Domingo XX del Tiempo Ordinario (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2017 y 2020
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2005, 2008 y 2011
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. +Joan SERRA i Fontanet (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
UNA CONFIANZA FUERA DE SERIE
Is 56, l. 6-7; Rom 11, 13-15.29-32; Mt 15, 21-28
El tema de la inclusión de todos los pueblos dentro de la asamblea de Israel está presente tanto en el libro de Isaías como en el pasaje evangélico. En el primer texto aparece como una promesa condicionada e imprecisa: los extranjeros que vivan entregados a Dios, cumpliendo su alianza, serán admitidos como miembros de plenos derechos en la asamblea santa. El templo de Jerusalén ya no estará reservado para los hijos de Abrahán, en el futuro Dios incluirá a hombres y mujeres de distintas razas y lenguas. Ese proyecto no logró concretarse de manera sencilla. Aún en el primer siglo, los extranjeros tenían impedido el acceso al atrio del Santuario de Jerusalén. La insistencia y la confianza de una mujer cananea consiguió doblegar la cerrazón inicial del Señor Jesús. Esta mujer anónima ensanchó la mentalidad relativamente exclusivista de Jesús y sus discípulos.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 83, 10-11
Dios, protector nuestro, mira el rostro de tu Ungido. Un solo día en tu casa es más valioso, que mil días en cualquier otra parte.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, que has preparado bienes invisibles para los que te aman, infunde en nuestros corazones el anhelo de amarte, para que, amándote en todo y sobre todo, consigamos tus promesas, que superan todo deseo. Por nuestro Señor Jesucristo ...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Conduciré a los extranjeros a mi monte santo.
Del libro del profeta Isaías: 56, 1. 6-7
Esto dice el Señor: “Velen por los derechos de los demás, practiquen la justicia, porque mi salvación está a punto de llegar y mi justicia a punto de manifestarse.
A los extranjeros que se han adherido al Señor para servirlo, amarlo y darle culto, a los que guardan el sábado sin profanarlo y se mantienen fieles a mi alianza, los conduciré a mi monte santo y los llenaré de alegría en mi casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán gratos en mi altar, porque mi templo será casa de oración para todos los pueblos”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 66, 2-3. 5. 6 y 8.
R/. Que te alaben, Señor, todos los pueblos.
Ten piedad de nosotros y bendícenos; vuelve, Señor, tus ojos a nosotros. Que conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora. R/.
Las naciones con júbilo te canten, porque juzgas al mundo con justicia; con equidad tú juzgas a los pueblos y riges en la tierra a las naciones. R/.
Que te alaben, Señor, todos los pueblos, que los pueblos te aclamen todos juntos. Que nos bendiga Dios y que le rinda honor el mundo entero. R/.
SEGUNDA LECTURA
Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 11, 13-15. 29-32
Hermanos: Tengo algo que decirles a ustedes, los que no son judíos, y trato de desempeñar lo mejor posible este ministerio. Pero esto lo hago también para ver si provoco los celos de los de mi raza y logro salvar a algunos de ellos. Pues, si su rechazo ha sido reconciliación para el mundo, ¿qué no será su reintegración, sino resurrección de entre los muertos? Porque Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección.
Así como ustedes antes eran rebeldes contra Dios y ahora han alcanzado su misericordia con ocasión de la rebeldía de los judíos, en la misma forma, los judíos, que ahora son los rebeldes y que fueron la ocasión de que ustedes alcanzarán la misericordia de Dios, también ellos la alcanzarán. En efecto, Dios ha permitido que todos cayéramos en la rebeldía, para manifestarnos a todos su misericordia.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Mt 4, 23
R/. Aleluya, aleluya.
Jesús predicaba la buena nueva del Reino y curaba a la gente de toda enfermedad. R/.
EVANGELIO
Mujer, ¡qué grande es tu fe!
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 15, 21-28
En aquel tiempo, Jesús se retiró a la comarca de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea le salió al encuentro y se puso a gritar: “Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”. Jesús no le contestó una sola palabra; pero los discípulos se acercaron y le rogaban: ‘Atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros”. Él les contestó: “Yo no he sido enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel”.
Ella se acercó entonces a Jesús y, postrada ante él, le dijo: “¡Señor, ayúdame!”. Él le respondió: “No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos”.
Pero ella replicó: “Es cierto, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Entonces Jesús le respondió: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”. Y en aquel mismo instante quedó curada su hija.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Recibe, Señor, nuestros dones, con los que se realiza tan glorioso intercambio, para que, al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 129, 7
Con el Señor viene la misericordia, y la abundancia de su redención.
O bien: Jn 6, 51-52
Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo, dice el Señor: quien coma de este pan, vivirá eternamente.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Unidos a Cristo por este sacramento, suplicamos humildemente, Señor, tu misericordia, para que, hechos semejantes a él aquí en la tierra, merezcamos gozar de su compañía en el cielo. El, que vive y reina por los siglos de los siglos.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Les daré alegría en mi casa de oración (Is 56,1.6-7)
1ª lectura
Comienza aquí la tercera parte del libro de Isaías, llamada también «Tercer Isaías» o «Tritoisaías». Está compuesta por visiones proféticas y oráculos sobre la nueva Sión y las naciones de la tierra. La primera sección (Is 56,1-59,21) recoge un conjunto de oráculos que abre ya perspectivas de salvación de alcance universal, aunque su llegada experimenta retrasos a causa de los pecados del pueblo de Dios.
En la Jerusalén renovada el Templo comenzará a abrirse a todos los pueblos. Lo que se anunciaba para los últimos días al inicio del libro (cfr Is 2,2-5) comienza a suceder: el Templo del Señor será casa de oración para los que antes no podían entrar y para todos los pueblos.
En contraste con la antigua legislación (Lv 22,25; Dt 23,2-9), que excluía de la participación en la asamblea de Israel a extranjeros (la misma actitud se refleja en Esd 9,1-12 y Ne 9,1-2), el presente oráculo manifiesta una mentalidad mucho más abierta y universalista (cfr Sb 3,14): no hay inconveniente en acogerlos con tal de que observen el sábado y la Alianza (cfr v. 6). Los lazos para formar parte de la comunidad del pueblo de Dios ya no son estrictamente los de la sangre, sino que son necesarios y suficientes los de la comunión en el culto al verdadero Dios y la práctica de la moralidad establecida por la antigua Alianza.
La misión que comienza a desempeñar el Templo reconstruido al regreso de los desterrados —la invitación dirigida a todos los hombres sin exclusiones para que puedan adorar al Señor integrados en el pueblo de Dios— tiene su culminación gracias a la Redención llevada a cabo por Jesucristo. En la purificación del Templo (Mt 21,12-13 y par.), en la que Jesús apela a palabras del v. 6 —junto con Jr 7,11— se da pleno cumplimiento al anuncio profético.
Los dones y la vocación de Dios son irrevocables (Rm 11,13-15.29-32)
2ª lectura
La conversión de los gentiles debe ser ocasión de celo para que los judíos también se conviertan. La vocación del pueblo judío como pueblo elegido es irrevocable (v. 29). A pesar de la desobediencia de algunos, Dios lo amará por siempre, según las promesas hechas a los patriarcas y los méritos que lograron con su correspondencia fiel (cfr Rm 9,4-5). Precisamente por ese amor inalterable de Dios es posible que «todo Israel» se salve. De ahí que Pablo entienda la conversión de los gentiles como una etapa en la misión del pueblo de Israel, pues estaba escrito que la promesa de Dios a Abrahán era para siempre: «Bendeciré a quienes te bendigan, y maldeciré a quienes te maldigan; en ti serán bendecidos todos los pueblos de la tierra» (Gn 12,3).
También los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa (Mt 15,21-28)
Evangelio
Tiro y Sidón son dos ciudades fenicias, en la costa del Mediterráneo, hoy día pertenecientes al Líbano. Nunca formaron parte de Galilea, pero se encuentran cerca de su frontera noroeste. Por tanto, en tiempos de Jesús caían fuera de los dominios de Herodes Antipas. Allí se retira el Señor tal vez para evitar la persecución de éste y de los judíos, y atender de modo más intenso a la formación de sus Apóstoles. En la región de Tiro y Sidón la mayoría de los habitantes eran paganos. San Mateo llama a esta mujer «cananea» ya que según el Génesis (10,15) esta zona fue una de las primeras colonias de los cananeos; San Marcos la llama «sirofenicia» (Mc 7,26). Ambos evangelios resaltan su condición de pagana, con lo que adquiere mayor relieve su fe en el Señor.
Pero esta fe tan grande se compone de actos puntuales y audaces: la mujer pide aunque parezca inoportuna (v. 23), insiste aunque se tenga por indigna (vv. 24-26), persevera ante las dificultades (v. 27) y al fin logra lo que quiere (v. 28). «Vemos muchas veces que el Señor no nos concede enseguida lo que pedimos; esto lo hace para que lo deseemos con más ardor, o para que apreciemos mejor lo que vale. Tal retraso no es una negativa sino una prueba que nos dispone a recibir más abundantemente lo que pedimos» (S. Juan B. María Vianney, Sermón sobre la oración).
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
La fe de la cananea
Esta mujer cananea, que la lectura evangélica acaba de recomendarnos, nos ofrece un ejemplo de humildad y un camino de piedad. Nos enseña a subir desde la humildad a la altura. Al parecer, no pertenecía al pueblo de Israel, al que pertenecían los patriarcas, los profetas, los padres de nuestro Señor Jesucristo según la carne, y también la misma Virgen María, que dio a luz a Cristo. La cananea no pertenecía a este pueblo, sino a los gentiles. Según hemos oído, el Señor se retiró a la parte de Tiro y Sidón, y la mujer cananea, saliendo de aquellos contornos, solicitaba con calor el beneficio de que curase a su hija, que era maltratada por el demonio. Tiro y Sidón no eran ciudades del pueblo de Israel, sino de los gentiles, aunque vecinas de Israel. Ella gritaba, ansiosa de obtener el beneficio, y llamaba con fuerza; él disimulaba, no para negar la misericordia, sino para estimular el deseo, y no sólo para acrecentar el deseo, sino también, como antes dije, para recomendar la humildad. Clamaba, pues, ella al Señor, que no escuchaba, pero que planeaba en silencio lo que iba a ejecutar. Los discípulos rogaron por ella al Señor y le dijeron: Despáchala, pues grita detrás de nosotros. Pero él replicó: No he sido enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel.
Aquí se plantea el problema de estas palabras. ¿Cómo hemos venido nosotros desde los gentiles al redil de Cristo, si él no ha sido enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel? ¿Qué significa la manifestación tan profunda de este secreto? El Señor sabía por qué había venido, esto es, para tener una Iglesia en todas las naciones. ¿Por qué dice que no ha sido enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel? Entendemos que tenía que manifestar en aquel pueblo la presencia de su cuerpo, su nacimiento, la exhibición de sus milagros y la virtud de su resurrección, entendemos que así había sido planeado, propuesto desde el principio, predicho y realizado; entendemos que Cristo Jesús debía venir al pueblo de los judíos para ser visto, asesinado y para recobrar de entre ellos a los que preestableció. Porque el pueblo aquel no fue condenado, sino beldado. Había allí muchedumbre de paja, pero también una oculta dignidad de los granos; había material de hoguera, y también para llenar el granero. ¿De dónde salieron los Apóstoles sino de ahí? ¿De dónde salió Pedro? ¿De dónde salieron los demás?
