Domingo XVIII del Tiempo Ordinario (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.homiletica.com.ar)
- FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2020
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y 2011
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- UNA CITA CON DIOS – Pablo Cardona
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Fr. Roger J. LANDRY (Hyannis, Massachusetts, Estados Unidos) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
ESCÚCHENME y VIVIRÁN
Is 55, 1-3; Mt 14, 13-21
Las promesas de bendición que comunica el profeta Isaías en la primera lectura se cumplen de manera germinal en la escena de la multiplicación de los panes. Para Isaías no hay incertidumbre alguna acerca de los beneficios que acarrea mantener una relación de escucha y fidelidad con Dios. La alianza entre Dios e Israel implica compromisos mutuos. Dios protege y bendice a los hijos de Israel y éstos se disponen a vivir como oyentes de la palabra de Dios. Es una relación elegida entre un Señor y un siervo. Es una relación asimétrica entre el Señor de la historia y la criatura que se sabe y se siente amada por Dios. Las comidas que Jesús ofrecía a sus discípulos, lo mismo que las que éstos le ofrecían a él, eran señales de la comunión de vida y amor que se suscitaba entre los seguidores y el Maestro. La nueva familia brotaba de vínculos de fe y se fortalecía en la convivencia cálida y fraterna.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 69, 2. 6
Dios mío, ven en mi ayuda; Señor, date prisa en socorrerme. Tú eres mi auxilio y mi salvación; Señor, no tardes.
ORACIÓN COLECTA
Ayuda, Señor, a tus siervos, que imploran tu continua benevolencia, y ya que se glorían de tenerte como su creador y su guía, renueva en ellos tu obra creadora y consérvales los dones de tu redención. Por nuestro Señor Jesucristo ...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Vengan a comer.
Del libro del profeta Isaías: 55, 1-3
Esto dice el Señor: “Todos ustedes, los que tienen sed, vengan por agua; y los que no tienen dinero, vengan, tomen trigo y coman; tomen vino y leche sin pagar.
¿Por qué gastar el dinero en lo que no es pan y el salario, en lo que no alimenta?
Escúchenme atentos y comerán bien, saborearán platillos sustanciosos. Préstenme atención, vengan a mí, escúchenme y vivirán. Sellaré con ustedes una alianza perpetua, cumpliré las promesas que hice a David”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 144, 8-9. 15-16. 17-18.
R/. Abres, Señor, tu mano y nos sacias de favores.
El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar. Bueno es el Señor para con todos y su amor se extiende a todas sus creaturas. R/.
A ti, Señor, sus ojos vuelven todos y tú los alimentas a su tiempo. Abres, Señor, tus manos generosas y cuantos viven quedan satisfechos. R/.
Siempre es justo el Señor en sus designios y están llenas de amor todas sus obras. No está lejos de aquellos que lo buscan; muy cerca está el Señor, de quien lo invoca. R/.
SEGUNDA LECTURA
Nada podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 8, 35. 37-39
Hermanos: ¿Qué cosa podrá apartarnos del amor con que nos ama Cristo? ¿Las tribulaciones? ¿Las angustias? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada?
Ciertamente de todo esto salimos más que victoriosos, gracias a aquel que nos ha amado; pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni el presente ni el futuro, ni los poderes de este mundo, ni lo alto ni lo bajo, ni creatura alguna podrá apartarnos del amor que nos ha manifestado Dios en Cristo Jesús.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 4, 4
R/. Aleluya, aleluya.
No sólo de pan vive el hombre, sino también de toda palabra que sale de la boca de Dios. R/.
EVANGELIO
Comieron todos hasta saciarse.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 14, 13-21
En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, subió a una barca y se dirigió a un lugar apartado y solitario. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Cuando Jesús desembarcó, vio aquella muchedumbre, se compadeció de ella y curó a los enfermos.
Como ya se hacía tarde, se acercaron sus discípulos a decirle: “Estamos en despoblado y empieza a oscurecer. Despide a la gente para que vayan a los caseríos y compren algo de comer”. Pero Jesús les replicó: “No hace falta que vayan. Denles ustedes de comer”, Ellos le contestaron: “No tenemos aquí más que cinco panes y dos pescados”. Él les dijo: “Tráiganmelos”.
Luego mandó que la gente se sentara sobre el pasto. Tomó los cinco panes y los dos pescados, y mirando al cielo, pronunció una bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos para que los distribuyeran a la gente. Todos comieron hasta saciarse, y con los pedazos que habían sobrado, se llenaron doce canastos. Los que comieron eran unos cinco mil hombres, sin contar a las mujeres y a los niños.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Santifica, Señor, por tu piedad, estos dones y al recibir en oblación este sacrificio espiritual, conviértenos para ti en una perenne ofrenda. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sb 16, 20
Nos has enviado, Señor, pan del cielo, que encierra en sí toda delicia, y satisface todos los gustos.
O bien: Jn 6, 35
Yo soy el pan de vida, dice el Señor. Quien venga a mí no tendrá hambre, y quien crea en mí no tendrá sed.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Acompaña, Señor, con tu permanente auxilio, a quienes renuevas con el don celestial, y a quienes no dejas de proteger, concédeles ser cada vez más dignos de la eterna redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
¡Sedientos, venid a las aguas! (Is 55,1-3)
1ª lectura
La invitación al banquete de la Alianza sirve de epílogo a la segunda parte del libro de Isaías, y evoca los mismos temas del cap. 40, que viene a ser su prólogo. Ambos capítulos dan unidad literaria y temática a esta parte del libro. De alguna manera el oráculo aquí recogido resume la doctrina de los capítulos precedentes: la invitación al banquete de la Alianza (vv. 1-3), que recuerda al que celebró Moisés en el Sinaí (Ex 24,5.11); la renovación de la Alianza con David en Sión (vv. 4-5); la transcendencia de Dios que no se contamina con los delitos de los hombres (vv. 8-9); la eficacia de la palabra de Dios (vv. 10-11), y, como síntesis final, la actualización del éxodo como expresión de fe en la constante y renovada salvación de Dios (vv. 12-13).
Estos oráculos constituyen una llamada a la conversión a Dios, a beneficiarse de sus dones salvíficos que se reparten gratuitamente: «Venid a las aguas» (v. 1), «venid a Mí» (v. 3), «buscad al Señor» (v. 6), «que el impío deje su camino» (v. 7). En su origen la llamada se dirige a los exiliados en Babilonia, para que vuelvan a Jerusalén; pero la exhortación transciende cualquier concreción histórica para convertirse en permanente y universal. En efecto, la alusión a una Alianza eterna, en continuidad con el cumplimiento de las promesas hechas a David (cfr v. 3), puede ser entendida desde la fe cristiana como un anticipo de la nueva y eterna Alianza sellada con la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, prenda de salvación para toda la humanidad. En la Eucaristía, banquete de la Nueva Alianza, se hacen plena realidad las palabras del profeta en las palabras que el Señor pronunció al instituir este sacramento: «Tomad y comed» (cfr v. 1) el verdadero pan de vida, el manjar más exquisito, que no se puede comprar con nada (vv. 1-3). Por eso la invitación del profeta sigue siendo una llamada a que el cristiano se beneficie de la Sagrada Eucaristía. Pablo VI, exhortando a los fieles a participar en la celebración dominical, escribía: «¿Cómo podrían abandonar este encuentro, este banquete que Cristo nos prepara con su amor? ¡Que la participación sea muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado y glorificado, viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la renovación de su resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la Alianza de amor entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría cristiana, preparación para la fiesta eterna» (Gaudete in Domino, n. 322).
¿Quién nos apartará del amor de Cristo? (Rm 8,35.37-39)
2ª lectura
Estos versículos son como una recapitulación de lo expuesto en todo el capítulo. Expresan una de las declaraciones más elocuentes de Pablo: la fuerza omnipotente de Aquel que ama a la criatura humana, hasta el punto de entregar a la muerte a su propio Hijo Unigénito, hará que salgamos victoriosos de los ataques y padecimientos. Los cristianos, con tal de que queramos acoger los beneficios divinos, podemos tener la certeza de alcanzar la salvación, porque Dios no dejará de darnos las gracias necesarias. Nada de lo que nos pueda ocurrir podrá apartarnos del Señor: ni temor de la muerte, ni amor de la vida, ni príncipes de los demonios, ni potestades del mundo, ni tormentos que nos hacen sufrir...
Con la enumeración de fuerzas superiores al hombre (vv. 38-39), San Pablo quiere expresar que nada ni nadie es más fuerte que el amor irrevocable que se nos ha dado en Cristo Jesús. Es cierto que todavía, mientras vivimos, no hemos alcanzado la salvación, pero tenemos la certeza de lograrla merced a las gracias que Dios no deja de darnos. Éste es el motivo por el cual vivimos como hijos de Dios, sin miedo a la vida ni miedo a la muerte. «Mientras contemos con el amor de Dios, no recibiremos ningún daño. En efecto, el amor con que nos ha amado ha raptado nuestro afecto hacia Él, nos ha conseguido que no sintamos ni el dolor ni la crucifixión del cuerpo. Por eso, en todas las cosas venceremos. Eso es lo que dice la esposa del Cantar de los Cantares, al afirmar: Estoy herida por el amor (Ct 2,5). Así también recibe nuestra alma la herida del amor de Cristo; aunque el cuerpo sea entregado a la espada, no sentirá las heridas de la carne gracias a la herida del amor» (Orígenes, Commentarii in Romanos 7,11).
La multiplicación de los panes (Mt 14,13-21)
Evangelio
Con la multiplicación de los panes el Señor indica simbólicamente la formación del nuevo Pueblo de Dios. San Mateo se fija especialmente en los sentimientos del corazón del Señor ante las necesidades de los hombres. Por eso, además del milagro de la multiplicación, recuerda la curación de los enfermos (v. 14).
El relato, en el conjunto de las acciones de Jesús, muestra que Él no está sólo satisfaciendo la necesidad corporal de las muchedumbres, sino que con sus gestos —que son muy semejantes a los de la institución de la Eucaristía (v. 19; cfr 26,26)— anuncia el banquete mesiánico en el que Él es el anfitrión. Por eso, en la tradición cristiana el milagro ha sido interpretado como una figura anticipada de la Sagrada Eucaristía.
Jesús, para realizar este gran milagro, busca la libre cooperación de los hombres, y quiere, de sus discípulos, que aporten los panes y los peces, y que los distribuyan a la muchedumbre. Algo semejante ocurre en la Iglesia donde el Señor se nos ofrece en el banquete eucarístico a través de sus ministros.
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SAN AGUSTÍN (www.homiletica.com.ar)
La multiplicación de los panes
Desde este pasaje: «Después de esto se fue Jesús al otro lado del mar de Galilea, que es el lago de Tiberíades», hasta aquél: «Este es, sin duda, el gran profeta que ha de venir al mundo»
Los milagros que realizó nuestro Señor Jesucristo son, en verdad, obras divinas, que convidan a la mente humana a elevarse a la inteligencia de Dios por el espectáculo de las cosas visibles. Dios no es una sustancia tal, que con los ojos se pueda ver; y los milagros con los que rige el mundo y gobierna toda criatura han perdido su valor por su asiduidad, hasta el punto que casi nadie mira con atención las maravillosas y estupendas obras de Dios en un grano de una semilla cualquiera; y por eso se reservó en su misericordia algunas para realizarlas en tiempo oportuno, fuera del curso habitual y leyes de la naturaleza, con el fin de que viendo, no obras mayores, sino nuevas, asombrasen a quienes no impresionan ya las obras de todos los días. Porque mayor milagro es el gobierno del mundo que la acción de saciar a cinco mil hombres con cinco panes. Sin embargo, en aquél nadie se fija ni nadie lo admira; en ésta, en cambio, se fijan todos con admiración, no porque sea mayor, sino porque es rara, porque es nueva. ¿Quién es el que alimenta ahora también al mundo entero sino el mismo que hace que de pocos granos broten mieses abundantes? Obró, pues, como Dios. Porque lo que hace que de pocos granos se produzcan abundantes mieses, es lo que multiplica en manos de Cristo los cinco panes. El poder en las manos de Cristo existía; aquellos cinco panes eran como semillas, no sembradas en la tierra, sino multiplicadas por el mismo que hizo la tierra. Esto es lo que se hace presente a los sentidos para levantar nuestro espíritu y se muestra a los ojos para ejercicio de nuestra inteligencia, con el fin de admirar así al invisible Dios por el espectáculo de las obras visibles; y así elevados hasta la fe y purificados por la misma fe, lleguemos a desear ver invisiblemente al mismo Invisible, que ya conocíamos por las cosas visibles.
