Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2017 y 2020
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Lluís ROQUÉ i Roqué (Manresa, Barcelona) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
PERDONEN Y SERÁN PERDONADOS
Sir 27.33-28, 9; Rom 14, 7-9; Mt 18, 21-35
El mensaje que nos regala la parábola evangélica tiene hondas raíces en la tradición bíblica que recoge el libro del Eclesiástico. Jesús Ben Sirá exhibió dos siglos antes de Jesucristo la imposibilidad de solicitar el perdón divino cuando se vive con un corazón atrapado por el deseo de venganza: “¿cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la sa1ud al Señor?”. Dios no aprueba la doble moral. Lo que reclamamos para nosotros, tenemos que estar dispuestos a concederlo a los demás. La parábola evangélica es lo suficientemente clara. Quien se desentiende de practicar la compasión con sus hermanos no puede acercarse a Dios para solicitar su perdón. La mejor manera de valorar el perdón que Dios nos concede gratuitamente es ofreciendo sin condiciones el perdón a nuestros hermanos.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Si 36, 18
Concede, Señor, la paz a los que esperan en ti, y cumple así las palabras de tus profetas; escucha las plegarias de tu siervo, y de tu pueblo Israel.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, creador y soberano de todas las cosas, vuelve a nosotros tus ojos y concede que te sirvamos de todo corazón, para que experimentemos los efectos de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo.
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Perdona la ofensa a tu prójimo para obtener tú el perdón.
Del libro del Sirácide (Eclesiástico): 27, 33-28, 9
Cosas abominables son el rencor y la cólera; sin embargo, el pecador se aferra a ellas. El Señor se vengará del vengativo y llevará rigurosa cuenta de sus pecados.
Perdona la ofensa a tu prójimo, y así, cuando pidas perdón, se te perdonarán tus pecados. Si un hombre le guarda rencor a otro, ¿le puede acaso pedir la salud al Señor?
El que no tiene compasión de un semejante, ¿cómo pide perdón de sus pecados? Cuando el hombre que guarda rencor pide a Dios el perdón de sus pecados, ¿hallará quien interceda por él?
Piensa en tu fin y deja de odiar, piensa en la corrupción del sepulcro y guarda los mandamientos.
Ten presentes los mandamientos y no guardes rencor a tu prójimo. Recuerda la alianza del Altísimo y pasa por alto las ofensas.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 102, 1-2.3-4.9-10.11-12.
R/. El Señor es compasivo y misericordioso.
Bendice al Señor, alma mía; que todo mi ser bendiga su santo nombre. Bendice al Señor, alma mía y no te olvides de sus beneficios. R/.
El Señor perdona tus pecados y cura tus enfermedades; él rescata tu vida del sepulcro y te colma de amor y de ternura. R/.
El Señor no nos condena para siempre, ni nos guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestras culpas, ni nos paga según nuestros pecados. R/.
Como desde la tierra hasta el cielo, así es de grande su misericordia; como un padre es compasivo con sus hijos, así es compasivo el Señor con quien lo ama. R/.
SEGUNDA LECTURA
En la vida y en la muerte somos del Señor.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 14, 7-9
Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Por lo tanto, ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor. Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 13, 34
R/. Aleluya, aleluya.
Les doy un mandamiento nuevo, dice el Señor, que se amen los unos a los otros, como yo los he amado. R/.
EVANGELIO
No te digo que perdones siete veces, sino hasta setenta veces siete.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 18, 21-35
En aquel tiempo, Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contestó: “No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”.
Entonces Jesús les dijo: “El Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus servidores. El primero que le presentaron le debía muchos millones. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su mujer, a sus hijos y todas sus posesiones, para saldar la deuda. El servidor, arrojándose a sus pies, le suplicaba, diciendo: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. El rey tuvo lástima de aquel servidor, lo soltó y hasta le perdonó la deuda.
Pero, apenas había salido aquel servidor, se encontró con uno de sus compañeros, que le debía poco dinero. Entonces lo agarró por el cuello y casi lo estrangulaba, mientras le decía: ‘Págame lo que me debes’. El compañero se le arrodilló y le rogaba: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. Pero el otro no quiso escuchado, sino que fue y lo metió en la cárcel hasta que le pagara la deuda.
Al ver lo ocurrido, sus compañeros se llenaron de indignación y fueron a contar al rey lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: ‘Siervo malvado. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?’. Y el señor, encolerizado, lo entregó a los verdugos para que no lo soltaran hasta que pagara lo que debía.
Pues lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Sé propicio, Señor, a nuestras plegarias y acepta benignamente estas ofrendas de tus siervos, para que aquello que cada uno ofrece en honor de tu nombre aproveche a todos para su salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. 1 Cor 10, 16
El cáliz de bendición, por el que damos gracias, es la unión de todos en la Sangre de Cristo; y el pan que partimos es la participación de todos en el Cuerpo de Cristo.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Que el efecto de este don celestial, Señor, transforme nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que sea su fuerza, y no nuestro sentir, lo que siempre inspire nuestras acciones. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
No tengas en cuenta los errores del prójimo (Sir 27, 30; 28, 1-7)
1ª lectura
En este pasaje se agrupan algunas sentencias con un motivo común: no hay que buscar la discordia, sino la reconciliación y la paz. Las primeras (vv. 1-5) se refieren al perdón: hay que perdonar para poder ser perdonado. Luego se exponen los motivos singulares para no mantener el ánimo irritado contra el prójimo: hay que «recordar» quiénes somos y qué ha hecho Dios con nosotros.
Parece claro que nuestro Señor tenía presentes estos u otros consejos semejantes al enseñar en el Padrenuestro: «perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12; cfr también Mt 6, 14). «La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cfr Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2844). Y San Juan Crisóstomo citando 28, 2-4 escribe: «Aunque no les causes ningún mal [a los enemigos], si les miras con poca benevolencia, conservando viva la herida dentro del alma, entonces tú no observas el mandamiento ordenado por Cristo. ¿Cómo es posible pedir a Dios que te sea propicio cuando no te has mostrado misericordioso, también tú, con quien te ha faltado?» (De compunctione 1, 5).
En la vida y en la muerte somos del Señor (Rm 14, 7-9)
2ª. lectura
No nos pertenecemos ni somos dueños de nuestra propia vida. Dios, Uno y Trino, nos ha creado, y Jesucristo nos ha librado del pecado redimiéndonos con su Sangre. Por todo ello, Él es nuestro señor, y nosotros sus siervos, entregados a Él en cuerpo y alma. De modo parecido a como el esclavo no era dueño de sí mismo, sino que toda su persona y actividad redundaba en beneficio de su señor, así todo lo que somos y tenemos no está destinado, en último término, para nuestro uso y provecho, sino que vivimos y morimos para la gloria de Dios. Él es el señor de nuestra vida y de nuestra muerte. Comentando estas palabras dice San Gregorio Magno: «Los santos, pues, no viven ni mueren para sí. No viven para sí porque en todo lo que hacen buscan ganancias espirituales, pues orando, predicando y perseverando en las buenas obras, desean aumentar los ciudadanos de la patria celestial. Ni mueren para sí, porque, ante los hombres, glorifican con su muerte a Dios, al cual se apresuran a llegar muriendo» (In Ezechielem homiliae, II, 10).
Yo te digo que perdones no sólo siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 18, 21-35)
Evangelio
La pregunta de Pedro y, sobre todo, la respuesta de Jesús, nos dan la pauta del espíritu de comprensión y misericordia que ha de presidir la actuación de los cristianos.
La cifra de setenta veces siete en el lenguaje hebreo viene a equivaler al adverbio «siempre» (cfr. Gen 4, 24): «De modo que no encerró el Señor el perdón en un número determinado, sino que dio a entender que hay que perdonar continuamente y siempre» (San Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mateo, 61). También se puede observar aquí un contraste entre la actitud mezquina de los hombres en perdonar con cálculo y la misericordia infinita de Dios. Por otra parte, nuestra situación de deudores con respecto a Dios queda muy bien reflejada en la parábola. Un talento equivalía a seis mil denarios y un denario era el jornal diario de un trabajador. La deuda de diez mil talentos es una cantidad exorbitante que nos da idea del valor inmenso que tiene el perdón que recibimos de Dios. Con todo, la enseñanza final de la parábola es la de perdonar siempre y de corazón a nuestros hermanos. Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti (San Josemaría, Camino, n. 452).
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SAN AGUSTÍN – Sermón 83 (www.iveargentina.org)
El perdón de las ofensas
1. Ayer nos advirtió el Señor que no nos despreocupáramos de los pecados de nuestros hermanos: Si pecare tu hermano contra ti, corrígele a solas. Si te escucha, has ganado a tu hermano; si, en cambio, te desprecia, lleva contigo dos o tres, para que con el testimonio de dos o tres testigos adquiera firmeza toda palabra. Si también los desprecia a ellos, comunícalo a la Iglesia. Y si desprecia a la Iglesia, sea para ti como un pagano y publicano. El capítulo siguiente que hemos escuchado cuando se leyó hoy trata del mismo tema. Habiendo dicho eso el Señor Jesús a Pedro, inmediatamente preguntó al Maestro cuántas veces debía perdonar al hermano que hubiera pecado contra él; y quiso saber si bastaba con siete veces. El Señor le respondió: No sólo siete veces, sino setenta y siete. A continuación le puso una parábola terrible en extremo: El reino de los cielos es semejante a un padre de familia que se puso a pedir cuentas a sus siervos, entre los cuales halló uno que le debía diez mil talentos. Y habiendo ordenado que se vendieran todos sus bienes e incluso él y su familia, cayendo de rodillas en presencia de su señor, le pedía un plazo de tiempo, y obtuvo la remisión de todo. Como hemos escuchado, se compadeció su señor y le perdonó la deuda en su totalidad. Pero él, libre de la deuda, pero siervo de la maldad, después que salió de la presencia de su señor, encontró también a un deudor suyo, quien le debía, no diez mil talentos −ésta era su propia deuda−, sino cien denarios; comenzó a arrastrarlo medio ahogándolo y a decirle: Restituye lo que me debes. Aquel rogaba a su consiervo, del mismo modo que éste había rogado a su señor, pero no halló a su consiervo como éste había hallado a su señor. No sólo no quiso perdonarle la deuda; ni siquiera le concedió el plazo de tiempo. Libre ya de la deuda a su señor, le estrujaba para que le pagase. Esto desagradó a los consiervos, quienes comunicaron a su señor lo que había sucedido. El señor mandó presentarse al siervo y le dijo: Siervo malvado, aunque tanto me debías, me apiadé de ti y te lo perdoné todo; ¿no convenía, por tanto, que también tú te apiadases de tu consiervo como lo hice yo contigo? Y ordenó que se le exigiese todo lo que le había perdonado.