¿Y de dónde salió Pablo, antes Saulo, es decir, primero soberbio y después humilde? Cuando era Saulo, su nombre venía de Saúl. Y Saúl fue un rey soberbio; en su reino perseguía al humilde David. Cuando era Saulo, el que luego fue Pablo, era soberbio, perseguidor de inocentes, devastador de la Iglesia. Recogió cartas de los sacerdotes, como ardiendo de celo por la sinagoga y persiguiendo el nombre cristiano, para arrastrar a todos los cristianos que pudiera hallar a sufrir el suplicio. Y cuando caminaba, cuando ansiaba matar, cuando olfateaba la sangre, fue postrado por la voz celeste de Dios el perseguidor y se alzó como predicador. En él se cumplió lo que está escrito en el profeta: Yo heriré y yo sanaré. Dios hiere lo que en el hombre se levanta contra Dios. No es cruel el médico cuando abre un tumor, cuando corta o quema lo podrido. Produce dolor, interviene, pero para llevar a la salud. Es molesto; pero, si no lo fuese tampoco sería útil. Así Cristo con una voz postró a Saulo y erigió a Pablo. ¿Cuál fue la razón del cambio de nombre, ya que antes se llamaba Saulo y después Pablo, sino el que reconocía el nombre de Saulo en sí mismo, nombre de soberbia, cuando era perseguidor? Eligió, pues, un nombre humilde, llamándose Pablo, esto es, mínimo. Paulo significa pequeño. Gloriándose ya de este nombre y recomendando la humildad, dijo: Soy el mínimo de los Apóstoles. ¿Y de dónde era, de dónde era éste, sino del pueblo de los judíos? De él eran los otros apóstoles, de él era Pablo, de él eran los que el mismo Pablo recomienda, porque habían visto al Señor después de la resurrección. Dice que le habían visto casi quinientos hermanos juntos, de los cuales muchos viven aún y algunos han muerto.
Eran también de aquel pueblo aquellos que, al hablar Pedro, exaltando la pasión, resurrección y divinidad de Cristo, al recibir el Espíritu Santo, cuando todos aquellos sobre los que descendió el Espíritu Santo hablaron los idiomas de todas las naciones, quedaron apesadumbrados de espíritu: eran oyentes del pueblo de los judíos y pedían consejo para su salvación, entendiendo que eran reos de la sangre de Cristo; ellos le habían crucificado y matado, pero veían que en el nombre del muerto se hacían tantos milagros y veían la presencia del Espíritu Santo. Pidiendo consejo recibieron la respuesta: Haced penitencia, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y os serán perdonados vuestros pecados. ¿Quién perderá la esperanza de que se le perdonen los pecados, cuando se perdonó el crimen de matar a Cristo? Eran del mismo pueblo de los judíos y se convirtieron; se convirtieron y fueron bautizados. Se acercaron a la mesa del Señor y bebieron con fe la sangre que habían derramado con furor. Y cómo se convirtieron, cuan total y perfectamente, lo indican los Hechos de los Apóstoles. Porque vendieron todo lo que poseían y depositaron el precio de la venta a los pies de los Apóstoles; y se distribuía a cada uno según lo que necesitaba; y nadie llamaba propio a nada, sino que todas las cosas les eran comunes. Como está escrito: Tenían una sola alma y un solo corazón dirigido a Dios. Estas son las ovejas de las que dijo: No he venido enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel. A ellas manifestó su presencia, y al ser crucificado, oró por ellas, que se ensañaban, diciendo: Padre, perdónalos, pues no saben lo que hacen. El médico veía a los frenéticos que mataban al médico, perdida la razón, y al matar al médico sin saberlo, se propinaban una medicina. Pues con ese Señor muerto nos hemos curado todos, redimidos con su sangre, liberados del hambre con el pan de su cuerpo. Esa presencia manifestó Cristo a los judíos. Y por eso dijo: No he sido enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel. Quería, pues, manifestarles la presencia de su cuerpo, pero no desdeñar o marginar a las ovejas que tenía entre los gentiles.
Él no fue a los gentiles por sí mismo, pero envió a sus discípulos. Y entonces se cumplió lo que dijo el profeta: Un pueblo, al que no conocía, me sirvió. ¡Vez cuan alta, evidente y clara profecía! Un pueblo, al que no conocía, me sirvió, esto es, un pueblo al que no manifesté mi presencia, me sirvió. ¿Cómo? Continúa: Con el oído de la oreja me escuchó, esto es, creyeron, no por la vista, sino por el oído. Por eso es mayor la alabanza de los gentiles. Los judíos vieron y asesinaron; los gentiles oyeron y creyeron. Y ese Pablo apóstol fue enviado a llamar y reunir a los gentiles, para que se cumpliera lo que acabamos de cantar: Congréganos de entre los gentiles, para que confesemos tu nombre y nos gloriemos en tu alabanza. El mínimo fue engrandecido, no por sí mismo, sino por aquel a quien perseguía y fue enviado ese apóstol mínimo, trabajó mucho entre los gentiles y por él creyeron. Sirven de testimonio sus epístolas.
Esto lo expresa una figura sagrada que tienes en el Evangelio. Cierta hija de un archisinagogo había muerto y su padre rogaba al Señor que fuera a visitarla, pues la había dejado enferma y en peligro de muerte. Iba el Señor a visitar y curara la enferma; pero en el camino se le anunció al padre que había muerto y se le dijo: La niña ha muerto, no molestes ya al maestro. Más el Señor, que sabía que podía resucitar a los muertos, no quitó la esperanza al padre desesperado y le dijo: No temas, basta que creas. Iba hacia la niña; pero en el camino, entre las turbas, como pudo se deslizó una mujer que padecía flujo de sangre y en su ya larga enfermedad había gastado en médicos y en vano todo lo que tenía. Al tocar la orla de su vestido, se curó. Y el Señor dijo: ¿Quién me tocó? Se admiraron los discípulos, ignorando lo sucedido; le veían oprimido por las turbas y que se preocupaba por una que le había tocado ligeramente; le respondieron: La turba te oprime y dices:
«¿Quién me tocó?» Pero él replicó: Alguien me tocó. Los demás oprimen, ésta tocó. Son muchos los que oprimen molestamente el Cuerpo de Cristo, pocos los que lo tocan saludablemente. Alguien me ha tocado, pues sentí que salía de mí una energía. Cuando ella se vio descubierta, se arrojó a sus pies y confesó lo sucedido. Después de esto, el Señor siguió, llegó adónde iba y resucitó a la niña, hija del archisinagogo, que estaba muerta.
Tal es el suceso, realizado según se cuenta. Con todo, las mismas cosas que el Señor hizo tenían alguna significación; eran como palabras visibles, si podemos hablar así, y significaban algo. Eso se muestra principalmente cuando busca fruto en el árbol fuera de tiempo y, al no encontrarlo, lo maldice y lo esteriliza. Si este suceso no se interpreta como simbólico, parecerá necio; primero, porque se busca fruto en el árbol cuando no es tiempo de que los árboles den fruto; y luego, aunque hubiese sido tiempo de él, ¿qué culpa tenía el árbol de no tener fruto? Pero se daba a entender que se buscan no sólo hojas, sino fruto, esto es, no sólo palabras, sino hechos, de los hombres. Al esterilizar al árbol en que sólo halló hojas, da a entender la pena de los que pueden hablar cosas buenas, pero no quieren realizarlas. Así también aquí; pues también hay misterio. El que todo lo sabe de antemano, dice: ¿Quién me tocó? El Creador se hace semejante al ignorante y pregunta el que no sólo sabía esto, sino también todo lo demás de antemano. Algo es, sin duda, lo que Cristo nos dice mediante un símbolo significativo.
La hija del archisinagogo significaba al pueblo de los judíos, por el que había venido Cristo, quien dijo:
No he sido enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel. Y la mujer que padecía flujo de sangre representaba a la Iglesia de los gentiles, a la que Cristo no había sido enviado en cuanto a su presencia corporal. Iba a visitar a la primera, buscando su salud; pero la segunda se interpuso, tocó la orla como si él no se diese cuenta, esto es, queda curada como por un ausente. Más él dice: ¿Quién me tocó?, como si dijera: No conozco a ese pueblo. Un pueblo, al que no conocía, me sirvió. Alguien me tocó, pues he sentido que de mí salía una energía, es decir, que el Evangelio emitido ha llenado todo el mundo. Es tocada la orla, parte pequeña y extrema del vestido. Haz de los apóstoles como un vestido de Cristo. Pablo era la orla, es decir, el último y mínimo, pues lo dijo él: Soy el mínimo de los apóstoles. Fue llamado después de todos, creyó después de todos y curó más que todos. No había sido enviado el Señor sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel. Mas ya que el pueblo al que no conocía le iba a servir, y por el oído de la oreja le iba a escuchar, no calló cuando se encontró con él. Por eso dice en otro lugar el mismo Señor: Tengo otras ovejas que no son de este redil; conviene que también traiga a éstas, para que haya un solo rebaño y un solo pastor.
A éstas pertenecía la mujer y, por eso, no era desdeñada, sino postergada. No he sido enviado, dijo, sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel. Ella gritando insistía, perseveraba, llamaba, como si hubiese oído: «Pide y recibirás, busca y encontrarás, llama y te abrirán». Reiteró, llamó. Cuando el Señor dijo tales palabras: Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y os abrirán, había dicho antes: No deis lo santo a los perros, ni arrojéis vuestras perlas ante los puercos, no sea que las pisoteen con sus pezuñas y revolviéndose os destrocen, es decir, quizá después de despreciar vuestras perlas os causen molestias. No les ofrezcáis, pues, lo que desprecian.
Y por si ellos preguntasen: ¿Cómo sabemos quiénes son perros o puercos?, se da la respuesta a la mujer; pues cuando ella insistía, respondió el Señor: No está bien quitar el pana los hijos y darlo a los perros. Tú eres perro, uno de los gentiles, adoras a los ídolos. ¿Hay para los perros cosa más familiar que lamer las piedras?
No está bien quitar el pan a los hijos y darlo a los perros. Si ella se hubiese retirado ante esa respuesta, hubiese venido siendo perro y se hubiese vuelto siendo perro; pero llamando, de perro se convirtió en hombre. Reiteró su petición y, con lo que parecía un insulto, demostró su humildad y alcanzó misericordia. No se alteró, ni se enojó porque, al pedir un beneficio y demandar misericordia, la llamaran perro, sino que dijo: Así es, Señor. Me has llamado perro; reconozco que lo soy, acepto mi nombre; habla la Verdad. Pero no por eso he de ser eliminada del beneficio. Aunque soy perro, también los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores. Deseo un pequeño beneficio; no invado la mesa, sino que recojo las migas.
Ved cómo se recomendó la humildad. El Señor la había llamado perro y ella no replicó «no lo soy», sino que dijo «lo soy». Pero el Señor, como ella se reconoció perro, le dijo: ¡Oh mujer, qué grande es tu fe! Sea como lo pediste. Tú te reconociste perro, y yo ya te reconozco hombre. ¡Oh mujer, qué grande es tu fe! Pediste, buscaste, llamaste; recibe, encuentra, que te abran. Mirad, hermanos, cómo en esta mujer que era cananea, esto es, que venía de la gentilidad y mantenía el tipo, esto es, la figura de la Iglesia, se recomienda ante todo la humildad. Precisamente el pueblo judío fue rechazado del Evangelio al haberse inflado de soberbia porque había merecido recibir la Ley, porque de su linaje procedían los patriarcas y profetas, porque Moisés, siervo de Dios, había realizado en Egipto esos grandes milagros que hemos escuchado en el salmo, porque había conducido al pueblo por el mar Rojo, retirándoselas aguas, y había recibido la Ley que dio al mismo pueblo. Tenía de qué vanagloriarse el pueblo judío; pero por esa soberbia sucedió que no quiso humillarse ante Cristo, autor de la humildad, cortador del tumor, Dios médico, que por eso se hizo hombre siendo Dios, para que el hombre se reconociese hombre. ¡Qué gran medicina! Si con esta medicina no se cura la soberbia, no sé qué podrá curarla. Es Dios y se hace hombre; margina la divinidad, la secuestra en cierto modo, esto es, oculta lo que era suyo y aparece lo que ha recibido. Se hace hombre, siendo Dios, y el hombre no se reconoce hombre, esto es, no se reconoce mortal, frágil; no se reconoce pecador y enfermo, para buscar, ya que está enfermo, al médico. ¡Y lo que es más peligroso, todavía se cree sano!