No basta, sin embargo, contemplar sólo esto en los milagros de Cristo. Preguntemos a los milagros mismos qué es lo que nos dicen de Cristo, ya que también tienen su lenguaje, pero es con tal de que se entienda; pues como el mismo Cristo es la palabra de Dios, así también los hechos del Verbo son palabras para nosotros. Luego, así como hemos oído la grandeza de este milagro, investiguemos también su gran profundidad. No nos contentemos con la delectación meramente superficial; profundicemos su perfecta sublimidad. Eso mismo que de fuera causa nuestra admiración, encierra allá adentro algo. Hemos visto, hemos contemplado algo grande, algo excelso, algo que es enteramente divino y que sólo Dios lo puede realizar; y por la obra hemos prorrumpido en alabanzas de su Hacedor. Pero así como, si viéramos en un códice letras hermosamente hechas, no nos satisfaría la sola alabanza de la perfección de la mano del escritor que tan parecidas e iguales y hermosas las hizo si no llegamos por la lectura a entender lo que en ellas nos quiso decir, lo mismo sucede aquí: quienes sólo miran este hecho por de fuera, les deleita su belleza hasta llegar a la admiración del artífice; más el que lo entiende es como el que lee. Una pintura se ve de manera distinta que una escritura. Así, cuando ves una pintura, ya lo has visto todo, ya lo has alabado todo; en cambio, cuando ves una escritura, no es el todo verla; la misma escritura te está urgiendo a que la leas. También tú mismo, cuando ves una escritura y tal vez no sabes leerla, te expresas así: ¿Qué habrá escrito aquí? Preguntas por lo que está escrito, siendo así que la escritura ya la ves. Otra cosa muy distinta te va a mostrar aquel a quien tú pides la explicación de lo que has visto. Aquél tiene unos ojos y tú tienes otros, ¿No veis, acaso, los dos igualmente la escritura? Sí, pero no conocéis igualmente los signos. Tú, pues, ves y alabas; el otro ve y alaba, lee y entiende. Puesto que lo hemos visto y lo hemos alabado, leámoslo y entendámoslo.
El Señor sobre la montaña. Vemos mucho más, ya que el Señor sobre la montaña es el Verbo en las alturas. Por eso, lo que en la montaña se realizó no es un hecho oscuro y despreciable ni se debe pasar sobre él de ligero, sino que se debe mirar con toda atención. Vio las turbas y se dio cuenta de que tenían hambre, y misericordiosamente les dio de comer hasta hartadas, no sólo con su bondad, sino también con su poder. ¿De qué sirve la bondad sólo, cuando falta el pan con que alimentar a la hambrienta turba? La bondad sin el poder hubiera dejado en ayunas y hambrienta a aquella gran multitud. Finalmente, los discípulos que estaban con el Señor se dieron cuenta también del hambre de las turbas y querían alimentarlas para que no desfalleciesen; pero no tenían con qué. El Señor pregunta dónde se podría comprar pan para dar de comer a las turbas. Y la Escritura dice: Hablaba así para probarle. Se refiere al discípulo Felipe, a quien había hecho la pregunta. Porque Él sabía bien lo que iba a hacer. ¿Qué bien intentaba con la prueba sino mostrar la ignorancia del discípulo? Y tal vez también quiso significar algo con la revelación de la ignorancia del discípulo. Entonces aparecerá, cuando comience a revelarnos el misterio mismo de los cinco panes e indicarnos su significación. Allí se verá por qué el Señor quiso mostrar en este hecho la ignorancia del discípulo preguntando lo que El tan bien sabía. A veces se pregunta lo que no se sabe con la intención de oírlo, para saberlo, y otras veces se pregunta lo que se sabe con la intención de saber si lo sabe aquel a quien se hace la pregunta. El Señor sabía estas dos cosas: sabía lo que preguntaba, porque sabía bien lo que iba a hacer, y sabía igualmente que Felipe no lo sabía. ¿Por qué le pregunta sino para poner al descubierto su ignorancia? Ya se sabrá después, como he dicho, por qué obró así.
Díjole Andrés: Hay aquí un muchacho que tiene cinco panes y dos peces; pero ¿qué es esto para tantos? Cuando a la pregunta del Señor contesta Felipe que doscientos denarios no son suficientes para la refección de tanta gente, había allí un muchacho que llevaba cinco panes de cebada y dos peces. Y díceles Jesús: Ordenad que la gente se siente. Había allí mucha hierba, y se sentaron como cinco mil hombres. Toma el Señor Jesús los panes y da gracias, y ordena que se dividan los panes, puestos en presencia de los allí sentados. No eran ya cinco panes, sino lo que había añadido el que hizo la multiplicación. Y de los peces les dio cuanto querían. Es poco decir que sació a aquella turba; quedaron, además, muchos fragmentos, que mandó recoger para que no se perdieran. Con los fragmentos llenaron doce canastos.
Voy a abreviar para ir de prisa. Los cinco panes significan los cinco libros de Moisés. Con razón no son panes de trigo, sino de cebada, ya que son libros del Antiguo Testamento. Sabéis que la cebada es de tal naturaleza, que difícilmente se llega a su medula. Está recubierta la medula misma de una envoltura de paja tan tenaz y tan adherida, que con dificultad se separa. Así está la letra del Antiguo Testamento; está cubierta con la envoltura de misterios carnales; pero, si se logra llegar hasta su medula, alimenta y sacia. Llevaba, pues, un muchacho cinco panes y dos peces. Si queremos saber cuál es este muchacho, tal vez es el pueblo de Israel. Los llevaba como un niño y sin comer de ellos. Esas cosas que llevaba encerradas pesaban, y abiertas nutrían. Los dos peces me parece que significan aquellos dos sublimes personajes del Antiguo Testamento que eran ungidos para santificar y regir al pueblo: el sacerdote y el rey. Y, por fin, llega en el misterio el mismo que estos personajes significaban; llega, por fin, el que se mostraba por la medula de la cebada y que se ocultaba por las pajas de la misma. Llega Él solo, reuniendo en sí mismo a ambos personajes, sacerdote y rey: sacerdote, porque se ofreció a sí mismo a Dios por nosotros; y rey, porque Él es quien nos rige. Y así queda abierto lo que llevaba cerrado. Gracias a Él, que cumple por sí mismo lo que prometió por el Antiguo Testamento. Y mandó que se dividiesen los panes, y al hacer la división se multiplican. Nada más verdadero. Pues estos cinco libros de Moisés, ¿cuántos libros no han producido al exponerlos, que es como partirlos, es decir, comentarlos? Más en aquella cebada estaba encubierta la ignorancia del pueblo, del que se dijo: Cuando se lee a Moisés, cubre un velo su corazón. En efecto, no se había quitado el velo todavía, porque no había venido Cristo; no se había todavía rasgado, pendiente El en la cruz, el velo del templo. El pueblo, pues, ignoraba la ley, y por eso aquella prueba del Señor se ordenaba a hacer patente la ignorancia del discípulo.
No hay circunstancia alguna inútil, todo tiene sentido; pero hace falta que haya quien lo entienda. Así, el número de las personas que fueron alimentadas significaba el pueblo bajo el dominio de la ley. ¿Por qué eran cinco mil sino porque estaban bajo el dominio de la ley, que está explícita en los cinco libros de Moisés? Por la misma razón se colocaban los enfermos bajo aquellos cinco pórticos y no se curaban. Más el que allí curó al enfermo es el mismo que alimentó aquí a las turbas con cinco panes. Ellas estaban sentadas sobre el heno. Es que entendían carnalmente y reposaban sobre carne: Toda carne es heno ¿Qué significan los fragmentos sino aquello que el pueblo no pudo comer? Hay que ver allí misterios de la inteligencia que la multitud no puede comprender. ¿Qué hay que hacer, pues, sino que esos misterios que la multitud no puede entender se confíen a aquellos que son capaces de enseñar a otros también, como eran los apóstoles? Por eso se llenaron doce canastos. Esto es un hecho maravilloso, por lo grande que es y además útil, porque es un hecho espiritual. Quienes lo presenciaron quedaron pasmados, y nosotros quedamos insensibles cuando los oímos. Se hizo para que ellos lo vieran y se escribió para que nosotros lo oigamos. Lo que ellos pudieron por los ojos, lo podemos nosotros por la fe. Vemos con el espíritu lo que no podemos con los ojos. Y somos a ellos preferidos, porque de nosotros se dijo: Bienaventurados los que no ven y creen. Y añado que tal vez hemos comprendido también lo que no comprendió aquella gente. Y verdaderamente hemos sido alimentados nosotros, porque hemos podido llegar hasta la medula del grano de cebada.
¿Qué dice, finalmente, aquella gente que presenció el milagro? Aquella gente decía: Este es, sin duda, un profeta. Tal vez miraban a Cristo como profeta, porque estaban sentados sobre heno. Más Él era el Señor de los profetas, el inspirador y el santificador de los profetas, pero profeta también; porque se dijo también a Moisés:
Levantaré entre ellos un profeta semejante a ti; semejante en la carne, pero no en la majestad. Claramente se explica y se lee en los Hechos de los Apóstoles que aquella promesa del Señor miraba a Cristo. El mismo Señor habla así de sí mismo: No existe profeta alguno sin honor sino en su patria. El Señor es profeta, el Señor es el Verbo de Dios, y no hay profeta que profetice sin el Verbo de Dios. Con los profetas está el Verbo de Dios, y profeta es también el Verbo de Dios. Los tiempos que nos han precedido merecieron profetas inspirados y llenos del Verbo de Dios; nosotros, en cambio, merecimos al profeta, que es el mismo Verbo de Dios. Como Cristo es profeta y Señor de los profetas, así también Cristo es ángel y Señor de los ángeles. El mismo es llamado ángel del gran consejo. ¿Qué dice, sin embargo, en otro lugar el profeta? Que ningún legado ni ángel, sino El mismo, vendría a salvarlos; es decir, que no enviaría legado ni ángel, sino que vendría El mismo. ¿Quién vendrá? El ángel mismo. No por un ángel, sino por El, que es ángel y también Señor de los ángeles. Ángel en latín es heraldo. Si Cristo no anunciara nada, no sería ángel; como, si no profetizara, tampoco sería profeta. Él nos excita a la fe, a la conquista de la vida eterna. El anuncia cosas presentes y predice cosas futuras. Él es ángel, porque anuncia cosas presentes, y profeta, porque predice las futuras. Es el Señor de los ángeles y de los profetas, porque el Verbo de Dios se hizo carne.
