Domingo 14 del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo XIV del Tiempo Ordinario (ciclo A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2017
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2011
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • P. Antoni POU OSB Monje de Montserrat (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

DESTRUIRÁ LOS ARCOS DE GUERRA

Zac 9, 9-10; Rom 8, 9.11-13; Mt 11, 25-30

El profeta Zacarías debió escuchar demasiados lamentos de madres angustiadas que habían recibido los despojos de sus hijos aplastados en guerras inútiles. Los promotores de las guerras no ceden, siguen derramando sangre de inocentes con tal de conseguir sus propósitos. El Dios de Israel, por más que hayan desfigurado su rostro, es un rey justo y humilde, que ama la paz y detesta toda forma de violencia. Los jinetes de la guerra no le entusiasman, por eso el profeta anuncia a un emisario modesto que apenas monta en un borrico. El Evangelio de San Mateo también nos presenta un discurso consolador del Señor Jesús. Sus oyentes están desmoralizados por tanto infortunio y tanta violencia y opresión. Reposo y respiro es lo que Jesús les ofrece. Quienes confíen en su mensaje, descubrirán que es un camino que conduce a la paz interior, condición indispensable para alcanzar la paz en la familia y en la sociedad.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 47, 10-11

Meditamos, Señor, los dones de tu amor, en medio de tu templo. Tu alabanza llega hasta los confines de la tierra como tu fama. Tu diestra está llena de justicia.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo reconstruiste el mundo derrumbado, concede a tus fieles una santa alegría, para que, a quienes rescataste de la esclavitud del pecado, nos hagas disfrutar del gozo que no tiene fin. Por nuestro Señor Jesucristo ...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Mira a tu rey que viene humilde hacia ti.

Del libro del profeta Zacarías: 9, 9-10

Esto dice el Señor: “Alégrate sobremanera, hija de Sión; da gritos de júbilo, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti, justo y victorioso, humilde y montado en un burrito.

Él hará desaparecer de la tierra de Efraín los carros de guerra, y de Jerusalén, los caballos de combate. Romperá el arco del guerrero y anunciará la paz a las naciones. Su poder se extenderá de mar a mar y desde el gran río hasta los últimos rincones de la tierra”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 144, 1-2. 8-9. 10-11. 13cd-14.

R/. Acuérdate, Señor, de tu misericordia.

Dios y rey mío, yo te alabaré, bendeciré tu nombre siempre y para siempre. Un día tras otro bendeciré tu nombre, y no cesará mi boca de alabarte. R/.

El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar. Bueno es el Señor para con todos y su amor se extiende a todas sus creaturas. R/.

El Señor es siempre fiel a sus palabras, y lleno de bondad en sus acciones. Da su apoyo el Señor al que tropieza y al agobiado alivia. R/.

Que te alaben, Señor, todas tus obras, y que todos tus fieles te bendigan. Que proclamen la gloria de tu reino y den a conocer tus maravillas. R/.

SEGUNDA LECTURA

Si con la ayuda del Espíritu dan muerte a los bajos deseos del cuerpo, vivirán.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 8, 9. 11-13

Hermanos: Ustedes no viven conforme al desorden egoísta del hombre, sino conforme al Espíritu, puesto que el Espíritu de Dios habita verdaderamente en ustedes. Quien no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo. Si el Espíritu del Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, entonces el Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, también les dará vida a sus cuerpos mortales, por obra de su Espíritu, que habita en ustedes.

Por lo tanto, hermanos, no estamos sujetos al desorden egoísta del hombre, para hacer de ese desorden nuestra regla de conducta. Pues si ustedes viven de ese modo, ciertamente serán destruidos. Por el contrario, si con la ayuda del Espíritu destruyen sus malas acciones, entonces vivirán. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Mt 11, 25

R/. Aleluya, aleluya.

Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del Reino a la gente sencilla. R/.

EVANGELIO

Soy manso y humilde de corazón.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 11, 25-30

En aquel tiempo, Jesús exclamó: “¡Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien.

El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.

Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga y yo les daré alivio. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga, ligera”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

La oblación que te ofrecemos, Señor, nos purifique, y nos haga participar, de día en día, de la vida del reino glorioso. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 11, 28

Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados, y yo los aliviaré, dice el Señor.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Señor, que nos has colmado con tantas gracias, concédenos alcanzar los dones de la salvación y que nunca dejemos de alabarte. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Regocíjate, hija de Sión (Za 9, 9-10)

