación mesiánica. La parábola comienza diciendo: «El reino de los cielos se parece a un propietario, que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña...»

Por lo tanto, es el reino de los cielos el tema central y el trasfondo de toda la parábola. El problema es, aún otra vez, lo de la situación de los hebreos y paganos o de los justos y pecadores en relación con la salvación anunciada por Jesús. Además, si los paganos (respectivamente, los pecadores, los publican os, las prostitutas, etc.) sólo se han decidido por Dios ante la predicación de Jesús, mientras antes estaban lejos («ociosos»), no por esto ocuparán en el Reino una posición distinta, de segunda división o de serie B. También ellos se sentarán en la misma mesa y gozarán de la plenitud de los bienes mesiánicos.

Es más, dado que ellos se muestran más disponibles a acoger el Evangelio, que no los así llamados «justos» (los fariseos y los escribas), he aquí que se cumple lo que Jesús dice en la conclusión de la parábola de hoy: «Los últimos serán los primeros y los primeros los últimos».

Una vez conocido el Reino, esto es, una vez abrazada la fe, entonces, sí que hay lugar para las diferencias. Ya no es idéntica la suerte de quien sirve a Dios durante toda la vida haciendo trabajar sus talentos al máximo, que respecto a quien sólo da a Dios los desechos de una vida con una confesión puesta como remedio, de algún modo, en el último momento. Si Jesús nos hubiese puntualizado también lo que acontece el día después, cuando los obreros ya conocían el camino para ir a la viña, es cierto que la conclusión habría sido bien distinta. El propietario no habría dado la misma recompensa a quien se hubiese presentado a las cinco de la tarde que a los que habían «aguantado el peso del día y el bochorno».

Pero, aclarado este punto, que es el central, es legítimo dilucidar otra enseñanza, igualmente presente en la parábola, que es esta: Dios llama a todos y llama a todas las horas. Hay una llamada universal a trabajar en la viña del Señor ¡también para los laicos! En suma, es un problema más sobre la llamada que sobre la recompensa. Éste es el modo con el que nuestra parábola viene traída en la exhortación apostólica de Juan Pablo II «Sobre la vocación y misión de los laicos en el Iglesia y en el mundo» (Christifideles laici) del 30 de octubre de 1988: «Los fieles laicos... pertenecen a aquel Pueblo de Dios, representado en los obreros de la viña... El llamamiento del Señor Jesús “Id también vosotros a mi viña” no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se dirige a cada hombre que viene a este mundo... La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor» (nn.1-2).

Pero ¿qué significa para un laico (un trabajador, un empresario, un hombre de cultura o de política) ir a la viña del Señor? ¿Quizás dejar el propio trabajo y ponerse al servicio directo de la Iglesia y de la evangelización? A veces, también puede querer decir esto. Pero, no es la norma general o regla. «La vocación de los fieles laicos, continúa el mismo documento, a la santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas» (n. 17). La viña, en la que el laico cristiano está llamado a trabajar, es por lo tanto el mundo mismo. Él debe santificarse precisamente en la ordinaria vida profesional y social.

Ha habido un laico cristiano, que ha encarnado de un modo ejemplar esta vocación y ha contribuido no poco a ponerla a la atención de la Iglesia en los años después del concilio: el profesor Giuseppe Lazzati, primero, diputado en el Parlamento italiano y, después, rector de la Universidad Católica de Milán. Estar plenamente insertados en el mundo de tal manera que se puedan ordenar todas las cosas según Dios; esto era lo que le movía y su pasión.

Precisamente, a propósito de las «realidades terrenas», yo quisiera llamar la atención sobre un aspecto, que quizás sea marginal en la parábola, pero que es sentido como vital en el momento que estamos atravesando: el problema del paro o de la desocupación. El propietario de la parábola salió al alba para contratar trabajadores para la jornada (en aquel tiempo, no había contratos anuales o plurianuales; el contratar y la retribución tenían lugar día a día). Salió de nuevo hacia las nueve de la mañana y vio a otros, que estaban parados o desocupados en la plaza. Habiendo salido de nuevo hacia las cinco de la tarde y habiendo visto a otros trabajadores, les preguntó: «¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?» Le respondieron: «Nadie nos ha contratado»». Como se ve, toda la parábola, hasta en el lenguaje, está inspirada en el mundo y en los problemas del trabajo. «¡Nadie nos ha contratado para la jornada!»: esta respuesta, apesadumbrada, podría ser dada hoy por millones de desocupados.

Ahora bien, todo esto demuestra con toda seguridad al menos una cosa: que Jesús no era insensible ante este problema. Si él describe tan bien la escena es porque numerosas veces su mirada se había parado con compasión en aquellos círculos de hombres, sentados en tierra o apoyados en cualquier lugar con un pie en la pared, a la espera de ser «enganchados». Las situaciones, que Jesús describe en sus parábolas, no las ha aprendido de los libros sino de la vida.

Hemos explicado qué significa en el plano simbólico y espiritual el hecho de que el propietario dé la misma paga a todos los trabajadores, independientemente del tiempo que hayan trabajado. Este actuar tiene algo que decimos asimismo en el plano humano. Aquel propietario sabe que los trabajadores de última hora tienen las mismas necesidades que los demás; tienen igualmente niños que alimentar, como los tienen los de la primera hora. Dando a todos la misma paga, el propietario muestra no tener en cuenta tanto el mérito cuanto la necesidad. Muestra, como él mismo dice, ser no sólo justo sino también «bueno», generoso, humano.

Conocemos todos lo que significa estar en paro para uno que tiene familia o para un joven que quiere casarse y no puede porque le falta el trabajo y con él la garantía mínima de poder mantener dignamente a la familia. No es un problema sólo económico sino antes aún un problema humano. La persona desocupada se siente inútil, como si la sociedad la hubiese olvidado y ella estuviese «de más» en el mundo.

