Domingo XV del Tiempo Ordinario (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2017
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2011
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- P. Jorge LORING SJ (Cádiz, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
CUMPLIRÁ MI ENCARGO
Is 55, 10-11; Rom 8, 18-23; Mt 13, 1-23
De la breve comparación de la palabra de Dios con el aguanieve que cae del cielo deriva una enseñanza fundamental sobre la eficacia del mensaje divino. Dios no emite promesas huecas, ni mandatos sometidos a la caprichosa discreción del oyente. La suya es una palabra viva y fuerte que obra lo que dice. Palabra y acontecimientos juntos. No obstante, como nos explica cuidadosamente el Señor Jesús en la parábola del sembrador, no puede pisotear la libertad, los intereses y los anhelos profundos de sus oyentes. Cuando estos reciben el mensaje del reino, caben distintas lecturas y diversas reacciones que van del entusiasmo inicial al desencanto. La ansiedad nacida de la incertidumbre del mañana, la avaricia y el miedo arrancan el entusiasmo de la primera hora. Cual llamarada de petate, se puede ir achicando la esperanza del primer momento. Por fortuna, también encontramos oyentes que se mantienen fieles.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 16, 15
Por serte fiel, yo contemplaré tu rostro, Señor, y al despertar, espero saciarme de gloria.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, que muestras la luz de tu verdad a los que andan extraviados para que puedan volver al buen camino, concede a cuantos se profesan como cristianos rechazar lo que sea contrario al nombre que llevan y cumplir lo que ese nombre significa. Por nuestro Señor Jesucristo ...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
La lluvia hará germinar la tierra.
Del libro del profeta Isaías: 55, 10-11
Esto dice el Señor: “Como bajan del cielo la lluvia y la nieve y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, a fin de que dé semilla para sembrar y pan para comer, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin resultado, sino que hará mi voluntad y cumplirá su misión”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 64, 10abcd. 10e-11. 12-13. 14.
R/. Señor, danos siempre de tu agua.
Señor, tú cuidas de la tierra, la riegas y la colmas de riqueza. Las nubes del Señor van por los campos, rebosantes de agua, como acequias. R/.
Tú preparas las tierras para el trigo: riegas los surcos, aplanas los terrenos, reblandeces el suelo con la lluvia, bendices los renuevos. R/.
Tú coronas el año con tus bienes, tus senderos derraman abundancia, están verdes los pastos del desierto, las colinas con flores adornadas. R/.
Los prados se visten de rebaños, de trigales los valles se engalanan. Todo aclama al Señor. Todo le canta. R/.
SEGUNDA LECTURA
Toda la creación espera la revelación de la gloria de los hijos de Dios.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 8, 18-23
Hermanos: Considero que los sufrimientos de esta vida no se pueden comparar con la gloria que un día se manifestará en nosotros; porque toda la creación espera, con seguridad e impaciencia, la revelación de esa gloria de los hijos de Dios.
La creación está ahora sometida al desorden, no por su querer, sino por voluntad de aquel que la sometió. Pero dándole al mismo tiempo esta esperanza: que también ella misma va a ser liberada de la esclavitud de la corrupción, para compartir la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
Sabemos, en efecto, que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto; y no sólo ella, sino también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, anhelando que se realice plenamente nuestra condición de hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO
R/. Aleluya, aleluya.
La semilla es la palabra de Dios y el sembrador es Cristo; todo aquel que lo encuentra vivirá para siempre. R/.
EVANGELIO
Una vez salió un sembrador a sembrar.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 13, 1-23
Un día salió Jesús de la casa donde se hospedaba y se sentó a la orilla del mar. Se reunió en torno suyo tanta gente, que él se vio obligado a subir a una barca, donde se sentó, mientras la gente permanecía en la orilla. Entonces Jesús les habló de muchas cosas en parábolas y les dijo:
“Una vez salió un sembrador a sembrar, y al ir arrojando la semilla, unos granos cayeron a lo largo del camino; vinieron los pájaros y se los comieron. Otros granos cayeron en terreno pedregoso, que tenía poca tierra; ahí germinaron pronto, porque la tierra no era gruesa; pero cuando subió el sol, los brotes se marchitaron, y como no tenían raíces, se secaron. Otros cayeron entre espinos, y cuando los espinos crecieron, sofocaron las plantitas. Otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto: unos, ciento por uno; otros, sesenta; y otros, treinta. El que tenga oídos, que oiga”.
Después se le acercaron sus discípulos y le preguntaron: “¿Por qué les hablas en parábolas?”. Él les respondió: “A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los cielos, pero a ellos no. Al que tiene, se le dará más y nadará en la abundancia; pero al que tiene poco, aun eso poco se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden.
En ellos se cumple aquella profecía de Isaías que dice: Oirán una y otra vez y no entenderán; mirarán y volverán a mirar, pero no verán; porque este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y tapado sus oídos, con el fin de no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni comprender con el corazón. Porque no quieren convertirse ni que yo los salve.
Pero, dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen. Yo les aseguro que muchos profetas y muchos justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron. Escuchen, pues, ustedes lo que significa la parábola del sembrador.
A todo hombre que oye la palabra del Reino y no la entiende, le llega el diablo y le arrebata lo sembrado en su corazón. Esto es lo que significan los granos que cayeron a lo largo del camino.
Lo sembrado sobre terreno pedregoso significa al que oye la palabra y la acepta inmediatamente con alegría; pero, como es inconstante, no la deja echar raíces, y apenas le viene una tribulación o una persecución por causa de la palabra, sucumbe.
Lo sembrado entre los espinos representa a aquel que oye la palabra, pero las preocupaciones de la vida y la seducción de las riquezas la sofocan y queda sin fruto.
En cambio, lo sembrado en tierra buena representa a quienes oyen la palabra, la entienden y dan fruto: unos, el ciento por uno; otros, el sesenta; y otros, el treinta”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Mira, Señor, los dones de tu Iglesia suplicante, y concede que, al recibirlos, sirvan a tus fieles para crecer en santidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 6, 56
El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él, dice el Señor.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Alimentados con los dones que hemos recibido, te suplicamos, Señor, que, participando frecuentemente de este sacramento, crezcan los efectos de nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Mi palabra no volverá a mí de vacío (Is 55, 10-11)
1ª lectura
Con comparaciones muy expresivas, especialmente para los países áridos del Oriente, se describe la eficacia poderosa y fecunda de la palabra de Dios. Ella realiza la salvación que anuncia. Esta palabra de Dios personificada (cfr Sb 8, 4; 9, 9-10; 18, 14-15) es figura de la Encarnación de Jesucristo, Palabra eterna del Padre, que desciende a la tierra para salvar a los hombres. «No volverá a mí vacía y estéril [la palabra de Dios], dice, sino que prosperará en todas las cosas, se nutrirá hasta saciarse con las buenas acciones de aquellos que, obedeciéndola, ejecutarán sus enseñanzas. Ciertamente suele decirse que una palabra ha sido cumplida cuando se traduce a la práctica, o sea, que mientras no se cumpla con obras, permanece estéril, macilenta y en cierto modo famélica. Pero oye con qué alimento dice que nutre: Mi manjar es hacer la voluntad de mi Padre (Jn 4, 34)» (S. Bernardo, In Cantica Canticorum 71, 12-13).
La creación será liberada de la esclavitud de la corrupción (Rm 8, 18-23)
2ª lectura
En continuidad con la enseñanza de los profetas que anunciaban unos «nuevos cielos y una tierra nueva» (Is 65, 17; 66, 22), Pablo amplía la liberación obrada por Cristo a la creación material (vv. 19-22). Ésta se encontraba «sujeta a la vanidad» (v. 20), es decir, estaba corrompida a causa del pecado de Adán (Gn 3, 17-19; 5, 29). Pues bien, como un desarrollo del contraste entre Cristo y Adán (cfr 5, 12-21), Pablo entiende que la liberación del cosmos es consecuencia de la liberación del hombre. Aunque todavía no vemos sus efectos con claridad, aguardamos a que se cumplan, asistidos por el Espíritu que acude en ayuda de nuestra flaqueza (Cfr 8, 23-27).
El sembrador (Mt 13, 1-23)
Evangelio
Esta parábola es la más larga del discurso. Viene en los tres sinópticos (Mc 4, 1-20; Lc 8, 4-15) y es casi el paradigma de las parábolas del Reino. Su mensaje puede compendiarse así: ¿Por qué la palabra de Jesús produce efectos tan dispares entre los oyentes? Hay que tener en cuenta que nos movemos en el misterio de la gracia que Dios concede y de la correspondencia del hombre. Hay que salvaguardar los dos aspectos: la libertad de Dios al dar la gracia y la libertad del hombre al corresponder. Los discípulos no debieron de comprender al principio la parábola. Era como pasar de la oscuridad a la luz potente. El Maestro tuvo la paciencia de ir paso a paso. La parábola resulta clara tras la explicación (vv. 18-23), y nosotros, lectores del evangelio, la podemos entender tanto en el contexto de la vida de Jesús como en el de la vida de la Iglesia. La palabra de Jesús necesita la buena acogida de los hombres. Hay quienes la oyen sin entenderla (v. 19; cfr v. 14): son sordos a Dios, como las autoridades religiosas de Israel, que han estado acechando a Jesús (cfr 11, 1-12, 50) y malinterpretándole. Otros son débiles o inconstantes (v. 21), como las muchedumbres que le oyeron junto al monte (5, 1) o se beneficiaron de sus milagros (14, 21), y, en cambio, le dejaron sólo en la hora de la prueba. Otros fallan, pero no por debilidad cuando hay que defender la palabra, sino porque la palabra del Señor no puede fructificar en una vida que no sea recta (v. 22). Pero la palabra de Dios, cuando es enviada a la tierra, es fecunda siempre (Is 55, 10-11), no deja de encontrar un lugar donde dar fruto. La palabra de Jesús en cuanto palabra de Dios puede fructificar en mayor o menor proporción (v. 23), porque los hombres no somos iguales, pero siempre es eficaz: «Cuando esta palabra es proclamada, la voz del predicador resuena exteriormente, pero su fuerza es percibida interiormente y hace revivir a los mismos muertos: su sonido engendra para la fe nuevos hijos de Abrahán. Es, pues, viva esta palabra en el corazón del Padre, viva en los labios del predicador, viva en el corazón del que cree y ama. Y, si de tal manera es viva, es también, sin duda, eficaz» (Balduino de Cantorbery, Tractatus 6).
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
Parábola del Sembrador
¿Cuál es, pues, la parábola? —Salió —dice— el sembrador a sembrar. ¿De dónde salió o cómo salió el que está en todas partes y todo lo llena? No por lugar, sino por hábito y dispensación para con nosotros, haciéndose más cercano nuestro por haberse revestido de carne. Porque, como nosotros no podíamos entrar donde Él estaba, porque nuestros pecados nos amurallaban la entrada, salió Él en busca nuestra. — ¿Y a qué salió? ¿Acaso a destruir la tierra, que estaba llena de espinas? ¿Acaso a castigar a los labradores? —De ninguna manera. Salió a cultivarla y cuidarla por sí mismo y a sembrar la palabra de la religión. Porque siembra llama aquí a la enseñanza de su doctrina, y tierra de sembradura a las almas de los hombres, y sembrador a sí mismo.