Aquel pueblo no se acercó por eso, esto es, por la soberbia. Se convirtieron en ramos naturales, pero tronchados del olivo, es decir, del pueblo creado por los patriarcas; así se hicieron estériles en virtud de su soberbia; y en el olivo fue injertado el acebuche. El acebuche es el pueblo gentil. Así dice el Apóstol que el acebuche fue injertado en el olivo, mientras que los ramos naturales fueron tronchados. Fueron cortados por la soberbia, e injertado el acebuche por la humildad. Y esa humildad mostraba la cananea, diciendo: «Eso es, Señor, perro soy, migas deseo». Por esa humildad agradó también al Señor el centurión: deseaba que el Señor curara a su hijo y el Señor le dijo: Iré y lo curaré. Pero él respondió: Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; pero dilo de palabra y curará mi hijo. No soy digno de que entres bajo mi techo. No le recibía bajo el techo y ya le había recibido en el corazón. Cuanto más humilde era, tanto era más capaz y se hallaba más lleno. Los collados dejan correr el agua, los valles la recogen. Y cuando él dijo: Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo, ¿qué advirtió el Señor a los que le seguían? En verdad os digo, no encontré tanta fe en Israel. ¿Qué significa tanta? Tan grande. ¿De dónde procede esa magnitud? De la pequeñez, es decir, lo grande procede de la humildad. No encontré tanta fe. Era semejante al grano de mostaza, cuanto más pequeño, tanto más activo. Así injertaba ya el Señor el acebuche en el olivo. Lo realizaba al decir: En verdad os digo, no encontré tanta fe en Israel.
En fin, atiende a lo que sigue. Puesto que no encontré tanta fe en Israel, esto es, tanta humildad con fe, por eso os digo, que muchos vendrán de oriente y de occidente y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos. Dice se sentarán, esto es, descansarán. No debemos imaginar manjares carnales, o desear cosas semejantes en el reino, no sea que sustituyamos a las virtudes por vicios, en lugar de suprimirlos. Una cosa es desear el reino de los cielos por la sabiduría y la vida eterna, y otra desearlo por una felicidad terrena, como si allí la tuviéramos más abundante y ampliada. Si piensas que en aquel reino vas a ser rico, no amputas, sino que permutas la cupididad. Cierto que serás rico, y que sólo allí serás rico, puesto que aquí es tu indigencia la que recoge cosas. Una mayor pobreza reúne tesoros que parecen mayores. Allí, en cambio, morirá la misma indigencia. Y serás verdadero rico cuando en nada serás indigente. Porque ahora no eres tú rico y el ángel pobre porque no tiene jumentos, coches y familias. ¿Y por qué? Porque no los necesita; porque cuanto más fuerte es, tanto es menos menesteroso. Allí hay riquezas, auténticas riquezas. No pienses en los manjares de esta tierra. Los manjares de esta tierra son medicinas cotidianas; son necesarios para una cierta enfermedad con la que nacemos. Todos sienten esa enfermedad cuando pasa la horade comer. ¿Quieres ver qué enfermedad sea esta que, como una fiebre aguda, mata en sólo siete días? No te creas sano. La sanidad es la inmortalidad. Esta es sólo una larga enfermedad. Con las medicinas cotidianas templas tu enfermedad; te crees sano, pero quita las medicinas y verás lo que puedes.
Desde que nacemos es ya necesario que muramos. Es necesario que esta enfermedad lleve a la muerte. Cuando los médicos visitan a los enfermos, dicen eso. Por ejemplo, este hidrópico muere; la enfermedad no tiene curación; tiene elefantiasis, y esa enfermedad es incurable; está tísico, ¿quién puede curarle? Necesariamente perecerá, necesariamente morirá. Mira, ya lo dijo el médico, está tísico y tiene que morir. Y aun algunas veces el hidrópico, el elefantíaco y el tísico no mueren de su enfermedad, pero es necesario que quien nace muera de esta enfermedad. Muere de ella, no puede ser de otro modo. Esto lo dicen el médico y el ignorante. Y aunque tarde en morir, ¿dejará de morir? ¿Cuándo, pues, hay auténtica sanidad, sino cuando hay auténtica inmortalidad? Si hay verdadera inmortalidad, no hay corrupción, no hay defección, y para qué servirían los alimentos. Por ende, cuando oyes: Se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob, no prepares el vientre, sino la mente. Quedarás satisfecho, pues el vientre interior tiene también sus manjares. Por razón de ese vientre, se dice: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán satisfechos. Tan satisfechos quedarán, que ya no hambrearán.
Ya injertaba al acebuche el Señor cuando decía: Muchos vendrán de oriente y de occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, es decir, serán injertados en el olivo. Porque las raíces de este olivo son Abrahán, Isaac y Jacob. ¡Vero los hijos del reino, esto es, los judíos incrédulos, irán a las tinieblas exteriores! Serán cortadas las ramas naturales para injertar el acebuche. ¿Y cómo merecieron ser cortadas las ramas naturales sino por la soberbia? ¿Y por qué se injertó el acebuche sino por la humildad? Por eso dijo la cananea: Así es, Señor, pues los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus señores. Y por eso oyó: Oh mujer, ¡qué grande es tu fe! También el otro centurión dijo: No soy digno de que entres bajo mi techo. Y oyó: En verdad os digo, no hallé tan grande fe en Israel. Aprendamos o, mejor, tengamos la humildad. Si aún no la tenemos, aprendámosla. Si la tenemos, no la perdamos. Si no la tenemos, cobrémosla para ser injertados; si la tenemos, retengámosla, para no ser amputados.
Sermones (2º) (t. X), Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 77, 1-15, BAC Madrid, 399-413
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FRANCISCO – Ángelus 2017 y 2020
Ángelus 2017
Alimentar día a día nuestra fe
Queridos hermanos y hermanas, buenos días
El Evangelio de hoy (Mt 15, 21-28) nos presenta un singular ejemplo de fe en el encuentro de Jesús con una mujer cananea, una extranjera en relación a los judíos. La escena tiene lugar mientras Él está en camino hacia las ciudades de Tiro y Sidón, en el noroeste de Galilea: es allí donde la mujer implora a Jesús que sane a su hija, dice el Evangelio, que «sufre terriblemente por estar endemoniada» (v. 22). El Señor, en un primer momento, parece no escuchar este grito de dolor, tanto, hasta el punto de suscitar la intervención de los discípulos que interceden por ella. La aparente distancia de Jesús no desanima a esta madre, que insiste en su invocación.
La fuerza interior de esta mujer, que permite superar cada obstáculo, va buscada en su amor maternal y en la confianza en que Jesús puede atender su pedido. Y esto me hace pensar en la fuerza de las mujeres. Con su fortaleza son capaces de obtener cosas grandes, ¡hemos conocido muchas! Podemos decir que es el amor que mueve la fe y la fe, por su parte, se convierte en el premio del amor. El amor intenso hacia su hija le induce a gritar: «¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí!» (V. 22). Y la fe perseverante en Jesús permite que no se desanime, ni siquiera ante su rechazo inicial; así «la mujer se acercó y, arrodillándose delante de él, le suplicó: ¡Señor, ayúdame!» (V. 25).
Al final, ante tanta perseverancia, Jesús se queda admirado, casi asombrado, por la fe de una mujer pagana. Por lo tanto, Él acepta diciendo: «“¡Mujer, qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que quieres”. Y desde ese mismo momento quedó sana su hija». (v. 28). Esta humilde mujer es indicada por Jesús como un ejemplo de fe inquebrantable. Su insistencia en el invocar la intervención de Cristo es para nosotros un estímulo a no desanimarnos, a no desesperarnos cuando somos oprimidos por las duras pruebas de la vida. El Señor no se gira hacia otra parte ante nuestras necesidades, y, si a veces parece insensible a los pedidos de ayuda, es para poner a la prueba y fortalecer nuestra fe. Nosotros debemos seguir gritando como esta mujer: “¡Señor, ayúdame! ¡Señor, ayúdame!” Así, con perseverancia y valentía. Es éste el coraje que se necesita en la oración.
Este episodio evangélico nos ayuda a entender que todos necesitamos crecer en la fe y fortalecer nuestra confianza en Jesús. Él puede ayudarnos a encontrar la vía cuando hemos perdido la brújula de nuestro camino; cuando el camino no parece más plano, sino duro y difícil; cuando es agotador ser fiel a nuestros compromisos. Es importante alimentar día a día nuestra fe, con la escucha atenta de la Palabra de Dios, con la celebración de los Sacramentos, con la oración personal como “grito” hacia Él, “¡Señor, ayúdame!” y con actitudes concretas de caridad hacia el prójimo.
Confiémonos en el Espíritu Santo para que él nos ayude a perseverar en la fe. El Espíritu infunde audacia en los corazones de los creyentes; da a nuestra vida y a nuestro testimonio cristiano la fuerza de la convicción y de la persuasión; nos anima a vencer la incredulidad hacia Dios y la indiferencia hacia nuestros hermanos.
Que la Virgen María nos haga cada vez más conscientes de nuestra necesidad del Señor y de su Espíritu; nos obtenga una fe fuerte, llena de amor, y un amor que sepa hacerse súplica, súplica valiente a Dios.
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Ángelus 2020
Entender a Jesús
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (cfr. Mt 15, 21-28) describe el encuentro entre Jesús y una mujer cananea. Jesús está al norte de Galilea, en territorio extranjero, para estar con sus discípulos un poco alejado de las multitudes, que lo buscan cada vez más numerosas. Y entonces se acerca una mujer que implora ayuda para la hija enferma: «¡Ten piedad de mí, Señor!» (v. 22). Es el grito que nace de una vida marcada por el sufrimiento, por el sentido de impotencia de una madre que ve a la hija atormentada por el mal y no puede curarla. Jesús al principio la ignora, pero esta madre insiste, insiste, también cuando el Maestro dice a los discípulos que su misión está dirigida solamente a las «ovejas perdidas de la casa de Israel» (v. 24) y no a los paganos. Ella le sigue suplicando, y Él, a este punto, la pone a prueba citando un proverbio —parece casi un poco cruel esto— : «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (v. 26). Y la mujer enseguida, despierta, angustiada, responde: «Sí, Señor, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos» (v. 27).
Con estas palabras esta madre demuestra haber intuido que la bondad del Dios Altísimo, presente en Jesús, está abierta a toda necesidad de sus criaturas. Esta sabiduría plena de confianza toca el corazón de Jesús y le arrebata palabras de admiración: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (v. 28). ¿Cuál es la fe grande? La fe grande es aquella que lleva la propia historia, marcada también por las heridas, a los pies del Señor pidiéndole que la sane, que le dé sentido.
Cada uno de nosotros tiene su propia historia y no siempre es una historia limpia; muchas veces es una historia difícil, con muchos dolores, muchos problemas y muchos pecados. ¿Qué hago, yo, con mi historia? ¿La escondo? ¡No! Tenemos que llevarla delante del Señor: “¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!” Esto es lo que nos enseña esta mujer, esta buena mujer: la valentía de llevar la propia historia de dolor delante de Dios, delante de Jesús; tocar la ternura de Dios, la ternura de Jesús. Hagamos, nosotros, la prueba de esta historia, de esta oración: cada uno que piense en la propia historia. Siempre hay cosas feas en una historia, siempre. Vamos donde Jesús, llamamos al corazón de Jesús y le decimos: “¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!”. Y nosotros podremos hacer esto si tenemos delante de nosotros el rostro de Jesús, si nosotros entendemos cómo es el corazón de Cristo: un corazón que tiene compasión, que lleva sobre sí nuestros dolores, que lleva sobre sí nuestros pecados, nuestros errores, nuestros fracasos.