Un trabajo seguro ha llegado a ser hoy uno de los bienes más preciosos del mundo. Si falta trabajo para muchos, uno de los motivos (ciertamente, no el único, no el principal, pero en verdad relevante) es porque algunos tienen demasiados. Acumulan distintos trabajos, todos retribuidos de diversos modos. San Francisco de Asís, que vivía de limosnas, se preocupaba de no aceptar más de las necesarias, porque, decía, «no quiero llegar a ser ladrón de limosnas». Como se puede llegar a ser ladrones de limosnas sustrayéndolas a las que podrían recibir otros pobres así se puede llegar a ser «ladrones de trabajo» sustrayéndolo a otros que, precisamente, permanecerán en el paro.

Hablaba antes del laico cristiano empeñado en las realidades terrenas. Uno de los mejores testimonios, que un empresario cristiano puede dar del Evangelio, es esencialmente hoy el crear trabajo. Un día, un rico industrial fue a pedir consejo a una monja de clausura. Él estaba decidido a hacer de sus riquezas lo que el Señor le pidiese comprendido hasta el venderlo todo y darlo a los pobres. La monja le solicitó un poco de tiempo para pedir arriba, a Dios, y cuando el rico volvió para recibir la respuesta, le dijo: «¿En este momento tienes dinero aparte?» Le respondió: «Sí». «Entonces ¡vete, abre una nueva fábrica y da trabajo a otros trabajadores!» Y lo hizo así.

Sé bien que estas mis pocas palabras no cambiarán nada de la situación dramática de millones de desocupados, que hay actualmente, especialmente entre los jóvenes. Pero, al menos, que les sirvan en su espera para sentirse menos solos y arrinconados. Mi deseo y mi oración son que, cuanto antes, también ellos puedan escuchar las palabras, que oyeron aquellos trabajadores en la plaza: «Id también vosotros a mi viña y lo que es justo os lo pagaré». Id a mi fábrica, a mi propiedad, a mi cantera...

Mientras tanto, no olvidemos que todos estamos llamados a trabajar en la viña del Señor para alcanzar la recompensa eterna.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Dignos trabajadores de la viña del Señor

«El egoísmo es la tentación por la que el hombre se ve primero a sí mismo, busca primero su bienestar, su conveniencia, la satisfacción de sí mismo. Pero Dios no lo pensó ni lo creó así.

El corazón del hombre debe tender a verse a sí mismo en los demás, a ver a los demás superiores a sí mismo, y ver en el bien de los demás realizado el propio bienestar.

Jesús vino a darnos ejemplo, y a enseñarnos a regresar a ese estado en el que el corazón busca el bien, y rechaza el mal.

Él vino a darse completamente todo. Siendo el primero se hizo último, para que podamos tender a ese bien para el que fuimos creados.

Él vino a ordenar todas las cosas, y a enseñarnos cómo debemos orientar todo hacia Dios, a través del servicio al prójimo.

Procura tú tener las condiciones para ser un digno trabajador en la viña del Señor.

Entrégale tu vida, y deja que Él haga contigo lo que quiera.

Déjate llenar de su amor y de su misericordia, recibiendo el salario inmerecido de valor infinito, que es su Cuerpo y su Sangre, en cada Eucaristía, y desea para los demás lo mismo que tú recibes, el Reino de los cielos en la tierra –que es el mismo Cristo–, aun sin merecerlo, porque Él nos lo ha merecido».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

En continua ocasión de amar a Dios

Intentamos meditar, con la ayuda del Paráclito, a quien suplicamos luz para nuestra inteligencia, de modo que sepamos entender lo que el Señor nos enseña, esta parábola con la que Jesús nos muestra el sentido de nuestra vida. Cada uno, en efecto, al final de esa jornada completa de nuestra existencia terrena, vamos a recibir el salario, en cierto sentido común para todos cuantos hemos aceptado trabajar para Dios: la Eterna Bienaventuranza.

Otras veces hemos ya meditado sobre la infinita justicia de Dios, que retribuye a cada uno según sus obras, aunque sea también con infinita misericordia. San Pablo en su carta a los fieles de Roma de modo inequívoco se refiere al justo juicio de Dios, el cual retribuirá a cada uno según sus obras: la vida eterna para quienes, mediante la perseverancia en el buen obrar, buscan gloria, honor e incorrupción; la ira y la indignación, en cambio, para quienes, con contumacia, no sólo se rebelan contra la verdad, sino que obedecen a la injusticia.

Pero hoy tenemos para nuestra consideración unos versículos de san Mateo que nos invitan a reflexionar en la llamada a la santidad que cada uno hemos recibido, porque Dios, Creador y Señor nuestro, así lo ha querido, escogiéndonos así entre en las demás criaturas terrenas. Como a aquellos obreros del campo, a cada uno nos ha llamado también a su viña: a la santidad. A poco que reflexionamos, somos capaces de recordar en qué momento esa vida sobrenatural, que ahora entendemos como el único destino que colma la vida del hombre, tomó cuerpo en nuestros planes, en nuestras ilusiones. Es decir, también para cada uno hubo una llamada particular, posiblemente en un momento preciso o, al menos, en unas circunstancias peculiares, como sucedió a los trabajadores contratados para la viña. El momento viene a ser lo de menos, toda vez que a partir de él la existencia cobra un sentido nuevo y pleno: esto es lo decisivo en verdad. Pues, fácilmente somos capaces de reconocer que, hasta entonces, todas las ilusiones, los proyectos forjados, los trabajos más a menos intensos que estaban faltos de la riqueza y potencialidad debida.

“El momento viene a ser lo de menos”, decíamos. Porque, dependiendo de Dios –que es quien llama, y a quién se responde o no, libremente– siempre es el ideal en cada caso. Cada uno llegamos a ser especialmente conscientes de la dimensión trascendente de nuestra existencia en el mejor momento, para tomarnos, a partir de entonces, la vida como Dios quiere. Desde la infancia, unos; en quien adolescencia, otros; en los primeros años de la madurez y el ejercicio profesional, bastantes; ya entrados en años...; incluso, en lo que podíamos a llamar la recta final del tránsito terreno. En cualquier caso, el trabajo será siempre la santidad personal, como en aquellos contratados, trabajar en la viña.

