Domingo XIX del Tiempo Ordinario (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2014 -2017
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y 2011 - Jesús de Nazareth I
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- P. Ramón LOYOLA Paternina LC (Barcelona) (www.evangeli.net)
- CONGREGACIÓN PARA EL CLERO (www.clerus.org)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
LAS DUDAS DE PEDRO
1 Re 19, 9.11-13; Rom 9, 1-5; Mt 14, 22-33
El Evangelio de san Mateo destaca la figura del pescador llamado Simón y apodado Pedro, es decir, roca, con mucha más amplitud que los otros sinópticos. En algunas escenas su figura se agranda y en otras, emerge su fragilidad. Este relato pertenece a la segunda categoría. La escena donde Jesús camina sobre las aguas del mar durante la madrugada está ubicada inmediatamente después del signo de los panes. Aunque la memoria de los Doce debía conservar el recuerdo de ese y otros signos, Pedro termina flaqueando. No consigue entregarse en las manos de Dios. El relato del libro de los Reyes nos presenta a un profeta desamparado. Elías perseguido está abatido y dispuesto a terminar su misión. La discreta presencia del Señor lo reconforta y le permite reafirmar su confianza en la fidelidad de Dios.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 73, 20. 19. 22. 23
Acuérdate, Señor, de tu alianza; no olvides por más tiempo la suerte de tus pobres. Levántate, Señor, a defender tu causa; no olvides las voces de los que te buscan.
ORACIÓN COLECTA
Dios todopoderoso y eterno, a quien, enseñados por el Espíritu Santo, invocamos con el nombre de Padre, intensifica en nuestros corazones el espíritu de hijos adoptivos tuyos, para que merezcamos entrar en posesión de la herencia que nos tienes prometida. Por nuestro Señor Jesucristo ...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Quédate en el monte, porque el Señor va a pasar.
Del primer libro de los Reyes: 19, 9. 11-13
Al llegar al monte de Dios, el Horeb, el profeta Elías entró en una cueva y permaneció allí. El Señor le dijo: «Sal de la cueva y quédate en el monte para ver al Señor, porque el Señor va a pasar”.
Así lo hizo Elías, y al acercarse el Señor, vino primero un viento huracanado, que partía las montañas y resquebrajaba las rocas; pero el Señor no estaba en el viento. Se produjo después un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Luego vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se escuchó el murmullo de una brisa suave. Al oírlo, Elías se cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la cueva.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 84, 9ab-10.11-12.13-14.
R/. Muéstranos, Señor, tu misericordia.
Escucharé las palabras del Señor, palabras de paz para su pueblo santo. Está ya cerca nuestra salvación y la gloria del Señor habitará en la tierra. R/.
La misericordia y la verdad se encontraron, la justicia y la paz se besaron; la fidelidad brotó en la tierra y la justicia vino del cielo. R/.
Cuando el Señor nos muestre su bondad, nuestra tierra producirá su fruto. La justicia le abrirá camino al Señor e irá siguiendo sus pisadas. R/.
SEGUNDA LECTURA
Hasta quisiera verme separado de Cristo, si esto fuera para bien de mis hermanos.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 9, 1-5
Hermanos: Les hablo con toda verdad en Cristo; no miento. Mi conciencia me atestigua, con la luz del Espíritu Santo, que tengo una infinita tristeza y un dolor incesante tortura mi corazón.
Hasta aceptaría verme separado de Cristo, si esto fuera para bien de mis hermanos, los de mi raza y de mi sangre, los israelitas, a quienes pertenecen la adopción filial, la gloria, la alianza, la ley, el culto y las promesas. Ellos son descendientes de los patriarcas; y de su raza, según la carne, nació Cristo, el cual está por encima de todo y es Dios bendito por los siglos de los siglos. Amén.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Sal 129, 5
R/. Aleluya, aleluya.
Confío en el Señor, mi alma espera y confía en su palabra. R/.
EVANGELIO
Mándame ir a ti caminando sobre el agua.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 14, 22-33
En aquel tiempo, inmediatamente después de la multiplicación de los panes, Jesús hizo que sus discípulos subieran a la barca y se dirigieran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Después de despedirla, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba él solo allí.
Entre tanto, la barca iba ya muy lejos de la costa y las olas la sacudían, porque el viento era contrario. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el agua. Los discípulos, al verlo andar sobre el agua, se espantaron y decían: “¡Es un fantasma!”. Y daban gritos de terror. Pero Jesús les dijo enseguida: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”.
Entonces le dijo Pedro: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre el agua”. Jesús le contestó: “Ven”. Pedro bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua hacia Jesús; pero al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, comenzó a hundirse y gritó: “¡Sálvame, Señor!” Inmediatamente Jesús le tendió la mano, lo sostuvo y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”.
En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en la barca se postraron ante Jesús, diciendo: “Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Recibe benignamente, Señor, los dones de tu Iglesia, y, al concederle en tu misericordia que te los pueda ofrecer, haces al mismo tiempo que se conviertan en sacramento de nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 147, 12. 14
Alaba, Jerusalén, al Señor, porque te alimenta con lo mejor de su trigo.
O bien: Cfr. Jn 6, 51
El pan que yo les daré, es mi carne para la vida del mundo, dice el Señor.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
La comunión de tus sacramentos que hemos recibido, Señor, nos salven y nos confirmen en la luz de tu verdad. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Elías en el Horeb (1 Re 19, 9.11-13b)
1ª lectura
«Volviendo a andar el camino del desierto hacia el lugar donde el Dios vivo y verdadero se reveló a su pueblo, Elías se recoge como Moisés “en la hendidura de la roca” hasta que “pasa” la presencia misteriosa de Dios (cfr 1 R 19, 1-14; Ex 33, 19-23). Pero solamente en el monte de la Transfiguración se dará a conocer Aquél cuyo Rostro buscan (cfr Lc 9, 30-35): el conocimiento de la Gloria de Dios está en el rostro de Cristo crucificado y resucitado (cfr 2 Co 4, 6)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2583).
Es llamativo el contraste entre los elementos espectaculares de la naturaleza en los que no está Dios, y el suave susurro de una voz, como una brisa en la que el profeta reconoce la presencia del Dios vivo (vv. 11-13). «De este modo —comenta San Ireneo— el profeta, que estaba profundamente abatido por la transgresión del pueblo y por la matanza de los profetas, aprendía a obrar con moderación, y así se significaba además la venida del Señor como hombre; venida que, después de la ley dada por Moisés, sería suave y dulce y en la que ni partió la caña cascada ni apagó el leño humeante. Se significaba también el descanso dulce y en paz de su reino. En efecto, tras el viento que conmueve los montes, tras el terremoto y tras el fuego, vendrán los tiempos tranquilos y pacíficos de su reino, en los cuales el Espíritu de Dios reanimará y hará crecer al hombre con suavidad» (Adversus haereses 4, 20, 10).
Privilegios de Israel y fidelidad de Dios (Rm 9, 1-5)
2ª lectura
Comienza aquí la última sección de la parte doctrinal de la carta. Puede decirse que Pablo responde a una pregunta implícita: la justificación por la fe en Cristo ¿cómo es coherente con las promesas de Dios a Israel? Si desde el principio había un designio de Dios que debía conducir hasta el Mesías, ¿cómo es que los judíos, que habían recibido las promesas de los patriarcas, la Ley y los Profetas, han rechazado a Cristo? Retomando lo dicho ya en 3, 1-2, el Apóstol trata del privilegio del pueblo hebreo como destinatario primero de la revelación divina (9, 1-5).
El ser descendientes de Jacob (Israel) era el fundamento de los privilegios divinos concedidos a los israelitas a lo largo de la historia. Sin embargo, San Pablo, mostrando un gran amor hacia los de su raza, enseña que la gran dignidad del pueblo elegido se pone de manifiesto más bien en que Dios quiso asumir una naturaleza humana de la raza hebrea (vv. 1-5). Jesucristo desciende de los israelitas «según la carne», y es a la vez verdadero Dios, porque es «sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos» (v. 5). Esta afirmación, a manera de doxología o glorificación de Dios, era un modo de ensalzar al Señor en el Antiguo Testamento (cfr Sal 41, 14; 72, 19; 106, 48; Ne 9, 5; Dn 2, 20 etc.). Aplicada a Jesucristo constituye una de las fórmulas más expresivas de afirmar su divinidad. En otros textos paulinos se encuentran formulaciones parecidas, relativas al núcleo del misterio de la Encarnación: cfr 1, 3-4; Flp 2, 6-7; Col 2, 9; Tt 2, 13-14.
Jesús camina sobre las aguas (Mt 14, 22-33)
Evangelio
Las tempestades en el lago de Genesaret son frecuentes: las aguas se arremolinan con grave peligro para las embarcaciones. El episodio de Jesús andando sobre el mar (vv. 25-27) lo relatan también Mc 6, 48-50 y Jn 6, 19-21. En cambio, San Mateo es el único que narra el caminar de San Pedro sobre las aguas (vv. 28-31). También es el único que recoge la solemne promesa de Jesús a Pedro (16, 17-19) y el episodio del impuesto del Templo (17, 24-27). Se refleja así la importancia que Jesús quiso dar a Pedro en la Iglesia. En este caso, el episodio muestra la grandeza y la debilidad del Apóstol, su fe y sus dificultades para creer: «Así también dice Pedro: Mándame ir a ti sobre las aguas. (...) Y Él dijo: ¡Ven! Se bajó y pudo caminar sobre las aguas (...). Eso es lo que podía Pedro en el Señor. ¿Y qué podía en sí mismo? Sintiendo un fuerte viento, temió y comenzó a hundirse y exclamó: ¡Señor, perezco, líbrame! Presumió del Señor y pudo por el Señor, pero titubeó como hombre, y entonces se volvió hacia el Señor» (S. Agustín, Sermones 76, 8).
El episodio ilumina la vida cristiana. También la Iglesia, como la barca de los Apóstoles, se ve combatida. Jesús, que vela por ella, acude a salvarla, no sin antes haberla dejado luchar para fortalecer el temple de sus hijos. En las pruebas de fe y de fidelidad, en el combate del cristiano por mantenerse firme cuando las fuerzas flaquean, el Señor nos anima (v. 27), nos estimula a pedir (v. 30), y nos tiende la mano (v. 31). Entonces, como ahora, brota la confesión de la fe que proclama el cristiano: «Verdaderamente eres Hijo de Dios» (v. 33): «El Señor levanta y sustenta esta esperanza que vacila. Como hizo en la persona de Pedro cuando estaba a punto de hundirse, al volver a consolidar sus pies sobre las aguas. Por tanto, si también a nosotros nos da la mano aquel que es la Palabra, si, viéndonos vacilar en el abismo de nuestras especulaciones, nos otorga la estabilidad iluminando un poco nuestra inteligencia, entonces ya no temeremos, si caminamos agarrados de su mano» (S. Gregorio de Nisa, De beatitudinibus 6).
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
El milagro de Jesús y la fe de Pedro
¿Por qué sube el Señor al monte? Para enseñarnos que nada hay como el desierto y la soledad cuando tenemos que suplicar a Dios. De ahí la frecuencia con que se retira a lugares solitarios y allí se pasa las noches en oración, para enseñarnos que, para la oración, hemos de buscar la tranquilidad del tiempo y del lugar. El desierto es, en efecto, padre de la tranquilidad, un puerto de calma que nos libra de todos los alborotos.
Por eso, pues, se sube Él al monte; sus discípulos, empero, nuevamente son juguete de las olas y sufren otra tormenta como la primera. Más entonces le tenían por lo menos a Él consigo; ahora se hallan solos y abandonados a sus propias fuerzas. Es que quiere el Señor irlos conduciendo suavemente y paso a paso a mayores cosas y, particularmente, a que sepan soportarlo todo generosamente. Por eso justamente, cuando estaban para correr el primer peligro, allí estaba Él con ellos, aunque estuviera durmiendo, pronto para socorrerlos en cualquier momento; ahora, empero, para conducirlos a mayor paciencia, ni siquiera está Él allí, sino que se ausenta y permite que la tempestad los sorprenda en medio del mar, sin esperanza de salvación por parte alguna, y allí los deja la noche entera juguete de las olas, sin duda, hasta donde yo puedo ver, con la intención de despertar sus corazones endurecidos.
