Domingo 17 del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo XVII del Tiempo Ordinario (ciclo A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Homilía 26.VII.14 - Ángelus 2014 y 2017
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2011
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Enric PRAT i Jordana (Sort, Lleida, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

ENSÉÑAME A ESCUCHAR

1 Re 3, 5-13; Rom 8, 28-30; Mt 13, 44-52

El libro de los Reyes nos permite adentrarnos a un momento de intimidad entre el rey Salomón y el Señor Dios. El monarca se confiesa incapaz de cumplir con la tarea de gobernar a Israel. No se siente a la altura del reto. Sin embargo, alcanza a comprender que una condición indispensable para ser buen gobernante tiene que ver con la capacidad de escuchar. Dos oídos y una sola boca. De ahí la urgencia de aprender a oír sobre todo aquello que nos disgusta. Si encuadramos las parábolas evangélicas en el contexto del gobernante ideal, podemos entender que la perla preciosa y el tesoro escondido que impulsa a vender todos los bienes, tiene que ver con esta lección de enorme sabiduría. Los discípulos de Jesús que realizan misiones de buen gobierno acrecientan su sensatez y comprenden que el verdadero soberano es el pueblo y que han sido elegidos para escuchar y servir.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 67, 6. 7. 36

Dios habita en su santuario; él nos hace habitar juntos en su casa; es la fuerza y el poder de su pueblo.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, protector de los que en ti confían, sin ti, nada es fuerte, ni santo; multiplica sobre nosotros tu misericordia para que, bajo tu dirección, de tal modo nos sirvamos ahora de los bienes pasajeros, que nuestro corazón esté puesto en los bienes eternos. Por nuestro Señor Jesucristo ...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Por haberme pedido sabiduría.

Del primer libro de los Reyes: 3, 5-13

En aquellos días. el Señor se le apareció al rey Salomón en sueños y le dijo: “Salomón, pídeme lo que quieras, y yo te lo daré”.

Salomón le respondió: “Señor, tú trataste con misericordia a tu siervo David, mi padre, porque se portó contigo con lealtad, con justicia y rectitud de corazón. Más aún, también ahora lo sigues tratando con misericordia, porque has hecho que un hijo suyo lo suceda en el trono. Sí, tú quisiste, Señor y Dios mío, que yo, tu siervo, sucediera en el trono a mi padre, David. Pero yo no soy más que un muchacho y no sé cómo actuar. Soy tu siervo y me encuentro perdido en medio de este pueblo tuyo, tan numeroso, que es imposible contarlo. Por eso te pido que me concedas sabiduría de corazón para que sepa gobernar a tu pueblo y distinguir entre el bien y el mal. Pues sin ella, ¿quién será capaz de gobernar a este pueblo tuyo tan grande?”.

Al Señor le agradó que Salomón le hubiera pedido sabiduría y le dijo: “Por haberme pedido esto, y no una larga vida, ni riquezas, ni la muerte de tus enemigos, sino sabiduría para gobernar, yo te concedo lo que me has pedido. Te doy un corazón sabio y prudente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti. Te voy a conceder, además, lo que no me has pedido: tanta gloria y riqueza, que no habrá rey que se pueda comparar contigo”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 118,57 y 72.76-77.127-128.129-130.

R/. Yo amo, Señor, tus mandamientos.

A mí, Señor, lo que me toca es cumplir tus preceptos. Para mí valen más tus enseñanzas que miles de monedas de oro y plata. R/.

Señor, que tu amor me consuele, conforme a las promesas que me has hecho. Muéstrame tu ternura y viviré, porque en tu ley he puesto mi contento. R/.

Amo, Señor, tus mandamientos más que el oro purísimo: por eso tus preceptos son mi guía y odio toda mentira. R/.

Tus preceptos, Señor, son admirables, por eso yo los sigo. La explicación de tu palabra da luz y entendimiento a los sencillos. R/.

SEGUNDA LECTURA

Nos predestina para que reproduzcamos en nosotros mismos la imagen de su Hijo.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 8, 28-30

Hermanos: Ya sabemos que todo contribuye para bien de los que aman a Dios, de aquellos que han sido llamados por él, según su designio salvador.

En efecto, a quienes conoce de antemano, los predestina para que reproduzcan en sí mismos la imagen de su propio Hijo, a fin de que él sea el primogénito entre muchos hermanos. A quienes predestina, los llama; a quienes llama, los justifica; y a quienes justifica, los glorifica. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Mt 11, 25

R/. Aleluya, aleluya.

Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del Reino a la gente sencilla. R/.

EVANGELIO

Vende cuanto tiene y compra aquel campo.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 13, 44-52

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo. El que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo.

El Reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una perla muy valiosa, va y vende cuanto tiene y la compra.

También se parece el Reino de los cielos a la red que los pescadores echan en el mar y recoge toda clase de peces. Cuando se llena la red, los pescadores la sacan a la playa y se sientan a escoger los pescados; ponen los buenos en canastos y tiran los malos. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: vendrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los arrojarán al horno encendido. Allí será el llanto y la desesperación.

¿Han entendido todo esto?”. Ellos le contestaron: “Sí”. Entonces él les dijo: “Por eso, todo escriba instruido en las cosas del Reino de los cielos es semejante al padre de familia, que va sacando de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, los dones que por tu generosidad te presentamos, para que, por el poder de tu gracia, estos sagrados misterios santifiquen toda nuestra vida y nos conduzcan a la felicidad eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 5, 7-8

Dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Habiendo recibido, Señor, el sacramento celestial, memorial perpetuo de la pasión de tu Hijo, concédenos que este don, que él mismo nos dio con tan inefable amor, nos aproveche para nuestra salvación eterna. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Concede a tu siervo un corazón dócil (1 R 3, 5.7-12)

1ª lectura

El rasgo más importante del rey Salomón es su sabiduría de la que se hará eco nuestro Señor Jesucristo (cfr. Mt 12,42). El autor sagrado muestra ahora el origen y las manifestaciones de aquella sabiduría: es un don de Dios a petición del rey (3,12-14) y se manifestará en la administración de la justicia (3,16-28) y en la organización de la corte y del reino, es decir, en las tareas propias del rey (4,1-5,4).

Gabaón, a unos 10 km. al noroeste de Jerusalén, pertenecía a la tribu de Benjamín (cfr. Jos 18,25) y era una de las ciudades otorgadas a los levitas (cfr. Jos 21,17) en la que, según el libro de las Crónicas, había quedado el Tabernáculo del desierto (cfr. 1 Cro 21,29). Que Dios le hable allí a Salomón significa también que el Señor le ratifica como rey de Israel.

La petición de Salomón agrada a Dios porque está hecha con humildad (v. 7) y tiene como objeto, no cosas materiales, sino discernimiento o sabiduría para administrar justicia entre el pueblo (vv. 9-14). Es así un anticipo del orden que, según la enseñanza de Cristo, ha de tener la oración de petición: «El mismo Maestro y Señor de todas las cosas enseñó y mandó lo que se ha de pedir a Dios y con qué orden debe hacerse; porque, siendo la oración la que indica y expresa nuestros deseos y peticiones, entonces pedimos debidamente y con método, cuando el orden de las peticiones sigue el orden de las cosas que deben apetecerse. Ahora bien, la verdadera caridad nos enseña que dirijamos a Dios toda nuestra vida y nuestros deseos; el cual siendo el sumo Bien, por necesidad debe ser amado con amor sumo y especial. Y no puede Dios ser amado de corazón y exclusivamente, si su gloria y honor no se prefieren a todas las cosas y criaturas; porque todos los bienes, así los nuestros como los ajenos, y en suma, todo cuanto se designa con el nombre de bien, debe estar subordinado al Bien sumo, como procedente de Él» (Catecismo Romano 4,10,1).

Todo coopera para el bien de los que aman a Dios (Rm 8, 28-30)

2ª lectura

Nada del porvenir es dejado por Dios al acaso. Elección, predestinación, llamamiento, justificación y glorificación forman parte de su designio salvador: «Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (v. 28). El sentido de la filiación divina nos hace descubrir que los acontecimientos de nuestra vida están dirigidos por la amable Voluntad de Dios y nos llena de esperanza y paz.

Las palabras inspiradas del Apóstol son punto de apoyo del sentido de filiación divina en la vida y en la catequesis de San Josemaría Escrivá, quien enseñó a vivirlo a millares de personas: Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. —Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando. (...) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que esta junto a nosotros y en los cielos (Camino, n. 267). La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo (Es Cristo que pasa, n. 65). Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades. —Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso (...). Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos. —Omnia in bonum!» (Via Crucis 9,4).

El tesoro escondido (Mt 13,44-52)

Evangelio

Con las parábolas del tesoro escondido y de la perla (vv. 44-46) Jesús presenta el valor supremo del Reino de los Cielos y la actitud del hombre para alcanzarlo. Hay ligeras diferencias en la enseñanza de ambas: el tesoro significa la abundancia de dones; la perla, la belleza del Reino. El tesoro se presenta de improviso, la perla supone búsqueda. En todo caso, siempre se exige generosidad por parte del hombre porque Dios «nunca falta de ayudar a quien por Él se determina a dejarlo todo» (Sta. Teresa de Jesús, Camino de perfección 1,2). La vida en el Reino, en seguimiento de Cristo, es ardua, pero el fruto merece la pena: «El tesoro ha estado escondido porque debía ser también comprado el campo. En efecto, por el tesoro escondido en el campo, se entiende Cristo encarnado, que se encuentra gratuitamente. (...) Pero no hay otro modo de utilizar y poseer ese tesoro con el campo, si no es pagando, ya que no se pueden poseer las riquezas celestiales sin sacrificar el mundo» (S. Hilario de Poitiers, Commentarius in Mattheum 13,7).

Una idea semejante a la expuesta en la parábola de la cizaña se recoge bajo la imagen de la red barredera (vv. 47-50). El Reino de los Cielos, como la Iglesia, convoca a todos, aunque algunos no se muestren dignos: al final los ángeles separarán a los buenos de los malos. Es la misma idea que se expresa en la parábola de los invitados a las bodas (22,1-14), donde se invita a todos, «malos y buenos» (22,10), pero donde se dice explícitamente que hay que mostrarse digno para ser no sólo «llamado» sino también «elegido».

Los discípulos entienden al Señor (v. 51) y por eso se pueden convertir en los escribas del nuevo Israel (v. 52). Si comprenden a Cristo, las cosas antiguas —la Ley de Moisés— y las cosas nuevas —Jesús y la nueva Ley enseñada por Él— serán eficaces para su misión evangelizadora, porque Cristo «siempre es nuevo, porque siempre renueva la mente, y nunca se hace viejo, porque no se marchitará jamás» (S. Bernardo, In vigilia Nativitatis Domini, Sermo 6,6).