Entre nosotros, unos hemos conocido Dios y a Cristo desde la infancia, a partir de unos padres cristianos. Algunos, por circunstancias de todo tipo, no perseveraron en ese conocimiento y su trato con Dios fue decayendo hasta casi desaparecer. Le reencontraron, tal vez, con el paso de los años y, entonces, más maduros intelectualmente, entendieron la inigualable belleza de una vida en Cristo. Un cataclismo personal, por enfermedad, por una tragedia especialmente a vivida, por un desengaño trágico, por una iluminación singular, etc., puede ser origen en algún caso del gran descubrimiento de Dios, como principio, sentido y destino de la existencia del hombre. Los hay, y la historia los recuerda en personajes que se han hecho famosos por su santidad: Agustín, Teresa, Edith Stein, entre muchísimos otros, que descubrieron el atractivo imparable de Dios a partir de unas páginas escritas.

La crítica de aquel contratado a primera hora estaba claramente fuera de lugar. Bajo ningún concepto, y por principio, se puede poner en entredicho la infinita bondad divina. ¿Qué facultad se otorga aquél para protestar? ¿Con qué derecho piensa mal del dueño de la viña? Agradecido debería estar por haber sido contratado, ya que el señor no tenía obligación alguna con él. ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero? He aquí la gran verdad que dirime toda cuestión con el Creador. Una vez más, es la soberbia humana de no querer reconocer que somos criaturas de Dios el único problema de fondo.

Sin embargo, los hay, por desgracia, que, desde su orgullo y su inteligencia limitada se atreven a emitir juicios de desaprobación a la Voluntad de Dios que se manifiesta en el acontecer cotidiano: que por qué he tenido que sufrir este accidente imprevisto; que por qué han tenido que concurrir estas circunstancias lamentables en mi vida; diferente sería todo, si yo tuviese la fortuna de aquél: él, en cambio, sí que lo tiene fácil, por tanto, Dios no es justo.

Es, en verdad, muy difícil vivir con paz, mientras no comprendamos que cualquier circunstancia de la vida es un momento ideal –el único momento de que disponemos– para amar a Dios: para agradarle con la conducta que espera de nosotros en esas las circunstancias más o menos difíciles. Así se expresaba, con cierto humor, San Josemaría: Vivir santamente la vida ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me refiero a todo el programa de vuestro quehacer cristiano. Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera –¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...–, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor.

La Madre de Dios respondió en todo momento con un sí generoso, bien consciente de que el Señor la esperaba en cada paso. A su cuidado maternal nos encomendamos para que nos haga comprender la ilusión de Padre bueno que Dios tiene, de que le amemos como hijos, lo mejor que sepamos en cada instante.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Los pensamientos de Dios

Nuestro encuentro de hoy con la palabra de Dios comenzó en forma particularmente solemne. Nos encontramos en seguida cara a cara con Dios, quien nos hablaba en primera persona: Porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos... De esa manera, se difundió entre nosotros como un sentido de la majestad y de la santidad de Dios que en el salmo responsorial se tradujo en confesión de alabanza:

Grande es el Señor y muy digno de alabanza...

...el Señor es bueno con todos...

... es justo en todos sus caminos,

es bondadoso en todas sus acciones.

Grande, justo, bueno: así rezaba y alababa al Padre también Jesús.

Sin embargo, ahora sabemos hacia dónde se encaminaba la liturgia con esta preparación tan solemne: a dilatarnos el corazón y la mente para comprender las palabras de Jesús (Proclamación del Evangelio). ¡Era una introducción al Evangelio! En efecto, el pasaje evangélico nos hace ver justamente esto: que nuestros caminos no son los caminos de Dios, ni nuestros pensamientos, sus pensamientos.

Se trata de una de las parábolas más discutidas del Evangelio. Recordémosla brevemente, incluso para clarificar algunos detalles concretos que la inspiraron. La escena es absolutamente familiar, tanto para Jesús como para los oyentes Es la época de la vendimia: se necesita mucha mano de obra; el propietario de una gran viña va a la plaza, seguro de encontrar desocupados allí. El primer llamado se produce al alba, el último, a las cinco de la tarde. Con los primeros establece un denario −el salario habitual por una jornada de trabajo−, con los otros, lo que sea justo, es decir −como habrán pensado ciertamente los interesados− menos de un denario. Pero he aquí la sorpresa: al anochecer, los últimos reciben también un denario completo como los primeros. Éstos se indignan, integran una delegación y van a lo del empleador a protestar, arrastrando con ellos a los últimos en llegar, que no tenían ningún motivo para protestar. El empleador se justifica con calma y termina diciendo al más enfervorizado de todos: ¿Acaso te desagrada que yo sea bueno?

Jesús tomó así un fragmento de vida cotidiana y lo transformó en palabra de Dios: una palabra en imágenes. Hemos dicho que hoy el tema central de la liturgia es: los pensamientos de Dios no son los pensamientos del hombre. Y bien, ¿dónde está encerrado, en esta parábola, el pensamiento de Dios? ¡En el actuar del empleador en el momento del pago! Alguno queda sorprendido y hasta escandalizado por esa forma de actuar: ¡la misma cantidad para todos! Pero no hay razón para ello, porque lo que le interesa subrayar a Jesús es otra cosa: ¡qué gran recompensa para los últimos! Es desde este punto de vista que se debe buscar la respuesta. ¿Por qué lo hace?

La respuesta está al final: ¡Porque yo soy bueno! La justicia mide a partir del mérito, pero la bondad, a partir de la necesidad. Esos últimos asalariados son culpables de permanecer ociosos y de hacerse venir a buscar por el dador de trabajo, en lugar de irlo a buscar ellos. Sin embargo, el empleador, más que su culpa, tiene en cuenta su necesidad. El salario de una hora −una quinta parte, o menos de un denario− no basta para mantener a una familia; sus pequeños hijos tendrán hambre cuando el padre vuelva a casa con las manos vacías. El empleador siente compasión por su pobreza; por eso les hace pagar el salario de la jornada completa. La parábola no describe un acto arbitrario, sino el gesto de un hombre animado por la bondad, generoso y lleno de sensibilidad con respecto a los pobres. ¡Así es Dios!, quería decir Jesús; tan bueno como para hacer participar de su Reino incluso a los publicanos y a los pecadores (J. Jeremías).