Tal es, a la verdad, el efecto del miedo, al que no menos que la tormenta contribuía el tiempo. Pero juntamente con ese sentimiento de compunción quería el Señor excitar en sus discípulos un mayor deseo y un continuo recuerdo de Él mismo. De ahí que no se presentara inmediatamente a ellos: A la cuarta vigilia de la noche—dice el evangelista— vino a ellos caminando sobre las aguas. Con lo que quería darles la lección de no buscar demasiado aprisa la solución de las dificultades, sino soportar generosamente los acontecimientos.
El caso fue que, cuando esperaban verse libres del peligro, entonces fue cuando aumentó el miedo: Porque los discípulos—dice el evangelista—, al verle caminar sobre el mar, se turbaron, diciendo que era un fantasma, y de miedo rompieron en gritos. Tal es el modo ordinario de obrar de Dios: cuando Él está a punto de resolver las dificultades, entonces es cuando nos pone otras más graves y espantosas. Así sucede en este momento; pues, como si fuera poco la tormenta, la aparición vino también a alborotarlos, no menos que la tormenta misma. Por eso ni deshizo la oscuridad ni de pronto se manifestó claramente a Sí mismo. Es que quería, como acabo de decir, templarlos entre aquellos temores y enseñarles a ser pacientes y constantes.
Lo mismo hizo también con Job: cuando estaba para poner fin a sus pruebas y temores, entonces fue cuando permitió que el fin fuera más grave que los comienzos. Ya no se trataba entonces de la muerte de los hijos ni de las palabras de su mujer, sino de los improperios de sus mismos criados y amigos. Y, por modo semejante, cuando estaba Dios a punto de sacar a Jacob de toda la miseria sufrida en tierra extranjera, entonces fue cuando permitió que se levantara mayor alboroto. Porque fue así que su suegro, apoderándose de él, le amenazó de muerte, y después del suegro viene el hermano, que le pone también en el último peligro. Es que, como los justos no pueden ser tentados por largo tiempo y a la vez con grande fuerza; como Dios quiere, por otra parte, aumentarles sus merecimientos, de ahí el intensificarles también las pruebas justamente cuando están para dar fin a sus combates.
Así lo hizo Dios también con Abrahán, a quien por última prueba le puso el sacrificio de su hijo. Y es que de este modo lo insoportable se hace soportable, pues llega ya cuando estamos a la puerta, cuando la liberación está ya al alcance de la mano. Tal hizo también ahora Cristo con sus apóstoles, a quienes no se manifiesta hasta que rompen en gritos; porque, cuanto más íntima e intensa fuera su angustia, con más gozo acogerían su presencia. Luego, después, de lanzar los gritos, prosigue el evangelista: Inmediatamente les habló Jesús diciendo: Tened confianza. Soy yo, no temáis. Esta palabra disipó todo su miedo y les infundió confianza. Y es que, como no le habían conocido por la vista, pues lo extraño de caminar sobre las aguas y el tiempo mismo se lo impedía, el Señor se les da a conocer por la voz.
¿Qué hace, pues, entonces Pedro, que siempre fue ardiente de carácter y se adelantaba a los otros? Señor —le dice—, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas. No dijo: “Ruega y suplica”, sino: Manda. ¡Mirad qué ardor y qué fe tan grande! Sin embargo, por eso justamente se expone muchas veces Pedro a peligro, pues tiende a ir más allá de la medida. A la verdad, también aquí pidió cosa grande, si bien a ello le impulsó sólo la caridad y no la vanagloria. Porque no dijo: “Manda que yo camine sobre las aguas”. Pues ¿qué dijo? Manda que vaya yo a ti sobre las aguas. Nadie, en efecto, amaba como él a Jesús. Lo mismo hizo después de la resurrección. Él no pudo aguantar el ir con los otros al sepulcro, sino que se adelantó. Aquí, empero, no sólo da pruebas de amor, sino también de fe. Porque no sólo creyó que podía el Señor caminar sobre el mar, sino que podía conceder la misma gracia a los otros. Y de este modo desea Pedro llegar cuanto antes, a su lado.
Y Él le dijo: Ven. Y bajando Pedro de la barca, caminó sobre las aguas y llegó a Jesús. Pero, viendo el fuerte viento, tuvo miedo y, empezando ya a hundirse, gritó diciendo: Señor, sálvame. Y en seguida Jesús, tendiéndole la mano, le cogió y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? He aquí un milagro más maravilloso que el de la tempestad calmada. Por eso también sucede después del primero. Y, en efecto, una vez que hubo mostrado ser El señor del mar, ahora realiza otro más maravilloso milagro. Entonces sólo increpó a los vientos; mas ahora es El mismo quien camina sobre el mar y hasta le concede a otro hacer lo mismo. Cosa que, de habérselo mandado al principio, no le hubiera Pedro obedecido tan prontamente, pues todavía no tenía tanta fe.
2. ¿Por qué, pues, se lo permitió Cristo? Porque de haberle dicho: “No puedes”, él, ardiente como era, le hubiera contradicho. De ahí que quiere el Señor enseñarle por la experiencia, para que otra vez sea más moderado. Mas ni aun así se contiene. Una vez que bajó de la barca al agua, empezó a hundirse, por haber tenido miedo. El hundirse dependía de las olas; pero el miedo se lo infundía el viento. Juan, por su parte, cuenta:
Quisieron recibirle en la barca, e inmediatamente la barca llegó al punto de la costa a donde se dirigían (Jn.6, 21). Que viene a decir lo mismo, es decir, que, cuando estaban para llegar a tierra, montó el Señor en la barca. Una vez que bajó de la barca Pedro caminaba hacia Jesús, alegre no tanto de ir andando sobre las aguas cuanto de llegar a Él.
Y lo notable aquí es que, vencido el peligro mayor, iba a sufrir apuros en el menor, es decir, por la fuerza del viento y no por el mar. Tal es, en efecto, la humana naturaleza. Muchas veces, triunfadora en lo grande, queda derrotada en lo pequeño. Así le aconteció a Elías con Jezabel; así a Moisés con el egipcio; así a David con Betsabé. Así le pasa aquí a Pedro. Cuando todos estaban llenos de miedo, él tuvo el valor de echarse al agua; en cambio, ya no pudo resistir la embestida del viento, no obstante hallarse cerca de Cristo. Lo que prueba que de nada vale estar materialmente cerca de Cristo si no lo estamos también por la fe.
Esto, sin embargo, sirvió para hacer patente la diferencia entre el maestro y el discípulo, y para calmar, un poco, a los otros. Porque si se irritaron en otra ocasión de las pretensiones de los dos hermanos Santiago y Juan (Mt.20, 24), con mucha más razón se irritarían aquí. Porque todavía no se les había concedido la gracia del Espíritu Santo. Después de recibido éste, no aparecen así. Entonces, en todo momento, dan la primacía a Pedro y a él designan para hablar públicamente, no obstante ser el más rudo de todos.
Mas ¿por qué no mandó el Señor a los vientos que se calmaran, sino que, tendiendo Él su mano, le cogió a Pedro? Porque hacía falta la fe del propio Pedro. Cuando falta nuestra cooperación cesa también la ayuda de Dios. Para dar, pues, a entender el Señor que no era la fuerza del viento, sino la poca fe del discípulo la que producía el peligro, le dice a Pedro mismo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Así, de no haber flaqueado en la fe, fácilmente hubiera resistido también el empuje del viento. La prueba es que aun después que el Señor lo hubo tomado de la mano, dejó que siguiera soplando el viento; lo que era dar a entender que, estando la fe bien firme, el viento no puede hacer daño alguno. Y como al polluelo que antes de tiempo se sale del nido y está para caer al suelo, la madre lo sostiene con sus alas y lo vuelve al nido, así hizo Cristo con Pedro.
Y apenas hubieron subido ellos a la barca, se calmó el viento. En el milagro de la tempestad calmada habían dicho: ¿Quién es éste, para que los vientos y el mar le obedezcan? (Mt.8, 27). No así ahora. Porque los que estaban en la barca —prosigue el evangelista—, acercándose, le adoraron, diciendo: Verdaderamente tú eres Hijo de Dios.
Mirad cómo poco a poco va el Señor levantándolos a todos más alto. La fe, en efecto, era ya muy grande por haberle visto caminar sobre el mar, por haber concedido a Pedro hacer lo mismo y por haberle salvado del peligro. En la otra ocasión había intimado al mar; ahora no le intima, pero demuestra de otro modo mejor aún su poder. De ahí que dijeran: Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios.
(Homilías sobre San Mateo (II), homilía 50, 1-2, BAC Madrid 1956, 71-77)
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FRANCISCO – Ángelus 2014 - 2017
2014
La fe nos da la seguridad de la presencia de Jesús
Queridos hermanos y hermanas,
¡Buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta el episodio de Jesús que camina sobre las aguas del lago. Después de la multiplicación de los panes y de los peces, Él invita a los discípulos a subirse en una barca y a esperarlo en la otra orilla, mientras Él despide a la gente y luego se retira a rezar en la montaña hasta la noche. Mientras tanto en el lago se desata una fuerte tormenta, y es ahí, en medio de la tormenta que Jesús llega a la barca de los discípulos, caminando sobre las aguas del lago. Cuando lo ven, los discípulos se asustan, piensan que es un fantasma, pero Él los tranquiliza: “¡Animo, soy yo, no tengan miedo!” Pedro, con su típico impulso, le pide casi una prueba: “Señor, si eres tú, ordéname de ir hacia ti caminado sobre las aguas”; y Jesús le dice: “¡Ven!”. Pedro baja de la barca y se pone a caminar sobre las aguas; pero el fuerte viento lo embiste y comienza a hundirse. Entonces grita: “¡Señor, sálvame!”, y Jesús le tiende la mano y lo saca.
Esta narración es una bella imagen de la fe del apóstol Pedro. En la voz de Jesús que le dice: “¡Ven!”, él reconoce el eco del primer encuentro sobre la orilla de ese mismo lago, y luego, una vez más, deja la barca y va hacia el maestro. ¡Y camina sobre las aguas! La respuesta confiada y rápida a la llamada del Señor hace realizar siempre cosas extraordinarias. Pero, Jesús mismo nos decía que nosotros somos capaces de hacer milagros con nuestra fe, fe en Él, fe en su palabra, fe en su voz. En cambio, Pedro comienza a hundirse en el momento que deja de mirar a Jesús y se deja envolver por las adversidades que lo rodean. Pero el Señor esta siempre ahí, y cuando Pedro lo llama, Jesús lo salva del peligro. En el personaje de Pedro, con sus impulsos y sus debilidades, es descrita nuestra fe: siempre frágil y pobre, inquieta y todavía victoriosa, la fe del cristiano camina al encuentro del Señor resucitado, en medio de las tormentas y los peligros del mundo.
También es muy importante la escena final. “apenas subieron en la barca, el viento cesó. Aquellos que estaban en la barca se prostraron delante de Él, diciendo: “¡de verdad tu eres el Hijo de Dios!”. En la barca están todos los discípulos, acomunados por la experiencia de la debilidad, de la duda, del miedo, “de la poca fe”. Pero cuando sobre aquella barca sube Jesús, el clima cambia en seguida: todos se sienten unidos en la fe en Él. Todos los pequeños y atemorizados se hacen grandes en el momento en el cual se arrojan de rodillas y reconocen en su maestro que es el Hijo de Dios. Cuantas veces también a nosotros nos sucede lo mismo, sin Jesús, lejos de Jesús nos sentimos temerosos, inadecuados a tal punto de pensar que no podemos salir adelante, ¡falta la fe! Pero Jesús está siempre con nosotros, tal vez escondido, pero siempre presente y listo para socorrernos.