Pero es un corazón que nos ama así, como somos, sin maquillaje. “¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!”. Y por esto es necesario entender a Jesús, tener familiaridad con Jesús. Y vuelvo siempre al consejo que os doy: llevar siempre un pequeño Evangelio de bolsillo y leed cada día un pasaje. Llevad el Evangelio: en el bolso, en el bolsillo y también en el móvil, para ver a Jesús. Y allí encontraréis a Jesús como Él es, como se presenta; encontraréis a Jesús que nos ama, que nos ama mucho, que nos quiere mucho. Recordad la oración: ¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!”. Bonita oración. Que el Señor nos ayude, a todos nosotros, a rezar esta bonita oración que nos enseña una mujer pagana: no cristiana, ni judía, sino pagana.
La Virgen María interceda con su oración, para que crezca en cada bautizado la alegría de la fe y el deseo de comunicarla con el testimonio de una vida coherente, que nos dé la valentía de acercarnos a Jesús y decirle: ¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!”.
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BENEDICTO XVI - Ángelus 2005, 2008 y 2011
Ángelus 2005
El Señor no cierra los ojos ante las necesidades de sus hijos
Queridos hermanos y hermanas:
En este XX domingo del tiempo ordinario la liturgia nos presenta un singular ejemplo de fe: una mujer cananea, que pide a Jesús que cure a su hija, que “tenía un demonio muy malo”. El Señor no hace caso a sus insistentes invocaciones y parece no ceder ni siquiera cuando los mismos discípulos interceden por ella, como refiere el evangelista san Mateo. Pero, al final, ante la perseverancia y la humildad de esta desconocida, Jesús condesciende: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas” (Mt 15, 21-28).
“Mujer, ¡qué grande es tu fe!”. Jesús señala a esta humilde mujer como ejemplo de fe indómita. Su insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros un estímulo a no desalentarnos jamás y a no desesperar ni siquiera en medio de las pruebas más duras de la vida. El Señor no cierra los ojos ante las necesidades de sus hijos y, si a veces parece insensible a sus peticiones, es sólo para ponerlos a prueba y templar su fe.
Este es el testimonio de los santos; este es, especialmente, el testimonio de los mártires, asociados de modo más íntimo al sacrificio redentor de Cristo. En los días pasados hemos conmemorado a varios: los Papas Ponciano y Sixto II, el sacerdote Hipólito y el diácono Lorenzo, con sus compañeros, que murieron en Roma en los albores del cristianismo. Además, hemos recordado a una mártir de nuestro tiempo, santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, copatrona de Europa, que murió en un campo de concentración; y precisamente hoy la liturgia nos presenta a un mártir de la caridad, que selló su testimonio de amor a Cristo en el búnker del hambre de Auschwitz: san Maximiliano María Kolbe, que se inmoló voluntariamente en lugar de un padre de familia.
Invito a todos los bautizados, y de modo especial a los jóvenes que participan en la Jornada mundial de la juventud, a contemplar estos resplandecientes ejemplos de heroísmo evangélico. Invoco sobre todos su protección y en particular la de santa Teresa Benedicta de la Cruz, que pasó algunos años de su vida precisamente en el Carmelo de Colonia. Que sobre cada uno de vosotros vele con amor materno María, la Reina de los mártires, a quien mañana contemplaremos en su gloriosa asunción al cielo.
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Ángelus 2008
La Iglesia es signo e instrumento de comunión para toda la familia humana
Queridos hermanos y hermanas:
En este XX domingo del tiempo ordinario, la liturgia propone a nuestra reflexión las palabras del profeta Isaías: “A los extranjeros que se han dado al Señor, para servirlo, (...) los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración (...), porque mi casa es casa de oración y así la llamarán todos los pueblos” (Is 56, 6-7). A la universalidad de la salvación hace referencia también el apóstol san Pablo en la segunda lectura, así como la página evangélica que narra el episodio de la mujer cananea, una extranjera respecto a los judíos, a la que el Señor atendió por su gran fe. La palabra de Dios nos ofrece así la oportunidad de reflexionar sobre la universalidad de la misión de la Iglesia, constituida por pueblos de toda raza y cultura. Precisamente de aquí proviene la gran responsabilidad de la comunidad eclesial, llamada a ser casa hospitalaria para todos, signo e instrumento de comunión para toda la familia humana.
Es sumamente importante, especialmente en nuestro tiempo, que toda comunidad cristiana tome cada vez más profundamente conciencia de ello, a fin de ayudar también a la sociedad civil a superar cualquier tentación que se pueda dar de racismo, de intolerancia y de exclusión, y a organizarse con opciones respetuosas de la dignidad de todo ser humano. Una de las grandes conquistas de la humanidad es en efecto precisamente la superación del racismo. Pero, desgraciadamente, se registran en diversos países nuevas manifestaciones preocupantes, vinculadas a menudo a problemas sociales y económicos, que sin embargo jamás pueden justificar el desprecio y la discriminación racial. Oremos para que por doquier crezca el respeto a toda persona, junto a la conciencia responsable de que sólo en la acogida recíproca de todos se puede construir un mundo marcado por auténtica justicia y paz verdadera.
(…)
Encomendemos las problemáticas sociales que he recordado a la materna intercesión de María, a la que ahora invocamos juntos con el rezo del Ángelus.
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Ángelus 2011
El conocimiento de la fe crece con el deseo de encontrar el camino
Queridos hermanos y hermanas,
la lectura del Evangelio de este domingo comienza con los detalles sobre la región que Jesús iba a visitar: Tiro y Sidón, el noroeste de Galilea, tierra pagana. Y es aquí donde se encuentra con una mujer cananea, que se dirige a Él para pedirle que cure a su hija atormentada por un demonio (cfr Mt 15,22). Ya en esta petición, se puede observar un inicio del camino de la fe, que en el diálogo con el divino Maestro crece y se refuerza. La mujer no tiene miedo de gritarle a Jesús “Piedad de mí”, una expresión que aparece en los Salmos (cfr 50,1), lo llama “Señor” e “Hijo de David” (cfr Mt 15,22), manifestando así una firme esperanza de ser escuchada. ¿Cuál es la actitud del Señor frente al grito de dolor de una mujer pagana? Puede parecer desconcertante el silencio de Jesús, tanto que suscita la intervención de los discípulos, pero no se trata de poca sensibilidad al dolor de aquella mujer. San Agustín comenta sobre esto: “Cristo se mostraba indiferente hacia ella, no para negarle la misericordia sino para hacer crecer el deseo” (Sermón 77, 1: PL 38, 483).
El aparente distanciamiento de Jesús, que dice “Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel” (v. 24), no desanima a la cananea, que insiste: “Señor, ¡ayúdame!” (v. 25). E incluso cuando recibe una respuesta que parece terminar con toda esperanza −“No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los perros” (v.26)−, no desiste. No quiere quitar nada a nadie: en su sencillez y humildad le basta poco, le bastan las migas, le basta sólo una mirada, una palabra buena del Hijo de Dios. Y Jesús queda admirado por su respuesta de fe tan grande y le dice: “¡Qué se cumpla tu deseo!” (v.28).
Queridos amigos, también nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a abrirnos y acoger con libertad el don de Dios, a tener confianza y gritar también a Jesús “¡danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!”. Es el camino que Jesús ha hecho hacer a sus discípulos, a la mujer cananea y a todos los hombres de todo tiempo y pueblo, a cada uno de nosotros. La fe nos abre al conocimiento y a acoger la identidad real de Jesús, su novedad y su unicidad, su Palabra como fuente de vida, para vivir una relación personal con Él. El conocimiento de la fe crece, crece con el deseo de encontrar el camino, y es, finalmente, un don de Dios, que se revela a nosotros no como algo abstracto, sin rostro y sin nombre, sino que la fe responde a una Persona, que quiere entrar en una relación de amor profundo con nosotros e implicar toda nuestra vida. Por eso, cada día nuestro corazón debe vivir la experiencia de la conversión, cada día debe ver nuestro cambio de hombre encerrado en sí mismo al hombre abierto a la acción de Dios, al hombre espiritual (cfr 1Cor 2, 13-14), que se deja interpelar por la Palabra del Señor y abre la propia vida a su Amor.
Queridos hermanos y hermanas, alimentemos cada día nuestra fe, con la escucha profunda de la Palabra de Dios, con la celebración de los Sacramentos, con la oración personal como “grito” hacia Él y con la caridad hacia el prójimo. Invoquemos la intercesión de la Virgen María, que mañana contemplaremos en su gozosa Asunción al cielo en alma y cuerpo, para que nos ayude a anunciar y testimoniar con la vida, la alegría de haber encontrado al Señor.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
El Reino de Dios anunciado primero a Israel, ahora a todos los que creen
543. Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8, 11; 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:
La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5).
544. El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para “anunciar la Buena Nueva a los pobres” (Lc 4, 18; cf. 7, 22). Los declara bienaventurados porque de “ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3); a los “pequeños” es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).
La venida de Cristo esperanza de Israel; su aceptación definitiva del Mesías
674. La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinad o de la historia se vincula al reconocimiento del Mesías por “todo Israel” (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que “una parte está endurecida” (Rm 11, 25) en “la incredulidad” respecto a Jesús (Rm 11, 20). San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: “Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas” (Hch 3, 19-21). Y San Pablo le hace eco: “si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?” (Rm 11, 5). La entrada de “la plenitud de los judíos” (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de “la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al Pueblo de Dios “llegar a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13) en la cual “Dios será todo en nosotros” (1 Co 15, 28).
El poder de la invocación hecha con fe sincera
2610. Del mismo modo que Jesús ora al Padre y le da gracias antes de recibir sus dones, nos enseña esta audacia filial: “todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido” (Mc 11, 24). Tal es la fuerza de la oración, “todo es posible para quien cree” (Mc 9, 23), con una fe “que no duda” (Mt 21, 22). Tanto como Jesús se entristece por la “falta de fe” de los de Nazaret (Mc 6, 6) y la “poca fe” de sus discípulos (Mt 8, 26), así se admira ante la “gran fe” del centurión romano (cf Mt 8, 10) y de la cananea (cf Mt 15, 28).
La Iglesia es católica
831. Es católica porque ha sido enviada por Cristo en misión a la totalidad del género humano (cf Mt 28, 19):
Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos, para que así se cumpla el designio de Dios, que en el principio creó una única naturaleza humana y decidió reunir a sus hijos dispersos… Este carácter de universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia Católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu (LG 13).
La misión, exigencia de la catolicidad de la Iglesia
849. El mandato misionero. “La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser ‘sacramento universal de salvación’, por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres” (AG 1): “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Una mujer cananea se puso a gritar
Podríamos titular la página del Evangelio, que la liturgia nos hace escuchar hoy, de este modo: «De cómo un día una mujer barrió a Jesús con su fe».
Sigamos de cerca el desarrollo del asunto. Jesús en el transcurso de aquel mismo viaje durante el cual había multiplicado el pan y caminado sobre las aguas, llega cerca de las partes de Tiro y Sidón, esto es, al territorio habitado por paganos, por no judíos (hoy Tiro y Saida en el Líbano). Le viene a su encuentro una mujer Cananea, esto es, una descendiente del pueblo, que habitaba la Palestina antes de la conquista por los Hebreos. Por lo tanto, una pagana.
Se pone a gritar: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo». Y he aquí la primera ducha de agua fría. Está escrito que Jesús «no le respondió nada». Intervienen los apóstoles para interceder en su favor, no tanto por amor o afecto a la mujer, cuanto porque ella continuaba yendo detrás de ellos. «Atiéndela, que viene detrás gritando», le dicen. Segundo rechazo claro:
«Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel».
Mi misión, quería decir Jesús, está dirigida sobre todo al pueblo de Israel, y será eso lo que, una vez se haya convertido y admitido el Reino, deberá llevar el Evangelio a los paganos.