Tratados sobre el Evangelio de San Juan (t. XIII), Tratado 24, 1-7, BAC Madrid 1968, 541-49
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FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2020
2014
Compasión – Compartir - Eucaristía
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Este domingo el Evangelio nos presenta el milagro de la multiplicación de los panes y los peces (Mt 14, 13-21). Jesús lo realizó en el lago de Galilea, en un sitio aislado donde se había retirado con sus discípulos tras enterarse de la muerte de Juan el Bautista. Pero muchas personas lo siguieron y lo encontraron; y Jesús, al verlas, sintió compasión y curó a los enfermos hasta la noche. Los discípulos, preocupados por la hora avanzada, le sugirieron que despidiese a la multitud para que pudiesen ir a los poblados a comprar algo para comer. Pero Jesús, tranquilamente, respondió: «Dadles vosotros de comer» (Mt 14, 16); y haciendo que le acercasen cinco panes y dos peces, los bendijo, y comenzó a repartirlos y a darlos a los discípulos, que los distribuían a la gente. Todos comieron hasta saciarse e incluso sobró.
En este hecho podemos percibir tres mensajes. El primero es la compasión. Ante la multitud que lo seguía y —por decirlo así— «no lo dejaba en paz», Jesús no reacciona con irritación, no dice: «Esta gente me molesta». No, no. Sino que reacciona con un sentimiento de compasión, porque sabe que no lo buscan por curiosidad, sino por necesidad. Pero estemos atentos: compasión —lo que siente Jesús— no es sencillamente sentir piedad; ¡es algo más! Significa com-patir, es decir, identificarse con el sufrimiento de los demás, hasta el punto de cargarla sobre sí. Así es Jesús: sufre junto con nosotros, sufre con nosotros, sufre por nosotros. Y la señal de esta compasión son las numerosas curaciones que hizo. Jesús nos enseña a anteponer las necesidades de los pobres a las nuestras. Nuestras exigencias, incluso siendo legítimas, no serán nunca tan urgentes como las de los pobres, que no tienen lo necesario para vivir. Nosotros hablamos a menudo de los pobres. Pero cuando hablamos de los pobres, ¿nos damos cuenta de que ese hombre, esa mujer, esos niños no tienen lo necesario para vivir? Que no tienen para comer, no tienen para vestirse, no tienen la posibilidad de tener medicinas... Incluso que los niños no tienen la posibilidad de ir a la escuela. Por ello, nuestras exigencias, incluso siendo legítimas, no serán nunca tan urgentes como las de los pobres que no tienen lo necesario para vivir.
El segundo mensaje es el compartir. El primero es la compasión, lo que sentía Jesús, el segundo es el compartir. Es útil confrontar la reacción de los discípulos, ante la gente cansada y hambrienta, con la de Jesús. Son distintas. Los discípulos piensan que es mejor despedirla, para que puedan ir a buscar el alimento. Jesús, en cambio, dice: dadles vosotros de comer. Dos reacciones distintas, que reflejan dos lógicas opuestas: los discípulos razonan según el mundo, para el cual cada uno debe pensar en sí mismo; razonan como si dijesen: «Arreglaos vosotros mismos». Jesús razona según la lógica de Dios, que es la de compartir. Cuántas veces nosotros miramos hacia otra parte para no ver a los hermanos necesitados. Y este mirar hacia otra parte es un modo educado de decir, con guante blanco, «arreglaos solos». Y esto no es de Jesús: esto es egoísmo. Si hubiese despedido a la multitud, muchas personas hubiesen quedado sin comer. En cambio, esos pocos panes y peces, compartidos y bendecidos por Dios, fueron suficientes para todos. ¡Y atención! No es magia, es un «signo»: un signo que invita a tener fe en Dios, Padre providente, quien no hace faltar «nuestro pan de cada día», si nosotros sabemos compartirlo como hermanos.
Compasión, compartir. Y el tercer mensaje: el prodigio de los panes prenuncia la Eucaristía. Se lo ve en el gesto de Jesús que «lo bendijo» (v. 19) antes de partir los panes y distribuirlos a la gente. Es el mismo gesto que Jesús realizará en la última Cena, cuando instituirá el memorial perpetuo de su Sacrificio redentor. En la Eucaristía Jesús no da un pan, sino el pan de vida eterna, se dona a Sí mismo, entregándose al Padre por amor a nosotros. Y nosotros tenemos que ir a la Eucaristía con estos sentimientos de Jesús, es decir, la compasión y la voluntad de compartir. Quien va a la Eucaristía sin tener compasión hacia los necesitados y sin compartir, no está bien con Jesús.
Compasión, compartir, Eucaristía. Este es el camino que Jesús nos indica en este Evangelio. Un camino que nos conduce a afrontar con fraternidad las necesidades de este mundo, pero que nos conduce más allá de este mundo, porque parte de Dios Padre y vuelve a Él. Que la Virgen María, Madre de la divina Providencia, nos acompañe en este camino.
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2020
Compasión de las necesidades de los otros
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo nos presenta el milagro de la multiplicación de los panes (cfr Mt 14,13-21). La escena se desarrolla en un lugar desierto, donde Jesús se había retirado con sus discípulos. Pero la gente lo alcanza para escucharlo y hacerse curar: sus palabras y sus gestos sanan y dan esperanza. Al caer el sol, la multitud está todavía allí, y los discípulos, hombres prácticos, invitan a Jesús a despedirse de ellos para que puedan ir a buscar comida. Pero Él responde: «Dadles vosotros de comer» (v. 16). ¡Imaginamos las caras de los discípulos! Jesús sabe bien lo que va a hacer, pero quiere cambiar la actitud de ellos: no decir “despídete, que se las arreglen, que encuentren ellos algo de comer”, no, sino “¿qué nos ofrece la Providencia para compartir?”. Dos actitudes contrarias. Y Jesús quiere llevarles a la segunda actitud, porque la primera propuesta es la propuesta de un hombre práctico, pero no generosa: “despídete, que vayan a encontrar, que se las arreglen”. Jesús piensa de otra manera. Jesús, a través de esta situación, quiere educar a sus amigos de ayer y de hoy en la lógica de Dios. ¿Y cuál es la lógica de Dios que vemos aquí? La lógica del hacerse cargo del otro. La lógica de no lavarse las manos, la lógica de no mirar a otro lado. La lógica del hacerse cargo del otro. El “que se las arreglen” no entra en el vocabulario cristiano.
Apenas uno de los Doce dice, con realismo: «No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces», Jesús responde: «Traédmelos acá» (vv. 17-18). Toma esa comida entre sus manos, levanta los ojos al cielo, pronuncia la bendición e inicia a partir y a dar las porciones a los discípulos para distribuirlas. Y esos panes y esos peces no terminan, basta y sobra para miles de personas.
Con ese gesto Jesús manifiesta su poder, pero no de forma espectacular, sino como señal de la caridad, de la generosidad de Dios Padre hacia sus hijos cansados y necesitados. Él está inmerso en la vida de su pueblo, comprende los cansancios, comprende los límites, pero no deja que ninguno se pierda o falte: nutre con su Palabra y dona alimento abundante para el sustento.
En este pasaje evangélico se percibe también la referencia a la Eucaristía, sobre todo donde describe la bendición, la fracción del pan, la entrega a los discípulos, la distribución a la gente (v. 19). Y cabe señalar el vínculo estrecho entre el pan eucarístico, alimento para la vida eterna, y el pan cotidiano, necesario para la vida terrena. Antes de ofrecerse a sí mismo al Padre como Pan de salvación, Jesús se preocupa por el alimento para aquellos que lo siguen y que, por estar con Él, se han olvidado de hacer provisiones. A veces se contrapone espíritu y materia, pero en realidad el espiritualismo, como el materialismo, es ajeno a la Biblia. No es un lenguaje de la Biblia.
La compasión, la ternura que Jesús ha mostrado respecto a la multitud no es sentimentalismo, sino la manifestación concreta del amor que se hace cargo de las necesidades de las personas. Y nosotros estamos llamados a acercarnos a la celebración eucarística con estas mismas actitudes de Jesús: en primer lugar compasión de las necesidades de los otros. Esta palabra que se repite en el Evangelio cuando Jesús ve un problema, una enfermedad o esta gente sin comida. “Tuvo compasión”. Compasión no es un sentimiento puramente material; la verdadera compasión es padecer con, tomar sobre nosotros los dolores de los otros. Quizá nos hará bien hoy preguntarnos: ¿yo tengo compasión? Cuando leo las noticias de las guerras, del hambre, de las pandemias, tantas cosas, ¿tengo compasión de esa gente? ¿Yo tengo compasión de la gente que está cerca de mí? ¿Soy capaz de padecer con ellos, o miro a otro lado o digo “que se las arreglen”? No olvidar esta palabra “compasión”, que es confianza en el amor providente del Padre y significa valiente compartir.
María Santísima nos ayude a recorrer el camino que el Señor nos indica en el Evangelio de hoy. Es el recorrido de la fraternidad, que es esencial para afrontar las pobrezas y los sufrimientos de este mundo, especialmente en este momento grave, y que nos proyecta más allá del mundo mismo, porque es un camino que inicia en Dios y a Dios vuelve.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y 2011
2008
Recibir y dar
Queridos hermanos y hermanas:
Os doy una cordial bienvenida a todos. (…)
Así hemos llegado a la liturgia del día. La primera lectura nos recuerda que las cosas más grandes de nuestra vida no pueden ser adquiridas ni pagadas, porque las cosas más importantes y elementales de nuestra vida sólo pueden ser un regalo: el sol y su luz, el aire que respiramos, el agua, la belleza de la tierra, el amor, la amistad, la vida misma. Todos estos bienes esenciales y centrales no podemos comprarlos, sino que los recibimos como regalo.
La segunda lectura añade que eso significa que también hay cosas que nadie nos puede quitar, que ninguna dictadura, ninguna fuerza destructora nos puede robar. Nadie nos puede quitar el ser amados por Dios, que en Cristo nos conoce y ama a cada uno; y, mientras tengamos esto, no somos pobres, sino ricos.
El evangelio añade un tercer paso. Si de Dios recibimos dones tan grandes, también nosotros debemos dar: en ámbito espiritual debemos dar bondad, amistad y amor. Pero también debemos dar en el ámbito material. El evangelio habla de compartir el pan. Estas dos cosas deben penetrar hoy en nuestra alma. Debemos dar, porque también nosotros hemos recibido. Debemos transmitir a los demás el don de la bondad, del amor y de la amistad. A la vez, a todos los que necesitan de nosotros y a los que podemos ayudar, debemos darles también dones materiales, haciendo así que la tierra sea más humana, es decir, más cercana a Dios. (…)
A ella, la Madre de Cristo, nos dirigimos ahora con la plegaria del Ángelus.
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2011
Alimento de Palabra y Sacramento
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este domingo describe el milagro de la multiplicación de los panes, que Jesús realiza para una multitud de personas que lo seguían para escucharlo y ser curados de diversas enfermedades (cf. Mt 14, 14). Al atardecer, los discípulos sugieren a Jesús que despida a la multitud, para que puedan ir a comer. Pero el Señor tiene en mente otra cosa: «Dadles vosotros de comer» (Mt 14, 16). Ellos, sin embargo, no tienen «más que cinco panes y dos peces». Jesús entonces realiza un gesto que hace pensar en el sacramento de la Eucaristía: «Alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos, y los discípulos se los dieron a la gente» (Mt 14, 19). El milagro consiste en compartir fraternamente unos pocos panes que, confiados al poder de Dios, no sólo bastan para todos, sino que incluso sobran, hasta llenar doce canastos. El Señor invita a los discípulos a que sean ellos quienes distribuyan el pan a la multitud; de este modo los instruye y los prepara para la futura misión apostólica: en efecto, deberán llevar a todos el alimento de la Palabra de vida y del Sacramento.