¿Qué se hace, pues, de esta semilla? Tres cuartas partes se pierden y sólo se salva una: Y sembrando que siembra— dice—, una parte cayó junto al camino, y vinieron las aves y se la comieron. No dijo que la arrojó Él, sino que cayó ella. Otra parte cayó sobre terreno rocoso, donde no había mucha tierra, e inmediatamente brotó por no tener profundidad de tierra. Mas, apenas salido el sol, se calentó, y, por no tener raíz, se secó. Otra parte cayó sobre espinas, y crecieron las espinas y la ahogaron. Y otra, sobre tierra buena y dio fruto: una de cien, otra de sesenta y otra de treinta. El que tenga oídos para oír, que oiga. Sólo, pues, se salvó la cuarta parte, y aun ésta no de modo igual, sino con mucha diferencia. Con esta parábola quiso declarar el Señor que Él hablaba a todos con mucha generosidad. Porque, así como el sembrador no distingue la tierra que va pisando con sus pies, sino que arroja sencilla e indistintamente su semilla, así el Señor no distingue tampoco al pobre del rico, al sabio del ignorante, al tibio del fervoroso, al valiente del cobarde. A todos indistintamente se dirige, cumpliendo lo que a Él tocaba, a pesar de que sabía lo que había de suceder. Así, empero, podría luego decir: ¿Qué debí hacer que no lo haya hecho? (Is 5, 4). Notemos también que los profetas hablan del pueblo bajo la semejanza de la viña: Una viña—dice—tuvo mi amado (Ibíd.). Y el salmista: Trasplantó su viña de Egipto (Sal 79, 9). Jesús, empero, emplea la comparación de la siembra. ¿Qué quiere decir con eso? Que ahora será más rápida y más fácil la obediencia y que la tierra dará inmediatamente su fruto. Por lo demás, no porque diga el Señor: Salió el sembrador a sembrar, ha de pensarse haya en ello tautología, pues el sembrador sale muchas veces a otras faenas, por ejemplo, a labrar el barbecho, a escardar las malas yerbas, o a arrancar las espinas, o a otra faena semejante. Más Él salió a sembrar.
POR QUÉ SE PERDIÓ TANTA SEMILLA
¿De qué provino, pues, decidme, que se perdiera la mayor parte de la siembra? Ciertamente que no fue por culpa del sembrador, sino de la tierra que recibió la semilla; es decir, por culpa del alma, que no quiso atender a la palabra. — ¿Y por qué no dijo que una parte la recibieron los tibios y la dejaron perderse, otra los ricos y la ahogaron, otra los vanos y la abandonaron? —Es que no quería herirles demasiado directamente, para no llevarlos a la desesperación, sino que deja la aplicación a la conciencia de sus mismos oyentes. Mas no pasó esto solamente con la siembra, sino también con la pesca; pues también allí la red sacó muchos peces inútiles. Sin embargo, el Señor pone esta parábola para animar a sus discípulos y enseñarles que aun cuando la mayor parte de los que reciben la palabra divina hayan de perderse, no por eso han de desalentarse. Porque también al Señor le aconteció eso, y, no obstante saber Él de antemano que así había de suceder, no por eso desistió de sembrar. —Mas ¿en qué cabeza cabe —me dirás— sembrar sobre espinas y sobre roca y sobre camino? — Tratándose de semilla: que han de sembrarse en la tierra, eso no tendría sentido; mas tratándose de las almas y de la siembra de la doctrina, la cosa es digna de mucha alabanza. El sembrador que hiciera como el de la parábola, merecería ser justamente reprendido; pues no es posible que la roca se convierta en tierra, ni que el camino deje de ser camino, y las espinas, espinas. No así en el orden espiritual. Aquí sí que es posible que la roca se transforme y se convierta en tierra grasa; y que el camino deje de ser pisado y se convierta también en tierra feraz, y que las espinas desaparezcan y dejen crecer exuberantes las semillas. De no haber sido así, el Señor no hubiera sembrado. Y si no en todos se dio la transformación, no fue ciertamente por culpa del sembrador, sino de aquellos que no quisieron transformarse. Él hizo cuanto estaba de su parte; si ellos no cumplieron su deber no fue ciertamente culpa de quien tanto amor les mostrara.
HAY MUCHOS CAMINOS DE PERDICIÓN
Más considerad, os ruego, cómo no es uno solo el camino de la perdición, sino varios y distantes los unos de los otros, Porque entre los que reciben la palabra de Dios, unos se parecen al camino, y son negligentes, tibios y desdeñosos; más los de la roca son solamente débiles: La semilla —dice— sembrada sobre terreno rocoso es el que oye la palabra, y de pronto la recibe con gozo; pero no tiene raíz dentro de sí mismo, sino que es momentáneo y, viniendo tribulación o persecución por causa de la palabra, al punto se escandaliza. Todo aquel —dice antes— que oye la palabra del reino y no la entiende, viene el malo y le arrebata lo sembrado en su corazón. Éste es el sembrado junto al camino. Ahora bien, no es lo mismo que se mar cuando nadie nos molesta ni persigue que cuando se nos echan encima las tentaciones, Y menos dignos aún de perdón que éstos son los que se parecen a las espinas.
Ahora bien, porque nada de esto nos suceda, cubramos con el fervor y la memoria continua la palabra divina. Porque si es cierto que el diablo intenta arrebatárnosla, también está en nuestra mano que no nos la arrebate. Si es cierto que las semillas se secan, no es por culpa del calor. No dijo, en efecto, el Señor que se secaron por causa del calor, sino por no tener raíces. Si la palabra divina puede ahogarse, no es por culpa de las espinas, sino por culpa de quienes las dejaron crecer. Porque con sólo que tú quieras, posible es no dejar brotar esa mala planta y usar como es debido de la riqueza. De ahí que no dijo el Señor: “El siglo”, sino: La solicitud del siglo; ni: “La riqueza”, sino: El engaño de la riqueza. No les echemos, pues, la culpa a las cosas, sino a nuestra dañada intención, Porque posible es ser rico y no dejarse engañar por la riqueza; y vivir en este siglo, y no dejarse ahogar por las solicitudes del siglo. A la verdad, dos defectos contrarios tiene la riqueza: uno, que nos atormenta y ofusca, y es la solicitud; otro, que nos enmollece, y es el placer. Y muy bien dijo el Señor: El engaño de la riqueza. Pues es un puro nombre, no realidad de las cosas. Y lo mismo el placer y la gloria y el lujo y todo lo otro; todo es apariencia pura, no verdad y realidad.
POR QUÉ LA TIERRA BUENA DA FRUTO DISTINTO
Habiendo, pues, dicho el Señor los modos de perdición, pone finalmente la tierra buena, pues no quiere que desesperemos, y nos da esperanza de penitencia, haciéndonos ver que de camino y rocas y espinas puede el hombre pasar a ser tierra buena. Sin embargo, si la tierra era buena y el sembrador el mismo y las semillas las mismas, ¿cómo es que una dio ciento, otra sesenta y otra treinta? Aquí también la diferencia depende de la naturaleza de la tierra, pues aun donde la tierra es buena, hay mucha diferencia de un corro a otro. Ya veis que no tiene la culpa el labrador ni la semilla, sino la tierra que la recibe, y no por causa de la naturaleza, sino de la intención y disposición. Mas también aquí se ve la benignidad de Dios, que no pide una medida única de virtud, sino que recibe a los primeros, no rechaza a los segundos y da también lugar a los terceros. Más si así habla el Señor, es porque no piensen los que le siguen que basta con oír para salvarse. — ¿Y por qué —me dices— no puso también los otros vicios, por ejemplo, la lujuria y la vanagloria? — Porque con decir: la solicitud del siglo y el engaño de las riquezas, ya lo puso todo. Y, a la verdad, la vanagloria y todo lo demás, de este siglo y del engaño de las riquezas proceden. Tal el placer y la gula y la envidia y la vanagloria y cuanto es por el estilo. Ahora que añadió lo del camino y el terreno rocoso para darnos a entender que no basta apartarnos de las riquezas, sino que es menester practicar también las demás virtudes. Porque ¿de qué te vale estar libre de riqueza si eres afeminado y muelle? ¿Y qué, si no eres afeminado, pero sí tibio y negligente en oír la palabra divina? Porque no nos basta una sola parte para la salvación. Primero hay que escuchar con diligencia y pensar constantemente en lo que oímos, luego hace falta valor, luego desprecio de las riquezas y desprendimiento de todo lo mundano. De ahí que ponga el Señor lo primero el oír, porque, en efecto, es lo primero que se necesita. ¿Cómo creerán si no oyen —dice— el Apóstol? (Rm 10; 14). Lo mismo que nosotros, si no prestamos atención a lo que se nos dice, no podremos ni enterarnos de lo que tenemos que hacer. Luego pone el valor y el desprecio de las cosas presentes.
Oyendo, pues, estas enseñanzas, fortifiquémonos por todas partes, atendiendo a la palabra divina, echando profundas raíces y purificándonos de lo mundano. Porque de nada nos servirá hacer unas cosas y omitir otras. En tal caso, si no nos perdemos de una manera, nos perderemos de otra. ¿Qué más nos da que no nos perdamos por la riqueza y sí por la negligencia; o, no por la negligencia, sí por la cobardía? El labrador llora lo mismo si pierde la cosecha por una causa o por otra. No intentemos, por ende, buscar consuelo en el hecho de no perecer por todos los modos posibles, sino lloremos más bien por cualquier modo que perezcamos. Abrasemos las espinas, pues ellas son las que ahogan la palabra divina. Bien lo saben los ricos, que no sólo son inútiles para la tierra, sino también para el cielo. Y en efecto, esclavos y prisioneros de los placeres, aun para los asuntos políticos son gente baldía; y si lo son para ésos, ¡cuánto más no lo serán para los del cielo! De doble fuente deriva el daño para su espíritu: de la vida de placer y de las preocupaciones. Cualquiera de las dos cosas por sí sola basta para hundir el esquife de un alma. Considerad, pues, qué naufragio no les espera cuando concurren las dos juntas.