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

El escriba que hace fructificar su tesoro

La lectura evangélica nos propone investigar y explicara vuestra caridad, en cuanto nos ilumine el Señor, quién es el escriba erudito en el reino de Dios, semejante a un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y añejas. Así terminaba la lectura misma: con las cosas nuevas y añejas del escriba erudito. Sabido es a quiénes llamaban escribas los antiguos, según la costumbre de nuestras Escrituras; a saber, a los que profesaban la ciencia de la Ley. Esos eran llamados escribas en aquel pueblo, y no estos que hallamos en las oficinas de los jueces o en la costumbre de las ciudades. Debemos iniciarnos provechosamente en la escuela y saber con qué significado tomamos las palabras de la Escritura. Quizá al oír en la Escritura algo que en el uso secular tiene otro significado, yerra el que escucha, y pensando según su costumbre, no entiende lo que oyó. Escribas eran, pues, los que profesaban la ciencia de la Ley; a ellos tocaba guardar, estudiar, escribir o entender los libros de la Ley.

Nuestro Señor Jesucristo los reprendió, porque guardan las llaves del reino de los cielos y no entran ni permiten entrar a los demás; así reprendió a los fariseos y escribas, doctores de la Ley de los judíos. De ellos dijo en otro lugar: Haced lo que dicen, pero no hagáis lo que hacen, pues dicen y no hacen. ¿Por qué se os dice: Dicen y no hacen, sino porque hay algunos en los que aparece lo que dice el Apóstol: Tú que predicas que no hay que robar, robas; tú que dices que no hay que cometer adulterio, lo cometes; tú que aborreces los ídolos, cometes sacrilegio; te glorias en la Ley y deshonras a Dios por la prevaricación de la Ley. Pues por culpa vuestra es blasfemado el nombre de Dios entre los gentiles? Sin duda es claro que a ellos se refiere el Señor al afirmar Dicen y no hacen. Son escribas, pero no eruditos en el reino de Dios.

Quizá diga alguno de vosotros: ¿Cómo puede un mal hombre decir cosas buenas, pues dice el mismo Señor, según está escrito: El buen hombre del tesoro de su corazón saca cosas buenas, y el malo saca del tesoro de su corazón cosas malas? Hipócritas, ¿cómo podéis hablar bien, siendo malos? Por eso dice: ¿Cómo podéis hablar bien, siendo malos? Por eso dice: Haced lo que dicen, no hagáis lo que hacen, pues dicen y no hacen. Si dicen y no hacen, son malos. Y si son malos, no pueden hablar bien; ¿cómo haremos lo que les oímos decir, pues no podremos oírles decir cosas buenas? Vea vuestra santidad cómo se resuelve ese problema. Lo que el hombre malo saca de sí mismo, es malo; lo que el hombre malo saca de su corazón, es malo, pues el tesoro es malo. Lo que el hombre bueno saca de su corazón es bueno, pues el tesoro es bueno. ¿Pues de dónde sacaban aquellos malos las cosas buenas? Porque se sentaban en la cátedra de Moisés. Si no hubiese dicho antes que se sientan en la cátedra de Moisés, nunca hubiese ordenado escuchar a los malos. Una cosa es la que sacaban del arca mala de su corazón, y otra la que sacaban de la cátedra de Moisés, como pregoneros del juez. Lo que dice el pregonero, no se atribuye al pregonero si lo dice ante el juez. Una cosa es la que el pregonero dice en su casa, y otra cuando repite lo que le dice el juez. Lo quiera o no, el pregonero tiene que anunciar el castigo, aunque se trate de su amigo. Lo quiera o no, tiene que anunciar la sentencia de absolución, aunque sea de su enemigo. Cuando saca la voz de su corazón, absuelve al amigo y castiga al enemigo. Cuando la recoge de la silla del juez, castiga al amigo y absuelve al enemigo. Dame la voz de los escribas extraída del corazón de ellos; oirás comamos y bebamos, que mañana moriremos. Dame la de la cátedra de Moisés, oirás no matarás, no adulterarás, no robarás no levantarás falso testimonio; honra al padre y a la madre; o bien amarás a tu prójimo como a ti mismo. Tú haz lo que se toma de la cátedra por boca de los escribas, y no lo que sale del corazón de los mismos. Así complementarás ambas sentencias del Señor y no serás obediente en una y reo en otra; ya entiendes que ambas concuerdan, y ves que es verdad, que el buen hombre de la buena arca de su corazón saca cosas buenas, y el malo saca del arca mala malas cosas, pero también, que aquellos escribas no hablan cosas buenas del tesoro de su corazón, pero pueden hablarlas del tesoro de la cátedra de Moisés.

Así no te turbarán aquellas palabras del Señor, que dice: Todo árbol es conocido por el fruto. ¿Acaso se recogen uvas de la zarza o higos del abrojo? Los escribas y fariseos de los judíos eran, pues, zarzas y abrojos, y, sin embargo, Haced lo que dicen, pero no hagáis lo que hacen. Se recogen entonces uvas de la zarza e higos del abrojo, como podrías entender según lo que antes discutimos. A veces en un seto de zarzas se entrelazan los sarmientos de la parra y de la zarza penden los racimos. Al oír que se habla de zarzas, quizá desprecias la uva. Busca la raíz de la zarza y mira lo que encuentras. Sigue la raíz del racimo que cuelga y mira dónde lo encuentras. Y entiende que lo uno pertenece al corazón del fariseo y lo otro a la cátedra de Moisés.

¿Por qué son así ellos? Porque ha caído un velo sobre su corazón. Y no ven que lo antiguo pasó y que todo ha sido hecho nuevo. Por eso eran así como son todavía hoy. ¿Por qué decimos antiguo? Porque se predica hace ya mucho tiempo. ¿Y por qué nuevo? Porque pertenece al reino de Dios. El mismo Apóstol dice cómo se levanta el velo: Cuando pases al Señor, se arrancará el velo. Por ende, el judío que no pasa al Señor, no alarga la mirada de la mente hasta el fin. Así en aquel tiempo y en esta figura, los hijos de Israel no tendían la mirada de sus ojos hasta el fin, esto es, al rostro de Moisés. Porque el rostro de Moisés, iluminado, era figura de la Verdad. Y hubo de ponerse un velo, ya que los hijos de Israel no podían todavía resistir el resplandor de su rostro. Esa figura terminó. Así lo dice el Apóstol: Eso terminó. ¿Por qué terminó? Porque al llegar el emperador, se retiran del medio las imágenes. Sólo se contempla la imagen allí donde el emperador no está presente. Pero cuando está él, a quien representa la imagen, se retira la imagen. Se adelantaban, pues, las imágenes, antes de que llegara el emperador, nuestro Señor Jesucristo. Retiradas las imágenes, brilla la presencia del emperador. Cuando alguien pasa al Señor, se le retira el velo. Sonaba la voz de Moisés al través del velo, pero no aparecía su rostro. Así, ahora la voz de Cristo les suena a los judíos en la voz de las Escrituras antiguas: oyen su voz, pero no ven el rostro del que habla. ¿Quieren que se retire el velo? Pasen al Señor. Y entonces las cosas antiguas no serán arrinconadas, sino que se guardarán en el arca, y así se logra un escriba erudito en el reino de Dios capaz de sacar de su arca cosas viejas y nuevas. Si las dice y no las hace, las saca de la cátedra, no del arca de su corazón. Y decimos la verdad a vuestra santidad: las cosas que sacamos del Antiguo Testamento se ilustran por el Nuevo, Y para eso se pasa al Señor, para retirar el velo.

Sermones 2º (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 74, 1-5, BAC Madrid 1983, 377-82

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FRANCISCO – Homilía 26.VII.14 - Ángelus 2014 y 2017

Homilía 26.VII.14

Es necesario poner a Dios en el primer lugar de nuestra vida

Jesús se dirigía a quienes le escuchaban con palabras sencillas, que todos podían entender. También esta tarde —lo hemos escuchado— Él nos habla a través de breves parábolas, que hacen referencia a la vida cotidiana de la gente de esa época. Las semejanzas del tesoro escondido en el campo y la perla de gran valor tienen como protagonistas a un pobre jornalero y a un rico comerciante. El comerciante está desde siempre en búsqueda de un objeto de valor, que colme su sed de belleza, y da vueltas por el mundo, sin rendirse, con la esperanza de encontrar lo que está buscando. El otro, el campesino, nunca se alejó de su campo y hace el trabajo de siempre, con los mismos gestos cotidianos. Sin embargo, el resultado final es el mismo para los dos: el descubrimiento de algo precioso, para uno un tesoro, para el otro una perla de gran valor. Ambos se ven unidos por un mismo sentimiento: la sorpresa y la alegría de haber encontrado la satisfacción de todo deseo. Al final, no dudan los dos en vender todo para adquirir el tesoro que han encontrado. Mediante estas dos parábolas Jesús enseña qué es el reino de los cielos, cómo se le encuentra y qué hay que hacer para poseerlo.

¿Qué es el reino de los cielos? Jesús no se preocupa por explicarlo. Lo enuncia desde el comienzo de su Evangelio: «El reino de los cielos está cerca»; —también hoy está cerca, entre nosotros— sin embargo nunca lo deja ver directamente, sino siempre de manera indirecta, narrando el obrar de un propietario, de un rey, de diez vírgenes… Prefiere dejarlo intuir, con parábolas y semejanzas, manifestando sobre todo los efectos: el reino de los cielos es capaz de cambiar el mundo, como la levadura oculta en la masa; es pequeño y humilde como un granito de mostaza, que, sin embargo, llegará a ser grande como un árbol. Las dos parábolas sobre las cuales queremos reflexionar nos hacen comprender que el reino de Dios se hace presente en la persona misma de Jesús. Él es el tesoro escondido, es Él la perla de gran valor. Se comprende la alegría del campesino y del comerciante: ¡lo han encontrado! Es la alegría de cada uno de nosotros cuando descubrimos la cercanía y la presencia de Jesús en nuestra vida. Una presencia que transforma la existencia y nos hace abiertos a las exigencias de los hermanos; una presencia que invita a acoger a cada una de las demás presencias, incluso la del extranjero y del inmigrante. Es una presencia acogedora, es una presencia alegre, es una presencia fecunda: así es el reino de Dios dentro de nosotros.

