Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2020
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2011
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Pere CAMPANYÀ i Ribó (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
EL VALOR DE LA RECONCILIACIÓN
Ez 33, 7-9; Rom 13, 8-10; Mt 18, 15-20
Los conflictos en cualquier colectivo son inevitables. La comunidad eclesial de cualquier localidad no está exenta de problemas internos y externos. Los celos, los abusos de autoridad, el protagonismo de ciertos ministros y servidores genera malentendidos e incomodidades entre los discípulos de Jesucristo. La existencia de problemas es un desafío a la caridad y a la tolerancia entre los cristianos. Por eso el Señor Jesús diseñó y compartió una ruta para vivir como comunidad reconciliada. La discreción, el diálogo, la confianza y el perdón generoso son pilares indispensables para remediar las fallas humanas que generan tensiones y fracturas en la comunidad. En una sociedad polarizada como la nuestra vale la pena tenerlo muy presente.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 118, 137. 124
Eres justo, Señor, y rectos son tus mandamientos; muéstrate bondadoso con tu siervo.
ORACIÓN COLECTA
Señor, Dios, de quien nos viene la redención y a quien debemos la filiación adoptiva, protege con bondad a los hijos que tanto amas, para que todos los que creemos en Cristo obtengamos la verdadera libertad y la herencia eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Si no amonestas al malvado, te pediré cuentas de su vida.
Del libro del profeta Ezequiel: 33, 7-9
Esto dice el Señor: “A ti, hijo de hombre, te he constituido centinela para la casa de Israel. Cuando escuches una palabra de mi boca, tú se la comunicarás de mi parte.
Si yo pronuncio sentencia de muerte contra un hombre, porque es malvado, y tú no lo amonestas para que se aparte del mal camino, el malvado morirá por su culpa, pero yo te pediré a ti cuentas de su vida.
En cambio, si tú lo amonestas para que deje su mal camino y él no lo deja, morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida”. Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 94, 1-2.6-7.8-9.
R/. Señor, que no seamos sordos a tu voz.
Vengan, lancemos vivas al Señor, aclamemos al Dios que nos salva. Acerquémonos a él, llenos de júbilo, y démosle gracias. R/.
Vengan, y puestos de rodillas, adoremos y bendigamos al Señor, que nos hizo, pues él es nuestro Dios y nosotros su pueblo, él nuestro pastor y nosotros, sus ovejas. R/.
Hagámosle caso al Señor, que nos dice: “No endurezcan su corazón, como el día de la rebelión en el desierto, cuando sus padres dudaron de mí, aunque habían visto mis obras”. R/.
SEGUNDA LECTURA
El cumplimiento pleno de la ley consiste en amar.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 13, 8-10
Hermanos: No tengan con nadie otra deuda que la del amor mutuo, porque el que ama al prójimo, ha cumplido ya toda la ley. En efecto, los mandamientos que ordenan: “No cometerás adulterio, no robarás, no matarás, no darás falso testimonio, no codiciarás” y todos
los otros, se resumen en éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, pues quien ama a su prójimo no le causa daño a nadie. Así pues, el cumplimiento pleno de la ley consiste en amar. Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO 2 Cor 5, 19
R/. Aleluya, aleluya.
Dios reconcilió al mundo consigo por medio de Cristo, y a nosotros nos confió el mensaje de la reconciliación. R/.
EVANGELIO
Si tu hermano te escucha, lo habrás salvado.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 18, 15-20
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Si tu hermano comete un pecado, ve y amonéstalo a solas. Si te escucha, habrás salvado a tu hermano. Si no te hace caso, hazte acompañar de una o dos personas, para que todo lo que se diga conste por boca de dos o tres testigos. Pero si ni así te hace caso, díselo a la comunidad; y si ni a la comunidad le hace caso, apártate de él como de un pagano o de un publicano.
Yo les aseguro que todo lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo.
Yo les aseguro también, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá; pues donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”. Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Señor Dios, fuente de toda devoción sincera y de la paz, concédenos honrar de tal manera, con estos dones, tu majestad, que, al participar en estos santos misterios, todos quedemos unidos en un mismo sentir. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 41, 2-3
Como la cierva busca el agua de las fuentes, así, sedienta, mi alma te busca a ti, Dios mío. Mi alma tiene sed del Dios vivo.
O bien: Jn 8, 12
Yo soy la luz del mundo, dice el Señor; el que me sigue, no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Concede, Señor, a tus fieles, a quienes alimentas y vivificas con tu palabra y el sacramento del cielo, aprovechar de tal manera tan grandes dones de tu Hijo amado, que merezcamos ser siempre partícipes de su vida. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Te he puesto como centinela
1ª. Lectura (Ez 33, 7-9)
Como en un nuevo relato de vocación, Ezequiel retoma al comienzo de este capítulo la imagen del centinela para exponer su condición de profeta. En el capítulo tercero (Ez 3,16-21) se insistía en la obligación de avisar a sus oyentes; ahora desarrolla la metáfora del centinela en tiempo de guerra, haciendo hincapié en que tal misión es exigente y de gran influencia. En esta nueva etapa, el profeta sólo tendrá que amonestar al impío. Parece como si el justo, que era amonestado junto con el impío en el cap. 3 y que aquí no es mencionado, no volverá a desviarse de su camino.
La insistencia en que no calle se debe a que realmente es posible la conversión: los deportados han aprendido que sufren el castigo por sus propias culpas, pero ¿podrán salir de esa situación de castigo? La respuesta está condensada poco más adelante en el mismo principio puesto en labios del Señor: «No quiero la muerte del impío, sino que se convierta de su camino y viva» (Ez 33,11; cfr 18,23). De aquí se deduce que sólo los culpables son castigados, pero, sobre todo, que los culpables pueden convertirse. La conversión es el primero y principal objetivo del nuevo mensaje del profeta, y lo será también de la Iglesia: «Hemos sabido que se niega la penitencia a los moribundos y no se corresponde a los deseos de quienes en la hora de su tránsito, desean socorrer a su alma con este remedio. Confesamos que nos horroriza se halle nadie de tanta impiedad que desespere de la piedad de Dios, como si no pudiera socorrer a quien a Él acude en cualquier tiempo, y librar al hombre, que peligra bajo el peso de sus pecados, de aquel gravamen del que desea ser desembarazado. ¿Qué otra cosa es esto, decidme, sino añadir muerte al que muere y matar su alma con la crueldad de que no pueda ser absuelta? Cuando Dios, siempre muy dispuesto al socorro, invitando a penitencia, promete así: Al pecador—dice—, en cualquier día en que se convirtiere, no se le imputarán sus pecados... (cfr Ez 33,16). Como quiera, pues, que Dios es inspector del corazón, no ha de negarse la penitencia a quien la pida en el tiempo que fuere» (Papa S. Celestino I, Cuperemus quidem).
La caridad, plenitud de la ley
2ª. Lectura (Rm 13, 8-10)
Para poder cumplir con perfección los mandamientos de Dios el hombre es movido interiormente por el amor a Dios y al prójimo. Pues cuando el amor nos mueve damos con gusto lo debido –y aún más– a aquel que amamos. En su predicación al pueblo decía San Juan de Ávila: «Los que no sois letrados no penséis que por eso no podéis ir al paraíso; estudiad estos dos mandamientos, y cuando los hubiereis cumplido, haced cuenta que habéis cumplido todo lo que manda la ley, los Profetas, y los Evangelios, y los apóstoles, y cuanto os amonestan infinitos libros que escritos hay, pues el Señor ha enviado a la tierra su palabra compendiada (cfr Rom 9,28)» (Sermones, domingo 12 después de Pentecostés).
Una relación parecida a la que hay entre los mandamientos de la Ley y el amor es la que se da entre las virtudes de la caridad y la justicia. Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad (…). La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor (1 Jn 4, 16). Hemos de movernos siempre por Amor de Dios, que torna más fácil querer al prójimo, y purifica y eleva los amores terrenos (…). La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo (…); pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad (Amigos de Dios, nn. 172-173).
Para vencer el pecado
Evangelio (Mt 18, 15-20)
El pasaje recoge tres notas para la vida de la Iglesia: la práctica de la fraternidad, la potestad de los pastores y la oración en común. Los cristianos y, especialmente los pastores, deben velar por sus hermanos como hizo Cristo, para que ninguno se pierda (cfr Jn 17,12). Con la práctica de la corrección fraterna, se especifica una manera de cooperar a la salvación del hermano que se ha desviado (vv. 15-17). La última solución –tenerlo por «pagano y publicano» (v. 17)– equivale a la excomunión, entendida como recurso final para salvar su alma (cfr 1 Co 5,4-5).
«También el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro» (C. Vat. II, LG 22). La Tradición de la Iglesia ha entendido estas palabras del Señor (v. 18) en su sentido genuino: «Las palabras atar y desatar significan: aquél a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquél a quien recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios» (CCE 1445).
Finalmente, Jesús subraya el valor y el poder de la oración en común (vv. 19-20). La afirmación de Jesús debió de ser, para sus discípulos, reveladora de su carácter divino, pues había una expresión contemporánea que decía que cuando dos hombres se reúnen para ocuparse de las palabras de la Ley, Dios mismo está en medio de ellos.
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
La corrección fraterna
Es consejo de nuestro Señor que no nos despreocupemos recíprocamente de nuestros pecados; no que busquemos qué reprender, sino que veamos lo que ha de corregirse. Dijo, en efecto, que solamente quien no tiene una viga en su ojo, lo tiene capacitado para quitar la paja del de su hermano. Qué sea esto lo voy a indicar brevemente a vuestra caridad. La paja en el ojo es la ira; la viga, el odio. Cuando reprende al airado quien siente odio, quiere quitar la paja del ojo de su hermano, pero se lo impide la viga que lleva en el suyo. La paja es el comienzo de la viga, pues cuando la viga se forma, al comienzo es como una paja. Regando la paja, la conviertes en viga; alimentando la ira con malas sospechas, la conduces al odio.
Grande es la diferencia entre el pecado del que se aíra y la crueldad del que odia. Aunque nos airamos hasta con nuestros hijos, ¿dónde se encuentra uno que los odie? Incluso entre las mismas bestias, a veces, la madre airada aleja con su cabeza al ternerillo que mama y le causa cierta molestia, pero lo envuelve en sus entrañas de madre. Parece que le causa fastidio cuando lo arroja; pero si le falta, lo busca. Ni es otra la forma como castigamos a nuestros hijos, es decir, airados e indignados; pero no los castigaríamos si no los amáramos. No todo el que se aíra odia; hasta tal punto es cierto, que a veces el no airarse aparece como prueba de que existe odio. Suponte que un niño quiere jugar en el agua de un río, en cuya corriente puede perecer; si tú lo ves y lo toleras pacientemente, lo odias; tu paciencia significa para él la muerte. ¡Cuánto mejor sería que te airases y lo corrigieses, que no el dejarlo perecer sin indignarte! Ante todo, pues, ha de evitarse el odio; ha de arrojarse la viga del ojo. Cosas muy distintas son el que uno, airado, se exceda en alguna palabra, que borra después con la penitencia, y el guardar encerradas en el corazón las insidias. Grande es, finalmente, la distancia entre las palabras de la Escritura: Mi ojo está turbado a causa de la ira. De lo otro, ¿qué se dijo? Quien odia a su hermano es un homicida. Grande es la diferencia entre el ojo turbado y el apagado. La paja turba; la viga apaga.