1ª lectura

El profeta habla ahora directamente a Jerusalén («hija de Sión») y a sus habitantes («hija de Jerusalén») como representantes de todo el pueblo elegido. La invitación a regocijarse y cantar de júbilo es frecuente en el Antiguo Testamento para celebrar la llegada de los tiempos mesiánicos (cfr Is 12,6; 54,1; So 3,14); aquí porque llega a Jerusalén su rey. Aunque no se dice expre­samente, se entiende que es el descendiente de David, haciéndose eco de 2 S 7,12-16; Is 7,14. Este rey se distingue por lo que es y por lo que hace. El término «justo» (sadiq) indica que cumple perfectamente la voluntad de Dios, y el término «victorioso» que goza de la protección y salvación divinas. Los Setenta y la Vulgata entendieron sin embargo que él era el salvador. Es además «humilde», es decir, que no se exalta a sí mismo ni ante Dios ni ante los hombres. Su carácter ­pacífico se manifiesta en que no monta a caballo con manifestación de poder, como los reyes de tiempos del autor sagrado, sino en un borrico, como los antiguos príncipes (cfr Gn 49,11; Jc 5,10; 10,4; 12,14). Hará desaparecer las armas de guerra en Samaría y Judea (cfr Is 2,4.7; Mi 5,9), que serán un solo pueblo; además establecerá la paz en las naciones (v. 10). Los rasgos de este rey son semejantes a los del «siervo del Señor» del que hablaba Isaías (cfr Is 53,11) y a los del pueblo humilde aceptado por Dios (cfr So 2,3; 3,12).

Nuestro Señor Jesucristo cumplió esta profecía cuando entró en Jerusalén antes de la Pascua y fue aclamado por la multitud como el Mesías, el Hijo de David (cfr Mt 21,1-5; Jn 12,14). «El “Rey de la Gloria” (Sal 24,7-10) entra en su ciudad “montado en un asno” (Za 9,9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad (cfr Jn 18,37)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 559).

En sentido alegórico, Clemente de Alejandría entiende la referencia al joven pollino del v. 9 como una alusión a los hombres no sujetos al mal: «No era suficiente decir sólo “pollino”, sino que ha añadido “joven”, para destacar la juventud de la humanidad en Cristo, su eterna juventud en la sencillez. Nuestro divino domador nos cría como a jóvenes potros que somos nosotros, los pequeños» (Paedagogus1,15,1).

El Espíritu de Dios habita en vosotros (Rm 8, 9.11-13)

2ª lectura

San Pablo había especificado dos maneras en las que se puede vivir en este mundo (cfr. Rm 8,5-8). La primera es la vida según el Espíritu, con arreglo a la cual se busca a Dios por encima de todas las cosas y se lucha, con su gracia, contra las inclinaciones de la concupiscencia. La segunda es la vida según la carne, por la que el hombre se deja vencer por las pasiones. La vida según el Espíritu, que tiene su raíz en la gracia, no se reduce al mero estar pasivo y a unas cuantas prácticas piadosas. La vida según el Espíritu es un vivir según Dios que informa la conducta del cristiano: pensamientos, anhelos, deseos y obras se ajustan a lo que el Señor pide en cada instante y se realizan al impulso de las mociones del Espíritu Santo. «Es necesario someterse al Espíritu —comenta San Juan Crisóstomo—, entregarnos de corazón y esforzarnos por mantener la carne en el puesto que le corresponde. De esta forma nuestra carne se volverá espiritual. Por el contrario, si cedemos a la vida cómoda, ésta haría descender nuestra alma al nivel de la carne y la volvería carnal (...). Con el Espíritu se pertenece a Cristo, se le posee (...). Con el Espíritu se crucifica la carne, se gusta el encanto de una vida inmortal» (In Romanos 13).

En el que vive según el Espíritu, vive Cristo mismo (Rm 8,10; cfr Ga 2,20; 1 Co 15,20-23) y, por eso, puede esperar con certeza su futura resurrección (Rm 8,9-13). De ahí que Orígenes comente: «También cada uno debe probar si tiene en sí el Espíritu de Cristo. (...) Quien posee [la sabiduría, la justicia, la paz, la caridad, la santificación] está seguro de tener en sí el Espíritu de Cristo y puede esperar que su cuerpo mortal sea vivificado por la inhabitación en él del Espíritu de Cristo» (Commentarii in Romanos 6,13).

Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré (Mt 11, 25-30)

Evangelio

En contraste con los que no creen en Él, Jesús se llena de gozo por los que le aceptan, la gente sencilla y humilde, que no confía en su propia sabiduría, que no se estiman a sí mismos por prudentes y sabios. El pasaje se ha denominado en alguna ocasión la joya de los evangelios sinópticos, porque recoge la oración de Jesús, que llama Padre a Dios, porque se nos presenta como el que conoce a Dios y que todo lo ha recibido de Él, y porque es quien nos lo revela a los hombres (v. 27; cfr Lc 10,21-24 y nota), si lo recibimos con humildad (v. 25). Estas palabras son una bella oración, y un testimonio de los sentimientos más profundos de Jesús: «Su conmovedor “¡Sí, Padre!” expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, que fue un eco del “Fiat” de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1,9)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2603).