Llegados a este punto, ¿qué habríamos hecho nosotros? Probablemente, nos hubiéramos ido, ofendidos, escandalizados y murmurando entre nosotros: «¿Y éste es el modo de tratar a la gente por parte de uno que se hace pasar por amigo de los pobres y de los afligidos?» La Cananea, no. Ella es la antítesis perfecta de la persona susceptible, que se ofende fácilmente. Al contrario, ¿qué hace? Se le acerca y se le postra delante, diciéndole: «Señor, socórreme». Ante el rechazo ella responde intensificando la plegaria y la espera. Tercera palabra dura:
«No está bien echar a los perros el pan de los hijos».
Hijos son los descendientes de Abrahán y perros son los paganos. Cualquiera, llegado a este punto, habría escapado desesperado. No así la Cananea. Ella se agiganta a cada nuevo rasgo del Evangelio. Está empeñada en una especie de competición de salto de altura. ¿Habéis observado nunca qué sucede en la especialidad atlética del salto de altura? A cada salto conseguido, el listón viene elevado algún centímetro, siempre más alto, hasta que haya alguno que consiga superarlo. En la fe sucede la misma cosa. A cada dificultad, que superamos, Dios a veces levanta el listón, esto es, aumenta la exigencia, nos pide un acto de fe todavía más difícil. Así ha hecho Jesús con aquella mujer. Y he aquí el salto final de la Cananea:
«Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos».
Jesús, que hasta aquí se ha contenido fatigosamente, no resiste más y grita lleno de alegría, como haría un aficionado-seguidor, después de un salto record mundial del atleta de su corazón:
«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas».
Y nota el Evangelio que «en aquel momento quedó curada su hija». Pero ¿qué ha sucedido en el entretiempo? Otro milagro mucho más grande que el de la curación de la hija. Aquella mujer ha llegado a ser una «creyente», una de las primeras creyentes, provenientes del paganismo. Una pionera de la fe cristiana. Una antepasada nuestra.
Si Jesús la hubiese escuchado a la primera pregunta, todo lo que habría conseguido la mujer habría sido la liberación del demonio en la hija. La vida le hubiera transcurrido con algún fastidio menos. Pero, todo habría terminado ahí y, al final, madre e hija habrían muerto sin dejar rastro de sí. Por el contrario, de esta manera su fe ha crecido, se ha purificado, hasta arrancarle a Jesús aquel grito final de entusiasmo.
Jesús, en el Evangelio, es un buscador de fe, más apasionado de cuanto lo haya sido jamás un buscador de oro. Él, durante su vida, iba caminando con una especie de termómetro escondido, con el que medía la fe de quien se le acercaba a él. Dos veces su termómetro ha peligrado «saltar». Una es esta que hemos escuchado; la otra es la del centurión romano, cuando Jesús exclama: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande» (Mateo 8,10).
¡Cuántas cosas nos enseñan estas sencillas historias evangélicas! Una de las causas más profundas de sufrimiento para un creyente son las oraciones no escuchadas. Hemos orado durante semanas, meses y quizás años por una cierta cosa. Pero, nada. Dios parecía sordo. La mujer cananea está allí, encumbrada para siempre con el papel de institutriz y maestra de perseverancia en la oración. Ella parece haber tomado a la letra, sin conocerla, la palabra, que se lee en Isaías:
«Los que hacéis que Yahvé recuerde, no guardéis silencio. No le dejéis descansar» (Isaías 62, 6-7).
Ella no ha dado reposo a Jesús. Quien se hubiese encontrado observando el comportamiento y las palabras de Jesús hacia aquella pobre mujer desolada no habría podido dejar de señalar la insensibilidad y dureza de su corazón. ¿Cómo se puede tratar así a una madre afligida? Pero, ahora, sabemos qué había en el corazón de Jesús, qué le hacía actuar de este modo. Él sufría al oponerle sus rechazos, temblaba ante el riesgo de que ella se cansase y desistiese. Sabía que el arco, demasiado tenso, habría podido hasta romperse. En efecto, también para Dios está la incógnita de la libertad humana, que hace nacer en él la esperanza. Jesús ha esperado; por eso, al final se muestra tan lleno de alegría. Es como si hubiera vencido en dos competiciones.
Dios, por lo tanto, escucha asimismo cuando... no escucha. Y su no escuchar es ya un socorrer. Retardando en el oír, Dios hace, sí, que nuestro deseo crezca, que el objeto de nuestra oración se engrandezca; que de las cosas materiales pasemos a las espirituales, de las cosas temporales a las eternas, de las pequeñas cosas pasemos a las grandes. De este modo, él puede darnos mucho más de cuanto inicialmente habíamos venido a pedirle.
Frecuentemente, cuando nos ponemos en oración, nosotros nos asemejamos a aquel ciudadano, del que habla un antiguo autor espiritual. Ha recibido la noticia de que el rey en persona lo recibirá. Es la ocasión de su vida: podrá exponerle de viva voz su petición, pedirle lo que quiera estando seguro que le será concedido. Llega el día fijado para la entrevista y el buen hombre, emocionadísimo, entra ante la presencia del rey y ¿qué es lo que pide? ¡Un quintal de estiércol para sus campos! Era lo máximo que había llegado a pensar. Nosotros, os decía yo, nos comportamos a veces de la misma manera con Dios. Lo que le pedimos, en comparación con lo que podríamos pedirle, es sólo un quintal de abono, pequeñas cosas, que sirven para poco; es más, que podrían a veces hasta torcerse y convertirse en perjuicio nuestro.
Debemos acordarnos frecuentemente de la Cananea. Pocas páginas del Evangelio tienen un ejemplo tan frecuente en la vida del cristiano. Aquella mujer ha llegado a ser hija de Abrahán porque ha hecho «la obra de Abrahán» (Hebreos 11, 8ss.), esto es, ha creído. Ella ha permanecido anónima en la historia; no forma parte de los personajes «canonizados» del Evangelio como Marta y María y otras mujeres. Posiblemente sea mejor así para que permanezca como símbolo abierto a todos. Todos podemos y debemos ser la Cananea.
Un gran admirador de la Cananea, ¿sabéis quién era? San Agustín. Él le ha dedicado hasta tres de sus discursos y nunca omite recordarla cuando pretende hablar sobre la necesidad de «orar sin cansarse nunca». Quizás aquella mujer le recordaba muy de cerca a su madre Mónica. También ella había seguido al Señor durante años llorando y pidiéndole la conversión de su hijo. No se había dejado desanimar ante ningún rechazo. Había seguido al hijo incluso a Italia ya Milán. Hasta que lo tuvo no sólo convertido sino también obispo, santo y doctor de la Iglesia. En uno de sus discursos él recordaba las palabras de Cristo:
«Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (Mateo 7, 7).
Y concluye diciendo: «Así hizo la mujer cananea: pidió, buscó, llamó a la puerta y recibió. Hagamos de igual forma nosotros lo mismo y también a nosotros se nos abrirá».
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Llevar la caridad a todos
«El Señor se regocija en los hombres que tienen fe. Se complace en aquellos que reconocen su poder, confían en Él y se abandonan en su misericordia. Pero al mundo le falta fe.
¡Qué afortunados somos por haber sido reunidos en una sola Iglesia, a la que hemos sido afiliados por medio del bautismo!
Cristo, por sus méritos en la cruz, nos ha ganado el derecho de ser llamados hijos, uniéndonos al Padre en filiación divina.
Pero hay algunos que no creen, y no se comportan como hijos. Pretenden ganar sus batallas con sus propias fuerzas, y son vencidos por su propia soberbia.
Pero el Buen Pastor tiene también otras ovejas que no son de su redil y, aunque no son hijos, acuden a Él, y con humildad se postran ante Él para pedir su favor, aunque sea las migajas de su infinito amor.
Y Dios, que es tan bueno, todo lo aprovecha, hasta las migajas para atraerlos a Él. Y obra milagros, admirado por su fe, también afuera de la Iglesia que Él mismo ha fundado, para reunir a todas las ovejas en un mismo redil, en un solo rebaño y con un solo Pastor. Él no despreciará a ninguno que viva la caridad con los más necesitados.
Acude tú a tu Padre Dios, y pídele como verdadero hijo, porque lo eres.
Y si no te comportaras como hijo, arrepiéntete y acude a Él con el corazón contrito y humillado, que Él no despreciará, sino que lo sumergirá en el mar infinito de su misericordia, lo llenará de amor, y te lo devolverá, para que, con ese mismo amor, correspondas intercediendo ante Él por los enfermos, por los pobres, por los más necesitados, y lleves la caridad a tus hermanos, a los que están cerca y a los que se encuentran alejados.
Muéstrale a Dios tu fe, y Él te mostrará sus obras, te sentará a la mesa y compartirá contigo su banquete, aunque tú no merezcas ni las migajas, ni las sobras».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Dios siempre escucha y concede
Se nos manifiesta a través de estos versículos del Evangelio según San Mateo que Dios desea el bien de los hombres y su felicidad. De hecho, todo verdadero bien humano nos acaba produciendo esa grata impresión de plenitud que llamamos felicidad. También los bienes que cuestan... El dolor, el cansancio, el trabajo... pueden estar unidos a bienes para los hombres, y entonces ese dolor que se sufre y podría empañar la felicidad, es compatible con ella. No hay que tener miedo a sufrir si es por el bien. En nuestra condición sucede, y no pocas más veces, que los mayores bienes son arduos.
Aquella mujer padece considerablemente por su hija y acude a Jesús con confianza. Con confianza, con humildad y, a la vez, con urgencia. Apurada, diríamos, por la necesidad. Pero Jesús le concede lo que pide, aunque la mujer se haya acordado de Él sólo a impulsos de su desdicha. De sobra conoce Jesucristo la penuria humana, hasta para lo que puede parecer puramente terreno. Por eso es tan duro vivir sin Dios, y más cuando somos conscientes de lo que somos y podemos: de la felicidad con que nos puede colmar ya en esta vida.
Sin embargo, el Señor parece resistirse. ¿Acaso no le preocupa el problema de esa madre? Sin duda que se siente conmovido desde el primer instante. No olvidemos la ternura que demuestra con los niños; cómo reprueba a los que impiden que se le acerquen. Jesús hizo suyo de inmediato el dolor de la madre y el padecimiento de la hija, y no podía sino remediarlos. Sin embargo, parece resistirse.
Pero ese modo de negarse de Cristo es ocasión de grandeza para la madre. Ya había manifestado su fe y su humildad con sólo dirigirse a Jesús con aquella audacia y sencillez. Ahora argumenta con ingenio. Pone –diríamos– todos los medios humanos a su alcance, como manifestación de verdadero interés y de su seguridad en el poder de Cristo. Toda una lección para nosotros, que pensamos en ocasiones haber hecho ya bastante, con sólo intentarlo una vez y tal vez con menos empeño del posible. Cuando se trata de hacer el bien y en la medida en que es más necesario, únicamente es manifestación de auténtico deseo, agotar todas las posibilidades humanas y sobrenaturales.
Un buen criterio es poner todos los medios humanos como si no existieran los sobrenaturales y, simultáneamente, todos los medios sobrenaturales como si no existieran los humanos. Hacer todo lo posible y encomendarnos al Señor con fuerza y confianza. Dios, Creador nuestro, nos ha otorgado, junto a la inteligencia, una serie de cualidades personales que podemos desplegar en hacer el bien y agradarle. Junto a esos talentos, Él mismo se nos ofrece. Disponemos de su ayuda poderosa que, como buen Padre, no nos sabe negar. No se nos ocurrirá por eso jamás que Dios no nos escucha, que no quiere ayudarnos. Él siempre quiere y hace en cada caso lo mejor para sus hijos. En ocasiones algo distinto de lo que pensamos –es Dios infinitamente sabio y poderoso–, con lo que nos brinda la ocasión de someter nuestra inteligencia humana a su absoluto saber. Sólo así, aceptando esa natural limitación personal, le reconocemos en la práctica como Dios: la primera condición para el crecimiento en santidad.