Persuadámonos, pues, en primer lugar de esto para que podamos realizar bien y cumplir lo que se nos ha aconsejado hoy: ante todo, no odiemos. Sólo entonces, cuando en tu ojo no hay viga alguna, ves con claridad cualquier cosa que exista en el ojo de tu hermano, y sufrirás violencia hasta que arrojes de él lo que ves que le daña. La luz que hay en ti no te permite descuidar la luz de tu hermano. Pues si odias y deseas corregir, ¿cómo corriges la luz tú que la perdiste? Dice también esto con claridad la misma Escritura allí donde escribe: Quien odia a su hermano es un homicida. Quien odia, dice, a su hermano, está en tinieblas hasta ahora. El odio son las tinieblas. No puede suceder que quien odia a otro no se dañe a sí mismo antes. Intenta dañarle a él exteriormente y se asola en su interior. Cuanto nuestra alma es superior a nuestro cuerpo, tanto más debemos procurar que no sufra daño. Daña a su alma quien odia a otro. ¿Y qué puede hacer al que odia? ¿Qué ha de hacerle? Le quita el dinero; ¿acaso también la fe? Lesiona su fama, ¿acaso también su conciencia? Cualquier daño es exterior. Considera ahora el daño que se hace a sí mismo. Quien odia a otro, en su interior es enemigo de sí mismo. Mas como no es consciente del mal que se hace, se ensaña contra otro, viviendo tanto más peligrosamente cuanto menos siente el mal que se hace, pues con su crueldad perdió incluso la sensibilidad. Te ensañaste contra tu enemigo; con tu crueldad él quedó desnudo, pero tú eres un malvado. Grande es la diferencia entre uno desnudo y un malvado. Aquel perdió el dinero, tú la inocencia. Examina quién sufrió mayor daño. El perdió una cosa perecedera, y tú te hiciste perecedero.
Por tanto, debemos reprender con amor; no con deseo de dañar, sino con afán de corregir. Si fuéramos así, cumpliríamos con exactitud lo que hoy se nos ha aconsejado: Si tu hermano pecare contra ti, corrígele a solas. ¿Por qué le corriges? ¿Porque te duele el que haya pecado contra ti? En ningún modo. Si lo haces por amor propio, nada haces. Si lo haces por amor hacia él, obras excelentemente. Considera en las mismas palabras por amor de quien debes hacerlo, si por el tuyo o por el de él. Si te escuchare, dijo, has ganado a tu hermano. Hazlo, pues, por él, para ganarlo a él. Si haciéndolo lo ganas, no haciéndolo se pierde. ¿Cuál es la razón por la que muchos hombres desprecian estos pecados y dicen: «Qué he hecho de grande; he pecado contra un hombre»? No los desprecies. Pecaste contra un hombre; ¿quieres saber que pecando contra un hombre pereciste? Si aquel contra quien pecaste te hubiese corregido a solas y lo hubieres escuchado, te habría ganado. ¿Qué quiere decir que te habría ganado, sino que hubieras perecido si no te hubiera ganado? Pues si no hubieses perecido, ¿cómo te hubiera ganado? Que nadie, pues, desprecie el pecado contra el hermano. Dice en cierto lugar el Apóstol: Así los que pecáis contra los hermanos y herís su débil conciencia pecáis contra Cristo, precisamente porque todos hemos sido hechos miembros de Cristo.
¿Cómo no vas a pecar contra Cristo si pecas contra un miembro de Cristo?
Nadie diga: «No pequé contra Dios, sino contra un hermano, contra un hombre; pecado leve o casi nulo». Quizá dices que es leve porque se cura rápidamente. Pecaste contra el hermano; repáralo y quedarás sano. Con rapidez cometiste la acción mortal y con rapidez también encontraste el remedio. ¿Quién de nosotros, hermanos míos, va a esperar el reino de los cielos, diciendo el Evangelio: Quien llamare a su hermano «Necio» será reo del fuego de la gehena? Pánico grande; pero advierte allí mismo el remedio: Si presentares tu ofrenda ante el altar y allí mismo te acordaras de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda ante el altar.
No se aíra Dios porque tardasen presentar tu ofrenda; Dios te quiere a ti más que a tu ofrenda. Pues si te presentares con la ofrenda ante tu Dios con malos sentimientos hacia tu hermano, te responderá: «Perdido tú, ¿qué me has ofrecido?» Presentas tu ofrenda y no eres tú mismo ofrenda para Dios. Cristo busca más a quien redimió con su sangre que lo que tú hallaste en tu hórreo. Por tanto, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete a reconciliarte antes con tu hermano, y cuando vengas presenta la ofrenda. Mira cuan pronto se desató aquel reato de la gehena. Antes de reconciliarte, eras reo de la gehena; una vez reconciliado, presentas confiado tu ofrenda ante el altar.
Los hombres tienen facilidad para propinar injurias y dificultad para buscar la concordia. «Pide perdón, dijo, al hombre que ofendiste, al hombre que heriste». Responde: «No me humillaré». Si desprecias a tu hermano, escucha al menos a tu Dios: Quien se humilla, será exaltado. ¿No quieres humillarte tú que caíste? Hay gran diferencia entre el que se humilla y el que yace. Yaces ya en el suelo, ¿y no quieres humillarte? Con razón dirías: «No bajes», si no hubieses querido ya derrumbarte.
Esto es, pues, lo que debe hacer quien cometió una injuria. ¿Qué debe hacer quien la sufrió? Lo que hemos escuchado hoy: Si tu hermano pecare contra ti, corrígele a solas. Si descuidas el hacerlo, peor eres tú. El hizo la injuria y con ella se hirió con grave herida; tú, ¿desprecias la herida de tu hermano? Le ves perecer o que ha perecido, ¿y lo descuidas? Peor peca contra nosotros, sintamos gran preocupación, mas no por nosotros, pues es algo digno de gloria el olvidar las injurias; pero olvida la injuria que te hizo, no la herida de tu hermano. Corrígele, pues, a solas, con la vista puesta en la corrección, respetando su vergüenza. Quizá a causa de ella comience a defender su pecado y al que querías hacer mejor lo haces peor. Corrígele, pues, a solas. Si te escuchare, has ganado a un hermano, pues hubiera perecido de no haberlo hecho. Si, en cambio, no te escuchare, es decir, si defendiera su pecado como algo justo, lleva contigo a dos o tres, porque en el testimonio de dos o tres testigos Se mantiene toda palabra. Si ni a ellos escuchare, dilo a la Iglesia; si ni a la Iglesia escuchare, sea para ti como un pagano y un publicano. No le cuentes ya en el número de tus hermanos. Más no por eso ha de descuidarse su salvación. Pues aunque no contamos entre los hermanos a los étnicos, es decir, a los gentiles y a los paganos, sin embargo, siempre buscamos su salvación. Esto lo escuchamos de boca del Señor, que así nos aconsejaba y con tanto esmero nos mandaba que, a continuación, añadió esto: En verdad os digo, todo lo que atéis en la tierra quedará atado también en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado también en el cielo. Comenzaste a considerar a tu hermano como a un publicano: le atas en la tierra; pero atento a atarle con justicia, pues los lazos injustos los rompe la justicia. Una vez que le hayas corregido y te hayas puesto de acuerdo con tu hermano, le desataste en la tierra. Una vez; que le hayas desatado en la tierra, quedará desatado también en el cielo. Mucho concedes no a ti, sino a él, porque mucho dañó, no a ti, sino a él.
Estando así las cosas, ¿qué significa lo que dice Salomón, según hemos escuchado hoy en la primera lectura: Quien dolosamente hace señales con los ojos, acumula tristeza para los hombres; quien, en cambio, censura abiertamente, engendra la paz? Si, pues, quien censura abiertamente engendra la paz, ¿cómo manda: Corrígele a solas? Hay que temer que los preceptos divinos se contradigan. Hemos de advertir, sin embargo, la suma concordia que existe allí y no pensar como cierta gente vana que en su error opina que los dos Testamentos de la Escritura, el Antiguo y el Nuevo, están en contradicción, de forma que juzguemos que son contrarios porque un testimonio está en el libro de Salomón y otro en el Evangelio. Por tanto, si algún ignorante y calumniador de las Sagradas Escrituras dijere: «He aquí que los dos Testamentos se oponen; dice el Señor:
Corrígele a solas; y Salomón: Quien censura abiertamente, engendra la paz...» Entonces, ¿no sabe el Señor lo que mandó? Salomón quiere golpear la frente del pecador; Cristo tiene consideración con el pudor de quien se avergüenza. Allí está escrito: Quien censura abiertamente, engendra paz; aquí, en cambio: Corrígele a solas, no en público, sino en secreto y ocultamente. Tú que tales cosas piensas, ¿quieres conocer que los dos Testamentos no se contradicen aunque en el libro de Salomón se encuentre aquello y en el Evangelio esto? Escucha al Apóstol. Ciertamente el Apóstol es ministro del Nuevo Testamento. Escucha, pues, al apóstol Pablo que manda y dice: Censura a los pecadores en presencia de todos para que los demás sientan también temor. No es ya el libro de Salomón, sino la carta del apóstol Pablo la que parece estar en lucha con el Evangelio. Sin hacerle injuria, dejemos un poco de lado a Salomón; escuchemos a Cristo el Señor y a su siervo Pablo. ¿Qué dices, Señor? Si un hermano tuyo pecare contra ti, corrígele a solas. ¿Qué dices, oh Apóstol? Censura a los pecadores en presencia de todos para que los demás sientan también temor. ¿Qué hacer? ¿Escuchamos esta controversia en calidad de jueces? En ningún modo; más aún, puestos bajo el juez, llamemos y pidamos que nos abra; huyamos bajo las alas del Señor Dios nuestro. No dijo nada contrario a su Apóstol, porque era él mismo quien hablaba en éste, según demuestran estas palabras: ¿O queréis tener una prueba de que Cristo habla en mí? Es Cristo quien habla en el Evangelio y en el Apóstol; Cristo dijo lo uno y lo otro; una cosa por su propia boca, la otra por la de su pregonero. En efecto, cuando un pregonero dice algo sobre un tribunal, no se escribe en las actas: «Dijo el pregonero», sino que se escribe que lo dijo aquel que mandó al pregonero decirlo.
Escuchemos, hermanos, estos dos preceptos en forma de comprenderlos y situarnos en plan de paz entre uno y otro. Pongámonos de acuerdo con nuestro corazón, y la Escritura santa no aparecerá discorde en ninguna de sus partes. Son totalmente ciertas; una y otra cosa son verdaderas, pero debemos discernir cuándo hemos de hacer una cosa y cuándo otra; a veces hay que corregir al hermano a solas, y otras veces hay que corregirlo en presencia de todos para que los demás sientan también temor. Si una vez hemos de hacer esto y otra aquello, tenemos la concordia de las Escrituras y, llevándolo a la práctica y obedeciendo a los preceptos, no erraremos. Pero me dirá alguien: «¿Cuándo he de comportarme de una manera y cuándo de otra, no sea que corrija a solas cuando tenga que corregir en público, o que corrija en público cuando deba corregir en secreto?»