El «yugo» (vv. 29-30) era una palabra que se utilizaba para referirse a la Ley de Moisés (cfr Si 51,33), que con el paso del tiempo se había sobrecargado de minuciosas prácticas insoportables (cfr Hch 15,10) y, a cambio, no daba la paz del corazón. El Señor había anunciado para los tiempos futuros una nueva época de restauración, en la que iba a atraer a sus fieles «con vínculos de afecto..., con lazos de amor» (cfr Os 11,1-11 y nota), y Jesús, con la imagen de su yugo y su carga ligera, se presenta como esa nueva iniciativa de Dios: «Cualquier otra carga te oprime y abruma, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquier otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias del peso, pero cuanto más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de sus alas y verás como vuela» (S. Agustín, Sermones 126,12).

Jesús es también «manso y humilde de corazón» (v. 29). Con esta expresión, que sirve de elogio en las bienaventuranzas (cfr 5,5), se designa en el Antiguo Testamento (cfr Sal 37,11) a la persona paciente, que desiste de la cólera y del enojo, y que pone su confianza en Dios. Al presentarse así, Jesús une sus exigencias a su Persona: ¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos... —¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo! (San Josemaría Escrivá, Surco, n. 813).

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

El reino revelado a los pequeños

Al leer el santo Evangelio hemos oído que el Señor Jesús exultó en el Espíritu y dijo: Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra, porque escondiste esto a los sabios y prudentes y lo revelaste a los pequeñuelos.

Consideremos piadosamente lo que está primero. Vemos, ante todo, que cuando la Escritura dice confesión, no siempre debemos suponer la voz de un pecador. Era de la mayor importancia decir esto para amonestar a vuestra caridad. Porque, en cuanto esa palabra sonó en la boca del lector, se siguió el rumor de los golpes de vuestro pecho, mientras se oía lo que dijo el Señor: Te confieso, Padre. En cuanto sonó confieso, os golpeasteis el pecho. ¿Y qué es golpear el pecho sino indicar que el pecado late en el pecho, y que hay que castigar al oculto con un golpe evidente? ¿Por qué hicisteis eso sino porque oísteis Te confieso, Padre? Confieso, habéis oído, pero no habéis reparado en quién confiesa. Reparad, pues, ahora. Si Cristo dijo confieso, y está lejos de él todo pecado, tal palabra no es exclusiva del pecador, sino que pertenece también al enaltecedor. Confesamos, pues, ya cuando alabamos a Dios, ya cuando nos acusamos a nosotros. Piadosas son ambas confesiones, ya cuando te reprendes tú que no estás sin pecado, ya cuando alabas a aquel que no puede tener pecado.

Sí pensamos bien, la reprensión tuya es alabanza suya. Pues ¿por qué confiesas ya en la acusación de tu pecado? ¿Por qué confiesas, al acusarte a ti mismo, sino porque estabas muerto y estás vivo? Así dice la Escritura: Perece la confesión en el muerto, como si no existiera. Si en el muerto perece la confesión, quien confiesa vive, y si confiesa el pecado, sin duda revivió de la muerte. Y si el confesor del pecado revivió de la muerte, ¿quién le resucitó? Ningún muerto es resucitador de sí mismo. Sólo pudo resucitarse quien no murió al morir su carne. Así resucitó lo que había muerto. Se despertó, pues, aquel que vivía en sí mismo y había muerto en su carne para resucitarla. No resucitó al Hijo sólo el Padre, del que dice el Apóstol: Por lo cual Dios lo exaltó. También el Señor se resucitó a sí mismo, esto es, su cuerpo, y por eso dice: Derribad este templo, y en tres días lo levantaré. El pecador por su parte es un muerto, máxime aquel a quien oprime la mole de la costumbre y está como un Lázaro sepultado. Poco era el estar muerto y estar también sepultado. Quien está oprimido por la mole de la costumbre mala, de la vida mala, esto es, de las concupiscencias terrenas, ve ya realizado en sí lo que dice lamentablemente un salmo: Dijo en su corazón el necio: No hay Dios. De él precisamente se dijo: En el muerto, como si no existiera, perece la confesión. ¿Quién lo resucitó sino quien retiró la losa y exclamó: ¡Lázaro, sal afuera!? ¿Y qué es salir afuera sino manifestar fuera lo que estaba oculto? Quien confiesa sale afuera, y no podría salir afuera si no viviera, y no viviría si no hubiese sido resucitado. Luego, en la confesión, el acusarse a sí mismo es alabar a Dios.

Dirá quizá alguno: ¿De qué sirve la Iglesia si ya sale el confesor resucitado por la voz del Señor? ¿Qué aprovecha al que se confiesa la Iglesia, a la que dijo el Señor: Lo que desatares en la tierra, será desatado en el cielo? Observa al mismo Lázaro cuando sale con sus ataduras. Ya vivía confesando, pero aún no caminaba libre, constreñido por las mismas ataduras. ¿Qué hace, pues, la Iglesia, a la que se dijo: Lo que desatares será desatado, sino lo que a continuación dijo el Señor a los discípulos: Desatadlo y dejadlo marchar?