LOS PLACERES SON ESPINAS
Y no os maravilléis de que el Señor llamara espinas a los placeres. Si vosotros no los reconocéis por tales, es que estáis embriagados por la pasión; pero los que están sanos saben muy bien que el placer punza más que una espina, que el goce consume más al alma que los mismos cuidados y acarrea más graves dolores al cuerpo y al alma. Y es así que más duro golpe da un hartazgo que una preocupación. Porque cuando al intemperante le cercan los insomnios y las tensiones de las sienes y los dolores de cabeza y las punzadas de las entrañas, considerad si todo eso no es más doloroso que cualesquiera espinas. Y al modo como las espinas, por dondequiera que se toquen, ensangrientan las manos que dan con ellas, así la gula ataca pies y manos y cabeza y ojos y cuerpo entero. Como las espinas, la gula es seca e infecunda, y es más que ellas fuente de dolor y nos hiere en puntos más vitales. Ella acarrea la vejez prematura, embota los sentidos, entenebrece el entendimiento, ciega la aguda vista de la razón, hace al cuerpo muelle, aumentando su secreción de excremento, trayendo un montón de enfermedades, aumentando su peso y acumulando masa en excesiva cantidad. De lo que se originan ruinas continuas y frecuentes naufragios. ¿Qué fin tiene, te ruego, cebar de ese modo tu cuerpo? ¿Es que te tenemos que sacrificar en el matadero? ¿Es que te vamos a servir a la mesa? Bien que cebes las aves; o, por decir mejor, ni siquiera eso está bien, pues cuando engordan con exceso no son aptas para un alimento sano. Es tan grande mal la gula, que hasta a los animales les resulta pernicioso. Y, en efecto, si a las aves las regalamos con exceso, las hacemos inútiles para sí y para nosotros, pues las superfluidades indigestas y la corrupción húmeda o diarrea, de toda aquella gordura procede. Los animales, empero, no sometidos a esta alimentación de placer, sino que, como si dijéramos, viven también sobriamente y siguen un régimen moderado y les obligamos al trabajo y la fatiga, ésos son los más útiles para sí mismos y para nosotros, ora para nuestro alimento, ora para todo lo demás. Por lo menos los que de éstos se alimentan viven más sanos; los que comen, en cambio, a los cebados, se vuelven semejantes a ellos, perezosos y expuestos a enfermedades y que a sí mismos se atan la más dura cadena. Nada hace, en efecto, tan fiera guerra al cuerpo, nada le es tan dañoso como el placer; nada le rompe, nada le abruma, nada le corrompe en tanto grado como la disolución. Realmente hay para pasmarse de la insensatez de estos hombres intemperantes y disolutos, que no quieren tener consigo mismos ni aquella mínima consideración que los viñateros tienen con sus odres. No hay, efectivamente, vendedor de vino que consienta echar en un boto más vino del que conviene, por el peligro de rasgarlo; pero esos glotones no se dignan conceder a su vientre infeliz esta mínima providencia. No. Cuando ya se han hartado hasta reventar, lo llenan de vino hasta las orejas, hasta las narices, hasta la garganta; con lo que procuran doble angustia y ahogan al aliento y a la fuerza que dirige nuestra vida. ¿Acaso te fue dada la garganta para que la llenes hasta rebosarte por la boca de vino corrompido y de toda la otra corrupción? ¡No, hombre, no te fue dada para eso! Para lo que principalmente te fue dada es para que cantes a Dios, para que eleves a Él las sagradas canciones, para que leas las divinas leyes, pera que aconsejes debidamente a tu prójimo. Pero tú, como si sólo para tu intemperancia la hubieras recibido, no le dejas un momento de vagar para que cumpla aquella función divina y la sometes durante tu vida entera a esta ignominiosa servidumbre, Es como si un bárbaro tomara en sus manos una citara de cuerdas de oro perfectamente templada y, en lugar de sacar de ella la más cabal melodía, la envolviera entre fiemo y barro. Y llamo fiemo no al comer, sino al placer; al placer, sobre todo, de aquella intemperancia sin límites. Porque lo que pasa de la medida, ya no es alimento, sino pestilencia pura. Sólo el vientre fue hecho para la mera recepción de los alimentos; pero la boca, la garganta y la lengua fueron también hechos para otras funciones más importantes que ésa; o, por mejor decir, ni siquiera el vientre fue hecho para la recepción sin más de los alimentos, sino sólo de los alimentos moderados. Y esto él mismo lo declara cuando de mil modos protesta de que le dañemos con tales excesos; y no sólo protesta, sino que, en justa venganza del agravio que le hacemos, nos impone los más severos castigos. Y lo primero que castiga son los pies, que son los que nos llevan y conducen a aquellos abominables convites; luego ata las manos, por haberle servido tales y tantos manjares; y muchos hay que han sufrido de la boca, de los ojos y de la cabeza. Y a la manera como un esclavo, si se le manda algo que está sobre sus fuerzas, muchas veces, fuera de sí, maldice a quien se lo mandó, así el vientre, aparte dañar a esos miembros, muchas veces, por la violencia sufrida, ataca y corrompe al cerebro mismo. Sabia providencia de Dios, que de tal desmesura se sigan esos daños; así, ya que no quieras de tu voluntad vivir filosóficamente, por lo menos, aun contra tu voluntad, el miedo a tu propio daño te enseñe a ser moderado.
EXHORTACIÓN FINAL: HUYAMOS LA INTEMPERANCIA
Sabiendo, pues, estas cosas, huyamos la gula, procuremos la moderación, y así gozaremos de la salud del cuerpo y libraremos de toda enfermedad a nuestra alma y alcanzaremos los bienes venideros, por la gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), homilía 44, 3-5, BAC Madrid 1955, 845-55
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FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2017
2014
Acoger la Palabra, custodiarla y hacerla fructificar en nosotros y en los demás
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Mt 13, 1-23) nos presenta a Jesús predicando a orillas del lago de Galilea, y dado que lo rodeaba una gran multitud, subió a una barca, se alejó un poco de la orilla y predicaba desde allí. Cuando habla al pueblo, Jesús usa muchas parábolas: un lenguaje comprensible a todos, con imágenes tomadas de la naturaleza y de las situaciones de la vida cotidiana.
La primera que relata es una introducción a todas las parábolas: es la parábola del sembrador, que sin guardarse nada arroja su semilla en todo tipo de terreno. Y la verdadera protagonista de esta parábola es precisamente la semilla, que produce mayor o menor fruto según el terreno donde cae. Los primeros tres terrenos son improductivos: a lo largo del camino los pájaros se comen la semilla; en el terreno pedregoso los brotes se secan rápidamente porque no tienen raíz; en medio de las zarzas las espinas ahogan la semilla. El cuarto terreno es el terreno bueno, y sólo allí la semilla prende y da fruto.
En este caso, Jesús no se limitó a presentar la parábola, también la explicó a sus discípulos. La semilla que cayó en el camino indica a quienes escuchan el anuncio del reino de Dios pero no lo acogen; así llega el Maligno y se lo lleva. El Maligno, en efecto, no quiere que la semilla del Evangelio germine en el corazón de los hombres. Esta es la primera comparación. La segunda es la de la semilla que cayó sobre las piedras: ella representa a las personas que escuchan la Palabra de Dios y la acogen inmediatamente, pero con superficialidad, porque no tienen raíces y son inconstantes; y cuando llegan las dificultades y las tribulaciones, estas personas se desaniman enseguida. El tercer caso es el de la semilla que cayó entre las zarzas: Jesús explica que se refiere a las personas que escuchan la Palabra pero, a causa de las preocupaciones mundanas y de la seducción de la riqueza, se ahoga. Por último, la semilla que cayó en terreno fértil representa a quienes escuchan la Palabra, la acogen, la custodian y la comprenden, y la semilla da fruto. El modelo perfecto de esta tierra buena es la Virgen María.
Esta parábola habla hoy a cada uno de nosotros, como hablaba a quienes escuchaban a Jesús hace dos mil años. Nos recuerda que nosotros somos el terreno donde el Señor arroja incansablemente la semilla de su Palabra y de su amor. ¿Con qué disposición la acogemos? Y podemos plantearnos la pregunta: ¿cómo es nuestro corazón? ¿A qué terreno se parece: a un camino, a un pedregal, a una zarza? Depende de nosotros convertirnos en terreno bueno sin espinas ni piedras, pero trabajado y cultivado con cuidado, a fin de que pueda dar buenos frutos para nosotros y para nuestros hermanos.
Y nos hará bien no olvidar que también nosotros somos sembradores. Dios siembra semilla buena, y también aquí podemos plantearnos la pregunta: ¿qué tipo de semilla sale de nuestro corazón y de nuestra boca? Nuestras palabras pueden hacer mucho bien y también mucho mal; pueden curar y pueden herir; pueden alentar y pueden deprimir. Recordadlo: lo que cuenta no es lo que entra, sino lo que sale de la boca y del corazón.
Que la Virgen nos enseñe, con su ejemplo, a acoger la Palabra, custodiarla y hacerla fructificar en nosotros y en los demás.
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2017
Purificar nuestro corazón, quitando piedras y espinas
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Jesús, cuando hablaba, usaba un lenguaje simple y usaba también imágenes, que eran ejemplos tomados de la vida cotidiana, para poder ser comprendidos fácilmente por todos. Por esto le escuchaban encantados y apreciaban su mensaje que llegaba directo a su corazón; y no era ese lenguaje complicado de entender, el que usaban los doctores de la ley de la época, que no se entendía bien pero que estaba lleno de rigidez y alejaba a la gente.
Y con este lenguaje Jesús hacía entender el misterio del Reino de Dios; no era una teología complicada. Y un ejemplo es el que hoy lleva el Evangelio: la parábola del sembrador (Mateo 13, 1-23).
El sembrador es Jesús. Notamos que, con esta imagen, Él se presenta como uno que no se impone, sino que se propone; no nos atrae conquistándonos, sino donándose: echa la semilla. Él esparce con paciencia y generosidad su Palabra, que no es una jaula o una trampa, sino una semilla que puede dar fruto. ¿Y cómo puede dar fruto? Si nosotros lo acogemos.
Por ello la parábola se refiere sobre todo a nosotros: habla efectivamente del terreno más que del sembrador. Jesús efectúa, por así decir una “radiografía espiritual” de nuestro corazón, que es el terreno sobre el cual cae la semilla de la Palabra.
Nuestro corazón, como un terreno, puede ser bueno y entonces la Palabra da fruto —y mucho— pero puede ser también duro, impermeable. Ello ocurre cuando oímos la Palabra, pero nos es indiferente, precisamente como en una calle: no entra.
Entre el terreno bueno y la calle, el asfalto —si nosotros echamos una semilla sobre los “sanpietrini” no crece nada— sin embargo hay dos terrenos intermedios que, en distinta medida, podemos tener en nosotros. El primero, dice Jesús, es el pedregoso.
Intentemos imaginarlo: un terreno pedregoso es un terreno «donde no hay mucha tierra» (cf v. 5), por lo que la semilla germina, pero no consigue echar raíces profundas. Así es el corazón superficial, que acoge al Señor, quiere rezar, amar y dar testimonio, pero no persevera, se cansa y no “despega” nunca. Es un corazón sin profundidad, donde las piedras de la pereza prevalecen sobre la tierra buena, donde el amor es inconstante y pasajero. Pero quien acoge al Señor solo cuando le apetece, no da fruto.