Pronto verá vuestra caridad cuándo ha de hacer una cosa y cuándo otra; pero ¡ojalá no seamos perezosos en el obrar! Poned atención y ved: Si un hermano tuyo, dijo, pecara contra ti, corrígele a solas. ¿Porque pecó contra ti. ¿Qué significa «pecó contra ti»? Sólo tú sabes que pecó; puesto que fue en secreto cuando pecó, busca en secreto el momento de corregir ese pecado. Pues si sólo tú sabes que pecó contra ti y quieres censurarle en presencia de todos, no eres ya un corrector, sino un traidor. Advierte cómo un varón justo, sospechando en su mujer tan gran pecado, lleno de benignidad, la perdonó, antes de saber de quién había concebido, pues la había visto embarazada y sabía que no se había acercado a ella. Quedaba en pie cierta sospecha de adulterio, y, sin embargo, dado que sólo él lo había notado, que sólo él lo sabía, ¿qué dice de él el Evangelio? José, sin embargo, siendo varón justo y no queriendo delatarla. Su dolor de marido no buscó venganza; quiso ser provechoso a la pecadora, no castigarla. No queriendo, dijo, delatarla, quiso abandonarla ocultamente. Cuando estaba pensando estas cosas, se le apareció en sueños el ángel del Señor y le indicó de qué se trataba, que no había violado el lecho del marido, puesto que había concebido del Espíritu Santo al Señor de ambos. Pecó, pues, tu hermano contra ti; si sólo tú lo sabes, entonces pecó verdaderamente sólo contra ti. Si te hizo una injuria oyéndola muchos, también pecó contra ellos, a los que hizo testigos de su maldad. Digo, hermanos amadísimos, algo que podéis reconocer también vosotros en vosotros mismos. Cuando en mi presencia alguien hace una injuria a mi hermano, lejos de mí el considerar ajena a mi persona aquella injuria. Sin duda alguna me la hizo también a mí; más aún, es mayor la hecha a mí, a quien pensó que agradaba lo que hacía. Por tanto, se han de corregir en presencia de todos los pecados cometidos en presencia de todos. Han de corregirse más en secreto los que se cometen más en secreto. Diversificadlos momentos y concuerda la Escritura.
Obremos así; de ese modo se ha de obrar no sólo cuando se peca contra nosotros, sino también cuando peca cualquier hombre, en forma que su pecado sea desconocido a los demás. Debemos corregir y censurar en secreto, no sea que queriendo hacerlo en público delatemos al hombre. Nuestra intención es censurar y corregir; ¿y si el enemigo desea escuchar algo que le lleve al castigo? Suponeos que el obispo, y sólo él, sabe que alguien es un homicida. Yo quiero corregirlo públicamente, pero lo que tú buscas es ponerle en la lista de los acusados. Ni lo delato, ni me desentiendo de él en ningún modo; lo corrijo en secreto, le pongo ante los ojos el juicio de Dios; lo aterrorizo con la conciencia manchada de sangre; le persuado a que haga penitencia. De esta caridad hemos de estar imbuidos. Por lo cual, a veces nos echan en cara los hombres el que apenas corregimos; o juzgan que no sabemos lo que en realidad sabemos, o piensan que callamos lo que sabemos. Pero quizás lo que tú sabes lo sé yo también, aunque la corrección no la hago ante ti, porque quiero sanar, no acusar. Los hombres se convierten en adúlteros en sus casas, pecan en secreto; con frecuencia nos informan de ello sus esposas, casi siempre por celos, pero a veces buscando la salvación de sus maridos. Nosotros no los delatamos en público, pero los censuramos en secreto. El mal debe morir donde se cometió. No descuidamos, pues, aquella herida; como primera cosa mostramos al hombre enredado en tal pecado y cargado con una conciencia manchada, que aquella herida es mortal; cosa que, a veces, llevados de no sé qué perversidad, desprecian quienes lo cometen. E ignoro también a donde van a buscar testimonios vanos y sin autoridad, para decir: «Dios no se preocupa de los pecados de la carne». ¿Dónde queda lo que hemos escuchado hoy: Dios juzga a los fornicarios y adúlteros? Pon atención, por tanto, quien quiera que seas el que sufres tal enfermedad. Escucha lo que dice Dios, no lo que te dice tu alma alimentando tus pecados, o tu amigo atado como tú con la misma cadena de la maldad o, mejor, enemigo tuyo y suyo. Escucha, pues, lo que dice el Apóstol: Sea honrado el matrimonio en todos, e igualmente el lecho inmaculado, pues Dios juzga a los fornicarios y adúlteros.
Ea, pues, hermano; corrígete. ¿Temes caer en la lista de tu enemigo y no temes el juicio de Dios? ¿Dónde queda la fe? Teme mientras hay tiempo para temer. El día del juicio está ciertamente lejano, pero el día último de cada hombreen concreto no puede estar muy lejano, puesto que la vida es breve. Y como la misma brevedad es incierta, desconoces cuándo te ha de llegar tu último día. Corrígete hoy, pensando en el mañana. Sé ate de provecho, incluso para ahora, la corrección que recibes en secreto. Hablo en público, pero censuro en secreto. Llamo a los oídos de todos, pero llamo a juicio a las conciencias de algunos. Si dijera: «Tú, adúltero, corrígete», quizá comenzase hablando sin conocimiento de causa; quizá se tratase de una sospecha, de algo creído temerariamente. No digo: «Tú, adúltero, corrígete», sino: «Quienquiera que en este pueblo sea adúltero, corríjase». La corrección es pública, pero la enmienda secreta. Estoy seguro de que quien sienta temor se corregirá.
No diga en su corazón: «Dios no se preocupa de los pecados de la carne». ¿No sabéis, dice el Apóstol, que sois templos del Espíritu Santo y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? A quien violare su templo, Dios lo destruirá. Que nadie se lleve a engaño. Pero quizá diga alguien: «Templo de Dios es mi alma, no mi cuerpo, pues añadió también este testimonio: Toda carne es heno y todo el esplendor de la carne, como flor del heno».
¡Desdichada interpretación! ¡Pensamiento digno de castigo! Se compara a la carne con el heno por que muere; pero ¡cuídese de resucitar manchado con crímenes lo que muere en el tiempo! ¿Quieres ver explicada allí mismo esa sentencia? ¿No sabéis, dice el mismo Apóstol, que vuestros cuerpos son en vosotros templo del Espíritu Santo que recibís de Dios? Despreciabas el pecado corporal; ¿desprecias el pecado contra el templo? Tú mismo cuerpo es el templo del Espíritu Santo en ti. Mira ya qué has de hacer con el templo de Dios. Si eligieses cometer un adulterio en la iglesia, dentro de estas paredes, ¿quién habría más criminal que tú? Ahora bien, tú mismo eres templo de Dios. Cuando entras, cuando sales, cuando estás en tu casa, cuando te levantas, eres templo. Mira lo que haces; procura no ofender al que mora en él, no sea que te abandone y te conviertas en ruinas. ¿No sabéis, dijo, que vuestros cuerpos—y hablaba de la fornicación, para que no despreciasen los pecados corporales —son en vosotros templo del Espíritu Santo, que recibís de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados a gran precio. Si desprecias tu cuerpo, considera tu precio.
Yo sé, y conmigo lo sabe todo hombre que lo haya considerado con un poco más de atención, que, entre los que temen a Dios, sólo quien piensa que ha de vivir más todavía no se corrige bajo el peso de sus palabras. Eso es lo que mata a muchos; mientras dicen: «Mañana, mañana» su boca se cierra repentinamente. Permaneció fuera con voz de cuervo, porque no tuvo el gemido de la paloma. «Cras, cras» (mañana, mañana), es la voz del cuervo. Gime como una paloma y golpea tu pecho; herido con esos golpes, corrígete, para no dar la impresión de que no hieres tu conciencia, sino que con los puños pavimentas tu mala conciencia y la haces más sólida, nomás correcta. Gime, pero no con un vano gemido. Quizá te dices a ti mismo: «Dios me ha prometido el perdón para cuando me corrija; estoy tranquilo; leo en la divina Escritura: En el día en que se convierta de todas sus maldades y obre con justicia, yo olvidaré todas las maldades del malvado. Estoy tranquilo; cuando me corrija, Dios me perdonará todos mis males». ¿Qué puedo decir yo? ¿He de reclamar contra Dios? ¿Voy a decirle: «No le concedas el perdón»? ¿Podré decir que no se halla escrito eso, que Dios no prometió el perdón? Si esto dijera, diría una falsedad. Dices bien, dices la verdad; Dios prometió el perdón a tu corrección; no lo puedo negar. Pero dime, te lo suplico; estoy de acuerdo contigo, te lo concedo; reconozco que Dios te prometió el perdón, pero ¿quién te ha prometido el día de mañana? En el texto en que lees que has de recibir el perdón si te corriges, léeme cuánto tiempo has de vivir. «No lo leo», dices. Ignoras, por tanto, cuánto has de vivir. Corrígete y estate siempre preparado. No temas al último día como a un ladrón que, mientras tú duermes, abre un boquete en tu pared; al contrario, estate en vela y corrígete ya hoy. ¿Por qué lo difieres para mañana? Supón que la vida sea larga; sea buena, aunque larga. Nadie difiere una comida larga y buena, ¿y quieres tener tú una vida larga y mala? Ciertamente, si es larga, mejor que sea buena; si es breve, cosa buena ha sido el hacerla buena. Así pasa con los hombres; descuidan su vida y sólo a ella la quieren tener mala. Si compras una villa, la quieres buena; si quieres tomar esposa, la eliges buena; si quieres que te nazcan hijos, los deseas buenos; si tomas prestadas unas cáligas, no las quieres malas; ¡y amas una vida mala! ¿En qué te ha ofendido tu vida para que sólo a ella la quieras mala, de forma que entre todos tus bienes sólo tú seas malo?