Pero he aquí en seguida los pensamientos del hombre. Constituyen el segundo vértice de la parábola y se expresan en la murmuración de los primeros en llegar. Jesús alude a los fariseos que se escandalizaban ante su costumbre de dirigirse a la gente ubicada en los márgenes de la religión o fuera de ella: los publicanos y los pecadores. Mi modo de actuar −quiere decir Jesús copia el de Dios; él es bueno, por eso también lo soy yo. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!

Estos hombres están envidiosos de la bondad de Dios; la querrían sólo para ellos mismos y se escandalizan de que Dios (y Jesucristo) la muestre tan generosamente a quien, según ellos, no la merece. La parábola evangélica nació de esta precisa situación existente en torno a Jesús de Nazaret y a ella tiende: justificar la buena nueva del Reino ante las continuas acusaciones de que es objeto por parte de los adversarios. Al hacer esto, sin embargo, cuánta luz de revelación irradió la parábola: luz sobre cómo es Dios, luz sobre quién es Jesucristo, luz sobre cómo están hechos los hombres.

Ahora, la pregunta que de la Escritura nos debe llevar directamente a la vida, desde la época de Jesús a nuestra época. Cierto día, los apóstoles le preguntaron a Jesús: ¿Esta parábola la dices para nosotros o para todos? (Lc. 12, 41); lo mismo nos preguntamos nosotros ahora: ¿para quién se dice esta parábola?

La respuesta nos la dan implícitamente el evangelista Matea y la primitiva Iglesia. Ellos aplicaron a sí mismos lo que Jesús había dicho un día a los fariseos. ¡Cuidado con escandalizarse de los actos de Dios! La tentación se presentaba a la primitiva Iglesia bajo otra forma: ¡aquel Jesús que en su época iba hacia los publicanos y los pecadores, ahora empujaba a sus discípulos a ir hacia los no circuncidados y los paganos! Los de la ultimísima hora se convertían, de golpe, en herederos del Reino junto al antiguo pueblo elegido (Ef. 3, 6 sq.). Los Hechos de los Apóstoles nos muestran todo el esfuerzo de la Iglesia judeo-cristiana para superar, detrás de san Pablo, esta dificultad.

Si la primitiva Iglesia se aplicó a sí misma con tanto coraje la parábola que Jesús había dicho para los fariseos, quiere decir que también debemos aplicarla a nuestra Iglesia de hoy. La piedra de escándalo −recordemos− fue la actitud de Cristo (¡y por lo tanto, de Dios!) frente a “los otros”, frente a los así llamados enemigos de la religión. Aquí, los pensamientos de Dios se distinguen de los pensamientos del hombre: él no se deja hacer de enemigos: no acepta que alguien ponga límites a su bondad y decida quién está con él y quién contra él. Los guardianes de la religión no pueden pretender ser también guardianes de Dios, como ciertos poderosos ministros humanos que deciden por sí solos a quién admitir y a quién no ante la presencia de su superior.

¿Quién no ve adónde nos lleva este discurso? Nosotros, llamados hombres de Iglesia, o también simplemente cristianos “practicantes”, estamos dentro de la tentación de siempre, y es tan hermoso darse cuenta de que la palabra de Cristo todavía es tan “viva y eficaz” ‘como para hacérnoslo entender e inducirnos a la autocrítica. Hoy, “los otros”, los últimos, aquellos que pasan el día en la plaza sin hacer nada (o gritando), tienen otros nombres; ya no se llaman publican os o paganos, pero todavía existen y nosotros, sin darnos cuenta, terminamos a veces por considerarlos enemigos de Dios e irrecuperables para él, sólo porque nos parecen irrecuperables de acuerdo con nuestro modo de pensar. ¡Qué tristeza oír tan a menudo dividir a los hombres en católicos y laicos, o peor aún, oír nombrar a “los cristianos” y comprender que en ellos se incluye sólo a quienes votan por un determinado partido político!

La culpa de esto no es por cierto toda nuestra; quizás lo sea más de los “otros”; pero hemos visto cómo mide Jesús: no a partir de la culpa sino de la necesidad. Y estos hombres tienen necesidad del “Reino de Dios y de su justicia” tanto como nosotros, para no morir también ellos de miseria, o de bienestar. En la época de Jesús existía quien dividía a los hombres en “hijos de la luz” y en “hijos de las tinieblas”, y predicaba amar a los unos y odiar a los otros (Regla de la comunidad de Qumram). Pero él infringió este esquema al afirmar: Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos (Mt. 5.43 sq.); Todos ustedes son hermanos (Mt. 23. 8). Un discípulo de Jesús nunca debe resignarse a considerar a algunos hombres como amigos y a otros como enemigos: él puede ser considerado enemigo de alguien, pero no puede considerar enemigo a nadie. Si insistimos en dos bandos, Jesús nos advirtió hoy con claridad de qué lado se pone él: no con los teólogos, los devotos, los demasiado seguros de sí mismos, sino con aquellos que, espiritualmente, representan hoya los ciegos, los deformes y los leprosos. ¡Los publicanos y las meretrices pueden incluso precedernos a nosotros (no sólo los fariseos) en el reino de los cielos!

Son los caminos del Señor. No está dicho que debemos comprenderlos forzosamente; debemos sólo adorarlos y estarle agradecidos de que esto sea así, tan distinto a nuestro metro; en efecto, sabemos bien a qué lleva nuestro metro. San pablo exclamaba: ¡Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría y la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos! (Rom. 11, 33).

En la Eucaristía nos estrecharemos hoy alrededor de Jesús, agradecidos y humildes como aquellos últimos en llegar de la parábola que se acercaron a recibir su denario y volvieron a casa llenos de alegría por la generosidad del empleador. Aquel denario es el Reino de Dios que Jesús trae consigo como don: aún más, es Jesús en persona.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

En el Ángelus (20-IX-1981)

– El trabajo como deber y derecho humano

“El reino de los cielos es semejante a un amo de casa que salió muy de mañana a ajustar obreros para su viña…” (Mt 20,1).