Esta es una imagen clara de la Iglesia: una barca que debe afrontar la tormenta y a veces parece que va a ser hundida. Lo que la salva no es la calidad o el valor de sus hombres, sino la fe, que le permite caminar incluso en la oscuridad, en medio de las dificultades. La fe nos da la seguridad de la presencia de Jesús siempre al lado, que nos tiene de la mano para alejarnos del peligro. Todos nosotros estamos sobre esta barca, y aquí nos sentimos seguros no obstante nuestros límites y nuestras debilidades. Estamos seguros sobre todo cuando sabemos ponernos de rodillas y adorar a Jesús, ¡adorar a Jesús!, el único Señor de nuestra vida. A esto nos llama siempre nuestra Madre, la Virgen. A ella nos dirigimos con confianza.
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2017
La fe nos sostiene en el camino y le da un sentido
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy, la página del Evangelio (Mt 14, 22-33) describe el episodio de Jesús que, después de haber orado toda la noche en la orilla del lago de Galilea, se dirige hacia la barca de sus discípulos, caminando sobre las aguas. La barca se encontraba en medio del lago, bloqueada por un fuerte viento contrario. Cuando ven venir a Jesús caminando sobre las aguas, los discípulos lo confunden con un fantasma y se aterrorizan. Pero Él los tranquiliza: «¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!» (v. 27). Pedro, con su típico ímpetu, le dice: «Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua»; y Jesús lo llama «Ven» (vv. 28-29). Pedro, bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua hacia Jesús; pero a causa del viento se agitó y comenzó a hundirse. Entonces gritó: «Señor, sálvame». Y Jesús le tendió la mano y lo sostuvo (vv. 30-31).
Esta narración del Evangelio contiene un rico simbolismo y nos hace reflexionar sobre nuestra fe, sea como individuos, sea como comunidad, también la fe de todos los que estamos hoy, aquí en la Plaza. La comunidad eclesial, esta comunidad eclesial, ¿tiene fe? ¿Cómo es la fe de cada uno de nosotros y la fe de nuestra comunidad? La barca es la vida de cada uno de nosotros, pero es también la vida de la Iglesia; el viento contrario representa las dificultades y las pruebas. La invocación de Pedro: «Señor, mándame ir a tu encuentro» y su grito: «Señor, sálvame» se asemejan tanto a nuestro deseo de sentir la cercanía del Señor, pero también el miedo y la angustia que acompañan los momentos más duros de nuestra vida y de nuestras comunidades, marcadas por fragilidades internas y por dificultades externas.
A Pedro, en ese momento, no le bastó la palabra segura de Jesús, que era como la cuerda extendida a la cual sujetarse para afrontar las aguas hostiles y turbulentas. Es lo que nos puede suceder también a nosotros. Cuando no nos sujetamos a la palabra del Señor, sino para tener seguridad, para tener más seguridad se consultan horóscopos y adivinos, se comienza a hundir. La fe no es tan fuerte. El Evangelio de hoy nos recuerda que la fe en el Señor y en su palabra no nos abre un camino donde todo es fácil y tranquilo; no nos quita las tempestades de la vida. La fe nos da la seguridad de una Presencia – no olviden esto: la fe nos da la seguridad de una Presencia, esa presencia de Jesús – una Presencia que nos impulsa a superar las tormentas existenciales, la certeza de una mano que nos aferra para ayudarnos a afrontar las dificultades, indicándonos el camino incluso cuando esta oscuro. La fe, finalmente, no es una escapatoria a los problemas de la vida, sino nos sostiene en el camino y le da un sentido.
Este episodio es una imagen estupenda de la realidad de la Iglesia de todos los tiempos: una barca que, a lo largo de la travesía, debe afrontar también vientos contrarios y tempestades, que amenazan con hundirla. Lo que la salva no es el coraje y las cualidades de sus hombres: la garantía contra el naufragio es la fe en Cristo y en su palabra. Esta es la garantía: la fe en Jesús y en su palabra. Sobre esta barca estamos seguros, no obstante nuestras miserias y debilidades, sobre todo cuando nos ponemos de rodillas y adoramos al Señor, como los discípulos que, al final, «se postraron ante Él, diciendo: “Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios”» (v. 33). Qué bello es decir a Jesús esta palabra: “¡Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios!”. Digámoslo todos juntos. Todos. Fuerte: “¡Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios!”. Una vez más… “¡Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios!”
La Virgen María nos ayude a permanecer firmes en la fe para resistir a las tormentas de la vida, a quedarnos en la barca de la Iglesia rechazando la tentación de subirse en los botes fascinantes pero inseguros de las ideologías, de las modas y de los eslóganes.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y 2011 - Jesús de Nazareth I
Ángelus 2008
El Señor también a nosotros nos toma continuamente de la mano
Queridos hermanos y hermanas:
(…) El Evangelio de este domingo nos lleva, de este lugar de reposo, a la vida cotidiana. Narra cómo, después de la multiplicación de los panes, el Señor va a la montaña para permanecer solo con el Padre. Entretanto, los discípulos están en el lago y con su mísera barquita se esfuerzan en vano por dominar el viento contrario. Este episodio tal vez se le presenta al evangelista como una imagen de la Iglesia de su tiempo: cómo esta barquita, que era la Iglesia de entonces, se hallaba en el viento contrario de la historia y cómo parecía que el Señor la había olvidado. También nosotros podemos ver allí una imagen de la Iglesia de nuestro tiempo, que en muchas partes de la tierra fatiga por avanzar a pesar del viento contrario y parece que el Señor está muy lejos. Pero el Evangelio nos da respuesta, consolación y ánimo y al mismo tiempo nos indica un camino. En efecto nos dice: sí, es verdad, el Señor está junto al Padre, pero precisamente por eso no está lejos, sino que ve a cada uno, porque quien está con Dios no se marcha, sino que está junto al prójimo. Y, en realidad, el Señor los ve y en el momento oportuno va hacia ellos. Y cuando Pedro, yendo a su encuentro corre el riesgo de ahogarse, él lo toma de la mano y lo pone a salvo, en la barca. El Señor también a nosotros nos toma continuamente de la mano: lo hace mediante la belleza de un domingo, mediante la liturgia solemne, en la oración con la que nos dirigimos a él, en el encuentro con la palabra de Dios, en múltiples situaciones de la vida diaria. Él nos toma de la mano. Y sólo si nosotros agarramos la mano del Señor, si nos dejamos guiar por él, nuestro camino será justo y bueno.
Por esto queremos rezarle, para que logremos encontrar siempre nuevamente su mano. Y al mismo tiempo esto implica una exhortación: que en su nombre, tendamos nuestra mano a los demás, a los que tienen necesidad, para guiarlos a través de las aguas de nuestra historia (…).
Recemos para que en una sociedad en la que se corre cada vez más, las vacaciones sean días de verdadera distensión durante los cuales se sepa sacar momentos para el recogimiento y la oración, indispensables para encontrarse profundamente a sí mismos y a los demás. Lo pedimos por intercesión de María santísima, Virgen del silencio y de la escucha.
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Ángelus 2011
El Señor mismo sale a nuestro encuentro
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de este domingo encontramos a Jesús que, retirándose al monte, ora durante toda la noche. El Señor, alejándose tanto de la gente como de los discípulos, manifiesta su intimidad con el Padre y la necesidad de orar a solas, apartado de los tumultos del mundo. Ahora bien, este alejarse no se debe entender como desinterés respecto de las personas o como abandonar a los Apóstoles. Más aún, como narra san Mateo, hizo que los discípulos subieran a la barca “para que se adelantaran a la otra orilla” (Mt 14, 22), a fin de encontrarse de nuevo con ellos. Mientras tanto, la barca “iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario” (Mt 15, 24), y he aquí que “a la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar” (Mt 15, 25); los discípulos se asustaron y, creyendo que era un fantasma, “gritaron de miedo” (Mt 15, 26), no lo reconocieron, no comprendieron que se trataba del Señor. Pero Jesús los tranquiliza: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” (Mt 15, 27). Es un episodio, en el que los Padres de la Iglesia descubrieron una gran riqueza de significado. El mar simboliza la vida presente y la inestabilidad del mundo visible; la tempestad indica toda clase de tribulaciones y dificultades que oprimen al hombre. La barca, en cambio, representa a la Iglesia edificada sobre Cristo y guiada por los Apóstoles. Jesús quiere educar a sus discípulos a soportar con valentía las adversidades de la vida, confiando en Dios, en Aquel que se reveló al profeta Elías en el monte Horeb en el “susurro de una brisa suave” (1R 19, 12). El pasaje continúa con el gesto del apóstol Pedro, el cual, movido por un impulso de amor al Maestro, le pidió que le hiciera salir a su encuentro, caminando sobre las aguas. “Pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: “¡Señor, sálvame!”“ (Mt 14, 30). San Agustín, imaginando que se dirige al apóstol, comenta: el Señor “se inclinó y te tomó de la mano. Sólo con tus fuerzas no puedes levantarte. Aprieta la mano de Aquel que desciende hasta ti” (Enarr. in Ps. 95, 7: PL 36, 1233) y esto no lo dice sólo a Pedro, sino también a nosotros. Pedro camina sobre las aguas no por su propia fuerza, sino por la gracia divina, en la que cree; y cuando lo asalta la duda, cuando no fija su mirada en Jesús, sino que tiene miedo del viento, cuando no se fía plenamente de la palabra del Maestro, quiere decir que se está alejando interiormente de él y entonces corre el riesgo de hundirse en el mar de la vida. Lo mismo nos sucede a nosotros: si sólo nos miramos a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar por las tempestades, por las aguas de la vida. El gran pensador Romano Guardini escribe que el Señor “siempre está cerca, pues se encuentra en la razón de nuestro ser. Sin embargo, debemos experimentar nuestra relación con Dios entre los polos de la lejanía y de la cercanía. La cercanía nos fortifica, la lejanía nos pone a prueba” (Accettare se stessi, Brescia 1992, p. 71).
Queridos amigos, la experiencia del profeta Elías, que oyó el paso de Dios, y las dudas de fe del apóstol Pedro nos hacen comprender que el Señor, antes aún de que lo busquemos y lo invoquemos, él mismo sale a nuestro encuentro, baja el cielo para tendernos la mano y llevarnos a su altura; sólo espera que nos fiemos totalmente de él, que tomemos realmente su mano. Invoquemos a la Virgen María, modelo de abandono total en Dios, para que, en medio de tantas preocupaciones, problemas y dificultades que agitan el mar de nuestra vida, resuene en el corazón la palabra tranquilizadora de Jesús, que nos dice también a nosotros: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” y aumente nuestra fe en él.
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JESÚS DE NAZARETH I
“Yo soy”
Pasemos al relato de Marcos sobre Jesús que camina sobre las aguas después de la primera multiplicación de los panes (cf. Mc 6, 45-52), del que hay paralelo muy concordante en el Evangelio de Juan (cf. Jn 6, 16-21). Seguiremos fundamentalmente a Zimmermann, que ha analizado el texto con minuciosidad.
Tras la multiplicación de los panes, Jesús dice a los discípulos que suban a la barca y se dirijan hacia Betsaida; pero Él se retira “al monte” a orar. Cuando la barca se encuentra en medio del lago, se levanta una fuerte tempestad que impide a los discípulos avanzar. El Señor, en oración, los ve y se acerca a ellos caminando sobre las aguas. Se puede comprender el susto de los discípulos al ver a Jesús caminando sobre las aguas; “se habían sobresaltado” y se pusieron a gritar. Pero Jesús les dice sosegadamente: “Animo, soy yo, no tengáis miedo” (Mc 6, 50).
A primera vista, este “Soy yo” parece una simple fórmula de identificación con la que Jesús se da a conocer intentando aplacar el miedo de los suyos. Pero esta explicación es solamente parcial. En efecto, Jesús sube después a la barca y el viento se calma; Juan añade que enseguida llegaron a la orilla. El detalle curioso es que entonces los discípulos se asustaron de verdad: “Estaban en el colmo del estupor”, dice Marcos drásticamente (Mc 6, 51). ¿Por qué? En todo caso, el miedo de los discípulos provocado inicialmente por la visión de un fantasma no aplaca todo su temor, sino que aumenta y llega a su culmen precisamente en el instante en que Jesús sube a la barca y el viento se calma repentinamente.