Vosotros podríais preguntarme: ¿Cómo se encuentra el reino de Dios? Cada uno de nosotros tiene un itinerario especial, cada uno de nosotros tiene su camino en la vida. Para alguno el encuentro con Jesús es algo esperado, deseado, buscado por largo tiempo, como nos lo muestra la parábola del comerciante que da vueltas por el mundo para encontrar algo de valor. Para otros ocurre de forma improvisa, casi por casualidad, como en la parábola del campesino. Esto nos recuerda que Dios se deja encontrar de una manera o de otra, porque es Él el primero que desea encontrarnos y el primero que busca encontrarnos: vino para ser el «Dios con nosotros». Y Jesús está entre nosotros, Él está aquí hoy. Lo dijo Él: cuando os reunís en mi nombre, yo estoy entre vosotros. El Señor está aquí, está con nosotros, está en medio de nosotros. Es Él quien nos busca, es Él quien se deja encontrar incluso por quien no lo busca. A veces Él se deja encontrar en sitios insólitos y en momentos inesperados. Cuando encontramos a Jesús quedamos fascinados, conquistados, y es una alegría dejar nuestro acostumbrado modo de vivir, tal vez árido y apático, para abrazar el Evangelio, para dejarnos guiar por la lógica nueva del amor y del servicio humilde y desinteresado. La Palabra de Jesús, el Evangelio. Os hago una pregunta, pero no quiero que la respondáis: ¿cuántos de vosotros leéis cada día un pasaje del Evangelio? Y cuántos de vosotros, tal vez, tenéis prisa por acabar el trabajo con el fin de no perder la telenovela… Tener el Evangelio entre las manos, tener el Evangelio sobre la mesilla, tener el Evangelio en la cartera, tener el Evangelio en el bolsillo y abrirlo para leer la Palabra de Jesús: así viene el reino de Dios. El contacto con la Palabra de Jesús nos acerca al reino de Dios. Pensadlo bien: un Evangelio pequeño siempre al alcance de la mano, se abre en un punto por casualidad y se lee lo que dice Jesús, y Jesús está allí.

¿Qué se puede hacer para poseer el reino de Dios? Sobre este punto Jesús es muy explícito: no basta el entusiasmo, la alegría del descubrimiento. Es necesario anteponer la perla preciosa del reino a cualquier otro bien terreno; es necesario poner a Dios en el primer lugar de nuestra vida, preferirlo a todo. Dar el primado a Dios significa tener el valor de decir no al mal, no a la violencia, no a los atropellos, para vivir una vida de servicio a los demás y en favor de la legalidad y del bien común. Cuando una persona descubre a Dios, el verdadero tesoro, abandona un estilo de vida egoísta y busca compartir con los demás la caridad que viene de Dios. Quien llega a ser amigo de Dios, ama a los hermanos, se compromete en salvaguardar su vida y su salud incluso respetando el medio ambiente y la naturaleza. Sé que sufrís por estas cosas. Hoy, al llegar, uno de vosotros se acercó y me dijo: Padre tráiganos la esperanza. Pero yo no puedo daros la esperanza, yo puedo deciros que donde está Jesús allí está la esperanza; donde está Jesús se aman los hermanos, se comprometen en salvaguardar su vida y su salud incluso respetando el medio ambiente y la naturaleza. Esta es la esperanza que nunca defrauda, la que nos da Jesús. Esto es particularmente importante en esta vuestra hermosa tierra que requiere ser tutelada y preservada, requiere tener el valor de decir no a toda forma de corrupción y de ilegalidad —todos conocemos el nombre de estas formas de corrupción y de ilegalidad—, pide a todos ser servidores de la verdad y asumir en cada situación el estilo de vida evangélico, que se manifiesta en la entrega de sí y en la atención al pobre y al excluido. ¡Dedicarse al pobre y al excluido! La Biblia está llena de estas exhortaciones. El Señor dice: vosotros hacéis esto y esto otro, a mí no me interesa, a mí me interesa que el huérfano esté atendido, que la viuda esté atendida, que el excluido sea acogido, que se proteja la creación. ¡Esto es el reino de Dios!

Santa Ana tal vez escuchó a su hija María proclamar las palabras del Magníficat, que María seguramente repitió muchas veces: «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes» (Lc 1, 52-53). Que Ella os ayude a buscar el único tesoro, Jesús, y os enseñe a descubrir los criterios del obrar de Dios; Él invierte los juicios del mundo, viene en ayuda de los pobres y de los pequeños y colma de bienes a los humildes, que confían su vida a Él. Tened esperanza, la esperanza no defrauda. Y a mí me gusta repetiros: ¡no os dejéis robar la esperanza!

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Ángelus 2014

Leer el Evangelio es encontrar a Jesús

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Las breves semejanzas propuestas por la liturgia de hoy son la conclusión del capítulo del Evangelio de Mateo dedicado a las parábolas del reino de Dios (13, 44-52). Entre ellas hay dos pequeñas obras maestras: las parábolas del tesoro escondido en el campo y la perla de gran valor. Ellas nos dicen que el descubrimiento del reino de Dios puede llegar improvisamente como sucedió al campesino, que arando encontró el tesoro inesperado; o bien después de una larga búsqueda, como ocurrió al comerciante de perlas, que al final encontró la perla preciosísima que soñaba desde hacía tiempo. Pero en un caso y en el otro permanece el dato primario de que el tesoro y la perla valen más que todos lo demás bienes, y, por lo tanto, el campesino y el comerciante, cuando los encuentran, renuncian a todo lo demás para poder adquirirlos. No tienen necesidad de hacer razonamientos, o de pensar en ello, de reflexionar: inmediatamente se dan cuenta del valor incomparable de aquello que han encontrado, y están dispuestos a perder todo con tal de tenerlo.

Así es para el reino de Dios: quien lo encuentra no tiene dudas, siente que es eso que buscaba, que esperaba y que responde a sus aspiraciones más auténticas. Y es verdaderamente así: quien conoce a Jesús, quien lo encuentra personalmente, queda fascinado, atraído por tanta bondad, tanta verdad, tanta belleza, y todo en una gran humildad y sencillez. Buscar a Jesús, encontrar a Jesús: ¡este es el gran tesoro!

Cuántas personas, cuántos santos y santas, leyendo con corazón abierto el Evangelio, quedaron tan conmovidos por Jesús que se convirtieron a Él. Pensemos en san Francisco de Asís: él ya era cristiano, pero un cristiano «al agua de rosas». Cuando leyó el Evangelio, en un momento decisivo de su juventud, encontró a Jesús y descubrió el reino de Dios, y entonces todos sus sueños de gloria terrena se desvanecieron. El Evangelio te permite conocer al verdadero Jesús, te hace conocer a Jesús vivo; te habla al corazón y te cambia la vida. Y entonces sí lo dejas todo. Puedes cambiar efectivamente de tipo de vida, o bien seguir haciendo lo que hacías antes pero eres otro, has renacido: has encontrado lo que da sentido, lo que da sabor, lo que da luz a todo, incluso a las fatigas, al sufrimiento y también a la muerte.

Leer el Evangelio. Leer el Evangelio. Ya hemos hablado de esto, ¿lo recordáis? Cada día leer un pasaje del Evangelio; y también llevar un pequeño Evangelio con nosotros, en el bolsillo, en la cartera, al alcance de la mano. Y allí, leyendo un pasaje encontraremos a Jesús. Todo adquiere sentido allí, en el Evangelio, donde encuentras este tesoro, que Jesús llama «el reino de Dios», es decir, Dios que reina en tu vida, en nuestra vida; Dios que es amor, paz y alegría en cada hombre y en todos los hombres. Esto es lo que Dios quiere, y esto es por lo que Jesús entregó su vida hasta morir en una cruz, para liberarnos del poder de las tinieblas y llevarnos al reino de la vida, de la belleza, de la bondad, de la alegría. Leer el Evangelio es encontrar a Jesús y tener esta alegría cristiana, que es un don del Espíritu Santo.

Queridos hermanos y hermanas, la alegría de haber encontrado el tesoro del reino de Dios se transparenta, se ve. El cristiano no puede mantener oculta su fe, porque se transparenta en cada palabra, en cada gesto, incluso en los más sencillos y cotidianos: se trasluce el amor que Dios nos ha donado a través de Jesús. Oremos, por intercesión de la Virgen María, para que venga a nosotros y a todo el mundo su reino de amor, justicia y paz.

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Ángelus 2017

Búsqueda y sacrificio

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El discurso de las parábolas de Jesús, que reúne siete parábolas en el capítulo 13 del Evangelio de Mateo, se concluye con las tres similares de hoy: el tesoro escondido (v. 44), la perla preciosa (v. 45-46) y la red de pesca (v. 47-48). Me detengo en las dos primeras que subrayan la decisión de los protagonistas de vender cualquier cosa para obtener eso que han descubierto. En el primer caso se trata de un campesino que casualmente tropieza con un tesoro escondido en el campo donde está trabajando. No siendo el campo de su propiedad debe adquirirlo si quiere poseer el tesoro: por tanto, decide arriesgar todos sus bienes para no perder esa ocasión realmente excepcional. En el segundo caso encontramos un mercader de perlas preciosas; él, experto conocedor, ha identificado una perla de gran valor. También él decide apostar todo a esa perla, hasta el punto de vender todas las demás.

Estas similitudes destacan dos características respecto a la posesión del Reino de Dios: la búsqueda y el sacrificio. Es verdad que el Reino de Dios es ofrecido a todos —es un don, es un regalo, es una gracia— pero no está puesto a disposición en un plato de plata, requiere dinamismo: se trata de buscar, caminar, trabajar. La actitud de la búsqueda es la condición esencial para encontrar; es necesario que el corazón queme desde el deseo de alcanzar el bien precioso, es decir el Reino de Dios que se hace presente en la persona de Jesús. Es Él el tesoro escondido, es Él la perla de gran valor. Él es el descubrimiento fundamental, que puede dar un giro decisivo a nuestra vida, llenándola de significado.

Frente al descubrimiento inesperado, tanto el campesino como el mercader se dan cuenta de que tienen delante una ocasión única que no pueden dejar escapar, por lo tanto, venden todo lo que poseen. La valoración del valor inestimable del tesoro lleva a una decisión que implica también sacrificio, desapegos y renuncias. Cuando el tesoro y la perla son descubiertos, es decir cuando hemos encontrado al Señor, es necesario no dejar estéril este descubrimiento, sino sacrificar por ello cualquier otra cosa. No se trata de despreciar el resto, sino de subordinarlo a Jesús, poniéndole a Él en el primer lugar. La gracia en el primer lugar. El discípulo de Cristo no es uno que se ha privado de algo esencial; es uno que ha encontrado mucho más: ha encontrado la alegría plena que solo el Señor puede donar. Es la alegría evangélica de los enfermos sanados; de los pecadores perdonados; del ladrón al que se le abre la puerta al paraíso.