En este signo prodigioso se entrelazan la encarnación de Dios y la obra de la redención. Jesús, de hecho, «baja» de la barca para encontrar a los hombres. San Máximo el Confesor afirma que el Verbo de Dios «se dignó, por amor nuestro, hacerse presente en la carne, derivada de nosotros y conforme a nosotros, menos en el pecado, y exponernos la enseñanza con palabras y ejemplos convenientes a nosotros» (Ambiguum 33: PG 91, 1285 C). El Señor nos da aquí un ejemplo elocuente de su compasión hacia la gente. Esto nos lleva a pensar en tantos hermanos y hermanas que en estos días, en el Cuerno de África, sufren las dramáticas consecuencias de la carestía, agravadas por la guerra y por la falta de instituciones sólidas. Cristo está atento a la necesidad material, pero quiere dar algo más, porque el hombre siempre «tiene hambre de algo más, necesita algo más» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 315). En el pan de Cristo está presente el amor de Dios; en el encuentro con él «nos alimentamos, por así decirlo, del Dios vivo, comemos realmente el “pan del cielo”» (ib., p. 316). Queridos amigos, «en la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad para con el prójimo» (Sacramentum caritatis, 88). Nos lo testimonia también san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, de quien hoy la Iglesia hace memoria. En efecto, Ignacio eligió vivir «buscando a Dios en todas las cosas, y amándolo en todas las criaturas» (cf. Constituciones de la Compañía de Jesús, III, 1, 26). Confiemos a la Virgen María nuestra oración, para que abra nuestro corazón a la compasión hacia el prójimo y al compartir fraterno.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
Danos hoy nuestro pan de cada día
2828. “Danos”: es hermosa la confianza de los hijos que esperan todo de su Padre. “Hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45) y da a todos los vivientes “a su tiempo su alimento” (Sal 104, 27). Jesús nos enseña esta petición; con ella se glorifica, en efecto, a nuestro Padre reconociendo hasta qué punto es Bueno más allá de toda bondad.
2829. Además, “danos” es la expresión de la Alianza: nosotros somos de El y él de nosotros, para nosotros. Pero este “nosotros” lo reconoce también como Padre de todos los hombres, y nosotros le pedimos por todos ellos, en solidaridad con sus necesidades y sus sufrimientos.
2830. “Nuestro pan”. El Padre que nos da la vida no puede dejar de darnos el alimento necesario para ella, todos los bienes convenientes, materiales y espirituales. En el Sermón de la montaña, Jesús insiste en esta confianza filial que coopera con la Providencia de nuestro Padre (cf Mt 6, 25-34). No nos impone ninguna pasividad (cf 2 Ts 3, 6-13) sino que quiere librarnos de toda inquietud agobiante y de toda preocupación. Así es el abandono filial de los hijos de Dios:
A los que buscan el Reino y la justicia de Dios, él les promete darles todo por añadidura. Todo en efecto pertenece a Dios: al que posee a Dios, nada le falta, si él mismo no falta a Dios. (S. Cipriano, Dom. orat. 21).
2831. Pero la existencia de hombres que padecen hambre por falta de pan revela otra hondura de esta petición. El drama del hambre en el mundo, llama a los cristianos que oran en verdad a una responsabilidad efectiva hacia sus hermanos, tanto en sus conductas personales como en su solidaridad con la familia humana. Esta petición de la Oración del Señor no puede ser aislada de las parábolas del pobre Lázaro (cf Lc 16, 19-31) y del juicio final (cf Mt 25, 31-46).
2832. Como la levadura en la masa, la novedad del Reino debe fermentar la tierra con el Espíritu de Cristo (cf AA 5). Debe manifestarse por la instauración de la justicia en las relaciones personales y sociales, económicas e internacionales, sin olvidar jamás que no hay estructura justa sin seres humanos que quieran ser justos.
2833. Se trata de “nuestro” pan, “uno” para “muchos”: La pobreza de las Bienaventuranzas entraña compartir los bienes: invita a comunicar y compartir bienes materiales y espirituales, no por la fuerza sino por amor, para que la abundancia de unos remedie las necesidades de otros (cf 2 Co 8, 1-15).
2834. “Ora et labora” (cf. San Benito, reg. 20; 48). “Orad como si todo dependiese de Dios y trabajad como si todo dependiese de vosotros”. Después de realizado nuestro trabajo, el alimento continúa siendo don de nuestro Padre; es bueno pedírselo, dándole gracias por él. Este es el sentido de la bendición de la mesa en una familia cristiana.
2835. Esta petición y la responsabilidad que implica sirven además para otra clase de hambre de la que desfallecen los hombres: “No sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt 8, 3; Mt 4, 4), es decir, de su Palabra y de su Espíritu. Los cristianos deben movilizar todos sus esfuerzos para “anunciar el Evangelio a los pobres”. Hay hambre sobre la tierra, “mas no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios” (Am 8, 11). Por eso, el sentido específicamente cristiano de esta cuarta petición se refiere al Pan de Vida: la Palabra de Dios que se tiene que acoger en la fe, el Cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía (cf Jn 6, 26-58).
2836. “Hoy” es también una expresión de confianza. El Señor nos lo enseña (cf Mt 6, 34; Ex 16, 19); no hubiéramos podido inventarlo. Como se trata sobre todo de su Palabra y del Cuerpo de su Hijo, este “hoy” no es solamente el de nuestro tiempo mortal: es el Hoy de Dios:
Si recibes el pan cada día, cada día para ti es hoy. Si Jesucristo es para ti hoy, todos los días resucita para ti. ¿Cómo es eso? ‘Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy’ (Sal 2, 7). Hoy, es decir, cuando Cristo resucita (San Ambrosio, sacr. 5, 26).
2837. “De cada día”. La palabra griega, “epiousios”, no tiene otro sentido en el Nuevo Testamento. Tomada en un sentido temporal, es una repetición pedagógica de “hoy” (cf Ex 16, 19-21) para confirmarnos en una confianza “sin reserva”. Tomada en un sentido cualitativo, significa lo necesario a la vida, y más ampliamente cualquier bien suficiente para la subsistencia (cf 1 Tm 6, 8). Tomada al pie de la letra [epiousios: “lo más esencial”], designa directamente el Pan de Vida, el Cuerpo de Cristo, “remedio de inmortalidad” (San Ignacio de Antioquía) sin el cual no tenemos la Vida en nosotros (cf Jn 6, 53-56) Finalmente, ligado a lo que precede, el sentido celestial es claro: este “día” es el del Señor, el del Festín del Reino, anticipado en la Eucaristía, en que pregustamos el Reino venidero. Por eso conviene que la liturgia eucarística se celebre “cada día”.
La Eucaristía es nuestro pan cotidiano. La virtud propia de este divino alimento es una fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros para que vengamos a ser lo que recibimos... Este pan cotidiano se encuentra, además, en las lecturas que oís cada día en la Iglesia, en los himnos que se cantan y que vosotros cantáis. Todo eso es necesario en nuestra peregrinación (San Agustín, serm. 57, 7, 7).
El Padre del cielo nos exhorta a pedir como hijos del cielo el Pan del cielo (cf Jn 6, 51). Cristo “mismo es el pan que, sembrado en la Virgen, florecido en la Carne, amasado en la Pasión, cocido en el Horno del sepulcro, reservado en la Iglesia, llevado a los altares, suministra cada día a los fieles un alimento celestial” (San Pedro Crisólogo, serm. 71)
El milagro de la multiplicación de los panes prefigura la Eucaristía
1335. Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía (cf. Mt 14,13-21; 15, 32-29). El signo del agua convertida en vino en Caná (cf Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (cf Mc 14,25) convertido en Sangre de Cristo.
Los frutos de la comunión
1391. La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57):
Cuando en las fiestas del Señor los fieles reciben el Cuerpo del Hijo, proclaman unos a otros la Buena Nueva de que se dan las arras de la vida, como cuando el ángel dijo a María de Magdala: “¡Cristo ha resucitado!” He aquí que ahora también la vida y la resurrección son comunicadas a quien recibe a Cristo (Fanqîth, Oficio siriaco de Antioquía, vol. I, Commun, 237 a-b).
1392. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, vivificada por el Espíritu Santo y vivificante (PO 5), conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.
1393. La comunión nos separa del pecado. El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es “entregado por nosotros”, y la Sangre que bebemos es “derramada por muchos para el perdón de los pecados”. Por eso la Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados:
“Cada vez que lo recibimos, anunciamos la muerte del Señor” (1 Co 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio (S. Ambrosio, sacr. 4, 28).
1394. Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales (cf Cc. de Trento: DS 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en él:
Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestro propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y sepamos vivir crucificados para el mundo...y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios (S. Fulgencio de Ruspe, Fab. 28,16-19).
1395. Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia.
1396. La unidad del Cuerpo místico: La Eucaristía hace la Iglesia. Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. En el Bautismo fuimos llamados a no formar más que un solo cuerpo (cf 1 Co 12,13). La Eucaristía realiza esta llamada: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Co 10,16-17):
Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “Amén” (es decir, “sí”, “es verdad”) a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir “el Cuerpo de Cristo”, y respondes “amén”. Por lo tanto, se tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero (S. Agustín, serm. 272).
1397. La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf Mt 25,40):
Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aun así, no te has hecho más misericordioso (S. Juan Crisóstomo, hom. in 1 Co 27,4).
1398. La Eucaristía y la unidad de los cristianos. Ante la grandeza de esta misterio, S. Agustín exclama: “O sacramentum pietatis! O signum unitatis! O vinculum caritatis!” (“¡Oh sacramento de piedad, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad!”, Ev. Jo. 26,13; cf SC 47). Cuanto más dolorosamente se hacen sentir las divisiones de la Iglesia que rompen la participación común en la mesa del Señor, tanto más apremiantes son las oraciones al Señor para que lleguen los días de la unidad completa de todos los que creen en él.
1399. Las Iglesias orientales que no están en plena comunión con la Iglesia católica celebran la Eucaristía con gran amor. “Mas como estas Iglesias, aunque separadas, tienen verdaderos sacramentos, y sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, con los que se unen aún más con nosotros con vínculo estrechísimo” (UR 15). Una cierta comunión in sacris, por tanto, en la Eucaristía, “no solamente es posible, sino que se aconseja...en circunstancias oportunas y aprobándolo la autoridad eclesiástica” (UR 15, cf CIC can. 844,3).
1400. Las comunidades eclesiales nacidas de la Reforma, separadas de la Iglesia católica, “sobre todo por defecto del sacramento del orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico” (UR 22). Por esto, para la Iglesia católica, la intercomunión eucarística con estas comunidades no es posible. Sin embargo, estas comunidades eclesiales “al conmemorar en la Santa Cena la muerte y la resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa” (UR 22).
1401. Si, a juicio del ordinario, se presenta una necesidad grave, los ministros católicos pueden administrar los sacramentos (eucaristía, penitencia, unción de los enfermos) a cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica, pero que piden estos sacramentos con deseo y rectitud: en tal caso se precisa que profesen la fe católica respecto a estos sacramentos y estén bien dispuestos (cf CIC, can. 844,4).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Comieron todos y se saciaron
Estoy seguro que muchas veces escuchando una explicación del Evangelio habéis oído hablar de los Evangelios sinópticos o de la sinopsis en los Evangelios. Esta vez tenemos ocasión de explicar de qué se trata de manera que nadie se sienta excluido o a disgusto cuando sienta pronunciar estas palabras un poco difíciles.
Sinopsis es una palabra, que proviene del griego, y significa sencillamente una mirada de conjunto, abrazar o comprender más cosas con un solo golpe de vista. En cuanto al adjetivo sinóptico tendremos que llegar solos: óptico, lo sabemos todos, significa lo que «se refiere a la vista» y sin en griego equivale a «con, junto con». Sinóptico significa, por lo tanto, una cosa que se puede colocar junto con otras y verse todas a la vez.