Por tanto, hermanos míos, si quisiera corregir a alguno por separado, quizá me hiciese caso; a muchos de vosotros corrijo en público; todos me alaban; ¡que alguno me haga caso! No amo al que me alaba con la boca y me desprecia en el corazón. Si me alabas y no te corriges, te conviertes en testigo contra ti mismo. Si eres malo y te agrada lo que digo, desagrádate a ti mismo, porque, si siendo malo estás a disgusto contigo, una vez corregido te agradarás a ti mismo, cosa que dije, si no me engaño, anteayer. En todas mis palabras presento un espejo. Y no son mías, sino que hablo por mandato del Señor, por cuyo temor no callo. Pues ¿quién no elegiría callar y no dar cuenta de vosotros? Pero ya aceptamos la carga que ni podemos ni debemos sacudir de nuestros hombros. Escuchasteis, hermanos, cuando se leía la carta a los hebreos: Obedeced a vuestros superiores y estadles sometidos, porque ellos vigilan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta de vosotros, para que lo hagan con gozo y no con tristeza, pues no os conviene a vosotros. ¿Cuándo hacemos esto con gozo? Cuando vemos a los hombres progresar por el camino de la palabra de Dios. ¿Cuándo trabaja con alegría el labrador en su campo? Cuando mira al árbol y ve el fruto; cuando mira la cosecha y ve la abundancia de fruto en la era. No fue vano su trabajo, no dobló los riñones en vano, no fue inútil el que sus manos estén encalladas; no resultó inútil el frío y el calor soportado. Esto es lo que dice: Vara que lo hagan con gozo y no con tristeza, pues no os conviene a vosotros. ¿Dijo acaso: «No les conviene a ellos»? No, sino que dijo: No os conviene a vosotros. Pues a los superiores les conviene entristecerse a causa de vuestras maldades; la misma tristeza les resulta provechosa; pero no os conviene a vosotros. No queremos nada que nos convenga a nosotros si no os conviene también a vosotros. Por tanto, hermanos, hagamos el bien al mismo tiempo en el campo del Señor, para que disfrutemos juntos de la recompensa.
Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 82, 1-15, BAC Madrid 1983, 467-83
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FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2020
Ángelus 2014
Corregir al hermano es un servicio
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo, tomado del capítulo 18 de Mateo, presenta el tema de la corrección fraterna en la comunidad de los creyentes: es decir, cómo debo corregir a otro cristiano cuando hace algo que no está bien. Jesús nos enseña que, si mi hermano cristiano comete una falta en contra de mí, me ofende, yo debo tener caridad hacia él y, ante todo, hablarle personalmente, explicándole que lo que dijo o hizo no es bueno. ¿Y si el hermano no me escucha? Jesús sugiere una intervención progresiva: primero, vuelve a hablarle con otras dos o tres personas, para que sea mayormente consciente del error que cometió; si, con todo, no acoge la exhortación, hay que decirlo a la comunidad; y si no escucha ni siquiera a la comunidad, hay que hacerle notar la fractura y la separación que él mismo ha provocado, menoscabando la comunión con los hermanos en la fe.
Las etapas de este itinerario indican el esfuerzo que el Señor pide a su comunidad para acompañar a quien se equivoca, con el fin de que no se pierda. Es necesario, ante todo, evitar el clamor de la crónica y las habladurías de la comunidad —esto es lo primero, evitar esto—. «Repréndelo estando los dos a solas» (v. 15). La actitud es de delicadeza, prudencia, humildad y atención respecto a quien ha cometido una falta, evitando que las palabras puedan herir y matar al hermano. Porque, vosotros lo sabéis, también las palabras matan. Cuando hablo mal, cuando hago una crítica injusta, cuando «le saco el cuero» a un hermano con mi lengua, esto es matar la fama del otro. También las palabras matan. Pongamos atención en esto. Al mismo tiempo, esta discreción de hablarle estando solo tiene el fin de no mortificar inútilmente al pecador. Se habla entre dos, nadie se da cuenta de ello y todo se acaba. A la luz de esta exigencia es como se comprende también la serie sucesiva de intervenciones, que prevé la participación de algunos testigos y luego nada menos que de la comunidad. El objetivo es ayudar a la persona a darse cuenta de lo que ha hecho, y que con su culpa ofendió no sólo a uno, sino a todos. Pero también de ayudarnos a nosotros a liberarnos de la ira o del resentimiento, que sólo hacen daño: esa amargura del corazón que lleva a la ira y al resentimiento y que nos conducen a insultar y agredir. Es muy feo ver salir de la boca de un cristiano un insulto o una agresión. Es feo. ¿Entendido? ¡Nada de insultos! Insultar no es cristiano. ¿Entendido? Insultar no es cristiano.
En realidad, ante Dios todos somos pecadores y necesitados de perdón. Todos. Jesús, en efecto, nos dijo que no juzguemos. La corrección fraterna es un aspecto del amor y de la comunión que deben reinar en la comunidad cristiana, es un servicio mutuo que podemos y debemos prestarnos los unos a los otros. Corregir al hermano es un servicio, y es posible y eficaz sólo si cada uno se reconoce pecador y necesitado del perdón del Señor. La conciencia misma que me hace reconocer el error del otro, antes aún me recuerda que yo mismo me equivoqué y me equivoco muchas veces.
Por ello, al inicio de cada misa, somos invitados a reconocer ante el Señor que somos pecadores, expresando con las palabras y con los gestos el sincero arrepentimiento del corazón. Y decimos: «Ten piedad de mí, Señor. Soy pecador. Confieso, Dios omnipotente, mis pecados». Y no decimos: «Señor, ten piedad de este que está a mi lado, o de esta, que son pecadores». ¡No! «¡Ten piedad de mí!». Todos somos pecadores y necesitados del perdón del Señor. Es el Espíritu Santo quien habla a nuestro espíritu y nos hace reconocer nuestras culpas a la luz de la palabra de Jesús. Es Jesús mismo que nos invita a todos a su mesa, santos y pecadores, recogiéndonos de las encrucijadas de los caminos, de las diversas situaciones de la vida (cf. Mt 22, 9-10). Y entre las condiciones que unen a los participantes en la celebración eucarística, dos son fundamentales, dos condiciones para ir bien a misa: todos somos pecadores y a todos Dios da su misericordia. Son dos condiciones que abren de par en par la puerta para entrar bien en la misa. Debemos recordar siempre esto antes de ir al hermano para la corrección fraterna.
Pidamos esto por intercesión de la bienaventurada Virgen María, que mañana celebraremos en la conmemoración litúrgica de su Natividad.
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Ángelus 2020
Silencio y oración, no chismorreo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (cf. Mt 18, 15-20) está tomado del cuarto discurso de Jesús en el relato de Mateo, conocido como discurso “comunitario” o “eclesial”. El pasaje de hoy habla de la corrección fraterna, y nos invita a reflexionar sobre la doble dimensión de la existencia cristiana: aquélla comunitaria, que exige la protección de la comunión, es decir de la Iglesia, y aquélla personal, que requiere la atención y el respeto de cada conciencia individual.
Para corregir al hermano que se ha equivocado, Jesús sugiere una pedagogía de recuperación. Y siempre la pedagogía de Jesús es pedagogía de la recuperación; Él siempre busca recuperar, salvar. Y esta pedagogía de la recuperación está articulada en tres pasajes. Primero dice: «Ve y corrígele, a solas tú con él» (v. 15), es decir, no pongas su pecado delante de todos. Se trata de ir al hermano con discreción, no para juzgarlo, sino para ayudarlo a darse cuenta de lo que ha hecho. Cuántas veces hemos tenido esta experiencia: viene alguien y nos dice: “Oye, en esto te has equivocado. Deberías cambiar un poco en esto”. Tal vez al inicio nos da rabia, pero después se lo agradecemos porque es un gesto de fraternidad, de comunión, de ayuda, de recuperación.
Y no es fácil poner en práctica esta enseñanza de Jesús, por varias razones. Existe el temor de que el hermano o la hermana reaccionen mal; a veces no hay suficiente confianza con él o ella... Y otros motivos. Pero cada vez que hemos hecho esto, hemos sentido que era justo el camino del Señor.
Sin embargo, puede suceder que, a pesar de mis buenas intenciones, la primera intervención fracase. En este caso está bien no desistir y decir: “Que se las arregle, yo me lavo las manos”. No, esto no es cristiano. No hay que desistir, sino recurrir a la ayuda de algún otro hermano o hermana. Dice Jesús: «Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos» (v. 16). Este es un precepto de la Ley de Moisés (cf. Dt 19, 15). Aunque parezca contra el acusado, en realidad servía para protegerlo de falsos acusadores. Pero Jesús va más allá: los dos testigos son requeridos no para acusar y juzgar, sino para ayudar. “Pongámonos de acuerdo, tú y yo, vayamos a hablar con éste, con ésta que se está equivocando, que está quedando mal. Pero vayamos a hablarle como hermanos”. Este es el comportamiento de la recuperación que Jesús quiere de nosotros. De hecho, Jesús considera que también puede fracasar este enfoque —el segundo enfoque— con testigos, a diferencia de la Ley de Moisés, para la cual el testimonio de dos o tres era suficiente para la condena.
De hecho, incluso el amor de dos o tres hermanos puede ser insuficiente, porque él o ella son testarudos. En este caso, añade Jesús, «díselo a la comunidad» (v. 17), es decir, a la Iglesia. En algunas situaciones toda la comunidad está involucrada. Hay cosas que no pueden dejar indiferentes a los otros hermanos: se necesita un amor mayor para recuperar al hermano. Pero, a veces, incluso esto puede no ser suficiente. Y Jesús dice: «Y si ni a la comunidad hace caso, considéralo ya como al gentil y al publicano» (ibid.). Esta expresión, aparentemente tan despectiva, en realidad nos invita a poner a nuestro hermano de nuevo en las manos de Dios: sólo el Padre podrá mostrar un amor más grande que el de todos los hermanos juntos. Esta enseñanza de Jesús nos ayuda mucho, porque —pensemos en un ejemplo— cuando nosotros vemos un error, un defecto, una equivocación, en tal hermano o hermana, habitualmente la primera cosa que hacemos es ir a contárselo a los demás, a chismorrear. Y los chismes cierran el corazón de la comunidad, cierran la unidad de la Iglesia. El gran chismoso es el diablo, que siempre está diciendo cosas feas de los demás, porque él es el mentiroso que busca dividir a la Iglesia, de alejar a los hermanos y de no hacer comunidad. Por favor, hermanos y hermanas, hagamos un esfuerzo para no chismorrear. ¡El chismorreo es una peste más fea que el Covid! Hagamos un esfuerzo: nada de chismes. Es el amor de Jesús, que acogió a publicanos y paganos, escandalizando a las personas rígidas de la época. Por lo tanto, no se trata de una condena sin apelación, sino del reconocimiento de que a veces nuestros intentos humanos pueden fracasar, y que sólo estando ante Dios puede poner a nuestro hermano ante su propia conciencia y la responsabilidad de sus actos. Y si no funciona, silencio y oración por el hermano y la hermana que se equivocan, pero nunca el chismorreo.
Que la Virgen María nos ayude a hacer de la corrección fraterna un hábito saludable, para que en nuestras comunidades se puedan establecer siempre nuevas relaciones fraternas, basadas en el perdón mutuo y, sobre todo, en la fuerza invencible de la misericordia de Dios.
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BENEDICTO XVI - Ángelus 2011
Ejercitarnos en la corrección fraterna y en la oración
Queridos hermanos y hermanas:
Las lecturas bíblicas de la misa de este domingo convergen en el tema de la caridad fraterna en la comunidad de los creyentes, que tiene su manantial en la comunión de la Trinidad. El apóstol Pablo afirma que toda la Ley de Dios encuentra su plenitud en el amor, de modo que, en nuestras relaciones con los demás, los diez mandamientos y cualquier otro precepto se resumen en: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Cf. Romanos 13, 8-10). El texto del Evangelio, tomado del capítulo XVIII de Mateo, dedicado a la vida de la comunidad cristiana, nos dice que el amor fraterno comporta también un sentido de responsabilidad recíproca, por lo que, si mi hermano comete una culpa contra mí, yo debo ser caritativo con él y, ante todo, hablarle personalmente, haciéndole presente que lo que ha dicho o hecho no es bueno. Este modo de actuar se llama corrección fraterna: no es una reacción a la ofensa sufrida, sino que surge del amor por el hermano. Comenta dan Agustín: “Aquel que te ha ofendido, ofendiéndote, se ha inferido a sí mismo una grave herida, y tú ¿no te preocupas por la herida de un hermano tuyo? ... Tú debes olvidar la ofensa que has recibido, no la herida de tu hermano” (Sermones 82, 7).