La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de aquellos que se encuentran con Jesús. Aquellos que se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (cf. Exort. ap. Evangelii gaudium, 1). Hoy somos exhortados a contemplar la alegría del campesino y del mercader de las parábolas. Es la alegría de cada uno de nosotros cuando descubrimos la cercanía y la presencia consoladora de Jesús en nuestra vida. Una presencia que transforma el corazón y nos abre a la necesidad y a la acogida de los hermanos, especialmente de aquellos más débiles.

Rezamos, por intercesión de la Virgen María, para que cada uno de nosotros sepa testimoniar, con las palabras y los gestos cotidianos, la alegría de haber encontrado el tesoro del Reino de Dios, es decir el amor que el Padre nos ha donado mediante Jesús.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2011

El ejemplo del sabio Salomón

Queridos hermanos y hermanas

Hoy, en la Liturgia, la Lectura del Antiguo Testamento nos presenta la figura del rey Salomón, hijo y sucesor de David. Nos lo presenta al principio de su reinado, cuando era aún jovencísimo. Salomón heredó una tarea muy comprometida, y la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros era grande para un joven soberano. En primer lugar, él ofreció a Dios un solemne sacrificio – “mil holocaustos”, dice la Biblia. Entonces el Señor se le apareció en visión nocturna y prometió concederle lo que pidiera en la oración. Y aquí se ve la grandeza de alma de Salomón: él no pide una larga vida, ni riquezas, ni la eliminación de sus enemigos: dice en cambio al Señor: “Concede entonces a tu servidor un corazón dócil, para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal” (1 Re 3,9). Y el Señor se lo concedió, de modo que Salomón llegó a ser célebre en todo el mundo por su sabiduría y sus rectos juicios.

Él, por tanto, pidió a Dios que le concediera “un corazón dócil” ¿Qué significa esta expresión? Sabemos que el “corazón” en la Biblia no indica solo una parte del cuerpo, sino el centro de la persona, la sede se sus intenciones y de sus juicios. Podríamos decir: la conciencia. “Corazón dócil” entonces significa una conciencia que sabe escuchar, que es sensible a la voz de la verdad, y por esto es capaz de discernir el bien del mal. En el caso de Salomón, la petición está motivada por la responsabilidad de guiar una nación, Israel, el pueblo que Dios eligió para manifestar al mundo su designio de salvación. El rey de Israel, por tanto, debe buscar estar siempre en sintonía con Dios, a la escucha de su Palabra, para guiar a su pueblo por los caminos del Señor, el camino de la justicia y de la paz. Pero el ejemplo de Salomón vale para cada hombre. Cada uno de nosotros tiene una conciencia para ser en un cierto sentido “rey”, es decir, para ejercitar la gran dignidad humana de actuar según la recta conciencia, obrando el bien y evitando el mal. La conciencia moral presupone la capacidad de escuchar la voz de la verdad, de ser dóciles a sus indicaciones. Las personas llamadas a tareas de gobierno tienen, naturalmente, una responsabilidad ulterior, y por tanto – como enseña Salomón – tienen aún más necesidad de la ayuda de Dios. Pero cada uno tiene que hacer su propia parte, en la situación concreta en la que se encuentra. Una mentalidad equivocada nos sugiere pedir a Dios cosas o condiciones favorables; en realidad, la verdadera calidad de nuestra vida y de la vida social depende de la recta conciencia de cada uno, de la capacidad de cada uno y de todos de reconocer el bien, separándolo del mal, y de buscar llevarlo a cabo con paciencia.

Pidamos por esto la ayuda de la Virgen María, Sede de la Sabiduría. Su “corazón” es perfectamente “dócil” a la voluntad del Señor. Aun siendo una persona humilde y sencilla, María es una reina a los ojos de Dios, y como tal la veneramos nosotros. Que la Virgen Santa nos ayude también a nosotros a formarnos, con la gracia de Dios, una conciencia siempre abierta a la verdad y sensible a la justicia, para servir al reino de Dios.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

No se puede ignorar el pecado original para discernir la situación humana

Un duro combate...

407. La doctrina sobre el pecado original -vinculada a la de la Redención de Cristo- proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña “la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo” (Cc. de Trento: DS 1511, cf. Hb 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social (cf. CA 25) y de las costumbres.

Escoger según la conciencia, en acuerdo con la voluntad de Dios

I. EL DICTAMEN DE LA CONCIENCIA

1777. Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral (cf Rom 2,14-16) le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las elecciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas (cf Rom 1,32). Atestigua la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, oye a Dios que habla.

1778. La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina:

La conciencia es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza...La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo (Newman, carta al duque de Norfolk 5).

1779. Es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su conciencia. Esta exigencia de interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a prescindir de toda reflexión, examen o interiorización:

Retorna a tu conciencia, interrógala...retornad, hermanos, al interior, y en todo lo que hagáis mirad al Testigo, Dios (S. Agustín, ep. Jo. 8,9).

1780. La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. La conciencia moral comprende la percepción de los principios de la moralidad (“sindéresis”), su aplicación en las circunstancias dadas mediante un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en conclusión el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado. La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el dictamen prudente de la conciencia. Se llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o juicio.

1781. La conciencia hace posible que se asuma la responsabilidad de los actos realizados. Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía de esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de Dios:

Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo (1 Jn 3,19-20).

1782. El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales. “No debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa” (DH 3).

II. LA FORMACION DE LA CONCIENCIA

1783. Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado de preferir su juicio propio y de rechazar las enseñanzas autorizadas.

1784. La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o cura del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.

1785. En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz que nos ilumina; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia (cf DH 14).

Discernir la voluntad de Dios expresada en la Ley en las situaciones difíciles

III. DECIDIR EN CONCIENCIA

1786. Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas.

1787. El hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina.

1788. Para esto, el hombre se esfuerza por interpretar los datos de la experiencia y los signos de los tiempos gracias a la virtud de la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del Espíritu Santo y de sus dones.

1789. En todos los casos son aplicables las siguientes reglas:

–Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien.

–La “regla de oro”: “Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros” (Mt 7,12; cf. Lc 6,31; Tb 4,15).

–La caridad actúa siempre en el respeto del prójimo y de su conciencia: “Pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia...pecáis contra Cristo” (1 Co 8,12). “Lo bueno es...no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad” (Rom 14,21).

La separación del bien y del mal en el juicio final

V. EL JUICIO FINAL

1038. La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles... Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda... E irán estos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.” (Mt 25, 31. 32. 46).

1039. Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12, 49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena:

Todo el mal que hacen los malos se registra - y ellos no lo saben. El día en que “Dios no se callará” (Sal 50, 3) ... Se volverá hacia los malos: “Yo había colocado sobre la tierra, dirá El, a mis pobrecitos para vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre -pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en Mí” (San Agustín, serm. 18, 4, 4).

1040. El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo El decidirá su advenimiento. Entonces, El pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct 8, 6).

1041. El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía “el tiempo favorable, el tiempo de salvación” (2 Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la “bienaventurada esperanza” (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que “vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído” (2 Ts 1, 10).

Dios no predestina a nadie a ir al infierno

1037. Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2 P 3, 9):

Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (MR Canon Romano 88)

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

El tesoro escondido y la perla preciosa

El Evangelio de este Domingo, contiene dos pequeñas parábolas de no más de un versículo cada una, pero de un contenido incalculable. La primera dice:

«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo».

Jesús hasta aquí se ha servido de la imagen de la vida agrícola. Ahora, repite el mismo concepto con una imagen sacada del mundo del comercio, a fin de hacerse entender para la segunda gran categoría de personajes del tiempo, que eran precisamente los comerciantes. Dice:

«El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra».

Existe el riesgo de intercambiar estas parábolas con dos pequeños cuadros de la vida. Por el contrario, nos encontramos ante dos potentes toques de trompeta, capaces de no dejarnos ya más tranquilos para el resto de la vida, si uno comprende su significado. ¿Qué quería decir Jesús? Más o menos esto. Está anunciada ya la hora decisiva de la historia. ¡El reino de Dios ha aparecido en la tierra! Esto es, ¿qué? Lo que los patriarcas habían esperado, lo que los profetas y los reyes habrían querido ver, pero no lo han visto: que Dios viene a salvar a su pueblo, a rescatarlo del pecado y de la muerte, a introducirlo en su intimidad.

Jesús, en otra parte, a todo esto lo llama «Evangelio», «la buena noticia» o la noticia tan esperada: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Marcos 1, 15). Concretamente, se trata de él, de su venida sobre la tierra. En el fondo, el tesoro escondido y la perla preciosa no son otra cosa que el mismo Jesús.

Es como si Jesús con aquellas parábolas quisiera decir: la salvación ya ha llegado gratuitamente para vosotros por iniciativa de Dios; tomad la decisión, agarradla, no la dejéis escapar. Éste es el tiempo de la decisión. A veces, sucede ver escrito fuera de las tiendas de lujo: «¡Oferta especial. Daos prisa. Tiempo limitado a dos semanas!» y la gente se amontona para no perder la ocasión.

Me viene además a la memoria lo que sucedió el día que terminó la guerra. En la ciudad, los partisanos o los aliados, yo no recuerdo bien, abrieron los almacenes de los víveres o provisiones abandonados en retirada por el ejército alemán. Como un relámpago, la noticia llegó a la campiña y todos de carrera fueron a apropiarse de aquel bien de Dios, volviendo de allí quien cargado con cubrecamas y quien con cestas de productos alimenticios.

Pienso que Jesús con aquellas dos parábolas quería crear un clima similar del género. Es como decir: «¡Corred mientras estáis a tiempo! Hay un tesoro que os espera, una perla preciosa. No dejéis pasar la ocasión». Sólo que en el caso de Jesús la cita es infinitamente más seria. Se juega el todo por el todo. El Reino es la única cosa, que nos puede salvar del riesgo supremo de la vida, que es el venirse a tierra el motivo por el que estamos en este mundo.