2. Propuso, pues, esta parábola para nuestra instrucción y quiso que con su amonestación no pereciésemos. Así, dijo, hará con vosotros vuestro Padre celestial si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano. Ved, hermanos, que la cosa está clara y que la amonestación es útil. Se debe, pues, la obediencia realmente salutífera para cumplir lo mandado. En efecto, todo hombre, al mismo tiempo que es deudor ante Dios, tiene a su hermano por deudor. ¿Quién hay que no sea deudor ante Dios, a no ser aquel en quien no puede hallarse pecado alguno? ¿Quién no tiene por deudor a su hermano, a no ser aquel contra quien nadie ha pecado? ¿Piensas que puede encontrarse en el género humano alguien que no esté encadenado a su hermano por algún pecado? Todo hombre, por tanto, es deudor, teniendo también sus deudores. Por esto el Dios justo te estableció la norma cómo comportarte con tu deudor, norma que él aplicará con el suyo. Dos son las obras de misericordia que nos liberan; el Señor las expuso brevemente en el Evangelio: Perdonad y se os perdonará; dad y se os dará. El perdonad y se os perdonará, mira al perdón; el dad y se os dará se refiere al prestar un favor. Referente al perdón, tú no sólo quieres que se te perdone tu pecado, sino que también tienes a quien poder perdonar. Por lo que se refiere al prestar un favor, a ti te pide un mendigo, y también tú eres mendigo de Dios. Pues cuando oramos, somos todos mendigos de Dios; estamos en pie a la puerta del padre de familia; más aún, nos postramos y gemimos suplicantes, queriendo recibir algo, y este algo es Dios mismo. ¿Qué te pide el mendigo? Pan. ¿Y qué es lo que pides tú a Dios sino a Cristo que dice: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo? ¿Queréis que se os perdone? Perdonad: Perdonad y se os perdonará. ¿Queréis recibir? Dad y se os dará.
3. Pero escuchad algo que en este precepto tan claro puede crear dificultad. Respecto a la remisión en la que se pide y se debe conceder el perdón, puede causar dificultad lo mismo que la causó a Pedro. ¿Cuántas veces, dijo, debo perdonar? ¿Basta con siete? No basta, dijo el Señor: No te digo: Siete, sino: Setenta y siete. Comienza ya a contar cuántas veces ha pecado contra ti tu hermano. Si pudieras llegar hasta setenta y ocho, es decir, pasar de las setenta y siete, entonces maquina ya tu venganza. ¿Es tan cierto eso que dice? ¿Están las cosas así, de forma que, si pecare setenta y siete veces, has de perdonarle; si, por el contrario, pecare setenta y ocho, ya te es lícito no perdonarle? Me atrevo a decir, sí, me atrevo, que aunque pecare setenta y ocho, has de perdonarle. He dicho que, aunque pecare setenta y ocho veces, debes perdonarle. Y lo mismo si pecare cien veces. ¿Para qué estar dando cifras? Cuantas veces pecare, absolutamente todas esas veces has de perdonarle. Entonces, ¿me he atrevido a sobrepasar la medida del Señor? Él puso el límite para el perdón en el número setenta y siete; ¿presumiré de sobrepasar ese número? No es cierto; no he osado añadir nada. He escuchado a mí mismo Señor que habla por el Apóstol, en un lugar en que no está prefijado ni la medida ni el número: Perdonándoos unos a otros, si alguno tiene una queja contra otro, como Dios os perdonó en Cristo. Habéis visto el modelo. Si Cristo te perdonó los pecados setenta y siete veces y sólo hasta ese número, y negó el perdón una vez superado, pon también tú un límite, pasado el cual no perdones. Si, en cambio, Cristo encontró en los pecadores millares de pecados y los perdonó todos, no rebajes la misericordia; pide más bien que se te resuelva el enigma de aquel número. No en vano habló el Señor de setenta y siete, puesto que no existe culpa alguna a la que debas negar el perdón. Fíjate en aquel siervo que, aunque tenía un deudor, debía él diez mil talentos. Pienso que los diez mil talentos equivalen, como mínimo, a diez mil pecados. Y no quiero entrar en si el talento encierra todos los pecados. Aquel su consiervo, ¿cuánto le debía? Cien denarios. ¿No es esto ya más de setenta y siete? Sin embargo, se airó el Señor porque no se los perdonó. No es sólo el número cien el que es superior a setenta y siete, pues cien denarios equivalen tal vez a mil ases. Pero ¿qué es eso en comparación de los diez mil talentos?
4. Por tanto, si queremos que se nos perdone a nosotros, hemos de estar dispuestos a perdonar todas las culpas que se cometen contra nosotros. Si repasamos nuestros pecados y contamos los cometidos de obra, con el ojo, con el oído, con el pensamiento y con otros innumerables movimientos, ignoro si dormiríamos sin el talento. Por esto, cada día en la oración pedimos y llamamos a los oídos divinos, cada día nos postramos y le decimos: Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores. ¿Qué deudas? ¿Todas, o sólo una parte? Responderás que todas. Haz lo mismo con tu deudor. Esta es la norma a la que te has de ajustar, esta la condición que pones. Al orar y decir: Perdónanos como nosotros perdonamos a nuestros deudores, haces referencia a ese pacto y convenio.
5. En conclusión, ¿qué significa setenta y siete? Escuchad, hermanos, un gran misterio, un admirable sacramento. Cuando el Señor fue bautizado, el santo evangelista Lucas mencionó su genealogía por el orden, sucesión y rama que conducía a la generación de la que nació Cristo. Mateo comenzó por Abrahán y, en orden descendente, llegó hasta José; Lucas, en cambio, comenzó a contar en orden ascendente. ¿Por qué uno en dirección descendente y otro en dirección ascendente? Porque Mateo nos recomendaba la generación de Cristo en cuanto que descendió hasta nosotros; por eso en el nacimiento de Cristo comenzó a contar de arriba a abajo. Lucas, por el contrario, comenzó a contar en el bautismo de Cristo; a partir de éste comienza su cuenta ascendente. Comenzó a contar en orden ascendente hasta completar setenta y siete generaciones. ¿A partir de quién empezó a contar? Prestad atención a esto. El punto de partida fue Cristo y el de llegada Adán, el primero en pecar, quien nos engendró a nosotros con el vínculo del pecado. Contando setenta y siete generaciones llegó hasta Adán; es decir, desde Cristo hasta Adán hay las setenta y siete generaciones mencionadas y otras tantas, en consecuencia, desde Adán hasta Cristo. Si, pues, no se pasó por alto ninguna generación, ninguna culpa se pasó tampoco por alto a la que no se deba el perdón. El contar setenta y siete generaciones del Señor, número que el Señor recomendó al hablar del perdón de los pecados, tiene el mismo significado que el haber comenzado a enumerarlas desde el bautismo, en el que se perdonan todos.
6. Respecto a esto, recibid, hermanos, un misterio mayor todavía. En el número setenta y siete se encierra el misterio del perdón de los pecados. Todas esas generaciones se encuentran desde Cristo hasta Adán. Por tanto, pregunta con mayor diligencia por el secreto encerrado en ese número e investiga sus oscuridades; llama con mayor solicitud para que se te abra. La justicia radica en la ley de Dios; no admite duda, pues la ley se encierra en los diez mandamientos. Esta es la razón por la que aquel debía diez mil talentos. Es aquel memorable decálogo, escrito con el dedo de Dios y entregado al pueblo a través de su siervo Moisés. Aquel debía diez mil talentos; en ellos están significados todos los pecados por su relación con el número de la ley. El otro debía cien denarios, cifra simbólicamente no menor, pues cien veces cien hacen diez mil, y diez veces diez, cien. No nos hemos salido del número de la ley y en ambos encontrarás todos los pecados. Ambos eran deudores y ambos lo deploraban y pedían perdón; pero aquel siervo malo, ingrato, malvado, no quiso pagar con la misma moneda, no quiso prestar lo que a él, indigno, se le había prestado.
7. Ved, pues, hermanos; quien comienza con el bautismo, sale libre, se le han perdonado los diez mil talentos; y al salir ha de encontrarse con el consiervo, su deudor. Centre su atención en el mismo pecado, pues el número undécimo significa la transgresión de la ley. La ley es el número diez, el pecado el once. La ley pasa por el diez, el pecado por el once. ¿Por qué el pecado por el once? Porque para llegar al número once has de pasar el diez. En la ley está fijada la medida; la transgresión de la misma es el pecado. En el mismo momento en que pases el número diez vienes a dar en el once. Por tanto, grande es el misterio simbolizado cuando se ordenó fabricar el tabernáculo. Muchas son las cosas que allí se dijeron en forma de misterio. Entre otras cosas se mandó que se hicieran once, no diez, cortinas de pelo de cabra, puesto que en el pelo de cabra se simboliza la confesión de los pecados. ¿Buscas algo más? ¿Quieres convencerte de que en este número de setenta y siete se contienen todos los pecados? El número siete se suele tomar por la totalidad, pues el tiempo se desarrolla en el sucederse de siete días, y, acabados esos siete días, se comienza de nuevo para volver a lo mismo una y otra vez. Lo mismo sucede con los siglos; del número siete no se sale nunca. Cuando dijo setenta y siete indicó todos los pecados, porque once por siete resultan setenta y siete. Quiso, pues, que se perdonasen todos los pecados quien los significó en el número setenta y siete. Que ninguno los retenga en contra suya negando el perdón, para no tener en contra a aquél cuando ora. Dice Dios, en efecto: Perdona y se te perdonará. Dado que yo perdoné primero, perdona tú aunque sea después. Pero si no perdonas, me echaré atrás y te exigiré todo lo que te había perdonado. La verdad no miente; no engaña ni es engañado Cristo, quien añadió estas palabras: Así hará vuestro Padre celestial que está en los cielos. Te encuentras con el Padre, imítale, pues, si rehúsas imitarle, te expones a ser desheredado: Así hará con vosotros vuestro Padre celestial si cada uno no perdonáis de corazón a vuestros hermanos. Pero no digas sólo de boca: «Le perdono», difiriendo el perdón del corazón. Dios te mostró el castigo y te amenazó con la venganza. Dios sabe cómo lo dices. El hombre sólo oye tu voz, pero Dios examina tu conciencia. Si dices: «Perdono», perdona. Es mejor levantar la voz y perdonar de corazón que ser blando de palabra y cruel en el corazón.