Se trata, evidentemente, del típico temor “teofánico”, el temor que invade al hombre cuando se ve ante la presencia directa de Dios. Ya lo hemos encontrado al final de la pesca milagrosa, cuando Pedro, en vez de dar gracias jubiloso por el portento, se asusta hasta el fondo del alma y, postrándose a los pies de Jesús, dice: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador” (Lc 5, 8).Es el “temor de Dios” lo que invade a los discípulos. Andar sobre las aguas es ciertamente algo propio de Dios: “El solo despliega los cielos y camina sobre la espalda del mar”, se dice de Dios en el Libro de Job (Jb 9, 8; cf. Sal 77, 20 según los Setenta; Is 43, 16). El Jesús que camina sobre las aguas no es simplemente la persona que les resulta familiar; en Él los discípulos reconocen de pronto la presencia de Dios mismo.
Y, del mismo modo, el calmar la tempestad sobrepasa los límites de la capacidad humana y remite al poder de Dios. Así, en el clásico episodio de la tempestad calmada, los discípulos se dicen unos a otros: “Quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!” (Mc 4, 41). En este contexto también el “Yo soy” tiene otro sonido: es más que el simple identificarse de Jesús; aquí parece resonar también el misterioso “Yo soy” de los escritos de Juan. En cualquier caso, no cabe duda de que todo el acontecimiento se presenta como una teofanía, como un encuentro con el misterio divino de Jesús, por lo que Mateo, con gran lógica, concluye con la adoración (proskýnesis) y las palabras de los discípulos: “Realmente eres el Hijo de Dios” (Mt 14, 33).
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
La fe puede ser puesta a prueba
164. Ahora, sin embargo, “caminamos en la fe y no en la visión” (2 Cor 5, 7), y conocemos a Dios “como en un espejo, de una manera confusa, ... imperfecta” (1 Cor 13, 12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
Sólo la fe se puede unir a los caminos misteriosos de la Providencia
El misterio de la aparente impotencia de Dios
272. La fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento. A veces Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal. Ahora bien, Dios Padre ha revelado su omnipotencia de la manera más misteriosa en el anonadamiento voluntario y en la Resurrección de su Hijo, por los cuales ha vencido el mal. Así, Cristo crucificado es “poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres” (1 Co 2, 24-25). En la Resurrección y en la exaltación de Cristo es donde el Padre “desplegó el vigor de su fuerza” y manifestó “la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes” (Ef 1, 19-22).
273. Sólo la fe puede adherir a las vías misteriosas de la omnipotencia de Dios. Esta fe se gloría de sus debilidades con el fin de atraer sobre sí el poder de Cristo (cf. 2 Co 12, 9; Flp 4, 13). De esta fe, la Virgen María es el modelo supremo: ella creyó que “nada es imposible para Dios” (Lc 1, 37) y pudo proclamar las grandezas del Señor: “el Poderoso ha hecho en mi favor maravillas, Santo es su nombre” (Lc1, 49).
274. “Nada es, pues, más propio para afianzar nuestra Fe y nuestra Esperanza que la convicción profundamente arraigada en nuestras almas de que nada es imposible para Dios. Porque todo lo que (el Credo) propondrá luego a nuestra fe, las cosas más grandes, las más incomprensibles, así como las más elevadas por encima de las leyes ordinarias de la naturaleza, en la medida en que nuestra razón tenga la idea de la omnipotencia divina, las admitirá fácilmente y sin vacilación alguna” (Catech. R. 1, 2, 13).
En tiempos difíciles, cultivar la confianza, ya que todo está sometido a Cristo
... esperando que todo le sea sometido
671. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672. Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tristeza” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
Historia de alianzas, el amor de Dios por Israel
La alianza con Noé
56. Una vez rota la unidad del género humano por el pecado, Dios decide desde el comienzo salvar a la humanidad a través de una serie de etapas. La Alianza con Noé después del diluvio (cf. Gn 9, 9) expresa el principio de la Economía divina con las “naciones”, es decir con los hombres agrupados “según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes” (Gn 10, 5; cf. 10, 20-31).
57. Este orden a la vez cósmico, social y religioso de la pluralidad de las naciones (cf. Hch 17, 26-27), está destinado a limitar el orgullo de una humanidad caída que, unánime en su perversidad (cf. Sb 10, 5), quisiera hacer por sí misma su unidad a la manera de Babel (cf. Gn 11, 4-6). Pero, a causa del pecado (cf. Rom 1, 18-25), el politeísmo así como la idolatría de la nación y de su jefe son una amenaza constante de vuelta al paganismo para esta economía aún no definitiva.
58. La alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones (cf. Lc 21, 24), hasta la proclamación universal del evangelio. La Biblia venera algunas grandes figuras de las “naciones”, como “Abel el justo”, el rey-sacerdote Melquisedec (cf. Gn 14, 18), figura de Cristo (cf. Hb 7, 3), o los justos “Noé, Daniel y Job” (Ez 14, 14). De esta manera, la Escritura expresa qué altura de santidad pueden alcanzar los que viven según la alianza de Noé en la espera de que Cristo “reúna en uno a todos los hijos de Dios dispersos” (Jn 11, 52).
Dios elige a Abraham
59. Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abraham llamándolo “fuera de su tierra, de su patria y de su casa” (Gn 12, 1), para hacer de él “Abraham”, es decir, “el padre de una multitud de naciones” (Gn 17, 5): “En ti serán benditas todas las naciones de la tierra” (Gn 12, 3 LXX; cf. Ga 3, 8).
60. El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el pueblo de la elección (cf. Rom 11, 28), llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos de Dios en la unidad de loa Iglesia (cf. Jn 11, 52; 10, 16); ese pueblo será la raíz en la que serán injertados los paganos hechos creyentes (cf. Rom 11, 17-18.24).
61. Los patriarcas, los profetas y otros personajes del Antiguo Testamento han sido y serán siempre venerados como santos en todas las tradiciones litúrgicas de la Iglesia.
Dios forma a su pueblo Israel
62. Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo salvándolo de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido (cf. DV 3).
63. Israel es el pueblo sacerdotal de Dios (cf. Ex 19, 6), el que “lleva el Nombre del Señor” (Dt 28, 10). Es el pueblo de aquellos “a quienes Dios habló primero” (MR, Viernes Santo 13: oración universal VI), el pueblo de los “hermanos mayores” en la fe de Abraham.
64. Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cf. Is 2, 2-4), y que será grabada en los corazones (cf. Jr 31, 31-34; Hb 10, 16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (cf. Is 49, 5-6; 53, 11). Serán sobre todo los pobres y los humildes del Señor (cf. So 2, 3) quienes mantendrán esta esperanza. Las mujeres santas como Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit y Ester conservaron viva la esperanza de la salvación de Israel. De ellas la figura más pura es María (cf. Lc 1, 38).
El Antiguo Testamento
121. El Antiguo Testamento es una parte de la Sagrada Escritura de la que no se puede prescindir. Sus libros son libros divinamente inspirados y conservan un valor permanente (cf. DV 14), porque la Antigua Alianza no ha sido revocada.
122. En efecto, “el fin principal de la economía antigua era preparar la venida de Cristo, redentor universal”. “Aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros”, los libros del Antiguo Testamento dan testimonio de toda la divina pedagogía del amor salvífico de Dios: “Contienen enseñanzas sublimes sobre Dios y una sabiduría salvadora acerca del hombre, encierran tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación” (DV 15).
Dios es Amor
218. A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito (cf. Dt 4, 37; 7, 8; 10, 15). E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo (cf. Is 43, 1-7) y de perdonarle su infidelidad y sus pecados (cf. Os 2).
219. El amor de Dios a Israel es comparado al amor de un padre a su hijo (Os 11, 1). Este amor es más fuerte que el amor de una madre a sus hijos (cf. Is 49, 14-15). Dios ama a su Pueblo más que un esposo a su amada (Is 62, 4-5); este amor vencerá incluso las peores infidelidades (cf. Ez 16; Os 11); llegará hasta el don más precioso: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3, 16).
La relación de la Iglesia con el pueblo hebreo
La Iglesia y los no cristianos
839. “Los que todavía no han recibido el Evangelio también están ordenados al Pueblo de Dios de diversas maneras” (LG 16):
La relación de la Iglesia con el pueblo judío. La Iglesia, Pueblo de Dios en la Nueva Alianza, al escrutar su propio misterio, descubre su vinculación con el pueblo judío (cf NA 4) “a quien Dios ha hablado primero” (MR, Viernes Santo 13: oración universal VI). A diferencia de otras religiones no cristianas la fe judía ya es una respuesta a la revelación de Dios en la Antigua Alianza. Pertenece al pueblo judío “la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas y los patriarcas; de todo lo cual procede Cristo según la carne” (cf Rm 9, 4-5), “porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rm 11, 29).
840. Por otra parte, cuando se considera el futuro, el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza y el nuevo Pueblo de Dios tienden hacia fines análogos: la espera de la venida (o el retorno) del Mesías; pues para unos, es la espera de la vuelta del Mesías, muerto y resucitado, reconocido como Señor e Hijo de Dios; para los otros, es la venida del Mesías cuyos rasgos permanecen velados hasta el fin de los tiempos, espera que está acompañada del drama de la ignorancia o del rechazo de Cristo Jesús.
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
La barca era zarandeada por las olas
La última vez hemos dejado a Jesús y a sus discípulos en una situación de gran alegría. Jesús acaba apenas de multiplicar los panes y los peces; todos han comido y están saciados. Fue aquél (lo hemos subrayado la última vez) el más extraordinario picnic de la historia. El entusiasmo de la gente hacia Jesús llegaba hasta las estrellas, tanto que alguno pensaba ya en proclamarlo rey.
Por lo tanto, era hasta excelente inducir a gozar de la fiesta. Jesús, por el contrario, (y aquí entramos en el Evangelio de hoy) «ordena» a los discípulos subir a la barca y precederle en la otra orilla. No quiere que se acomoden al éxito y olviden cuál es el camino, que tienen por delante. Él, mientras tanto, «despide» a la gente. Poco antes, habían sido los apóstoles a sugerirle a Jesús que «despidiera» a la muchedumbre. Pero, Jesús no les había escuchado; había querido primero saciar el hambre a la gente. Ahora, que están saciados, puede enviarles ir en paz.
Despedida la muchedumbre, él se retira a solas al monte para orar. La noche se va dejando caer poco a poco. Sobre el lago se desencadena un fuerte viento y la barca de los apóstoles es zarandeada entre las olas. Jesús viene a su encuentro «de madrugada» caminando sobre las aguas. Queriendo cerciorarse de que era precisamente él; Pedro le dice: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua». No quiere meter la cabeza en una cosa tan seria, no quiere tentar a Dios, y hasta aquí hace bien.
Jesús le dice: «Ven». Él desciende y camina sobre las aguas hacia Jesús. Lo que en un cierto punto le sucede dentro de él, pobre Pedro, nadie lo sabe. El hecho es que el viento empieza a darle miedo y comienza a hundirse. Sin embargo, tiene la premura de gritarle a Jesús: «Señor, sálvame». Jesús extiende la mano, lo tira hacia arriba y le dice: «¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» Entonces, todos, impresionados por la maravilla, exclaman dirigiéndose a Jesús: «Realmente eres Hijo de Dios».
Hasta aquí el hecho. Pero los hechos del Evangelio no han sido escritos para ser solamente contados sino para ser revividos. Cada vez a quien lo escucha se le invita a penetrar dentro de la página del Evangelio, a pasar de ser espectador a actor, a tomar parte en la causa. Ésta es la diferencia entre el Evangelio y cualquier otro libro en el mundo. El Evangelio es un libro vivo, no muerto.