Según que un cierto fragmento se encuentre en uno solo de los cuatro Evangelios, en dos o en tres de ellos o hasta en todos los cuatro, la página que lo lleva presentará una, dos, tres o cuatro columnas. Si vamos a buscar el fragmento de hoy de la multiplicación de los panes en una sinopsis, nos encontraremos una página con cuatro columnas, señal de que está presente en todos los cuatro Evangelios. Ésta es, sin embargo, una excepción. Habitualmente las páginas no contienen cuatro sino sólo tres columnas. Y, ahora, os intento explicar por qué.
Jesús no escribió nada durante su vida. Sólo habló, enseñó y actuó. Después de su muerte, los apóstoles y sus colaboradores tuvieron no poco que hacer para reunir lo que cada uno recordaba de él, a fin de transmitirlo poco a poco a los que se convertían a la fe.
Hicieron, nos dice san Lucas, cuidadas investigaciones sobre cada circunstancia desde los comienzos para escribir un informe ordenado, de modo que cada uno pudiese darse cuenta de «la solidez de las enseñanzas que recibía» (cfr. Lucas 1, 2ss.).
La Iglesia reconoció como auténticos y dignos de fe sólo cuatro de estos relatos, que así entraron en el llamado canon de las Escrituras (¡otra palabra a no olvidar!). El canon de las Escrituras es el catálogo oficial de los escritos tenidos como inspirados por Dios y por ello normativos. Se trata de relatos redactados por Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
Todas las otras narraciones de la vida de Jesús, fuera de éstas, se llaman escritos apócrifos (última palabra que os ruego recordar), esto es, no auténticos o no reconocidos oficialmente. Por lo demás, contienen curiosidades y materiales de leyenda, mientras que la Iglesia no pretendía transmitimos fábulas sobre Jesús sino hechos verdaderos, atestiguados, para que, como decía Lucas, «conozcas. . . la solidez de las enseñanzas, que has recibido» (Lucas 1, 4).
Existe, por lo tanto, un solo Evangelio, que ha llegado hasta nosotros en cuatro versiones o relatos distintos. Cada uno de los cuatro evangelistas, en efecto, aún reflexionando sobre la misma enseñanza y sobre el mismo hecho de Jesús, ha insistido en algunos hechos o datos más que en otros, según las necesidades de la comunidad para la cual les escribía; ha realizado una selección; de los mismos hechos, ha dado una primera interpretación auténtica, bajo la inspiración y la guía del Espíritu Santo.
Tres de los cuatro evangelistas (esto es, Mateo, Marcos y Lucas) se parecen muy de cerca unos a otros, contienen muchos materiales comunes, aunque si bien no siempre dispuestos en un mismo orden. Por eso, se llaman Evangelios sinópticos: porque se pueden poner como en paralelo. El cuarto Evangelio, el de Juan, escrito más tarde, expresa una fase de reflexión más avanzada sobre la persona y la enseñanza de Jesús, y está aparte. He aquí por qué la sinopsis evangélica, como os decía, suele comprender sólo tres columnas.
Y vengamos, ahora, al episodio evangélico de la multiplicación de los panes. Un día, Jesús se había retirado a un lugar solitario a lo largo de la orilla del mar de Galilea. Pero, cuando iba a desembarcar, se encontró con una gran multitud de gente, que lo esperaba. Ante ello, a él «le dio lástima y curó a los enfermos».
Les habló entonces del reino de Dios. Entretanto, sin embargo, se había hecho tarde. Los apóstoles le sugieren despedir a la muchedumbre, para que se procuren comida ellos en las aldeas vecinas. A mí me parece como vedes a estos apóstoles; nos hacen pensar en los sacristanes, que se ponen a toser para advertirle al sacerdote, que está predicando, que ya se ha hecho tarde y es hora de concluir. En suma, ellos habrían querido que Jesús les dijese a las gentes: «La Misa ha terminado, podéis ir en paz».
Pero, Jesús los deja casi enfadados, diciéndoles más bien, de modo que lo oyen todos: «No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer». Ellos, desconcertados, le replicaron: pero, «si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces». Jesús ordena que se los traigan. Invita a todos a sentarse. Toma los cinco panes y los dos peces, ora y da gracias al Padre; después, ordena distribuido todo a la multitud.
«Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras».
Eran cinco mil hombres, sin contar, según dice el Evangelio, a las mujeres y a los niños (no porque las mujeres y los niños no comieran o no contaran, sino porque según la mentalidad del tiempo estaban comprendidos en la familia, que cada hombre representaba). ¡Fue el picnic más alegre en toda la historia del mundo!
¿Qué nos dice a nosotros este Evangelio? Primero, que Jesús se preocupa y «siente compasión» de todo el hombre, cuerpo y alma. A las almas les distribuye la Palabra; a los cuerpos, la curación y el alimento. Vosotros me diréis: entonces, ¿por qué no lo hace también hoy? ¿Por qué no multiplica el pan para tantos millones de hambrientos, que hay en la tierra?
Respondo: ¡Cierto que Jesús continúa igualmente hoya multiplicar los cinco panes y los dos peces! Lo hace a escala mundial. Mirémonos en torno a nosotros. Si estamos en el campo durante este período estival volvamos a pensar en las mieses, que hasta hace algunas semanas recubrían nuestras colinas y que, ahora, llenan los graneros. Si estamos junto al mar, miremos a los pescadores que lanzan a tierra sus redes, llenas de peces. Habían sido sembrados «cinco» granos y, ahora, se recogen varios centenares. Y, también, de los peces; más se pescan y más se encuentran.
¿No es del mismo modo esta una multiplicación milagrosa? Sólo que tiene lugar cada año y como estamos acostumbrados la damos por descontada. Esto es un hecho natural, decimos. Y no somos capaces de asombramos y de ver el aspecto prodigioso de todo esto. Assueta vilescunt, decían los antiguos latinos: las cosas acostumbradas envejecen.
Quizás, ¿alguien ha conseguido «explicar» científicamente por qué todo esto acontece? ¿Por qué el grano caído en tierra, muere, después germina, sale fuera de la tierra, crece y madura al sol? Nosotros no conocemos «cómo» todo esto acontece ni su último «porqué». ¿Quién «ordena» a la naturaleza hacer todo esto con una regularidad tan increíble?
No quiero, con esto, poner en el mismo plano los milagros realizados por Jesús y estos «milagros» de la naturaleza. Quiero sólo decir que los unos confirman a los otros. Para quien mira las cosas con los ojos de la fe, Dios no está menos a la obra en esta multiplicación de los panes y de los peces que con la que realizó Jesús. Es más, Jesús realizó una multiplicación extraordinaria precisamente para ayudarnos a descifrar el milagro de la multiplicación ordinaria de los panes, que sucede cada año ante nuestros ojos.
Pero, esta explicación, me diréis vosotros, no responde aún a la pregunta más importante: ¿por qué, no obstante todo esto, falta todavía a tantos el pan para vivir? Yo creo que el Evangelio de la multiplicación de los panes contiene un detalle, que, al menos, nos puede ayudar a encontrar la respuesta. Jesús no hizo chasquear los dedos y aparecer, por arte de magia, el pan y los peces a voluntad. Preguntó antes qué tenían e invitó a compartir lo poco que había: cinco panes y dos peces.
Lo mismo hace hoy. Nos pide que pongamos en común los recursos de la tierra. Es muy conocido que, al menos desde el punto de vista alimenticio, nuestra tierra estaría en disposición de mantener bien a los miles de millones de seres humanos actuales. Pero, ¿cómo podemos acusar a Dios de no ofrecer pan suficiente para todos cuando cada año destruimos millones de toneladas de recursos alimenticios, que llamamos «excedentes», para no bajar los precios? Mejor distribución, mayor solidaridad y participación: la solución está aquí.
Lo sé; no es tan sencillo. Está la locura de los armamentos; ¡hay gobernantes irresponsables, que contribuyen a mantener con hambre a muchas poblaciones! Pero, una parte de la responsabilidad recae asimismo sobre los países ricos. Nosotros, ahora, somos esa persona anónima (un muchacho, según uno de los evangelistas), que tiene cinco panes y dos peces; sólo que los tenemos apretados a nosotros mismos y a la hora de entregarlos miramos bien para que sean divididos entre todos.
Ahora, una última observación de carácter, por suerte, más animadora. Por el modo en que está descrita («tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos»), la multiplicación de los panes y de los peces nos ha hecho pensar siempre en la multiplicación de aquel otro pan, que es el cuerpo de Cristo. Por eso, las más antiguas representaciones de la Eucaristía nos muestran una canasta con cinco panes y, a los lados, dos peces, como en el mosaico descubierto en Tabga, Palestina, en la iglesia erigida sobre el lugar de la multiplicación de los panes o en el fresco famoso de las catacumbas de Priscila.
En el fondo, también, lo que estamos haciendo ahora y en este momento es una multiplicación de los panes: el pan de la palabra de Dios. El milagro, esta vez, lo realiza este libro. Yo he partido el pan de la palabra y la editorial ha multiplicado mis palabras, a fin de que más de cincuenta mil hombres, también esta vez, hayan comido y se hayan saciado.
Ahora, sin embargo, existe todavía para vosotros un pequeño deber: «Recoger los pedazos sobrantes», hacer llegar la Palabra igualmente a quien no ha participado en el banquete. Haceros «repetidores» y testimonios del mensaje. Gracias desde ahora por vuestra colaboración. Y no olvidéis las tres palabras importantes, que hoy hemos aprendido: Evangelios sinópticos, canon de las Escrituras, escritos apócrifos.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Compadecerse de los pastores
El Señor es compasivo y misericordioso.
Él se compadece de su pueblo, que está extenuado y desamparado, y camina como ovejas sin pastor.
Él conoce a cada una de las ovejas de su rebaño, y la llama por su nombre. Y envía también en este tiempo apóstoles, que son sus sacerdotes, y les da el poder para perdonar, para sanar, para enseñar, para guiar, para expulsar demonios, para reunir a sus ovejas en un solo rebaño y con un solo Pastor.
Pero también envía apóstoles que son ovejas en medio de sus rebaños, para ayudarle a los pastores a conducir y mantener unido el rebaño, y a llevar el Evangelio también a otros rebaños que no son de su redil.
El Señor nos hace una petición: ‘rueguen al dueño de la mies que envíe más obreros a sus campos’, y nos da la responsabilidad de atenderlos y cuidarlos, porque gratuitamente ejercen el poder que Él les da a través de sus ministerios, pero confía en la buena voluntad de su rebaño, para ser instrumentos de su misericordia, para que la Divina Providencia haga llegar a los pastores el sustento, y tengan lo necesario para vivir.
Compadécete tú de los pastores que reúnen al pueblo de Dios, y acompaña a María, Divina Pastora, que los protege y los guía.
Ruega por ellos, ten caridad, muéstrales tu agradecimiento, porque su vida, unida a la cruz de Jesús, por ti ellos dan, para sanarte, para guiarte, para alimentarte, para enseñarte, para salvarte.
Y practica con ellos las catorce obras de misericordia, para que tengan los medios necesarios para cumplir bien con sus ministerios.
Reconoce a Cristo en cada sacerdote. Lo que tú hagas con uno de ellos, lo haces con Cristo, porque está escrito: ‘el que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos, mis más pequeños, conmigo lo hace’».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
El misterio del divino amor
Una vez más recordamos este milagro que podemos llamar clamoroso, espectacular, que todo el mundo reconoció con asombro, y a partir del cual bastantes quisieron proclamarlo rey, según narra san Juan: Aquellos hombres, viendo el milagro que Jesús había hecho, decían: Este es verdaderamente el Profeta que viene al mundo. Jesús, conociendo que iban a venir para llevárselo y hacerlo rey, se retiró de nuevo al monte él solo.