Ya nos acusemos, ya alabemos a Dios, doblemente le alabamos. Si nos acusamos piadosamente, sin duda alabamos a Dios. Cuando alabamos a Dios, le proclamamos como carente de pecado. Y cuando nos acusamos a nosotros mismos, damos gloria a aquel que nos ha resucitado. Si esto hicieres, el enemigo no halla ocasión alguna para arrastrarte ante el juez. Pues si tú eres tu acusador y Dios tu libertador, ¿qué será aquél sino calumniador? Por eso, con razón Pablo se procuró tutela contra los enemigos, no los manifiestos, la carne y la sangre, que son más bien dignas de compasión que de defensa, sino contra aquellos otros frente a los cuales nos manda el Apóstol armarnos: No tenemos pelea contra la carne y la sangre, esto es, contra los hombres que abiertamente se ensañan con vosotros. Son vasos y los utiliza otro; son instrumentos y los maneja otro. Así dice:

Se introdujo el diablo en el corazón de Judas para que entregara al Señor. Y dirá alguno: ¿Qué hice yo entonces? Escucha al Apóstol: No deis lugar al diablo; con tu mala voluntad le diste lugar: entró, te poseyó, te manipula. Si no le dieras lugar, no te poseería.

Por eso nos amonesta diciendo: No tenemos pelea contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades. Podría alguien pensar que son los reyes de la tierra, las autoridades del siglo. ¿Por qué? ¿No son carne y sangre? Ya se dijo: No contra la carne y la sangre. No pienses, pues, en hombre alguno. ¿Qué enemigos quedan? Contra los príncipes y potestades de la maldad espiritual, rectores del mundo. Como si diera más al diablo y a sus ángeles. Les dio más, les llamó rectores del mundo. Más, para que no lo entiendas mal, explicó qué mundo es ese del que ellos son rectores. Rectores del mundo, de estas tinieblas. El mundo está lleno de esos que él rige, sus amadores e infieles. El Apóstol las llama tinieblas, y sus rectores son el diablo y sus ángeles. Estas tinieblas no son naturales, no son inmutables: cambian y se convierten en luz; creen y al creer son iluminadas. Cuando eso aconteciere, oirán: Antes fuisteis tinieblas, más ahora luz en el Señor. Cuando eras tinieblas, no estabas en el Señor; más cuando eres luz, no estás en ti, sino en el Señor. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido? Y, pues, son enemigos invisibles, han de ser combatidos invisiblemente. Al enemigo visible le vences hiriéndole; al invisible le vences creyendo. Visible es el hombre enemigo; visible es el herir; invisible es el diablo enemigo; invisible es también el creer. Hay, pues, pelea invisible contra los enemigos invisibles.

¿Cómo afirma alguien estar seguro contra estos enemigos? Había comenzado yo a explicarlo, y me sentí obligado a hablar con algún detenimiento de estos enemigos. Conocidos ya los enemigos, veamos la defensa. Alabando invocaré al Señor y quedaré a salvo de mis enemigos. Ahí está lo que puedes hacer: invoca alabando. Pero al Señor. Si te alabas a ti, no quedarás a salvo de tus enemigos. Alabando invoca al Señor y estarás a salvo de tus enemigos. Pues ¿qué dijo el mismo Señor? Un sacrificio de alabanza me glorificará; y ése es el camino en que le mostraré mi salvación. ¿Dónde está el camino? En el sacrificio de alabanza. No pongas los pies fuera de ese camino. Mantente en el camino, no te separes del camino; de la alabanza del Señor no retires el pie, ni siquiera la uña. Porque si pretendieres desviarte de este camino y alabarte a ti en lugar del Señor, no te librarás de aquellos enemigos, ya que de ellos se dijo: Junto a la senda me colocaron piedras de tropiezo. Si crees que tienes de tu cosecha cualquier partícula de bien, ya te desviaste de la alabanza de Dios. ¿Por qué admirarse si te seduce el enemigo, cuando tú eres seductor de ti mismo?

Escucha al Apóstol: Quien piensa ser algo, no siendo nada, se seduce a sí mismo.

Escucha, pues, al Señor que confiesa: Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra. Te confieso, te alabo. Te alabo a ti, no me acuso a mí. En lo que toca a la asunción del hombre por el Verbo, hay gracia total, gracia singular, gracia perfecta. ¿Qué mereció aquel hombre, que es Cristo, si quitas la gracia, y una gracia tal como corresponde a ese único Cristo, para que sea ese hombre que conocemos? Quita esa gracia, y ¿qué es Cristo sino un hombre? ¿Qué es sino lo mismo que tú? Tomó el alma, tomó el cuerpo, tomó el hombre entero, lo asume y el Señor constituye con el siervo una sola persona. ¡Cuán grande es esta gracia! Cristo en el cielo, Cristo en la tierra, Cristo a la vez en el cielo y en la tierra. Cristo con el Padre, Cristo en el seno de la Virgen, Cristo en la cruz, Cristo en los infiernos para socorrer a algunos; y en el mismo día, Cristo en el paraíso con el ladrón confesor. ¿Y cómo lo mereció el ladrón sino porque retuvo aquel camino en que se manifestó su salvación? No apartes tú los pies de ese camino, pues el ladrón, al acusarse, alabó a Dios e hizo feliz su vida. Confió en el Señor y le dijo: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Consideraba sus fechorías, y creía ya mucho, si se le perdonaba al final. Más como él dijo: Acuérdate de mí; pero ¿cuándo?: Cuando estuvieres en tu reino, el Señor le replicó en seguida: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso. La misericordia logró lo que la miseria pospuso.