8. Ya estoy viendo a los niños indisciplinados pidiendo perdón; no quieren ser azotados y, cuando queremos darles algún correctivo, nos ponen delante estas palabras. «Pequé, perdóname». Le perdono y vuelve a pecar. «Perdóname». Le perdono. Peca por tercera vez. «Perdóname». Por tercera vez le perdono. A la cuarta ya lo azoto y él replica: «¿Te he molestado acaso ya setenta y siete veces?» Si apoyándose en este precepto se echa a dormir el rigor de la disciplina, suprimida ésta, se ensaña la maldad impune. ¿Qué ha de hacerse, pues? Corrijamos de palabra y, si fuera necesario, con azotes, pero perdonemos el delito, arrojemos del corazón la culpa. Por eso añadió el Señor de corazón, para que, si por caridad se impone la disciplina, no se aleje la suavidad del corazón. ¿Hay algo más piadoso que un médico con el bisturí? Llora quien va a ser sajado y se le saja, no obstante; llora aquel a quien se le va a aplicar el fuego y se le aplica. No hay crueldad alguna. ¡Lejos de nosotros el hablar de crueldad en el médico! Es cruel con la herida, para que el hombre sane, porque, si anda con contemplaciones con la herida, perece el hombre. Hermanos míos, éste es, por tanto, mi consejo: amemos a nuestros hermanos que hayan pecado de cualquier forma; no les neguemos la caridad de nuestro corazón y, cuando sea necesario, apliquemos la disciplina, no sea que abandonándola crezca la malicia y comencemos a ser acusados por Dios, puesto que se nos ha leído: Corrige a los pecadores en presencia de todos, para que los demás’ sientan temor. Así, pues, si alguno distingue los momentos, resuelve la cuestión; es decir, todo es verdad, todo está bien dicho. Si el pecado es secreto, corrígele en secreto; si el pecado es público y manifiesto, corrígele públicamente para que él se enmiende y los demás sientan temor.
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FRANCISCO – Ángelus 2017 y 2020
Ángelus 2017
Perdonar para ser perdonados
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje del Evangelio de este domingo (cf Mateo 18, 21-35) nos ofrece una enseñanza sobre el perdón, que no niega el mal inmediatamente sino que reconoce que el ser humano, creado a imagen de Dios, siempre es más grande que el mal que comete. San Pedro pregunta a Jesús «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?, ¿Hasta siete veces?» (v. 21). A Pedro le parece ya el máximo perdonar siete veces a una misma persona; y tal vez a nosotros nos parece ya mucho hacerlo dos veces. Pero Jesús responde: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22), es decir, siempre: tú debes perdonar siempre. Y lo confirma contando la parábola del rey misericordioso y del siervo despiadado, en la que muestra la incoherencia de aquel que primero ha sido perdonado y después se niega a perdonar.
El rey de la parábola es un hombre generoso que, preso de la compasión, perdona una deuda enorme —«diez mil talentos»: enorme— a un siervo que lo suplica. Pero aquel mismo siervo, en cuanto encuentra a otro siervo como él que le debe cien denarios —es decir, mucho menos—, se comporta de un modo despiadado, mandándolo a la cárcel. El comportamiento incoherente de este siervo es también el nuestro cuando negamos el perdón a nuestros hermanos. Mientras el rey de la parábola es la imagen de Dios que nos ama de un amor tan lleno de misericordia para acogernos y amarnos y perdonarnos continuamente.
Desde nuestro bautismo Dios nos ha perdonado, perdonándonos una deuda insoluta: el pecado original. Pero, aquella es la primera vez. Después, con una misericordia sin límites, Él nos perdona todos los pecados en cuanto mostramos incluso solo una pequeña señal de arrepentimiento. Dios es así: misericordioso. Cuando estamos tentados de cerrar nuestro corazón a quien nos ha ofendido y nos pide perdón, recordemos las palabras del Padre celestial al siervo despiadado: «siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No deberías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?» (vv. 32-33). Cualquiera que haya experimentado la alegría, la paz y la libertad interior que viene al ser perdonado puede abrirse a la posibilidad de perdonar a su vez.
En la oración del Padre Nuestro Jesús ha querido alojar la misma enseñanza de esta parábola. Ha puesto en relación directa el perdón que pedimos a Dios con el perdón que debemos conceder a nuestros hermanos: «y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores» (Mateo 6, 12). El perdón de Dios es la seña de su desbordante amor por cada uno de nosotros; es el amor que nos deja libres de alejarnos, como el hijo pródigo, pero que espera cada día nuestro retorno; es el amor audaz del pastor por la oveja perdida; es la ternura que acoge a cada pecador que llama a su puerta. El Padre celestial —nuestro Padre— está lleno, está lleno de amor que quiere ofrecernos, pero no puede hacerlo si cerramos nuestro corazón al amor por los otros.
La Virgen María nos ayuda a ser cada vez más conscientes de la gratuidad y de la grandeza del perdón recibido de Dios, para convertirnos en misericordiosos como Él, Padre bueno, pausado en la ira y grande en el amor.
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Ángelus 2020
Perdón y misericordia como estilo de vida
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la parábola que leemos en el Evangelio de hoy, la del rey misericordioso (cf. Mt 18, 21-35), encontramos dos veces esta súplica: «Ten paciencia conmigo que todo te lo pagaré» (vv. 26.29). La primera vez la pronuncia el siervo que le debe a su amo diez mil talentos, una suma enorme, hoy serían millones y millones de euros. La segunda vez la repite otro criado del mismo amo. Él también tiene deudas, no con su amo, sino con el siervo que tiene esa enorme deuda. Y su deuda es muy pequeña, quizá como el sueldo de una semana.
El centro de la parábola es la indulgencia que el amo muestra hacia el siervo más endeudado. El evangelista subraya que «el señor tuvo compasión —no olvidéis nunca esta palabra que es propia de Jesús: “Tuvo compasión”, Jesús siempre tuvo compasión—, tuvo compasión de aquel siervo, le dejó marchar y le perdonó la deuda» (v. 27). ¡Una deuda enorme, por tanto, una condonación enorme! Pero ese criado, inmediatamente después, se muestra despiadado con su compañero, que le debe una modesta suma. No lo escucha, le insulta y lo hace encarcelar, hasta que haya pagado la deuda (cf. v. 30), esa pequeña deuda. El amo se entera de esto y, enojado, llama al siervo malvado y lo condena (cf. vv. 32-34). “¿Yo te he perdonado tanto y tú eres incapaz de perdonar este poco?”.
Vemos en esta parábola dos actitudes diferentes: la de Dios, representado por el rey —que perdona tanto, porque Dios perdona siempre—, y la del hombre. En la actitud divina, la justicia está impregnada de misericordia, mientras que la actitud humana se limita a la justicia. Jesús nos exhorta a abrirnos valientemente al poder del perdón, porque no todo en la vida se resuelve con la justicia, lo sabemos. Es necesario ese amor misericordioso, que también es la base de la respuesta del Señor a la pregunta de Pedro que precede a la parábola, la pregunta de Pedro suena así: «Señor, dime, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?» (v. 21). Y Jesús le respondió: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22). En el lenguaje simbólico de la Biblia, esto significa que estamos llamados a perdonar siempre.
¡Cuánto sufrimiento, cuántas divisiones, cuántas guerras podrían evitarse, si el perdón y la misericordia fueran el estilo de nuestra vida! También en familia, también en familia. Cuántas familias desunidas que no saben perdonarse, cuántos hermanos y hermanas que tienen ese rencor en su interior. Es necesario aplicar el amor misericordioso en todas las relaciones humanas: entre los esposos, entre padres e hijos, dentro de nuestras comunidades, en la Iglesia y también en la sociedad y la política.
Hoy por la mañana mientras celebraba la misa me detuve, me llamó la atención una frase de la primera lectura del libro de Sirácida, la frase dice: «Acuérdate de las postrimerías, y deja ya de odiar» (Si 28, 6). ¡Bonita frase! ¡Pero piensa en el final! Piensa que estarás en un ataúd... ¿y te llevarás el odio allí? Piensa en el final, ¡deja de odiar! Deja el rencor. Pensemos en esta conmovedora frase: «Acuérdate de las postrimerías, y deja ya de odiar». Y no es fácil perdonar porque en los momentos tranquilos uno dice: “Sí, pero éste o ésta me han hecho todo tipo de cosas, pero yo también he hecho muchas. Mejor perdonar para ser perdonado”. Pero luego el rencor vuelve, como una molesta mosca en el verano que vuelve y vuelve y vuelve... Perdonar no es sólo algo momentáneo, es algo continuo contra este rencor, este odio que vuelve. Pensemos en el final, dejemos de odiar.
La parábola de hoy nos ayuda a comprender plenamente el significado de esa frase que recitamos en la oración del Padre nuestro: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12). Estas palabras contienen una verdad decisiva. No podemos pretender para nosotros el perdón de Dios, si nosotros, a nuestra vez, no concedemos el perdón a nuestro prójimo. Es una condición: piensa en el final, en el perdón de Dios, y deja ya de odiar; echa el rencor, esa molesta mosca que vuelve y regresa. Si no nos esforzamos por perdonar y amar, tampoco seremos perdonados ni amados.
Encomendémonos a la maternal intercesión de la Madre de Dios: que Ella nos ayude a darnos cuenta de cuánto estamos en deuda con Dios, y a recordarlo siempre, para tener el corazón abierto a la misericordia y a la bondad.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Dios es Amor
218. A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito (cf. Dt 4, 37; 7, 8; 10, 15). E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo (cf. Is 43, 1-7) y de perdonarle su infidelidad y sus pecados (cf. Os 2).
219. El amor de Dios a Israel es comparado al amor de un padre a su hijo (Os 11, 1). Este amor es más fuerte que el amor de una madre a sus hijos (cf. Is 49, 14-15). Dios ama a su Pueblo más que un esposo a su amada (Is 62, 4-5); este amor vencerá incluso las peores infidelidades (cf. Ez 16; Os 11); llegará hasta el don más precioso: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3, 16).