Con estas palabras comienza el pasaje evangélico de la liturgia de hoy. La tan conocida parábola de los trabajadores de la viña contiene en sí muchos temas. Entre éstos es fundamental la idea de que es Dios quien llama al hombre al trabajo y que el trabajo debe contribuir a la plasmación continua del mundo según el proyecto del mismo Dios. Todo tipo de trabajo humano, todas sus variantes, están incluidas en la parábola evangélica.

En el punto de partida esta parábola incluye la llamada al hombre a redescubrir el significado del trabajo, teniendo presente el designio salvífico de Dios.

¿Qué es el trabajo humano?

A este importante interrogante hay que dar una respuesta articulada. Ante todo, es una prerrogativa del hombre-persona, un factor de plenitud humana que ayuda precisamente al hombre a ser más hombre. Sin el trabajo no solo no puede alimentarse, sino que tampoco puede autorrealizarse, es decir, llegar a su dimensión verdadera. En segundo lugar y consecuentemente, el trabajo es una necesidad, un deber que da al ser humano, vida, serenidad, interés, sentido. El Apóstol Pablo advierte severamente, recordémoslo: “el que no quiera trabajar, no coma” (2 Tes 3,10). Por consiguiente, cada uno está llamado a desempeñar una actividad sea al nivel que fuere, y el ocio y el vivir a costa de otros quedan condenados. El trabajo es, además, un derecho, “es el grande y fundamental derecho del hombre”.

– Servicio

El trabajo llega a ser igualmente un servicio, de tal modo que “el hombre crece en la medida en que se entrega por los demás”. Y de esta armonía se beneficia no sólo el individuo sino también la misma sociedad.

– Dimensión eterna

Estos son solamente algunos pensamientos sobre el tema acerca de la naturaleza del trabajo humano. Los ponemos juntos aquí haciendo referencia a la llamada del amo de casa que sigue saliendo a contratar obreros para su viña para la jornada, como dice la parábola evangélica. Recordemos que en su mismo punto de partida esta parábola contiene la invitación al hombre a que encuentre su significado último en el designio salvífico de Dios, sea cual fuere el tipo de trabajo que desarrolle. Y oremos para que crezca y se ahonde en cada hombre la conciencia de este significado. Pues según el designio de Dios, con el trabajo no sólo debemos dominar la tierra, sino también alcanzar la salvación. Por tanto, al trabajo está vinculada no sólo la dimensión de la temporalidad, sino también la dimensión de la eternidad.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

La gratuidad y la grandeza de la recompensa que Dios reserva a los que trabajan por la extensión del cristianismo, forma parte de los pensamientos de Dios que, se nos dice en la 1ª Lectura, no coinciden con los nuestros. No hay arbitrariedad en la conducta de Dios al igualar a todos con un denario porque “El Señor es bueno con todos”, leemos en el Salmo Responsorial, y porque el denario es un tesoro inmenso: la vida eterna.

La recompensa divina, un denario, excede de tal manera el esfuerzo realizado por nosotros, que quien ha sido llamado al alba no puede pensar que tiene más méritos que quien fue convocado a mediodía o en el crepúsculo de su vida. Este último, no debe creer tampoco que es demasiado tarde para rehacer su vida cristiana. Un buen hijo no debe pensar que su padre le debe algo porque cumplió lo que le mandó: “cuando hayáis cumplido todo lo que se os mandó, habéis de decir: somos siervos inútiles, no hemos hecho más que lo que teníamos obligación de hacer” (Lc 17,10).

Escribiendo a los cristianos de Filipo, S. Pablo les decía: “Para mí, la vida es Cristo y una ganancia el morir” (2ª Lect). Trabajar porque Jesucristo sea conocido y amado debe ser para nosotros también un honor, la razón de nuestra vida. No un peso sino un gustoso deber. Si hay quien tiene el orgullo y la satisfacción de trabajar en puestos de alta dirección política o financiera, de gestión empresarial o deportiva, etc. ¿no produciría extrañeza el considerar gravoso el empeño por el Reino de Cristo?

“Id también vosotros a mi viña”. Ninguno de nosotros tiene derecho a pensar que nadie le ha contratado. La Iglesia nos llama en esta hora del mundo. Jóvenes y viejos, ricos y pobres, incluso los niños, como recuerda el Concilio Vaticano II (Cfr Apostolicam Actuositatem, 12), ¡todos! son útiles para las faenas de cuidar la viña: ararla, abonarla, protegerla de las plagas, podarla, recolectar los racimos con los que elaborar el vino que alegra del corazón, anticipo del que el Señor servirá al final, como en Caná, premiando nuestro modesto servicio.

Preguntémonos al hilo de estas enseñanzas de Jesús: ¿Hago míos los objetivos de la Iglesia? ¿Me preocupa la gente, su confusión doctrinal, su vacío, su tristeza? ¿Procuro ayudar material y espiritualmente a quienes veo necesitados o me he ido acostumbrando a sus deficiencias como si fuera lo normal o algo irremediable? El Señor nos llama. No quiere vernos parados y diciendo que nadie nos ha contratado. Hoy, en esta celebración dominical, Jesús se dirige a cada uno de nosotros: Id también vosotros a mi viña.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«El Reino de Dios oferta gratuita a todo hombre»

I. LA PALABRA DE DIOS

Is 55,6-9: «Mis planes no son vuestros planes»

Sal 144,2s.8s.17s.: «Cerca está el Señor de los que lo invocan»

Flp 1,20c-24.27a.: «Para mí la vida es Cristo»

Mt 20,1-16a: «¿Vas a tener tú envidia porque soy bueno?»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

A lo largo de cuatro Domingos, a partir de hoy, se nos anuncian cuatro parábolas sobre el Reino de Dios.

Hoy la parábola del pago del denario, a todos los trabajadores por igual, a los de primera hora y a los de última, destaca la «justicia de Dios» (cf 1987-1995). Esta es pura gratuidad, porque el hombre no tiene derechos ante Dios (cf 2007-2011) sino que todo lo recibe de él, «conforme a su gracia, de la que nos colmó en el Amado» (cf Ef 1,5b-6) a cada uno y a cada pueblo. Así, el nuevo pueblo de Dios es llamado al mismo Reino que continúa el antiguo y supera, a la vez, sus expectativas: «Mis planes no son vuestros planes» (1ª Lect.).