La primitiva Iglesia nos da ejemplo. El modo como es narrado lo acaecido muestra que la comunidad cristiana ha «entrado» ya en la historia, la ha aplicado a su situación. Aquella tarde, despedidas las gentes, Jesús había subido al monte a solas para orar; ahora, en el momento en que Mateo escribe su Evangelio, habiéndose despedido de sus discípulos, Jesús ya ha subido al cielo, en donde vive precisamente orando e «intercediendo» por los suyos. Aquella tarde por así decirlo ha empujado la barca al lago; ahora, empuja a la Iglesia en el vasto mar del mundo: Entonces, se había levantado un fuerte viento contrario; ahora, la Iglesia comienza a vivir las primeras experiencias de persecución.
En esta nueva situación ¿qué les decía a los cristianos el recuerdo de aquella noche? Que Jesús no estaba lejano y ausente, que se podía siempre contar con él. Que, también ahora, él les ordenaba a los suyos a ir hacia él «caminando sobre las aguas», esto es, avanzando entre las olas fluctuantes de este mundo, apoyados únicamente en la fe.
No será un deber siempre fácil: habrá momentos de oscuridad. Se preguntarán si Jesús no haya sido «un fantasma», esto es, si todo lo que han vivido y creído de él no haya sido una ilusión, un deslumbramiento. Mas, lo que le había acontecido a Pedro les recordaba que Jesús no les habría abandonado ni siquiera en este momento. Al final, es más, la prueba les habría servido para hacer todavía más pura su fe, de tal manera de hacerles capaces a los mártires de proclamar de nuevo, esta vez, ante los jueces y los tribunales enemigos, que Jesucristo «realmente es el Hijo de Dios».
Lo mismo, os decía yo, estamos invitados a hacer nosotros ahora: aplicar lo sucedido a nuestra personal aventura humana. Cuántas veces nuestra vida se asemeja a la barca «zarandeada por el viento contrario». La barca en dificultad puede ser el propio matrimonio, los negocios, la salud... El «viento contrario» pueden ser la hostilidad y la incomprensión de las personas, los cambios continuos de suerte, la dificultad de encontrar trabajo o casa.
Quizás, al principio, hemos afrontado con arrojo las dificultades, decididos a no perder la fe, a confiar en Dios. Durante algo de tiempo, asimismo, nosotros hemos caminado sobre las aguas, esto es, fiándonos únicamente en la ayuda de Dios. Pero, después, viendo la prueba siempre más larga y más dura, ha habido un momento en el que nos ha parecido no poderlo conseguir y hemos comenzado a hundirnos. Hemos perdido la valentía.
Éste es el momento de recoger todo lo dicho y sentir como dirigida hacia nosotros personalmente la palabra, que Jesús dirigió en aquella circunstancia a los apóstoles:
«¡Ánimo o coraje, soy yo, no tengáis miedo!»
«¡Ánimo!» Yo he querido hacer una pequeña averiguación sobre esta exclamación y he llegado a un descubrimiento. Se lee en los Evangelios y en todo el Nuevo Testamento siempre y sólo en los labios de Jesús:
«¡Ánimo!, hijo, tus pecados te son perdonados)) (Mateo 9, 2).
«¡Ánimo!, hija, tu fe te ha salvado» (Mateo 9, 22).
«¡Animo!, yo he vencido al mundo» (Juan 16, 33)
«¡Ánimo!, pues, le dijo Jesús apareciéndosele una noche a Pablo, como has dado testimonio de mi en Jerusalén, así debes dado también en Roma» (Hechos 23, 11).
Hay una sola excepción; pero, también aquí está aún por medio Jesús. Es cuando algunos dicen al ciego de Jericó: «¡Ánimo, levántate! Te llama» (Marcos 10, 49).
La palabra ánimo procede de la palabra «alma» y coraje de la palabra «corazón» y esta última significa según un autorizado diccionario italiano «fuerza de ánimo connaturalizada o confortada por el ejemplo de otros, que permite afrontar las situaciones escabrosas, difíciles, humillantes, también la muerte, sin renunciar a los más nobles atributos de la naturaleza humana».
Es conocida la frase con la que don Abundio, en I Promessi Sposi, justifica los propios miedos y villanías: «El ánimo o coraje a quien no lo tiene no se le puede dar». Es precisamente esta convicción la que, con el Evangelio en la mano, debemos despreciar. ¡El ánimo, a quien no lo tiene, se le puede dar! ¿Cómo? Con la fe en Dios, con la oración, haciendo palanca sobre la promesa de Cristo. Diciendo o gritándonos a nosotros mismos: «Mas, ¡Dios existe y por lo tanto basta!».
Cuántas veces nosotros, los hombres, nos decimos uno a otro: «¡Ánimo, coraje, verás que todo irá bien!» Pero, ¡somos cañas sacudidas por el viento, que les dicen a las otras cañas que no tiemblen ante el viento! Nuestras palabras no cambian las cosas, son sólo palabras. No así cuando a decir «¡ánimo!» es el mismo Jesús quien lo hace. Él mismo ha «vencido al mundo», ha tenido valentía asimismo para con nosotros. Por eso, no dice simplemente ¡Ánimo! sino «¡Ánimo, soy yo!» Yo, el Hijo de Dios, aquel que ha conocido el dolor, el vacío, la muerte. En la boca de Jesús, ánimo es una palabra eficaz, que produce lo que significa y da lo que exige.
Alguien ha dicho que este ánimo, basado en la fe en Dios y en la oración, es una coartada, una huida de las propias posibilidades y responsabilidades. Un descargar sobre Dios nuestros deberes. Es la tesis, que se sobreentiende en la conocida obra de B. Brecht, que lleva significativamente el título de Madre Coraje y sus hijos. La obra, ambientada en la Alemania del tiempo de la guerra de los Treinta años, tiene como protagonista a una mujer de pueblo, conocida por su decisión e intrepidez, «Madre Coraje».
El drama concluye con esta escena. En el corazón de la noche, las tropas imperiales, muertos los guardias, avanzan contra la ciudad protestante de Halle para someterla a las llamas. En los alrededores de la ciudad, una familia de vecinos, que hospeda a Madre Coraje con su hija muda Kattrin, sabe que no puede hacer otra cosa que orar para salvar a la ciudad de la ruina. «No podemos hacer nada, le dicen a la muchacha muda, para poder parar la sangre que está a punto de correr. También, si tú no sabes hablar, al menos sí sabes rezar. Si nadie te oye, Él te oye». Pero, Kattrin, en vez de ponerse a rezar, se sube al techo de la casa, se mete a golpear desesperadamente un tambar, hasta que ve encenderse las primeras luces en la ciudad y entiende que los habitantes se han despertado y están en pie. Ella fue muerta por los soldados; pero, la ciudad se salvó.
La crítica sobreentendida aquí (que es la crítica clásica del marxismo) golpea o sacude al planteamiento de quien pretende permanecer las manos sobre las manos, en espera de que Dios lo haga todo, sin acudir a la verdadera fe ya la verdadera oración, que es otra cosa distinta que la pasiva resignación. Jesús dejó que los apóstoles permanecieran contra el viento durante toda la noche y usaran todos sus recursos antes de intervenir él.
Hay situaciones en la vida, lo sabemos bien, que ni siquiera con la intrepidez de la Madre Coraje y de sus hijos se pueden resolver. El Evangelio nos dice que también en estos casos, cuando, humanamente hablando, ya no hay nada que hacer, siempre podemos gritar como Pedro en el momento de hundirse: «¡Señor, sálvame!» Me gusta terminar esta reflexión con una palabra de Dios, que se lee en Isaías:
«Dios eterno, Yahvé,
creador de la tierra hasta sus bordes,
no se cansa ni se fatiga;
imposible escrutar su inteligencia.
Que al cansado da vigor,
y al que no tiene fuerzas
la energía le acrecienta.
Los jóvenes se cansan, se fatigan,
los valientes tropiezan y vacilan,
mientras que a los que esperan en Yahvé
él les renovará el vigor,
subirán con alas como de águilas,
correrán sin fatigarse
y andarán sin cansarse» (Isaías 40, 28-31).
Muchísimos han experimentado la verdad de estas palabras. Si somos nosotros igualmente unos de estos «cansados y agobiados», probemos a «esperar en el Señor» con todas las fuerzas y despuntarán también en nosotros alas de águila.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Reconocer a Jesucristo
El Hijo de Dios vino al mundo para auxiliar a los hombres, para ayudarlos en sus necesidades y cubrir sus miserias con su misericordia.
Él, que, siendo Dios, adquirió la naturaleza humana y caminó en el mundo como hombre, conservó su naturaleza divina y, por lo tanto, todo su poder.
Pero no todos los hombres lo recibieron. Algunos tienen miedo y no quieren reconocerlo como Dios y hombre.
Tienen la mente embotada y ocupada en sus preocupaciones, y están distraídos en las cosas del mundo, tratando de salvar su vida, sin darse cuenta de que navegan a la deriva, corriendo el riesgo de perderla, porque en el Señor no confían.
Quieren hacerlo todo con sus propias fuerzas y, teniendo frente a ellos la luz, prefieren las tinieblas.
Jesucristo, nuestro Señor, conoce los corazones de los hombres, sus necesidades y sus intenciones, y acude en su auxilio antes de que se lo pidan; sube a la barca, calma el viento y tranquiliza las aguas del interior de todo aquel que acude a Él, que lo reconoce, y acepta su ayuda, porque cree en Él y en su poder.
Todo aquel que reconoce a Jesucristo como el Hijo de Dios, y eleva sus ojos al cielo suplicándole su auxilio, encomendándose y abandonándose en Él, recibirá su misericordia.
Reconócelo tú. Él está presente en la Eucaristía. Mira que no es un fantasma, es su Cuerpo y es su Sangre, es su Alma y su Divinidad. El mismo que caminó sobre el agua está sobre el altar.
Él acude a ti porque sabe que lo necesitas, y te quiere ayudar. Reconócelo, y póstrate frente a Él, con el corazón contrito y humillado, que Él no despreciará, sino que lo tomará y lo transformará en un corazón como el suyo.
Permanece en la barca, que es la Santa Iglesia, y Él, con la compañía de María, su Madre, te llevará hacia puerto seguro.
No temas y confía en el Señor, Él te ama, su Espíritu está sobre ti y su gracia derrama.
De Él obtienes todo bien. Dios es amor. El que tiene amor, nada le falta. Solo Dios basta.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Oración y vida de oración
Nos quedamos tan sólo con los primeros versículos de estas palabras de san Mateo que hoy nos presenta la Iglesia, Nuestra Madre: oración perseverante de Cristo. De Jesús que, por su vida divina en el seno del Padre y el Espíritu Santo, no precisaba de especiales momentos –siendo Dios– para mantener un trato del todo íntimo con las otras dos Personas. Sin embargo, como hombre ante los hombres, desea que se le vea rezar. La oración, diálogo amoroso, contemplativo con Dios, se puede decir que constituye como el núcleo de la vida de Cristo. Todo momento de Jesús es manifestación en el mundo de los hombres de un inmenso amor divino. Y su mensaje evangélico, es decir, la noticia definitiva que vino a traer a este mundo de parte de Dios, viene a ser en sustancia que también nosotros podemos hacer oración.
Por su vida, muerte y resurrección, se cumple, llegada la plenitud de los tiempos, según afirma san Pablo, el plan de amor ideado por Dios para el hombre desde el principio. Quiso Dios, en efecto, que entre todas las criaturas de este mundo, el hombre pudiera conocerle y amarle. Para que esto fuera posible creo Dios al hombre a su imagen y semejanza. Eso que llamamos dignidad humana consiste propiamente en la realidad inigualable de poder conocer y amar a Dios, que nos eleva así sobremanera por encima del resto de la creación.