220. El amor de Dios es “eterno” (Is 54, 8). “Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará” (Is 54, 10). “Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti” (Jr 31, 3).
221. Pero S. Juan irá todavía más lejos al afirmar: “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8.16); el ser mismo de Dios es Amor. Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo (cf. 1 Cor 2, 7-16; Ef 3, 9-12); él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él.
Dios manifiesta su gloria por medio de su bondad
294. La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado. Hacer de nosotros “hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1, 5-6): “Porque la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios: si ya la revelación de Dios por la creación procuró la vida a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo procurará la vida a los que ven a Dios” (S. Ireneo, haer. 4, 20, 7). El fin último de la creación es que Dios, “Creador de todos los seres, se hace por fin `todo en todas las cosas’ (1 Co 15, 28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad” (AG 2).
PERDONA NUESTRAS OFENSAS COMO TAMBIEN NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE NOS OFENDEN
2838. Esta petición es sorprendente. Si sólo comprendiera la primera parte de la frase, –“perdona nuestras ofensas”– podría estar incluida, implícitamente, en las tres primeras peticiones de la Oración del Señor, ya que el Sacrificio de Cristo es “para la remisión de los pecados”. Pero, según el segundo miembro de la frase, nuestra petición no será escuchada si no hemos respondido antes a una exigencia. Nuestra petición se dirige al futuro, nuestra respuesta debe haberla precedido; una palabra las une: “como”.
Perdona nuestras ofensas
2839. Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a él, como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante él como el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, “tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).
2840. Ahora bien, este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quien vemos (cf 1 Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia.
2841. Esta petición es tan importante que es la única sobre la cual el Señor vuelve y explicita en el Sermón de la Montaña (cf Mt 6, 14-15; 5, 23-24; Mc 11, 25). Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero “todo es posible para Dios”.
... como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden
2842. Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: “Sed perfectos ‘como’ es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48); “Sed misericordiosos, ‘como’ vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36); “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que ‘como’ yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, “perdonándonos mutuamente ‘como’ nos perdonó Dios en Cristo” (Ef 4, 32).
2843. Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor (cf Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (cf. Mt 18, 23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano”. Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.
2844. La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, DM 14).
2845. No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho, nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt 5, 23-24):
Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel (San Cipriano, Dom. orat. 23: PL 4, 535C-536A).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
¿Cuántas veces tendré que perdonar?
El tema del Evangelio de este Domingo es el perdón. Pedro un día se acercó a Jesús y le dijo: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?». Jesús le responde: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».
Es necesario asegurarse, ante todo, que en el corazón haya una fundamental disposición de acogida hacia la persona. Después, cualquier cosa, que se decida hacer o bien sea corregir acallar, será buena, porque el amor «nunca hace mal a nadie».
(Setenta veces siete es un modo de decir que siempre). El perdón es una cosa seria, humanamente difícil, si no es imposible. No se debe hablar a la ligera, sin darse cuenta, al menos, lo que se le solicita a la persona ofendida, cuando se le pide que perdone. Junto con el mandato de perdonar, es necesario ofrecerle al hombre asimismo un motivo para hacerla.
Es lo que Jesús hace en la parábola, que sigue inmediatamente a las palabras suyas. Un rey tenía un siervo, que le debía diez mil talentos. ¡Una suma astronómica! Ante la petición del siervo, el rey le condona o perdona la inmensa deuda. Habiendo salido fuera, aquel siervo encuentra a un compañero suyo, que le debe la mísera cantidad de cien denarios. Del mismo modo éste le suplica, empleando las mismas palabras que había usado él con su señor; pero, él no quiere saberse nada y lo hace arrojar a la prisión. El hecho viene contado al rey, quien hace llamar al siervo a quien le dice: «¡ Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné a ti porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.
Y Jesús concluye diciendo: «Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano». En la parábola aparece claro por qué se debe perdonar: ¡porque Dios, primeramente, ha perdonado y nos perdona!
Pero, Jesús no se ha limitado a ordenarnos que perdonemos; él lo ha hecho primeramente. Mientras que lo estaban clavando en la cruz, él oró diciendo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23, 34).
Éstas son las palabras más heroicas, que hayan sido pronunciadas nunca sobre la tierra. Para los que se estaban encarnizando contra él y destrozaban sus carnes, él dice: «Padre, perdónales». Pero, no sólo les perdona, sino que además les excusa. Actuando así, Cristo no nos ha dado sólo un ejemplo sublime de perdón, nos ha merecido también la gracia de perdonar. Nos ha aportado una fuerza y una capacidad nueva, que no viene de la naturaleza, sino de la fe.
Es esto lo que distingue la fe cristiana de toda otra religión. De igual forma, Buda ha dejado a los suyos la máxima: «No es con el odio con lo que se aplaca el odio; es con el no-odio con lo que se aplaca el odio». Pero, Cristo no se limita a indicar la vía de la perfección; da fuerzas para alcanzarla. No nos pide sólo hacer sino que hace con nosotros.
San Pablo puede ya decir: «Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» (Colosenses 3, 13). Ha sido ya superada la ley del talión: «Ojo por ojo, diente por diente» (Deuteronomio 19, 21). El criterio ya no es: «Lo que el otro te ha hecho, házselo tú también» sino que es: «Lo que Dios te ha hecho, hazlo tú también al otro». El perdón cristiano en esto va más allá del principio de la no-violencia o del no-resentimiento.
Esto quiere decir que hemos ir despacio en el exigir la práctica del perdón, incluso para personas que no comparten nuestra fe cristiana. Esto no surge de la ley natural o de la simple razón humana sino del Evangelio. Nosotros, cristianos, deberíamos preocuparnos de practicar el perdón, más que exigir que lo hagan los demás. Deberíamos demostrar con hechos que el perdón y la reconciliación hasta humana y políticamente hablando es la vía más eficaz para poner fin a ciertos conflictos. Es más eficaz, que toda venganza y represalia, porque rompe la cadena del odio y de la violencia, mucho más que añadirle a ella un nuevo eslabón.
Alguno podría decir: pero, ¿perdonar setenta veces siete no es alimentar la injusticia y dar vía libre a la prepotencia? No; el perdón cristiano no excluye que tú puedas también, en ciertos casos, denunciar a una persona y llevarla ante la justicia, sobre todo, cuando en están en juego los intereses también de otros.
Pero, no existen sólo los grandes perdones en casos trágicos; existen igualmente los perdones de cada día: en la vida de pareja, en el trabajo, entre parientes, entre amigos, colegas, conocidos... Quiero señalar un caso delicado. ¿Qué hacer cuando uno descubre haber sido traicionado por el propio cónyuge? ¿Perdonar o separarse? Es una cuestión demasiado delicada; no se puede imponer ninguna ley desde fuera. La persona debe descubrir en sí misma qué debe hacer. Puedo, sin embargo, decir una cosa. He conocido casos en los que la parte ofendida ha encontrado en su amor por el otro y en la ayuda, que le viene de la oración, la fuerza de perdonar al cónyuge, que había errado y que estaba sinceramente arrepentido. Con ello, el matrimonio había renacido como de las cenizas; había tenido una especie de un nuevo comienzo. Se verificaba lo dicho por Jesús ante los deudores perdonados: «¿Quién de ellos le amará más?» Respondió Simón: «Supongo que aquel a quien perdonó más» (Lucas 7, 42-43). Es cierto que nadie puede pretender que esto pueda suceder en una pareja hasta «setenta veces siete».
Muchos dicen: yo quisiera perdonar, pero no lo consigo. No consigo olvidar; apenas veo a aquella persona, la sangre me hierve. A estas personas yo les digo: no te preocupes de lo que sientes. Es normal que la naturaleza a su modo reaccione. Lo importante no es lo que tú sientes sino lo que tú quieres. Si quieres perdonar, si lo deseas, ya has perdonado. No debes conseguir por ti mismo la fuerza de perdonar sino de Cristo.
No obstante debemos estar atentos a no caer en una trampa. En el perdón hay de igual forma un riesgo. Consiste en formarse la idea de quien cree tener siempre algo que perdonar a los demás. El peligro de creerse siempre acreedores de perdón y nunca deudores. Si reflexionásemos bien, muchas veces, cuando estamos a punto de decir: «¡Te perdono!» cambiaríamos el planteamiento y las palabras y diríamos a la persona, que está delante de nosotros: «¡Perdóname!» Nos daríamos cuenta que también nosotros tenemos algo por lo que hacemos perdonar por ella. Más importante aún que perdonar es pedir perdón.
Quien ha sabido traer con más finura el tema del perdón cristiano a la literatura es una vez más, todavía, Manzoni. En la novela I Promessi sposi, Renzo da vueltas y vueltas por el lazareto de Milán en busca de Lucía. Está iracundo y lleno de sentimiento de venganza contra don Rodrigo, que ha enviado al garete su matrimonio. El padre Cristóbal le hace entender cómo están fuera de lugar sus propósitos belicosos en un lugar como aquel y hace por abandonarlo. Entonces, Renzo se regaña a sí mismo y se dice confuso: «Entiendo que he hablado como una bestia y no como un cristiano, y, ahora, sí, con la gracia de Dios le perdono justamente de corazón». El padre Cristóbal le revela que don Rodrigo está allí a dos pasos, herido o maltratado igualmente por la peste. Escuchemos juntos las palabras que el fraile le dice a Renzo, mientras no le quitan ojo al enemigo de un tiempo, privado ya de conocimiento:
«Tú ves. Puede ser castigo, puede ser misericordia. El sentimiento, que probarás ahora por este hombre, que te ha ofendido, sí, este mismo sentimiento tendrá para ti en aquel día el Dios, al que tú posiblemente has ofendido. Bendícele, y serás bendito... Quizás, el Señor está dispuesto a concederle a él una hora de arrepentimiento; pero, quería que fuese pedido por ti: posiblemente, quiere que tú se lo pidas junto con aquella inocente, Lucía; quizás, le aproveche la gracia por tu sola oración, por la plegaria de un corazón afligido y resignado. Posiblemente, la salvación de este hombre y la tuya de pendan ahora de ti, de un sentimiento tuyo de perdón, de compasión... ¡de amor!»
