Domingo 22 del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo XXII del Tiempo Ordinario (ciclo A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN GREGORIO MAGNO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2013, 2014 y 2017 – Homilía 28.IX.13
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y 2011
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • P. Ramón LOYOLA Paternina (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

UNA PARADOJA GENUINA

Jer 20, 7-9; Rom 12, 1-1; Mt 16, 21-27

Las llamadas confesiones de Jeremías nos permiten entrever la complejidad de la misión profética. El profeta de Anatot se manifiesta como alguien lleno de una sensibilidad poética y una gran emotividad. Los desaires y ataques de sus vecinos lo afectaban profundamente. Tampoco podía desoír la voz de Dios. El problema era que cada vez que comunicaba lo que Dios le revelaba, Jeremías se allegaba rechazos y conflictos. Jeremías estaba atrapado por Dios y no podía dejar de servirle como su portavoz. Entregó la vida, la fue perdiendo lentamente entre cárceles y golpizas y finalmente terminó sus días exiliado en Egipto. Los discípulos de Jesús estamos animados por la esperanza en Cristo resucitado y por eso confesamos que el Padre ha revindicado a Jesús y lo ha admitido a la vida plena.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 85, 3. 5

Dios mío, ten piedad de mí, pues sin cesar te invoco: Tú eres bueno y clemente, y rico en misericordia con quien te invoca.

ORACIÓN COLECTA

Dios de toda virtud, de quien procede todo lo que es bueno, infunde en nuestros corazones el amor de tu nombre, y concede que, haciendo más religiosa nuestra vida, hagas crecer el bien que hay en nosotros y lo conserves con solicitud amorosa. Por nuestro Señor Jesucristo ...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Soy objeto de burla por anunciar lo Palabra del Señor.

Del libro del profeta Jeremías: 20, 7-9

Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; fuiste más fuerte que yo y me venciste. He sido el hazmerreír de todos; día tras día se burlan de mí. Desde que comencé a hablar, he tenido que anunciar a gritos violencia y destrucción. Por anunciar la palabra del Señor, me he convertido en objeto de oprobio y de burla todo el día. He llegado a decirme: “Ya no me acordaré del Señor ni hablaré más en su nombre”.

Pero había en mí como un fuego ardiente, encerrado en mis huesos; yo me esforzaba por contenerlo y no podía.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 62, 2. 3-4. 5-6. 8-9.

R/. Señor, mi alma tiene sed de ti.

Señor, tú eres mi Dios, a ti te busco; de ti sedienta está mi alma. Señor, todo mi ser te añora, como el suelo reseco añora el agua. R/.

Para admirar tu gloria y tu poder, con este afán te busco en tu santuario. Pues mejor es tu amor que la existencia; siempre, Señor, te alabarán mis labios. R/.

Podré así bendecirte mientras viva y levantar en oración mis manos. De lo mejor se saciará mi alma; te alabaré con jubilosos labios. R/.

Porque fuiste mi auxilio y a tu sombra, Señor, canto con gozo. A ti se adhiere mi alma y tu diestra me da seguro apoyo. R/.

SEGUNDA LECTURA

Ofrézcanse ustedes mismos como una ofrenda viva.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 12, 1-2

Hermanos: Por la misericordia que Dios les ha manifestado, los exhorto a que se ofrezcan ustedes mismos como una ofrenda viva, santa y agradable a Dios, porque en esto consiste el verdadero culto. No se dejen transformar por los criterios de este mundo, sino dejen que una nueva manera de pensar los transforme internamente, para que sepan distinguir cuál es la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Ef 1, 17-18

R/. Aleluya, aleluya.

Que el Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine nuestras mentes para que podamos comprender cuál es la esperanza que nos da su llamamiento. R/.

EVANGELIO

El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 16, 21-27

En aquel tiempo, comenzó Jesús a anunciar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que tenía que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.

Pedro se lo llevó aparte y trató de disuadido, diciéndole: “No lo permita Dios, Señor. Eso no te puede suceder a ti”. Pero Jesús se volvió a Pedro y le dijo: “¡Apártate de mí, Satanás, y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres!”.

Luego Jesús dijo a sus discípulos: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla?

Porque el Hijo del hombre ha de venir rodeado de la gloria de su Padre, en compañía de sus ángeles, y entonces le dará a cada uno lo que merecen sus obras”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Que esta ofrenda sagrada, Señor, nos traiga siempre tu bendición salvadora, para que dé fruto en nosotros lo que realiza el misterio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 30, 20

Qué grande es tu bondad, Señor, que tienes reservada para tus fieles.

O bien: Mt 5, 9-10

Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Saciados con el pan de esta mesa celestial, te suplicamos, Señor, que este alimento de caridad fortalezca nuestros corazones, para que nos animemos a servirte en nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

¡Me sedujiste, Señor! (Jr 20,7-9)

1ª lectura

Con estas palabras se inicia la última «confesión» de Jeremías (Jr 20,7-18), cargada de dramatismo, que es uno de los pasajes más impresionantes de la literatura profética. Pudo ser pronunciada hacia el 605-604 a.C. cuando Jeremías sufrió la persecución del rey Yoyaquim. En ella aflora el duro combate interior entre la crisis que conmueve los fundamentos de la fe y la certeza de la vocación divina, cuando después de un arduo trabajo parece que no se ha conseguido más que el propio fracaso.

El profeta abre con confianza su alma a Dios y le reprocha haberle llamado (v. 7a) y haberle convertido en objeto de burlas por profetizar calamidades (v. 7b). La misión que le ha confiado sólo le trae desgracias. Le gustaría olvidarse de todo, pero no puede, pues Dios es «como fuego abrasador» que le enciende en su interior (v. 9). En medio de tamaño dolor brilla y vence el celo por el Señor. Se manifiesta así como los que han experimentado el amor de Dios no pueden contener el afán de hablar de Él a quienes no lo conocen, o se han olvidado del Señor. Así lo da a entender Teodoreto de Ciro al comentar este pasaje recordando otro ejemplo de la Escritura: «Lo mismo le ocurrió a San Pablo en Atenas mientras aguardaba en silencio. Se consumía San Pablo en su interior viendo adónde había llegado la idolatría de la ciudad (cfr Hch 17,16). Pues igual le ocurrió al profeta» (Interpretatio in Jeremiam20,9). Por su parte, Orígenes se sentía removido ante las palabras del v. 7 y, preguntán­dose cómo es posible que Dios pudiera engañar a alguien explicaba: «Nosotros somos niños pequeños y tenemos necesidad de ser tratados como niños pequeños. Por esto Dios para formarnos nos seduce, aun cuando nosotros no tengamos conciencia de esa seducción antes del momento oportuno. De esa manera evita tratarnos como a personas a las que ya se les ha pasado la edad de la infancia y que ya no son educadas con palabras seductoras sino con hechos» (Homiliae in Jeremiam 19,15).

San Juan de la Cruz, meditando esta «confesión» de Jeremías, movía a recapacitar en que no siempre es posible entender del todo los designios de Dios. Su lógica no es la lógica de los hombres: «No hay que acabar de comprehender sentido en los dichos y cosas de Dios, ni que determinarse a lo que parece, sin errar mucho y venir a hallarse muy confuso. Esto sabían muy bien los profetas, en cuyas manos andaba la palabra de Dios, a los cuales era grande trabajo la profecía acerca del pueblo; porque, como (habemos) dicho, mucho de ello no lo veían acaecer como a la letra se les decía. Y era causa de que hiciesen mucha risa y mofa de los profetas; tanto, que vino a decir Jeremías (20,7): Búrlanse de mi todo el día, todos me mofan y desprecian... En lo cual, aunque el santo profeta decía con resignación y en figura del hombre flaco que no puede sufrir las vías y vueltas de Dios, da bien a entender en esto la diferencia del cumplimiento de los dichos divinos, del común sentido que suenan, pues a los divinos profetas tenían por burladores» (Subida al monte Carmelo 2,20,6).

Lo bueno, agradable y perfecto (Rm 12,1-2)

2ª lectura

En este capítulo San Pablo habla sobre la conducta que se ha de observar para llevar una vida conforme a la voluntad de Dios y la dignidad cristiana, y, de entrada, en estos dos versículos establece el fundamento de su exhortación. El que ha sido justificado en Cristo debe ofrecerse completamente y sin reservas a Dios, como en un acto de culto (vv. 1-2). «Por la predicación apostólica del Evangelio se convoca y congrega el Pueblo de Dios, de suerte que todos los que a este pueblo pertenecen, por estar santificados por el Espíritu Santo, se ofrezcan a sí mismos como “hostia viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12,1)» (Conc. Vaticano II, Presbyterorum ordinis, n. 2). Se trata, pues, de dar a Dios un culto que —como enseñó Jesucristo a la samaritana— no es puramente material, exterior y formal, sino interior y espiritual (cfr Jn 4,23-24). Así, toda la vida del cristiano queda empapada de sentido sacerdotal: «Si yo —escribía Orígenes— renuncio a todo lo que poseo, si llevo la cruz y sigo a Cristo, he ofrecido un holocausto en el altar de Dios (...). Si mortifico mi cuerpo y me abstengo de toda concupiscencia, si el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo, entonces he ofrecido un holocausto en el altar de Dios y me hago sacerdote de mi propio sacrificio» (In Leviticum homilia 9,9). O como enseñaba San Josemaría Escrivá: Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (1 P 2,5), para realizar cada una de nuestras propias acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre (Es Cristo que pasa, n. 96).

El que pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 16,21-27)

Evangelio

Tras la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo (Mt 16,13-20), que meditábamos el domingo pasado, el evangelio adquiere un tono distinto. Jesús se dirige ahora a sus discípulos con enseñanzas sobre su propia misión como Siervo doliente y sobre lo que debe ser la futura vida de la Iglesia.

Con la enseñanza de Jesús sobre su pasión, muerte y resurrección (Mt 16,21) y la posterior reprensión de Jesús a Pedro (Mt 16,23), el evangelio señala decididamente el «camino de la cruz». Los dos anuncios de la pasión (Mt 16,21; y más tarde Mt 17,22-23) y el sentido de la Transfiguración (Mt 17,9.12) preparan al lector para lo que va a acontecer. El Señor sabe que debe ser entregado y acepta su misión. Pero sabe también que la última palabra no es la muerte sino la resurrección y la glorificación. Y así se lo enseña a sus discípulos.

Jesús reprende con energía a Pedro cuando éste quiere disuadirle de afrontar la muerte incluida en la misión de Jesús como Mesías. A continuación, el Señor, con unas sentencias paradójicas, expone la dimensión verdadera que tiene la entrega a Él de sus discípulos: «El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2015).

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SAN GREGORIO MAGNO (www.iveargentina.org)

La renuncia a sí mismo y el seguimiento de Jesús

Como nuestro Señor y Redentor vino al mundo cual hombre nuevo, dio al mundo preceptos nuevos; pues a nuestra vida antigua, amamantada en los vicios, opuso su contrario y nuevo modo de vivir. Porque el hombre viejo y carnal, ¿qué es lo que había aprendido sino a guardar para sí lo propio, arrebatar lo ajeno, si podía, y apetecerlo cuando no podía? Pero el médico celestial a cada uno de los vicios opuso remedios que les salieran al paso; porque así como en el arte de la medicina el calor se cura con el frío, y el frío con el calor, así nuestro Señor opuso a los pecados remedios contrarios, mandando a los lúbricos continencia; a los duros de corazón, largueza; a los iracundos, mansedumbre, y a los soberbios, humildad.

En efecto, al proponer a los que le seguían nuevos preceptos, dijo (Lc 14, 33): Cualquiera de vosotros que no renuncia todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. Como si claramente dijera: Los que, según el antiguo modo de vivir, apetecéis lo ajeno, si queréis convertiros, dad generosamente de lo vuestro.