¿Y si el hermano no me escucha? Jesús en el Evangelio de hoy indica unos pasos: primero hay que volver a hablarle con otras dos o tres personas, para ayudarle a darse cuenta de lo que ha hecho; si a pesar de esto rechaza aún la observación, es necesario decirlo a la comunidad; y si no escucha ni siquiera a la comunidad, hay que hacerle percibir la separación que él mismo ha provocado, separándose de la comunión de la Iglesia. Todo esto indica que hay una corresponsabilidad en el camino de la vida cristiana: cada uno, consciente de sus propios límites y defectos, está llamado a recibir la corrección fraterna y a ayudar a los demás con este servicio particular.
Otro fruto de la caridad en la comunidad es la oración concorde. Dice Jesús: “Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18,19-20). La oración personal ciertamente es importante, es más, indispensable, pero el Señor asegura su presencia a la comunidad que −aunque sea muy pequeña− está unida y unánime, porque refleja la realidad misma de Dios Uno y Trino, perfecta comunión de amor. Dice Orígenes que “debemos ejercitarnos en esta sinfonía” (Comentario al Evangelio de Mateo 14, 1), es decir en esta concordia en la comunidad cristiana. Debemos ejercitarnos tanto en la corrección fraterna, que requiere mucha humildad y sencillez de corazón, como en la oración, para que se eleve a Dios a partir de una comunidad verdaderamente unida en Cristo. Pidamos todo esto por intercesión de María santísima, Madre de la Iglesia, y de san Gregorio Magno, papa y doctor, a quien ayer recordamos en la liturgia.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
El Decálogo se resume en el mandamiento de amar
2055. Cuando le hacen la pregunta “¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (Mt 22,36), Jesús responde: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22,37-40; cf Dt 6,5; Lv 19,18). El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley:
En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud (Rm 13,9-10).
Reconciliación con la Iglesia
1443. Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios (cf Lc 15) y el retorno al seno del pueblo de Dios (cf Lc 19,9).
1444. Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,19). “Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza (cf Mt 18,18; 28,16-20), recibió la función de atar y desatar dada a Pedro (cf Mt 16,19)” LG 22).
1445. Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.
... como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden
2842. Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: “Sed perfectos ‘como’ es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48); “Sed misericordiosos, ‘como’ vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36); “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que ‘como’ yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, “perdonándonos mutuamente ‘como’ nos perdonó Dios en Cristo” (Ef 4, 32).
2843. Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor (cf Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (cf. Mt 18, 23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano”. Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.
2844. La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, DM 14).
2845. No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt 5, 23-24):
Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel (San Cipriano, Dom. orat. 23: PL 4, 535C-536A).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Si tu hermano comete una falta...
El tiempo de las vacaciones y de las migraciones en masa del verano ha terminado; se vuelve a comenzar a vivir según el ritmo y las costumbres habituales y espero que tras estas buenas costumbres esté también la de escuchar la palabra de Dios del Domingo. En el Evangelio leemos:
«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano”».
¡Finalmente, dirá alguno, el Evangelio nos habla de algo fácil y agradable! Hacer observaciones, criticar, echar en cara sus errores a alguien: ¿no es posiblemente ésta una de las cosas, que parecen más naturales y más agradables en la vida? Pero, la verdad es exactamente lo contrario. La genuina corrección fraterna, a diferencia de la maledicencia o difamación, es una de las cosas que exigen más libertad interior y mayor madurez; y, precisamente por eso, es una cosa bastante rara en el mundo.
La convivencia humana está entretejida de contrastes, conflictos y errores recíprocos, debidos al hecho de que somos distintos por temperamento, por nuestros puntos de vista y por nuestros gustos. «Nosotros, hombres, decía san Agustín, somos como vasos de terracota, que apenas chocan entre sí se estropean». El Evangelio tiene asimismo algo que decirnos sobre este aspecto tan común y cotidiano en la vida. Busquemos por ello recoger su lección.
Jesús presenta el caso de uno que había cometido algo, que es desacertado verdaderamente y en sí mismo: «Si tu hermano peca...». No restringe el campo sólo a una culpa cometida en relación con nosotros. En efecto, en este último caso, es prácticamente imposible distinguir si a la hora de movernos es el celo por la verdad o si, por el contrario, no es nuestro amor propio herido. En este caso sería más autodefensa que corrección fraterna.
¿Por qué Jesús dice: «repréndelo a solas entre los dos»? Ante todo, por respeto al buen nombre del hermano y a su dignidad. Lo peor sería querer corregir a un marido en presencia de la mujer o a una mujer en presencia del marido; a un padre delante de los hijos; a un maestro delante de los alumnos o a un superior delante de los súbditos. Esto es, ante la presencia de las personas para cuyo respeto y estima uno tiene más obligación. La cosa se transforma inmediatamente en un asunto público. Será bien difícil que dicha persona acepte de buen grado la corrección. Va con ello su dignidad.
Dice, además, «entre los dos» también para dar posibilidad a la otra persona de poderse defender y explicar con toda libertad propiamente lo realizado. Muchas veces, en efecto, lo que a un observador externo le parece una culpa, en la intención de quien la ha cometido no lo es. Una franca explicación disipa muchos malentendidos. Pero, esto ya no es posible cuando el asunto ha sido llevado a conocimiento de muchos.
¿Cuál es, según el Evangelio, el motivo último por el que es necesario practicar la corrección fraterna? Ciertamente, no por el prurito de mostrar a los demás sus errores para hacer resaltar nuestra superioridad. Ni siquiera para descargar la conciencia y poder decir después: «¡Yo te lo había dicho. ¡Ya te había advertido! Peor para ti si no me has escuchado». No; la finalidad es para «ganarse a un hermano», esto es, el genuino bien del otro. Para que pueda perfeccionarse y no ir al encuentro de desagradables consecuencias; para que no comprometa su camino espiritual y su salvación eterna.
La corrección recíproca, si es hecha con el espíritu del Evangelio, es una de las prerrogativas más bellas de la vida de pareja. Poderse decir con toda libertad lo que ningún extraño osaría hacernos notar: esto es un don precioso y un factor de crecimiento en la unidad. ¡Se lee de algunos grandes hombres, que hasta pagaban a alguien para que estuviese siempre junto a ellos y les hiciese observar cada mínimo error suyo!
Cuando por cualquier motivo no es posible corregir fraternalmente de cara a cara, según el Evangelio hay algo que se necesita evitar hacer absolutamente a la persona que ha errado por parte de quien corrige y es el divulgar sin necesidad la falta del hermano; hablar mal de él y hasta calumniarlo, dando por probado lo que no lo es o exagerando el error. «No habléis mal unos de otros», dice la Escritura (Santiago 4,11). Esto vale también para quien recibe una confidencia perversa o mala. En la Biblia encontramos unas hermosas máximas a propósito de la murmuración:
«La prudencia te protegerá, para apartarte del mal camino, del hombre que habla con engaños... Muerte y vida están en poder de la lengua, el que la ama comerá su fruto... El que anda murmurando descubre secretos; no te juntes con gente chismosa... El que guarda su boca y su lengua, evita el peligro» (Proverbios 2,12; 18, 21; 20,19; 21,23).
¡El mal, las noticias malas y escandalosas gozan hoy de muchos canales de difusión (periódicos, teléfono, televisión) a los que no es necesario añadirles otros! Hemos de proponernos llegar a ser el término para el mal; esto es, términos en donde la calumnia, las habladurías, las malignidades y cualquier otra cosa negativa terminan, están como tragadas y se hunden en el olvido. Cada vez que esto acontece es una victoria del bien sobre el mal. El mundo resulta así un poco más limpio.
Una vez, una mujer fue a confesarse con san Felipe Neri, acusándose de haber hablado mal de algunas personas. El santo la absolvió; pero, le impuso una extraña penitencia. Le dijo que debía ir a casa, coger una gallina y volver donde él estaba desplumándola bien a lo largo del camino. Cuando estuvo de nuevo ante él, le dijo: «Ahora vuelve de nuevo a casa y recoge una a una todas las plumas, que has dejado caer viniendo hasta aquí». La mujer le hizo observar, que esto era imposible: el viento ciertamente las había dispersado ya, por todas partes en el entretiempo. Pero, san Felipe la esperaba aquí. «¿Ves −le dijo− cómo es imposible recoger las plumas, una vez que han sido esparcidas por el viento?; así también es imposible retirar las murmuraciones y las calumnias una vez que han salido de la boca».
Volviendo al tema de la corrección fraterna, debemos decir que no siempre depende de nosotros el buen éxito a la hora de hacer una corrección (no obstante nuestras mejores disposiciones, el otro puede no aceptarla y ponerse engreído); en compensación depende siempre y exclusivamente de nosotros el buen éxito en recibir una corrección. En efecto, la persona, que «ha cometido una falta», perfectísimamente podría ser yo y quien «corrige» ser el otro: el marido, la mujer, el amigo, el hermano o el padre superior.
En suma, no existe sólo la corrección activa sino también la pasiva; no sólo el deber de corregir sino también el deber de dejarse corregir. Y es aquí, por el contrario, donde se ve si uno está suficientemente maduro para corregir a los demás. Quien quiera corregir a alguien debe igualmente a su vez estar dispuesto a dejarse corregir. Cuando veis a una persona, que recibe una observación, o la oís responder con sencillez: «Tienes razón, ¡gracias por habérmelo hecho notar!», quitaos el sombrero: estáis ante un verdadero hombre o una verdadera mujer.
La enseñanza de Cristo sobre la corrección fraterna debiera siempre ser leída de forma unitaria con lo que él nos dice en otra ocasión:
«¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo”, si no ves la viga que hay en el tuyo?» (Lucas 5, 41-42).
Lo que Jesús nos ha enseñado acerca de la corrección puede ser también muy útil en la educación de los hijos. Dediquemos un poco de atención a este tema. No hay nada más educativo para un padre o una madre que esperar encontrarse con el hijo a cuatro ojos, esto es, cara a cara, y allí, con calma (¡ojo en hacerla mientras se está aún irritado!) hablarle, si se tiene alguna cosa que hacerle observar sobre su conducta.