Está luego el último terreno, el espinoso, lleno de zarzas que asfixian a las plantas buenas. ¿Qué representan estas zarzas? «La preocupación del mundo y la seducción de la riqueza» (v. 22), así dice Jesús, explícitamente. Las zarzas son los vicios que se pelean con Dios, que asfixian su presencia: sobre todo los ídolos de la riqueza mundana, el vivir ávidamente, para sí mismos, por el tener y por el poder. Si cultivamos estas zarzas, asfixiamos el crecimiento de Dios en nosotros. Cada uno puede reconocer a sus pequeñas o grandes zarzas, los vicios que habitan en su corazón, los arbustos más o menos radicados que no gustan a Dios e impiden tener el corazón limpio. Hay que arrancarlos, o la Palabra no dará fruto, la semilla no se desarrollará.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús nos invita hoy a mirarnos por dentro: a dar las gracias por nuestro terreno bueno y a seguir trabajando sobre los terrenos que todavía no son buenos.
Preguntémonos si nuestro corazón está abierto a acoger con fe la semilla de la Palabra de Dios. Preguntémonos si nuestras piedras de la pereza son todavía numerosas y grandes; individuemos y llamemos por nombre a las zarzas de los vicios. Encontremos el valor de hacer una buena recuperación del suelo, una bonita recuperación de nuestro corazón, llevando al Señor en la Confesión y en la oración nuestras piedras y nuestras zarzas.
Haciendo así, Jesús, buen sembrador, estará feliz de cumplir un trabajo adicional: purificar nuestro corazón, quitando las piedras y espinas que asfixian la Palabra.
La Madre de Dios, que hoy recordamos con el título de Beata Virgen del Monte Carmelo, insuperable en el acoger la Palabra de Dios y en ponerla en práctica (cf. Lucas 8, 21), nos ayude a purificar el corazón y a custodiar la presencia del Señor.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2011
La verdadera “parábola” de Dios es Jesús mismo
¡Queridos hermanos y hermanas!
En el Evangelio de este Domingo (Mt 13, 1-23), Jesús se dirige a la multitud con la célebre parábola del sembrador. Es una página de algún modo “autobiográfica”, porque refleja la experiencia misma de Jesús, de su predicación: Él se identifica con el sembrador, que esparce la buena semilla de la Palabra de Dios, y percibe los diversos efectos que obtiene, según el tipo de acogida reservada al anuncio. Hay quien escucha superficialmente la Palabra pero no la acoge; hay quien la acoge en el momento pero no tiene constancia y lo pierde todo; hay quien es abrumado por las preocupaciones y seducciones del mundo; y hay quien escucha de manera receptiva como la tierra buena: aquí la Palabra da fruto en abundancia.
Pero este Evangelio insiste también en el “método” de la predicación de Jesús, es decir, justamente, en el uso de las parábolas. “¿Por qué les hablas en parábolas?”, preguntan los discípulos (Mt 13, 10). Y Jesús responde poniendo una distinción entre ellos y la multitud: a los discípulos, es decir a los que ya se han decidido por Él, les puede hablar del Reino de Dios abiertamente, en cambio a los demás debe anunciarlo en parábolas, para estimular precisamente la decisión, la conversión del corazón; las parábolas, de hecho, por su naturaleza requieren un esfuerzo de interpretación, interpelan a la inteligencia pero también a la libertad. Explica San Juan Crisóstomo: “Jesús ha pronunciado estas palabras con la intención de atraer a sí a sus oyentes y de solicitarlos asegurando que, si se dirigen a Él, los sanará” (Com. al Evang. de Mat., 45, 1-2). En el fondo, la verdadera “Parábola” de Dios es Jesús mismo, su Persona, que, en el signo de la humanidad, esconde y al mismo tiempo revela la divinidad. De esta manera Dios no nos obliga a creer en Él, sino que nos atrae hacia Sí con la verdad y la bondad de su Hijo encarnado: el amor, de hecho, respeta siempre la libertad.
Queridos amigos, mañana celebraremos la fiesta de San Benito, Abad y Patrón de Europa. A la luz de este Evangelio, mirémosle como maestro de la escucha de la Palabra de Dios, una escucha profunda y perseverante. Debemos siempre aprender del gran Patriarca del monaquismo occidental y dar a Dios el lugar que Él espera, el primer lugar, ofreciéndole, con la oración de la mañana y de la tarde, las actividades cotidianas. La Virgen María nos ayude a ser, según su modelo, “tierra buena” donde la semilla de la Palabra pueda dar mucho fruto.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Cristo enseña a través de las parábolas
546. Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino (cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para “conocer los Misterios del Reino de los cielos” (Mt 13, 11). Para los que están “fuera” (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).
La capacidad de conocer y responder a la voz de Dios
1703. Dotada de un alma “espiritual e inmortal” (GS 14), la persona humana es la “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (GS 24, 3). Desde su concepción está destinada a la bienaventuranza eterna.”
1704. La persona humana participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. Por la razón es capaz de comprender el orden de las cosas establecido por el Creador. Por su voluntad es capaz de dirigirse por sí misma a su bien verdadero. Encuentra su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien (cf GS 15, 2).
1705. En virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre está dotado de libertad, “signo eminente de la imagen divina” (GS 17).
1706. Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa “a hacer [...] el bien y a evitar el mal” (GS 16). Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo. El ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana.
1707. “El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia” (GS 13, 1). Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Ha quedado inclinado al mal y sujeto al error.
«De ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas». (GS 13, 2)
1708. Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia restaura en nosotros lo que el pecado había deteriorado.
1709. “El que cree en Cristo es hecho hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador, el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo.
Dios asocia al hombre a la obra de su gracia
2006. El término “mérito” designa en general la retribución debida por parte de una comunidad o una sociedad a la acción de uno de sus miembros, considerada como obra buena u obra mala, digna de recompensa o de sanción. El mérito corresponde a la virtud de la justicia conforme al principio de igualdad que la rige.
2007. Frente a Dios no hay, en el sentido de un derecho estricto, mérito por parte del hombre. Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él, nuestro Creador.
2008. El mérito del hombre ante Dios en la vida cristiana proviene de que Dios ha dispuesto libremente asociar al hombre a la obra de su gracia. La acción paternal de Dios es lo primero, en cuanto que Él impulsa, y el libre obrar del hombre es lo segundo, en cuanto que éste colabora, de suerte que los méritos de las obras buenas deben atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel, seguidamente. Por otra parte, el mérito del hombre recae también en Dios, pues sus buenas acciones proceden, en Cristo, de las gracias prevenientes y de los auxilios del Espíritu Santo.
2009. La adopción filial, haciéndonos partícipes por la gracia de la naturaleza divina, puede conferirnos, según la justicia gratuita de Dios, un verdadero mérito. Se trata de un derecho por gracia, el pleno derecho del amor, que nos hace “coherederos” de Cristo y dignos de obtener la herencia prometida de la vida eterna (cf Concilio de Trento: DS 1546). Los méritos de nuestras buenas obras son dones de la bondad divina (cf Concilio de Trento: DS 1548). “La gracia ha precedido; ahora se da lo que es debido [...] Los méritos son dones de Dios” (San Agustín, Sermo 298, 4-5).
2010. “Puesto que la iniciativa en el orden de la gracia pertenece a Dios, nadie puede merecer la gracia primera, en el inicio de la conversión, del perdón y de la justificación. Bajo la moción del Espíritu Santo y de la caridad, podemos después merecer en favor nuestro y de los demás gracias útiles para nuestra santificación, para el crecimiento de la gracia y de la caridad, y para la obtención de la vida eterna. Los mismos bienes temporales, como la salud, la amistad, pueden ser merecidos según la sabiduría de Dios. Estas gracias y bienes son objeto de la oración cristiana, la cual provee a nuestra necesidad de la gracia para las acciones meritorias.
2011. La caridad de Cristo es en nosotros la fuente de todos nuestros méritos ante Dios. La gracia, uniéndonos a Cristo con un amor activo, asegura el carácter sobrenatural de nuestros actos y, por consiguiente, su mérito tanto ante Dios como ante los hombres. Los santos han tenido siempre una conciencia viva de que sus méritos eran pura gracia.
«Tras el destierro en la tierra espero gozar de ti en la Patria, pero no quiero amontonar méritos para el Cielo, quiero trabajar sólo por vuestro amor [...] En el atardecer de esta vida compareceré ante ti con las manos vacías, Señor, porque no te pido que cuentes mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso, quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de ti mismo» (Santa Teresa del Niño Jesús, Acte d’offrande á l’Amour miséricordieux: Récréations pieuses-Priéres).
La creación, parte del universo nuevo
1046. En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre:
«Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios [...] en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción [...] Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior [...] anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 19-23).
1047. Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, “a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos”, participando en su glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 5, 32, 1).
El valor de la meditación
2707. Los métodos de meditación son tan diversos como diversos son los maestros espirituales. Un cristiano debe querer meditar regularmente; si no, se parece a las tres primeras clases de terreno de la parábola del sembrador (cf Mc 4, 4-7. 15-19). Pero un método no es más que un guía; lo importante es avanzar, con el Espíritu Santo, por el único camino de la oración: Cristo Jesús.
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
También lo creado espera ser liberado
En el centro de la liturgia de hoy está el tema de la palabra de Dios. En la primera lectura se habla de ella con la imagen de la lluvia, que desciende del cielo y no vuelve allá sin haber regado primero la tierra, haberla fecundado y hecho germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que tiene que comer. En el Evangelio, se vuelve a hablar de la palabra de Dios, esta vez con la imagen de la simiente, que cae o bien sobre las piedras o bien sobre los abrojos y espinas o bien sobre terreno bueno y produce su fruto.
Nosotros hemos tratado el tema de la palabra de Dios hace algunos domingos (mira el IX Domingo del Tiempo ordinario) y de cómo acogerla, meditarla y ponerla en práctica; y esto nos permite dedicar hoy nuestra atención a otro tema, bastante actual, que tiene lugar en todo el ciclo de los tres años sólo en esta ocasión: el tema de la ecología y de la protección de lo creado. En la segunda lectura, del apóstol Pablo, leemos:
«La creación... fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios... hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto».
Este texto famoso nos habla de una solidaridad entre el hombre y lo creado en el bien y en el mal, en la libertad y en la esclavitud. Juntos gemimos, juntos esperamos, incluso si el gemir del hombre es fruto de la corrupción de su libertad; todo lo creado está para su participación en el destino del hombre. Estamos ante el texto más cercano de la Escritura a lo que hoy se entiende por ecología y protección de lo creado; y es a este tema al que queremos dedicar nuestra reflexión, para intentar iluminar su fundamento bíblico.
Es una visión la de Pablo en cierto sentido muy moderna. En ella el cosmos no es examinado a la manera griega, estáticamente y en su fijeza, como algo perfecto desde el principio, del que cualquier pequeña alteración, según los estoicos, habría comprometido la armonía preestablecida. Al contrario, es visto dinámicamente, en su esfuerzo de tender a una armonía ya un orden superior, a unos «nuevos cielos y nueva tierra» (2 Pedro 3, 13); esto es, a una visión que ciertamente está más cercana a la evolucionista de nuestros tiempos.
Hay dos modos de hablar de ecología y de respeto a lo creado: uno, a partir del hombre y otro, a partir de Dios. El primero tiene en el centro al hombre. En este caso, no nos preocupan tanto las cosas por sí mismas, cuanto en función del hombre: por el daño irreparable que el agotamiento o la contaminación del aire, del agua o la desaparición de ciertas especies animales ocasionarían a la vida humana en el planeta. Es un ecologismo, que se puede resumir en el lema: «Salvemos la naturaleza y la naturaleza nos salvará a nosotros».