Pero oigamos lo que dice en esta lección: Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo. Allí se dice renunciemos a lo nuestro; aquí se dice que renunciemos a nosotros mismos. Es verdad que tal vez no sea costoso para el hombre el renunciar lo que posee, pero sí que es muy costoso el renunciarse a sí mismo. En efecto, el renunciar lo que se posee tiene menos importancia, pero la tiene mucho mayor el renunciar lo que se es.

Pues bien, el Señor, a los que venimos a Él, ha mandado que renunciemos nuestras cosas, porque todos los que venimos a la palestra de la fe tomamos a nuestro cargo el luchar contra los espíritus malignos; ahora bien, los espíritus malignos nada poseen en este mundo; por consiguiente, con ellos, desnudos, debemos luchar nosotros desnudos; porque, si uno que está vestido lucha con quien está desnudo, pronto será echado a tierra, porque tiene por donde ser asido. ¿Y qué son todas las cosas terrenas sino algo a manera de vestidos? Luego quien corre a luchar contra el diablo debe despojarse de los vestidos para no sucumbir; nada de este mundo posea con amor; no se procure de las cosas temporales deleite alguno, no sea que, por cubrirse con tal apetito, tenga por donde ser sujetado para caer.

Mas no es bastante renunciar a nuestras cosas si no renunciamos además a nosotros mismos. Pero... ¿qué es lo que estamos diciendo? ¿Que nos renunciemos también a nosotros mismos? Pues si nos renunciamos a nosotros mismos, ¿adónde iremos fuera de nosotros? ¿O quién es el que va si él mismo se deja?

Pero es que somos una cosa en cuanto caídos por el pecado, y otra en cuanto formados por la naturaleza; una, cosa es lo que nos hemos hecho, y otra lo que hemos sido hechos. Renunciémonos en lo que nos hemos convertido pecando, y mantengámonos cuales hemos sido hechos por la gracia. Vedlo, pues; el que ha sido soberbio, si, vuelto a Cristo, se ha hecho humilde, ya se ha renunciado a sí mismo; si un lujurioso ha cambiado su vida en continente, también se ha renunciado en lo que fue; si un avaro ha dejado de ambicionar y quien antes arrebataba lo ajeno ha aprendido a dar generosamente de lo propio, ciertamente se ha negado a sí mismo; él es el mismo en cuanto a la naturaleza, es verdad; pero no es el mismo en cuanto a la maldad; que por eso está escrito (Pr 12, 7): Da una vuelta a los impíos y no quedará rastro de ellos; porque, vueltos los impíos, desaparecerán, no porque en absoluto no tengan ser, sino porque no estarán ya en el pecado de su maldad.

Luego, cuando cambiamos lo que fuimos en lo viejo del pecado y mantenemos firmes en aquello para lo que hemos sido llamados por la novedad de la gracia, entonces nos negamos, entonces nos dejamos a nosotros mismos.

Examinemos cómo se había negado San Pablo, cuando decía (Ga 2, 20): Vivo yo, o más bien, ya no vivo yo. En efecto, habíase extinguido aquel perseguidor cruel y había comenzado a vivir el piadoso predicador, pues si hubiera permanecido el mismo, claro que no sería piadoso.

Pero, ya que dice que no vive, díganos cómo es que predica tan santamente enseñando la verdad; y en seguida añade: sino que Cristo vive en mí. Como si claramente dijera: Yo cierto es que me he extinguido a mí mismo, porque ya no vivo según la carne; pero no estoy muerto en mi ser natural, porque vivo según el espíritu en Cristo.

Diga, pues, diga con razón la Verdad: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo; porque quien no deja de estar en sí mismo, no puede acercarse a lo que está más alto que él, ni puede alcanzar lo que está más arriba que él mientras no haya aprendido a sacrificar lo que tiene. Así se trasplantan los arbustos para que prosperen, y, por decirlo así, se les arranca de raíz para que crezcan. Así desaparecen las semillas al mezclarse con la tierra, para que crezcan más abundantes, conservando sus especies; pues por donde parece que han perdido el ser que tenían, por ahí reciben el aparecer lo que no eran. Pues bien: el que ya se ha negado a los vicios, debe procurarse las virtudes en las cuales crezca; porque, después de haber dicho: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, en seguida añade: Cargue con su cruz y sígame.

De dos maneras se carga con la cruz: o afligiendo el cuerpo con la abstinencia o afligiendo el alma con la compasión hacia el prójimo.

Veamos cómo San Pablo llevó de ambos modos su cruz, el cual decía (1 Co 9, 27): Yo castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado. Bien: ya hemos oído cómo llevó la cruz de la carne: mortificando el cuerpo; oigamos cómo llevó la cruz del alma en la compasión del prójimo. Dice, pues (2 Co 11, 29): ¿Quién enferma que no enferme yo con él? ¿Quién, es escandalizado que yo no me requeme?

Efectivamente, el perfecto predicador, para dar ejemplo de abstinencia, llevaba la cruz en el cuerpo, y porque sentía en sí los daños de la flaqueza ajena, llevaba la cruz en el corazón.

Ahora bien, como ciertos vicios andan cercando a las virtudes, deber nuestro es decir qué vicio acecha desde muy cerca a la abstinencia de la carne y cuál a la compasión del prójimo. La vanagloria, pues, algunas veces asalta de cerca a la abstinencia de la carne; porque, cuando se echan, de ver el cuerpo macilento y flaco y la palidez del rostro, se alaba la virtud que salta a la vista; y cuanto más de manifiesto se muestra a los ojos humanos, tanto más rápidamente se derrama afuera; y generalmente lo que parece hacerse por Dios, se hace solamente por los aplausos humanos; como lo demuestra bien aquél Simón que, hallado en el camino, lleva alquilado la cruz del Señor. En efecto, se llevan las cargas ajenas en alquiler cuando se hace algo por algún ansia de vanidad. ¿Y quiénes están representados en Simón sino los abstinentes y arrogantes, que afligen, sí, su carne con la abstinencia, pero interiormente no reportan el fruto de la abstinencia? Por tanto, Simón lleva en alquiler la cruz del Señor; esto es, el pecador, cuando no procede en el bien obrar con buena voluntad, realiza sin fruto la obra del justo. Por eso el mismo Simón lleva la cruz, pero no muere; que es decir: los abstinentes y arrogantes ciertamente afligen su cuerpo con la abstinencia, pero viven para el mundo por el afán de vanagloria.

También la falsa piedad acecha oculta a la compasión del alma, de tal suerte que a veces la lleva hasta condescender con los vicios; siendo así que para con las culpas no se debe ejercer la compasión, sino el celo; porque al hombre se debe la compasión, pero a los vicios la rectitud; de tal suerte que a mi tiempo amemos lo que en la criatura ha hecho Dios y ahuyentemos lo malo que la criatura ha hecho, no sea que, si incautamente dejamos pasar las culpas, parezca, no que compadecemos por caridad, sino que condescendemos por negligencia.

Prosigue: Pues quien quisiere salvar su vida, la perderá; más quien perdiere su vida por mí, la encontrará.

Así se le dice al fiel: quien quisiere salvar su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por mí, la encontrará. Es como si a un labrador se le dijera: Si guardas el trigo, lo pierdes; si lo siembras, lo hallas de nuevo. ¿Quién no sabe que el trigo, cuando se siembra, desaparece de la vista y muere en la tierra?; pero, por lo mismo que se pudre en la tierra, reverdece renovado. Ahora bien, como la santa Iglesia tiene unos tiempos de persecución y otros tiempos de paz, nuestro Redentor da preceptos distintos para unos tiempos y para los otros. En tiempo, pues, de persecución hay que dar la vida; pero en tiempo de paz hay que quebrantar los deseos terrenales que más ampliamente pueden dominarse.

Por eso se dice también a continuación: Porque ¿de qué le sirve al hombre el ganar todo el mundo, si pierde su alma?

Cuando falta la persecución de los enemigos, hay que guardar con la mayor cautela el corazón, porque en tiempo de paz, como se puede vivir, también gusta ambicionar. Esta ambición ciertamente se reprime bien si se examina con cuidado la misma situación del ambicioso. Porque ¿a qué conduce el afán de acumular cuando no puede perdurar el mismo que acumula? Tenga en cuenta cada uno lo efímero de su vida y caerá en la cuenta de que puede bastarle lo poco que tiene. Pero tal vez teme que le falte con qué sostenerse en el viaje de esta vida; la brevedad de la vida está reprendiendo nuestros largos deseos, pues inútilmente llevamos muchas cosas cuando tan cercano se halla el término adonde se va.

Mas muchas veces vencemos, sí, la avaricia, pero todavía existe un obstáculo: el no seguir los caminos de la rectitud por no poner el menor cuidado para la perfección; pues muchas veces menospreciamos lo pasajero, pero, no obstante, nos hallamos impedidos por el respeto humano, de tal suerte que no nos atrevemos todavía a profesar de palabra la rectitud que guardamos en el alma; y en la defensa de la justicia, no tanto atendemos a que lo ve Dios cuanto nos avergüenza el que los hombres vean que obramos contra la justicia.

Pero también a esta llaga se aplica después el oportuno remedio, cuando el Señor dice (Lc 9, 26): Quien se avergonzare de mí y de mis palabras, de ese tal se avergonzará el Hijo del hombre cuando venga en su majestad y en la del Padre y de los santos ángeles.

Mas he aquí que los hombres dicen ahora para sus adentros: Nosotros no nos avergonzamos ya del Señor ni de sus palabras, puesto que a plena voz le confesamos. A los cuales yo respondo que en esta multitud de cristianos hay algunos que confiesan a Cristo porque se ve que todos son cristianos; pero, si el nombre de Cristo no estuviera hoy en tanta gloria, no tendría hoy la santa Iglesia tantos profesos. Luego no es prueba de la fe la profesión verbal de la fe, cuando el profesarla todos libra de la vergüenza. Hay, sin embargo, alguna señal por donde cada uno se pruebe verdaderamente en la confesión de Cristo: pregúntese si no se avergüenza ya del nombre; si con plena fortaleza de alma arrostra el que los hombres le avergüencen; pues cierto es que en tiempo de persecución podían los fieles soportar las afrentas, ser despojados de sus bienes, depuestos de sus dignidades, ser atormentados con castigos; más en tiempo de paz, como no nos hacen tales cosas nuestros perseguidores, hay otras cosas por donde nosotros nos demos a conocer.

Con frecuencia nos avergonzamos de que nos desprecien nuestros prójimos; tenemos por indigno el soportar palabras injuriosas; si tal vez surge una contienda con el prójimo, nos da vergüenza ser los primeros en dar una satisfacción. Claro, el corazón carnal, como busca la gloria de este mundo, desprecia la humildad; y muchas veces el hombre airado quiere reconciliarse con su contrario, pero se avergüenza de ir el primero a dar satisfacción.

Meditemos la conducta de la Verdad, para que veamos hasta dónde nos han postrado nuestras malas acciones; pues si somos miembros de la Cabeza suprema, de Jesucristo, debemos imitar a Aquel a quien estamos unidos; porque ¿qué es lo que, para ejemplo y enseñanza nuestra, dice el egregio San Pablo? (2 Co 5, 20): Somos embajadores de Cristo, y es Dios el que os exhorta por boca nuestra. Os rogamos, pues, encarecidamente en nombre de Cristo que os reconciliéis con Dios.

He aquí que, pecando, hemos entablado discordia entre nosotros y Dios; y, con todo, es Dios el primero que ha enviado a nosotros sus embajadores para rogarnos que nosotros mismos, los que hemos pecado, volvamos a la paz de Dios. Avergüéncese, pues, la soberbia humana; confúndase cada cual si no es él el primero en dar satisfacción al prójimo, siendo así que, después de nuestra culpa, el mismo Dios, que ha sido ofendido, ruega, por medio de sus embajadores, que debemos reconciliarnos con Él.

Homilías sobre el Evangelio, Homilía XII (XXXII), 1-5, BAC Madrid 1958, p. 697-701

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FRANCISCO – Ángelus 2013, 2014 y 2017 - Homilía (28.IX.13)

Ángelus 2013

Perder la vida a causa de Jesús

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de este domingo resuena una de las palabras más incisivas de Jesús: «El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará» (Lc 9, 24).