Vivimos en una sociedad, que... vive de seguros. Nos lo aseguramos todo contra todo. En ciertos países ha llegado a ser una especie de manía. Se asegura, incluso, contra el riesgo del mal tiempo durante las vacaciones. Entre todos, el más importante y frecuente es el seguro de vida. Una cosa buena, por favor, yo no quiero ponerla en discusión. Pero, reflexionemos un momento: ¿para qué sirve tal seguro y contra qué se nos asegura? ¿Contra la muerte? ¡No, ciertamente! Se asegura que en el caso de nuestra muerte alguien recibirá una indemnización.

El reino de los cielos es asimismo eso, un seguro sobre la vida y contra la muerte; pero, un seguro real, que favorece no sólo a quien se queda, sino también a quien se va, a quien muere. «El que cree en mí, aunque muera, vivirá», dice Jesús (Juan 11,25). Y sabemos que no son palabras huecas o vacías. Pedro ha creído en él y vive ahora más que cuando estaba en vida y pescaba en el lago; Pablo ha creído en él y vive. ¿Hay alguien que dude que Pablo apóstol vive? Aunque, si no cree en el cielo y en el paraíso, que mire a la tierra. ¿Quién, de entre los antiguos, está hoy más vivo, más leído, más estudiado entre nosotros? Francisco de Asís ha creído en él y vive. Por no hablar, naturalmente, de la madre de él, María, que «ha creído» (cfr. Lucas 1,45) y vive. Vive en el corazón de millones de personas, que la «proclaman bienaventurada» (cfr. Lucas 1,48), vive además en las infinitas obras de arte, que ella ha inspirado.

Se entiende entonces del mismo modo la exigencia radical, de quien pone un «negocio» como éste: venderlo todo, abandonarlo todo. En otras palabras, estar dispuestos, si es necesario, a cualquier sacrificio. No para pagar el precio del tesoro y de la perla, que por definición son «sin precio», sino para ser dignos de ellos. Porque no se puede tener el pie en dos estribos o, como decía Jesús, servir a dos señores. Poner sobre el mismo plano este tesoro y otro tesoro, aunque fuese, dice Jesús, el propio ojo y la propia vida, significaría «despreciarlo» y traicionarlo.

En el Cantar de los cantares se dice que «si alguien ofreciera su patrimonio a cambio de amor, quedaría cubierto de baldón» (8,7): esto es, que no habría ni siquiera dado nada, tanto es superior el amor a todas las riquezas. Y si esto vale para el amor humano, vale incomparablemente más para el amor, que no tendrá nunca fin, que será pleno y total.

Yo confieso que tengo hasta casi miedo de explicar estas dos parábolas de Jesús. Porque ellas crean en quien las escucha, hoy como entonces, una tremenda responsabilidad. Ahora, ya sabes que la noticia de la existencia del tesoro y de la perla ha llegado también a ti. La hora de la decisión, asimismo, está echada para ti, que has escuchado, y naturalmente, incluso ya antes, para mí, que os he hablado. Pertenece a nosotros decidir si continuar a trastear con la vida, en espera de que ella no se nos escape de las manos o tomar, por el contrario, la cosa en serio.

A este respecto, yo os quisiera ahora llamar la atención sobre un aspecto inadvertido de las dos parábolas. En cada una de ellas hay, en realidad, no uno sino dos actores: uno visible, que va, vende y compra; y uno oculto, que ya se sobreentiende. El actor sobreentendido es el viejo propietario, que no se da cuenta de que en su campo hay un tesoro y lo vende al primero que se lo pide; son el hombre y la mujer, que poseían la perla preciosa, y no se dan cuenta de su valor y la ceden al primer mercader que pasa, posiblemente para una colección de perlas falsas o bisutería de nada.

La pregunta que, ahora, nos debemos plantear es sencilla: ¿nosotros a cuál de los dos actores nos asemejamos? La respuesta no nos hace mucho honor. Nosotros, gente del viejo continente (italianos, franceses, alemanes, españoles, etc.), somos «el villano de la historia» en las dos parábolas. Somos el ciudadano necio y el mercader desconsiderado. El campo con el tesoro era nuestro y nuestra la perla preciosa. Nosotros conocíamos a Cristo, teníamos fe, nuestras eran las promesas, nuestro el reino de Dios.

Pero, excepto una minoría, cada vez más exigua, hemos malvendido la fe. Hay quien la ha cambiado por una ideología, quien por dinero, quien por pereza, quien simplemente por la moda del tiempo, puesto que hace siempre chic mostrarse agnósticos, superiores a estas cosas, «gente de mundo», como se dice. Nosotros hemos vendido o estamos vendiendo, además, la primogenitura por un plato de lentejas, como hizo Esaú (cfr. Génesis 25, 34ss.) ¿Estamos más que dispuestos a abandonarlo todo con tal de no perder a Dios y la fe? ¿No somos ni siquiera capaces de darnos una media hora de tiempo para ir el domingo a refrescar nuestra fe en el contacto con la palabra de Dios y el cuerpo de Cristo?

Para muchos bautizados, la última preocupación de la vida es el reino de Dios. Lo dicen de igual forma a veces hasta con ostentación. «¿Dios, la Iglesia, la fe? ¡No me interesan, vivo bien así, voluntariamente no me tengo a menos!» ¡Cuán peligrosa es esta actitud! ¿Y si el Evangelio tuviese razón? ¿Qué harías?

Pero, no quiero terminar con esta nota triste, también esta vez, sin dar «una razón de esperanza» a quien me escucha. Volviendo a las dos parábolas, notemos una cosa. No se ha dicho: «Un hombre vendió todo lo que tenía y se puso a la búsqueda de un tesoro escondido». Sabemos cómo terminan las historias, que comienzan así. Uno pierde lo que tenía y no encuentra ningún tesoro. Historias de ilusos, de visionarios.

No; sino más bien un hombre encontró un tesoro y por ello vendió todo lo que tenía para adquirirlo. Es necesario, en otras palabras, haber encontrado primero el tesoro para tener la fuerza y la alegría para venderlo todo. Ya fuera de la parábola: es necesario haber encontrado primero a Jesús; haberlo hallado, sin embargo, de una manera nueva, personal y convencida. Haberlo descubierto como un amigo propio y, salvador. Después, será una pequeña broma no venderlo todo. Lo haremos «llenos de alegría» como aquel descubridor del que habla el Evangelio.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Contados entre los buenos

Qué afortunado es el hombre que descubre el tesoro de la fe, y se despoja de todo para poseerlo.

Quien encuentra la verdadera fe la cuida, la procura, la guarda, la atesora, cree en Jesucristo y cumple sus preceptos, ama a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, tiene esperanza y caridad.

Quien tiene caridad lo tiene todo.

La caridad es la acción por impulso de un corazón que ama, es la expresión del amor. El amor es Cristo. Por tanto, el que tiene fe en Cristo Jesús ha encontrado el Reino de los cielos en su corazón, el más grande tesoro, la verdadera felicidad, por lo que toda renuncia vale la pena.

Busca tú primero el Reino de Dios y su justicia. La fe, la esperanza y la caridad son tesoros infundidos por el Espíritu Santo en el Bautismo, pero cada uno debe cuidarlos.

Fortalece tu fe con la oración, con la palabra, con los sacramentos. Ponla por obra haciendo caridad, y todo lo demás por añadidura se te dará.

Déjate poseer totalmente por Cristo, para que Él reine en ti y tú seas un habitante de su Reino. Entonces conocerás la verdad y habrás encontrado la perla más grande, el maravilloso tesoro de la libertad, la eterna felicidad.

El Reino de los cielos es para todos. Jesucristo abrió los brazos en la cruz para salvar a todos, invitándolos a participar con Él en la vida eterna de su Paraíso. Pero solo los que crean, procuren ser buenos, y perseveren, se salvarán. Los demás serán arrojados al fuego eterno porque no supieron aprovechar la oportunidad que Dios les daba.

Todo el que quiera ir al Padre debe acudir al Hijo, porque está escrito que nadie va al Padre si no es por el Hijo, y nadie va al Hijo si el Padre no lo atrae hacia Él. Por eso Jesucristo fundó la Iglesia: para reunir a los que el Padre quiere atraer hacia Él, a través de la Palabra, de los sacramentos, del testimonio de los santos y los profetas. Pero no basta haber sido bautizado, sino que hay que poner por obra la fe, porque también está escrito que no todo el que diga ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad del Padre, que está en el cielo.

Esfuérzate tú por ser bueno, a imagen y semejanza de Dios, que es tu Padre. Examina tu conciencia, para que disciernas y saques todo lo malo de tu pasado, lo que te mantiene atado al pecado, y vivas el presente, reconciliado con Dios. Acércate al confesionario, para que, por el poder de Cristo, recibas, a través del sacerdote, el perdón y la gracia del Espíritu Santo, para la renovación de tu alma.

Acude a la protección de la Madre de Dios, que te cubre con su manto, y no camines solo, no sea que te encuentre desprotegido el enemigo y caigas en sus garras, cegado por la tentación, y a la hora de tu muerte seas contado entre los malos y arrojado al infierno, en donde será el llanto y la desesperación. Dios Padre te muestra el camino, de la mano de María, para llegar a su Paraíso, porque Ella siempre te llevará a Jesús. Él es el camino. Y todo aquel que crea en Él y acuda a Él con confianza, será reconocido entre los buenos, y contado entre los santos de Dios, para participar eternamente de su gloria en el Reino de los cielos.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Lo único decisivo

Nos presenta Jesús, Señor Nuestro, el Cielo, como lo único verdaderamente decisivo para el hombre. Y, hasta tal punto, que vale la pena empeñar todo lo demás por conseguirlo. Ese destino, que nuestro Creador ha previsto para todos los hombres, y es la intimidad con Él en sus tres divinas Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, no se presenta, pues, como una opción meramente válida y ventajosa. No se trata sólo de algo bueno para el hombre, de gran interés o muy conveniente. Porque, con frecuencia, calificamos de muy buenos, interesantes y convenientes valores ciertamente apreciables pero que, en todo caso, no los consideramos vitales, imprescindibles o definitivos. Y en ningún caso pensamos que la carencia de esos grandes bienes nos vaya a suponer un fracaso integral, rotundo e remediable, que pudiera llegar a ser peor incluso que la propia muerte.