Los hombres reconocen en Jesús a alguien excepcional. De hecho el Señor no oculta su poder. No sólo en una ocasión, muchas veces realizó prodigios ante la gente. Eran uno de los medios que utilizó para probar su condición de Mesías. Llevar a cabo lo que ningún hombre sería capaz de hacer, probaba al menos su gran unión con Dios. Así lo entendieron las gentes sencillas que contemplaron pasmadas multiplicarse el pescado y el pan ante sus ojos. Reconocerle como autor de hechos milagrosos, equivalía a aceptar su condición mesiánica de Redentor. Los milagros eran una prueba más de que se cumplían en Él las Escrituras acerca del Mesías. De ahí la resistencia, por ejemplo, de los fariseos a reconocer los prodigios de Jesús. Éste no expulsa los demonios sino por Beezebul, el príncipe de los demonios, decían de Él.
No buscaba, en todo caso, Jesucristo en primer lugar solucionar las situaciones humanamente lamentables, como las muchas enfermedades de la gente de su tiempo o el hambre de la multitud, en esta ocasión. Más bien quería que lo aceptaran como Salvador que venía con el Evangelio; es decir, la gran noticia, para toda la humanidad, de que por Él y en Él estábamos destinados a vivir la Vida de Dios. Concretamente, ese alimento que sació el hambre de la multitud, que milagrosamente les había concedido, era ante todo un preludio del Pan de Vida eterna –su propio cuerpo y su sangre– que, dentro de poco, les iba a ofrecer como alimento. Un alimento, en verdad, para la Vida eterna, que es la única vida propia de los hijos de Dios. Un alimento, según las palabras del mismo Cristo, imprescindible para esa Vida: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros.
Jesús se expresaba con gran claridad, aun sabiendo que bastantes no querrían aceptar sus palabras. Los suyos, sin embargo, con Pedro a la cabeza, creen en Él. Tú tienes palabras de vida eterna, confiesa el Príncipe de los Apóstoles. Pero muchos a partir de entonces se apartaron de su compañía. Como sucede en nuestro tiempo, la bondad intachable del Maestro, su autoridad indiscutible y la infinidad de prodigios sobrehumanos y evidentes, resultan irrelevantes, no significan nada, cuando no se quiere creer. Cuando lo único que interesa, lo que se aprecia por encima de todo, es el propio criterio inamovible, las verdades más notorias extrañan, se acogen como un insulto que no vale la pena escuchar.
Hoy como ayer, parece incomprensible en tantos ambientes que el amor de Dios por sus hijos le lleve a darnos su misma Vida alimentándonos de Sí. Tendríamos que purificarnos del egoísmo y la desconfianza que nos reducen a la pequeñez de nosotros mismos, que tan grande, sin embargo, se nos antoja. Nuestro Dios, se nos ha mostrado generoso hasta el extremo, y con una generosidad espléndida, también en lo humano, para que pudiéramos apreciarlo con nuestros propios ojos. Pero, además, ha dispuesto que podamos alcanzar todo el tesoro de su Amor, ese que nos enriquece con la Vida Eterna, con la misma facilidad con que tomamos el alimento más común y accesible para todos.
Supliquemos a la Trinidad Beatísima nos conceda contemplar el proyecto salvador de Dios para el hombre con creciente gratitud, según vamos madurando en nuestra vida cristiana. Que desechemos bruscamente, con decisión incuestionable la más mínima duda acerca de ese Amor insondable que Dios, Padre Nuestro, profesa a cada uno. También cuando no lo merecemos por nuestros pecados e indiferencias, también cuando se nos ocurre pensar –juzgando a Dios– que, de querernos, nos trataría de otro modo o no permitiría ciertas cosas... que no comprendemos. No es razonable intentar un diálogo con Dios como de igual a igual. Reconociendo nuestra verdad, nos vemos de inmediato limitados –también en la inteligencia– frente al Infinito en todos los sentidos. Reconozcamos, pues, que nuestra mente no llega... y lo razonable, en consecuencia, es que detener la razón, pero no “pedir cuentas a Dios”.
¡Te adoro con devoción, Dios escondido!, aclamamos a Jesucristo, realmente presente en las Especies Eucarísticas, repitiendo las palabras del himno. Es necesario detenerse ante el sagrario, ante la custodia, sin prisas, para manifestar a Jesús nuestro amor, nuestros deseos de cambiar, de mejorar para Él, de corresponder –de intentar corresponder– al Amor suyo. Es también el momento –esa adoración ante la Eucaristía– de la súplica esperanzada por tantas necesidades espirituales y materiales, propias y ajenas. Pidamos, ante todo, más santidad: más amor a Dios en nosotros y en todos los hombres. Rogamos así a nuestro Dios Bueno y Todopoderoso lo mejor, lo que Él mismo desea concedernos: lo que más nos enriquece, la esencia misma de la felicidad.
Nuestra Madre del Cielo es Maestra segura para sus hijos, que quieren admirar más y más el Misterio de Amor de la Trinidad por el hombre. El trato asiduo con Santa María nos conduce del mejor modo a Jesús Sacramentado.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
El pan y la palabra de Dios
La liturgia de la palabra de esta Misa se abre con un pasaje de Isaías que es toda una invitación: ¡Vengan a tomar agua, todos los sedientos y el que no tenga dinero, venga también! Coman gratuitamente su ración de trigo. Y sin pagar, tomen vino y leche. ¿Por qué gastan dinero en algo que no alimenta y sus ganancias en algo que no sacia?
¿Qué es esta agua y este alimento misterioso que Dios, por medio de su profeta, nos invita a procuramos y a comer para extinguir nuestra hambre y nuestra sed? Todo el resto de las lecturas bíblicas es una respuesta a este interrogante. Nosotros debemos escuchar y entender.
Dios dice que nosotros los hombres no hacemos más que gastar nuestro patrimonio en cosas que no sacian nuestro apetito, que no nos dejan satisfechos. Hasta aquí estamos dispuestos a admitir que es verdad. En efecto, gastamos la vida, los recursos, el tiempo, para ir detrás de metas que no están en grado de saciarnos, es decir, de damos paz, serenidad y alegría. Estas metas son las riquezas, el placer, las realizaciones que tienen como objetivo sólo a nosotros mismos. Quien mira hacia atrás en su propia existencia desde el umbral de la vejez, ¿cuántas veces debe darse cuenta de la profunda verdad de todo esto y decir amargamente para sus adentros: qué me queda?
Dios nos dice que busquemos otra cosa, que busquemos en otra parte, como hizo Jesús con los pescadores que pescaban en el lago Tiberíades. Habían pescado toda la noche, obstinándose en echar las redes desde cierta parte de la barca y no habían conseguido nada. Jesús les dijo que echaran la red desde otra parte, y fue una pesca milagrosa (cfr Jn. 21. 4 ssq.).
¿Desde qué parte nos dice también a nosotros que echemos la red y busquemos? En el mismo pasaje de Isaías está contenida una cierta repuesta: Presten atención y vengan a mí escuchen bien y vivirán. Lo primero que debe buscarse, entonces, es la palabra de Días. Éste es el fundamento de toda vida humana: Porque ésta no es una palabra vana, sino que es la vida de ustedes (Deut. 32, 47). Ponerse en actitud de escuchar, tener dispuesto el oído del alma a oír la palabra de Dios: Busquen primero el Reino de Dios...
Es en este tema donde se inserta el pasaje evangélico. Aquella multitud había seguido a Jesús al desierto para escuchar su palabra; había buscado de veras, como primera cosa, el Reino de Dios.
Pero he aquí que, en este punto, explota con toda su violencia la objeción del hombre de hoy. ¿Qué sentido tiene hablar de la palabra de Dios, o decir a los hombres que busquen antes que nada su Reino, cuando todavía se tiene hambre de pan de harina, cuando hay millones de niños desnutridos que mueren por las consecuencias del hambre? ¿Qué sentido tiene que nuestros misioneros vayan al tercer mundo a anunciar el Reino de Dios a hombres que no tienen con qué alimentarse, en ciertas naciones, si no es con un puñado de maíz hervido por día, yagua sucia para la sed y harapos teñidos para vestirse? ¿No es un insulto de nuestra parte seguir diciendo: busquen primero el Reino de Dios?
Sí, es un insulto atroz, si nosotros los cristianos nos detenemos allí; si no hacemos como hizo el Señor Jesús. Él no le dijo a las multitudes una especie de Ite missa est: ahora vayan, la predicación está terminada y quien tiene dinero cómprese pan y quien no lo tiene, que se las arregle. Dijo más bien a sus discípulos: “Ustedes mismos denles de comer”. El milagro comenzó con la puesta en común de lo que había: cinco panes y dos pescados; comenzó con el sacrificio de quien, en el fondo, ya tenía su comida para disponer de ella.
Ante esta página del Evangelio, ¡qué confusión para nosotros los cristianos, especialmente para quienes pertenecemos a los pueblos ricos de Occidente! Frente a una enorme multitud de hambrientos −alrededor de tres cuartas partes de la humanidad− nosotros somos aquellos que tienen cinco panes y dos pescados, pero se guardan bien de cederlos y compartirlos. Alguien ha comparado la tierra con una nave espacial con cinco personas a bordo. De estas cinco, una acaparó el 1.85% de los recursos de alimento y de oxígeno y se las ingenia para llegar a disponer del 90% de lo que haya bordo. ¡Ese hombre es el mundo desarrollado del hemisferio norte, es decir, en su mayor parte los países que se dicen cristianos!
En el desierto, Jesús multiplicó los panes y los dio a sus discípulos para que los distribuyeran. Hoy sigue multiplicando los panes y los peces de la naturaleza, sólo que, los más favorecidos, en lugar de distribuirlos entre las multitudes, intentan conservarlos para ellos. A veces incluso los destruyen, si sobran, para no bajar el precio en el mercado. Y mientras tanto hay alguien que muere debido al hambre.
¿Qué hacer entonces? ¿Dejar de decir a los hombres: “Busquen antes que nada el Reino de Dios” y comenzar a decirles, como más de uno está tentado de hacerla: “Busquen antes que nada las armas y hagan la revolución”? También en la época de Jesús había terribles injusticias. Y sin embargo, él no dijo: “Busquen primero la revolución”, sino que dijo: “Busquen primero el Reino de Dios”. Más que nunca es necesario repetir hoy el dicho de Jesús: busquen antes que nada el Reino de Dios y su justicia, porque por la palabra de Jesús y de la justicia, los hombres podrán ser inducidos a abrir la mano, a distribuir entre las multitudes su pan y a luchar por otra justicia, la de este mundo.
“El esto les será dado de más”: es decir, Si escuchan verdaderamente la palabra de Dios, ella los ayudará a resolver también los otros problemas: el hambre, la sed, la pobreza, la paz. Así es en el “Padre Nuestro”: “Venga tu reino”... El pan nuestro dánoslo hoy...”.
Lo canto hoy el salmo responsorial con la fe ingenua pero fundamentada del creyente del Antiguo Testamento:
El Señor es bueno con todos
y tiene compasión de todas sus criaturas
...Los ojos de todos esperan en ti,
y tú les das su comida a su tiempo;
abres la mano y colmas de favores
a todos los vivientes.
Volvamos, entonces, a esta palabra de Dios, después de haber mirado de frente la objeción del hombre y de haber tomado nota de ello. Buscarla, ponerla por encima de todas las cosas, no es alienar se de la realidad, no es traicionar la espera de los pobres y de los hambrientos, sino que es, al contrario, ponerse en condiciones de darle a ella la verdadera respuesta.
San pablo, en la segunda lectura, nos dijo algo importante: la palabra que Dios nos ofrece no es vacía, fría y estéril como la palabra humana: es el amor de Dios en Cristo. Nadie puede borrar este amor, nadie puede separamos de él.