Hay aquí una síntesis del mensaje de Cristo, y está expresado con una paradoja muy eficaz, que nos permite conocer su modo de hablar, casi nos hace percibir su voz... Pero, ¿qué significa «perder la vida a causa de Jesús»? Esto puede realizarse de dos modos: explícitamente confesando la fe o implícitamente defendiendo la verdad. Los mártires son el máximo ejemplo del perder la vida por Cristo. En dos mil años son una multitud inmensa los hombres y las mujeres que sacrificaron la vida por permanecer fieles a Jesucristo y a su Evangelio. Y hoy, en muchas partes del mundo, hay muchos, muchos, muchos mártires —más que en los primeros siglos—, que dan la propia vida por Cristo y son conducidos a la muerte por no negar a Jesucristo. Esta es nuestra Iglesia. Hoy tenemos más mártires que en los primeros siglos. Pero está también el martirio cotidiano, que no comporta la muerte pero que también es un «perder la vida» por Cristo, realizando el propio deber con amor, según la lógica de Jesús, la lógica del don, del sacrificio. Pensemos: cuántos padres y madres, cada día, ponen en práctica su fe ofreciendo concretamente la propia vida por el bien de la familia. Pensemos en ellos. Cuántos sacerdotes, religiosos, religiosas desempeñan con generosidad su servicio por el Reino de Dios. Cuántos jóvenes renuncian a los propios intereses para dedicarse a los niños, a los discapacitados, a los ancianos... También ellos son mártires. Mártires cotidianos, mártires de la cotidianidad.

Y luego existen muchas personas, cristianos y no cristianos, que «pierden la propia vida» por la verdad. Cristo dijo «yo soy la verdad», por lo tanto quien sirve a la verdad sirve a Cristo. Una de estas personas, que dio la vida por la verdad, es Juan el Bautista: precisamente mañana, 24 de junio, es su fiesta grande, la solemnidad de su nacimiento. Juan fue elegido por Dios para preparar el camino a Jesús, y lo indicó al pueblo de Israel como el Mesías, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (cf. Jn1, 29). Juan se consagró totalmente a Dios y a su enviado, Jesús. Pero, al final, ¿qué sucedió? Murió por causa de la verdad, cuando denunció el adulterio del rey Herodes y Herodías. ¡Cuántas personas pagan a caro precio el compromiso por la verdad! Cuántos hombres rectos prefieren ir a contracorriente, con tal de no negar la voz de la conciencia, la voz de la verdad. Personas rectas, que no tienen miedo de ir a contracorriente. Y nosotros, no debemos tener miedo. Entre vosotros hay muchos jóvenes. A vosotros jóvenes os digo: No tengáis miedo de ir a contracorriente, cuando nos quieren robar la esperanza, cuando nos proponen estos valores que están pervertidos, valores como el alimento en mal estado, y cuando el alimento está en mal estado, nos hace mal. Estos valores nos hacen mal. ¡Debemos ir a contracorriente! Y vosotros jóvenes, sois los primeros: Id a contracorriente y tened este orgullo de ir precisamente a contracorriente. ¡Adelante, sed valientes e id a contracorriente! ¡Y estad orgullosos de hacerlo!

Queridos amigos, acojamos con alegría esta palabra de Jesús. Es una norma de vida propuesta a todos. Que san Juan Bautista nos ayude a ponerla por obra. Por este camino nos precede, como siempre, nuestra Madre, María santísima: ella perdió su vida por Jesús, hasta la Cruz, y la recibió en plenitud, con toda la luz y la belleza de la Resurrección. Que María nos ayude a hacer cada vez más nuestra la lógica del Evangelio.

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Ángelus 2014

Evangelio, Eucaristía, Oración

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el itinerario dominical con el Evangelio de Mateo, llegamos hoy al punto crucial en el que Jesús, tras verificar que Pedro y los otros once habían creído en Él como Mesías e Hijo de Dios, comenzó «a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho..., ser ejecutado y resucitar al tercer día» (16, 21). Es un momento crítico en el que emerge el contraste entre el modo de pensar de Jesús y el de los discípulos. Pedro, incluso, siente el deber de reprender al Maestro, porque no puede atribuir al Mesías un final tan infame. Entonces Jesús, a su vez, reprende duramente a Pedro, lo pone «a raya», porque no piensa «como Dios, sino como los hombres» (cf. v. 23) y sin darse cuenta hace las veces de Satanás, el tentador.

Sobre este punto insiste, en la liturgia de este domingo, también el apóstol Pablo, quien, al escribir a los cristianos de Roma, les dice: «No os amoldéis a este mundo —no entrar en los esquemas de este mundo—, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios» (Rm 12, 2).

En efecto, nosotros cristianos vivimos en el mundo, plenamente incorporados en la realidad social y cultural de nuestro tiempo, y es justo que sea así; pero esto comporta el riesgo de convertirnos en «mundanos», el riesgo de que «la sal pierda el sabor», como diría Jesús (cf. Mt 5, 13), es decir, que el cristiano se «agüe», pierda la carga de novedad que le viene del Señor y del Espíritu Santo. En cambio, tendría que ser al contrario: cuando en los cristianos permanece viva la fuerza del Evangelio, ella puede transformar «los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida» (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 19). Es triste encontrar cristianos «aguados», que se parecen al vino diluido, y no se sabe si son cristianos o mundanos, como el vino diluido no se sabe si es vino o agua. Es triste esto. Es triste encontrar cristianos que ya no son la sal de la tierra, y sabemos que cuando la sal pierde su sabor ya no sirve para nada. Su sal perdió el sabor porque se entregaron al espíritu del mundo, es decir, se convirtieron en mundanos.

Por ello es necesario renovarse continuamente recurriendo a la savia del Evangelio. ¿Cómo se puede hacer esto en la práctica? Ante todo, leyendo y meditando el Evangelio cada día, de modo que la Palabra de Jesús esté siempre presente en nuestra vida. Recordadlo: os ayudará llevar siempre el Evangelio con vosotros: un pequeño Evangelio, en el bolsillo, en la cartera, y leer un pasaje durante el día. Pero siempre con el Evangelio, porque así se lleva la Palabra de Jesús y se la puede leer. Además, participando en la misa dominical, donde encontramos al Señor en la comunidad, escuchamos su Palabra y recibimos la Eucaristía que nos une a Él y entre nosotros; y además son muy importantes para la renovación espiritual las jornadas de retiro y de ejercicios espirituales. Evangelio, Eucaristía y oración. No lo olvidéis: Evangelio, Eucaristía, oración. Gracias a estos dones del Señor podemos configurarnos no al mundo, sino a Cristo, y seguirlo por su camino, la senda del «perder la propia vida» para encontrarla de nuevo (v. 25). «Perderla» en el sentido de donarla, entregarla por amor y en el amor —y esto comporta sacrificio, incluso la cruz— para recibirla nuevamente purificada, libre del egoísmo y de la hipoteca de la muerte, llena de eternidad.

La Virgen María nos precede siempre en este camino; dejémonos guiar y acompañar por ella.

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Ángelus 2017

Solo el amor da sentido y felicidad a la vida

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje del Evangelio de hoy (cf Mateo 16, 21-27) es la continuación de aquel del pasado domingo, en el cual se resaltaba la profesión de fe de Pedro, «roca» sobre la cual Jesús quiere construir su Iglesia. Hoy, en un contraste evidente, Mateo nos muestra la reacción del propio Pedro cuando Jesús revela a sus discípulos que en Jerusalén deberá sufrir, ser matado y resucitar al tercer día. (cf v. 21). Pedro lleva a parte al maestro y lo reprende porque esto —le dice— no le puede suceder a Él, a Cristo. Pero Jesús, a su vez, reprende a Pedro con duras palabras: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (v. 23). Un momento antes, el apóstol fue bendecido por el Padre, porque había recibido de Él aquella revelación, era una «piedra» sólida para que Jesús pudiese construir encima su comunidad; y justo después se convierte en un obstáculo, una piedra pero no para construir, una piedra de obstáculo en el camino del Mesías. ¡Jesús sabe bien que Pedro y el resto todavía tienen mucho camino por recorrer para convertirse en sus apóstoles!

En aquel punto, el Maestro se dirige a todos los que lo seguían, presentándoles con claridad la vía a recorrer: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (v. 24) Siempre, también hoy. Está la tentación de querer seguir a un Cristo sin cruz, es más, de enseñar a Dios el camino justo, como Pedro: «No, no Señor, esto no, no sucederá nunca». Pero Jesús nos recuerda que su vía es la vía del amor, y no existe el verdadero amor sin sacrificio de sí mismo. Estamos llamados a no dejarnos absorber por la visión de este mundo, sino a ser cada vez más conscientes de la necesidad y de la fatiga para nosotros cristianos de caminar siempre a contracorriente y cuesta arriba. Jesús completa su propuesta con palabras que expresan una gran sabiduría siempre válida, porque desafían la mentalidad y los comportamientos egocéntricos. Él exhorta: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará». (v. 25). En esta paradoja está contenida la regla de oro que Dios ha inscrito en la naturaleza humana creada en Cristo: la regla de que solo el amor da sentido y felicidad a la vida.

Gastar los talentos propios, las energías y el propio tiempo solo para cuidarse, custodiarse y realizarse a sí mismos conduce en realidad a perderse, o sea, a una experiencia triste y estéril. En cambio, vivamos para el Señor y asentemos nuestra vida sobre su amor, como hizo Jesús: podremos saborear la alegría auténtica y nuestra vida no será estéril, será fecunda. En la celebración de la Eucaristía revivimos el misterio de la cruz; no solo recordamos sino que cumplimos el memorial del Sacrificio redentor, en el que el Hijo de Dios se pierde completamente a Sí mismo para recibirse de nuevo en el Padre y así encontrarnos, que estábamos perdidos, junto con todas las criaturas.

Cada vez que participamos en la Santa Misa, el amor de Cristo crucificado y resucitado se nos comunica como alimento y bebida, porque podemos seguirlo a Él en el camino de cada día, en el servicio concreto de los hermanos. Que María Santísima, que siguió a Jesús hasta el calvario, nos acompañe también a nosotros y nos ayude a no tener miedo de la cruz, pero con Jesús crucificado, no una cruz sin Jesús, la cruz con Jesús, es decir la cruz de sufrir por el amor de Dios y de los hermanos, porque este sufrimiento, por la gracia de Cristo, es fecundo de resurrección.

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Homilía del 28 de septiembre de 2013

El temor a la cruz

La cruz da miedo. Pero seguir a Jesús significa inevitablemente aceptar la cruz que se presenta a cada cristiano. Y a la Virgen —que sabe, por haberlo vivido, cómo se está junto a la cruz— debemos pedirle la gracia de no huir de la cruz, incluso si tenemos miedo. Es la reflexión propuesta por el Papa Francisco el sábado 28 de septiembre.

Comentando el texto litúrgico de Lucas (9, 43-45), el Santo Padre recordó que en el tiempo del relato del evangelista «Jesús estaba ocupado en muchas actividades y todos estaban admirados por todas las cosas que hacía. Era el líder de ese momento. Toda Judea, Galilea y Samaría hablaba de Él. Y Jesús, tal vez en el momento en el que los discípulos se alegraban de ello, les dijo: Fijaos bien en la mente estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres».

En el momento del triunfo, hizo notar el Papa, Jesús anuncia en cierto modo su Pasión. Los discípulos, sin embargo, estaban tan absorbidos por el clima de fiesta «que no comprendieron estas palabras; seguían siendo para ellos tan misteriosas que no captaban el sentido». Y, prosiguió, «no pidieron explicaciones. El Evangelio dice: tenían miedo de interrogarle sobre esto». Mejor no hablar de ello. Mejor «no comprender la verdad». Tenían miedo a la cruz.