La corrección es uno de los deberes fundamentales del padre; es verdadero banco de prueba de su capacidad educativa. «¿Qué hijo haya quien su padre no corrige?», dice la Escritura (Hebreos 12, 7). Dios nos corrige precisamente porque nos trata como a hijos. Y, no obstante: «Quien no usa la vara no quiere a su hijo; quien lo ama se apresura a corregirlo» (Proverbios 13,24). «Endereza la planta mientras sea tierna, si no quieres que crezca irremediablemente torcida». Quizás, hoy este consejo ya no se puede tomar más a la letra (al menos, en lo que se dice respecto a la vara); permanece, sin embargo, que la renuncia total a toda forma de corrección es uno de los peores servicios, que se les pueden hacer a los hijos.
Sólo es necesario evitar que la misma corrección se transforme en un acto de acusación o en una crítica. Al corregir es necesario, más bien, circunscribir la reprobación al error cometido y no generalizarla reprobando en bloque a toda la persona y a su conducta. Al contrario, aprovechar la corrección para antes poder evidenciar todo lo bueno, que se reconoce en el muchacho, y cómo nosotros esperamos mucho de él. De manera que la corrección aparezca más como un animar que como un descalificar.
No es fácil, en cada uno de los casos, entender si es mejor corregir o dejar correr, o dejar hablar o callar. Por esto, es importante el tener en cuenta la regla de oro, válida para todos los casos, que el Apóstol nos da en la segunda lectura:
«A nadie le debáis nada, más que amor... Uno que ama a su prójimo no le hace daño».
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Con caridad y recta intención
Corregir al que se equivoca es una obra de misericordia. El Señor a los que ama los corrige. Él nos pide que hagamos lo mismo, y en el Evangelio nos enseña cómo hacerlo. Él mismo corrige a los hombres exponiendo los pecados de cada uno y de toda la humanidad en cada herida de su cuerpo flagelado y crucificado, lavándolos y purificándolos con su preciosa sangre, derramada para el perdón de los pecados.
Practica tú la corrección fraterna con tus hermanos, pero hazlo con caridad y con la recta intención de ayudarlos a que vuelvan al buen camino y vivan en la verdad.
Perdona sus errores y procura que se enmienden; pero si no escuchan ni a la comunidad, aléjate, no sea que te dejes engañar o seas cómplice del que hace el mal. Pero no juzgues. Ten paciencia, ora por ellos junto con la comunidad, para que se conviertan.
Y tú ten la humildad de aceptar tus errores cuando seas corregido por tus hermanos o por toda la comunidad.
Acércate al sacramento de la reconciliación, arrepiéntete, confiesa tu pecado, pide perdón, haz un firme propósito de enmienda, recibe la absolución, cumple con la penitencia, vete en paz y no vuelvas a pecar.
Contempla a tu Señor crucificado, date cuenta de cuántas heridas tú le has causado, y agradécele, porque tanto te ha amado que te ha corregido, te ha perdonado, te ha salvado y te ha dado la heredad de su paraíso, a pesar de la gravedad de tu pecado.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
...porque no saben lo que hacen
Las palabras de Jesús, del Evangelio según san Mateo, que presenta hoy la Iglesia a nuestra consideración, nos remiten a esa realidad tan básica, de modo especial para el cristiano, de la efectiva relación entre el hombre y Dios. Creer, tener fe, supone, además de la aceptación de otras verdades en particular, la aceptación convencida de que Dios está ahí. Y no como un ser supremo y creador omnipotente, tan sólo. Dios está ahí presenciando la vida humana –supremo y omnipotente, sí– como juez del comportamiento libre de su criatura. En la decisión divina de crearnos, a imagen y semejanza suya, se incluye su voluntad de que lo reconozcamos como Señor al vivir. La conducta humana, pues, es siempre y ante todo una respuesta personal a Dios.
La vida del hombre debe ser, ante todo –lo es, de hecho–, itinerario hacia Dios. Es una oportunidad, materializada de modo efectivo en cada instante de la existencia, de lograr esa configuración, imagen perfecta de Dios a la medida de cada sujeto, que la infinita sabiduría ha ideado desde el principio. A cada paso de nuestra vida tenemos la oportunidad de divinizarnos más. Y, junto a cada uno, el resto de nuestros congéneres, que únicamente lograrán su plenitud personal, como nosotros, si intentan agradar a Dios en cada momento y circunstancia de la vida. Meditemos, pues, en esta impresionante realidad: Dios nos quiere a todos santos.
Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano, declara el Señor. Pues, lo que realmente tienen de malo las ofensas que recibimos no es tanto que nos puedan agraviar –en definitiva, algo nuestro–, cuanto la ofensa cometida contra Dios, que esperaba de aquél que nos ofende otra conducta más de acuerdo con su voluntad: siempre es el amor entre nosotros. No olvidemos que Jesús, Señor Nuestro, se hizo hombre y convivió con los hombres para indicarnos el camino de la Salvación. Todo lo que hace o dice Jesús tiene sentido Salvador: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, afirmó, y nos dejó así claro que en Él, sus palabras, sus gestos, su intención y todo el cuerpo y la sangre de su humanidad Santísima, están empeñados en el mayor bien que es posible para los hombres: la intimidad eterna de cada uno con la Trinidad Beatísima.
Parte, y parte importante, del querer de Dios para con los hombres, es que nos ocupemos de la santidad de los demás. Esa inquietud, que no quita la paz, aunque llegue a consumir el alma y reclame muchas energías, sobre todo, del corazón, no puede ser sólo tarea de unos pocos, por alguna razón especialmente dedicados. Todos tenemos familia, otros parientes, amigos, compañeros y conocidos, con los que coincidimos, con ocasión de las más diversas actividades. Cada uno es el “hermano” pecador –si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele...–, pues todos tenemos defectos. Defectos que, de ordinario, al menos en cierta medida saltan a la vista. No nos quedemos, ya que deseamos una vida según Dios, en la queja, ni en la crítica, ni tampoco en soportar resignadamente los defectos del prójimo, cuando es posible ayudarle a salir de su hábito de pecado, o al menos a que reconozca sinceramente su error y a que quiera no reincidir en él.
La Caridad cristiana debe impulsarnos a pensar primero en los demás. En ese sentido los propios problemas son secundarios. No es en absoluto fácil, sin embargo, pensar en lo bueno para el otro, precisamente cuando el otro es el culpable de la situación que padecemos, cuando es él el que fastidia y cuando si no fuera por él estaríamos de maravilla, y si además el sufrimiento que padecemos no parece importarle. Entonces, la tendencia espontánea es un deseo imperioso de que desaparezca el causante del mal; y eso, en el mejor de los casos. No se suele venir ni a la mente ni al corazón una preocupación positiva por el injusto agresor.
Jesucristo en la Cruz, padeciendo injustamente y de modo indecible, deja para siempre un ejemplo supremo de caridad: Padre, personales porque no saben lo que hacen, es su oración mientras le crucifican. Que, aunque nos cueste, deseemos perdonar. Aunque nos parezca casi antinatural en algunas ocasiones desear el bien a quienes nos ofenden. No puede ser un criterio que pase de moda ese perdón de Cristo, si queremos ser cristianos. Recordemos cómo Jesús abolió para siempre el “ojo por ojo y diente por diente”: Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello; y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá.
Madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra. Así aclamamos a nuestra Madre del Cielo, y le pedimos nos conceda ser también misericordiosos, viendo siempre en los otros almas para el Cielo. Y en nuestra conducta de cada día un andar ilusionado con los demás hacia la casa de nuestro Padre.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Si tu hermano peca...: corrección y caridad
Quisiera comenzar la reflexión sobre la palabra de Dios de hoy a partir de la frase con que concluye el pasaje evangélico: También les aseguro que, si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy presente en medio de ellos.
Nosotros estamos aquí reunidos en su nombre, por lo tanto, él está aquí entre nosotros. Lo decimos temblando, porque es un enorme acto de fe que nos comprometemos a realizar. Sabemos que dentro de poco estará entre nosotros, mediante la consagración eucarística que hará del pan su cuerpo. Pero no es de esa presencia de la que se trata ahora, sino de otra que tiene lugar ahora mismo, por el hecho de que nosotros estamos reunidos en su nombre, para hablar de él y a nombre suyo al Padre. En cada uno de nosotros Jesús se le hace presente al otro. Ésta también es una presencia real que debemos aprender a reconocer Y a transferir en la vida cotidiana: cada vez que nos encontramos, incluso de a dos o de a tres, a rezar juntos y a hablar de Jesús, él ya está en medio de nosotros.
Si “el Maestro es quien nos habla”, escuchemos con profunda atención sus palabras. Hoy nos habla de la corrección, es decir, de cómo hacer para “ganar un hermano”.
La corrección, cuando es evangélica, resulta tal vez la manifestación más genuina del amor fraterno. Excluye todo deseo de venganza o de ostentación personal Y, por el contrario, su impulso es únicamente el deseo del bien de los otros. Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Estas primeras palabras se refieren con claridad al ámbito privado, a la corrección como debe darse en las relaciones intrapersonales. Por eso, la regla del Señor vale también en la vida familiar, entre amigos, en el ambiente donde se desarrolla nuestra vida cotidiana. Si tu hermano peca: puede significar: si tu marido se equivoca, si tu hijo, si tu cuñado, si tu empleador, se equivocan. Se diría que nos encontramos finalmente frente a un mandato fácil y placentero del Evangelio. ¿Qué cosa es más natural que reprender las culpas ajenas? Sin embargo, está entre las cosas más difíciles, y esto explica por qué es tan poco frecuente la verdadera corrección fraterna en las relaciones humanas. Jesús no alienta en realidad la caza de los errores de los demás, la maledicencia, o aquella propensión tan frecuente a revelar en público los defectos de los otros, tal vez fingiendo no es hipócritamente entristecidos por el daño que así le hacen a la virtud.
Más bien, ve y corrígelo en privado: es decir, ármate de coraje, preséntate a él, tus ojos en sus ojos, y dile abiertamente lo que te parece merecedor de reprobación para que no lo haga más o lo remedie. Al actuar de esa manera, corres el riesgo de contrariarlo, de ver quizás negada tu acusación, o de que te diga a su vez lo que él piensa de ti. No importa: si te escucha, has ganado a tu hermano. Si le hubieras dicho a tus hijos las culpas de la madre, o a la madre la culpa de los hijos, o si hubieras seguido agitando dentro de ti el reproche, sin tener coraje para expresarlo, no habrías ganado a un hermano, sino que habrías terminado por perderlo o endurecerlo. La corrección franca, respetuosa, sugerida por el Evangelio, Si es practicada constantemente por los cónyuges, podría interrumpir desde su nacimiento aquellas peligrosas cadenas de resentimientos, de frialdades y de revanchas que tan a menudo terminan por convertirse en muros divisorios y por volver áridas las mejores uniones. Podría transformarse en una forma de mantener vivo el diálogo y de regenerarlo, como así también la fe y el amor recíproco. En efecto, nos da confianza y fuerza ser considerados capaces de aceptar una observación; nos volvemos mejores y más maduros a la vez, sea quien la hace, sea quien la acepta. Se cumple lo que dice la Biblia: Un hermano ofendido es más irreductible que una ciudadela, y los litigios son como cerrojo de ciudadela (Prov. 18. 19). A menudo, después de una experiencia de ese tipo, las relaciones entre dos personas se vuelven tersas como un cielo después de la lluvia y entre ellas se sienten infinitamente más amigas que nunca.