La buena madre cananea, que persevera siguiendo al Señor sin recibir respuesta de Él, no se escandaliza ni se revela menospreciando la bondad o el poder de Jesucristo, insiste. Persevera en su súplica, como quien, apoyada sólo en la bondad gratuita de Dios y sin derecho propio, confía indudable en obtener el bien que desea. Muestra así su convencimiento, su fe, en que a pesar de la aparente indiferencia, Cristo es sin embargo infinitamente poderoso y bueno. Nos enseña a no juzgar nunca a Dios. Y san Josemaría apunta:
La primera condición de la oración es la perseverancia; la segunda, la humildad.
—Sé santamente tozudo, con confianza. Piensa que el Señor, cuando le pedimos algo importante, quizá quiere la súplica de muchos años. ¡Insiste!..., pero insiste siempre con más confianza.
Aunque experimentemos que no nos cumple Dios los deseos de nuestras reiteradas súplicas, Él siempre sabe más. Posiblemente desea otorgarnos el mérito sobrenatural y trascendente de corresponder a la fe: tesoro indudablemente más valioso que lo que pedimos.
Bienaventurada porque has creído, alaba Isabel a María. La Madre de Dios es por excelencia la que confía en el Señor. Le pedimos que nos enseñe a sus hijos a creer, para ser así, como Ella, un consuelo para Dios en el mundo.
María, Maestra de oración –recuerda san Josemaría–. —Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. —Y cómo logra.
—Aprende.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
El problema de los de afuera
La palabra de Dios de esta Misa nos llama a reflexionar sobre un problema que día a día se hace más agudo: el problema con “los de afuera”, es decir, la actitud que debe tenerse ante todos aquellos −pueblos lejanos o grupos alrededor de nosotros que no son cristianos.
En una época, este problema era menos grave. Los discípulos de Jesús vivían en un mundo que se decía todo cristiano y donde los ateos declaraban “no poder no llamarse cristianos” (B. Croce). Los otros, los pueblos no creyentes, eran vistos a lo lejos, como gente a quien llevar la fe a través de la misión. Ahora, este cuadro unitario se ha resquebrajado; los pueblos se mueven, aparecen en escena. Una vez caído el colonialismo, se establecieron nuevas relaciones; ninguno está ya protegido por las propias barreras nacionales. La confrontación es inevitable y cotidiana. Pero hay algo más: la confrontación se da ahora dentro de nuestra casa; nuestro mismo país ya no es tan monolítico en su fe, como lo era hasta hace unas décadas. Hay grupos −pocos, es verdad− que no se reconocen en Cristo, y grupos, bastante más numerosos y consistentes, que no se reconocen en la Iglesia de Cristo. ¿Qué pensar de estos hombres y cómo comportarnos con ellos? He aquí el problema al cual la palabra de las Escrituras nos puede ayudar hoya darle una respuesta de fe. Veamos, antes que nada, qué nos dice ella.
La primera lectura de Isaías nos lleva a estar en medio del pueblo hebreo, antes de Cristo. Aquí la distinción es neta: de un lado, los hebreos, el pueblo elegido, los destinatarios de la alianza y de la promesa; del otro, todos los otros pueblos. La humanidad se divide en hebreos y gentiles. La tentación de los primeros de encerrarse en sí mismos y considerar a todos los demás hombres como impuros era fuerte y continua. Sin embargo, aunque en sentido único, se deja abierta una puerta: también los extranjeros están capacitados para amar el nombre del Señor y ser sus servidores. Si aceptan la ley (el sábado), pueden ingresar y formar parte del pueblo de la Alianza; Dios tendrá en cuenta sus sacrificios y el templo de Dios será Casa de oración para todos.
Todavía más lejos llega el salmo responsorial: proclama el dominio universal de Yahvé sobre todos los pueblos (Que canten de alegría las naciones, porque gobiernas a los pueblos con justicia y guías a las naciones de la tierra) e incluso los invita a reconocer al Señor y a unirse a su alabanza: ¡Que los pueblos te den gracias!
La palabra del apóstol Pablo, en la segunda lectura, nos esbozó una situación en cierto sentido distinta. Ahora, la elección y la salvación ha pasado a los paganos: ¿qué actitud asumir ante los judíos? Ninguna discriminación o racismo al revés: Los dones y el llamado de Dios son irrevocables. Los judíos quedan como el pueblo elegido, su incredulidad sirvió providencialmente para la reconciliación del mundo, es decir, para abrir el horizonte de la salvación a todos los pueblos. Por lo tanto, ninguna jactancia frente a ellos por parte de los nuevos convocados, sino más bien, reconocimiento y temor. Pablo deja una gran abertura para la esperanza: ...esto es para que ellos también alcancen misericordia, y ese día será una especie de resurrección de los muertos.
Vamos ahora al Evangelio. Un simple episodio: Jesús se ha dirigido hacia Tiro y Sidón, donde habitan los paganos. Una mujer le suplica que cure a su hija; Jesús parece negarse, pero luego, impresionado por su fe, consiente. El problema de la relación entre judíos y cristianos está captado aquí en su momento crucial, en el pasaje de la primera a la segunda situación. En torno a Jesús se produce la decisión y la nueva división. Lo que decide ahora ya no es el pertenecer a una raza, sino la fe en él: Mujer, ¡qué grande es tu fe! Es la fe −no el observar la ley− lo que rompe las barreras v hace comensales a los cachorros.
Es cierto, el pasaje provoca diversos interrogantes: por ejemplo, ¿qué habrá querido decir Jesús con aquella frase: Yo he sido mandado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel? Seguramente, no que él no se sintiera, enviado a todos los hombres, sino que debía llegar a todos los hombres a través de la fe y de la conversión de Israel. Dios daba cumplimiento a las promesas hechas a la descendencia de Abraham para que fuesen creíbles las promesas que se disponía a hacer a todos los hombres.
Tal es la situación en la Biblia. ¿Qué hay todavía de válido y actual para nosotros que vivimos en un contexto tan diferente? El problema de la relación entre cristianos y hebreos sigue siendo de gran actualidad. Estos veinte siglos han estado llenos de cosas terribles con respecto a los hebreos. Los cachorros de los cuales hablaba el Evangelio de hoya menudo se han rebelado contra los hijos de cierta época. ¿Quién puede permanecer impasible frente a las preguntas angustiadas que la pequeña Ann Frank, desde su diario, dirige al mundo y a su historia: “¿Quién nos impuso esto? ¿Quién nos hizo sufrir tanto hasta ahora? ¿Cuándo seremos de nuevo hombres y no sólo hebreos?”.
El Concilio Vaticano II puso fin a tantos equívocos. No se puede imputar solamente a todos los hebreos −escribió− la muerte de Cristo; el antisemitismo debe ser condenado en todos lados, incluso en la Iglesia; el gran patrimonio espiritual que los cristianos tienen en común con los hebreos constituye un vínculo y exige una atención preferencial hacia ellos: nosotros y ellos adoramos al mismo Dios de Abraham. Jamás las Escrituras dicen que ellos han sido rechazados para siempre por Dios (Nostra aetate, nº 4). Ahora nos toca a los cristianos poner en acto este nuevo espíritu al escribir, al hablar, en los contactos −por cierto, no escasos en nuestra misma ciudad− con miembros de la comunidad hebrea. Debemos estar atentos para no recaer en un antiguo error, atribuyendo a todos los hebreos excesos y errores políticos del renacido Estado hebreo o, incluso, de un partido suyo: el sionismo.
¡Es importantísimo este acercamiento y este mutuo reconocimiento entre el pueblo de la antigua y de la nueva alianza! El Padre común no puede dejar de complacerse; al contrario, ¡quién sabe si no es éste el inicio de aquella nueva admisión y “resurrección de los muertos” de la cual hablaba san Pablo! Pero no podemos detenernos sólo en los hebreos. ¿Qué pensar de los centenares y centenares de millones de hermanos hindúes, budistas, musulmanes? ¿Hay salvación para ellos? También en esto el Concilio trajo un aire nuevo, más humano y, sobre todo, más de acuerdo con la idea de Dios que nos inculcó el Evangelio. Por supuesto que hay salvación para ellos, si se esfuerzan por vivir honestamente las exigencias de la fe o de su conciencia. Desde el interior de su religión, ellos tienden, en formas más o menos claras, al mismo Dios que es también el nuestro; todos los brazos de la tierra que se elevan al cielo se entrecruzan idealmente en aquel punto que llamamos “Dios”. Por eso, “la Iglesia católica no rechaza nada de cuanto es verdadero y santo en estas religiones. Considera con sincero respeto aquellas formas de actuar y vivir, aquellos preceptos y aquellas doctrinas que no raramente reflejan un rayo de esa verdad que ilumina a los hombres” (Nostra aetate, nº 2).
La fidelidad a nuestro “credo” nos impide colocar a todas las religiones en un mismo plano: nosotros estamos seguros de que en Jesús −camino, verdad y vida− se ha manifestado de manera plena y definitiva la benignidad y la verdad de Dios y de que, por eso, a él tiende implícitamente todo otro camino, como una especie de “preparación para el Evangelio”, como lo fue el Antiguo Testamento para los hebreos y la filosofía griega para los primeros creyentes paganos.
¿Qué decir, finalmente, de aquellos hermanos que viven entre nosotros, pero que dicen estar fuera de la Iglesia o que incluso se autodenominan ateos? Cierto día, le hablaron a Jesús acerca de algunos que “echaban a los demonios” sin contarse entre sus seguidores; querían que él lo impidiera, pero Jesús respondió que dejaran las cosas así ya que, agregó: Quien no está contra nosotros, está con nosotros (Mc. 9, 38 ssq.). También ésta es una palabra de Cristo. Aparentemente, está en contra de lo que él mismo nos dice en otra circunstancia: El que no está conmigo, está contra mí y el que no recoge conmigo, desparrama (Lc. 11, 23). En realidad, las dos palabras se integran recíprocamente, si sólo las imaginamos dirigidas, una a los propios discípulos, la otra a los de afuera. A los primeros, vale decir a nosotros, Jesús les pide no estar celosos de quienes “hacen milagros” fuera de la Iglesia, de no despreciar o negar lo que hacen, por la liberación del hombre, movimientos “laicos” (como el marxismo o el feminismo), aun cuando sean anticlericales. El antiguo apologista cristiano Justino, al hablar de las conquistas del helenismo pagano, decía: “Todo lo que ha sido dicho o hecho por cualquiera, pertenece también a nosotros, los cristianos, porque adoramos al Verbo” (Ir Apol. 13); es como decir: nosotros somos discípulos de Aquel sin el cual −lo sepan o no− los hombres no podrían concebir nada ni hacer nada bueno y válido
A los otros −a los de afuera− Jesús les recuerda justamente esta última cosa: no erigirse en sus antagonistas, o en salvadores de los hombres, aun cuando crean hacerla mejor que la Iglesia Quien no recoge con él. es decir, quien pretende establecer otros fines últimos, o empujar al hombre en dirección opuesta a la suya, no recoge, pero desparrama; no construye pero destruye; no realiza el verdadero bien de la humanidad, sino que aumenta las amenazas sobre su cabeza.
Por eso, seguimos repitiendo con toda la tradición cristiana que “fuera de la Iglesia no hay salvación”; pero sabemos que hay una Iglesia de Dios mucho más amplia que aquella que aparece ante nuestros ojos. Tal vez ha llegado la hora de repetir por segunda vez, y en un sentido todavía más amplio, lo que dijo el apóstol Pedro al admitir al primer pagano en la Iglesia: Verdaderamente, comprendo que Dios no hace acepción de personas, y que en cualquier nación, todo el que lo teme y practica la justicia es agradable a él (Hech. 10, 35).
Nos corresponde a nosotros hacer que este pertenecer implícito −este “cristianismo anónimo”, como se dice hoy− se convierta pronto, pero sin ninguna clase de violencia, en un pertenecer y en una aceptación explícita de la palabra de Jesús y de su Iglesia. Hacer que en la tierra se reconozca su dominio, y su victoria entre las naciones (salmo responsorial).