Hacer oración, hablar con Dios, mantener un trato personal con el Señor de cuanto existe: he aquí el fundamento de la grandeza y dignidad humanas. Parece, en todo caso, que la oración es el punto de partida y fundamento de la dimensión –indescriptible en riqueza– que el hombre posee. Todo lo mejor del hombre arranca de la oración, por cuanto en ella somos conscientes de nuestro valor y, a partir de la oración, resolvemos ser consecuentes, en el ejercicio de la libertad, con la gran verdad de la vida humana: que Dios nos espera en cada instante y por toda la eternidad. Quien no hace oración, por así decir, vive ajeno a sí mismo. La oración es fundamento porque Dios nos habló primero y, teniendo capacidad de escucharle y responderle –asimismo por iniciativa divina– reafirmamos la categoría personal cuando oramos y nuestra vida es la consecuencia de esa oración: un hombre vale, pues, lo que vale su oración.
Cuando se hizo de noche seguía él solo allí, manifiesta el Evangelista. Nadie le acompañaba. Pero ciertamente nunca un hombre está solo. Aunque pueda sentirse solo, aunque eche de menos a alguien, los seres humanos en todo momento –si queremos– podemos estar en relación con Dios: en Él vivimos, nos movemos y existimos, afirmará el Apóstol. Podemos, sin embargo, no darnos cuenta, según las circunstancias, o incluso ignorar esa proximidad inmediata divina de modo habitual, mientras Dios nos contempla como un Padre su hijo amado, pero Él siempre está ahí. Y Jesús quiere mostrarse, como perfecto hombre, rezando en múltiples ocasiones, según nos dicen los evangelistas. Reza de modo expreso y con toda naturalidad, como lo más razonable del mundo, en algunas circunstancias: ante sus apóstoles, con ocasión de acontecimientos más especiales, antes de algunos milagros, en oraciones de agradecimiento, de súplica, de alabanza al Padre, intercediendo por los hombres y finalmente ofreciendo con toda confianza su vida.
Los Apóstoles comprendieron bien la necesidad de la oración y piden a Jesús que les enseñe. Orad así, les dice:
Padre nuestro, que estás en los cielos,
santificado sea tu Nombre;
venga tu Reino;
hágase tu voluntad,
como en el cielo, también en la tierra;
danos hoy nuestro pan cotidiano;
y perdónanos nuestras deudas,
como también nosotros perdonamos
a nuestros deudores;
y no nos pongas en tentación,
sino líbranos del mal.
Mucho debemos meditar la oración que el Señor enseñó a sus apóstoles y la Iglesia nos propone de continuo. Y tanto en la forma como en el contenido. Ese tono confiado, humilde y filial a la vez, es el propio de la oración. Será bueno, pues, recitar el Padrenuestro con frecuencia intentando calar más y más en el sentido de sus palabras. Tratando de sentirnos destinatarios directos de la enseñanza de Jesús a sus discípulos cuando le preguntaron cómo orar.
Como la vida cristiana debe ser de santidad y, por tanto, de oración, ésta empapará, por así decir, la actividad de toda nuestra jornada. Conocemos, sin embargo, cada uno esa tendencia tozuda a pensar en nosotros mismos, que parece querer echar por tierra los más nobles ideales. Por eso, se hace necesario, para todo cristiano consecuente, asegurar unos momentos delicados a la oración. Bien conscientes de que en general nos obligan bastantes actividades, es preciso incluso tomar la decisión de otorgar a esa oración concreta la importancia, al menos, que damos a otros quehaceres que no podemos omitir. De otro modo, el trabajo intenso y hasta frenético, tan propio de nuestros ambientes culturales, siendo bueno y de suyo santificable, acabará tomando un protagonismo excesivo –como si se tratara de “eso” en nuestra vida–, en lugar de ser lo que materialmente nos ocupa –sea lo que fuere– siempre una ocasión para amar a Dios.
¿No?... ¿Porque no has tenido tiempo?... —Tienes tiempo. Además, ¿qué obras serán las tuyas, si no las has meditado en la presencia del Señor, para ordenarlas? Sin esa conversación con Dios, ¿cómo acabarás con perfección la labor de la jornada?... —Mira, es como si alegaras que te falta tiempo para estudiar, porque estás muy ocupado en explicar unas lecciones... Sin estudio, no se puede dar una buena clase.
La oración va antes que todo. Si lo entiendes así y no lo pones en práctica, no me digas que te falta tiempo: ¡sencillamente, no quieres hacerla!
Podemos acudir a san Josemaría, autor de esas palabras, para que nos enseñe a no olvidar –en medio de nuestros muchos quehaceres– que lo nuestro es Dios y, consecuentemente, la oración o trato con Él.
La presencia, en el corazón y en la mente, de nuestra Madre del Cielo nos garantiza el trato con Dios y que pondremos los medios para que sea más intenso de día en día.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
La barca era sacudida por las olas
En el pasaje del Evangelio que acabamos de leer, el evangelista san Mateo nos ha hecho pasar ante los ojos una serie dinámica de cuadros: Jesús que obliga a los discípulos a subir a la barca y, quizás con un empujón, los hace alejarse de la orilla; luego, Jesús que se dirige a las multitudes y las despide; Jesús que, al caer la noche, sube la cuesta y, solo, se sumerge en la plegaria: luego, el salvataje de Pedro y la bonanza.
La primitiva comunidad conservó el recuerdo de aquella memorable noche de prodigios porque en ella veía trazada, en una especie de parábola, la propia situación del mundo. En otras palabras: lo que le sucedió a Pedro y a los otros apóstoles en el lago Tiberíades no fue visto como un episodio encerrado en sí mismo, para ser recordado como una especie de récord de milagros y basta. Cuando Mateo escribía su Evangelio, Jesús no estaba más en esta tierra; por así decirlo, se había despedido de las multitudes y había empujado la pequeña barca de su Iglesia, con Pedro a la cabeza, sobre las olas, para que iniciara sin él la travesía del gran mar de la historia. Sin embargo, la Iglesia no había recorrido mucho camino en esta nueva situación −apenas algunos años cuando se elevaron las primeras olas de la persecución. Primero en Jerusalén: los discípulos son aprisionados; matan a Esteban; la Iglesia es obligada a dispersarse a través de Palestina. Luego, otras oleadas más amenazadoras: en Roma, Nerón comienza a perseguir en masa a los discípulos de Jesús. Bien, la Iglesia vive ahora esta situación de viento contrario y de miedo. Es la situación que encontramos reflejada históricamente en tantas páginas del Nuevo Testamento, escritas, de hecho, en este contexto: Queridos míos –escribía el apóstol san Pedro a las Iglesias– no se extrañen de la violencia que se ha desatado entre ustedes para ponerlos a prueba, como si les sucediera algo extraordinario (1 Ped. 4, 12); Resístanlo firmes en la fe, sabiendo que sus hermanos diversos por el mundo padecen los mismos sufrimientos que ustedes (1 Pedro 5, 9).
Cuando, en situaciones como ésta, la comunidad escuchaba el relato evangélico de Mateo, de allí sacaba sobre todo una certeza el Maestro no está lejos ni siquiera ahora; no nos dejará solos para combatir contra las olas; basta invocarlo para que descienda del monte y acuda en socorro de su Iglesia. Esta confianza se basaba en la certeza de que él había resucitado y estaba vivo. Los antiguos padres destacaban una coincidencia: Jesús va hacia los apóstoles en el lago “a la madrugada”, es decir, a la misma hora en que resucitó de entre los muertos.
En el ínterin, una cosa necesaria para no hundirse: no perder la confianza, no bajar la guardia en medio de las dificultades; no mirar hacia abajo o hacia los alrededores, hacia las olas que se agitan, sino hacia adelante, hacia Cristo. Sólo quien vacila en la fe, o quien se confía a sus propios medios, se hunde. Pedro había hecho con ello una segunda amarga experiencia, muy similar a la del lago Tiberíades, y lo había hecho poner por escrito a su evangelista Marcos a fin de que sirviera de ejemplo a todos Aun cuando todos te abandonen −había dicho− yo no lo haré (cfr Mc. 14, 29); pero luego, al salir al vestíbulo, de nuevo tuvo miedo como en el lago, y lo negó: Entonces él se puso a maldecir ya jurar que no conocía a ese hombre del que estaban hablando (ibid. 14, 71).
El final del pasaje evangélico trazaba un modelo concreto para la Iglesia: permanecer en la barca y proclamar junto con los apóstoles la fe que salva: Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios.
Hasta acá, por decirlo así, la lectura de nuestro Evangelio realizada con los ojos de la primitiva Iglesia. ¿Pero hoy? ¿Qué podemos leer allí los cristianos venidos tantos siglos después? Quizás las mismas, idénticas cosas que vieron aquellos primeros cristianos. Lo que ha cambiado es el escenario, la dimensión del lago y de la barca; el lago es ahora la tierra entera; la barca es la Iglesia difundida en todo el mundo. Pero las pruebas son las mismas y las mismas las elecciones por realizar.
Quizás hay un detalle para meditar con más atención. Jesús vino hacia el final de la noche, no antes; vino cuando la prueba estaba en su cúspide y también el cansancio; cuando todo parecía tener que resolverse con las propias fuerzas, lejos del Maestro y en medio de su silencio. Él parecía lejano, “en la otra orilla”; una noche había bastado para crear una distancia enorme con respecto a él.
¿Acaso no es un poco nuestro estado de ánimo de hoy? Incluso alguien ha dicho que está bien que sea así; que nos debemos acostumbrar y seguir adelante “como si Dios no estuviera” (D. Bonhoeffer), manejando por nuestra cuenta nuestros remos en el agua, en el silencio y la oscuridad de la noche. Porque la fe verdadera, se dice, es aquella que se vive así; aquella que no reduce a Dios a un eliminador de dificultades y no le pide hacemos caminar sobre las aguas de la vida sin mojarnos los pies.
Esto también será verdad, pero el Evangelio no parece pedirnos tanto. En realidad, parece exhortarnos a dirigirnos a él, a rogarle y a pedirle: Maestro, ¿no te importa que nos ahoguemos? (Me 4, 38). No por nosotros solos, se entiende, sino por todos los que están en la barca, por la Iglesia, a fin de que, en la calma reconquistada, ella pueda proclamar al mundo su fe: Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios.
Elías encontró al Señor en el rumor de una brisa suave, nos dijo la primera lectura, después de haberse interrumpido el viento impetuoso y el terremoto; lo encontró en la paz y se cubrió el rostro para adorarlo. También nosotros estamos por encontrar a nuestro Señor en la quietud de ésta, nuestra asamblea dominical. Ya no debemos cubrirnos el rostro. En realidad, es él quien se ha cubierto el rostro con los velos del pan y del vino para no enceguecer nuestra vista y poder acercarse a nosotros. Es el momento en que él nos otorga aquella “presencia de paz” que hoy hemos pedido repetidas veces en el salmo responsorial.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
El relato que acabamos de escuchar tiene un trasfondo eclesiológico innegable y posee una riqueza espiritual grande. Es de noche. La barca de Pedro peligra por el fuerte oleaje y un viento que le es contrario. El miedo se apodera de todos los que van en ella. El Señor aparece caminando sobre el peligro y creen que se trata de una ilusión. Pedro, que ha pedido a Jesús ir hasta Él, se hunde al ver la fuerza del viento y la agitación del mar y grita pidiendo ayuda. Jesús le reprocha su falta de fe. Al subir el Señor a la barca viene la calma y ellos, adorándolo, confiesan su divinidad.
A lo largo de su dilatada historia, la Iglesia ha vivido etapas en que los vientos no le eran favorables. También nosotros que somos sus hijos, pasamos por noches oscuras y por momentos en que vivir como Dios quiere resulta costoso, bien por la fuerza del viento de las propias pasiones, bien por el oleaje de una opinión pública contraria que nos atemoriza y frena nuestra adhesión a la doctrina del Señor. En nuestros días, los enemigos de la Iglesia o quienes no la conocen bien, no se preocupan ya de ocultar sus intenciones: se intenta construir una sociedad sin Dios. Para ello, no se ahorran esfuerzos y así nos vemos sometidos a un bombardeo audiovisual que hace que sean los ojos y no la razón iluminada por la fe, los que certifiquen lo que es o no es verdad. La prueba gráfica se presenta como irrefutable para muchos, cuando es un material manipulable y del que deberíamos desconfiar o, al menos, no aceptar sin contrastarlo. Mareados, como los discípulos en la barca, por tanta información interesada, la Iglesia y su doctrina aparecen a los ojos de muchos en esas imágenes como algo fantasmal, un espectro inquietante.