En verdad, también Jesús le tenía miedo; pero «Él —explicó el Pontífice— no podía engañarse. Él sabía. Y era tanto el miedo que esa tarde del jueves sudó sangre». Incluso le pidió a Dios: «Padre aleja de mí este cáliz»; pero, agregó, «que se cumpla tu voluntad. Y esta es la diferencia. La cruz nos da miedo».

Esto es también lo que sucede cuando nos comprometemos en el testimonio del Evangelio, en el seguimiento de Jesús. «Estamos todos contentos», hizo notar el Papa, pero no nos preguntamos más, no hablamos de la cruz. Sin embargo, continuó, como existe la «regla que el discípulo no es más que el maestro» —una regla, precisó, que se respeta— existe también la regla por la que «no hay redención sin derramamiento de sangre». Y «no hay trabajo apostólico fecundo sin la cruz». Cada uno de nosotros, explicó, «puede tal vez pensar: ¿a mí qué me sucederá? ¿Cómo será mi cruz? No lo sabemos, pero estará y debemos pedir la gracia de no huir de la cruz cuando llegue. Cierto, nos da miedo, pero el seguimiento de Jesús acaba precisamente allí. Me vienen a la mente las palabras de Jesús a Pedro en aquella coronación pontificia: «¿Me amas? Apacienta... ¿Me amas? Apacienta... ¿Me amas? Apacienta». (cf. Juan 21, 15-19). Y «las últimas palabras eran las mismas: te llevarán allí donde tú no quieres ir. Era el anuncio de la cruz».

Es precisamente por esto —dijo como conclusión el Santo Padre, volviendo al pasaje evangélico de la liturgia — que «los discípulos tenían miedo a interrogarle. Muy cerca de Jesús, en la cruz, estaba su madre. Tal vez hoy, el día en el que la invocamos, será bueno pedirle la gracia de que no se nos quite el temor, porque eso debe estar presente. Pidámosle la gracia de no huir de la cruz. Ella estaba allí y sabe cómo se debe estar cerca de la cruz».

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BENEDICTO XVI - Ángelus 2008 y 2011

Ángelus 2008

La invitación de Jesús a cargar la cruz

Queridos hermanos y hermanas:

También hoy, en el Evangelio, aparece en primer plano el apóstol san Pedro, como el domingo pasado. Pero, mientras que el domingo pasado lo admiramos por su fe sincera en Jesús, a quien proclamó Mesías e Hijo de Dios, esta vez, en el episodio sucesivo, muestra una fe aún inmadura y demasiado vinculada a la “mentalidad de este mundo” (cf. Rm 12, 2).

En efecto, cuando Jesús comienza a hablar abiertamente del destino que le espera en Jerusalén, es decir, que tendrá que sufrir mucho y ser asesinado para después resucitar, san Pedro protesta diciendo: “¡Lejos de ti, Señor! De ningún modo te sucederá eso” (Mt 16, 22). Es evidente que el Maestro y el discípulo siguen dos maneras opuestas de pensar. San Pedro, según una lógica humana, está convencido de que Dios no permitiría nunca que su Hijo terminara su misión muriendo en la cruz. Jesús, por el contrario, sabe que el Padre, por su inmenso amor a los hombres, lo envió a dar la vida por ellos y que, si esto implica la pasión y la cruz, conviene que suceda así. Por otra parte, sabe también que la última palabra será la resurrección. La protesta de san Pedro, aunque fue pronunciada de buena fe y por amor sincero al Maestro, a Jesús le suena como una tentación, una invitación a salvarse a sí mismo, mientras que sólo perdiendo su vida la recibirá nueva y eterna por todos nosotros.

Ciertamente, si para salvarnos el Hijo de Dios tuvo que sufrir y morir crucificado, no se trata de un designio cruel del Padre celestial. La causa es la gravedad de la enfermedad de la que debía curarnos: una enfermedad tan grave y mortal que exigía toda su sangre. De hecho, con su muerte y su resurrección, Jesús derrotó el pecado y la muerte, restableciendo el señorío de Dios. Pero la lucha no ha terminado: el mal existe y resiste en toda generación y, como sabemos, también en nuestros días. ¿Acaso los horrores de la guerra, la violencia contra los inocentes, la miseria y la injusticia que se abaten contra los débiles, no son la oposición del mal al reino de Dios? Y ¿cómo responder a tanta maldad si no es con la fuerza desarmada y desarmante del amor que vence al odio, de la vida que no teme a la muerte? Es la misma fuerza misteriosa que utilizó Jesús, a costa de ser incomprendido y abandonado por muchos de los suyos.

Queridos hermanos y hermanas, para llevar a pleno cumplimiento la obra de la salvación, el Redentor sigue asociando a sí y a su misión a hombres y mujeres dispuestos a tomar la cruz y seguirlo. Como para Cristo, también para los cristianos cargar la cruz no es algo opcional, sino una misión que hay que abrazar por amor. En nuestro mundo actual, en el que parecen dominar las fuerzas que dividen y destruyen, Cristo no deja de proponer a todos su invitación clara: quien quiera ser mi discípulo, renuncie a su egoísmo y lleve conmigo la cruz. Invoquemos la ayuda de la Virgen santísima, la primera que siguió a Jesús por el camino de la cruz, hasta el final. Que ella nos ayude a seguir con decisión al Señor, para experimentar ya desde ahora, también en las pruebas, la gloria de la resurrección.

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Ángelus 2011

El camino de la cruz

Queridos hermanos y hermanas

En el Evangelio de hoy, Jesús explica a sus discípulos que tendrá que “ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21). ¡Todo parece trastornarse en el corazón de los discípulos! ¿Cómo es posible que “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” pueda sufrir hasta la muerte? El apóstol Pedro se rebela, no acepta este camino, toma la palabra y dice al maestro: “¡Lejos de ti, Señor! De ningún modo te sucederá eso” (v. 22).

Aparece evidente la divergencia ente el designio del amor del Padre, que llega hasta el don del Hijo Unigénito en la cruz para salvar a la humanidad, y las expectativas, los deseos y los proyectos de los discípulos. Y este contraste se repite también hoy: cuando la realización de la propia vida está orientada únicamente al éxito social, al bienestar físico y económico ya no se razona según la voluntad de Dios sino según los hombres (v.23). Pensar según el mundo es dejar aparte a Dios, no aceptar su designio de amor, es casi impedirle cumplir su sabia voluntad. Por eso Jesús le dice a Pedro una palabra particularmente dura: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí!” (ibid). El Señor enseña que “el camino de los discípulos es un seguirle a Él, al Crucificado. Pero en los tres Evangelios, este seguirle en el signo de la cruz… como el camino del “perderse a sí mismo”, que es necesario para el hombre y sin el cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo” (Jesús de Nazaret, Milán 2007, 337).

Como a los discípulos, también a nosotros Jesús nos dirige la invitación: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24). El cristiano sigue al Señor cuando acepta con amor la propia cruz, a pesar de que a los ojos del mundo aparece como un fracaso y una “pérdida de la vida” (cf. Ibid. 25-26), sabiendo que no la lleva solo, sino con Jesús, compartiendo su mismo camino de donación. Escribe el Siervo de Dios Pablo VI: “Misteriosamente, el mismo Cristo, para erradicar del corazón del hombre el pecado de la presunción y manifestar al Padre una obediencia íntegra y filial, acepta… morir en una cruz” (Ex. Ap. Gaudete in Domino (9 mayo 1975). Aceptando voluntariamente la muerte, Jesús lleva la cruz de todos los hombres y se convierte en fuente de salvación para toda la humanidad. San Cirilo de Jerusalén comenta: “La cruz victoriosa ha iluminado a quien estaba ciego por la ignorancia, ha liberado a quien era prisionero del pecado, ha llevado la redención a toda la humanidad” (Catechesis Illuminandorum XIII,1: de Christo crucifixo et sepulto: PG 33, 772 B).

Confiamos nuestra oración a la Virgen María y a San Agustín, de quien hoy se celebra la memoria litúrgica, para que cada uno de nosotros sepa seguir al Señor en el camino de la cruz y se deje transformar por la gracia divina, renovando el modo de pensar para poder “distinguir cuál la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom.12, 2).

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Cristo llama a sus discípulos a tomar la cruz y a seguirle

Nuestra participación en el sacrificio de Cristo

618. La Cruz es el único sacrificio de Cristo “único mediador entre Dios y los hombres” (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, “se ha unido en cierto modo con todo hombre” (GS 22, 2), él “ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual” (GS 22, 5). Él llama a sus discípulos a “tomar su cruz y a seguirle” (Mt 16, 24) porque él “sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas” (1 P 2, 21). Él quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios(cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):

Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo (Sta. Rosa de Lima, vida)

La cruz es el camino para entrar en la Gloria de Cristo

555. Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para “entrar en su gloria” (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios (cf. Is 42, 1). La nube indica la presencia del Espíritu Santo: “Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara” (“Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa” (Santo Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2):

    Tú te has transfigurado en la montaña, y, en la medida en que ellos eran capaces, tus discípulos han contemplado Tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de que cuando te vieran crucificado comprendiesen que Tu Pasión era voluntaria y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre (Liturgia bizantina, Kontakion de la Fiesta de la Transfiguración,)

1460. La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar. Tales penitencias ayudan a configurarnos con Cristo que, el Único que expió nuestros pecados (Rm 3,25; 1 Jn 2,1-2) una vez por todas. Nos permiten llegar a ser coherederos de Cristo resucitado, “ya que sufrimos con él” (Rm 8,17; cf Cc. de Trento: DS 1690):

    Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por nuestros pecados, sólo es posible por medio de Jesucristo: nosotros que, por nosotros mismos, no podemos nada, con la ayuda “del que nos fortalece, lo podemos todo” (Flp 4,13). Así el hombre no tiene nada de que pueda gloriarse sino que toda “nuestra gloria” está en Cristo...en quien satisfacemos “dando frutos dignos de penitencia” (Lc 3,8) que reciben su fuerza de él, por él son ofrecidos al Padre y gracias a él son aceptados por el Padre (Cc. de Trento: DS 1691).

2100. El sacrificio exterior, para ser auténtico, debe ser expresión del sacrificio espiritual. “Mi sacrificio es un espíritu contrito...” (Sal 51,19). Los profetas de la Antigua Alianza denunciaron con frecuencia los sacrificios hechos sin participación interior (cf Am 5,21-25) o sin amor al prójimo (cf Is 1,10-20). Jesús recuerda las palabras del profeta Oseas: “Misericordia quiero, que no sacrificio” (Mt 9,13; 12,7; cf Os 6,6). El único sacrificio perfecto es el que ofreció Cristo en la cruz en ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación (cf Hb 9,13-14). Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para Dios.

El camino de la perfección pasa por el camino de la cruz

2015. El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

    El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa, hom. in Cant. 8).

Llevar la cruz en la vida de cada día

2427. El trabajo humano procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra (cf Gn 1,28; GS 34; CA 31). El trabajo es, por tanto, un deber: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Ts 3,10; cf. 1 Ts 4,11). El trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos. Puede ser también redentor. Soportando el peso del trabajo (cf Gn 3,14-19), en unión con Jesús, el carpintero de Nazaret y el crucificado del Calvario, el hombre colabora en cierta manera con el Hijo de Dios en su Obra redentora. Se muestra discípulo de Cristo llevando la Cruz cada día, en la actividad que está llamado a realizar (cf LE 27). El trabajo puede ser un medio de santificación y una animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo

En el Evangelio de este Domingo escuchemos a Jesús que nos dice:

«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará».

Ahora yo os debo hacer una confesión. Cada vez que abriendo el misal encuentro palabras como éstas en el Evangelio, que debo comentar, la primera tentación es la de la fuga o huida como Jonás cuando se le mandó ir a predicar la conversión a Nínive.

«Negarse a sí mismo, cargar la cruz»: ¿cómo hacer para poder aceptar palabras como éstas de gente que desde la mañana a la tarde no hace más que sentir alabársele el éxito, el acierto, la afirmación de sí mismo?