Este ecologismo es bueno; pero, es muy precario. Los intereses humanos, en efecto, varían de nación en nación, de hemisferio en hemisferio y es difícil ponernos todos de acuerdo. Esto se ha visto a propósito del famoso hueco en el ozono. Ahora, nos hemos dado cuenta que ciertos gases dañan el ozono y quisiéramos poner ciertos límites a los frigoríficos, frascos de spray y otras cosas del género, en los que son empleados tales gases. Pero, en los países en vías de desarrollo, que sólo ahora comienzan a dotarse de estas comodidades, nos responden justamente que es demasiado cómodo exigirles ahora a ellos estas renuncias, cuando nosotros desde hace tiempo nos hemos puesto a buen seguro.
Por esto, es necesario encontrar un fundamento más sólido al ecologismo. Y éste puede ser sólo de naturaleza religiosa. La fe nos enseña que nosotros debemos respetar lo creado no sólo por intereses egoístas para no dañamos a nosotros mismos, sino porque lo creado no es nuestro, es de Dios, es el modelo del Espíritu de Dios, que lo ha sacado y lo saca continuamente desde el caos para hacerlo cosmos, esto es, algo hermoso, armonioso y perfecto.
Es verdad que en el inicio Dios dijo al hombre que «dominara» la tierra; pero, en dependencia suya, de su voluntad, como administrador y no como dueño absoluto. Él ordenó «que labrase y cuidase o custodiase el jardín» (Génesis 2, 15); el hombre es, por lo tanto, el custodio y no el dueño de la tierra. Entre él y las cosas hay más una relación de solidaridad y de fraternidad que de dominio. Todos procedemos del mismo creador; somos telas distintas del mismo pintor. Todo esto, lo había comprendido bien san Francisco de Asís, que llamaba hermano o hermana a todas las criaturas: el sol, la luna, las flores, la tierra, el agua...
Este modo de posicionarse frente a la naturaleza, inspirado por la fe, no es sólo poético sino que puede determinar planteamientos verdaderamente nuevos y «ecológicos» también en sentido moderno. De san Francisco se ha escrito que cuando los frailes iban a cortar leña les recomendaba que no cortasen también el tronco, a [m de que el árbol pudiese volver a crecer y sacar hojas; al hortelano le decía que debía dejar sin cultivar una pequeña porción de tierra para que las flores y las verduras silvestres pudiesen tener espacio para crecer; recogía los insectos del camino por miedo de que los pisotearan aquellos que pasaban; en invierno, llevaba miel a las abejas para que no muriesen de hambre. «Llamaba hermano a cada especie animal, a pesar de que tenía una predilección especial por los más mansos e indefensos de entre ellos».
Con razón, Juan Pablo II ha declarado al Pobrecillo de Asís patrón de los ecologistas. San Francisco, con su elección de una pobreza libre y alegre, nos espolea a volver a un estilo de vida más sencillo y sobrio, sin que la ecología permanezca como un ideal puramente teórico. Él acostumbraba a decir: «No fui nunca ladrón de limosnas». Pensaba que recibir más limosnas de las necesarias, fuese como robárselas a otros pobres. Nosotros podemos aprender de él a no ser «ladrones de cosas». Llegamos a ser ladrones de cosas (de la leña, del papel, del agua) si agotamos los recursos de la tierra, porque todo lo que nosotros usamos en más de lo necesario 10 robamos a otros. Si no a otros al menos a las generaciones, que vendrán detrás de nosotros, que se encontrarán dramáticamente privadas de ello. ¡Cuando arrojamos papel en la basura, por ejemplo, deberíamos acordarnos que un gran periódico dominical cuesta a la tierra decenas de hectáreas de bosque!
El ecologismo espiritual nos enseña, sin embargo, a ir incluso más allá de la pura «protección» y del «respeto» a lo creado. Nos enseña a unirnos a lo creado para proclamar la gloria de Dios y para sentirnos en medio de las criaturas «como un maestro de canto en medio de un coro desorganizado». Nos enseña, también, a hacer de ellos una escalinata para elevarnos al conocimiento de Dios.
«Son necios por naturaleza todos los hombres que han desconocido a Dios y no fueron capaces de conocer al que es a partir de los bienes visibles, ni de reconocer al Artífice, atendiendo a sus obras... Si, cautivados por su belleza, los tomaron por dioses, sepan cuánto les aventaja su Señor, pues los creó el autor de la belleza... pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se descubre, por analogía, a su Creador» (Sabiduría 13, 1-5).
Dios ha escrito dos libros: la Biblia y todo lo creado. Este segundo es un libro abierto ante todos; todos pueden leerlo, incluso los analfabetos. Por eso, tan frecuentemente la Biblia recurre a los fenómenos y a los elementos naturales para instruirnos sobre las verdades espirituales. Nos habla de la palabra de Dios con la imagen de la lluvia y de la semilla, del Espíritu Santo con el símbolo del viento y del fuego, de Dios con la imagen de la roca...
Estamos, ahora, en pleno verano, en tiempo de vacaciones. Lo que estamos diciendo nos puede ayudar a pasar unas vacaciones distintas, más bellas y más sanas. El modo mejor de fortificar el cuerpo y el espíritu no es pasar los días pegados los unos a los otros en las playas y después en la noche apretujados en los night club y en las discotecas, continuando así, en otro ambiente, la misma vida artificial y caótica, que nos guía durante el resto del año en la ciudad. Debemos, más bien, buscar el contacto con la naturaleza, momentos en los que nos sintamos en sintonía profunda con ella y con todas las cosas.
Es increíble el poder que tiene el contacto con la naturaleza para ayudarnos a volver a reencontrarnos a nosotros mismos y nuestro equilibrio interior.
Debemos aprender a contemplar. La contemplación es la gran aliada de la ecología. Ella nos permite gozar de las cosas sin necesidad de poseerlas y de impedirlas a los demás. Si uno tiene la propiedad de un lago o de un parque, lo valla con hilo espinoso y sólo él puede gozarlo. En la contemplación, por el contrario, mil hombres pueden gozar simultáneamente del mismo lago o parque sin quitar nada a los demás. La posesión sustrae, la contemplación multiplica.
Jesús era un gran contemplador de la naturaleza. Decía: «Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta... Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan...» (Mateo 6, 26-28). Sus parábolas son la prueba del amor con que él contemplaba las cosas. Entre él y la naturaleza había un secreto entendimiento. Esto explica, mejor que muchos razonamientos, los milagros de Jesús. Es como si la naturaleza a su paso suspendiera sus leyes e hiciese excepciones, como se hace cuando llega un amigo. Alguien ha explicado así el milagro del agua convertida en vino: «En Caná el agua vio a su creador... y enrojeció».
Todo lo que hemos dicho encuentra una expresión poética en el Salmo responsorial de hoy. Escuchándolo, somos como empujados también nosotros a mirar la naturaleza con ojos llenos de maravilla y a alabar al creador de todo:
«Tú cuidas de la tierra, la riegas
y la enriqueces sin medida;
la acequia de Dios va llena de agua,
preparas los trigales.
Riegas los surcos, igualas los terrones,
tu llovizna los deja mullidos,
bendices sus brotes.
Coronas el año con tus bienes,
tus carriles rezuman abundancia;
rezuman los pastos del páramo,
y las colinas se orlan de alegría.
Las praderas se cubren de rebaños,
y los valles se visten de mieses,
que aclaman y cantan» (Salmo 64, 10-14).
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Sacramentos para dar fruto
La Iglesia es la tierra buena en donde sale el sembrador a sembrar.
El sembrador es Cristo.
La semilla es la Palabra.
Los sacerdotes son los elegidos de Dios para preparar la tierra y sembrar con Él la tierra buena, que son los corazones de los hombres bien dispuestos.
Escuchar y recibir la Palabra produce fruto. Pero, si está acompañada de la gracia de los sacramentos, que es como la lluvia que moja y empapa la tierra, la semilla produce un mejor fruto.
Se necesitan los sacramentos para dar fruto abundante.
La Palabra es la semilla que actúa en la tierra buena de aquel que la escucha, y se enriquece al recibirla y al transmitirla.
Jesús se manifiesta a través de la Palabra, para que los que tengan oídos oigan y entiendan la esencia de su mensaje. Porque, para conseguir una buena cosecha, es necesario cultivar la vida interior, perseverando en la oración y viviendo en el amor, dando fruto al ciento por uno, en un encuentro constante con Él.
Permanece tú receptivo a la Palabra, y bien dispuesto a que se remueva constantemente tu tierra, para que tu cosecha sea fructuosa, alimentándote y dejándote limpiar con los sacramentos.
Pon toda tu atención en Cristo, en su Palabra y en su Corazón, para que lo dejes actuar, y transformar la aridez de tu corazón en tierra fértil, en donde su Palabra crezca y produzca frutos abundantes de santidad.
Permite que la lluvia de gracia no sólo moje, sino que empape tu tierra. Siente cómo penetra el aroma de la vida en tu interior, y llena de vida tu corazón.
Es Cristo quien hace llover. Es Cristo quien hace brotar la vida. Es Cristo quien vive en ti y te da la gracia para dar fruto en abundancia.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
La verdad del hombre
Parece retratarse con esta parábola –actual hoy como nunca– a la perfección la actitud de bastantes en nuestro tiempo. Eso de no captar lo que está ante los propios ojos, porque no se quiere contemplar ni reconocer; de no oír lo que de continuo se escucha, porque no se quiere atender ni saber; de no conmoverse por lo que clama al cielo, porque sólo interesa lo propio por mucho que se diga lo contrario, es tan habitual, tan normal, llegamos a decir; tan corriente o tan frecuente, sería más preciso, que llama poco la atención. Sin embargo, la realidad es indiscutible para cualquiera. Para cualquiera, habría que precisar, que no quiera hacerse el loco.
Las palabras de Isaías en modo alguno han perdido su vigencia con los siglos. Da la impresión de que todavía, y de modo casi universal, se nos puede incluir en ese “pueblo” que, sin contemplaciones, critica el profeta: se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos; no sea que vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan. Porque la presencia de Dios y la realidad sobrenatural en el mundo es hoy tan clamorosa como lo ha sido siempre; para quien no haya decidido negarla a toda costa, habría que aclarar. Únicamente la tozudez humana –han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos–, únicamente un empeño pertinaz por negar a Dios en todo caso, conduce al agnosticismo de nuestros días.