Es preciso que en medio de ese oleaje y del ruido de esos vientos contrarios que nos infunden temor, individuemos la voz tranquilizadora de Jesús: “¡Ánimo, soy Yo, no tengáis miedo!” “La Iglesia, enseña S. Agustín, camina entre las persecuciones de los mundanos y los consuelos de Dios”. No olvidemos que el Señor contempla esa brega nocturna de su Iglesia en medio del temporal de tantos apasionamientos ideológicos, culturales, políticos, sociales..., contrarios a su rumbo. S. Hilario, comparándola con una ciudad, habla del cuidado continuo de Dios sobre Ella: “El Señor es desde antiguo el atento guardián de esta ciudad: cuando protegió a Abrahán peregrino y eligió a Isaac para el sacrificio; cuando enriqueció a su siervo Jacob y, en Egipto, ennobleció a José, vendido por sus hermanos; cuando fortaleció a Moisés contra el Faraón y eligió a Josué como jefe del ejército; cuando liberó a David de todos los peligros... cuando rogó al Padre diciendo: Padre santo, guárdalos en tu nombre...; finalmente, cuando Él mismo, después de su pasión, nos promete que velará siempre por nosotros: Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Sobre el S.126).
¡Vivir de fe! Pedro caminó confiado sobre un mar furioso mientras hizo caso a Jesús, pero perdió pie y se asustó cuando miró la fuerza de las olas y el viento. También nosotros nos hundimos cuando dejamos de confiar en Dios y nos fijamos en las dificultades del ambiente. Pero Jesús no abandona si le llamamos. Pedro, al ver que se hundía, acudió al Maestro pidiendo ayuda, ayuda que no se hizo esperar: “Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”
¡Llamemos al Señor como Pedro y recuperaremos la seguridad! La fe nace y crece en el trato con Dios, como ocurre entre nosotros. ¿Por qué o cuándo confiamos en alguien? Cuando le conocemos y advertimos que es alguien de quien nos podemos fiar. “La fe viene por el oído”, dice S. Pablo (Rm 10, 17). Una fe madura requiere una catequesis continua, una familiaridad con la Escritura Santa por la oración y el estudio.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“La «poca fe» y las vacilaciones del corazón”
I. LA PALABRA DE DIOS
1R 19, 9a.11-13a: «Aguarda al Señor en el monte»
Sal 84, 9ab-10.11s.13s.: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación»
Rm 9, 1-5: «Quisiera ser un proscrito por el bien de mis hermanos»
Mt 14, 22-33: «Mándame ir hacia ti andando sobre el agua»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
Los evangelistas vinculan la multiplicación de los panes y la tempestad calmada. De la ambigua confesión en Jesús, como Mesías y Rey, que sigue a la multiplicación, se pasa a la confesión llena: «Realmente eres Hijo de Dios».
Hay que destacar en la perícopa evangélica: 1) Jesús orante solitario en el monte. Su teofanía: «¡Animo, soy Yo, no tengáis miedo!» (1ª Lect.). 2) La situación de los discípulos: llenos de miedo, sacudidos por las olas, en medio de la noche. 3) La sentencia del Maestro: «¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?». Y la confesión de fe de todos los discípulos, que cierra la perícopa.
En Mateo, el evangelista eclesiólogo, la barca zarandeada por las olas apunta a la Iglesia en sus difíciles comienzos (y siempre). Pedro ocupa un lugar relevante. Y Pedro y todos los ocupantes de la barca, confiesan al Hijo de Dios. Esta confesión, a la que aludimos por tercera vez, es el corazón de la Iglesia.
III. SITUACIÓN HUMANA
Ante las obras, como la Iglesia, del Dios operante y oculto, dudamos. ¿Está Él entre tantos sucesos y tempestades? La fe vacilante de Pedro y los discípulos termina en confesión llena; pero volverá a vacilar en la Hora de la Pasión y a confesar de nuevo con vigor en la Hora de la Resurrección. ¿Qué hacer para madurar nuestra débil fe?
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– La fe en el Evangelio se plantea en diálogo con Jesús, como oración. Dios nos busca en Jesús: «Olvide el hombre a su Creador o se esconda lejos de su Faz, corra detrás de sus ídolos o acuse a la divinidad de haberle abandonado, el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración. Esta iniciativa del amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de Alianza. A través de palabras y acciones tiene lugar un trance que compromete el corazón humano...» (2567).
La respuesta
– El compromiso del hombre en el encuentro con Dios: “La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un esfuerzo. Los grandes orantes de la Antigua Alianza antes de Cristo, así como la Madre de Dios y los santos con Él nos enseñan que la oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible para separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. Se ora como se vive, porque se vive como se ora. El que no quiere actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo, tampoco podrá habitualmente orar en su Nombre. El «combate espiritual» de la vida nueva del cristiano es inseparable del combate de la oración” (2725).
El testimonio cristiano
– “Es posible, incluso en el mercado o en un paseo solitario, hacer una frecuente y fervorosa oración. Sentados en vuestra tienda, comprando o vendiendo, o incluso «haciendo la cocina» (S. Juan Crisóstomo, ecl. 2)” (2743).
A pesar de los grandes dones de Dios, nuestra «poca fe» vacila. Sólo el contacto asiduo con el Maestro reaviva la fe, la hace grande. Esto requiere la firme decisión del corazón de buscar al que nos busca, de orar, de celebrar la Eucaristía.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Dios siempre ayuda.
– Nunca falló a sus amigos.
I. La Primera lectura de la Misa nos presenta al Profeta Elías que, cansado y desalentado por muchas tribulaciones, se refugió en una gruta del Horeb, el monte santo, donde Dios se manifestó a Moisés. Allí recibió esta indicación: sal y aguarda al Señor. Y pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes y rompía los peñascos, y después hubo un terremoto y fuego. Pero Dios no estaba ni en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego. Llegó después un viento suave, como un susurro, y se manifestó el Señor de esta forma, expresando así su misteriosa espiritualidad y su delicada bondad con el hombre débil. Elías se sintió reconfortado para la nueva misión que el Señor quería que llevara a cabo.
El Evangelio nos relata una de las tempestades que sufrieron los Apóstoles sin que Jesús estuviera con ellos en la barca. Tuvo lugar después de la multiplicación de los panes y de los peces. El Señor les mandó que embarcaran y se dirigieran a la otra orilla del lago, mientras Él despedía a las gentes, pues se había hecho tarde. Jesús, desde lo alto de un monte donde está recogido en oración, no olvida a sus discípulos. Se ha levantado un viento fuerte en contra, y el Señor ve cómo luchan contra el oleaje y contra el viento para llegar donde Él les ha indicado. Terminada su oración, se dispone a ayudarles.
En la cuarta vigilia de la noche, al amanecer, Jesús se acercó a la barca, que estaba batida por las olas y en peligro de zozobrar. El Evangelio nos señala que los discípulos pasaron miedo al ver a Jesús andando sobre las aguas revueltas, creyendo que era un fantasma. Y San Marcos, que recoge los recuerdos inolvidables de San Pedro, nos ha dejado escrito que Jesús hizo ademán de pasar de largo. Todos comenzaron a gritar. Entonces Jesús se acercó un poco más y les dijo: Tened confianza, soy Yo, no temáis. Eran palabras consoladoras, que también nosotros hemos oído muchas veces de formas diferentes en la intimidad del corazón, ante sucesos que nos han podido desconcertar y en situaciones difíciles y apuradas.
Si nuestra vida es el cumplimiento de lo que Dios quiere de nosotros −como Elías, que se encaminó al monte Horeb por mandato de Dios, como los Apóstoles, que cumplen lo que Jesús les ha dicho, aunque el viento les era contrario−, nunca nos faltará la ayuda divina. En la debilidad, en la fatiga, en las situaciones más apuradas, Jesús se presenta y nos dice: Soy Yo, no temáis. Nunca falló a sus amigos. Y si nosotros no tenemos otro fin en la vida que buscar su amistad y servirle, ¿cómo nos va a abandonar cuando el viento de las tentaciones, del cansancio, de las dificultades en el apostolado nos sea contrario? Él no pasa de largo. “Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada”. ¿Qué nos va a faltar si somos sus amigos en medio del mundo, si le queremos seguir día tras día entre tantos que le abandonan?
– Cristo es el asidero firme al que debemos agarrarnos.
II. Cuando los Apóstoles oyeron a Jesús se llenaron de paz. Entonces, Pedro dirigió a Jesús una petición llena de audacia y de valentía: Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a Ti sobre las aguas. Y el Maestro, que se encontraba todavía a unos metros de la barca, le contestó: Ven. Pedro tuvo mucha fe, y cambió la seguridad de la barca por la confianza en las palabras del Señor: bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Fueron unos momentos impresionantes de firmeza y de amor.
Pero Pedro dejó de mirar a Jesús y se fijó más en las dificultades que le rodeaban, y al ver que el viento era tan fuerte se atemorizó. Olvidó por un momento que la fuerza que le sostenía en medio del agua no dependía de las circunstancias, sino de la voluntad del Señor, que domina el cielo y la tierra, la vida y la muerte, la naturaleza, los vientos, el mar... Pedro comenzó a hundirse, no por el estado de la mar, sino por la falta de confianza en Quien todo lo puede. Y gritó a Jesús: ¡Señor, sálvame! Y enseguida, Jesús, extendiendo la mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Cristo es el asidero firme al que debemos agarrarnos en momentos de debilidad o de cansancio, cuando veamos que nos hundimos. ¡Señor, sálvame!, le diremos con fuerza en nuestra oración.
A veces, el cristiano deja de mirar a Jesús y se fija en otras cosas que alejan de Dios y le ponen en peligro de perder pie en su vida de fe y de hundirse, si no reacciona con prontitud. Desde el momento en que alguien comience a no ver clara su fe o la vocación recibida de Dios, “que se examine con lealtad. No dejará de descubrir que desde algún tiempo su vida de piedad está un tanto relajada, la oración es más rara o menos atenta, y es menos exigente consigo mismo. ¿No renueva un pecado cuya gravedad se oculta a sí mismo deliberadamente? De seguro que ya no reprime con la misma energía sus pasiones, si es que no consiente con complacencia en alguna de ellas. Un resentimiento que se fomenta contra otro, una cuestión de interés en que nuestra honradez no es total, una amistad demasiado absorbente, o sencillamente el despertar de bajos instintos que no se rechazan con bastante prontitud, no hace falta más para que se levanten nubes entre Dios y nosotros. Y la fe se oscurece”. Cabe el peligro entonces de achacar esa situación culpable a las circunstancias externas, cuando el mal está más bien en el propio corazón.
Para salir a flote, Pedro sólo tuvo que asir la fuerte mano del Señor, su Amigo y su Dios. Aunque poco, algo tuvo que poner el discípulo de su parte. Es la colaboración de la buena voluntad que siempre nos pide Dios. Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia, cuando les llama con una vocación específica, es como si les tendiera una mano, una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos busca uno a uno, como hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que Él nos acerca: Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad.
Ese pequeño esfuerzo que el Señor pide a sus discípulos de todos los tiempos para sacarlos a flote de una mala situación puede ser muy diverso: intensificar la oración; ser más sinceros y dóciles en la dirección espiritual; remover una mala ocasión; obedecer con prontitud y docilidad de corazón; poner, junto a la oración, unos medios humanos que están a nuestro alcance, aunque sean muy pequeños... Junto a Cristo se ganan todas las batallas, pero debemos tener una confianza sin límites en Él. Reza seguro con el Salmista: “¡Señor, Tú eres mi refugio y mi fortaleza, confío en Ti!”