Creo que el mismo sentimiento lo haya probado también el apóstol Pablo, porque una vez, casi como para reaccionar a una tentación del género, exclama con fuerza: «Yo no me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Romanos 1, 16). Teniendo su ejemplo yo afronto confiado, también esta vez y con la ayuda de Dios, la página del Evangelio, que nos ha sido propuesta por la liturgia.

La vía cristiana para alcanzar la salvación consiste en ir «detrás de Jesús» e ir detrás de Jesús consiste en «negarse a sí mismo y cargar con la propia cruz». Hace algún Domingo hemos tenido ocasión de reflexionar sobre el hecho de llevar la cruz. Concentrémonos por ello, esta vez, sobre la primera expresión: «Negarse a sí mismo».

¿Qué significa «negarse a sí mismo»? Es más, ¿es posible y es hasta lícito negarse a sí mismo? Pensándolo bien, llevado a las últimas consecuencias, «negarse a sí mismo» equivale a quitarse la vida, a cometer un suicidio, que no es ciertamente una cosa para recomendar a la gente.

De inmediato, debemos hacer una distinción. Jesús no pide renegar «lo que somos» sino lo que «hemos llegado a ser». Nosotros somos imagen de Dios, somos por ello algo «muy bueno», como llegó a decir Dios mismo inmediatamente después de haber creado al hombre y a la mujer (Génesis 1, 31). De lo que nos hemos de negar no es de lo que ha hecho Dios sino de lo que hemos hecho nosotros, usando mal de nuestra libertad. En otras palabras, de las malas tendencias, del pecado, de todas las cosas que nos son como incrustaciones posteriores sobrepuestas a lo original. «Negar o renegar» significa, por lo tanto, en realidad, como explica el mismo Jesús, «volver a encontrar»: «Quien pierda la vida por mí la encontrará». ¡Negarse es, pues, el verdadero modo de realizarse!

Algunos ejemplos sacados del arte nos ayudarán a entender mejor que cualquier otro razonamiento. Existen maravillosas iglesias románicas que fueron recubiertas de estucos, decoraciones columnas en la época barroca. Una verdadera deformación, debido al mal gusto del tiempo. ¿Cómo hacer para volver a dejar estos monumentos, a veces antiquísimos, con la sencillez y la belleza primitiva? Es necesario tirar sin piedad todas estas estructuras y arreglos posteriores para volver de nuevo a traer a la luz la estructura original. Y es, en efecto, lo que se ha hecho en muchos casos y que consiente hoy poder admirar de nuevo estos monumentos en su primitivo esplendor.

Del campo de la arquitectura pasemos al de la pintura. Hay cuadros que con el pasar del tiempo se han oxidado y ennegrecido todos, tanto que con dificultad apenas ya se distinguen las figuras. Para llevarlos de nuevo a la forma original es necesario limpiarlos, restaurarlos, quitarles la pátina, que se les ha depositado encima. ¡Qué diferencia en los frescos de Miguel Ángel entre antes y después de la restauración de la Capilla Sixtina! Los turistas hacen colas interminables para poder ir a admirarlos ahora que han sido restaurados.

Lo mismo para la escultura. Hace años fueron descubiertas en el fondo del mar a lo largo de la costa jónica dos masas informes, que tenían una vaga semejanza con cuerpos humanos, que estaban recubiertas de incrustaciones marinas. Fueron llevadas a flote y vueltas a pulir pacientemente y liberadas de incrustaciones. Hoy los famosos «Bronces de Riace», en el museo de Regio Calabria, son entre las esculturas más admiradas por su antigüedad.

Son ejemplos, que nos ayudan a entender el aspecto positivo que hay en la propuesta evangélica. Nosotros nos asemejamos en el espíritu a aquellas estatuas antes de su restauración. La bella imagen de Dios, que nosotros debiéramos ser, ha sido recubierta por siete estratos, que son los siete vicios capitales. Quizás no sea malo volverlos a recordar por si los hubiésemos olvidado. Son: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y acidia o pereza. San Pablo llama a esta imagen desfigurada la «imagen terrestre» en oposición a la «imagen celestial», que es la semejante con Cristo.

«Negarse a sí mismo» no es, por lo tanto, una operación para la muerte sino para la vida, para la belleza y para la alegría. Si queréis, es, sí, un matarse a sí mismo con el pacto, sin embargo, de que para «nosotros mismos» entendemos este nuestro «yo», postizo y sobreañadido, es la parte peor de nosotros, que tan frecuentemente somos los primeros en aborrecer o desechar.

Añadamos un ejemplo, sacado de la agricultura. En este período del año, el verano avanzado, nuestros viñedos están cargados de racimos, que comienzan a madurar al sol y anuncian ya próxima la vendimia. Pero, ¿cómo ha llegado la vid a producir estos maravillosos racimos? Dejándose quitar, perdiendo inexorablemente sarmientos superfluos. La vid, se dice, «llora» cuando es podada, porque de las ramas cortadas, de hecho, salen gotas de agua semejantes a lágrimas; pero, a continuación, si pudiesen hablar, bendecirían la mano que las ha podado. Todo esto nos recuerdan las palabras de Jesús:

«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto» (Juan 15, 1-2).

Quizás, sin embargo, sea bueno hacer un poco más concreto este discurso sobre el negarse a sí mismo; pues, de otra manera, arriesga permanecer demasiado teórico. «Negar/renegar» significa «decir no». Entonces, se trata muy simplemente de aprender a decir no. Hay un espectáculo violento o claramente licencioso en la televisión; tu curiosidad te dice: sí, míralo; pues, en el fondo eres un hombre, no un niño, ¿qué mal te puede hacer? Tú dices: no; ¿por qué tendré que ensuciarme el corazón y los ojos? Has renegado de ti mismo.

Un compañero te ofrece «chocolate», ¿se llama así? En suma, de lo que huele a droga. Asimismo, aquí una voz fuerte te empuja a aceptar; sólo por una vez; sólo por saber de qué se trata... Tú respondes: no. Te has negado a ti mismo y, en este caso, quizás literalmente has «salvado tu vida». Estás en la mesa y la garganta te empujaría a comer o tragarte todo lo que hay. Tú te moderas y dices: basta. Has vencido (y, quizás más aún, has evitado incluso dañar tu salud).

Los ejemplos, como se ve, se pueden multiplicar. Sientes como hervir la ira dentro de ti por cualquier cosa, que te parece torcida en casa con los hijos o sobre el trabajo. Te dominas, dices no; esperas a estar tranquilo para hablar. Has conseguido una victoria. Una gran victoria, porque es más fácil luchar contra un ejército que contra tú mismo. No se vive en paz en familia y en la sociedad sin la capacidad de saber decir algún no a sí mismos. Cada no dicho a sí mismo es un sí dicho al otro, a la honestidad, a la concordia.

Es un aprender el lenguaje del verdadero amor. Imagínate, decía un gran filósofo, Kierkegaard, una situación puramente humana. Dos jóvenes se aman. Pero, pertenecen a dos pueblos distintos y hablan dos lenguas completamente diferentes. Si su amor quiere sobrevivir y crecer, es necesario que uno de los dos aprenda la lengua del otro. De otra manera, no podrían comunicarse y su amor no duraría.

Así, os comentaba yo, sucede entre nosotros y Dios. Nosotros hablamos el lenguaje de la carne, él el del espíritu; nosotros, el del egoísmo y él el del amor. Negarse es aprender la lengua de Dios para poderse comunicar con él. Pero, de igual forma es aprender la lengua, esto es, la sensibilidad, los gustos, las esperas, del otro que vive junto a nosotros. Y todo esto para poder vivir en paz y construir juntos algo hermoso en la vida.

¡Hay tantos problemas y fallos en la pareja, que dependen del hecho de que el hombre no se haya preocupado verdaderamente nunca de aprender el modo de expresar el amor a la mujer, y la mujer al hombre! Asimismo, sobre este punto, el Evangelio, como se ve, es bastante menos arcaico en la vida de cuanto se cree. ¡Cuántas renuncias, cuántas negaciones de sí se practican cada día sin pensárnoslo: para dejar contentos a los que nos aman! Y no se hace con tristeza sino con alegría.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Martirio de amor

Los justos están en paz. Los justos son todos aquellos hombres y mujeres invitados a participar del banquete del Cordero de Dios, de su cruz y de su gloria.

Jesús hace una invitación a través de su doctrina, que vino a enseñar con su palabra y con su ejemplo, para que todo aquel que lo escuche, la aprenda y la ponga en práctica en su vida.

Él ha venido a traer el carisma cristiano, que son hombres y mujeres valientes, dispuestos, decididos y obedientes a su ley, que renuncian a sí mismos para tomar su cruz de cada día y seguirlo, que no se avergüenzan al contemplar a su Dios desnudo, martirizado, crucificado y muerto, coronado de espinas y pendiendo de una cruz, y lo reconocen resucitado, vivo, glorioso, presente, real y substancialmente en la Eucaristía, y lo adoran.

Son hombres y mujeres que renuncian al mundo rechazando el mal, las tentaciones y el pecado, compartiendo con Cristo el mismo martirio de amor, entregando la vida cada día, sin miedo y con valor, sirviendo a sus hermanos para servir a Dios, dando de comer al hambriento, dando de beber al sediento, vistiendo al desnudo, visitando a los enfermos, dando posada al peregrino, visitando a los presos, enterrando a los muertos, enseñando al que no sabe, dando consejo al que lo necesita, corrigiendo al que se equivoca, perdonando a los demás, consolando al triste, sufriendo con paciencia los defectos de los demás, rezando por los vivos y por los difuntos.

Ten tú el valor de acompañar a tu Señor, de despojarte de todo, hasta de ti mismo, para dar la vida por Cristo.

No quieras conquistar al mundo para complacerte y ganar tu vida, porque la perderás. En cambio, vive entregando tu vida por Cristo, sirviendo a los demás, gastando tu vida en obras de misericordia y de caridad, comportándote de acuerdo a su doctrina, viviendo el carisma cristiano, y la vida eterna encontrarás.

Siéntete orgulloso de dar la vida por Cristo y de ser llamado entre los suyos mártir de amor.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Del dolor cristiano a su alegría

Las palabras de Jesús recogidas por San Mateo en su Evangelio que hoy consideramos, enfrentan al hombre de modo inequívoco, por la insistencia reiterada de Jesús, con la realidad del sacrificio. Lo que de algún modo contraría, lo que cuesta, aquello que de diversos modos nos produce dolor, nos hace sufrir; no es, sin embargo, necesariamente malo. Muy al contrario, la Cruz –que aúna en sí todo lo que podría parecer contrario al hombre desde una visión sólo terrena– nos es imprescindible en la vida según el plan de Dios.

Cuando se trata de dejar claro cómo se logra lo que nos es en verdad valioso, siempre se concluye que es a base de esfuerzo y, en cierto sentido, de renuncia. “Quien algo quiere, algo le cuesta”, solemos decir. Y es de experiencia común que a mayor y más excelente el objetivo que se pretende, más cuesta y mayor debe ser el empeño por lograrlo. De ahí que bastantes se retraen de intentar metas altas, desanimados por el trabajo que imaginan. Les domina esa opción que han hecho por sí mismos, que les impulsa a evitar exigencias incómodas, aun sabiendo que se quedan sin la opción mejor: la que tiende al enriquecimiento por un mayor valor logrado.

Casi de continuo insiste Jesús en la necesidad del esfuerzo. El Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan, aclara, con expresión que hoy en día puede parecer intransigente. Y recordamos el anuncio de su Pasión, tal como el propio Cristo la expuso en síntesis a los Apóstoles. El sentido de su vida entre los hombres, a partir de encarnarse en Santa María Virgen, era la Redención del género humano. Con la vida y muerte de Cristo el hombre podría recuperar esa intimidad con la Trinidad Beatísima, perdida por el pecado, para la que había sido pensado por Dios Creador desde el principio. Los días del Hijo de Dios en la tierra fueron de trabajo esforzado; con todo su afán sólo para lo que más favorezca a los hombres. Los días de Jesús, de su vida pública entre los hombres, son –a costa de todo lo propio– una permanente entrega suya en favor nuestro.