Observemos que, por dos veces, insiste el Señor –alabando esa conducta– en que quien descubre el Reino de los Cielos vende todo cuanto tiene por conseguirlo. Parece, pues, necesario, por una parte, un peculiar descubrimiento; un descubrimiento que sea algo más que el simple tener noticias. Es, en efecto, un descubrimiento que propiamente deslumbra, a la vez que se tiene como indudablemente definitivo. Y se trata, por otra parte, de la aceptación de una realidad interpelante, ante la que cada uno debe responder consciente de su gran valor. Un valor tal que nunca sería excesivo el precio por conseguirlo. El personaje de la parábola vende todo cuanto tiene y queda feliz con la compra de la perla preciosa. Parece, por consiguiente, que cualquiera que pudiera ser la posesión previa disponible y por grande que fuera, en términos materiales, sólo con su totalidad se puede adquirir ese Reino de los Cielos. También parece indicarse que nunca, en comparación, ese total sería demasiado. Y, hablando a lo humano, tanto quien recibe el campo como el comprador de la perla hacen un buen negocio.

Recordemos –considerémoslo con frecuencia por paradójico que sea hacerlo a estas alturas– la grandeza inigualable de ese Reino. Se trata de un bien que no es de este mundo y que, si nos corresponde por voluntad de Dios, es en la medida en que, como hijos suyos, somos elevados sobre todas las realidades terrenas y merecedores de las sobrenaturales. El Reino de los Cielos es para Dios, y para sus ángeles y los hijos de Dios, según el plan divino. Nada, salvo ese Reino, satisface al hombre, habiendo sido llamado a través de Jesucristo a la misma gloria de la Trinidad. Lo que sólo es de este mundo, por tanto, aunque pueda ser medio e instrumento útil y hasta muy conveniente en nuestro camino hacia el Reino, de suyo, no tiene capacidad de satisfacernos. Puede ser, eso sí, “precio” que se entrega, es decir, instrumento para mostrar amor a Dios. Entonces es cuando lo terreno alcanza su máxima nobleza, la que le es propia; como el pintor y el pincel se consagran –decimos– únicamente en obras magistrales.

Se desvirtúa y hasta se corrompe lo terreno, en cambio, cuando pretendemos otorgar a las cosas un valor que no merecen, haciéndolas fines. La pereza, la envidia, la lujuria, el egoísmo, la soberbia, la mentira... son algunas –entre tantas– manifestaciones posibles de corrupción de lo humano. En cambio, cada vez que soportamos una tentación y, en lugar de incurrir en pecado actuamos con rectitud, con un comportamiento útil para el Reino de los Cielos, estamos vendiendo lo que poseemos y comprando ese tesoro escondido, la perla de valor incalculable: la intimidad con Dios.

Debemos estar dispuestos al mayor de los sacrificios por nuestra salvación, y al que sea necesario en cada caso con tal de aproximarnos al Reino que nos ha sido prometido. Pero nos sentimos débiles. Tenemos la experiencia de esos defectos que corrompen lo humano. Pidamos, pues, la fortaleza necesaria para caminar sólo hacia Dios. No es preciso sentirse super-mujeres ni super-hombres, capaces de los mayores desprendimientos y entregas personales. Más bien –y esto sí que es necesario– se requiere el auxilio omnipotente de nuestro Dios, que jamás abandona a sus hijos.

Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.

Así se expresa san Josemaría. Clamemos, pues, llenos de confianza e ilusión, que nuestro Jesús tiene un deseo aún más ardiente que nosotros de vernos felices en la Gloria y, por eso, heroicos con su ayuda caminando en la tierra hacia el Reino.

Nuestra Madre, Santa María, es ejemplo estimulante para todos, pues, es la más dichosa de todas las criaturas, por haberse abandonado en Dios con su Gracia.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

El tesoro escondido

Jesús nos habla más de su Reino con otras parábolas. Era la forma en que a Jesús le gustaba hablar. Pero mientras el domingo pasado las parábolas presentaban en primer plano el reino de los cielos en sí mismo, en su composición (grano y cizaña), en su función (levadura) y en su crecimiento (grano de mostaza), las parábolas de hoy –la del mercader en busca de perlas y la del campesino que encuentra un tesoro– hablan, en primer lugar, de la actitud del hombre con respecto al Reino.

Recordamos las dos situaciones descriptas por Jesús. Un campesino, al trabajar la tierra, tropieza con un tesoro enterrado. La situación no debía ser tan extraña para los antiguos, dada su costumbre de sepultar al muerto con todas sus joyas. Todavía hoy, en Palestina, se descubren tumbas antiguas con semejantes tesoros. Muy contento, el campesino va a su casa, vende todo lo que tiene y compra ese campo para entrar de esa forma en posesión del tesoro. Es verdad, la conducta de ese hombre no es del todo reprensible moralmente, pero Jesús no basa su comparación en esto Toda la enseñanza de la parábola está incluida en aquella decisión del campesino de deshacerse de todo (¡y quién sabe cuántas pequeñas cosas queridas estaban comprendidas en lo que vendió!), para poder conseguir el tesoro. Es la misma decisión del comerciante de la segunda parábola. Éste –nos hace comprender Jesús– negociaba con perlas valiosas y tenía una importante colección. Sin embargo, el día que descubre una superior a todas las demás, vende la colección, a la cual ciertamente debía estar apegado, y compra la perla preciosa. En ambos casos, nos encontramos frente a una elección: la elección de lo mejor, incluso cuando exige el sacrificio de todo lo demás.

Jesús propone a los hombres, en un plano infinitamente más decisivo, la misma elección de lo mejor. En efecto, ¿qué quiere decirnos con estas dos parábolas? Él vino a traer a la tierra el reino de los cielos, aquella realidad misteriosa que es la verdad y la vida misma de Dios ofrecidas a los hombres; una realidad que, finalmente, crece en la fe, en la esperanza y en la caridad, mientras espera ser, por así decirlo, trasplantada al cielo en posesión de la vida y de la felicidad eterna.

Este reino de los cielos es un tesoro, mejor aún, el único tesoro, la única cosa verdaderamente importante. Tanto es así que un hombre que lo posee tiene todo, incluso si no tiene nada más; mientras que, quien no lo posee no tiene nada, aun cuando posea el mundo entero. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?, dice Jesús, es decir, si no entra en posesión del reino de los cielos (Mt. 16, 26).

Por semejante tesoro, no sólo vale la pena que el hombre renuncie a todas las cosas, sino también, como dice Jesús, que renuncie a su vida misma, porque quien pierde su vida por el reino de los cielos la volverá a encontrar, mientras que, quien la quiere salvar, la perderá (Mt. 10, 39). Vale la pena que renuncie a su ojo o a su brazo, si es necesario, porque es mejor entrar en el reino de los cielos con un ojo solo y con un solo brazo antes que con ambos ser excluido de allí y arrojado a la Gehena (cfr. Mt. 5, 29).

El reino de los cielos es, por lo tanto, este tesoro único, incomparable, por el hecho de que sólo en él encuentra el hombre la propia salvación, realiza su destino de vida y de bienaventuranza eterna. Cuando hayan pasado el cielo y la tierra, o todavía antes de aquella fecha lejana, cuando cada uno de nosotros pase por este cielo y esta tierra y todo esté terminado para él, quedará solamente el reino de los cielos abierto o cerrado frente a él, según la elección que haya hecho durante la vida.

Por lo tanto, el reino de los cielos es realmente un tesoro, el único tesoro verdadero.

Pero, como dice la parábola, es un tesoro escondido, un tesoro difícil de descubrir. Basta pensar en cuántos no conocen todavía el Evangelio y la Iglesia después de dos mil años que tal tesoro existe en la tierra. Pero sin ir muy lejos y pensar en quienes viven ignorando el Evangelio, el reino de los cielos es un tesoro oculto también para los cristianos; oculto porque siempre debe descubrirse, oculto porque es difícil de descubrir.

Es un tesoro muy especial; no enceguece con su esplendor como el oro, tanto como para promover el deseo; no promete prestigio y poder a quien lo posee. En realidad, es un tesoro que, para quien lo posee, exige sacrificio, renuncia, exige que se venda todo lo demás, día a día, para conservarlo, aunque todo lo demás a lo que se renuncia se vuelve a encontrar a menudo en esta vida, centuplicado, en bienes y alegrías de otro orden. Su valor reside totalmente en el corazón y en la esperanza del momento en que se oirá aquel decisivo “Vengan los bendecidos por mi Padre, tomen posesión del Reino”.

Estas parábolas de Jesús que hemos escuchado, las encontramos como redivivas en un episodio real e histórico del Evangelio, tanto es así que parecen estar inspiradas por aquel episodio. Cierto día, se presentó ante Jesús un joven y le dijo: Maestro, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la Vida eterna?... Ve –le respondió Jesús–, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme (Mt. 19, 16 ssq.).

Abandona todo y después ven y sígueme. Estas palabras nos dicen algo más de lo que meditamos hasta aquí: el tesoro escondido, por el cual es necesario vender todo, es, sí el reino de los cielos, vale decir una realidad, pero es también y en primer lugar una persona: es Jesús mismo. Seguirlo, elegirlo para toda la vida y volver a elegirlo siempre, ser sus discípulos, significa haber hecho la elección justa, la única que asegura el tesoro en los cielos. Es él la perla preciosa.

Que nuestra comunión sea la ocasión para confirmar esta elección de Jesús que hicimos en el bautismo. Si lo sabemos reconocer, éste es el momento en que el tesoro viene a ocultarse dentro de nosotros para hacerse descubrir por nosotros.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

En el Ángelus (29-VII-1984)

− Diversas parábolas

También hoy la lectura del Evangelio según Mateo en la liturgia dominical nos recuerda la verdad sobre el reino de los cielos, según habló nuestro Señor Jesucristo en algunas de sus parábolas:

- en la parábola del tesoro escondido en un campo;

- en la parábola del mercader, que va en busca de perlas finas;

- en la parábola de la red echada al mar para la pesca.

Al mismo tiempo leemos en la Carta de San Pablo a los Romanos esta afirmación: “Hermanos: Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para bien: a los que ha llamado conforme a su designio” (8,28).

− Unión con María

En la Virgen se realiza de modo más pleno el reino de los cielos. Y también por medio de Ella el Evangelio de Cristo habla a las generaciones de los hombres, que se renuevan siempre.

Recemos, pues, para que crezca en cada uno de nosotros ese amor de Dios del que escribe San Pablo. El amor es la fuente de todos los bienes, porque “a los que aman a Dios todo les sirve para el bien”. El Amor es un don de la gracia divina y al mismo tiempo contribuye a aumentar la gracia. De este modo se realiza también nuestra vocación según el designio de Dios.

Hoy en unión con María imploramos esto para nosotros mismos.