III. SITUACIÓN HUMANA

Es tentación del hombre de todos los tiempos juzgar los planes de Dios, conforme a las propias categorías. Dios desborda nuestros pensamientos. Por eso, el hombre ante Dios ha de ser humilde y sencillo, confiado en su Amor a cada uno de nosotros, que ha llamado a la existencia y a su Reino.

En un mundo donde todo se cobra y todo se paga qué difícil es comprender, aceptar y vivir la gratuidad con los demás y con Dios.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– “Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel... este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones... El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde... Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores»... pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo...” (543-546).

La respuesta

– Andar en este mundo los caminos del Reino: «El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios» (1724; cf 1716-1723; la parábola del sembrador: Mt 13,3-23).

El testimonio cristiano

– El hombre se debate entre su pequeñez para entender a Dios, por un lado, y Dios mismo, su grandeza y bondad, por otro. Cuando vence la gracia, el hombre prorrumpe en la alabanza: »... Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte... porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti (S. Agustín, Conf. 1, 1,1)» (30).

Hemos de recibir con profundo agradecimiento (= Eucaristía) la llamada al Reino y su apertura a todos los hombres. Es preciso que andemos en este mundo los caminos del Reino, los caminos del Decálogo y del Sermón del Monte, del Misterio Pascual, que en los siguientes Domingos se concentran en Cristo.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

La viña del Señor.

– Los planes de Dios. El honor de trabajar en su viña.

I. En la vida de las personas se dan momentos particulares en los que Dios concede especiales gracias para encontrarle. La inminencia de la vuelta del destierro del pueblo elegido supone uno de esos momentos privilegiados de cercanía del Señor.

Muchos hebreos se contentaban con volver a ver la ciudad santa, Jerusalén. En esto estaba su esperanza y su alegría. Pero Dios exige más, pide el abandono del pecado, la conversión del corazón. Por eso pregona por boca del profeta Isaías, según leemos en la Primera lectura de la Misa: Mis planes no son vuestros planes, mis caminos no son vuestros caminos... Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes más altos que vuestros planes. ¡Tantas veces nos quedamos cortos ante las maravillas que Dios nos tiene preparadas! ¡En tantos momentos nuestros planteamientos se quedan pequeños!

En los textos de la liturgia de la Misa de este domingo, la Iglesia nos recuerda el misterio de la sabiduría de Dios, siempre unido a unos deseos redentores: Yo soy la salvación del Pueblo, dice el Señor: si me invocan en la tribulación, los escucharé y seré siempre su Señor. Y en el Evangelio, el Señor quiere que consideremos cómo esos planes redentores están íntimamente relacionados con el trabajo en su viña, cualesquiera que sean la edad o las circunstancias en que Dios se ha acercado y nos ha llamado para que le sigamos. El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Ajustó con ellos el jornal en un denario y los envió a trabajar. Pero hacían falta brazos, y el amo salió en otras ocasiones, desde la primera hora de la mañana hasta el atardecer, a buscar más jornaleros. Al final, todos recibieron la misma paga: un denario. Entonces, los que habían trabajado más tiempo protestaron al ver que los últimos llamados recibían la misma paga que ellos. Pero el propietario les respondió: Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario?... Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera con mis asuntos?

No quiere el Señor darnos aquí una enseñanza de moral salarial o profesional. Nos dice que en el mundo de la gracia todo, incluso lo que parece que se nos debe como justicia por las obras buenas realizadas, es un puro don. El que fue llamado al alba, en los comienzos de su vida, a seguir más de cerca a Cristo, no puede presumir de tener mayores derechos que el que lo ha sido en la edad madura, o quizá a última hora de su vida, en el crepúsculo. Y estos últimos no deben desalentarse pensando que quizá es demasiado tarde. Para todos, el jornal se debe a la misericordia divina, y es siempre inmenso y desproporcionado por lo que aquí hayamos trabajado para el Señor. La grandeza de sus planes está siempre por encima de nuestros juicios humanos, de no mucho alcance.

Nosotros, llamados a la viña del Señor a distintas horas, sólo tenemos motivos de agradecimiento. La llamada, en sí misma, ya es un honor. “Ninguno hay –afirma San Bernardo–, a poco que reflexione, que no halle en sí mismo poderosos motivos que le obliguen a mostrarse agradecido a Dios. Y nosotros especialmente, porque nos escogió para sí y nos guardó para servirle a Él solo”.

– En la viña del Señor hay lugar y trabajo para todos.

II. Id también vosotros a mi viña.

Entre los males que aquejan a la humanidad, hay uno que sobresale por encima de todos: son pocas las personas que, de verdad, con intimidad y trato personal, conocen a Cristo; muchos quizá mueran sin saber apenas que Cristo vive y que trae la salvación a todos. En buena parte dependerá de nuestro empeño el que muchos lo busquen y lo encuentren: “tanto es el trabajo que a todos espera en la viña del Señor. El “dueño de la casa” repite con más fuerza su invitación: Id vosotros también a mi viña”. ¿Podremos permanecer indiferentes ante tantos que no conocen a Cristo? “Examine cada uno lo que hace –exhorta San Gregorio Magno–, y vea si trabaja ya en la viña del sembrador. Porque el que en esta vida procura el propio interés no ha entrado todavía en la viña del Señor. Pues para Él trabajan (...) los que se desvelan por ganar almas y se dan prisa por llevar a otros a la viña”.

En el campo del Señor hay lugar y trabajo para todos: jóvenes y viejos, ricos y pobres, para hombres y mujeres que se encuentran en la plenitud de la vida y para quienes ya ven acercarse su atardecer, para los que parecen disponer de mucho tiempo libre y para los que han de hacer grandes esfuerzos y sacrificios por estar cada día con la familia... Incluso los niños, afirma el Concilio Vaticano II, “tienen su propia capacidad apostólica”, y ¡qué fecundidad la de su apostolado en tantas ocasiones! Y los enfermos, ¡cuánto bien pueden hacer! “Por consiguiente, se impone a todos los cristianos la dulcísima obligación de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra”.