La primera «bendición», que recibe Renzo, es que de allí a poco vuelve a encontrarse en el mismo lazareto con su amada Lucía, que ha superado la peste. Un pensamiento atrevidísimo, pero verdadero, es el que aquí ha expresado Manzoni: Dios podría hacer depender la salvación de alguien (más aún que la propia) de nuestro perdón.
Jesús ha resumido toda su enseñanza sobre el perdón en pocas palabras, que ha incluido en la oración del Padre nuestro, para que frecuentemente nos acordáramos: «Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Esforcémonos en perdonar a quien nos ha ofendido; de otra manera, cada vez que nosotros solos repetimos estas palabras pronunciamos nuestra misma condenación.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Perdonar por amor
La manifestación más grande de amor es el perdón. El hombre que perdona de corazón requiere ser compasivo y misericordioso –como su Padre del cielo es compasivo y misericordioso–, y tener un corazón de carne, semejante al de Cristo, para tener sus mismos sentimientos.
La manifestación de amor más grande de Dios por los hombres es Cristo crucificado. Todo su cuerpo herido, flagelado, destrozado de dolor, asumiendo todos los pecados de la humanidad, como ofrenda de expiación, en un solo sacrificio, de una vez y para siempre, entregando la vida para destruir el pecado con su muerte, clavado y expuesto en la cruz, es el signo perfecto del perdón por amor.
El hombre justo perdona setenta veces siete, que quiere decir siempre; tanto, como él ha sido y será perdonado por su Señor crucificado, porque siempre quedará en deuda, porque el valor del sacrificio de su Señor es infinitamente más grande que el valor de él, pobre pecador. Perdonar de corazón a su hermano es lo menos que él puede hacer.
Agradece tú al Señor, que ha pagado tu deuda, y pídele que te dé un corazón compasivo y misericordioso, como el suyo, para que te comportes con tus hermanos de la misma manera que Dios lo hace contigo, para que perdones y seas perdonado, porque de la misma manera que tú trates a los demás, serás tratado.
Si tu hermano te ofende, perdónalo de corazón, no le guardes rencor, tal y como lo hace contigo tu Padre que está en el cielo.
Aprende de la Virgen María a perdonar. Pídele que interceda por ti para que recibas un corazón misericordioso y compasivo, como el de Jesús.
Arrepiéntete y conviértete, para que tu corazón de piedra se transforme en un corazón de carne, para que tengas sus mismos sentimientos: que sufra, que sienta, que perdone, que ame.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
... como Dios es misericordioso
Las palabras de Jesús que consideramos hoy nos animan a perdonar. Primeramente advierte el Señor a Pedro que debe perdonar siempre las ofensas que reciba –hasta setenta veces siete–, imitando de este modo su supremo amor, que en la Cruz se desbordó, completamente olvidado de sí mismo, rogando el perdón del Padre para los que le crucificaban. Jesús disculpa a unos y a otros –los que en diversa medida toman parte en su tormento y en su muerte–, porque no se hacían cargo de la magnitud del crimen, considerando la infinita categoría de la Víctima. No quiere pensar Jesús que, en todo caso, aquel proceso había sido una farsa injusta, y las consecuencias que estaba padeciendo una tortura cruel y despiadada.
Tan grande es el amor de Jesús por los hombres, que hasta da la impresión de que intenta aplacar la justa ira de su Padre, que no podría contemplar la crucifixión del Hijo sin descargar todo su Poder contra la humanidad. El perdón de Dios es la medida de su amor: ¡Un Dios que perdona..!, exclamaba admirado San Josemaría: que veía en esta manifestación de su amor la prueba más clara de su grandeza.
No nos extraña, pues, que quiera Dios de sus hijos, los hombres, un amor a su medida hacia nuestros semejantes y, por consiguiente, que estemos dispuestos a perdonar siempre. Se diría que Jesús, en su afán de introducirnos en “negocios divinos”, nos invita –enseñándonos– a ejercitar la misma actitud suya de perdonar en la crucifixión bendecida por el eterno Padre. Entonces dirá: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen; y ahora: Por eso el Reino de los Cielos viene a ser como un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y que así pagase. Entonces el siervo, se echó a sus pies y le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo y te pagaré todo’. El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda.
Nuestro Señor expone cómo son las cosas en la economía de la Salvación. El Reino de los Cielos es, en efecto, como ese reino humano en el que su gobernante actúa con asombrosa prodigalidad con sus súbitos. Aquel deudor debía restituir en justicia una cantidad enorme, incapaz de conseguirla en toda su vida. Pero, ante la súplica del hombre, el rey, no sólo tiene paciencia, que ya sería bastante, sino que, incluso, le perdona toda la deuda. Así –nos quiere decir Jesús– son las cosas en el Reino de los Cielos. Dios tiene infinita misericordia para con sus hijos. Es tan grande su amor hacia los hombres, que “aprovecha” cualquier posibilidad de perdonarnos, por pequeña que sea, si es sincera nuestra petición de perdón. Dios quiere vernos felices con un deseo mucho mayor que el nuestro. Felices, además, con la única felicidad que nos puede saciar del todo: la posesión de Dios. Y ser perdonados, ser limpiados, purificados de lo que es un obstáculo para que Dios nos ame, es decisivo para ello.
Una vez arrepentidos y, como consecuencia, perdonados, desaparecen los obstáculos. Nuestro Dios, por así decir, nos puede querer “a sus anchas”. Todo su corazón enamorado se vuelca con sus hijos colmándonos de sus riquezas, porque ya no le ponemos obstáculos. Con cada uno quiere ser como esa madre buena –¡normal!– que parece, comerse a su hijo pequeño de amor, cuando ya está limpio y disfruta feliz en sus brazos. No hay nada bueno que Dios nos quiera negar. Por eso le pedimos tener confianza en su amor misericordioso: que nos enseñe, para siempre, a ver bondad paternal y maternal en los mil modos de mostrarse su voluntad divina en la vida nuestra.
Cuando los cristianos lo pasamos mal, es porque no damos a esta vida todo su sentido divino. Donde la mano siente el pinchazo de las espinas, los ojos descubren un ramo de rosas espléndidas, llenas de aroma, aseguraba convencido San Josemaría.
Dios, Señor y Padre nuestro, no consentiría dolores en sus hijos, si no fuera por unos bienes mayores, aunque casi nunca podamos imaginar. ¡No queramos negar en ningún caso la sabiduría y el amor de nuestro Dios! ¡Auméntanos la fe, la esperanza, la caridad hacia Ti! de ¡Que sepamos ver rosas, a través de las lágrimas por el dolor de las espinas!, le pedimos. Nuestra espera confiada no será excesiva en el sufrimiento, que bien sabe Nuestro Padre lo que podemos y hasta cuándo podemos. Además, nos anima la certeza de un gozo imperecedero con Dios para siempre.
¡Madre de misericordia!, aclamamos a Santa María. A Nuestra Madre le pedimos, nos conceda a todos esa virtud del carácter de la madre buena. Para que busquemos con ilusión lo que hace más felices a quienes nos rodean: en esta vida y por toda la eternidad. Así viviremos según Dios, que al principio nos hizo a su imagen y semejanza: a imagen y semejanza de su Amor.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Perdón y reconciliación
La palabra de Dios que el domingo pasado nos condujo a reflexionar sobre el deber de la corrección fraterna, hoy nos propone el gran tema evangélico del perdón. Es como si el Señor hubiese querido hacer una paráfrasis de aquel pedido del Padre Nuestro que dice: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
En torno al perdón se mide toda la radicalidad de la moral evangélica. También los hebreos conocían este deber, como lo hemos escuchado en la primera lectura: El rencor y la ira son abominables...Perdona el agravio a tu Prójimo... Por lo tanto, la terrible ley del talión (Ojo por ojo, diente por diente: Lev. 24, 19-20) de los tiempos antiguos, había sido superada. Pero la casuística había oscurecido también este descubrimiento religioso. Por eso, Jesús corta por lo sano con las glosas: “¿Cuantas veces perdonar? ¿A quién perdonar?” Él responde en forma tajante: perdonar setenta veces siete, es decir, siempre, perdonar a todo hombre, incluso al enemigo (cfr. Mt. 5, 44), también a quien continúa pagando el bien con el mal (Mt. 5, 39).
La parábola de los dos deudores que Jesús agrega, no sirve para ilustrar la modalidad y las características de este perdón, sino sólo para confirmar su urgencia y su necesidad. Tres cuadros se suceden ante nuestra mirada. Primer cuadro: el rey y el servidor; segundo cuadro: el servidor y el compañero; tercer cuadro: de nuevo el rey y el servidor frente a frente.
El señor ha perdonado al servidor una deuda de diez mil talentos. La cifra astronómica (cincuenta y cinco millones de liras oro), sirve para destacar la enormidad de la deuda del hombre frente a Dios. En efecto, ¿qué le debe el hombre a Dios? Todo, comenzando por su ser (¿Qué tienes que no hayas recibido?). También sirve para destacar lo exiguo del crédito del que un hombre puede jactarse ante otro hombre: cien denarios, es decir, menos de cien liras oro. Y sin embargo. ¡Dios perdona y el hombre no! ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti? E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos... Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos.
¡Perdonar, entonces, porque Dios nos perdonó, y para que Dios nos perdone! Pero ésta no es la única motivación. Además, si es tenida en cuenta sola, haría pensar en una forma de cálculo y de sutil egoísmo. El mismo Jesús dio otra motivación más íntima y desinteresada: la misericordia, un sentimiento hecho de comprensión, de unificación con el hermano, de solidaridad y de humildad: Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso (Lc 6, 36). La misericordia nos ayuda a ver en el hermano −especialmente cuando ofende sin motivo− más a un infeliz que a un malo; nos hace tener en cuenta nuestra experiencia (es al sentirnos infelices cuando somos más amargos y agresivos con los otros); nos ayuda agrandar el corazón y a ser magnánimos. Si pecar es humano, como decían los antiguos, perdonar lo es más todavía. Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen: he aquí un verdadero pensamiento de misericordia.
Misericordia es una palabra compuesta por dos raíces: miseria (misereor) y corazón (cordis); en efecto, es un sentimiento mezclado de piedad y de compasión que nace en el corazón del hombre a partir de la consideración de la miseria de la condición humana. La misericordia no se da sino al hombre. También Dios es, con nosotros, bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia por este mismo motivo, porque −dice el salmista− el conoce de qué estamos hechos, sabe muy bien que no somos más que polvo. Los días del hombre son como la hierba: él florece como las flores del campo (Sal 103, 8.14 ssq.).