− Vacaciones

Un pensamiento y un saludo particular quiero dirigir hoy a los jóvenes, a quienes el período de vacaciones ve fuera del marco de las ocupaciones habituales. Quisiera desear a cada uno de ellos que sepan hacer de estas semanas “diversas” una ocasión de crecimiento humano, en el encuentro con ambientes y personas nuevas, en la creación de amistades nuevas, en el contacto regenerador con la naturaleza, de la que la vida moderna aleja por fuerza con demasiada frecuencia. Las vacaciones se manifiestan de este modo como una experiencia tonificadora precisamente por las oportunidades que ofrece de ampliar, por una parte, el círculo de los propios conocimientos y, por otra, de encontrar la lozanía y el gozo de las cosas sencillas y genuinas, a las que la vida “artificial” de cada día nos ha deshabituado. Que de todo esto brote en el corazón un sentimiento de gratitud más viva hacia Aquel que es el Creador sabio de toda belleza visible y es la fuente última de todo amor auténtico.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Jesús, que comenzó su predicación anunciando la llegada del Reino de Dios con imágenes y metáforas para que, por ser una realidad misteriosa, resultara más accesible a la inteligencia y atractivo al corazón, hoy nos lo ilustra con la parábola del tesoro escondido, que al ser descubierto, gozosos por el hallazgo, se vende todo lo que se posee con tal de conseguirlo; y con la de un comerciante que buscando perlas finas –un experto en joyas– al encontrar una de gran valor hace otro tanto. Estas dos imágenes, el tesoro y la perla, son aplicadas en el AT a la Sabiduría.

La 1ª Lectura narra la aparición de Dios en sueños al joven rey Salomón, al que le dice: “Pídeme lo que quieras”. El rey, anteponiendo la sabiduría para gobernar al pueblo y un corazón dócil para el bien, a la riqueza, el poder y una larga vida, agradó a Dios. El Reino de Dios es la Sabiduría y Bondad infinitas de Dios que quiere introducir a sus criaturas en la felicidad de su Vida intratrinitaria.

El Reino de los Cielos es ver y amar y sentirse amado por Alguien infinitamente mayor y mejor que nosotros mismos pero que nos quiere sentados en torno a su mesa. Es ver y amar al que ha creado lo que vemos y lo que no vemos, ese Universo que vemos parpadear en las noches claras y a través del instrumental técnico que poseemos; es esa inmensa asamblea de ángeles y santos con María, la Madre del Señor y nuestra, a la cabeza; es la felicidad, el amor y la vida para siempre; es lo que “ni ojo vio, ni oreja oyó, ni pasó por la mente del hombre lo que Dios tiene preparado a los que le aman” (1 Cor 2,9). Un Reino de justicia, de amor y de paz, tantas veces soñado por los hombres pero imposible de instaurarlo con nuestros propios recursos.

Ante esta realidad fascinante todo otro valor se eclipsa. De ahí que el Señor exhorte: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás vendrá por añadidura. Por tanto, no os preocupéis por el mañana” (Mt 6,33). “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7). ¡Oración! ¡Lectura meditada y asidua de la Palabra de Dios para hallar ese tesoro escondido y esa preciosa joya y no quedar encandilados con el brillo prestado por Dios a las cosas de este mundo! “Os dirán –decía Juan Pablo II en una audiencia a miles de jóvenes– que el sentido de la vida está en el mayor número de placeres posibles; intentarán convenceros de que este mundo es el único que existe y que vosotros debéis atrapar todo lo que podáis para vosotros mismos, ahora... y cuando os sintáis infelices acudid a la evasión del alcohol o de la droga”.

Debemos ponernos en guardia contra la ilusión de buscar un paraíso aquí en la tierra, que es el sueño de todos los materialismos. La experiencia y la razón previenen al hombre contra la tentación de creer que el esfuerzo humano puede lograr un porvenir libre de miserias. Es el sueño de todos los materialismos. La Historia más reciente, ha mostrado que el intento científicamente más ambicioso por lograr un paraíso aquí en la tierra, ha dado a luz un infierno de miseria, de sangre, de injusticias y muertes. Y en un plano más personal: ¡nuestro egoísmo y afán de independencia, no; que es una equivocación! ¡Nuestra sensualidad, no; que nos rebaja al nivel de las bestias, cosificando a quienes debemos respetar y amar! ¡Nuestra soberbia, no; que sería cómica ante la grandeza del Reino de Dios! ¡Nuestros proyectos humanos sólo, no; que aquí todo se acaba, que un día serán cenizas! ¡Cumplir el querer de Dios, sus indicaciones! ¡Vivir en gracia, en amistad con Él, secundando los grandes proyectos que Él tiene sobre la Humanidad: un Reino de justicia, de amor y de paz!

La vida de oración es la mejor garantía para conocer y valorar los dones que vienen de Dios permitiendo a cada uno juzgar con acierto sobre las cosas de esta vida. Santa Teresa estaba segura de la salvación de quien hiciera todos los días un cuarto de hora de oración.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«De un tesoro nos podemos apoderar; pero el Reino de Dios se apodera de nosotros»

I. LA PALABRA DE DIOS

1R 3,5.7-12: «Pediste discernimiento»

Sal 118,57 y 72.76-77.127-128.129-130: «Cuánto amo tu voluntad, Señor»

Rm 8,28-30: «Nos predestinó a ser imagen de su Hijo»

Mt 13,44-52: «Vende todo lo que tienes y compra el campo»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

El Reino de Dios es la mayor realidad de esta vida, el bien supremo para el hombre. El Reino de Dios es la Salvación, la Sabiduría, el Amor de Dios que se nos comunica por Jesucristo.

El Reino de Dios se nos da gratuitamente; el hombre se «lo encuentra», después «va a vender todo lo que tiene». El Reino de Dios necesita un esfuerzo positivo y un ejercicio constante de la libertad personal para seguir a Jesucristo en el día a día de nuestra vida.

La liturgia confirma la enseñanza primera de la parábola con la narración del gesto de Salomón que, por encima de todo, pide al Señor y logra de Él un «corazón sabio e inteligente» y no «vida larga ni riquezas ni la vida de tus enemigos» (1ª Lect.).

El Reino de Dios es luz que ilumina al Dios escondido detrás de todos los acontecimientos cósmicos, humanos y sociales (2ª Lect.).

III. SITUACIÓN HUMANA

Nuestra sociedad ha dejado de ser idólatra. Porque la idolatría es propia de grupos religiosos. Ha pasado a adorarse a sí misma en sus intereses. Hoy nadie se plantea sustituir a Dios. Se plantea prescindir de Él. Pero ¿qué es antes? ¿la corrupción del hombre que prescinde de Dios o el abandonar a Dios para que el corazón del hombre corra tras otros tesoros? La respuesta, por retórica, es inútil.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– Los signos del Reino de Dios: “Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado. Invitan a creer en Jesús. Concede lo que le piden a los que acuden a Él con fe. Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que Él es el Hijo de Dios. Pero también pueden ser «ocasión de escándalo». No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos; incluso se le acusa de obrar movido por los demonios.” (548; cf. 547. 549. 550).

La respuesta

– La oración cristiana centrada en la búsqueda del Reino: «La petición cristiana está centrada en el deseo y la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús. Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Esta cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo que es ahora la de la Iglesia, es objeto de la oración de la comunidad apostólica. Es la oración de Pablo, el apóstol por excelencia, que nos revela cómo la solicitud divina por todas las Iglesias debe animar la oración cristiana. Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino» (2632).

El testimonio cristiano

– «Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: ¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra? En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! (Tertuliano, or. 5)» (2817).

El Evangelio nos está invitando siempre a revisar nuestra escala de valores. Y a que no pongamos ningún valor por encima del Reino de Dios.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

La red barredera.

– La red es imagen de la Iglesia, en la que hay justos y pecadores.

I. El Evangelio de la Misa nos presenta diversas parábolas acerca del Reino de los Cielos: el tesoro escondido, la perla de gran valor que encuentra un comerciante en perlas finas, la red barredera que echan en el mar y recoge toda clase de peces, unos buenos y otros malos. Al final se reúnen los buenos en un cesto y los malos se tiran. Esta red echada en el mar es imagen de la Iglesia, en cuyo seno hay justos y pecadores. En otros lugares el Señor enseña esta misma realidad: en su Iglesia, hasta el fin de los tiempos, habrá santos y quienes se han marchado de la casa paterna, malgastando la herencia recibida en el Bautismo; y todos pertenecen a ella, aunque de diverso modo.

“Mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado (Heb 7, 26), no conoció el pecado (cfr. 2 Cor 5, 21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cfr. Heb 2, 17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación”. Los pecadores, no obstante sus pecados, siguen perteneciendo a la Iglesia, por los valores espirituales que aún subsisten en ellos: el carácter indeleble del Bautismo y de la Confirmación, la fe y la esperanza teologales..., y por la caridad que llega a ellos en razón de los demás cristianos que luchan por ser santos. Quedan asociados a quienes se empeñan cada día por amar más a Dios, de la misma manera que un miembro enfermo o paralítico participa y recibe el influjo de todo el cuerpo.

La Iglesia “sigue viviendo en sus hijos que no poseen ya la gracia. Lucha en ellos contra el mal que los corroe; se esfuerza por retenerlos en su seno, por vivificarlos continuamente al ritmo de su amor. Los conserva como se conserva un tesoro del que no se desprende uno más que cuando se ve obligado a ello. Y no es que quiera cargar con un peso muerto. Tan sólo espera que a fuerza de paciencia, de mansedumbre, de perdón, el pecador que no se haya separado totalmente de ella volverá para vivir en plenitud; que la rama adormecida, por la poca savia que en ella quedaba, no será cortada ni arrojada al fuego eterno, sino que tendrá tiempo para volver a florecer”. La Iglesia no se olvida un solo día de que es Madre. Continuamente pide por sus hijos que se hallan enfermos, espera con infinita paciencia, trata de ayudarles con una caridad sin límites. Nosotros debemos hacer llegar hasta el Señor nuestras oraciones, y ofrecer el trabajo, el dolor, las fatigas, por aquellos que, perteneciendo a la Iglesia, no participan de la inmensa riqueza de la gracia, esa corriente de vida que fluye sin cesar, principalmente a través de los sacramentos. De modo muy particular debemos pedir cada día por aquellos con quienes nos unen vínculos más estrechos para que, si están enfermos, recobren plenamente la salud espiritual.

– A la Iglesia pertenecen sus hijos manchados por el pecado, pero no sus manchas. No debemos dejar que se juzgue a nuestra Madre por lo que precisamente no es: los errores de quienes no han sido fieles a su vocación cristiana.