Escucha, pues, al Señor que confiesa: Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra. Y ¿qué confieso? ¿En qué te alabo? Como he dicho, esta confesión implica alabanza. “Porque escondiste esto a los sabios y prudentes y lo revelaste a los pequeños. ¿Qué significa esto, hermanos? Entended el sentido de esta oposición. Lo escondiste, dice, a los sabios y prudentes; pero no dice: y lo revelaste a los necios e imprudentes, sino que dijo: Lo escondiste a los sabios y prudentes y lo revelaste a los pequeños. A los ridículos sabios y prudentes, a los arrogantes, en apariencia grandes y en realidad hinchados, opuso no los insipientes, no los imprudentes, sino los pequeños. ¿Quiénes son estos pequeños? Los humildes. Por ende, lo escondiste a los sabios y prudentes. El mismo explicó que bajo el nombre de sabios y prudentes había que entender los soberbios, al decir: Lo revelaste a los pequeños. Luego lo escondiste a los no pequeños. ¿Qué significa no pequeños? No humildes. ¿Y qué significa no humildes sino soberbios? ¡Oh, camino del Señor! O no existía o estaba oculto, para que se nos revelase a nosotros. ¿Y por qué exultaba el Señor? Porque el camino fue revelado a los pequeños. Debemos ser pequeños; pues si pretendemos ser grandes, como sabios y prudentes, no se nos revelará ese camino. ¿Quiénes son grandes? Los sabios y prudentes. Diciendo que son sabios, se hicieron necios. Pero tienes el remedio por contraste. Si diciendo que eres sabio te haces necio, di que eres necio y serás sabio. Pero dilo. Dilo, y dilo interiormente. Porque es así como lo dices. Si lo dices, no lo digas ante los hombres y lo calles ante Dios. En cuanto se trata de ti y de tus cosas, eres tenebroso. ¿Qué significa ser necio sino ser tenebroso en el corazón? Y de éstos dijo así: Se oscureció su insipiente corazón. Di que tú no eres luz para ti mismo. Como mucho, eres un ojo, no eres luz. ¿Qué aprovecha un ojo abierto y sano si no hay luz? Di, pues, que no eres luz para ti mismo, y proclama lo que está escrito: Tú iluminarás mi lámpara, Señor. Con tu luz, Señor, iluminarás mis tinieblas. Nada tengo sino tinieblas; pero Tú eres la luz que disipa las tinieblas al iluminarme. La luz que tengo no viene de mí, sino que es luz participada de ti.

Así Juan, amigo del esposo, era tenido por Cristo, era tenido por luz. No era él la luz, sino que daba testimonio de la luz. ¿Cuál era entonces la luz? Existía la luz verdadera. ¿Qué significa verdadera? La que ilumina a todo hombre. Si es verdadera la luz que ilumina a todo hombre, ilumina también a Juan, que decía verdad y confesaba verdad: Nosotros recibimos de su plenitud. Mira si dijo otra cosa que Tú iluminarás mi lámpara, Señor.

Una vez iluminado, daba testimonio. Por razón de los ciegos, la lámpara daba testimonio del día. Ve cómo era lámpara: Mandasteis una embajada a Juan, y quisisteis gloriaros un momento en su luz: él era una lámpara encendida y ardiente. Era una lámpara, esto es, una realidad iluminada, encendida para lucir. Y lo que puede encenderse, puede asimismo extinguirse. Para que no se extinga, que no le dé el viento de la soberbia. Por eso

Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra, porque escondiste esto a los sabios y prudentes, a los que se creían luz y eran tinieblas. Como eran tinieblas y se creían luz, no podían ser iluminados. En cambio, los que eran tinieblas, pero confesaban ser tinieblas, eran pequeños, no grandes; eran humildes, no soberbios. Decían, pues, rectamente: Tú iluminarás mi lámpara, Señor. Se conocían, alababan al Señor, no se apartaban del camino salvador. Alabando, invocaban al Señor y se liberaban de sus enemigos.

Vueltos hacia el Señor, Dios Padre omnipotente, démosle las más expresivas y abundantes gracias con puro corazón cuanto lo permita nuestra parvedad, pidiendo con todo encarecimiento a su singular mansedumbre que se digne recibir nuestras preces en su beneplácito; que con su poder ahuyente de nuestros actos y pensamientos al enemigo; que nos multiplique la fe, gobierne la mente, conceda pensamientos espirituales y nos lleve a su bienaventuranza, por Jesucristo, su Hijo, Amén.

Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 67, 1-10, BAC Madrid 1983, 266-75

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FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2017

Ángelus 2014

El “yugo” del Señor consiste en cargar el peso de los otros con amor fraternal.

Queridos hermanos y hermanas, buenos días:

En el Evangelio de este domingo encontramos la invitación de Jesús, dice así: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt. 11:28). Cuando Jesús dice esto, tiene ante sus ojos las personas que encuentra todos los días por los caminos de Galilea: mucha gente simple, pobres, enfermos, pecadores, marginados... esta gente siempre le siguió para escuchar su palabra -¡una palabra que daba esperanza! ¡Las palabras de Jesús dan siempre esperanza! y también para tocar aunque solo fuese el borde de su manto. Jesús mismo buscaba a estas multitudes extenuadas y dispersas como ovejas sin pastor (cf. Mt 9:35-36): así dice Él, y las buscaba para anunciarles el Reino de Dios y para sanar a muchos de ellos en el cuerpo y en el espíritu. Ahora los llama a todos a su lado: “Vengan a mí”, y les promete alivio y refrigerio.

Esta invitación de Jesús se extiende hasta nuestros días, para llegar a muchos hermanos y hermanas oprimidos por precarias condiciones de vida, por situaciones existenciales difíciles y, a veces privados de auténticos puntos de referencia. En los países más pobres, pero también en las periferias de los países más ricos, se encuentran muchas personas desamparadas y dispersas bajo el peso insoportable del abandono y de la indiferencia. La indiferencia: ¡cuánto daño hace a los necesitados la indiferencia humana! Y aún peor la de los cristianos. En los márgenes de la sociedad hay muchos hombres y mujeres probados por la indigencia, pero también por las insatisfacciones de la vida y las frustraciones. Muchos se ven obligados a emigrar de su patria, arriesgando su propia vida. Muchos más, cada día, soportan el peso de un sistema económico que explota al hombre, le impone un “yugo” insoportable, que los pocos privilegiados no quieren llevar. A cada uno de estos hijos del Padre que está en los cielos, Jesús repite: “Vengan a mí, todos ustedes”. Pero también lo dice a los que poseen todo. Pero cuyo corazón está vacío. Está vacío. Corazón vacío y sin Dios. También a ellos, Jesús dirige esta invitación: “Vengan a mí”. La invitación de Jesús es para todos. Pero de manera especial para los que sufren más.

Jesús promete reconfortar a todos, pero también nos hace una invitación, que es como un mandamiento: “Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón” (Mt 11,29). El “yugo” del Señor ¿en qué consiste? Consiste en cargar el peso de los otros con amor fraternal. Una vez recibido el alivio y consuelo de Cristo, estamos llamados también nosotros a ser alivio y consuelo para los hermanos, con actitud mansa y humilde, a imitación del Maestro. La mansedumbre y la humildad de corazón no sólo nos ayuda a soportar el peso de los otros, sino a no pesar sobre ellos con nuestros propios puntos de vista personales, nuestros juicios, nuestras críticas o nuestra indiferencia.

Invoquemos a la Santísima Virgen María, que acoge bajo su manto a todas las personas desamparadas y dispersas, para que a través de una fe iluminada, testimoniada en la vida, podamos ser alivio para los que necesitan ayuda, ternura y esperanza.

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Ángelus 2017

Jesús no nos quita los pesos de la vida, sino la angustia del corazón

Queridos hermanos y hermanas:

En el Evangelio de hoy Jesús dice: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mateo 11, 28). El Señor no reserva esta frase para alguien, sino que la dirige a “todos” los que están cansados y oprimidos por la vida. ¿Y quién puede sentirse excluido en esta invitación? Jesús sabe cuánto puede pesar la vida. Sabe que muchas cosas cansan al corazón: desilusiones y heridas del pasado, pesos que hay que cargar e injusticias que hay que soportar en el presente, incertidumbres y preocupaciones por el futuro.

Ante todo esto, la primera palabra de Jesús es una invitación a moverse y reaccionar: “venid”. El error, cuando las cosas van mal, es permanecer donde se está, tumbado ahí. Parece evidente, pero ¡qué difícil es reaccionar y abrirse! No es fácil. En los momentos oscuros surge de manera natural estar con uno mismo, pensar en cuánto sea injusta la vida, en cuánto son ingratos los demás y qué malo es el mundo y demás. Algunas veces hemos padecido esta fea experiencia. Pero así, cerrados dentro de nosotros, vemos todo negro. Entonces incluso llega a familiarizarse con la tristeza, que se hace de casa: esa tristeza que nos postra, es una cosa fea esta tristeza. Jesús en cambio quiere sacarnos fuera de estas “arenas movedizas” y por eso dice a cada uno: “¡ven!” —“¿Quién?”— “tú, tú, tú...”. La vía de salida está en la relación, en tender la mano y en levantar la mirada hacia quien nos ama de verdad.