Hecho hombre por amor a los hombres, quiso además mostrarnos con el ejemplo visible de su transcurso terreno el modo supremo de amar. En la Cruz consuma su entrega redentora: Todo está cumplido, exclama al morir. Pero cada día de Jesús en su vida mortal es ya una manifestación plena de ese mismo amor y entrega. En cada jornada Cristo ponía toda su humanidad Santísima en una renuncia efectiva de sí mismo por los que le rodeaban. La Cruz y la muerte serán el colofón de su mismo ofrecimiento cotidiano, que el primer Viernes Santo se concretó en la entrega definitiva de su vida en el Calvario.

Ningún ideal se hace realidad sin sacrificio. — Niégate. — ¡Es tan hermoso ser víctima!

Con ese optimismo realista contemplaba san Josemaría el sacrificio por amor. Porque la belleza proviene del amor. Es simpleza, pues, ver la vida del cristiano consecuente con su fe como un “calvario”, en el sentido pobre que a veces se da a esa palabra. Hay Cruz, sí, y dolor; pero el cristiano sólo quiere la Cruz de Cristo; una Cruz con la que ama y alcanza la Vida Eterna para sí, al ofrecer su propia vida en sacrificio por los demás. Así, el sacrificio no es un castigo, sino instrumento de salvación. De salvación y de alegría, porque –por Gracia de Dios– la auténtica felicidad sólo proviene de ese sacrificio. ¡Con alegría, ningún día sin Cruz!, clamaba con razón san Josemaría.

Es lógico que en ocasiones nos cueste “entender” la necesidad del dolor. Por esa rebeldía, que de continuo nos reclama ser “autónomos” y dueños absolutos de nosotros mismos, no queremos tolerar el sufrimiento. La soberbia –apego desordenado al yo–, que nos incita a vernos libres hasta de Dios, aparte de ser poco realista y nada razonable, pues se nos muestra con evidencia nuestra condición de criatura a poco que seamos francos con nosotros, es el origen de ese no “entender” y de la rebeldía consiguiente.

“Es tal la actual condición del hombre, que únicamente puede mostrar su amor en categorías de sufrimiento”. Así razonaba un buen conocedor de la humana naturaleza, que sí estaba dispuesto a ser consecuente con ella, aunque tuviera que padecer en aras de la verdad. Las palabras de Nuestro Señor son, por lo demás, inequívocas, aunque exigentes: Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará.

Es esa vida, plena en Cristo –prevista para cada uno en el plan divino– en la que pensamos. La misma vida colmada de generosa entrega que deseamos que los demás vivan con nosotros. Esa vida que cuando se difunde, cuando muchos al cundir el buen ejemplo logran implantar en cierto ambiente, en una sociedad, allí se respira paz, alegría, optimismo, un sentido positivo de la existencia humana, aun cuando no se pueda evitar el dolor; porque, en nuestra actual condición, será siempre compañero de viaje, como debe serlo también la alegría.

Después de su Hijo, es María quien más ha sufrido en este mundo, también con sus ojos puestos siempre en Dios. Por eso es la más feliz y causa de nuestra alegría

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Quien no carga con su cruz...

Hoy, nuestra liturgia de la palabra se abrió con un pasaje del profeta Jeremías. En él escuchamos un desahogo del profeta, una especie de dramática confesión ante Dios. Dios lo manda a anunciar violencia, devastación, es decir, una época de sufrimiento y de prueba, a un pueblo que, al contrario, no tiene oídos sino para escuchar a los profetas que lo acarician y lo acunan con anuncios de paz y de seguridad: ¡Total –dicen– tenemos el templo del Señor!

En estas condiciones, el profeta que habla verdaderamente en nombre de Dios se convierte en motivo de risa todo el día; hace el papel de excéntrico y de profeta de las desventuras. Hablar en nombre de Dios se vuelve una tarea dolorosa: La palabra del Señor es para mí oprobio y afrenta todo el día. Jeremías llega a decirse a sí mismo, refiriéndose a Dios: No lo voy a mencionar ni hablaré más en su nombre. Es la tentación de la huida ante las exigencias aplastantes de la tarea profética, la tentación de no hablar más en nombre de Dios, o también de decir lo que al pueblo le gusta escuchar: palabras que acaricien su deseo de gozar y lo acunen en medio de una falsa seguridad. Pero el profeta no desertará, no puede desertar: es como si Dios lo hubiera seducido. Su palabra entró en él y está en sus huesos como un fuego devorador que el profeta no puede contener. Por eso no callará.

En la segunda lectura, hemos escuchado a Pablo que exhorta a los cristianos a ofrecerse ustedes mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios. Al pasar por fin al Evangelio, nos encontramos con palabras como éstas: El que quiera venir detrás de mí que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiere salvar su vida, la perderá...” ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde la vida?

Hoy, nosotros estamos llamados a proclamar a los hombres, es decir, a ustedes, esta palabra tan austera de la cruz que hace temblar las venas y el pulso de nuestra pobre naturaleza humana. Renunciar a uno mismo: no es ciertamente la palabra del Evangelio que a los hombres de nuestra época les guste oír más. Es mucho más fácil hacerse escuchar si se habla de los aspectos sociales del mensaje de Cristo, de Jesús que nos llama a combatir las injusticias del mundo, antes que del Jesús que nos llama a combatir contra nosotros mismos y a vencernos.

Nuestra tentación –digo nuestra, es decir, de nosotros, anunciadores del Evangelio– es la misma de Jeremías y de Jonás: alejarnos de la tarea ingrata y aparentemente inútil de anunciar a los hombres, nuestros contemporáneos, palabras que ellos no aman y no desean escuchar. Y no sólo a los hombres que están frente a nosotros –los oyentes–, sino también al hombre que está dentro de nosotros, porque también nosotros, los que debemos predicar la cruz, pertenecemos a aquella misma generación que no desea escuchar hablar de cruz.

Y, sin embargo, no podemos callar. El pueblo cristiano tendría motivo para avergonzarse de sus sacerdotes, el día que ellos dejaran de hablar con coraje y decir como san Pablo: Nosotros... predicamos a un Cristo crucificado... (1 Cor. 1, 23).

De todos modos, nuestra tarea hoy no consiste sólo en anunciar la cruz, sino también en hacer entender el significado de este anuncio, es decir, el sentido que ella tiene para nosotros, para nuestra experiencia humana y para nuestro destino.

Jesús nos dice que renunciemos a nosotros mismos, que aprendamos a perder, a perder incluso la vida. En cierto sentido, entonces, a alienarnos de nosotros mismos. Pero nosotros vivimos en una civilización que rechaza y combate la alienación de uno mismo y, al contrario, propone como valor supremo de la persona la propia realización. El trabajo, el tiempo libre, la cultura, cada promoción y emancipación social, todo es visto en función de una autorrealización del hombre. El hombre quiere vencer, no perder, y mucho menos perder su vida.

Entonces, ¿qué pensar? ¿Debemos verdaderamente apartarnos de la corriente del mundo y renunciar a nuestra calidad de hombres para seguir a Jesús? ¿Acaso debemos elegir entre ser hombres Y ser cristianos? No, porque el renunciamiento que exige Jesús es, de hecho, la suprema autorrealización, es nuestra verdadera recuperación; el perdernos a nosotros mismos es el único modo de volver a encontrarnos: porque quien pierde su vida, la encontrará.

¿Qué podemos esperar obtener con una autorrealización en el plano humano? ¿Quizás hacer de nosotros personas cultas, respetadas, de buena posición, plenamente autónomas, que llegan con buena salud a una edad avanzada? ¿Pero para qué sirve al final todo esto? ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde la vida, es decir, si debe morir? ¿Qué podrá impedir, en este camino, la jugada final, la muerte que pone fin a todo? “¿Para qué sirve vivir bien si no nos es concedido vivir siempre?” (san Agustín).

Jesús nos ofrece la posibilidad y la esperanza de romper este muro que se levanta frente a nosotros. Nos la ofrece justamente haciéndonos hacer el camino inverso: el de la renuncia. Pero estemos bien atentos: ¿renuncia a qué? No a nuestras auténticas posibilidades Y a los valores humanos, sino a la parte enferma de nosotros mismos, al enemigo de Dios y de nosotros que anida en la carne de cada uno de nosotros; al hombre viejo, en fin, como lo llama la Biblia: al hombre egoísta, dominado por la lujuria Y por la concupiscencia, que ya no es capaz de amar a otro que no sea él mismo, y esto hecho también en forma equivocada. En ese sentido, Pablo dice: Los que pertenecen a Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus malos deseos (Gal. 5, 24): han crucificado a la criatura vieja para hacer emerger a la nueva, al hombre viejo para hacer emerger al nuevo, creado a imagen de Dios, candidato a la vida eterna: al hombre que es, finalmente, de veras libre. En realidad, esto no es alienarse, sino salir de un estado crónico de alienación.

Demos un paso más hacia adelante: ¿renuncia por quién y por qué cosa? “A causa de mí”, por amor a Dios; es decir, a causa de una elección que hacemos, la elección de Dios en el lugar de nuestro yo: a causa de la esperanza que el Señor nos ofrece más allá de la muerte: Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras.

Este camino estrecho que nos indica el Evangelio, tiene a Dios al final, como premio (Yo soy para ti un escudo. Tu recompensa será muy grande, nos dice el Señor a nosotros, como a Abraham: Gn, 15, 1), Pero tiene también a Dios al inicio, De hecho, Jesús lo inauguró y lo recorrió en persona, por lo cual, “cargar la cruz” significa ahora “ir detrás de él”, poner los pies en sus huellas, seguirlo, Hay una sucesión límpida y transparente de significado en el Evangelio de hoy: Jesús habla de la cruz de los discípulos después de haber hablado de la suya: Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y sufrir mucho...que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.

Al tercer día resucitará y también sus discípulos resucitarán. Es esta peripecia de muerte y resurrección del Salvador la fuente y el modelo de nuestro perdernos para volver a encontrarnos, de nuestro morir para vivir. Ella se repite ahora ante nuestros ojos en el sacrificio de la Misa. Saquemos de ello el coraje para seguirlo y el propósito de ofrecer verdaderamente “nuestras personas en sacrificio vivo a Dios”. Señor, enséñanos a perdernos para volver a encontrarnos en ti para la vida eterna.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en Alatri (2-IX-1984)

– La Iglesia, comunidad de fe y amor

“Dios, Padre todopoderoso, de quien procede todo don perfecto, infunde en nuestros corazones el amor de tu nombre y reaviva nuestra fe”.

El programa para la vida de Fe nos lo traza San Pablo: “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12:1-2).

La fe cristiana es ante todo ofrenda de sí mismo como sacrificio viviente: porque Dios, antes que nada pide nuestro corazón. Nos espera a nosotros, nuestro trabajo, nuestros sufrimientos. Así se ejercita el sacerdocio real, a lo que el Concilio Vaticano II ha invitado a todos, incluido los laicos. Y efectivamente, hablando de la función de los laicos en la Iglesia, ha puesto de relieve que “todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas... el trabajo cotidiano, el descanso del cuerpo y del alma, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo” (Lumen Gentium 34).

De este modo, nuestra vida, aunque oculta, monótona, insignificante a los ojos de los hombres, se hace extraordinariamente preciosa ante Dios: se hace adhesión a Él, a su palabra de verdad y a su mensaje evangélico; convencida adhesión a la Santa Iglesia y a su Magisterio; sacrificio continuo en unión con el de Jesús: firme repulsa de errores y concepciones que van contra la Palabra de Dios, oponiéndose con los valores eternos a los pseudo-valores que “la mentalidad de este mundo” quisiera contraponer a la indefectiblemente Revelación, en contra de la santidad de las costumbres, del respeto a la vida humana en todas sus formas, ya desde la concepción, en contra de la indisolubilidad y sacralidad del matrimonio, etc.