II. Aunque en el Pueblo de Dios existan miembros alejados de la gracia vivificante y sean incluso causa de escándalo para muchos, la Iglesia misma, sin embargo, está libre de todo pecado. De ella se puede decir, de modo analógico y acomodado, lo que se dice de Cristo: es de arriba, no de abajo; es de origen divino. Cristo la tomó “como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla, la unió a Sí mismo como su cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo, para gloria de Dios (...). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta continuamente y debe manifestarse en los frutos de la gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de las maneras más diversas en cada uno de los que, según su condición de vida, tienden a la perfección de la caridad, edificando a los demás”. Ella sabe que no es una formación de este mundo, ni un poder cultural religioso, ni una institución política, ni una escuela científica, sino una creación del Padre celestial por medio de Jesucristo. “En Ella ha depositado Cristo, el Enviado del Padre, su palabra y su obra, su vida y su salvación, y en Ella los dejó para todas las generaciones venideras”.

Los pecadores pertenecen a la Iglesia, a pesar de sus pecados; todavía pueden volver a la casa paterna, aunque sea en el último instante de su vida. Por el Bautismo, llevan en sí una esperanza de reconciliación que ni aun los pecados más graves pueden borrar. El pecado que la Iglesia encuentra en su seno no es parte de ella; es, por el contrario, el enemigo contra el que habrá de luchar hasta el final de los tiempos, especialmente a través del sacramento de la Confesión. Sí pertenecen a ella sus hijos manchados por el pecado, pero no sus manchas. Sería bien triste que nosotros, sus hijos, dejáramos que se juzgara a la Iglesia precisamente por lo que no es.

Como recordaba en una ocasión Juan Pablo II, la Iglesia “es Madre, en la que renacemos a la vida nueva en Dios; una madre debe ser amada. Ella es santa en su Fundador, medios y doctrina, pero formada por hombres pecadores; hay que contribuir positivamente a mejorarla, a ayudarla hacia una fidelidad siempre renovada, que no se logra con críticas corrosivas”.

Cuando se habla de los defectos de la Iglesia en el pasado o en el presente, o se dice que la Iglesia debe purificar sus faltas, se olvida que esas faltas y esos errores se dieron y se dan precisamente por personas, con responsabilidad personal, que no vivieron su vocación cristiana y no llevaron a cabo la doctrina que Cristo dejó a su Iglesia; se olvida que Cristo la ha adquirido para Sí, por medio de su Sangre, que la ha purificado desde el comienzo para que aparezca en su presencia totalmente resplandeciente, sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante, sino santa e inmaculada, que es la Casa de Dios, columna y soporte de la verdad.

Si amamos a la Iglesia no surgirá nunca en nosotros ese interés morboso de airear, como culpa de la Madre, las miserias de algunos de los hijos. La Iglesia, Esposa de Cristo, no tiene por qué entonar ningún mea culpa. Nosotros sí (...). Éste es el verdadero meaculpismo, el personal, y no el que ataca a la Iglesia, señalando y exagerando los defectos humanos que, en esta Madre Santa, resultan de la acción en Ella de los hombres hasta donde los hombres pueden, pero que no llegarán nunca a destruir –ni a tocar, siquiera– aquello que llamábamos la santidad original y constitutiva de la Iglesia.

– Frutos de santidad.

III. La Iglesia es santa y fuente de santidad en el mundo. Nos ofrece continuamente los medios para encontrar a Dios. “Esta piadosa Madre brilla sin mancha alguna en los sacramentos, con los que engendra siempre pureza; en las santísimas leyes, con que a todos manda y en los consejos del Evangelio, con que nos amonesta; y finalmente en los dones celestiales y carismas, con los que, inagotable en su fecundidad, da a luz incontables ejércitos de mártires, vírgenes y confesores”.

Es fuente de santidad y la causa de la existencia de tantos santos a lo largo de los siglos. Primero fueron los mártires, que dieron su vida en testimonio de la fe que profesaban. Luego, la historia de la humanidad ha conocido el ejemplo de tantos hombres y mujeres que ofrecieron su vida por amor a Dios para ayudar a sus hermanos en todas las miserias y necesidades. No hay apenas indigencia humana que no haya despertado en la Iglesia la vocación de hombres y mujeres para solucionarla, llegando al heroísmo. Y son muchos, también hoy, los padres y madres de familia que gastan callada y heroicamente su vida, sacando la familia adelante en cumplimiento de la vocación que han recibido de Dios, y hombres y mujeres que en medio del mundo se han entregado por entero al Señor, viviendo la virginidad o el celibato, y, siendo ciudadanos corrientes, dan una especial gloria y alegría a Dios, santificándose en sus respectivas profesiones y ejerciendo un apostolado eficaz entre sus compañeros. La Iglesia es santa porque todos sus miembros están llamados a la santidad, “lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella”.

En virtud de la santidad de su Fundador, la Iglesia, Esposa de Cristo, es siempre joven y siempre bella, sin mancha ni arruga, digna siempre de la complacencia divina. La santidad de la Iglesia es algo permanente y no depende del número de cristianos que vivan su fe hasta las últimas consecuencias, pues es santa por la acción constante en ella del Espíritu Santo, y no por el comportamiento de los hombres. Por esto, aun en los momentos más graves, si las claudicaciones superasen numéricamente las valentías, quedaría aún esa realidad mística –clara, innegable, aunque no la percibamos con los sentidos– que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre.

Pidamos al Señor que nosotros, miembros del Pueblo de Dios, de su Cuerpo Místico, crezcamos en santidad personal y seamos así buenos hijos de la Iglesia Santa. “Se necesitan –dice Juan Pablo II– heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios. Para esto se necesitan nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa han sido los santos. Debemos suplicar al Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y nos mande nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy”.

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Rev. D. Enric PRAT i Jordana (Sort, Lleida, España) (www.evangeli.net)

 

«Un tesoro escondido en un campo; un mercader que anda buscando perlas finas»

Hoy, el Evangelio nos quiere ayudar a mirar hacia dentro, a encontrar algo escondido: «El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo» (Mt 13,44). Cuando hablamos de tesoro nos referimos a algo de valor excepcional, de la máxima apreciación, no a cosas o situaciones que, aunque amadas, no dejan de ser fugaces y chatarra barata, como son las satisfacciones y placeres temporales: aquello con lo que tanta gente se extenúa buscando en el exterior, y con lo que se desencanta una vez encontrado y experimentado.

El tesoro que propone Jesús está enterrado en lo más profundo de nuestra alma, en el núcleo mismo de nuestro ser. Es el Reino de Dios. Consiste en encontrarnos amorosamente, de manera misteriosa, con la Fuente de la vida, de la belleza, de la verdad y del bien, y en permanecer unidos a la misma Fuente hasta que, cumplido el tiempo de nuestra peregrinación, y libres de toda bisutería inútil, el Reino del cielo que hemos buscado en nuestro corazón y que hemos cultivado en la fe y en el amor, se abra como una flor y aparezca el brillo del tesoro escondido.

Algunos, como san Pablo o el mismo buen ladrón, se han topado súbitamente con el Reino de Dios o de manera impensada, porque los caminos del Señor son infinitos, pero normalmente, para llegar a descubrir el tesoro, hay que buscarlo intencionadamente: «También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas» (Mt 13,45). Quizá este tesoro sólo es encontrado por aquellos que no se dan por satisfechos fácilmente, por los que no se contentan con poca cosa, por los idealistas, por los aventureros. 

En el orden temporal, de los inquietos e inconformistas decimos que son personas ambiciosas, y en el mundo del espíritu, son los santos. Ellos están dispuestos a venderlo todo con tal de comprar el campo, como lo dice san Juan de la Cruz: «Para llegar a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada».

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Construir el Reino de los cielos en el mundo

«Conviértanse, porque el Reino de los cielos ha llegado».

Eso dice Jesús.

Y te lo dice a ti primero, sacerdote, porque tú has encontrado un tesoro, y lo has dejado todo para hacerlo tuyo, y has entregado a Dios tu vida para tenerlo, para cuidarlo, para protegerlo, para construir con Él su Reino.

Tú eres, sacerdote, el hombre más afortunado del mundo, porque tu riqueza es un Reino que no es de este mundo, y tú no eres del mundo, pero eres constructor del Reino de los cielos en el mundo, para conquistar y liberar a las almas que han nacido encadenadas al mundo, por el pecado original.

Tú has encontrado un tesoro, sacerdote, que no es para guardar. Tú has sido configurado con Él, para que el mundo lo vea brillar, para que lo encuentren, para que lo hagan suyo, para que se enriquezcan, y todos sean uno con Él. Tu tesoro es Cristo vivo, y su Reino ha sido establecido a través de la Santa Iglesia, en la que el santo pueblo de Dios ha sido reunido para ser constituido en un Reino de sacerdotes para Dios Padre.

Por tanto, tú eres, sacerdote, un tesoro de Dios para el mundo.

Y tú ¿te has dejado encontrar? ¿Te has permitido brillar?

¿Has enriquecido a aquellos con los que has convivido, o sigues escondido en el campo y no conocen tu valor?

¿Comprendes lo que quiere decir que el Reino de los cielos ha llegado, y que tú has sido predestinado y llamado para ser parte?

¿Participas activamente en su construcción?

¿Acudes constantemente a la oración?

¿Valoras como un tesoro cada encuentro con tu Señor?

Alégrate, sacerdote, porque el tesoro de Dios vive en ti, y en tu vocación, para llevar a las almas a la conversión a través de la misericordia de tu Señor, que les ha ganado la salvación.

Pero conviértete tú primero, sacerdote, y cree en el Evangelio. Saca lo nuevo y saca lo viejo que hay en tu corazón, para que puedas alcanzar una verdadera y total renovación de tu alma sacerdotal.

Y muéstrale al mundo tu fe con obras, sacerdote, haciendo la voluntad de tu Señor, con lo que muestres su alegría por haber encontrado en ti un tesoro, porque eres un hombre según su corazón.

Agradece, sacerdote, el amor de tu Señor, que te ha buscado hasta encontrarte, y lo ha dado todo, hasta su vida, para salvarte, y se ha quedado contigo todos los días de tu vida, para conservarte y contigo glorificar a su Padre, enriqueciendo sus tesoros, llevando muchas almas al cielo.

Confía, sacerdote, en la Palabra de tu Señor, y ponla en práctica, pidiéndole con humildad, que te conceda con generosidad un único tesoro: sabiduría de corazón, para construir el Reino de los cielos en la tierra, para que se haga la voluntad del Padre en la tierra como en el cielo.

(Espada de Dos Filos IV, n. 37)

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