En el ínterin, entre tantos remordimientos y nostalgias que justamente llevamos con nosotros debido a nuestros incumplimientos y trasgresiones con respecto a los hermanos, es justo que también dejemos lugar a un sentimiento de gran alegría: no estamos solos; no estamos condenados a salvarnos sin los otros como las ocho almas en el arca de Noé. Hileras incalculables de otros hombres creen en Dios y lo aman, lo invocan quizás más intensamente que nosotros; algún día, encontrará la manera −en este mundo o después de él− de reunirnos como hermanos reconciliados alrededor de la gran mesa de su Reino.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
En el Ángelus (19-VIII-1984)
– Bendición de Dios
La Iglesia pide hoy por todos los pueblos de la tierra. Lo manifiesta la liturgia de la Santa Misa y, en particular, el Salmo y el versículo responsorial:
“Oh Dios, que te alaben los pueblos, / que todos los pueblos te alaben”.
Con las palabras del Salmo pedimos ante todo la bendición de Dios y la salvación para todos los pueblos:
“El Señor tenga piedad y nos bendiga, / ilumine su rostro sobre nosotros: / conozca la tierra tus caminos, / todos los pueblos tu salvación” (Sal 66/67, 2-3).
Al final de su misión mesiánica en la tierra, Cristo Señor envió a los Apóstoles, para que enseñasen “a todas las gentes” (cfr. Mt 28,19); a fin de que todos conociesen la Buena Nueva, esto es, el camino de la salvación, que Dios, en su eterno amor, ha trazado a los hombres y a los pueblos.
– Justicia de Dios
El Salmo continúa luego con las siguientes expresiones:
“Que canten de alegría las naciones, / porque riges la tierra con justicia, / riges los pueblos con rectitud/ y gobiernas las naciones de la tierra.../ Que Dios nos bendiga; que le teman/ hasta los confines del orbe” (vv.5,8).
El Creador dio a los hombres y a las sociedades humanas el entendimiento y la prudencia: en cierto sentido, el hombre es “providencia” para sí mismo. Sin embargo, esta “providencia” humana es limitada. Igual que es limitada la justicia humana.
La Iglesia invoca la justicia de Dios que es definitiva y misericordiosa para los pueblos, las naciones y la humanidad. Dios guía a la humanidad por el camino de la salvación, o sea, de la justificación en Jesucristo.
– Misericordiosa providencia
La Iglesia invoca la misericordiosa Providencia divina para las naciones y para toda la humanidad, a fin de que, protegidas del multiforme mal que las amenaza, puedan encontrar el camino de la salvación: el camino de la justicia y de la paz.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Esta universalidad de la salvación es recogida en las tres lecturas de hoy y tiene como único requisito la fe. La fe de esta mujer cananea logra que se adelante la hora prevista por Dios para anunciar la Buena Nueva a todas las gentes, como la súplica confiada de María, la Madre de Jesús y nuestra, hizo que se adelantase también la hora del ministerio público de Jesús (Cfr. Jn 2,4-11).
Centremos nuestra atención en el diálogo entre Jesús y esta mujer. Hay una resistencia inicial del Señor que ha sido enviado para salvar a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Y hay también una insistencia sin desmayos en esta mujer libanesa: “¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio”. Es el grito angustioso de tantas madres que ven cómo el mal se ha cebado en sus hijos. Hay males del cuerpo; pero también los hay del espíritu: gentes que no creen en Dios. Y de la voluntad: gentes que no quieren creer porque eso obliga a compromisos. Empujada por el amor a su hija, esta madre apeló con todas sus fuerzas a la piedad y al poder de Jesús. Pero Él, no le respondió palabra. ¡El silencio de Dios! ¡He aquí algo tan escandaloso o más que el sufrimiento del cuerpo o del espíritu! ¿Cómo creer en un Dios que permite tanto drama humano, tanta desorientación religiosa? El hombre tiende a responsabilizar a Dios del mal que le rodea y que se debe al uso torcido que él mismo hace de la libertad que Dios le ha concedido. Esta madre no protesta, no acusa, sino que postrándose ante Jesús le dice: “Señor, ayúdame”.
“Pedid y se os dará…” (Mt 7,7-11). Sí, pero ¿quién podría contar el número de los que desertaron de la vida de oración retirándole a Dios su confianza al no ver atendidas sus peticiones? ¿Para qué sirve rezar?, se dice con despecho al ver que los males no se solucionan. Que Dios no nos dé siempre lo que le pidamos no quiere decir que no nos haya oído. Es éste un error frecuente. Querer que Dios ejecute nuestros deseos no sería pedir sino mandar. ¿Y qué pedimos la mayoría de las veces? El alejamiento del dolor, el éxito fácil, la solución rápida de un problema. Y nuestro Padre Dios, que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, deja que los acontecimientos sigan su curso porque de ellos se derivará un bien mayor para nosotros. Ignorantes o impulsivos pedimos piedras en lugar de pan.
Dios es la Bondad y la Sabiduría eterna y nos ama más de lo que nosotros nos amamos a nosotros mismos; nos conoce mejor de lo que nos conocemos y, en consecuencia, da siempre lo que más nos conviene aunque no lo entendamos así. Unas veces nos dirá como a esta mujer: “que te suceda como tú deseas”; y, otras, como a sus discípulos Santiago y Juan: “no sabéis lo que pedís” (Mt 20,22). Pero tanto en una ocasión como en la otra, nos ha escuchado. “Me invocaréis y Yo os oiré” (Is 58,9).
Esta mujer cananea es el símbolo de la Iglesia que clama a Dios, día y noche, año tras año, a lo largo de los siglos para que la libre del mal. Hay etapas de su historia, en las que parece que Dios calla. Pero no es así. La Iglesia cree en la salvación ofrecida por Dios aunque el mal parezca triunfar como creyó esta mujer sin haber visto la curación de su hija. “Por esto que has dicho, vete, el demonio ha salido de tu hija”, dijo Jesús. “Y al regresar a su casa, encontró a la niña en la cama, y que el demonio había salido”. La fe permite ver el final anticipadamente.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«La fe grande y victoriosa»
I. LA PALABRA DE DIOS
Is 56,1.6-7: «A los extranjeros los traeré a mi Monte Santo»
Sal 66,2s.5.6.8: «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben»
Rm 11,13-15.29-32: «Los dones y la llamada de Dios son irrevocables para Israel»
Mt 15,21-28: «Mujer, qué grande es tu fe»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
La mujer cananea que comenzó orando a gritos: «Ten compasión...» y obtuvo el silencio por respuesta, «se postró ante él y le pidió de rodillas» (la voz hecha gesto): «Señor, socórreme». Consiguió romper el silencio de Jesús y obtuvo la respuesta de que el pan es para los hijos. Pero la orante a gritos y postrada vuelve la comparación a su favor: «también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos». Jesús ya no puede menos de romper distancias y exclama: «Mujer, qué grande es tu fe, que se cumpla lo que deseas». La fe confiesa el poder de Dios y se confía a él a pesar de todo. Las acciones mesiánicas de Jesús a favor de Israel, que son los milagros, se extienden fuera de los confines del primer pueblo elegido. Comienza ya la llamada universal a la fe (1ª Lect.).
III. SITUACIÓN HUMANA
No oramos u oramos mal por falta de fe. Esta falta “revela que no se ha alcanzado todavía la disposición propia de un corazón humilde: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15,5)” (2732). Tenemos necesidad de la fe inquebrantable de la cananea y de la humilde oración de aquel padre que dijo gritando: «¡Creo! Ayuda a mi falta de fe» (Mc 9,23). Orar creyendo es imprescindible para vivir seguros bajo la providencia y colaborar con ella.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– Dios rige la vida de los humanos por su providencia: “Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó, «alcanzando con fuerza de un extremo a otro del mundo y disponiéndolo todo con dulzura» (Sb 8,1). Porque «todo está desnudo y patente a sus ojos» (Hb 4,13), incluso lo que la acción libre de las criaturas producirá” (302).
– Los hombres pueden cooperar con ella: “Los hombres cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones y oraciones sino también por sus sufrimientos. Entonces llegan a ser plenamente «colaboradores de Dios» (1 Co 3,9) y de su Reino” (307).
La respuesta
– “«Orad constantemente» (1 Ts 5,17), «dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre en nombre de Nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,20); «siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos» (Ef 6,18). No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente; pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar. Este ardor incansable no puede venir más que del amor. Contra nuestra inercia y nuestra pereza, el combate de la oración es el combate del amor humilde, confiado y perseverante...” (2742).
El testimonio cristiano
– «No te aflijas si no recibes de Dios inmediatamente lo que pides: es él quien quiere hacerte más bien todavía mediante tu perseverancia en permanecer con él en oración. Él quiere que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que él está dispuesto a darnos (San Agustín, ep. 130, 8, 17)» (2737).
Por un lado, la fe incansable de la cananea, por otro, nuestra «poca fe» que pronto duda y se cansa. «No mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia». Dios nos invita a cooperar con su providencia que rige el mundo, para conducirlo a la felicidad que es Él «todo en todos», la nueva creación.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
El valor de la oración.
– Cómo pedir. El Señor atiende con especial solicitud la oración por los hijos.
I. En el Evangelio de la Misa, San Mateo nos dice que Jesús se retiró con sus discípulos a la región de Tiro y Sidón. Pasó de la ribera del mar de Galilea a la del Mediterráneo. Allí se le acercó una mujer gentil, perteneciente a la antigua población de Palestina −el país de Canaán− donde se asentaron los israelitas. Y a grandes voces le decía: ¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! ¡Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio!
El Evangelista consigna que Jesús, a pesar de los gritos de la mujer, no respondió palabra. Este primer encuentro tuvo lugar, según indica San Marcos, en una casa, y allí la mujer se postró a sus pies. El Señor, aparentemente, no le hizo el menor caso.
Después, Jesús y sus acompañantes debieron de salir de la casa, pues San Mateo escribe que los discípulos se le acercaron para decirle: Atiéndela para que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros. La mujer persevera en su clamor, pero Jesús se limita a decirle: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de Israel. Esta madre, sin embargo, no se dio por vencida: se acercó y se postró ante Él diciendo: ¡Señor, ayúdame! ¡Cuánta fe!, ¡cuánta humildad!, ¡qué interés tan grande en su petición!
Jesús le explica mediante una imagen que el Reino había de ser predicado en primer lugar a los hijos, a quienes componían el pueblo elegido: No está bien −le dice− tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos. Pero la mujer, con profunda humildad, con fe sin límites, con una constancia a toda prueba, no se echó atrás: Es verdad, Señor −le contesta−, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos. Se introduce en la parábola, conquista el Corazón de Cristo, provoca uno de los mayores elogios del Señor y el milagro que pedía: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase como tú quieres. Y quedó sana su hija en aquel instante. Fue el premio a su perseverancia.
Las buenas madres que aparecen en el Evangelio manifiestan siempre solicitud por sus hijos. Saben dirigirse a Jesús en petición de ayuda y de dones. Una vez será la madre de Santiago y de Juan la que se acerque al Señor para pedirle que reserve un buen puesto para sus hijos. Otra vez será aquella viuda de Naín que llora detrás de su hijo muerto y consigue de Cristo, quizá con una mirada, que se lo devuelva con vida... La mujer que nos presenta el Evangelio de hoy es el modelo acabado de constancia que deben meditar quienes se cansan pronto de pedir.
San Agustín nos cuenta en sus Confesiones cómo su madre, Santa Mónica, santamente preocupada por la conversión de su hijo, no cesaba de llorar y de rogar a Dios por él; y tampoco dejaba de pedir a las personas buenas y sabias que hablaran con él para que abandonase sus errores. Un día, un buen obispo le dijo estas palabras, que tanto la consolaron: “¡Vete en paz, mujer!, pues es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”. Más tarde, el propio San Agustín dirá: “si yo no perecí en el error, fue debido a las lágrimas cotidianas llenas de fe de mi madre”.