Es, al fin y al cabo, volver a lo de siempre. Esa obstinación de constituirnos en señores autónomos, sin nadie a quien responder salvo a uno mismo, como si el propio yo fuera la instancia última del bien y del mal, no ha perdido su atractivo desde el primer pecado de hombre, por más que no tenga ni pies ni cabeza. ¿Acaso nos hemos otorgado alguno la existencia y determinado la estructura humana? Más bien parece que cierto día se abrió nuestra inteligencia –nuestros oídos y nuestros ojos– a un mundo predeterminado, sobre el que no se contó con nosotros en su formación. Luego nos enteramos de tantas cosas, porque éramos personas y no plantas o meros animales, pero tampoco para esto se nos pidió parecer. Nos enteramos de que había que llevar a cabo el bien y evitar el mal, pero en libertad. En libertad, sí, pero no era indiferente. Como no es indiferente –siguiéndolo la parábola– dejarse seducir por el poder o la riqueza olvidando al prójimo mientras tanto. No da igual si tomo sin razón de lo que no es mío, si no me ocupo de unos padres mayores, si pierdo la oportunidad de un perfeccionamiento humano o profesional, etc.
Tan sólo haciéndonos los ciegos y los sordos podríamos concluir que poco importa dar fruto o no; que la misma categoría tiene el diligente que el perezoso, el generoso que el egoísta. No obstante pretende imponerse, como criterio de moralidad, que lo correcto es llevar a cabo la propia voluntad, independiente, eso sí, de toda imposición. En absoluto se puede aducir, como condición de conducta recta, la necesidad de no dañar a otros, aunque en un alarde de generosidad con los demás se exija esta condición. Bien evidente resulta que las conductas egoístas y aplaudidas porque son libres, por mucho que quiera ignorarse, desatienden las necesidades de otros hombres, en ocasiones urgentes. Como es bien claro que, perdiendo el tiempo en diversiones desmedidas, se despilfarra riqueza, energía, tiempo de servicio, que sería muy útil para otros menos afortunados. Es triste que tantas veces no queramos contemplar la realidad. Que la fuerza de la costumbre nos lleve como a vivir de espaldas a nosotros mismos: a la verdad total de nosotros mismos.
No se puede dejar de descubrir a un hombre con miedo en el fondo del reconocimiento de esta realidad, incuestionable hoy como en los tiempos del profeta Isaías. Miedo al sufrimiento de la entrega, del olvido de sí; miedo a perder la hegemonía de la propia historia. Pero ese miedo se debe a un engaño, a una mentira también vieja como el mismo pecado: pensar que podemos ser dioses; que la condición de criatura es indigna del hombre, como si todas las desgracias fueran a venirnos como consecuencia de reconocer esa realidad.
Más bien sucede lo contrario y bien claro está en la historia de nuestros días. De continuo registramos la evidencia del dolor individual y colectivo que originan ese egoísmo humano que se ha dado en llamar liberación, poder hacer lo que quiero.
La Madre de Dios ha sido y será la más feliz de la estirpe humana. Ojalá nos atrevamos a contemplar su vida y aprender.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
La semilla y la Palabra de Dios
Estamos en pleno verano. Es la época en que en la naturaleza maduran y son recogidas las mieses. Puntualmente, la buena “madre tierra”, como la llamaba san Francisco, da al hombre la semilla para plantar y el pan para comer (primera lectura). El gran prodigio anual de la multiplicación del pan se repite, aun cuando nos encuentre indiferentes e ingratos ante su misma regularidad y costumbre.
Sin embargo, la liturgia no se muestra desatenta frente a estos grandes momentos de la naturaleza que marcan la vida del hombre y de la tierra. Hoy nos invita a mirar las mieses que llegaron a madurar. En el salmo responsorial, nos involucra en un canto de estupor y de alabanza al Creador por la vida maravillosa de lo creado y de los campos. Todo el ciclo productivo de la tierra es visto como un don maravilloso de Dios y como perfecta ejecución y docilidad por parte de las criaturas:
Visitas la tierra, la haces fértil
y la colmas de riquezas;
los canales de Dios desbordan de agua,
y así preparas sus trigales:
riegas los surcos de la tierra,
emparejas sus terrones;
la ablandas con aguaceros
y bendices sus brotes.
Tú coronas el año con tus bienes,
y a tu paso rebosa la abundancia;
rebosan los pastos del desierto
y las colinas se ciñen de alegría.
La liturgia no se detiene en una contemplación poética y estática de la naturaleza. Se eleva a la contemplación de otra siembra: la que tiene por terreno al hombre, por sembrador a Dios y por semilla a la palabra de Dios. Es un aspecto decisivo de nuestro ser cristianos e incluso anterior a nuestro ser hombres, que se presenta con todo el poderoso realismo que la comparación de la tierra y del sembrador le otorga.
La primera lectura pone de relieve una característica de la palabra de Dios: su eficacia: Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven a él sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé.
Este lenguaje, tan elocuente también para nosotros, lo era todavía más para los hombres a quienes se dirigía Isaías: hombres que luchaban con el desierto y conocían su aridez, hombres para quienes la lluvia era sinónimo de vida. Donde cae la palabra de Dios, germina entonces la vida; ella nunca se desliza en vano.
Es lo que también nos dice Jesús: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (Mc 13. 31). En la epístola a los hebreos, leemos: Porque la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo... Ninguna casa creada escapa a su vista, sino que todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel a quien debemos rendir cuentas (Heb. 4. 12-13). Como la lluvia penetra entre los terrones de tierra, así la palabra de Dios penetra en la profundidad del corazón y revela sus sentimientos e ideas, poniéndolo en estado de decisión.
El Evangelio nos hace adelantar un paso; perfecciona también la afirmación de Isaías, destacando otra verdad, realmente la más importante, del mensaje de hoy. La palabra de Dios es siempre eficaz en sí misma; el hombre, sin embargo, puede ofrecerle resistencia con su libertad y hacerla infructuosa. También la lluvia puede ser estéril sí cae sobre las piedras. Es el misterio de la relación entre gracia y libre albedrío, entre omnipotencia de Dios y libertad del hombre. Así como la luz es única, pero provoca diversos colores –blanco, rojo, amarillo, etc.– según sea la constitución de los cuerpos sobre los que cae, así la palabra de Días es siempre viva y eficaz, pero produce efectos y frutos distintos, según sean los corazones sobre los que cae.
Jesús nos ha presentado una serie de casos: el corazón superficial, el árido y rocoso, el disipado y, por fin, el bueno y disponible ante la palabra de Dios.
Podríamos preguntarnos: ¿a qué categoría de terreno pertenece nuestro corazón? ¿Somos de los que escuchan, pero después olvidan y se dejan absorber por otra cosa? ¿De aquellos que reciben la palabra a nivel epidérmico? Ésta es la categoría más difundida. Santiago los llama “oyentes distraídos” y los compara con alguien que observa su propia cara en el espejo: El que oye la Palabra y no la práctica, se parece a un hombre que se mira en el espejo, pero en seguida se va y se olvida de cómo es (Sant 1. 13. sq.).
Pero prefiero detenerme en la nota positiva y alentadora del Evangelio de hoy: la palabra de Dios encuentra también muchos corazones disponibles, mucho terreno bueno. El terreno óptimo fue el de María, que acogía todas las palabras y las custodiaba en su corazón (cfr. Lc. 2, 19). Terreno bueno fueron los apóstoles y los discípulos que acogieron la palabra y la predicaron al mundo, irrigándola con la propia sangre.
¿Quién es hoy el terreno bueno que da frutos? Es el cristiano que, antes que nada, tiene sed de la palabra de Dios, que la ama, que se preocupa por escucharla, por entenderla, convencido de que el hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt. 4, 4). Es aquel que aplica la palabra a su vida; le da modo y espacio, con la reflexión, de prender en su corazón, de iluminar las intenciones, de fortificar los propósitos, de manera que se transformen en obras evangélicas, es decir, en aquel cien por ciento, o sesenta por ciento del que habla Jesús al final de su parábola.
Seremos terreno bueno en proporción a la capacidad de dejarnos penetrar por el Evangelio, de adecuar a él nuestro modo de pensar, de juzgar valores; en una palabra, de convertirnos. Santiago nos ha sugerido una óptima imagen, en la cual haremos bien en pensar: la palabra de Dios es un espejo. Ella no nos sirve y no nos cambia, si le pasamos por adelante apurados y distraídos. Por el contrario, debemos enfrentarnos a ella, mirar a su luz cada pliegue de nuestra vida, dejarnos juzgar por ella como nos dejamos juzgar por un espejo, y por un espejo que no se detiene en la superficie, sino que penetra hasta el meollo y revela los secretos del corazón. Entonces será la más grande fuerza de corrección y de renovación.
El inicio del Evangelio de hoy nos ha presentado a Jesús que, desde la barca, habla a la multitud que está de pie en la orilla. Es como si todo esto se hubiera repetido para nosotros: Jesús nos ha enseñado estando entre nosotros y ante nosotros. Nosotros somos la multitud que, desde la orilla, lo hemos escuchado. A quien lo escuchó, poco más tarde, Jesús multiplicó el pan en el desierto. También para nosotros él está por multiplicar y distribuir el pan que es su cuerpo dado por nosotros. Su presencia será plena cuando esté en nosotros mediante su palabra y su sacramento, que es la carne para la vida del mundo. Que encuentre en nosotros un terreno abierto y bueno que lo acoja con alegría a Él, que es la semilla de la vida eterna, la Palabra hecha carne que viene a habitar entre nosotros.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
En el Santuario alpino de Nuestra Señora de Barmasc (15-VII-1990)
– Dios lo puede todo
“Así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya cumplido aquello a que la envié” (Is 55, 11).
Como la lluvia baña la tierra, así Dios con su gracia da nuevamente vigor al hombre abrumado por el peso del pecado y de la muerte. Él es fiel y mantiene siempre la palabra dada.
Ningún poder logrará frenar la fuerza irresistible de su misericordia.
Las palabras del Deutero-Isaías que hemos escuchado en la primera lectura subrayan de manera significativa la promesa que Yavé renueva al pueblo de Israel afligido y desorientado. Ellas se dirigen también a nosotros como un llamamiento a la esperanza y como un estímulo a la confianza. Se dirigen al hombre de nuestro tiempo, sediento de felicidad y bienestar, que va en busca de la verdad y de la paz, pero que, por desgracia, experimenta la decepción del fracaso.
Las palabras del profeta son una invitación a creer que Dios puede modificar cualquier situación, incluso la más dramática y compleja.
En efecto, ¿quién puede oponerse a su obrar? Él, que es omnipotente y bueno, ¿nos abandonará quizá a nuestra fragilidad y nos dejará vagar a merced de nuestra infidelidad?
En los textos de este domingo el Omnipotente se nos presenta revestido de ternura y atención, prodigando a la humanidad dones de salvación. Él acompaña con paciencia al pueblo que eligió; guía fielmente a lo largo de los siglos a la Iglesia, el “nuevo Israel”, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne” (Lumen Gentium n.9).
Habla y obra, dona sin medida y sin arrepentimiento, interviene en nuestra realidad diaria incluso cuando somos débiles y no correspondemos a su amor gratuito y generoso.
– Respuesta libre
Pero el hombre tiene la posibilidad tremenda de volver vana la iniciativa divina y rechazar su amor. Nuestro “sí”, adhesión libre a su propuesta de vida, es indispensable para que el proyecto de salvación se cumpla en nosotros.