Esto, decía, en el ámbito privado. Pero el Evangelio prosigue, presentando otro caso más comprometido: aquel en que la investidura de la corrección la tiene la asamblea, es decir, toda la comunidad local o universal. Aquí la corrección asume una dimensión pública, La Iglesia, en cuanto tal, está investida por Cristo con el poder de corregir al individuo, hasta la separación de los rebeldes de su seno: Considéralo como pagano.
Luego, este caso se amplía hasta desembocar en aquella declaración de gran importancia dirigida a los apóstoles: Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo. Jesús había dicho que, al venir, el Espíritu probará al mundo dónde está el pecado (Jn. 16, 8); aquí parece que la misma función le sea atribuida a la Iglesia. Es mediante la Iglesia, en cuanto proclama la palabra de Dios, que el Espíritu convencerá al mundo del pecado, y es mediante la Iglesia que desatará o atará (cfr. Juan, 20, 23). Por eso, es a la Iglesia que se aplica hoy la palabra de Dios dicha al profeta, que hemos escuchado en la primera lectura: También a ti, hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de Israel: cuando oigas una palabra de mi boca, tú les advertirás de mi parte.
¡Centinela del mundo! Es una tarea casi sobrehumana. Pero si el centinela ve venir la espada y no toca la trompeta, de manera que el pueblo no es advertido, y cuando llega la espada mata a uno de ellos, éste perecerá por su culpa, pero al centinela le pediré cuenta de su sangre (Ez. 33. 6). Por eso, la Iglesia no puede callar, aun cuando muchos lo deseen. La denuncia del desorden, de los pecados −tanto en la vida social como en la personal−, forma parte de sus tareas constitutivas y ninguna intimidación puede o debe impedírselo un centinela mudo no les serviría ni a Dios ni a los hombres.
La verdadera dificultad es más bien otra. ¿Cómo hacer para saber cuándo la Iglesia es de veras centinela de Dios −es decir, traduce su voluntad y su juicio sobre el mundo− y cuándo, al contrario, tal vez sin darse cuenta, es centinela sólo de sí misma, es decir, del pasado o del orden constituido? Por lo general, se dice: cuando se pronuncia sobre la fe y las costumbres, no cuando lo hace sobre cosas contingentes como las de la política. Esto es verdad, pero no siempre nos ayuda a decidir en los casos concretos, porque también la política puede configurarse a veces como elección moral. Queda que cada cristiano se esfuerce por ser él mismo centinela, es decir, oyente de la palabra de Dios, para que el testimonio interior del Espíritu lo ayude a discernir ante el testimonio de la autoridad (cfr. Hech. 5, 32) y, si ésta se lo solicita, ser dócil y obediente hasta la impopularidad o también, si resulta necesario, afrontar con coraje la contradicción con la autoridad.
En la segunda lectura, san Pablo quizás nos haya indicado el único camino posible para superar todo eventual conflicto entre obediencia y resistencia: Que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo: el que ama al prójimo ya cumplió toda la Ley. Esto vale también en la corrección privada entre hermano y hermano San Agustín aplicó justamente a la corrección fraterna las palabras de san Pablo sobre la caridad: “Ama −escribió− y haz lo que quieras. Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Que esté en ti la raíz del amor, ya que de esa raíz no puede proceder sino el bien” (Tract. in Joh. 7, 8).
Por eso, roguemos al Señor, quien dijo que estaría presente entre nosotros, que nos enseñe esta difícil forma de amor que sabe corregir sin desalentar y luchar sin ofender.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano”. Una indicación del Señor que tiene la hondura de las cosas sencillas y el aroma de la caridad. Lo que separa en la Iglesia al hermano del extraño o del enemigo radica justamente en este: “repréndelo a solas”. Mientras los que no aman a la Iglesia airean las debilidades y errores de los que pertenecemos a Ella hablando o escribiendo lo que no deben, como no deben y donde no deben, Jesús pide que, a solas, como a un hermano o a un amigo a quien se quiere bien pero anda equivocado, se le alerte delicadamente del mal que puede ocasionarse y ocasionar a la Iglesia.
“A solas”. Es toda una invitación a la delicadeza, al tacto más exquisito, a la amistad verdadera, y que trae a la memoria, además, todo un arsenal de virtudes: la caridad que es la que mueve a la corrección soltando o frenando la lengua según los casos; la prudencia que busca el momento y la palabra oportuna, la que no hiere; la humildad que elige el tono justo propio de quien no ignora que también nosotros debemos ser corregidos; la fortaleza y la veracidad que delatan al hombre recio y entero, al cristiano auténtico. A solas. Los padres deben evitar reñir delante de los hijos. Y otro tanto deben hacer los superiores, los educadores..., todos. A solas, en un diálogo sincero y respetuoso.
La Sagrada Escritura nos enseña que antaño Dios se servía de los profetas, gente llena de fortaleza y de caridad, para advertir a los hombres, incluso a reyes y príncipes, cuando equivocaban el camino. “¿Quién más inteligente que David?, escribe S. Juan Crisóstomo; y sin embargo, no se dio cuenta de que había pecado gravemente... Necesitó la luz del profeta y que sus palabras le hicieran caer en la cuenta de su falta. El Señor quiere que haya quienes vayan al pecador y le hablen de lo que ha hecho” (In Mt. hom. 60).
El amor sincero a quienes pertenecen a la Iglesia, debe superar con fortaleza cristiana un falso temor a contristar o a que la corrección no sea bien recibida; que se produzca un distanciamiento, se pierda una amistad o el crearse enemigos; la conciencia de que también nosotros incurrimos con frecuencia en la misma falta o no poseemos la ciencia y la experiencia de quien debe ser advertido. Justamente porque está movida por el amor y hecha con la delicadeza del que se sabe también pecador, todos, pero especialmente los padres, los maestros y educadores, quienes tienen una responsabilidad sobre los demás, deben procurar mirar más el bien de la Iglesia y de los demás que el temor a contristar.
“Si te hace caso...” Debemos aceptar con agradecimiento la corrección fraterna que, sin duda, es siempre más costosa para quien la hace que para quien la recibe. “Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando Él te reprenda; porque el Señor corrige al que ama... ¿qué hijo hay a quien su padre no corrija? Si se os privase de la corrección, que todos han recibido, seríais bastardos y no hijos... Toda corrección no parece de momento agradable sino penosa, pero luego produce fruto apacible de justicia en los que en ella se ejercitan” (Heb 12, 4-12).
La gran lección de la Liturgia de hoy es que la conversión continua, debida a la ayuda a quien equivoca el camino, es posible cuando existe un amor sincero, humilde y fuerte para aceptar la corrección o para practicarla. Quien corrige o es corregido, si es sencillo y fuerte, se sabe querido, ayudado y no criticado, y “donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”, nos dice hoy el Señor.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«El sacramento del perdón en la Iglesia»
I. LA PALABRA DE DIOS
Ez 33,7-9: «Si no hablas al malvado, te pediré cuenta de su sangre»
Sal 94,1s.6s.8s.: “Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis vuestro corazón»“
Rm 13,8-10: «La plenitud de la ley es el amor»
Mt 18,15-20: «Si te hace caso has salvado a tu hermano»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
Las primeras Lecturas y los Evangelios de este Domingo y del siguiente giran en torno al perdón del pecado en la Iglesia.
En este Domingo nos centramos en los versículos del Evangelio más destacados a lo largo de la historia: «... todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo».
Desde los comienzos, la Iglesia ha entendido en esa expresión lapidaria el poder que Cristo le ha concedido de perdonar el pecado. El Cristo perdonador del Evangelio se hace presente y sensible en el sacramento de la Penitencia y del perdón, para curar el corazón – por la penitencia– y hacerlo nuevo – por su perdón creador– (cf Sal 50,12).
III. SITUACIÓN HUMANA
Aun cuando el hombre quiera desentenderse de Dios, el pecado pesa en su interior. Hay que sacarlo para sentirse liberado.
La situación de quien no «siente» el pecado es semejante a la del enfermo que ignora el cáncer que tiene dentro de sí.
El drama del hombre de hoy, compartido por no pocos cristianos, no es tanto no necesitar el perdón cuanto el no ser conscientes de su pecado.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– El perdón del pecado se obtiene por el “... Sacramento de la Penitencia... [que] consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador... Sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente «el perdón y la paz»” (OP, fórmula de la absolución) (1423. 1424).
– La riqueza teológica de este sacramento se expresa en sus distintas denominaciones: 1423-1424.
La respuesta
– La conversión del corazón, obra de Dios en nosotros y de nosotros con Dios: «El corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a él nuestros corazones: conviértenos, Señor, y nos convertiremos...» « Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo... El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron...» (1432).
– Para ahondar en la conversión: 1425-1429.
– La conversión es el comienzo de la nueva creación.
El testimonio cristiano
– La «... reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación (RP 31)» (1469).
La meditación del Evangelio por la Iglesia a lo largo de los siglos nos recuerda el gran sacramento de la Penitencia y del perdón en Mt 18, 18. Como todo sacramento, es gracia, gracia de conversión, y sintonía del bautizado con ese don de Dios.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Rezar en familia.
– La oración en familia es muy grata al Señor.
I. Jesús manifiesta con frecuencia que la salvación y la unión con Dios es, en último extremo, asunto personal: nadie puede sustituirnos en el trato con Dios. Pero Él también ha querido que nos apoyemos unos en otros y nos ayudemos en el caminar hacia la meta definitiva. Esta unión, tan grata al Señor, se ha de poner especialmente de manifiesto entre aquellos que tienen los mismos vínculos de espíritu o de la sangre. Esta unidad, que exige poner en juego tantas virtudes, es tan deseada por el Señor, que ha prometido, como un don especial, concedernos más fácilmente aquello que le pidamos en común. Así lo leemos en el Evangelio de la Misa: Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los Cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos. La Iglesia ha vivido desde siempre la práctica de la oración en común, que no se opone ni sustituye a la oración personal privada por la que el cristiano se une íntimamente a Cristo. Muy grata al Señor es, de modo particular, la oración que la familia reza en común; es uno de los tesoros que hemos recibido de otras generaciones para sacar abundante fruto y transmitirlo a las siguientes. Hay prácticas de piedad –pocas, breves y habituales– que se han vivido siempre en las familias cristianas, y entiendo que son maravillosas: la bendición de la mesa, el rezo del Rosario todos juntos (...), las oraciones personales al levantarse y al acostarse. Se tratará de costumbres diversas, según los lugares; pero pienso que siempre se debe fomentar algún acto de piedad, que los miembros de la familia hagan juntos, de forma sencilla y natural, sin beaterías.
De esa manera, lograremos que Dios no sea considerado un extraño, a quien se va a ver una vez a la semana, el domingo, a la iglesia; que Dios sea visto y tratado como es en realidad: también en medio del hogar, porque, como ha dicho el Señor, donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20).