Te garantizo que Él te preservará de las insidias del “demonio meridiano” –en las tentaciones y... ¡en las caídas! –, cuando la edad y las virtudes tendrían que ser maduras, cuando deberías saber de memoria que sólo Él es la Fortaleza.
– Confianza en Dios. Nunca llega tarde para socorrernos, si acudimos a Él con fe y ponemos en cada caso los medios oportunos.
III. Pedro se mantuvo en pie en medio de las dificultades más grandes mientras actuó con sentido sobrenatural, con fe, confiado en el Señor. Después, para salir a flote, para recibir la ayuda de Dios, hubo de poner de su parte, pues “cuando falta nuestra cooperación cesa también la ayuda divina”. Aunque fue el Señor quien lo sacó adelante.
Pedro recuperó de nuevo la fe y la confianza en Jesús. Con Él subió a la barca. Y en ese instante cesó el viento, se hizo la calma en el mar y en el corazón de los discípulos, y le reconocieron como a su Señor y a su Dios: los que estaban en la barca le adoraron diciendo: Verdaderamente, eres el Hijo de Dios.
Las dificultades en las que experimentaremos la propia debilidad, las mismas flaquezas, servirán para encontrar a Jesús, que nos tiende su mano y se mete en nuestro corazón, dándonos una paz inmensa en medio de cualquier tribulación. Hemos de aprender a no temer nunca a Dios, que se presenta en lo ordinario y también en las tormentas de los sufrimientos, físicos y morales, de la vida: Tened confianza, soy Yo, no temáis. Dios nunca llega tarde para socorrernos, y ayuda siempre en cada necesidad. Él llega, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el momento oportuno. Y cuando por alguna razón nos encontramos en una situación penosa, con el viento en contra, Él se acerca. Quizá haga ademán de pasar de largo para que nosotros le llamemos. No tardará en llegar a nuestro lado.
Y si alguna vez sentimos que no hacemos pie, que nos hundimos, repitamos la súplica de Pedro: Señor, ¡sálvame! No dudemos de su Amor, ni de su mano misericordiosa, no olvidemos que “Dios no manda imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas y ayuda para que puedas”.
¡Qué seguridad tan grande da el Señor! “Él me ha garantizado su protección, no es en mis fuerzas donde me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Éste es mi báculo. Ésta es mi seguridad, éste es mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo.
“Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña”. No dejemos su mano; Él no deja la nuestra.
Terminamos nuestra oración poniendo por intercesora a la Santísima Virgen; Ella nos ayuda aclamar confiadamente con las preces litúrgicas: renueva, Señor, las maravillas de tu amor; haz que vivamos firmemente anclados en Ti.
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P. Ramón LOYOLA Paternina LC (Barcelona) (www.evangeli.net)
«Empezó a hundirse y gritó: ‘Señor, sálvame’»
Hoy, la experiencia de Pedro refleja situaciones que hemos experimentado también nosotros más de una vez. ¿Quién no ha visto hacer aguas sus proyectos y no ha experimentado la tentación del desánimo o de la desesperación? En circunstancias así, debemos reavivar la fe y decir con el salmista: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 85, 8).
Para la mentalidad antigua, el mar era el lugar donde habitaban las fuerzas del mal, el reino de la muerte, amenazador para el hombre. Al “andar sobre el agua” (cf. Mt 14, 25), Jesús nos indica que con su muerte y resurrección triunfa sobre el poder del mal y de la muerte, que nos amenaza y busca destrozarnos. Nuestra existencia, ¿no es también como una frágil embarcación, sacudida por las olas, que atraviesa el mar de la vida y que espera llegar a una meta que tenga sentido?
Pedro creía tener una fe clara y una fuerza muy consistente, pero «empezó a hundirse» (Mt 14, 30); Pedro había asegurado a Jesús que estaba dispuesto a seguirlo hasta morir, pero su debilidad lo acobardó y negó al Maestro en los hechos de la Pasión. ¿Por qué Pedro se hunde justo cuando empieza a andar sobre el agua? Porque, en vez de mirar a Jesucristo, miró al mar y eso le hizo perder fuerza y, a partir de ese instante, su confianza en el Señor se debilitó y los pies no le respondieron. Pero, Jesús «le extendió la mano [y] lo agarró» (Mt 14, 31) y lo salvó.
Después de su resurrección, el Señor no permite que su apóstol se hunda en el remordimiento y la desesperación y le devuelve la confianza con su perdón generoso. ¿A quién miro yo en el combate de la vida? Cuando noto que el peso de mis pecados y errores me arrastra y me hunde, ¿dejo que el buen Jesús alargue su mano y me salve?
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CONGREGACIÓN PARA EL CLERO (www.clerus.org)
El valor de la fe
Después del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces con los cuales había alimentado a la multitud, Jesús nos invita a nosotros, sus discípulos, a verificar nuestra fe en cada pasaje en el cual estamos llamados a confiar y a dirigir la mirada hacia Él, el Salvador que responde al grito del hombre.
El contexto de la narración evangélica se presenta como limitado en el contraste entre la paz que Jesús vive en oración en el monte y el escenario del lago en el cual navegan los discípulos, acompañados por un viento contrario que pone en peligro la travesía. Viento contrario, signo de un aparente fin, que provoca miedo en el corazón de los discípulos. Un miedo que hace dramática, trágica la travesía: las aguas turbulentas, la figura de Jesús confundido con un fantasma, el terror de Pedro de ahogarse cuando camina sobre las aguas hacia su Señor.
En la noche, especialmente cuando es trágica, estamos llamados a hacer un camino que va de la perturbación al valor de la fe, probada por las dudas y las caídas; del miedo a la tranquilidad de la oración, camino que se lleva a cabo en la experiencia de la salvación.
Pedro representa a cada hombre: cuando la mirada está fija en Cristo y la fe es obediente abandono, entonces en la confianza se puede avanzar. Por el contrario, la mirada encerrada en sí misma y en las dificultades, en la presunción de bastarse a sí mismos, determina la prevalencia del miedo y, nos podemos ahogar.
Es por la fe que tenemos que estar seguros de que el Señor está cerca, está presente, está con nosotros y nos repite: «¡Ánimo!, soy yo; no temáis». Estas palabras de Jesús deberían ser suficientes para avanzar en el camino de la vida con seguridad y decisión.
Pero el miedo, en Pedro como en nosotros, se convierte en duda: «Señor, si eres Tú...» Y la condición que se plantea con la propuesta de Dios, se transforma durante la prueba y el fortalecimiento de la fe: «¡Ven!».
¿Qué es lo que salva a Pedro y con él a todos los hombres?
No es la frenética búsqueda de certezas humanas, no es la confianza en sí mismo, incapaz de soportar el peso del mundo y sus olas, sino la respuesta de Cristo al grito de Pedro: «¡Señor, sálvame!».
Es un grito de oración al cual responde la potencia de Dios que salva. El ingenio del hombre no es suficiente para encontrar al Señor, el miedo ahoga al hombre, la ilusión de tener todo en sus manos se derrumba miserablemente; sólo la humildad de la fe puede salvar, y, de hecho, salva.
El viaje de la perturbación al valor de la fe se lleva a cabo en aquella mano que salva de los frutos agitados por el viento: es la experiencia que lleva a reconocer quién es Aquel que se revela a nosotros: «Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios». La salvación que Cristo ofrece es la única certeza para poder continuar creyendo, aunque tocados por la experiencia de la angustia; reconocer, como los discípulos, que Él es Señor de la creación y de todas las cosas es una garantía de la victoria en la lucha contra el mal. «Jesucristo tiene un significado y un valor para el género humano y su historia, singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto» (Declaración Dominus Iesus, 15).
En este tiempo, para muchos de reposo y tranquilidad de las fatigas cotidianas, pidámosle al Señor un corazón que sea capaz de una auténtica fe en Él, capaz de reconocerlo y seguirlo, porque Él es la Verdad de nuestras vidas; en la celebración de los Sacramentos, encontramos la salvación de Dios para nosotros.
La Santísima Virgen María, mujer de fe y abandono total de confianza, nos obtenga «un corazón sencillo, que no disfrute de sus penas, un corazón magnánimo, lleno de compasión, un corazón fiel y generoso, que no se olvide de ningún bien y no conserve rencor de ningún mal» (Oración del Padre de Grandmaison).
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
La mano de Dios que sostiene y salva
«Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?»
Eso le dijo Jesús a Pedro, y te lo dice a ti también, sacerdote, y te manda ir a Él en medio de la oscuridad, de los vientos fuertes, y del mar embravecido, caminando sobre el agua, porque quiere que tu única seguridad sea Él.
Tu Señor te reta, sacerdote, y pone a prueba tu fe, pidiéndote confianza a la fidelidad de su amistad, porque Él no te ha llamado siervo, te ha llamado amigo, y te lo quiere demostrar.
Tu Señor te llama, sacerdote. Escúchalo y obedécelo, sin poner en duda ni una sola de sus palabras, porque sería dudar de su poder, de su autoridad y de su veracidad. Él es Dios todopoderoso, y Él es la verdad.
Tu Señor es misericordioso y nunca te dejará de su mano. Confía en Él, sacerdote, ve a Él, camina hacia Él. Él es el camino. ¡Anda!, sigue caminando, y demuéstrale con tus obras tu fe.
Tu Señor sale a tu encuentro, sacerdote, en la calma, en la tempestad, en cualquier momento, en cualquier lugar. Permanece atento para que lo veas, para que lo reconozcas, para que sepas que es Cristo que pasa, y lo invites a entrar en tu casa, porque Él está a la puerta y llama.
Y tú, sacerdote, ¿eres hombre de fe?
¿Estás dispuesto a seguir a tu Señor, aunque las condiciones sean adversas, y mantenerte firme en la fe, convencido de que ahí está tu Señor contigo, para salvarte?
¿Confías totalmente en el amigo que ha dado la vida por ti, porque te has dado cuenta de que nadie tiene un amor más grande?
¿Tienes el valor de dar la vida por tu Señor, y estás dispuesto a cargar tu cruz ante la incredulidad de los demás, ante sus miedos, y por encima de las tentaciones que debilitan tu fe, que te hacen dudar y que ponen en riesgo tu vida?
¿Estás dispuesto a dejarlo todo y a darlo todo por Cristo Rey, cumpliendo su Palabra, porque estás convencido de que su ley es tu ley?
¿Eres frío o caliente? ¿O acaso te has vuelto tibio por miedo a la gente?
¿Estás con Cristo, o estás contra Él?
No seas incrédulo, sacerdote, sino creyente. No dudes, sino cree.
Y si un día tuvieras miedo, y perdieras la confianza, nunca pierdas la esperanza de que tu Señor tiene su mano extendida hacia ti, para rescatarte, para salvarte, y quiere mostrarte su amor y su amistad, aun en medio de la tormenta y de la oscuridad, porque se compadece de tu debilidad.
Y si te preocupara causarle a tu Señor el dolor de tu desconfianza, de tu inseguridad, de tu duda, de tus miedos, de tu tentación, de tu pecado, de tu infidelidad, de tu indignidad, y de tu incredulidad, tómate de la mano de su Madre, y camina confiado en la seguridad de la protección de su manto y de su amor maternal, porque ella viene en tu auxilio, y como faro te trae la luz y te muestra el camino, porque ella siempre te lleva a Jesús.
Tu Señor es el Hijo de Dios, sacerdote, y tú has sido llamado para ser configurado con Él, y te da sus mismos sentimientos, y te da su poder, para que tú extiendas tu mano, y fortalezcas la fe de aquellos que tienen miedo, y que no lo pueden ver, de los que se hunden en medio de las aguas turbulentas del mundo, pero que gritan con todas sus fuerzas: ¡sálvame, Señor! Porque no han perdido la esperanza.
Extiende tu brazo, sacerdote, porque tú eres para el mundo la mano de Dios que sostiene y que salva.
(Espada de Dos Filos IV, n. 55)
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