Dios oye de modo especial la oración de quienes saben amar; aunque alguna vez parezca que guarda silencio. Espera a que nuestra fe se haga más firme, más grande la esperanza, más confiado el amor. Quiere de todos un deseo más ferviente −como el de las madres buenas− y una mayor humildad.
− Cualidades de la oración: perseverancia, fe y humildad. Buscar la ayuda de otros para que unan su oración a la nuestra.
II. La oración de petición ocupa un lugar muy importante en la vida de los hombres. Aunque el Señor nos concede de hecho muchos dones y beneficios sin haberlos pedido, otras gracias ha dispuesto otorgarlas a través de nuestra oración, o de la de aquellos que se encuentran más cerca de Él. Enseña Santo Tomás que nuestra petición no se dirige a cambiar la voluntad divina, sino a obtener lo que ya había dispuesto que nos concedería si se lo pedíamos. Por eso es necesario pedir al Señor incansablemente, pues no sabemos cuál es la medida de oración que Dios espera que colmemos para otorgarnos lo que quiere darnos. Hemos de solicitar también a otras personas que rueguen por las intenciones santamente ambiciosas que tenemos en nuestro corazón, y por todo aquello que deseamos obtener del Señor. El mismo Santo Tomás explica que una de las causas de que Jesús no respondiera enseguida a esta mujer fue porque quería que los discípulos intercedieran por ella, para hacernos ver de esta manera lo necesaria que es, para conseguir algunas cosas, la intercesión de los santos. El milagro extraordinario que le pedía esta mujer gentil necesitó también una oración excepcional, acompañada de mucha fe y de mucha humildad. Perseverar es la condición primera de toda petición: es preciso orar siempre y no desfallecer, enseñó el mismo Jesús. Persevera en la oración. –Persevera, aunque tu labor parezca estéril. –La oración es siempre fecunda. La petición de la mujer cananea fue eficaz desde el primer momento. Jesús sólo esperó a que se dispusiera su corazón para recibir el gran don que solicitaba.
Hemos de pedir con fe. La misma fe “hace brotar la oración y la oración, en cuanto brota, alcanza la firmeza de la fe”; ambas están íntimamente unidas. Esta mujer tenía una fe grande: “cree en la Divinidad de Cristo, cuando le llama Señor; y en su Humanidad cuando le dice Hijo de David. No pide ella nada en nombre de sus méritos; invoca sólo la misericordia de Dios diciendo: “Ten piedad”. Y no dice ten piedad de mi hija, sino de mí, porque el dolor de la hija es el dolor de la madre; y a fin de moverle más a compasión, le cuenta todo su dolor; por eso sigue: Mi hija es malamente atormentada por el demonio. En estas palabras descubre al Médico sus heridas y la magnitud y especie de su enfermedad; la magnitud, cuando le dice: Es atormentada malamente; la especie, por las palabras: por el demonio”.
La constancia en la oración nace de una vida de fe, de confianza en Jesús que nos oye incluso cuando parece que calla. Y esta fe nos llevará a un abandono pleno en las manos de Dios. Dile: Señor, nada quiero más que lo que Tú quieras. Aun lo que en estos días vengo pidiéndote, si me aparta un milímetro de la Voluntad tuya, no me lo des. Sólo quiero lo que Tú quieres y porque Tú lo quieres.
− Pedir en primer lugar por las necesidades del alma, y por las materiales en la medida en que nos acerquen a Dios.
III. Esta mujer que pide y recibe nos enseña con su ejemplo una cualidad más de la buena oración: la humildad. La oración debe brotar de un corazón humilde y arrepentido de sus pecados: Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies, el Señor, que nunca desprecia un corazón contrito y arrepentido, resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. A quien se sabe servus pauper et humilis.
El Señor desea que le pidamos muchas cosas. En primer lugar, lo que se refiere al alma, pues “grandes son las enfermedades que la aquejan, y éstas son las que principalmente quiere curar el Señor. Y, si cura las del cuerpo, es porque quiere desterrar las del alma”. Suele suceder que “apenas nos aqueja una enfermedad corporal, no dejamos piedra por mover hasta vernos libres de su molestia; estando, en cambio, enferma nuestra alma, a veces todo son vacilaciones y aplazamientos (...): hacemos de lo necesario accesorio, y de lo accesorio necesario. Dejamos abierta la fuente de los males y pretendemos secar los arroyuelos”. Para el alma podemos pedir gracia para luchar contra los defectos, más rectitud de intención en lo que hacemos, fidelidad a la propia vocación, luz para recibir con más fruto la Sagrada Comunión, una caridad más fina, docilidad en la dirección espiritual, más afán apostólico... También quiere el Señor que roguemos por otras necesidades: ayuda para sobreponernos a un pequeño fracaso; trabajo, si nos falta; la salud... Y todo en la medida en que nos sirva para amar más a Dios. No queremos nada que, quizá con el paso del tiempo, nos alejaría de lo que verdaderamente nos debe importar: estar siempre junto a Cristo.
A Jesús le es especialmente grato que pidamos por otros. “La necesidad nos obliga a rogar por nosotros mismos, y la caridad fraterna a pedir por los demás. Es más aceptable a Dios la oración recomendada por la caridad que aquella que está motivada por la necesidad”, enseña San Juan Crisóstomo.
Hemos de orar, en primer lugar, por aquellas personas a quienes nos une un vínculo más fuerte, y por aquellas que el Señor ha puesto a nuestro cuidado. Los padres tienen una especial obligación de pedir por sus hijos; mucho más si éstos estuvieran alejados de la fe o el Señor hubiera manifestado una particular predilección por ellos llamándolos a un camino de entrega. Y para que Dios nos oiga con más prontitud, acompañemos con obras nuestra petición: ofreciendo horas de trabajo o de estudio por esa intención, aceptando por Dios el dolor y las contrariedades, ejerciendo la caridad y la misericordia en toda oportunidad.
Los cristianos de todos los tiempos se han sentido movidos a presentar sus peticiones a través de santos intercesores, del propio Ángel Custodio, y muy singularmente a través de Nuestra Madre Santa María. Dice San Bernardo que “subió al Cielo nuestra Abogada, para que, como Madre del Juez y Madre de Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación”. No dejemos de acudir cada día a Nuestra Señora; mucho nos va en ello.
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Rev. D. +Joan SERRA i Fontanet (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
«Señor, también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos»
Hoy contemplamos la escena de la cananea: una mujer pagana, no israelita, que tenía la hija muy enferma, endemoniada, y oyó hablar de Jesús. Sale a su encuentro y con gritos le dice: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo» (Mt 15,22). No le pide nada, solamente le expone el mal que sufre su hija, confiando en que Jesús ya actuará.
Jesús “se hace el sordo”. ¿Por qué? Quizá porque había descubierto la fe de aquella mujer y deseaba acrecentarla. Ella continúa suplicando, de tal manera que los discípulos piden a Jesús que la despache. La fe de esta mujer se manifiesta, sobre todo, en su humilde insistencia, remarcada por las palabras de los discípulos: «Atiéndela, que viene detrás gritando» (Mt 15,23).
La mujer sigue rogando; no se cansa. El silencio de Jesús se explica porque solamente ha venido para la casa de Israel. Sin embargo, después de la resurrección, dirá a sus discípulos: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15).
Este silencio de Dios, a veces, nos atormenta. ¿Cuántas veces nos hemos quejado de este silencio? Pero la cananea se postra, se pone de rodillas. Es la postura de adoración. Él le responde que no está bien tomar el pan de los hijos para echarlo a los perros. Ella le contesta: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos» (Mt 15,26-27).
Esta mujer es muy espabilada. No se enfada, no le contesta mal, sino que le da la razón: «Tienes razón, Señor». Pero consigue ponerle de su lado. Parece como si le dijera: —Soy como un perro, pero el perro está bajo la protección de su amo.
La cananea nos ofrece una gran lección: da la razón al Señor, que siempre la tiene. —No quieras tener la razón cuando te presentas ante el Señor. No te quejes nunca y, si te quejas, acaba diciendo: «Señor, que se haga tu voluntad».
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Pedir con insistencia
«Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas».
Eso dijo Jesús.
Y deja claro que Él da a quien pide con fe, aunque no lo merezca.
Tu Señor se compadece de las miserias de los hombres, y alaba su fe cuando creen en Él, en su poder y en sus obras, y no les da las migajas ni las sobras, sino que se da Él mismo, a través de su misericordia.
Y tú, sacerdote, ¿tienes fe?
¿Qué tan grande es tu fe?
¿Acudes a tu Señor con verdadera fe, para pedir su favor con insistencia?, ¿o te rindes y no insistes, porque en realidad no crees que te dará lo que le pides?
¿Reconoces tu necesidad y tu impotencia, y le pides a tu Señor que se compadezca?, ¿o vives resignado a permanecer soportando tu sufrimiento, porque no confías en su misericordia?
¿Cómo vives tu fe, sacerdote?
¿Estás convencido de que tu Señor es tu amigo y está dispuesto a ayudarte?, ¿o lo ves como un Dios lejano, indiferente a tu miseria, y a la necesidad de tus hermanos?
¿Crees que tu Señor es el único Hijo de Dios que ha venido al mundo para salvarte?
¿Crees en el amor de tu Señor?
Tu Señor quiere complacerte, sacerdote, y quiere darte lo que le pidas, pero no quiere que pienses que no quiere darte lo que le pides, porque al dudar lo ofendes.
Ten el valor, sacerdote, de reconocer con humildad, que no eres más que un siervo pecador, indigno de merecer la amistad de tu Señor, pero que te merece Él mismo, porque te ha hecho hijo de Dios, no para darte las migajas, sino para compartir contigo el pan de la mesa.
Tu Señor te ha merecido su heredad, sacerdote, por filiación divina. Acepta, agradece y pide su intervención divina, para que te dé los medios, y puedas corresponder a tanta gracia inmerecida.
Y, si no supieras qué pedir, sacerdote, pídele que te dé lo que te conviene.
Sacerdote: no eres una marioneta, ni un instrumento que Dios use a su antojo. Tu Señor te ha dado voluntad para que luches, para que disciernas, y la unas a su divina voluntad, aceptando con humildad lo que Él te quiere dar, convencido de su misericordia y su bondad, que tu imperfección, tu infidelidad y tu pecado no han merecido, pero que Él mismo, con su sangre, te ha conseguido.
Tu Señor quiere que le pidas, sacerdote, con insistencia, aferrado a su verdad, porque quiere complacerse en ti, y en su fidelidad, por la que se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz, para poderte salvar conservando tu libertad para amarlo, para respetarlo, para aceptarlo, para querer su querer, teniendo sus mismos sentimientos, y seas configurado totalmente con Él, no por obligación, sino por amor, porque para eso te creó.
Tu Señor ha infundido en ti un espíritu según su corazón, sacerdote, y te ha dado la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad, y el temor de Dios, la esperanza y el amor, para que pongas por obra tu fe, porque Él te ha dado una fe grande para darte lo que le pidas, y el Padre sea glorificado en el Hijo.
Pide, sacerdote, con fe, y con confianza en tu Señor.
Pide, aunque no merezcas, porque Él ya todo te ha merecido.
Pide, aunque seas indigno, porque la dignidad te ha sido dada en Cristo.
Pide, aunque por tu ignorancia y tu incapacidad no sepas cómo pedir, porque tu Señor ya sabe lo que te conviene.
Pero primero pide que aumente tu fe, para que, por tu fe grande, tu Señor te conceda lo que necesitas para ti y para el mundo entero.
Pide, como un hijo pide al Padre, como tu Señor te enseñó, amando a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo, como Él nos amó.
(Espada de Dos Filos IV, n. 64)
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