Ese amor de Cristo ahora se hace pan para nutrir nuestra hambre; se multiplica para nosotros a fin de que lo distribuyamos entre los hermanos, junto con aquel otro pan, el que nutre el hambre del cuerpo. Él nos pide que no apretemos la mano y que no guardemos para nosotros solos lo que nos da para todos: su palabra, su amor, su alegría.
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UNA CITA CON DIOS – Pablo Cardona
Olvidarse de uno mismo
1º. Jesús, cuando ves a aquellas gentes que venían siguiéndote, te llenas de compasión.
San Marcos especifica: «se llenó de compasión, porque estaban como ovejas sin pastor» (Marcos 6,34).
Cambias tus planes y te pones a enseñarles la doctrina y a curar enfermos hasta el atardecer.
Y cuando los apóstoles quieren despedir a la gente, les respondes: «dadles vosotros de comer».
Te vuelcas con aquella gente, estás por ellos, te olvidas de ti mismo para enseñarles, curarles y darles de comer.
Jesús, también a mí me dices: da de comer a la gente que te rodea, acércalos a mí, a los sacramentos.
Pero ¿cómo voy a poder hacerlo si no tengo medios, ni ciencia, ni virtudes?
Sólo me pides que ponga lo que pueda −mis «cinco panes y dos peces»: amistad, prestigio profesional, audacia, vida interior− de modo que tú puedas realizar el milagro.
Jesús, a veces, por seguirte, no llego a todo: el estudio o el trabajo, planes con los amigos y con la familia...; hasta me falta tiempo para comer.
Al igual que a aquellas gentes que te seguían, casi me olvido de mí mismo.
Tendría más tiempo para mis cosas si no fuera a Misa, si no rezara el rosario o hiciera un rato de oración.
La gente que se quedó en su casa pudo comer tranquila.
Pero no vio el esplendor de tu gloria cuando hiciste aquel gran milagro.
Ayúdame a saber ser generoso contigo.
Sé que, si me comporto así, tú siempre me darás todo lo que necesite.
2º. Pídele sin miedo, insiste. Acuérdate de la escena que nos relata el Evangelio sobre la multiplicación de los panes. − Mira con qué magnanimidad responde a los Apóstoles: ¿cuántos panes tenéis?, ¿cinco?... ¿Qué me pedís?... Y Él da seis, cien, miles... ¿Por qué?
− Porque Cristo ve nuestras necesidades con una sabiduría divina, y con su omnipotencia puede y llega más lejos que nuestros deseos.
¡El Señor ve más allá de nuestra pobre lógica y es infinitamente generoso! (San Josemaría Escrivá, Forja, n. 341).
Jesús, tú no has cambiado: eres el mismo hoy, ayer y siempre.
Creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes, que te preocupas de mí con aquella misma solicitud con la que trataste a la multitud: con aquella compasión, con aquel amor.
Hasta tal punto me quieres, que te das a ti mismo como alimento en la Eucaristía.
Aquellas gentes dejaron las ciudades y fueron en tu búsqueda haciendo largos recorridos.
¡Yo lo tengo tan fácil!
Que vaya a visitarte más a menudo al Sagrario; que te reciba con más frecuencia en la Comunión.
«Que no perdamos tan buena razón y que nos lleguemos a Él; pues si cuando andaba en el mundo de sólo tocar su ropa sanaba los enfermos, ¿qué hay que dudar que hará milagros estando dentro de mí −si tenemos fe− y nos dará lo que le pidiéremos, pues está en nuestra casa? Y no suele Su Majestad pagar mal la posada si le hacen buen hospedaje» (Santa Teresa).
Jesús, hoy sigues haciendo grandes milagros.
Sólo me pides que sea generoso para seguirte de cerca, y que te pida las cosas con fe.
«Comieron todos hasta que quedaron satisfechos».
¿Qué milagro no harás si te lo pido cuando estás dentro de mí, en la comunión?
¿Qué me dejarás por pagar, si tú eres infinitamente generoso?
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Los cuatro evangelistas nos cuentan, en seis relatos, este milagro cargado de simbolismo que acabamos de escuchar. Se advierte el impacto que ejerció en los discípulos y la dimensión cultual que la Iglesia apostólica le concedió como prueba de que los tiempos mesiánicos se habían cumplido con la llegada de Jesucristo.
Este milagro tiene un trasfondo viejotestamentario que destaca además la superioridad de Jesús sobre Moisés y los Profetas. Tanto el maná con que Moisés alimentó al pueblo en el desierto (Ex 16), como la multiplicación del aceite y la harina por Elías en Sarepta (1 R 17,7-16), así como la multiplicación de los panes de cebada por Eliseo en Gilgal (2 R 4,42-44), son un anticipo de esta abundancia que Jesús reparte y que, a su vez, es el preludio de la que disfrutaremos en el banquete definitivo en el Reino de los Cielos. La alusión sacramental a la Eucaristía queda patente en el gesto de Jesús antes de operar el milagro: “Tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente”. San Juan, al narrar este milagro, pondrá de manifiesto su dimensión eucarística con el discurso del pan de vida. La iconografía cristiana de los primeros siglos utilizará los panes y los peces como símbolos de la Eucaristía en pinturas, relieves, mosaicos..., en los lugares dedicados al culto.
Jesús ve el hambre de todos los hombres de todos los tiempos en aquel gentío que se agolpa a su alrededor. Hambre de una plenitud que en esta vida no puede ser satisfecha. Hambre de Dios, aunque no lo sepan. Y se apresura a calmarla ofreciendo un alimento que, además de saciar, resulta sobrante: doce cestos llenos. ¿Es necesario recordar que en esta vida no hay campos ni fuentes que puedan calmar el hambre y apagar la sed de infinito que toda criatura siente? Sólo en Dios encontramos la plenitud que el corazón humano anhela. Una plenitud desbordante.
En Jesucristo tenemos la respuesta a las más altas expectativas de nuestro corazón, un profundo anhelo de vida que, si no se viera cumplido, convertiría nuestra existencia en un rompecabezas maldito. ¡Vivir! ¡Vivir sin la amenaza constante de la muerte! “Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día” (Jn 6,54). El Cuerpo y la Sangre del Señor, es lo que nos permite traspasar el umbral de esta vida sin congoja e ingresar allí donde Dios mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, porque todo eso ya ha pasado (Cfr Apoc 21,4).
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“La «poca fe» y «los dones de Dios»”
I. LA PALABRA DE DIOS
Is 55,1-3: «Daos prisa y comed»
Sal 144, 8s.15s.17s.: «Abres tú la mano, Señor, y nos sacias de favores»
Rm 8,35.37-39: «Ninguna criatura podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo»
Mt 14,13-21: «Comieron todos hasta quedar satisfechos»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
Las personas: Jesús sintió «lástima» del gentío y multiplicó los panes (1.ª Lect.). Sus gestos y oración son los de la institución de la Eucaristía: «tomando los cinco panes... pronunció la bendición, partió los panes y se los dio...». Los discípulos tenían «poca fe», aconsejaron despedir a la multitud, pero obedecieron al Maestro. El pueblo también tenía «poca fe», buscaba ante todo el pan de la tierra (cf Jn 6,26s), pero recibieron el don de Dios.
El suceso: Destacan los contrastes entre «la multitud» y la escasez de recursos: cinco panes y dos peces; y entre estos recursos y el resultado: «quedaron satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras». Desde los comienzos, ya en las catacumbas, la gran Tradición contempló en el suceso un anuncio del banquete mesiánico al fin de los tiempos. Y entre el prodigio evangélico y el fin, se sitúa la Eucaristía, avance del banquete del Reino.
III. SITUACIÓN HUMANA
¿Qué hacer para que nuestras celebraciones y comuniones sean más hondas? También la perícopa evoca hoy el pavoroso problema del hambre en el mundo y nuestras celebraciones eucarísticas.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– “La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos... «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo»... De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la nueva tierra... no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía... remedio de inmortalidad, antídoto para no morir sino para vivir en Jesucristo para siempre (S. Ignacio de Antioquía...)” (1404-1405).
– Vinculación de la Eucaristía con el hambre en el mundo: «Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos» (1397).
La respuesta
– Participar de la Eucaristía bien dispuestos, para gustar el Pan de Vida: «... «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual...» (1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar» (1385).
– Pero se requiere más, la humildad de corazón: “Ante la grandeza de este sacramento el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión...: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa»...” (1386).
El testimonio cristiano
– «... Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre, pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poséis nada en Mí» (San Agustín, serm. 18, 4, 4).
La Eucaristía: el gran don de Dios nos remite al Banquete del Reino, a la Otra Vida, la nueva creación. Para gustar la Eucaristía y ya ahora la Otra Vida, hay que acercarse a participar con el corazón bien dispuesto y la mano tendida.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Los bienes mesiánicos.
– Multiplicación de los panes. Jesús cuida de quienes le siguen.
I. Nos has dado, Señor, Pan del Cielo que encierra en sí toda delicia.
El Evangelio de la Misa relata cómo el Señor se alejó en una barca, Él solo, hacia un lugar desierto. Pero muchos se enteraron y le siguieron a pie desde las ciudades. Al desembarcar vio a esta multitud que le busca y se llenó de compasión por ella y curó a los enfermos. Los sana sin que se lo pidan, porque, para muchos llegar hasta allí llevando incluso enfermos impedidos, ya era suficiente petición y expresión de una fe grande. San Marcos señala, a propósito de este pasaje, que Jesús se detuvo largamente enseñando a esta multitud que le sigue, porque andaban como ovejas sin pastor, de tal manera que se hizo muy tarde. Se le pasa el tiempo al Señor con aquellas gentes, y los discípulos, no sin cierta inquietud, se sienten movidos a intervenir, porque la hora es avanzada y el lugar desierto: despide a la gente para que vayan a las aldeas a comprarse alimentos, le dicen. Y Jesús les sorprende con su respuesta: No tienen necesidad de ir, dadles vosotros de comer. Y obedecen los Apóstoles; hacen lo que pueden: encuentran cinco panes y dos peces. Es de notar que eran como unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. Jesús realizará un portentoso milagro con estos pocos panes y peces, y con la obediencia de quienes le siguen.
Después de mandar que se acomodaran en la hierba, Jesús, tomando los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, recitó la bendición, partió los panes y los dio a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos hasta que quedaron satisfechos. El Señor cuida de los suyos, de quienes le siguen, también en las necesidades materiales cuando es necesario, pero busca nuestra colaboración, que es siempre pobre y pequeña. Si le ayudas, aunque sea con una nadería, como hicieron los Apóstoles, Él está dispuesto a obrar milagros, a multiplicar los panes, a cambiar las voluntades, a dar luz a las inteligencias más oscuras, a hacer –con una gracia extraordinaria– que sean capaces de rectitud los que nunca lo han sido. Todo esto... y más, si le ayudas con lo que tengas.
Entonces comprendemos mejor lo que nos dice San Pablo en la Segunda lectura: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? (...). Mas en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque persuadido estoy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor.
Ni las adversidades en la vida personal (pequeños o grandes fracasos, dolor, enfermedad...), ni las dificultades que podamos encontrar en el apostolado (resistencia de las almas en ocasiones a recibir la doctrina de Cristo, hostilidad de un ambiente que huye de la Cruz y del sacrificio...) podrán separarnos de Cristo, nuestro Maestro, pues en Él encontramos siempre la fortaleza.
– Este milagro es, además, figura de la Sagrada Eucaristía, en la que el Señor se da como alimento.