“Esta plegaria –enseña el Papa Juan Pablo II, comentando este pasaje del Evangelio– tiene como contenido “la misma vida de familia” (...): alegrías y dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversarios de la boda de los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y decisivas, muertes de personas queridas, etc., señalan la intervención del amor de Dios en la historia de la familia, como deben también señalar el momento favorable de acción de gracias, de petición, de abandono confiado de la familia al Padre común que está en los cielos. Además, la dignidad y responsabilidad de la familia cristiana en cuanto Iglesia doméstica solamente pueden ser vividas con la ayuda incesante de Dios, que será concedida sin falta a cuantos la pidan con humildad y confianza en la oración”.
La plegaria en común comunica una particular fortaleza a la familia entera. La primera y principal ayuda que prestamos a los padres, a los hijos, a los hermanos, consiste en rezar con ellos y por ellos. La oración fomenta el sentido sobrenatural, que permite comprender lo que ocurre a nuestro alrededor y en el seno de la familia, y nos enseña a ver que nada es ajeno a los planes de Dios: en toda ocasión se nos muestra como un Padre que nos dice que la familia es más suya que nuestra. También en aquellos sucesos que sin estar cerca de Él serían incomprensibles: la muerte de una persona querida, el nacimiento de un hermano minusválido, la enfermedad, la estrechez económica... Junto al Señor, amamos su santa voluntad, y las familias, lejos de separarse, se unen más fuertemente entre sí y con Dios.
– Algunas prácticas de piedad en el hogar.
II. Si alguno no cuida de los suyos y principalmente de su casa, ha negado la fe y es peor que un infiel, escribe San Pablo a Timoteo, recordando la obligación que todos tenemos hacia aquellos que el Señor nos ha encomendado. Una de las principales obligaciones de los padres con respecto a sus hijos –también, en ocasiones, de los hermanos mayores con los más pequeños– es la de enseñarles en la infancia los modos prácticos de tratar a Dios. Esta tarea es de tal necesidad que es casi insustituible. Con los años, estas primeras semillas siguen dando sus frutos, quizá hasta la misma hora de la muerte. Para muchos, éste ha sido su bagaje espiritual, del que se han servido en la adolescencia y cuando ya han pasado los años de la madurez. “La Sagrada Escritura nos habla de esas familias de los primeros cristianos –la Iglesia doméstica, dice San Pablo (1 Cor 16, 19)–, a las que la luz del Evangelio daba nuevo impulso y nueva vida.
En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres. Cuando se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden realizar los padres, y cómo están obligados a ser sinceramente piadosos, para poder transmitir –más que enseñar– esa piedad a los hijos.
La familia cristiana ha sabido transmitir, de padres a hijos, oraciones sencillas y breves, fácilmente comprensibles, que forman el primer germen de la piedad: jaculatorias a Jesús, a Nuestra Madre Santa María, a San José, al Ángel de la Guarda... Oraciones de siempre, mil y mil veces repetidas en los hogares cristianos de toda época y condición. Los hijos aprenden pronto estas enseñanzas y oraciones que ven hechas vida en sus padres. Cuando son un poco mayores, han asimilado e incorporado el sentido de la bendición de la mesa, de dar gracias después de haber comido, el ofrecer a la Virgen algo que les cuesta..., saludar con un beso o una mirada a las imágenes de Nuestra Madre, acudir a su Ángel Custodio al entrar o salir de casa...
¡Cuántos niños, ahora hombres y mujeres, recuerdan con emoción la explicación, sencilla pero exacta, que les dio su madre o su hermano mayor de la presencia real de Cristo en el Sagrario! ¡O la primera vez que vieron a su madre pedir por una necesidad urgente, o a su padre hacer con piedad una genuflexión reverente! Rezar en una familia en la que Cristo está presente debe ser natural, porque Él es un personaje más de la casa, al que se ama sobre todas las cosas.
Precisamente cuando el ambiente sea menos favorable para la oración y la piedad, hemos de conservar como un tesoro mayor estas prácticas que hacen más fuerte el mismo amor humano y nos acercan más a nuestro Padre Dios.
– Una familia que reza unida, se mantiene unida: el Santo Rosario.
III. Ubi caritas et amor, Deus ibi est, “donde hay caridad y amor, allí está Dios”, canta la liturgia del Jueves Santo. Cuando los cristianos nos reunimos para orar, entre nosotros se encuentra Cristo, que escucha complacido esa oración fundamentada en la unidad. Así hacían también los Apóstoles: Perseveraban unánimes en la oración, con las mujeres y con María, la Madre de Jesús. Era la nueva familia de Cristo.
La plegaria familiar por excelencia es el Santo Rosario. “La familia cristiana –enseña el Papa Juan Pablo II– se encuentra y consolida su identidad en la oración. Esforzaos por hallar cada día un tiempo para dedicarlo juntos a hablar con el Señor y a escuchar su voz. ¡Qué hermoso resulta que en una familia se rece, al atardecer, aunque sea una sola parte del Rosario!
“Una familia que reza unida, se mantiene unida; una familia que ora, es una familia que se salva.
“¡Actuad de manera que vuestras casas sean lugares de fe cristiana y de virtud, mediante la oración rezada todos juntos!”.
Al comenzar a rezar el Santo Rosario en un hogar, quizá al principio sólo lo hagan los padres; después se unirá un hijo, la abuela... Unas veces se podrá rezar durante un viaje en coche, o bien se establecerá una hora de común acuerdo; quizá, en algunos países, antes de cenar o inmediatamente después... El Rosario y el rezo del Ángelus –señalaba en otra ocasión el Pontífice– “deben ser para todo cristiano y aún más para las familias cristianas como un oasis espiritual en el curso de la jornada, para tomar valor y confianza”. “¡Ojalá resurgiese la hermosa costumbre de rezar el Rosario en familia!”.
La Iglesia ha querido conceder innumerables gracias e indulgencias cuando se reza el Santo Rosario en familia. Pongamos los medios necesarios para fomentar esta oración tan grata al Señor y a su Madre Santísima, y que es considerada como “una gran plegaria pública y universal frente a las necesidades ordinarias y extraordinarias de la Iglesia santa, de las naciones y del mundo entero”. Es un buen soporte en el que se apoya la unidad familiar y la mejor ayuda para hacer frente a sus necesidades.
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Rev. D. Pere CAMPANYÀ i Ribó (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
«Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él»
Hoy, el Evangelio propone que consideremos algunas recomendaciones de Jesús a sus discípulos de entonces y de siempre. También en la comunidad de los primeros cristianos había faltas y comportamientos contrarios a la voluntad de Dios.
El versículo final nos ofrece el marco para resolver los problemas que se presenten dentro de la Iglesia durante la historia: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Jesús está presente en todos los períodos de la vida de su Iglesia, su “Cuerpo místico” animado por la acción incesante del Espíritu Santo. Somos siempre hermanos, tanto si la comunidad es grande como si es pequeña.
«Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15). ¡Qué bonita y leal es la relación de fraternidad que Jesús nos enseña! Ante una falta contra mí o hacia otro, he de pedir al Señor su gracia para perdonar, para comprender y, finalmente, para tratar de corregir a mi hermano.
Hoy no es tan fácil como cuando la Iglesia era menos numerosa. Pero, si pensamos las cosas en diálogo con nuestro Padre Dios, Él nos iluminará para encontrar el tiempo, el lugar y las palabras oportunas para cumplir con nuestro deber de ayudar. Es importante purificar nuestro corazón. San Pablo nos anima a corregir al prójimo con intención recta: «Cuando alguno incurra en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Gal 6,1).
El afecto profundo y la humildad nos harán buscar la suavidad. Obrad con mano maternal, con la delicadeza infinita de nuestras madres, mientras nos curaban las heridas grandes o pequeñas de nuestros juegos y tropiezos infantiles (San Josemaría). Así nos corrige la Madre de Jesús y Madre nuestra, con inspiraciones para amar más a Dios y a los hermanos.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Desposados con la Iglesia
«Si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado arráncatelo, y tíralo lejos, porque más te vale perder una parte de tu cuerpo, y no que todo él sea arrojado al lugar del castigo» (Mt 5, 29).
Eso dice Jesús.
Te lo dice a ti, sacerdote, y lo mismo dice de tu mano derecha, y es una advertencia, porque tu Señor a los que ama los corrige.
Tu Señor te advierte, sacerdote, para que no caigas en tentación, porque Él sabe que la carne es débil, y te ayuda advirtiéndote que no te pongas en ocasión de pecado y no consientas las circunstancias de peligro, porque eso es tentar a Dios, que te da la gracia, pero respeta la libertad de tu voluntad, y la voluntad del hombre es débil.
Tú no tienes un sumo sacerdote que no te comprenda, porque Él ha sido probado en todo igual que tú, menos en el pecado, porque su voluntad ha sido fortalecida en la virtud, y esa voluntad es la que ha destruido tu esclavitud.
Tu Señor es tu maestro, sacerdote, aprende de Él y sigue su ejemplo.
Tu Señor es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, y que se desposa con la Santa Iglesia para unirla íntimamente a Él, en un solo cuerpo, del cual Él es cabeza.
Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero. Estas son palabras verdaderas de Dios. Y tú, sacerdote, debes traer a los invitados y engalanar a la novia, para hacerla digna, santa y pura, y de participar directamente, porque tú no eres solo un invitado, sino que eres el Cordero mismo, con quien estás configurado.
Contempla el misterio del Orden sacerdotal, y acepta tan grande verdad. Tú has sido ungido, y has sido desposado con la Santa Iglesia Católica para darle salud y vida, por la misericordia de tu Señor, y amarla y respetarla todos los días de tu vida, y en la eternidad.
Por tanto, sacerdote, tú te santificas con ella, y con ella formas una sola familia: la gran familia de Dios.
Es muy grande, sacerdote, tu misión. Pero Dios te da la gracia, y te muestra el camino. El camino es tu Señor Jesucristo, camino de fe, de esperanza y de amor, de fidelidad en la alegría y en el dolor, de confianza –aunque los vientos sean fuertes, y las tormentas una amenaza–, de paz –aunque la lucha sea constante–, de cruz, a través de la cual brilla la luz para el mundo.
Y tú, sacerdote, ¿engalanas a la novia, o eres motivo de escándalo?
¿Te mantienes fiel a tus promesas, dando un buen ejemplo, o has faltado a tu esposa ensuciando su vestido?
¿La amas?, ¿la defiendes?, ¿la sirves?, ¿la atiendes?, ¿la provees?, ¿la purificas?, ¿la santificas?, ¿la dignificas?
¿Glorificas a Dios?
¿Consumas tu matrimonio en una entrega de amor total, amando hasta el extremo, entregándole tu vida?
Sacerdote, participa con tu Señor en el misterio de la salvación, entregando tu voluntad a tu Señor, uniendo tu vida al sacrificio único y eterno de tu Señor en un santo ministerio.
Pídele a tu Señor que fortalezca tu voluntad, para rectificar el camino, para alejarte de toda tentación y de toda ocasión de pecado, y para resistir a todo en lo que seas probado.
Abre tu corazón, sacerdote, y recibe el amor de tu Señor. Déjate llenar por Él para que tengas sus mismos sentimientos, y pon a su disposición tus ojos y tus manos para cumplir bien con tu misión, participando de su obra redentora, sirviendo a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida.
(Espada de Dos Filos IV, n. 91)
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