Nadie que pase junto a nosotros en la vida deberá decir que no se sintió alentado por nuestro ejemplo y por nuestra palabra a amar más a Cristo. Ninguno de nuestros amigos, ninguno de nuestros familiares debería decir al final de sus vidas que nadie se ocupó de ellos.

– Sentido positivo de las circunstancias que rodean nuestra vida. Ahí y no en otro lugar quiere el Señor que nos santifiquemos y llevemos a cabo un fecundo apostolado.

III. El Papa Juan Pablo II, comentando esta parábola, invitaba a mirar cara a cara este mundo nuestro con sus inquietudes y esperanzas: un mundo –añadía el Pontífice– cuyas situaciones económicas, sociales, políticas y culturales presentan problemas y dificultades más graves que las que describía el Concilio Vaticano II en uno de sus documentos. “De todas formas –comentaba el Papa–, es ésta la viña, y es éste el campo en que los fieles laicos están llamados a vivir su misión. Jesús les quiere, como a todos sus discípulos, sal de la tierra y luz del mundo (Cfr. Mt 5, 13-14)”.

No son gratas al Señor las quejas estériles, que suponen falta de fe, ni siquiera un sentido negativo y pesimista de lo que nos rodea, sean cuales fueran las circunstancias en las que se desarrolle nuestra vida. Es ésta la viña, y es éste el campo donde el Señor quiere que estemos, metidos en medio de esta sociedad, con sus valores y sus deficiencias. Es en la propia familia –ésta y no otra– en la que nos hemos de santificar y la que hemos de llevar a Dios, en el trabajo que cada día nos espera, en la Universidad o en el Instituto... Ésa es la viña del Señor donde Él quiere que trabajemos, sin falsas excusas, sin añoranzas, sin engrandecer las dificultades, sin esperar oportunidades mejores. Para realizar ese apostolado tenemos las gracias necesarias. Y en esto se fundamenta todo nuestro optimismo. “Dios me llama y me envía como obrero a su viña; me llama y me envía a trabajar para el advenimiento de su Reino en la historia. Esta vocación y misión personal define la dignidad y la responsabilidad de cada fiel laico y constituye el punto de apoyo de toda la obra formativa (...). En efecto, Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ha amado como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por nuestro nombre, como el Buen Pastor que a sus ovejas las llama a cada una por su nombre (Jn 10, 3). Pero el eterno plan de Dios se nos revela a cada uno sólo a través del desarrollo histórico de nuestra vida y de sus acontecimientos, y, por tanto, sólo gradualmente: en cierto sentido, de día en día”. En cada jornada somos llamados por Dios para llevar a cabo sus planes de redención; en cada situación recibimos ayudas sobrenaturales eficaces para que las circunstancias que nos rodean nos sirvan de motivo para amar más a Dios y para realizar un apostolado fecundo.

San Pablo, en la Segunda lectura de la Misa, escribe a los cristianos de Filipo: Me encuentro en esta alternativa: por un lado deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor, pero por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para vosotros. ¡Tanta era su esperanza en Cristo, tanto su amor a aquellos primeros cristianos que había llevado a la fe! Pablo escribe estando encarcelado y sufriendo a causa de quienes, por rivalidad, quieren entorpecer su obra. Sin embargo, esto no le quita la paz y la serenidad, y no deja de seguir trabajando en la viña del Señor con los medios de que dispone. Rechacemos el pesimismo y la tristeza si alguna vez no obtenemos los resultados que esperábamos. No admitas el desaliento en tu apostolado. No fracasaste, como tampoco Cristo fracasó en la Cruz. ¡Animo!... Continúa contra corriente, protegido por el Corazón Materno y Purísimo de la Señora: Sancta Maria, refugium nostrum et virtus!, eres mi refugio y mi fortaleza.

Tranquilo. Sereno... Dios tiene muy pocos amigos en la tierra. No desees salir de este mundo. No rehúyas el peso de los días, aunque a veces se nos hagan muy largos.

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Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i Padrós (Barcelona) (www.evangeli.net)

«¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?»

Hoy el evangelista continúa haciendo la descripción del Reino de Dios según la enseñanza de Jesús, tal como va siendo proclamado durante estos domingos de verano en nuestras asambleas eucarísticas.

En el fondo del relato de hoy, la viña, imagen profética del pueblo de Israel en el Primer Testamento, y ahora del nuevo pueblo de Dios que nace del costado abierto del Señor en la cruz. La cuestión: la pertenencia a este pueblo, que viene dada por una llamada personal hecha a cada uno: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15,16), y por la voluntad del Padre del cielo, de hacer extensiva esta llamada a todos los hombres, movido por su voluntad generosa de salvación.

Resalta, en esta parábola, la protesta de los trabajadores de primera hora. Son la imagen paralela del hermano mayor de la parábola del hijo pródigo. Los que viven su trabajo por el Reino de Dios (el trabajo en la viña) como una carga pesada («hemos aguantado el peso del día y el bochorno»: Mt 20,12) y no como un privilegio que Dios les dispensa; no trabajan desde el gozo filial, sino con el malhumor de los siervos.

Para ellos la fe es algo que ata y esclaviza y, calladamente, tienen envidia de quienes “viven la vida”, ya que conciben la conciencia cristiana como un freno, y no como unas alas que dan vuelo divino a la vida humana. Piensan que es mejor permanecer desocupados espiritualmente, antes que vivir a la luz de la palabra de Dios. Sienten que la salvación les es debida y son celosos de ella. Contrasta notablemente su espíritu mezquino con la generosidad del Padre, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4), y por eso llama a su viña, «Él que es bueno con todos, y ama con ternura todo lo que ha creado» (Sal 144,9).

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UNA CITA CON DIOS – Pablo Cardona

1º. Jesús, hoy también llamas a los hombres a trabajar en tu viña.

A unos los llamas «al amanecer», a primera hora, en plena juventud: les pides que trabajen toda la vida por Ti y por el Reino de los Cielos.

A otros les llamas «hacia la hora de tercia, de sexta o de nona», a lo largo de su madurez familiar y profesional, para que −a través de sus obligaciones familiares y profesionales− trabajen también en tu campo.