II. El relato del milagro comienza con las mismas palabras y con las mismas actitudes con que los Evangelios y San Pablo nos han transmitido la institución de la Eucaristía . Tal coincidencia nos hace ver que el milagro, además de ser una muestra de la misericordia divina de Jesús con los necesitados, es figura de la Sagrada Eucaristía, de la cual hablará el Señor poco después, en la sinagoga de Cafarnaún. Así lo han interpretado muchos Padres de la Iglesia. El mismo gesto del Señor –elevar los ojos al cielo– lo recuerda la Liturgia en el Canon Romano de la Santa Misa: Et elevatis oculis in caelum, ad Te Deum Patrem suum omnipotentem... Al recordarlo nos preparamos para asistir a un milagro mayor que la multiplicación de los panes: la conversión del pan en su propio Cuerpo, que es ofrecido sin medida como alimento a todos los hombres.
El milagro de aquella tarde junto al lago manifestó el poder y el amor de Jesús a los hombres. Poder y amor que harán posible también que encontremos el Cuerpo de Cristo bajo las especies sacramentales, para alimentar, a todo lo largo de la historia, a las multitudes de los fieles que acuden a Él hambrientas y necesitadas de consuelo. Como expresó Santo Tomás en la secuencia que compuso para la Misa del Corpus Christi: Sumit unus, sumunt mille... “Lo tome uno o lo tomen mil, lo mismo tomen éste que aquél, no se agota por tomarlo...”.
“El milagro adquiere así todo su significado, sin perder nada de su realidad. Es grande en sí mismo, pero resulta aún mayor por lo que promete: evoca la imagen del buen pastor que alimenta a su rebaño. Se diría que es como un ensayo de un orden nuevo. Multitudes inmensas vendrán a tomar parte del festín eucarístico, en el que serán alimentadas de manera mucho más milagrosa, con un manjar infinitamente superior”.
Esta multitud que acude al Señor revela la fuerte impresión que su Persona había producido en el pueblo, pues tantos se disponen a seguir a Jesús hasta las alturas desiertas, a gran distancia de los caminos importantes y de las aldeas. Suben sin provisiones, no quieren perder tiempo en ir a procurárselas por miedo a perder de vista al Señor. Un buen ejemplo para cuando nosotros tengamos alguna dificultad para visitarle o recibirle. Por encontrar al Maestro vale la pena cualquier sacrificio.
San Juan nos indica que el milagro causó un gran entusiasmo en aquella multitud que se había saciado. Si aquellos hombres, por un trozo de pan –aun cuando el milagro de la multiplicación sea muy grande–, se entusiasman y te aclaman, ¿qué deberemos hacer nosotros por los muchos dones que nos has concedido, y especialmente porque te nos entregas sin reserva en la Eucaristía?.
En la Comunión recibimos cada día a Jesús, el Hijo de María, el que realizó aquella tarde este grandioso milagro. “Nosotros poseemos, en la Hostia, al Cristo de todos los misterios de la Redención: al Cristo de la Magdalena, del hijo pródigo y de la Samaritana, al Cristo resucitado de entre los muertos, sentado a la diestra del Padre (...). Esta maravillosa presencia de Cristo en medio de nosotros debería revolucionar nuestra vida (...); está aquí con nosotros: en cada ciudad, en cada pueblo (...)”. Nos espera y nos echa de menos cuando nos retrasamos.
– Buscar al Señor en la Comunión como aquellas gentes que se olvidaban hasta de lo indispensable para no perderle. Preparar cada Comunión como si fuera la única de nuestra vida.
III. Los ojos de todos te están aguardando, // tú les das la comida a su tiempo; // abres la mano, // y sacias de favores a todo viviente, leemos en el Salmo responsorial.
Jesús, realmente presente en la Sagrada Eucaristía, da a este sacramento una eficacia sobrenatural infinita. Nosotros, cuando deseamos expresar nuestro amor a una persona le damos algún objeto, nuestros conocimientos, le hacemos favores y le prestamos ayudas, procuramos estar pendientes de la persona amada..., pero siempre encontramos un límite: no podemos darnos nosotros mismos. Jesucristo sí puede: se nos da Él mismo, uniéndonos a Él, identificándonos con Él. Y nosotros, que le buscamos con más deseos y más necesidad que aquellas gentes que se olvidan incluso del alimento hasta hallarle, le encontramos cada día en la Sagrada Comunión. Él nos espera, a cada uno. No aguarda a que le pidamos: nos cura de nuestras flaquezas, nos protege contra los peligros, contra las vacilaciones que pretenden separarnos de Él, y aviva nuestro andar. Cada Comunión es una fuente de gracias, una nueva luz y un nuevo impulso que, a veces sin notarlo, nos da fortaleza para la vida diaria, para afrontarla con garbo humano y sobrenatural, y para que nuestros quehaceres nos lleven a Él.
La participación de estos beneficios depende, sin embargo, de la calidad de nuestras disposiciones interiores, porque los sacramentos “producen un efecto mayor cuanto más perfectas son las disposiciones en que se los recibe”. Disposiciones habituales de alma y cuerpo, de deseos cada vez mayores de limpieza y de purificación, acudiendo a la Confesión con la periodicidad que hemos establecido en la dirección espiritual, o antes si fuera necesario o sólo conveniente. El amor nos llevará a una honda piedad eucarística. “Ésta −señalaba Juan Pablo II en su primer viaje a España− os acercará cada vez más al Señor; y os pedirá el oportuno recurso a la Confesión sacramental, que lleva a la Eucaristía, como la Eucaristía lleva a la Confesión”. Los dos sacramentos, que hacen al alma más delicada y más fino y puro el amor, están íntimamente relacionados.
Cuanto más se acerca el momento de comulgar, más vivo se ha de hacer el deseo de preparación, de fe y de amor. ¿Has pensado en alguna ocasión cómo te prepararías para recibir al Señor, si se pudiera comulgar una sola vez en la vida?
– Agradezcamos a Dios la facilidad que tenemos para acercarnos a Él, pero... hemos de agradecérselo preparándonos muy bien, para recibirle, como si fuera la única Comunión de toda nuestra vida, como si fuera la última; una vez será la última, y poco después nos encontraremos cara a cara con Jesús, con quien tan íntimamente unidos estuvimos en el sacramento. ¡Cómo nos alegrarán las muestras de fe y de amor que le manifestamos! A quienes has alimentado con este Pan del Cielo, Señor, protégelos con tu auxilio y concédeles alcanzar la redención eterna, le pedimos con la liturgia de la Misa.
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Fr. Roger J. LANDRY (Hyannis, Massachusetts, Estados Unidos) (www.evangeli.net)
«Traédmelos »
Hoy, Jesús nos muestra lo mucho que desea involucrarnos en su trabajo de redención. Él, que ha creado el cielo y la tierra de la nada, hubiese podido —de igual forma— haber fácilmente creado un opíparo banquete para saciar a aquella multitud.
Pero prefirió hacer el milagro partiendo de lo único que sus discípulos podían entregarle. «Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces» (Mt 14,17), le dijeron. «Traédmelos» (Mt 14,18), les respondió Jesús. Y el Señor llevó a cabo la multiplicación de tan exiguo recurso —ni tan sólo suficiente para alimentar a una familia normal— para dar de comer a unas 5000 familias.
El Señor procedió de igual forma en el festín de las bodas de Caná. Él, que creó todos los mares, podía fácilmente haber llenado con el vino más selecto aquellas tinajas de más de 100 litros, partiendo de cero. Pero, de nuevo, prefirió involucrar a sus criaturas en el milagro, haciendo que, primero, llenasen los recipientes de agua.
Y, el mismo principio, podemos apreciarlo en la celebración de la Eucaristía. Jesús empieza no de la nada, ni tampoco de cereales o de uvas, sino del pan y del vino, que ya conllevan en sí el trabajo de manos humanas.
El difunto Cardenal Francisco Javier Nguyen van Thuan, prisionero de los comunistas vietnamitas desde 1975 al 1988, se preguntaba cómo podría favorecer el Reino de Cristo y preocuparse de su rebaño mientras intentaba sobreponerse al brutal sufrimiento de su solitario confinamiento. Y, dándose cuenta de lo poco que podía hacer desde la celda de su cárcel, pensó que, al menos, cada día, podría ofrecer al Señor sus “cinco panes y dos peces” y dejar que Dios hiciese el resto. Y el Señor multiplicó aquellos pequeños esfuerzos convirtiéndolos en un testimonio que ha inspirado no sólo a los vietnamitas, sino a toda la Iglesia.
Hoy, el Señor nos pide a nosotros, sus modernos discípulos, que “demos a las multitudes algo de comer” (cf. Mt 14,16). No importa lo mucho o poco que tengamos: démoslo al Señor y dejemos que Él continúe a partir de ahí.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Alimentar hasta saciar
«Todos comieron hasta saciarse».
Eso dice la Palabra de Dios.
Y te lo dice a ti, sacerdote, porque el pueblo tiene hambre.
Tu Señor te envía a alimentarlos hasta saciarlos.
Tu Señor es el alimento de vida. El único alimento que salva y que sacia, que perdona y que da gracia, que es eterno y nunca se acaba.
Tú eres, sacerdote, el instrumento para compartir el alimento. Pero tu Señor quiere también la generosidad de su pueblo, y te pide que recojas con Él el fruto del trabajo de los hombres, y lo transformes en ofrenda, para que con Él y contigo sean uno, como el Padre y Él son uno, transubstanciando la ofrenda en su Carne y en su Sangre.
Tu Señor ha querido necesitar de ti, sacerdote, para hacerse presente, para alimentar a la gente, para guiarlos y para salvarlos, porque son como ovejas, que sin pastor se pierden.
Tu Señor te pide que llames a las ovejas de su rebaño, que las reúnas y no las disperses, que las mantengas unidas y las alimentes. No le digas que solo eres un muchacho, porque a donde quiera que Él te envíe irás, y lo que quiera que tú digas dirás, porque Él ya sabe que eres solo un muchacho, pero Él te ha dado siete panes y unos cuantos pescados.
Tu Señor te envía, sacerdote, y te dice: ‘no tengas miedo, que contigo estoy para salvarte’. Mira que ha puesto sus palabras en tu boca, y no podrás equivocarte.
Tu Señor te da autoridad sobre las gentes y sobre los reinos, para destruir y derrocar, para reconstruir y para plantar. Él es velador de su propia Palabra, para cumplirla, y te convierte en plaza fuerte, en pilar de hierro, en muralla de bronce frente a toda la tierra, porque te harán la guerra, pero no podrán contigo, pues contigo está tu Señor para salvarte.
Y tú, sacerdote, ¿crees esto?
¿Le das a tu Señor todo lo que tienes, y abandonas tu voluntad en su voluntad, para que haga contigo lo que Él quiere?
¿Confías en el poder de tu Señor y en sus milagros?
¿Aceptas que Él ponga ese poder entre tus manos?
¿Tienes el corazón dispuesto para acoger a su pueblo?
¿Mantienes reunido a su rebaño?, ¿o caminan como ovejas sin pastor, porque tú te has ido, porque te has cansado y lo has abandonado?
¿Los alimentas?, ¿o tienen hambre?
¿Tienen un pastor valiente?, ¿o tan solo ven en ti un muchacho cobarde?
Reflexiona, sacerdote, en la compasión de tu Señor, y pídele que te dé sus mismos sentimientos, que te llene de valor para asistir las necesidades de su pueblo, y entrégate en sus manos para ser usado como instrumento de amor, al ser configurado con Cristo Buen Pastor, y el medio para que Él haga llegar su misericordia a su pueblo.
Dispón tu corazón, sacerdote, y participa con tu Señor en su sacrificio redentor, que es un diario milagro en el altar, para alimentar, para salvar, para compartir y multiplicar la gracia obtenida por tu ofrenda, que se derrama sobre el mundo entero, y aun así sobra, porque Dios no se deja ganar en generosidad.
(Espada de Dos Filos IV, n. 46)
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