Efectivamente salir solo no basta, es necesario saber dónde ir. Porque muchas metas son ilusorias: prometen descanso y distraen solo un poco, aseguran paz y dan diversión, dejando luego en la soledad de antes, son “fuegos artificiales”. Por eso Jesús indica dónde ir: “venid a mí”.

Muchas veces, ante un peso de la vida o una situación que nos duele, intentamos hablar con alguien que nos escuche, con un amigo, con un experto... Es un gran bien hacer esto, ¡pero no olvidemos a Jesús! No nos olvidemos de abrirnos a Él y contarle la vida, encomendarle personas y situaciones. Quizás hay “zonas” de nuestra vida que nunca le hemos abierto a Él y que han permanecido oscuras, porque no han visto nunca la luz del Señor.

Cada uno de nosotros tiene la propia historia. Y si alguien tiene esta zona oscura, buscad a Jesús, id a un misionero de la misericordia, id a un sacerdote, id... Pero id a Jesús, y contadle esto a Jesús. Hoy Él dice a cada uno: “¡Ánimo, no te rindas ante los pesos de la vida, no te cierres ante los miedos y los pecados, sino ven a mí!”. Él nos espera, nos espera siempre, no para resolvernos mágicamente los problemas, sino para hacernos fuertes en nuestros problemas.

Jesús no nos quita los pesos de la vida, sino la angustia del corazón; no nos quita la cruz, sino que la lleva con nosotros. Y con Él cada peso se hace ligero (cf. v. 30) porque Él es el descanso que buscamos. Cuando en la vida entra Jesús, llega la paz, la que permanece en las pruebas, en los sufrimientos. Vayamos a Jesús, démosle nuestro tiempo, encontrémosle cada día en la oración, en un diálogo confiado y personal; familiaricemos con su Palabra, redescubramos sin miedo su perdón, saciémonos con su Pan de vida: nos sentiremos amados y consolados por Él. Es Él mismo quien lo pide, casi insistiendo. Lo repite una vez más al final del Evangelio de hoy: «Aprended de mí [...] y hallaréis descanso para vuestras almas» (v. 29).

Aprendamos a ir hacia Jesús y, mientras que en los meses estivales buscamos un poco de descanso de lo que cansa al cuerpo, no olvidemos encontrar el verdadero descanso en el Señor. Nos ayude en esto la Virgen María nuestra Madre, que siempre cuida de nosotros cuando estamos cansados y oprimidos y nos acompaña a Jesús.

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BENEDICTO XVI - Ángelus 2011

El “yugo” de Cristo es la ley del amor,

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy en el Evangelio, el Señor Jesús nos repite esas palabras que conocemos tan bien, pero que siempre nos conmueven: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mateo 11, 28-30). Cuando Jesús recorría las calles de Galilea anunciando el Reino de Dios, y curando a muchos enfermos, sentía compasión de la muchedumbre, porque estaban cansados y abatidos, como ovejas sin pastor (Cf. Mateo 9, 35-36).

Esa mirada de Jesús parece extenderse hasta hoy, hasta nuestro mundo. También hoy se posa sobre tanta gente oprimida por condiciones de vida difíciles, así como desprovista de válidos puntos de referencia para encontrar un sentido y una meta a la existencia. Multitudes extenuadas que se encuentran en los países más pobres, probadas por la indigencia; y en los países más ricos también hay muchos hombres y mujeres insatisfechos, incluso enfermos de depresión. Pensemos, además, en los numerosos evacuados y refugiados, en cuantos emigran arriesgando su propia vida. La mirada de Cristo se posa sobre toda esta gente, es más, sobre cada uno de estos hijos del Padre que está en los cielos, y repite: “Venid a mí todos…”.

Jesús promete que dará a todos “descanso”, pero pone una condición: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. ¿En qué consiste este “yugo”, que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar levanta?

El “yugo” de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus discípulos (cf. Juan 13, 34; 15,12). El verdadero remedio para las heridas de la humanidad −tanto materiales, como es el hambre y las injusticias, y psicológicas y morales, causadas por un falso bienestar− es una regla de vida basada en el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios. Por esto es necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada para procurarse posiciones cada vez de mayor poder, para asegurarse el éxito a toda costa. También por respeto del ambiente es necesario renunciar al estilo agresivo que ha dominado en los últimos siglos y adoptar una razonable “mansedumbre”. Pero sobre todo en las relaciones humanas, interpersonales, sociales, la regla del respeto y de la no violencia, es decir, la fuerza de la verdad contra todo abuso, puede asegurar un futuro digno del hombre.

Queridos amigos, ayer celebramos una particular memoria litúrgica de María Santísima, al alabar a Dios por su Corazón Inmaculado. Que la Virgen nos ayude a “aprender” de Jesús la humildad verdadera, a tomar con decisión su yugo ligero, para experimentar la paz interior y ser capaces de consolar a otros hermanos y hermanas que recorren con fatiga el camino de la vida.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

El conocimiento de los misterios de Cristo, nuestra comunión con sus misterios

514. Muchas de las cosas respecto a Jesús que interesan a la curiosidad humana no figuran en el Evangelio. Casi nada se dice sobre su vida en Nazaret, e incluso una gran parte de la vida pública no se narra (cf. Jn 20, 30). Lo que se ha escrito en los Evangelios lo ha sido “para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 31).