“No os ajustéis...sino transformaos”, nos exhorta San Pablo: y así la fe se traduce en práctica afectiva, coherente, decisiva, al “discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto”.

De la fe nace el amor: he aquí este segundo polo insustituible de la “comunidad de amor”.

Las lecturas de la Misa de este domingo nos ofrecen una enseñanza fortísima sobre la totalidad del amor que Dios nos pide. El profeta Jeremías, en el pasaje recién leído al que se ha denominado sus “confesiones”, reconoce en términos dramáticos la fuerza del amor de Dios, que lo ha llamado a profetizar para la conversión de su pueblo: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir... Era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía” (Jer 20,7,9). El profeta respondió plenamente a la llamada de Dios, que también lo hacía signo de contradicción, se dejó “aferrar” por Dios, a quien se adhirió con todas sus fuerzas.

– Entrega de uno mismo

Lo mismo nos pide Jesucristo, Hijo del Padre: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará... ¿Qué podrá dar el hombre para recobrar su vida?” (Mt 16,24 ss.).

Debemos seguir a Cristo con la fuerza del amor. Debemos dar amor por amor. Porque Él nos amó primero: por amor nuestro se encaminó por la senda de la cruz, previendo con anticipación todos los detalles dolorosos, y oponiéndose resueltamente a las interpretaciones seductoras y a los consejos de prudencia humana que incluso Pedro intentaba darle. ¿Quién ha sido más privilegiado por Cristo que Pedro? Y, sin embargo, lo llama hasta “satanás”, cuando intenta desviar al Maestro del camino real de la cruz. He aquí cuánto nos ha amado Jesucristo: a precio de su misma sangre, con la obediencia ofrecida al Padre, sin pedir nada para sí.

También a cada uno pide Jesús la totalidad del don de sí mismo: nos pide seguirle por nuestro “Via Crucis” cotidiano, no negarle las conquistas, conseguidas a veces a precios de heroísmos ocultos, que Él exige a quien quiere permanecer fiel siempre y a cualquier costa; nos pide llevar la cruz de nuestra vida cotidiana, sin retroceder, agarrándonos a Él para no caer por desconfianza o cansancio; y, desde luego, sin traicionarle jamás, en la perspectiva del juicio final: “Porque el Hijo del hombre –así termina el Evangelio de hoy– vendrá con la gloria de su Padre... y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16,27). Y como se ha dicho seremos juzgados de amor.

– Adhesión a la Palabra de Dios. De la fe nace el amor

Amor de Dios “con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente” (cfr. Mt 22,37): el amor al hermano como a nosotros mismos (ib., 22,39), “Por lo cual el amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento –ha vuelto a afirmar el Vaticano II–... Más aún, el Señor Jesús, cuando ruega al Padre que ‘todos sean uno, como nosotros somos uno’ (Jn 17,21), sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et Spes 24).

“Dios, Padre todopoderoso, infunde en nuestros corazones el amor y reaviva nuestra fe”.

¡Sed fieles.../ Fieles siempre, sin ajustaros a la mentalidad de este mundo./ Fieles siempre, transformando vuestra mente, y siendo un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios.

Fieles en seguir la luz de Cristo./ En poner a Dios en primer lugar. “Oh Dios, Tú eres mi Dios, por ti madrugo,/ mi alma está sedienta de Ti;/ mi carne tiene ansia de Ti.../ Tu gracia vale más que la vida,/ te alabarán mis labios./ Toda mi vida te bendeciré/ y alzaré las manos invocándote” (Salmo responsorial).

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Seguir a Jesucristo no se reduce a escuchar una enseñanza y tratar de ajustar nuestros pasos a ella solamente. Es, recuerda el Papa Juan Pablo II, “algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino” (Veritatis Splendor, 19). Y esto, como ocurre en el amor humano auténtico o con la entrega a una causa grande y noble, es inseparable del sacrificio, del olvido de sí mismo. En-amorarse, es salir del estrecho círculo del yo y comprometerse, meterse en-el-otro/a, en-amorarse.

Seguir a Jesucristo, no haciendo ascos al sacrificio que puede comprometer la salud, el descanso, tal vez el futuro..., es un don, una luz de Dios que transforma radicalmente al alma que comprende que de nada “sirve ganar el mundo entero si malogra su vida” (Ev.). Es ese don que llevó a afirmar al Bautista: “conviene que Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30), y que S. Pablo nos propone en la 2ª Lectura de hoy: abandonar los dictados de la concepción mundana y convertirse “por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno”.

“En el amor de amistad, enseña Sto. Tomás, el amante está en el amado en cuanto juzga como suyos los bienes o males del amigo, y la voluntad de éste con la suya; de modo que parece sufrir en su amigo los mismos males y poseer los mismos bienes” (S. Th I-II, q. 48). El seguimiento de Jesucristo implica una identificación total con su persona, de modo que llegue un momento en que, con la ayuda de lo alto, podamos afirmar que Cristo vive, piensa, habla, quiere y actúa en nosotros.

Amar a Jesús y, por Él, a quienes nos rodean esforzándonos por extender su reinado en el mundo, no es renuncia sino ganancia. Es poner el corazón en Dios, en la Iglesia, en la suerte temporal y eterna de la Humanidad y no en proyectos egoístas. Este modo de vivir conduce –como a los enamorados– a la alegría, la satisfacción profunda de estar gastando la vida en un proyecto divino que engloba el deseo de un mundo más humano y mejor. Incluso la experiencia de la propia debilidad que, en ocasiones, protesta interior o exteriormente por el peso de esta tarea, no empaña esa alegría de fondo del que se sabe una sola cosa con Jesucristo. “Con gusto, decía S. Pablo, me gloriaré en mis flaquezas, para que haga morada en mí el poder de Dios. Por cuya causa yo siento alegría en mis enfermedades, en los ultrajes, en las necesidades, en las angustias por amor de Cristo; pues cuando estoy débil, entonces soy más fuerte” (2 Cor 12,9-10).

Por contra, Lo que verdaderamente hace desgraciada a una persona –y aun a una sociedad entera– es esa búsqueda ansiosa de bienestar, el intento incondicionado de eliminar todo lo que contraría. La vida presenta mil facetas, situaciones diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de ellas comporta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión inédita de dar el testimonio divino de la caridad (S. Josemaría Escrivá).

Preguntémonos al hilo de estas consideraciones: ¿Hago míos los intereses de Jesucristo y de la Iglesia o tienen prioridad los exclusivamente míos? ¿Qué estoy haciendo en concreto y todos los días para que el Señor sea conocido y amado? ¿Me preocupa la ignorancia y la indiferencia religiosa que palpo a mi alrededor y procuro con mi ejemplo y mi conversación conjurarla? “Hermanos: os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable”. Atendamos este llamamiento que nos hace hoy San Pablo en la 2ª Lectura.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«La fe y la cruz pascual»

I. LA PALABRA DE DIOS

Jr 20,7-9: «La Palabra del Señor se volvió oprobio para mí»

Sal 62,2.3-4.5-6.8-9: «Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío»

Rm 12,1-2: «Ofreceos vosotros mismos como sacrificio vivo»

Mt 16,21-27: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

El camino de Jesús y la réplica humana: El anuncio evangélico del domingo pasado comenzaba con la pregunta: «¿Quién... es el Hijo del hombre?». El de hoy descubre su destino y el de aquellos que le siguen: el Misterio Pascual. En el Evangelio del domingo pasado, Pedro profesó la fe en Jesús, motivado por la revelación del Padre: «Tú eres el Hijo del Dios vivo». En el de hoy, Pedro habla según los puntos de vista humanos: «piensas como los hombres», le reprocha Jesús. Allí, Jesús le otorgaba las mayores prerrogativas en la Iglesia. Aquí, le corrige con dureza: «Quítate de mi vista, Satanás». Allí dominaban la fe y los dones de Dios para bien de su Iglesia. Aquí, en cambio, la «poca fe» y las reacciones humanas.

Entonces hizo a los discípulos el anuncio de la ley pascual: negarse a sí mismo, cargar con la cruz, para seguir hasta la muerte a Jesús, el resucitado; perder la vida «por mí», para encontrarla (1ª Lect.).

III. SITUACIÓN HUMANA

Pedro, olvidado de la revelación del Padre, es el prototipo de los humanos. No comprende la cruz. «Dios no lo permita... eso no puede ser». Nosotros pedimos a Dios con frecuencia ser liberados de la cruz, sin añadir: «pero no se haga mi voluntad sino la tuya». Hacemos todo lo posible para que «eso no pueda pasar...». Somos hombres de «poca fe» pascual.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– “«Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (LG 40)” (2013).

– Este programa señala, también, el mismo camino a todos: «El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas» (2015).

La respuesta

– El cumplimiento de los mandamientos y la práctica de los consejos: «Más allá de sus preceptos, la Ley nueva contiene los consejos evangélicos... Los preceptos están destinados a apartar lo que es incompatible con la caridad. Los consejos tienen por fin apartar lo que, incluso sin serle contrario, puede constituir un impedimento al desarrollo de la caridad» (1973).

– No se puede ser consecuente con el gran don de Dios que es la iniciación cristiana, sin practicar los consejos; éstos ponen «en forma» al fiel de Cristo: «Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud viva de una caridad que nunca se sacia... estimulan nuestra prontitud espiritual. La perfección de la Ley nueva consiste esencialmente en los preceptos del amor de Dios y del prójimo. Los consejos indican vías más directas, medios más apropiados...» (1974).

El testimonio cristiano

– “«(Dios) no quiere que cada uno observe todos los consejos, sino solamente los que son convenientes según la diversidad de las personas, los tiempos, las ocasiones y las fuerzas, como la caridad lo requiera. Porque es ésta la que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de todos los consejos, y en suma de todas las leyes y de todas las acciones cristianas, la que da a todos y a todas rango, orden, tiempo y valor» (S. Francisco de Sales, amor 8, 6)” (1974).

El centro de gravedad de Jesús es el Misterio Pascual, que Pedro en un momento de poca fe no acepta. El centro de gravedad de los seguidores de Jesús es también el Misterio Pascual del Maestro. La Eucaristía nos incorpora sacramental y existencialmente al Misterio Pascual.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Contar con la Luz.

– Sin sacrificio no hay amor. Necesidad de la Cruz y de la mortificación.

I. El Evangelio de la Misa nos presenta a Jesús poco después de la confesión de la divinidad del Señor por Pedro. En ese momento, el Maestro hizo una gran alabanza del discípulo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Después lo constituyó fundamento de su Iglesia. Ahora Jesús comenzó a anunciar a sus más íntimos que era preciso ir Él a Jerusalén para padecer mucho por parte de los judíos y finalmente morir para resucitar al día tercero.

Los Apóstoles no entendían bien este lenguaje, pues tenían todavía una imagen temporal del Reino de Dios. Entonces, Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: Lejos de Ti, Señor, de ningún modo te ocurrirá eso. Llevado por su inmenso cariño por Jesús, Simón trató de apartarlo del camino de la Cruz, sin comprender todavía que ésta es un gran bien para la humanidad y la suprema muestra de amor de Dios por nosotros. “Pedro razonaba humanamente –comenta San Juan Crisóstomo–, y concluía que todo aquello –la Pasión y la Muerte– era indigno de Cristo, y reprobable”.

Pedro mira con ojos demasiado humanos la misión de Cristo en la tierra, y no llega a entender la voluntad expresa de Dios para que la Redención se hiciera mediante la Cruz y que “no hubo medio más conveniente de salvar nuestra miseria”. El Señor responde al discípulo con una gran fuerza, le trata como lo hizo con el tentador en el desierto: ¡Apártate de Mí, Satanás! Eres escándalo para Mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.