Reflexionemos sobre la parábola del sembrador. Ella nos ayuda a comprender mejor esta realidad providencial y a ponderar sabiamente la responsabilidad que nos corresponde a cada uno de nosotros de hacer madurar la semilla de la Palabra, difundida ampliamente en nuestro corazón. La semilla de la que hablamos es la Palabra de Dios; es Cristo, el Verbo de Dios vivo. Se trata de una semilla en sí misma fecunda y eficaz, surgida de la fuente inextinguible del Amor trinitario. Sin embargo, el hecho de hacerla fructificar depende de nosotros, depende de la acogida de cada uno de nosotros. A menudo, el hombre es distraído por demasiados intereses, le llegan innumerables estímulos desde muchas partes, y le resulta difícil distinguir, entre tantas voces, la única Verdad que hace libre.
Es necesario convertirse en terreno disponible sin abrojos y sin piedras, sino arado y escardado con cuidado. Depende de nosotros ser la tierra buena en la que “da fruto y produce uno ciento, otro sesenta, otro treinta” (Mt 13, 23).
Os exhorto a crecer en deseos de Dios; os aliento a acoger generosamente la invitación que os dirige la liturgia de este día. Ojalá correspondáis siempre a los impulsos de la gracia y produzcáis frutos abundantes de santidad.
El mundo, “sometido a la vanidad” (Rm 8, 20), grita que tiene sed de Cristo. Invoca la paz, pero no sabe dónde hallarla plenamente. ¿Quién podrá transformar este terreno pedregoso y lleno de abrojos en un campo ubérrimo, sino la lluvia y la nieve que bajan desde arriba?
– La Virgen nos sostiene
“Virgo potens, erige pauperem” - “Virgen poderosa, alza al pobre”. Es verdad: la Virgen sostiene al pobre que confía en Ella. Ayuda al cristiano, día tras día, a seguir los pasos de Jesús, a gastar por Él todo tipo de recursos físicos y espirituales, realizando de este modo la misión que le fue confiada por el bautismo. El creyente se transforma así, a su vez, en una semilla de vida ofrecida, junto a Cristo, por la salvación de sus hermanos.
“La ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios” (Rm 8, 19).
La humanidad pide ayuda y busca seguridad. Todos tenemos necesidad de la lluvia de la misericordia, todos aspiramos a los frutos del amor.
Dios sigue visitando la tierra y bendiciendo sus retoños, y seguramente llevará a término la obra comenzada. El panorama formidable que contemplamos aquí nos habla de su fidelidad eterna. Nos habla también de la riqueza de sus dones. Dios se manifiesta desde lo alto “muestra a los extraviados la luz de su verdad para que puedan volver a su camino recto” (Colecta).
Nos muestra a Jesucristo, su Verbo eterno. Nos lo muestra y nos lo ofrece en la Eucaristía; nos lo ofrece a través de las manos de María, su Madre, nuestra Madre.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
La Liturgia de la Palabra de este Domingo está impregnada de optimismo por el éxito de la obra redentora de Cristo, y que la Iglesia continúa en el tiempo hasta que de nuevo Cristo vuelva. Tanto la 1ª Lectura, en la que el segundo Isaías conforta a los israelitas desterrados de Babilonia; como la 2ª, en que S. Pablo habla de la expectación de la creación entera que aguarda la manifestación de los hijos de Dios que sufren la esclavitud del pecado; como la abundante cosecha de la tierra buena que compensa con creces lo que se perdió en el pedregal y los espinos, nos animan a confiar en el éxito de todos nuestros desvelos. También el Salmo Responsorial participa de idéntico optimismo: “la acequia de Dios va llena de agua..., coronas el año con tus bienes”.
El Reino de Dios que Jesús vino a instaurar, encontró una fuerte repulsa en el judaísmo de su tiempo, lo encontró también el cristianismo naciente, y lo sigue encontrando hoy. Con la parábola del sembrador, Jesús nos propone la fe y la generosidad del sembrador al esparcir la semilla de la doctrina que, aunque puede dar un fruto dispar e incluso no darlo, pues su fecundidad depende de donde caiga, está destinada a proporcionar una espléndida cosecha.
El Señor quiere asociarnos a esta siembra de paz, de alegría, de mutuo respeto..., de amor a Dios y a todas las criaturas, a través del ejemplo, la palabra y la confianza con la que el sembrador arroja la semilla al surco. Él no ignora los hielos y la sequía, el azote del viento, del granizo y las plagas que pueden hacer estéril su trabajo. Pero no ignora tampoco, que sin la siembra, los campos no producen más que malas hierbas. Los padres de familia, los educadores, los sacerdotes..., los que de un modo u otro quieren inculcar los valores cristianos, han de mantener vivo el optimismo sobrenatural porque “los que en Ti esperan, Señor, no quedarán defraudados” (S. 24, 3). Pidamos al Señor que nos aumente la fe, para que la indiferencia del camino, el ánimo mal dispuesto del pedregal y los espinos, no maten la esperanza de una abundante cosecha.
Pero no olvidemos que ese campo donde la semilla cae generosamente, somos también nosotros. La semilla es en sí misma fecunda pero el resultado de la recolección es desigual. ¿Por qué la acción de Dios en las almas produce efectos tan dispares? Es el misterio de la Vida divina y la libertad humana. Las palabras de Jesús revelan con toda su fuerza la responsabilidad de cada uno a disponerse bien para aceptar y corresponder a los dones divinos. El Maestro, valiéndose de la imagen de la dureza del camino y del pedregal, del daño de las zarzas y los espinos, nos advierte del peligro de que la Buena Nueva no fructifique en nosotros.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Si el sembrador siembra y la semilla es fecunda, ¿por qué no hay fruto?»
I. LA PALABRA DE DIOS
Is 55, 10-11: «La lluvia hace germinar la tierra»
Sal 64, 10.10-11.12-13: «La semilla cayó en tierra buena y dio fruto»
Rm 8, 18-23: «La creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios»
Mt 13, 1-23: «Salió el sembrador a sembrar»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
La palabra, como la semilla, en sí eficaz. La Palabra de Dios que anunciaba a Israel el fin de la cautividad de Babilonia se cumpliría: «hará mi voluntad, cumplirá mi encargo» (1ª Lect.).
La Palabra necesita de la cooperación humana como la semilla necesita de la tierra. Su eficacia está condicionada a la libre responsabilidad del hombre. Con la imagen de la tierra, el evangelista señala cuatro actitudes: 1) el corazón duro, orgulloso, autosuficiente; 2) los veleidosos, inconstantes, caprichosos; 3) los que están esclavizados por las riquezas, las comodidades, los honores, las vanidades, etc.; 4) los que acogen la Palabra con buena voluntad (Ev.).
El Espíritu que habita en nosotros nos introduce en la Palabra para que produzca el fruto de la esperanza de la «libertad gloriosa de los hijos de Dios».
III. SITUACIÓN HUMANA
Ya se ha dicho en otro lugar que el hombre de hoy halla dificultades dentro y fuera de sí mismo para reflexionar, pensar, crear ideas... Siguen ocupando lugar de privilegio las lecturas que sólo entretienen y alienan, y son pocos los que se ocupan de lo serio y profundo. No es una mirada negativa sobre la realidad. Es un hecho que no solamente ofrece dificultades a la semilla evangélica. También para cualquier idea mínimamente seria.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– Cristo, Palabra única de la Sagrada Escritura: «En la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza, porque en ella no se recibe solamente la palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios» (104).
– «Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra Palabra más que ésta» (65).
– La fe cristiana es la religión de la Palabra: “Sin embargo la fe cristiana no es una «religión del Libro». El cristianismo es la religión de la Palabra de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo» (S. Bernardo, hom. mis.4.11). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas” (108).
La respuesta
– Fecundidad de la Palabra divina: «El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los cielos. Por ello avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios» (1724; cf 2654).
El testimonio cristiano
– «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...porque lo que hablaba antes en partes a los profetas, ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad (S. Juan de la Cruz, Carm.2.22)» (65).
Llamados a sembrar, arrojemos la semilla. Dios dará el incremento. No sembrar por miedo a la falta de fruto es desconfiar de Dios.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Parábola del sembrador.
– La semilla y el camino. La falta de recogimiento interior impide la unión con Dios.
I. San Mateo nos dice en el Evangelio de la Misa que Jesús se sentó junto al mar y se le acercó tanta gente para oír su palabra que hubo de subirse a una barca, mientras la multitud le escuchaba desde la orilla. El Señor, sentado ya en la pequeña embarcación, comenzó a enseñarles: Salió un sembrador a sembrar, y la semilla cayó en tierra muy desigual.
En Galilea, terreno accidentado y lleno de colinas, se destinaban a la siembra pequeñas extensiones de terreno en valles y riberas; la parábola reproduce la situación agrícola de aquellas tierras. El sembrador esparce a voleo su semilla, y así se explica que una parte caiga en el camino. La semilla caída en estos senderos era pronto comida por los pájaros o pisoteada por los transeúntes. El detalle del suelo pedregoso, cubierto sólo por una delgada capa de tierra, correspondía también a la realidad. A causa de su poca profundidad, brota la semilla con más rapidez, pero el calor la seca con la misma prontitud por carecer de raíces profundas.
El terreno donde cae la buena semilla es el mundo entero, cada hombre; nosotros somos también tierra para la simiente divina. Y aunque la siembra es realizada con todo amor –es Dios que se vuelca en el alma–, el fruto depende en buena parte del estado de la tierra donde cae. Las palabras de Jesús nos muestran con toda fuerza la responsabilidad que tiene el hombre de disponerse para aceptar y corresponder a la gracia de Dios.
Parte cayó junto al camino, y vinieron los pájaros y se la comieron. Oyen la palabra de Dios, pero viene luego el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón. El camino es la tierra pisada, endurecida; son las almas disipadas, vacías, abiertas por completo a lo externo, incapaces de recoger sus pensamientos y guardar los sentidos, sin ordenen sus afectos, poco vigilantes en los sentimientos, con la imaginación puesta con frecuencia en pensamientos inútiles; son también las almas sin cultivo alguno, nunca roturadas, acostumbradas a vivir de espaldas al Señor. Son corazones duros, como esos viejos caminos continuamente transitados. Escuchan la palabra divina, pero con suma facilidad el diablo la arranca de sus almas. “Él no es perezoso, antes bien, tiene los ojos siempre abiertos y está siempre preparado para saltar y llevarse el don que vosotros no usáis”.
Necesitamos pedir al Señor fortaleza para no ser jamás como éstos que “se parecen al camino donde cayó la semilla: negligentes, tibios y desdeñosos”. Negligencia y tibieza que se manifiestan en la falta de contrición y de arrepentimiento, y de una lucha decidida contra los pecados veniales. La primera vez que el Sembrador arrojó su semilla en la tierra de nuestra alma fue en el Bautismo. ¡Cuántas veces desde entonces nos ha dado su gracia abundante! ¡Cuántas veces pasó cerca de nuestra vida, ayudando, alentando, perdonando! Ahora, en la intimidad de la oración, calladamente, podemos decirle: ¡Oh, Jesús! Si, siendo ¡como he sido! –pobre de mí–, has hecho lo que has hecho...; si yo correspondiera, ¿qué harías?