Finalmente, llamas a otros al final de su vida, para que se conviertan y puedan merecer el premio final.

Antes o después, Jesús, llamas a todos, porque Tú quieres que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

A todos llamas a la santidad, de todos esperas amor y correspondencia a la gracia de la Redención.

No quieres que nadie esté parado, ocioso, o perdiendo su vida en actividades que no dan frutos de eternidad.

«¿Cómo estáis aquí todo el día ociosos?»

Jesús, que cuando me veas, no me tengas que preguntar: ¿qué estás haciendo?, ¿cómo es que estás espiritualmente ocioso, en vez de estar trabajando en mi viña?

No es que no haga nada, pero tal vez no hago las cosas en presencia de Dios, por Él y para Él.

Las mismas cosas que hago −trabajo, deporte, vida social− hechas con amor de Dios, podrían dar frutos de santidad.

2º. Has tenido una conversación con éste, con aquél, con el de más allá, porque te consume el celo por las almas.

Aquél cogió miedo; el otro consultó a un «prudente», que le ha orientado mal... −Persevera: que ninguno pueda después excusarse afirmando quia nemo nos conduxit −nadie nos ha llamado (San Josemaría Escrivá, Surco, n.205).

Jesús, ésta es precisamente la respuesta de aquellos hombres que habían derrochado el día ociosamente: «nadie nos ha contratado», nadie nos ha llamado para que vayamos y trabajemos en la viña.

Gracias, Jesús, porque a mí me has llamado.

Por ser cristiano, estoy llamado a ser santo, a trabajar por el bien de tu viña, que es la Iglesia.

«No os apenéis ni os llenen de abatimiento. También los Apóstoles eran para unos olor de muerte, y paro otros olor de vida. No demos nosotros motiva alguno a la maledicencia y estaremos libres de toda culpa, o, para decirlo mejor, mayor aún será nuestro gozo ante esas falsas acusaciones. Brille, pues, el ejemplo de nuestra vida, y no hagamos ningún caso de las críticas. No es posible que quien de verdad se empeñe por ser santo deje de tener muchos que no le quieran. Pero eso no importa, pues hasta con tal motivo aumenta la corona de su gloria. Por eso, a una sola cosa hemos de atender: a ordenar con perfección nuestra propia conducta. Si hacemos esto, conduciremos a una vida cristiana a los que anden en tinieblas» (San Juan Crisóstomo).

Que ninguno pueda después excusarse afirmando: nadie nos ha llamado.

Jesús, es misión mía, por cristiano, el anunciar la Buena nueva del Evangelio a los que están a mi alrededor.

Me pides que con el ejemplo y con la palabra lleve a tu campo a los que −tal vez ocupados en mil tareas «importantes»− están derrochando su vida de hijos de Dios.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Justicia y Misericordia

«¿Qué no puedo hacer con lo mío, lo que yo quiero?»

Eso dice Jesús.

Y te lo dice a ti, sacerdote, porque tú eres suyo.

Tu Señor es un Dios justo y misericordioso, que por su justicia te dará lo que mereces, y por su misericordia te da lo que te conviene. Pero tu Señor es un Dios bueno, y adelanta su misericordia a su justicia, porque te conoce, y te ama, y te da mucho más de lo que mereces.

Y tú, sacerdote, ¿recibes?, ¿agradeces?

¿Permites a tu Señor hacer contigo lo que Él quiere, o limitas la eficacia de la gracia porque no confías en que tu Señor obra en ti según te conviene?

¿Aceptas con alegría la cruz de cada día, o te quejas y reclamas, codiciando los bienes ajenos, despreciando, por tu soberbia y egoísmo, los bienes eternos?

¿Quién eres tú, sacerdote, para pretender arrancarle a Dios los favores que no mereces, o para rechazar lo que tu Señor te quiere dar para que se los regreses con creces?

¿Quién eres tú, sacerdote, obstáculo o conducto de la gracia de tu Señor?

¿Eres instrumento de conducción de su misericordia, o causa de justicia por tu propia mano?

¿Exiges recompensa para ti, o trabajas para servir a Dios beneficiando a tus hermanos?

Examina tu conciencia, sacerdote, y rectifica tu intención, descubriendo en tu corazón a quién perteneces: ¿estás atado al mundo, o eres de Dios?

¿Sirves a tu Señor esperando una retribución a tu labor, o lo sirves por amor?

No cuestiones a tu Señor, sacerdote. No estorbes a los planes de Dios. Antes bien, acepta su voluntad, y ayúdalo a cumplir sus planes entregándole tu voluntad.

Considera, sacerdote, que no está el discípulo por encima de su maestro. Tú eres el discípulo, tu Señor es el Maestro. Ve pues, y haz lo que te diga, agradece lo que te dé y dale lo que te pida, porque si tú crees en Él y en que Él es el Hijo único de Dios, entonces debes creer que Él hace todo para tu bien.

Tu Señor es el Bien Supremo, el Todopoderoso, el Rey Misericordioso y Eterno.

Tu Señor te ha llamado, sacerdote, para que, dejándolo todo, te entregaras a Él, para tomar posesión de ti, totalmente. Pero, para eso, debes renunciar a ti, completamente, entregándole tu libertad y tu voluntad, confiado en la bondad de su divinidad y en su fidelidad por siempre, de manera que ya no seas tú, sino Cristo quien viva en ti, y haga contigo y a través de ti, lo que Él quiera.

Tu Señor te ha mandado que te niegues a ti mismo, que tomes tu cruz y lo sigas. Pero a Él no debes negarlo, sino declararlo ante los hombres, de manera que Él también te declare y no te niegue ante su Padre que está en el cielo.

Cumple pues, la voluntad de tu Señor, sacerdote, y confía en sus promesas, y en que te dará el ciento por uno en esta vida, y la vida eterna, de manera que tu única preocupación no sea tu retribución, sino llevar a todas las almas a la vida eterna, porque es a través de ti que ellos alcanzan la salvación, pero es junto con ellas que tú consigues el premio de la perfección, y es así como, por misericordia, te hará justicia tu Señor.

(Espada de Dos Filos V, n. 10)

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