San Pablo aplicó este mensaje evangélico del perdón a las situaciones concretas de la vida, en especial a la vida doméstica: Revístanse de sentimientos de profunda compasión. Practiquen la benevolencia, la humildad, la dulzura, la paciencia. Sopórtense los unos a los otros, y perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra otro (Col. 3. 12 ssq.). Es necesario insistir mucho acerca de la importancia del perdón en la vida de una familia. Expirar de los propios pulmones el aire oxidado es indispensable para mantener sano el organismo, tanto como aspirar nuevo aire oxigenado. Tanto como amarse, resulta necesario perdonarse para mantener vivo y sano un matrimonio. El perdón, cuando es sincero, renueva, se vuelve él mismo un factor de crecimiento en el amor. Lo hizo observar el propio Jesús en casa de Simón: “¿Cuál de los dos lo amará más?” Simón contestó: “Pienso que a aquel a quien perdonó más.” Jesús le dijo: “Has juzgado bien” (Lc. 7, 42 sq.). Y concluye con una frase que vale un tratado de psicología: Aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor.
Por lo tanto, perdonar es de veras algo grande y digno del hombre, indispensable para vivir juntos y en paz. Y sin embargo, también el del perdón es un discurso que puede volverse ambiguo. De hecho, antes de terminar nuestra reflexión, quisiera hacer ciertas advertencias sobre algunas de esas ambigüedades.
Primera: perdonar no significa necesariamente renunciar a luchar, cuando se trata de daños continuados que se configuran como abuso e injusticia contra nosotros o contra los hermanos. Son dos sentimientos y actitudes que no se excluyen, como no se excluyen corrección y perdón. Jesús dio ejemplo de ello: durante su vida, luchó y perdonó.
Segunda ambigüedad: perdonar no basta. A menudo, más importante que perdonar es pedir perdón. Contrariamente, se crea la mentalidad, falsamente generosa, de quien siempre tiene algo que perdonar. Estoy convencido de que, si nos examinamos más a fondo, la mayoría de las veces, cuando estamos a punto de decir: “Te perdono”, sentiremos el impulso de decir: “¡Perdóname!”.
La tercera ambigüedad es la de la intimidad: creer que basta con dejar de odiar en el corazón, sin hacer ningún gesto; matar y hacer revivir al hermano, pero todo en secreto. No es esto lo que pensaba Jesús: el perdón que él ama es el que se manifiesta concretamente, el que lleva a la reconciliación. La reconciliación es la coronación evangélica del perdón, lo que hace ganar de veras al hermano, lo que restablece la unidad entre los hijos de Dios y da alegría al Padre celestial; aquello que edifica la comunidad: Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda (Mt. 5, 23 sq.).
Nosotros somos, ahora, aquellos que están ofreciendo su ofrenda ante el altar. Para nosotros, entonces, es la palabra: Ve a reconciliarte. Que esta palabra nos acompañe al volver a casa desde la asamblea de hoy, y que la comunión con el cuerpo de Cristo nos dé la fuerza necesaria para comenzar a llevarla a la práctica.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía durante la Misa en Westover Hills, en San Antonio (EUA) (13-IX-1987)
– Las postrimerías
Hoy es domingo: día del Señor. Hoy es como el “séptimo día” del cual el libro del Génesis dice que “descansó Dios el séptimo día de cuanto hiciera (Gen 2, 2). Habiendo completado la obra de la creación, Él “descansó”. Dios se complació en su obra: “y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho” (Gen 1, 31). “Y bendijo el día séptimo y lo santificó” (Gen 2, 3).
En este día estamos llamados a reflexionar más profundamente sobre el misterio de la creación, y por lo tanto sobre nuestras propias vidas. Estamos llamados a “descansar” en Dios, el Creador del universo. Nuestro deber es alabarlo: “Bendice, alma mía, al Señor... bendice, alma mía al Señor y no olvides sus beneficios” (Sal 102/103, 1-2). He aquí la tarea de todo hombre. Sólo la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, es capaz de elevar un himno de alabanza y de acción de gracias al Creador. La tierra, con todas sus criaturas, y el universo entero, invitan al hombre a ser su portavoz. Sólo la persona humana es capaz de elevar desde lo profundo de su ser ese himno de alabanza, proclamado sin palabras por toda la creación: “Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre” (Sal 102/103, 1).
¿Cuál es el mensaje de la liturgia de hoy? San Pablo nos dice: “Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos” (Rm 14, 7-8).
Estas palabras son concisas pero encierran un mensaje conmovedor. “Vivimos” y “morimos”. Vivimos en este mundo material que nos rodea, limitados por los horizontes de nuestra peregrinación terrena a través del tiempo. Vivimos en este mundo, con la perspectiva inevitable de la muerte, ya desde el momento de la concepción y el nacimiento. Y, sin embargo, debemos mirar más allá del aspecto material de nuestra existencia terrena. Sin duda, la muerte corporal es un paso necesario para todos nosotros; pero también es cierto que lo que desde su propio principio ha nacido a imagen y semejanza de Dios no puede volver completamente a la materia corruptible del universo. Esta es una verdad y una actitud fundamental de nuestra fe cristiana. Con las palabras de San Pablo “si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos”. Vivimos para el Señor, y también el morir es para nosotros vida en el Señor.
Os invito a no olvidar nuestro destino inmortal: la vida después de la muerte, la eterna felicidad del cielo, o la terrible posibilidad del castigo eterno, la separación eterna de Dios en lo que la tradición cristiana ha llamado infierno (cfr. Mt 25, 41; 22, 13; 25, 30). No puede haber una vida verdaderamente cristiana sin una apertura a esta dimensión trascendente de nuestras vidas. “En la vida y en la muerte somos del Señor” (Rm 14, 8).
La Eucaristía que celebramos constantemente confirma nuestro vivir y morir “en el Señor”: “Te entregaste a la muerte y, resucitando, destruiste la muerte, y nos diste vida nueva”. En efecto, San Pablo escribió, “Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14, 9). Sí, ¡Cristo es el Señor!
El misterio pascual transforma nuestra existencia humana para que no siga estando bajo el dominio de la muerte. En Jesucristo, nuestro Redentor, “vivimos para el Señor” y “morimos para el Señor”. Por Él, con Él y en Él pertenecemos a Dios en la vida y en la muerte. Existimos no sólo “para morir” sino “para Dios”. Por esta razón, en este día “que hizo Yavé” (Sal 117/118, 24), la Iglesia por todo el mundo da su bendición desde las mismas profundidades del misterio pascual de Cristo: “Bendice... y no olvides sus beneficios” (Sal 102/103, 1-2).
– La experiencia del pecado
“¡No olvides!”. La lectura de hoy del Evangelio de San Mateo nos da un ejemplo de un hombre que ha olvidado (cfr. Mt 18, 21-35). Ha olvidado los favores que le ha dado su Señor, y, en consecuencia, se ha mostrado cruel y despiadado con su prójimo. De esta manera la liturgia nos presenta la experiencia del pecado que se ha desarrollado desde el principio de la historia del hombre paralelamente a la experiencia de la muerte.
Morimos corporalmente cuando todas las energías de nuestra vida se extinguen. Morimos por el pecado cuando el amor muere en nosotros. Fuera del Amor no hay Vida. Si el hombre se opone al amor y vive sin amor, la muerte se arraiga en su alma y crece. Por esta razón Cristo exclama, “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34). La llamada al amor es una llamada a la vida, al triunfo del alma sobre el pecado y la muerte. La fuente de esa victoria es la cruz de Jesucristo: su muerte y resurrección.
De nuevo, en la Eucaristía, nuestras vidas quedan afectadas por la victoria radical de Cristo sobre el pecado, pecado que es la muerte del alma y −en definitiva− la razón de nuestra muerte corporal. “Para esto murió y resucitó Cristo, para ser Señor de vivos y muertos” (cfr. Rm 14, 9), para que pudiera dar vida nuevamente a los que están muertos en el pecado o por el pecado.
Por eso la Eucaristía comienza con el rito penitencial. Confesamos nuestros pecados para obtener el perdón por medio de la cruz de Cristo y así participar en su resurrección de entre los muertos. Pero si nuestra conciencia nos reprocha por algún pecado mortal, nuestra participación en la Misa sólo puede ser totalmente fructífera si antes recibimos la absolución en el sacramento de la penitencia.
– El Sacramento del perdón
El misterio de la reconciliación es una parte fundamental de la vida y la misión de la Iglesia. Sin pasar por alto ninguna de las muchas maneras en las cuales la victoria de Cristo sobre el pecado se hace una realidad en la vida de la Iglesia y del mundo, considero importante hacer hincapié en que es sobre todo en el sacramento del perdón y la reconciliación donde el poder de la sangre redentora de Cristo se hace eficaz en nuestras vidas personales.
En diferentes partes del mundo existe una gran negligencia del sacramento de la penitencia. Ello va a menudo asociado a un oscurecimiento de la conciencia moral y religiosa, a una pérdida del sentido del pecado o a una carencia de instrucción adecuada sobre la importancia de este sacramento en la vida de la Iglesia de Cristo. A veces la negligencia surge porque no tomamos en serio nuestra falta de amor y de justicia y el correspondiente ofrecimiento de Dios de misericordia reconciliadora. A veces hay una duda o una renuncia a aceptar con madurez y responsabilidad las consecuencias de las verdades objetivas de la fe. Por estas razones es necesario recalcar una vez más que “sobre la esencia del sacramento ha quedado siempre sólida e inmutable en la conciencia de la Iglesia la certeza de que, por voluntad de Cristo, el perdón es ofrecido a cada uno por medio de la absolución sacramental, dada por los ministros de la penitencia” (Reconciliatio et Paenitentia 30).
Pido a todos los obispos y sacerdotes que hagan todo lo posible para que la administración de este sacramento sea un aspecto primario de su servicio al Pueblo de Dios. Nada puede sustituir los medios de gracia que Cristo mismo ha puesto en nuestras manos. El Concilio Vaticano II nunca intentó que este sacramento de la penitencia fuera practicado con menor frecuencia. Lo que el Concilio expresamente pidió fue que los fieles pudieran entender más fácilmente los signos sacramentales y recurrieron a los sacramentos con mayor deseo y frecuencia (cfr. Sacrosanctum Concilium, 59). Y precisamente porque el pecado toca muy de cerca a la conciencia individual, comprendemos por qué la absolución de los pecados debe ser individual y no colectiva, salvo en circunstancias extraordinarias aprobadas por la Iglesia.