Esta verdad te ha de llevar a una generosidad sin tregua.
Llora, y duélete con pena y con amor, porque el Señor y su Madre bendita merecen otro comportamiento de tu parte.
– El pedregal y los espinos. Necesidad del sacrificio y del desprendimiento en la vida sobrenatural.
II. Otra parte cayó en pedregal, donde no había mucha tierra, y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Este pedregal representa a las almas superficiales, con poca hondura interior, inconstantes, incapaces de perseverar. Tienen buenas disposiciones, incluso reciben la gracia con alegría, pero, llegado el momento de hacer frente a las dificultades, retroceden; no son capaces de sacrificarse por llevar a cabo los propósitos que un día hicieron, y éstos mueren sin dar fruto. Hay algunos, enseña Santa Teresa, que después de vencer a los primeros enemigos de la vida interior “acabóseles el esfuerzo, faltóles ánimo”, dejaron de luchar, cuando sólo estaban “a dos pasos de la fuente del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana que quien la bebiere no tendrá sed”. Hemos de pedir al Señor constancia en los propósitos, espíritu de sacrificio para no detenernos ante las dificultades, que necesariamente hemos de encontrar. Comenzar y recomenzar una y otra vez, con santa tozudez, empeñándonos en llegar a la santidad a la que Jesús nos llama, y para la que nos da las gracias necesarias. “El alma que ama a Dios de veras no deja por pereza de hacerlo que puede para encontrar al Hijo de Dios, su Amado. Y después que ha hecho todo lo que puede, no se queda satisfecha y piensa que no ha hecho nada”, enseña San Juan de la Cruz.
Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la sofocaron. Son los que oyen la palabra de Dios, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas sofocan la palabra y queda estéril. El amor a las riquezas, la ambición desordenada de influencia o de poder, una excesiva preocupación por el bienestar y el confort, y la vida cómoda son duros espinos que impiden la unión con Dios. Son almas volcadas en lo material, envueltas en una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales; están como ciegos para lo que verdaderamente importa.
Dejar que el corazón se aficione al dinero, a las influencias, al aplauso, a la última comodidad que pregona la publicidad, a los caprichos, a la abundancia de cosas innecesarias, es un grave obstáculo para que el amor de Dios arraigue en el corazón. Es difícil que quien está poseído por esta afición a tener más, a buscar siempre lo más cómodo, no caiga en otros pecados. “Por eso –comenta San Juan de la Cruz– el Señor los llamó en el Evangelio espinas, para dar a entender que el que los manoseare con la voluntad, quedará herido de algún pecado”.
Enseña San Pablo que quien pone su corazón en los bienes terrenos como si fueran bienes absolutos comete una especie de idolatría. Este desorden del alma lleva con frecuencia a la falta de mortificación, a la sensualidad, a apartar la mirada de los bienes sobrenaturales, pues se cumplen siempre aquellas palabras del Señor: donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón. En este mal terreno quedará indudablemente sofocada la semilla de la gracia.
– Correspondencia a la gracia. Dar fruto.
III. Lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta. Dios espera de nosotros que seamos un buen terreno que acoja la gracia y dé frutos; más y mejores frutos produciremos cuanto mayor sea nuestra generosidad con Dios. “Lo único que nos importa –comenta San Juan Crisóstomo– es no ser camino, ni pedregal, ni cardos, sino tierra buena (...). No sea el corazón camino donde el enemigo se lleve, como el pájaro, la semilla pisada por los transeúntes; ni peñascal donde la poca tierra haga germinar enseguida lo que ha de agostar el sol; ni abrojal de pasiones humanas y cuidados de la vida”.
Todos los hombres pueden convertirse en terreno preparado para recibir la gracia, cualquiera que haya sido su vida pasada: el Señor se vuelca en el alma en la medida en que encuentra acogida. Dios nos da tantas gracias porque tiene confianza en cada uno; no existen terrenos demasiado duros o baldíos para Él, si se está dispuesto a cambiar y a corresponder: cualquier alma se puede convertir en un vergel, aunque antes haya sido desierto, porque la gracia de Dios no falta y sus cuidados son mayores que los del más experto labrador. Supuesta la gracia, el fruto sólo depende del hombre, que es libre de corresponder o no. “La tierra es buena, el sembrador el mismo, y las simientes las mismas; y sin embargo, ¿cómo es que una dio ciento, otra sesenta y otra treinta? Aquí la diferencia depende también del que recibe, pues aun donde la tierra es buena, hay mucha diferencia de una parcela a otra. Ya veis que no tienen la culpa el labrador, ni la semilla, sino la tierra que la recibe; y no es por causa de la naturaleza, sino de la disposición de la voluntad”.
Examinemos hoy en la oración si estamos correspondiendo a las gracias que el Señor nos está dando, si aplicamos el examen particular a esas malas raíces del alma que impiden el crecimiento de la buena semilla, si limpiamos las hierbas dañinas mediante la Confesión frecuente, si fomentamos los actos de contrición, que tan bien preparan el alma para recibir las inspiraciones de Dios. No podemos conformarnos con lo que hacemos en nuestro servicio a Dios, como un artista no se queda satisfecho con el cuadro o la estatua que sale de sus manos. Todos le dicen: es una maravilla; pero él piensa: no, no es esto; yo querría más. Así deberíamos reaccionar nosotros.
Además, el Señor nos da mucho, tiene derecho a nuestra más plena correspondencia..., y hay que ir a su paso. No nos quedemos atrás.
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P. Jorge LORING SJ (Cádiz, España) (www.evangeli.net)
«Salió un sembrador a sembrar»
Hoy consideramos la parábola del sembrador. Tiene una fuerza y un encanto especiales porque es palabra del propio Señor Jesús.
El mensaje es claro: Dios es generoso sembrando, pero la concreción de los frutos de su siembra dependen también —y a la vez— de nuestra libre correspondencia. Que el fruto depende de la tierra donde cae es algo que la experiencia de todos los días nos lo confirma. Por ejemplo, entre alumnos de un mismo colegio y de una misma clase, unos terminan con vocación religiosa y otros ateos. Han oído lo mismo, pero la semilla cayó en distinta tierra.
La buena tierra es nuestro corazón. En parte es cosa de la naturaleza; pero sobre todo depende de nuestra voluntad. Hay personas que prefieren disfrutar antes que ser mejores. En ellas se cumple lo de la parábola: las malas hierbas (es decir, las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas) «ahogan la Palabra, y queda sin fruto» (Mt 13, 22).
Pero quienes, en cambio, valoran el ser, acogen con amor la semilla de Dios y la hacen fructificar. Aunque para ello tengan que mortificarse. Ya lo dijo Cristo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). También nos advirtió el Señor que el camino de la salvación es estrecho y angosto (cf. Mt 7, 14): lo que mucho vale, mucho cuesta. Nada de valor se consigue sin esfuerzo.
El que se deja llevar de sus apetitos tendrá el corazón como una selva salvaje. Por el contrario, los árboles frutales que se podan dan mejor fruto. Así, las personas santas no han tenido una vida fácil, pero han sido unos modelos para la humanidad. «No todos estamos llamados al martirio, ciertamente, pero sí a alcanzar la perfección cristiana. Pero la virtud exige una fuerza que (…) pide una obra larga y muy diligente, y que no hemos de interrumpir nunca, hasta morir. De manera que esto puede ser denominado como un martirio lento y continuado» (Pío XII).
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Buena tierra, fruto abundante
«Lo sembrado en tierra buena representa a quienes oyen la palabra, la entienden y dan fruto, unos el ciento por uno, otros el sesenta, y otros el treinta».
Eso dice Jesús.
Y te lo dice a ti, sacerdote, porque tú eres su tierra buena, la que Él ha elegido para sembrar su semilla, para que dé buen fruto, y ese fruto permanezca.
La semilla es la Palabra de tu Señor, y ha sido sembrada en tu corazón, y te ha sido dado el don para que la entiendas, para que la practiques, para que la vivas, para que la prediques.
Tu Señor te habla claro, sacerdote, y te muestra la verdad, porque tú tienes ojos que ven y oídos que oyen, porque en ti ha encontrado un hombre según su corazón, para que custodie y proteja la semilla, para que siembre con Él, y recoja con Él, porque el que no está con Él está contra Él, y el que no recoge, desparrama.
Tu Señor te llama, sacerdote, y te hace sembrador. Te da la tierra buena, y te da la semilla, y la gracia para preparar y sembrar la tierra. Pero es Él quien hace llover y empapa la tierra, la fecunda y la hace germinar, para que brote la vida. Por tanto, aunque tú, sacerdote, tengas la semilla, nada puedes tú sin la acción del Espíritu Santo.
Permanece en la docilidad y en la disposición a la escucha de la Palabra de tu Señor, para que su Santo Espíritu obre en ti, y produzca en ti el fruto, primero el treinta, luego el sesenta, y luego el ciento por uno.
Frutos de tu trabajo que te santifique, para que seas santo y vivas en la plenitud del amor, uniendo tus frutos en una sola ofrenda agradable a Dios, en el Cuerpo y la Sangre de tu Señor, elevado entre tus manos sobre el altar, cada día, en la sagrada Eucaristía.
Tú eres tierra buena, sacerdote, y en tu tierra ha sido sembrada la semilla sagrada que ha crecido como árbol bueno, que supera en altura a todos los árboles del campo, y sus ramas se multiplican, para que en ellas aniden los pájaros del cielo, para que bajo su sombra se reúnan las naciones, porque por tus frutos te conocerán.
Pero ¡ay de aquel que se engría de su altura, de su hermosura o de su grandeza! Dios te libre de gloriarte, si no es en la cruz de tu Señor Jesucristo, por quien el mundo es un crucificado para ti, y tú eres un crucificado para el mundo.
Y tú, sacerdote, ¿has dado buen fruto?
¿Cuánto fruto has entregado a tu Señor?
¿Qué tan grande es tu ofrenda?
¿Te esfuerzas por mantener tu tierra buena y lista para la siembra?
¿Recibes la semilla?
¿Pides a tu Señor que haga llover en ti?
¿Recibes el agua viva de su manantial constantemente, dejando que empape la tierra?
Y tú, sembrador, ¿siembras tu semilla en tierra buena? ¿La preparas? ¿La fecundas, o solo la esparces sobre el camino, sin importar que se la coman los pájaros, o que caiga en terreno pedregoso, o entre los espinos?
Recibe la semilla de tu Señor, permítele que sea Él quien la siembre en tu corazón, y luego síguelo, aprendiendo de Él a sembrar, a dar vida con Él, y a hacer crecer.
No permitas que lo sembrado te sea arrebatado por las tentaciones, por las preocupaciones y las seducciones del mundo, por la tribulación, por la persecución, por los peligros.
Pídele a tu Señor el don de saber escuchar, de poder entender, para que su Palabra penetre hasta lo más profundo de tu corazón, perseverando en tu misión, alcanzando a las almas, con tus frutos, la salvación.
(Espada de Dos Filos IV, n. 19)
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