 En Cesarea, Pedro había hablado movido por el Espíritu Santo; ahora lo hace llevado por miras humanas y terrenas. La predicación de la Cruz, de la mortificación, del sacrificio, como un bien, como medio de salvación, chocará siempre con quienes la miren, como Pedro en esta ocasión, con ojos humanos. San Pablo hubo de prevenir a los primeros cristianos contra quienes andan como enemigos de la cruz de Cristo. El fin de esos –les dice– será su perdición, su dios es el vientre, y la confusión será la gloria de los que tienen el corazón puesto en las cosas terrenas.

Pensando sólo con una lógica humana, es difícil de entender que el dolor, el sufrimiento, aquello que se presenta como costoso, pueda llegar a ser un bien. Por una parte, la experiencia nos muestra que esas realidades, que tantas veces vamos encontrando a nuestro paso, nos purifican, nos enrecian, nos hacen mejores. Y, por otra parte, sin embargo, no estamos hechos para sufrir; aspiramos todos a la felicidad.

El miedo al dolor, sobre todo si es fuerte o persistente, es un impulso hondamente arraigado en nosotros y nuestra primera reacción ante algo costoso o difícil es rehuirlo. Por eso la mortificación, la penitencia cristiana, tropieza con dificultades; no nos resulta fácil, no acabamos nunca, aunque la practiquemos asiduamente, de acostumbrarnos a ella.

La fe, sin embargo, nos hace ver, y experimentar, que sin sacrificio no hay amor, no hay alegría verdadera, no se purifica el alma, no encontramos a Dios. El camino de la santidad pasa por la Cruz, y todo apostolado se fundamenta en ella. Es el “libro vivo, del que aprendemos definitivamente quiénes somos y cómo debemos actuar. Este libro siempre está abierto ante nosotros”. Cada día debemos acercarnos, y leerlo; en él aprendemos quién es Cristo, su amor por nosotros y el camino para seguirle. Quien busca a Dios sin sacrificio, sin Cruz, no lo encontrará.

– El paganismo contemporáneo y la búsqueda del bienestar material a cualquier coste. El miedo a todo lo que pueda causar sufrimiento.

II. …pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres. Más tarde comprenderá Pedro el significado profundo del dolor y del sacrificio; se sentirá dichoso junto a los demás Apóstoles de haber padecido a causa del nombre de Jesús.

Los cristianos sabemos que en la aceptación amorosa del dolor y del sacrificio está nuestra salvación y el camino del Cielo. ¿Acaso hay una vida humana plenamente fecunda sin sufrimiento? “¿Están los esposos seguros de su amor antes de haber sufrido juntos? ¿No se estrecha la amistad por pruebas comunes o simplemente por haber sufrido juntos el calor del día o por haber compartido la fatiga y el peligro de una ascensión?”. Para resucitar con Cristo hemos de acompañarle en su camino hacia la Cruz: aceptando las contrariedades y tribulaciones con paz y serenidad; siendo generosos en la mortificación voluntaria, que nos purifica interiormente, nos hace entender el sentido trascendente de la vida y afirma el señorío del alma sobre el cuerpo. Como en los tiempos apostólicos, debemos tener en cuenta que la Cruz que anuncia Jesús es escándalo para unos, y parece locura y necedad a los ojos de otros.

Hoy encontramos también a muchos que no sienten las cosas de Dios sino las de los hombres. Tienen la mirada puesta en lo de aquí abajo, en los bienes materiales, sobre los que se abalanzan sin medida, como si fueran lo único real y verdadero. Sufre la humanidad una ola de materialismo que parece querer invadirlo y penetrarlo todo. “Este paganismo contemporáneo se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido –mejor sería decir miedo, auténtico pavor– de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna... resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su sentido”.

La ideología hedonista, según la cual el placer es el fin supremo de la vida, impregna especialmente las costumbres y los modos de vida en naciones económicamente más desarrolladas, pero es también “el estilo de vida de grupos cada vez más numerosos de países más pobres”. Este materialismo radical ahoga el sentido religioso de los pueblos y de las personas, se opone directamente a la doctrina de Cristo, quien nos invita una vez más en el Evangelio de la Misa a tomar la Cruz, como condición necesaria para seguirle: Si alguno quiere venir en pos de Mí –nos dice– niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.

 Dios cuenta con el dolor, con el sacrificio voluntario, con la pobreza, con la enfermedad que viene sin avisar... Todo eso, lejos de separarnos, nos puede unir más íntimamente a Él. Vamos a Jesús junto al Sagrario y le ofrecemos todo aquello que nos resulta difícil y costoso, comprobamos cómo “por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte”. Sólo así perderemos el miedo al sufrimiento, que, de formas bien distintas, nos acompañará a lo largo de la vida, y sabremos aceptarlo con alegría, descubriendo en él la amable voluntad del Señor: ésta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad.

– ¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?

III. A través del apostolado personal hemos de decir a todos, con el ejemplo y con la palabra, que no pongan el corazón en las cosas de la tierra, que todo es caduco, que envejece y dura poco. Omnes ut vestimentum veterascent, igual que un vestido, así envejecen todas las cosas. Sólo el alma que lucha por mantenerse en Dios permanecerá en una juventud siempre mayor, hasta que llegue el encuentro con el Señor. Todo lo demás pasa, y deprisa. ¡Qué pena cuando vemos que tantos ponen en peligro su salvación eterna y su misma felicidad aquí en la tierra por cuatro cosas que nada valen! Jesús nos lo recuerda hoy en el pasaje del Evangelio que estamos considerando: ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?, ¿o qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?. ¿Qué aprovecha al hombre todo lo que puebla la tierra, todas las ambiciones de la inteligencia y de la voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se hunde, si son bambalinas de teatro todas las riquezas de este mundo terreno; si después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre?.

El mundo y los bienes materiales nunca son fin último para el hombre. Ni siquiera el bien temporal, que los cristianos tenemos la obligación de procurar, consiste propiamente en las obras exteriores –en las realizaciones de la técnica, de la ciencia, de la industria–, sino en el hombre mismo, en su vivir humano, en el perfeccionamiento de sus facultades, de sus relaciones sociales, de su cultura, mediante los bienes materiales y el trabajo, que están siempre al servicio de la dignidad de la persona.

Sólo con un amor recto, que la templanza custodia y garantiza, sabremos dar verdadero sentido a la necesaria preocupación por los bienes terrenos. Si Dios es de verdad el centro de nuestra vida, el matrimonio se ordenará efectivamente, superando todas las dificultades, a su fin primario –dar hijos a Dios y educarlos para Él– y la vida familiar será una mutua y generosa entrega. Sólo así –teniendo al Señor presente– los espectáculos y el arte –por ejemplo–serán dignos del hombre, medio y expresión de la riqueza de su espíritu. Sólo así se entenderá el fundamento objetivo de la moral, y las leyes de los pueblos serán fiel reflejo de la ley divina. Sólo así superará el hombre sus temores, y en el inevitable sufrimiento hallará un medio de purificación y de corredención con Cristo. Y así, con un amor grande, enraizado en la generosidad y en el sacrificio, alcanzará el Cielo al que ha sido destinado desde la eternidad.

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P. Ramón LOYOLA Paternina (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

«El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga»

Hoy, contemplamos a Pedro —figura emblemática y gran testimonio y maestro de la fe— también como hombre de carne y huesos, con virtudes y debilidades, como cada uno de nosotros. Hemos de agradecer a los evangelistas que nos hayan presentado la personalidad de los primeros seguidores de Jesús con realismo. Pedro, quien hace una excelente confesión de fe —como vemos en el Evangelio del Domingo XXI— y merece un gran elogio por parte de Jesús y la promesa de la autoridad máxima dentro de la Iglesia (cf. Mt 16,16-19), recibe también del Maestro una severa amonestación, porque en el camino de la fe todavía le queda mucho por aprender: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios» (Mt 16,23).

Escuchar la amonestación de Jesús a Pedro es un buen motivo para hacer un examen de conciencia acerca de nuestro ser cristiano. ¿Somos de verdad fieles a la enseñanza de Jesucristo, hasta el punto de pensar realmente como Dios, o más bien nos amoldamos a la manera de pensar y a los criterios de este mundo? A lo largo de la historia, los hijos de la Iglesia hemos caído en la tentación de pensar según el mundo, de apoyarnos en las riquezas materiales, de buscar con afán el poder político o el prestigio social; y a veces nos mueven más los intereses mundanos que el espíritu del Evangelio. Ante estos hechos, se nos vuelve a plantear la pregunta: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?» (Mt 16,26).

Después de haber puesto las cosas en claro, Jesús nos enseña qué quiere decir pensar como Dios: amar, con todo lo que esto comporta de renuncia por el bien del prójimo. Por esto, el seguimiento de Cristo pasa por la cruz. Es un seguimiento entrañable, porque «con la presencia de un amigo y capitán tan bueno como Cristo Jesús, que se ha puesto en la vanguardia de los sufrimientos, se puede sufrir todo: nos ayuda y anima; no falla nunca, es un verdadero amigo» (Santa Teresa de Ávila). Y…, cuando la cruz es signo del amor sincero, entonces se convierte en luminosa y en signo de salvación.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Perder para ganar

«¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida?»

Eso dice Jesús.

Y te lo dice a ti, sacerdote, para que reflexiones como hombre, en tu vida ordinaria, y como sacerdote, en tu vida ministerial.

Y te enseña que vida solo hay una, y se vive en unidad. Porque, ¿de qué te sirve acumular riquezas, dinero, casas, joyas, tierras, cosas, lujos, palacios, reinos y poder en el mundo, si tú no eres del mundo?

Y te enseña a acumular tesoros en el cielo, en donde no hay ladrones que se los roben ni polilla que los destruya; y no en la tierra, en donde los ladrones se roban los tesoros que son la vida de los hombres, y también la tuya.

Tu Señor te llama, y te pide que renuncies a los placeres del mundo, porque nada vale tanto como tu propia vida.

Tu Señor te enseña también que ganar el mundo entero significa trabajar para conseguir muchas almas para el cielo, pero Él te dice: la tuya primero.

Y te advierte del peligro del activismo que te envuelve, y en el que te engañas a ti mismo, creyendo que estás dando la vida para salvar al mundo entero con tus propias fuerzas, y descuidas lo único necesario, por cumplir con muchas cosas importantes, arriesgando tu humildad y tu caridad; y el que no tiene caridad nada es, nada le aprovecha, nada tiene.

Tu Señor te pide que renuncies a ti mismo, que tomes tu cruz y que lo sigas, para que vivas en unidad de vida, como Cristo.

Y te manda escuchar su Palabra y ponerla en práctica, haciendo la voluntad de Dios y no la de los hombres.

Tu Señor te llama, sacerdote, para que pierdas por Él tu vida, que es la vida del mundo, y encuentres en Él la Vida, no para ser coronado de riquezas sino para ser coronado de gloria, cuando estés con Él en su Paraíso, porque su Reino no es de este mundo.

Proclama a tu Rey, sacerdote, cumpliendo no tus muchas reglas, sino su única ley, viviendo en el mundo la vida de Él, llevando la paz a todos los rincones de la tierra, no como la da el mundo, sino la paz que Él ha puesto en tu alma misionera, alma humana y alma divina, en una sola vida de condición sagrada, que ya no es tan solo el alma de un hombre, sino el alma de un verdadero hombre y un verdadero Dios, que en unidad te hacen ser verdadero sacerdote, verdadero Cristo, adorador del único y verdadero Rey de reyes y Señor de señores, el único Dios por quien se vive, y se pierde la vida para encontrarla: Cristo Rey.

Tu Señor te está esperando, sacerdote. Acude a su llamado en la oración, remando mar adentro, en la intimidad de tu corazón, para que lo encuentres, para que lo sigas, para que lo sirvas, para que le entregues el tesoro que le pertenece, y que ha ganado con su pasión, con su muerte y con su resurrección: tu vida.

(Espada de Dos Filos IV, n. 82)

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