Os pido que no veáis la Confesión como un mero intento de liberación psicológica −por más legítimo que esto pueda ser− sino como un sacramento, un acto litúrgico. La Confesión es un acto de honradez y valentía: un acto de entrega a nosotros mismos, más allá del pecado, a la misericordia de un Dios que ama y perdona. Es un acto del hijo pródigo que regresa a su Padre y es recibido por él con un beso de paz. Es fácil entender por qué “cada confesionario es un lugar privilegiado y bendito desde el cual, canceladas las divisiones, nace nuevo e incontaminado un hombre reconciliado, un mundo reconciliado” (Reconciliatio et paenitentia 31).
El potencial de una renovación auténtica y vibrante de toda la Iglesia católica a través de un uso más fiel del sacramento de la penitencia es inconmensurable. ¡Fluye directamente del corazón amoroso de Dios mismo! Esta es una certeza de fe que ofrezco a cada uno de vosotros y a toda la Iglesia en Estados Unidos.
Hago esta llamada a todos los que han estado alejados del sacramento de la reconciliación y del amor clemente: ¡Regresad a esta fuente de gracia; no tengáis miedo! Cristo mismo os espera. ¡Él os sanará y vosotros estaréis en paz con Dios!
A todos los jóvenes de la Iglesia les hago una invitación especial a recibir el perdón de Dios y su fuerza en el sacramento de la penitencia. Es un signo de grandeza ser capaces de decir: he cometido un error; he pecado, Padre; te he ofendido, mi Dios; estoy arrepentido: te pido perdón; lo intentaré nuevamente, porque confío en tu fuerza y creo en tu amor. Y sé que el poder del misterio pascual de tu Hijo −la muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo− es más grande que todas mis flaquezas y que todos los pecados del mundo. ¡Iré y confesaré mis pecados, seré curado y viviré tu amor!
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia”. Estas palabras del Salmo Responsorial resumen la enseñanza que la Iglesia nos recuerda en este Domingo: perdonar de corazón a quienes nos ofenden como el Señor perdona nuestras faltas.
¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir al Señor la salud? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados? (1ª Lect.). También la pregunta de Pedro: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?” La contestación de Jesús: ¡Siempre!, nos recuerda que no hay excusas para cerrarse a la compresión de las debilidades ajenas. Además, la exagerada diferencia entre los dos deudores que el Maestro dibuja refuerza esta doctrina.
Al convivir en el hogar, en el trabajo, en los lugares de diversión o descanso, es inevitable que se produzcan pequeños o grandes roces: desaires, ingratitudes, olvidos, críticas..., que Dios quiere que perdonemos. Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti (San Josemaría Escrivá, Camino 452).
¡No adoremos el altar de la venganza y el desquite aunque sea en pequeñas dosis! En ese altar no está Dios. Él está en la Cruz con los brazos abiertos para acoger a todos, amigos y enemigos, y dar la vida por ellos. ¡Hemos de pedir al Señor que nos haga abiertos, comprensivos, tolerantes.., que nos dé un corazón lo más parecido al Suyo! Cristo es realista, toma al hombre como es. No tiene de él una visión seráfica ni una imagen pesimista, cree en la capacidad de mejora que en él puede operarse si se le ayuda con la disculpa o un dolorido silencio, con afecto sobrenatural y humano.
Las heridas que la vida familiar, profesional y social ha podido producir en nosotros, no cicatrizarán con el desquite o la venganza. Ese modo de conducirse −aunque adopte ese prolongado silencio acusatorio con el que pretendemos que los demás adviertan que su conducta no nos ha gustado− produce más heridas y agranda las ya existentes en una espiral sin freno. Es el amor en forma de perdón el que debe vendarlas para que cicatricen y curen. S. Pablo recuerda que el amor “no lleva cuentas del mal” (1 Cor 13, 4-7).
Es importante que comprendamos que el gran perjudicado cuando nos negamos a perdonar, somos nosotros mismos. Si guardamos rencor, vivimos fuera de la esfera de Dios, no estamos en el círculo de los que Él ama y, además cultivamos en el fondo del alma un foco de pus, de odio y de resentimiento, que, como un cáncer, amargará nuestra existencia y nos llevará a la muerte, “porque el juicio será sin misericordia para el que no la practicó. La misericordia (en cambio) se ríe del juicio” (St 2, 13).
Necesitamos convertirnos. Jesús espera un cambio en el modo de sentir y de vivir que nos libere de la ira y el enfado provocado por la ofensa, logrando que el alma pueda respirar a pleno pulmón. Entonces, el dolor y el daño sufrido, si persiste, convivirá con el sosiego interior, una paz y una alegría que es la resultante que, al perdonar, tienen los que se saben también perdonados por Dios.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Perdona y se te perdonará»
I. LA PALABRA DE DIOS
Si 27, 3-28, 9: «Perdona las ofensas a tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas»
Sal 102, 1s.3s.9s.11s.: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia»
Rm 14, 7-9: «En la vida y en la muerte somos del Señor»
Mt 18, 21-35: «No te digo que le perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
El sacramento de la Penitencia (Domingo pasado) induce a la conversión del corazón. Hoy el Evangelio ahonda en esa conversión: la conversión reclama perdón, amor al prójimo.
Perdonar «setenta veces siete» es perdonar siempre. Este perdonar se apoya en la insistencia del NT: En la oración, Jesús nos enseñó a decir: «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos...». La súplica se repite cada vez que celebramos la Eucaristía. En la moral, Jesús nos recuerda «la regla de oro»: «tratad a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros» (cf Mt 7, 12). Es que nuestra relación con Dios se regula según nuestras relaciones con el prójimo (1ª Lect.).
III. SITUACIÓN HUMANA
El corazón que perdona y olvida es grande, vive en la paz y es amado de Dios y de los hombres. La mejor imagen de nosotros mismos es la de ser personas de gran corazón.
No suele aceptarse hoy con facilidad el perdón porque se considera como un signo de debilidad. Sin embargo solamente los corazones fuertes tienen capacidad de convertirse y de perdonar.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– «Lo temible es que este desbordamiento de misericordia [Bautismo y Penitencia] no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido... Al negarse a perdonar... el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre...» (2840).
– “«Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano». Allí es, en efecto, en el fondo del «corazón» donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión” (2843; cf 2842-2844).
La respuesta
– «La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos... Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es la cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado» (2843).
– «No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino...» (2845).
– «Perdona nuestras ofensas...»: “Nuestra petición se dirige al futuro, nuestra respuesta debe haberla precedido; una palabra las une: «como»” (2838).
El testimonio cristiano
– «Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo con todo el pueblo fiel (San Cipriano)» (2845).
El sacramento del Perdón de Dios puede quedar anulado o muy debilitado, según sea nuestro perdón al hermano, a todo hombre. Que hoy y cada Domingo, el gesto de la paz reavive en nosotros la centralidad absoluta de la caridad cristiana.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
El perdón ilimitado.
– Perdonar siempre con prontitud y de corazón.
I. Dios concede su perdón a quien perdona. La indulgencia que empleamos con los demás es la que tendrán con nosotros. Ésta es la medida. Y éste, el sentido de los textos de la Misa de hoy. En la Primera lectura leemos: Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor y pedir la salud al Señor?
El Señor perfecciona esta ley extendiéndola a todo hombre y a cualquier ofensa, porque con su Muerte en la Cruz nos ha hecho a todos los hombres hermanos y ha saldado el pecado de todos. Por eso, cuando Pedro –convencido de que proponía algo desproporcionado– le pregunta a Jesús si debe perdonar a su hermano que le ofende hasta siete veces, el Señor le responde: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete, es decir, siempre. La caridad de Cristo no es setenta veces superior al comportamiento más esmerado de los mejores cumplidores de la Ley, sino que es de otra naturaleza, infinitamente más alta. Es otro su origen y su fin. Nos enseña Jesús que el mal, los resentimientos, el rencor, el deseo de venganza, han de ser vencidos por esa caridad ilimitada que se manifiesta en el perdón incansable de las ofensas. Él nos alentó a pedir en el Padrenuestro de esta manera: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Por eso, como recuerda hoy la Liturgia de las Horas, cuando rezamos el Padrenuestro hemos de estar unidos entre nosotros y con Jesucristo, y dispuestos a perdonarnos siempre unos a otros. Sólo así atraeremos sobre nosotros la misericordia infinita de Dios.
Para perdonar de corazón, con total olvido de la injuria recibida, hace falta en ocasiones una gran fe que alimente la caridad. Por eso las almas que han estado muy cerca de Cristo ni siquiera han tenido necesidad de perdonar porque, por grandes que hayan sido las injurias, las calumnias..., no se sintieron personalmente ofendidas, convencidas de que el único mal es el mal moral, el pecado; los demás agravios no llegaban a herirles.
Examinemos hoy si guardamos en el corazón algún agravio, algo de rencor por una injuria real o imaginada. Pensemos si nuestro perdón es rápido, sincero, de corazón, y si pedimos al Señor por aquellas personas que, quizá sin darse cuenta, nos hicieron algún daño o nos ofendieron. “Cincuenta mil enojos que te hagan, tantos has de perdonar (...). Más adelante ha de ir tu paciencia que su malicia; antes se ha de cansar el otro de hacerte mal que tú de sufrirlo”.
– Si aprendemos a querer a todos y a disculpar, ni siquiera tendremos que perdonar, porque no nos sentiremos ofendidos.
II. A veces son cosas pequeñas las que nos pueden herir: un favor que no nos agradecen, una recompensa que esperábamos y nos es negada, una palabra que nos llega en un momento malo o de cansancio... Otras, pueden ser más graves: calumnias sobre lo que más queremos en este mundo, interpretaciones torcidas de aquello que hemos procurado hacer con rectitud de intención... Sea lo que fuere, para perdonar con rapidez, sin que nada quede en el alma, necesitamos desprendimiento y un corazón grande orientado hacia Dios. Esa grandeza de alma nos llevará a pedir por las personas que, de una forma u otra, fueron causa de algún perjuicio. “¿No suelen ser amados más tiernamente los enfermos que los sanos?”, se pregunta un clásico castellano. Y a continuación aconseja: “Sé médico de tus enemigos y los bienes que les hagas serán brasas que pongas sobre sus cabezas y les enciendan en el amor (Col 3, 13). Piensa en los medios de perfección que te suministra el que te persigue... Más aprovechó Herodes a los niños (Mt 2, 16) con su odio que el amor de sus propios padres, pues los hizo mártires”. La actitud del perdón cristiano y, cuando sea necesario, la defensa justa y serena de los propios derechos o los de aquellos que nos están encomendados, servirán para acercar a Dios a quienes hayan podido cometer injusticias. Así lo hicieron los primeros cristianos cuando hubieron de soportar calumnias y persecuciones. “Permitidles –aconsejaba San Ignacio de Antioquía a los primeros fieles, mientras él se encaminaba al martirio– que, al menos por vuestras obras, reciban instrucción de vosotros. A sus arrebatos de ira responded con vuestra mansedumbre. Oponed a sus blasfemias vuestras oraciones; a su extravío, vuestra firmeza en la fe; a su fiereza, vuestra dulzura, y no pongáis empeño alguno en comportaros como ellos. Mostrémonos hermanos suyos por nuestra amabilidad; en cuanto a imitar, sólo hemos de esforzarnos en imitar al Señor”. Él está dispuesto a perdonarlo todo de todos. San Pablo, siguiendo al Maestro, exhortaba así a los cristianos de Tesalónica: Estad atentos para que nadie devuelva mal por mal, al contrario, procurad siempre el bien mutuo. Y a los de Colosas les apremiaba: Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga queja contra otro; como el Señor os ha perdonado, hacedlo también vosotros. Si aprendemos a disculpar ni siquiera tendremos que perdonar, porque no nos sentiremos ofendidos. Mal viviríamos nuestro camino de discípulos de Cristo si al menor roce –en el hogar, en la oficina, en el tráfico...– se enfriase nuestra caridad y nos sintiéramos ofendidos y separados. A veces –en materias más graves, donde se hace más difícil la disculpa– haremos nuestra la oración de Jesús: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Otras veces bastará con sonreír, devolver el saludo, tener un detalle amable para restablecer la amistad o la paz perdida. Las pequeñeces diarias no pueden ser motivo para que –casi siempre por soberbia, por susceptibilidad– perdamos la alegría, que debe ser algo habitual y profundo en nuestra vida.
– El Sacramento del perdón nos mueve a ser misericordiosos con los demás.
III. El Señor, después de responder a Pedro sobre la capacidad ilimitada de perdón que hemos de tener, expuso la parábola de los dos deudores para enseñarnos el fundamento de esta manifestación de la caridad. Debemos perdonar siempre y todo, porque es mucho –sin medida– lo que Dios nos perdona, ante lo cual lo que debemos tolerar a los demás apenas tiene importancia: cien denarios (un talento equivalía a unos seis mil denarios). De ahí que sólo sepan perdonar las almas humildes, conscientes de lo mucho que se les ha remitido. “Del mismo modo que el Señor está siempre dispuesto a perdonarnos, también nosotros debemos estar prontamente dispuestos a perdonarnos mutuamente. Y ¡qué grande es la necesidad de perdón y reconciliación en nuestro mundo de hoy, en nuestras comunidades y familias, en nuestro mismo corazón! Por esto el sacramento específico de la Iglesia para perdonar, el sacramento de la penitencia, es un don sumamente preciado.
“En el sacramento de la penitencia, el Señor nos concede su perdón de modo muy personal. Por medio del ministerio del sacerdote, vamos a nuestro Salvador con el peso de nuestros pecados. Manifestamos nuestro dolor y pedimos perdón al Señor. Entonces, a través del sacerdote, oímos a Cristo que nos dice: Tus pecados quedan perdonados (Mc 2, 5): Anda y en adelante no peques más (Jn 8, 11). ¿No podemos oír también que nos dice al llenarnos de su gracia salvífica: “Derrama sobre los otros setenta veces siete este mismo perdón y misericordia”?”. ¡Qué gran escuela de amor y de generosidad es la Confesión! ¡Cómo agranda el corazón para comprender los defectos y errores de los demás! Del confesonario debemos salir con capacidad de querer, con más capacidad de perdonar. La tarea de la Iglesia y de cada cristiano en todos los tiempos, aunque ahora en nuestros días parece más urgente, es “profesar y proclamar la misericordia en toda su verdad”, derramar sobre todos los que cada día encontramos en los diversos caminos la misericordia ilimitada que hemos recibido de Cristo.
Pidamos a Nuestra Señora un corazón grande, como el suyo, para no detenernos demasiado en aquello que nos puede herir, y para aumentar nuestro espíritu de desagravio y de reparación por las ofensas al Corazón misericordioso de Jesús.
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Rev. D. Lluís ROQUÉ i Roqué (Manresa, Barcelona) (www.evangeli.net)
«¿Cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?»
Hoy, en el Evangelio, Pedro consulta a Jesús sobre un tema muy concreto que sigue albergado en el corazón de muchas personas: pregunta por el límite del perdón. La respuesta es que no existe dicho límite: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18, 22). Para explicar esta realidad, Jesús emplea una parábola. La pregunta del rey centra el tema de la parábola: «¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?» (Mt 18, 33).
El perdón es un don, una gracia que procede del amor y la misericordia de Dios. Para Jesús, el perdón no tiene límites, siempre y cuando el arrepentimiento sea sincero y veraz. Pero exige abrir el corazón a la conversión, es decir, obrar con los demás según los criterios de Dios.
El pecado grave nos aparta de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica n. 1470). El vehículo ordinario para recibir el perdón de ese pecado grave por parte de Dios es el sacramento de la Penitencia, y el acto del penitente que la corona es la satisfacción. Las obras propias que manifiestan la satisfacción son el signo del compromiso personal —que el cristiano ha asumido ante Dios— de comenzar una existencia nueva, reparando en lo posible los daños causados al prójimo.
No puede haber perdón del pecado sin algún genero de satisfacción, cuyo fin es: 1. Evitar deslizarse a otros pecados más graves; 2. Rechazar el pecado (pues las penas satisfactorias son como un freno y hacen al penitente más cauto y vigilante); 3. Quitar con los actos virtuosos los malos hábitos contraídos con el mal vivir; 4. Asemejarnos a Cristo.
Como explicó santo Tomás de Aquino, el hombre es deudor con Dios por los beneficios recibidos, y por sus pecados cometidos. Por los primeros debe tributarle adoración y acción de gracias; y, por los segundos, satisfacción. El hombre de la parábola no estuvo dispuesto a realizar lo segundo, por lo tanto se hizo incapaz de recibir el perdón.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Compasivos y misericordiosos
«El Señor es compasivo y misericordioso» (Sal 103 (102), 8).
Eso dice la Escritura.
Y eso te demuestra tu Señor todos los días, a ti, sacerdote.
Y tú, sacerdote, ¿conoces el significado de la compasión?
¿Has experimentado lo que quiere decir misericordia?
Que seas compasivo y misericordioso, como el Padre que está en el cielo es compasivo y misericordioso.
Que seas perfecto, como el Padre que está en el cielo es perfecto.
Eso te pide tu Señor, sacerdote.
Y que seas justo, porque en la misma medida que tú midas serás medido, sacerdote.
Que trates a los demás como quieras que ellos te traten a ti.
Que hagas el bien y perdones el mal.
Que promuevas el bien y rechaces el mal.
Que te humilles con el corazón contrito ante el confesionario, setenta veces siete, sacerdote, tantas veces como sea necesario.
Que sirvas a tu Señor administrando bien su misericordia, y tengas compasión de los penitentes que se acercan arrepentidos, desorientados, avergonzados, asustados, atormentados, indecisos, con la conciencia intranquila, y la culpa que les desgarra el alma, para pedir perdón y ser reconciliados con su Señor.
Y acude sacerdote a perdonarlos setenta veces siete, tantas veces como ellos te pidan, tantas veces como sea necesario.
No cargues, sacerdote, con la culpa del desgano, del cansancio, de la indiferencia, de la incomprensión, de la soberbia, de la injusticia, de la falta de caridad, que te lleve a negar el sacramento de la reconciliación, y a negar la gracia que Dios ha puesto en tus manos para perdonar, limpiar y renovar las almas de los pecadores, y darles la paz.
Tú has oído decir, sacerdote, ojo por ojo, y diente por diente. Que no sea así entre ustedes. Que tengan compasión y misericordia con los que los ofenden, con los que se arrepienten, con los que piden perdón, porque justo solo hay uno, es tu Señor.
Y, sin embargo, Él no ha venido a traer su justicia, sino su misericordia.
Y te ha dado ejemplo, y te ha dado el poder para que vayas y hagas tú lo mismo.
Perdona, sacerdote, para que tú también seas perdonado. Pero no perdones por obligación, ni por cumplir con la misión que Dios te ha encomendado a través de tu ministerio; perdona, sacerdote, de corazón, a tu hermano.
Y luego has expiación, y repara el daño que el pecado de tu hermano ha causado al Sagrado Corazón de tu Señor. Entonces verdaderamente habrás sido compasivo y misericordioso, con tus hermanos y con tu Señor.
Tú eres, sacerdote, administrador de misericordia en la viña de tu Señor.
Recibe entonces sus bienes, abriendo tu corazón, porque no puedes administrar lo que no tienes.
Pide, sacerdote, a tu Señor, que te llene de su misericordia y de su compasión, porque, aunque nada mereces, Él ya ha ganado para ti tu perdón.
Haz penitencia, sacerdote, por tus pecados, y repara su Sagrado Corazón del daño que le has causado, porque no hay daño más grande que la infidelidad de un amigo, de un hermano, y de un hijo.
Los actos de infidelidad son actos de desamor.
El desamor, sacerdote, se repara con amor.
Actos de amor para reparar el daño causado por los actos de desamor, ocasionados por caer en la tentación y en el pecado, pero que el perdón de Dios deja olvidado en el pasado, porque Él es la Misericordia misma.
Setenta veces siete Él ya te ha perdonado, sacerdote. Ve y haz tú lo mismo.
(Espada de Dos Filos V, n. 1)
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