515. Los evangelios fueron escritos por hombres que pertenecieron al grupo de los primeros que tuvieron fe (cf. Mc 1, 1; Jn 21, 24) y quisieron compartirla con otros. Habiendo conocido por la fe quién es Jesús, pudieron ver y hacer ver los rasgos de su misterio durante toda su vida terrena. Desde los pañales de su natividad (Lc 2, 7) hasta el vinagre de su Pasión (cf. Mt 27, 48) y el sudario de su Resurrección (cf. Jn 20, 7), todo en la vida de Jesús es signo de su misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha revelado que “en él reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9). Su humanidad aparece así como el “sacramento”, es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora.

Los rasgos comunes en los Misterios de Jesús

516. Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9), y el Padre: “Este es mi Hijo amado; escuchadle” (Lc 9, 35). Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre (cf. Hb 10,5-7), nos “manifestó el amor que nos tiene” (1 Jn 4,9) con los rasgos más sencillos de sus misterios.

517. Toda la vida de Cristo es misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz (cf. Ef 1, 7; Col 1, 13-14; 1 P 1, 18-19), pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo: ya en su Encarnación porque haciéndose pobre nos enriquece con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9); en su vida oculta donde repara nuestra insumisión mediante su sometimiento (cf. Lc 2, 51); en su palabra que purifica a sus oyentes (cf. Jn15,3); en sus curaciones y en sus exorcismos, por las cuales “él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades” (Mt 8, 17; cf. Is 53, 4); en su Resurrección, por medio de la cual nos justifica (cf. Rm 4, 25).

518. Toda la vida de Cristo es misterio de Recapitulación. Todo lo que Jesús hizo, dijo y sufrió, tuvo como finalidad restablecer al hombre caído en su vocación primera:

«Cuando se encarnó y se hizo hombre, recapituló en sí mismo la larga historia de la humanidad procurándonos en su propia historia la salvación de todos, de suerte que lo que perdimos en Adán, es decir, el ser imagen y semejanza de Dios, lo recuperamos en Cristo Jesús (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 18, 1). Por lo demás, ésta es la razón por la cual Cristo ha vivido todas las edades de la vida humana, devolviendo así a todos los hombres la comunión con Dios (ibíd., 3,18,7; cf. 2, 22, 4).

Nuestra comunión en los misterios de Jesús

519. Toda la riqueza de Cristo “es para todo hombre y constituye el bien de cada uno” (RH11). Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros, desde su Encarnación “por nosotros los hombres y por nuestra salvación” hasta su muerte “por nuestros pecados” (1 Co15, 3) y en su Resurrección “para nuestra justificación” (Rm 4,25). Todavía ahora, es “nuestro abogado cerca del Padre” (1 Jn 2, 1), “estando siempre vivo para interceder en nuestro favor” (Hb 7, 25). Con todo lo que vivió y sufrió por nosotros de una vez por todas, permanece presente para siempre “ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9, 24).

520. Durante toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo (cf. Rm 15,5; Flp 2, 5): Él es el “hombre perfecto” (GS 38) que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar (cf. Jn 13, 15); con su oración atrae a la oración (cf. Lc 11, 1); con su pobreza, llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones (cf. Mt 5, 11-12).

521. Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva en nosotros. “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre” (GS 22, 2). Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con Él; nos hace comulgar, en cuanto miembros de su Cuerpo, en lo que Él vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro:

«Debemos continuar y cumplir en nosotros los estados y misterios de Jesús, y pedirle con frecuencia que los realice y lleve a plenitud en nosotros y en toda su Iglesia [...] Porque el Hijo de Dios tiene el designio de hacer participar y de extender y continuar sus misterios en nosotros y en toda su Iglesia [...] por las gracias que Él quiere comunicarnos y por los efectos que quiere obrar en nosotros gracias a estos misterios. Y por este medio quiere cumplirlos en nosotros» (San Juan Eudes, Tractatus de regno Iesu).

El Padre viene revelado por el Hijo

238. La invocación de Dios como “Padre” es conocida en muchas religiones. La divinidad es con frecuencia considerada como “padre de los dioses y de los hombres”. En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (Cf. Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es Padre en razón de la Alianza y del don de la Ley a Israel, su “primogénito” (Ex 4,22). Es llamado también Padre del rey de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente “el Padre de los pobres”, del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf. Sal 68,6).

239. Al designar a Dios con el nombre de “Padre”, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios.

240. Jesús ha revelado que Dios es “Padre” en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27).

241. Por eso los Apóstoles confiesan a Jesús como “el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios” (Jn 1,1), como “la imagen del Dios invisible” (Col 1,15), como “el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia” Hb 1,3).

242. Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer Concilio Ecuménico de Nicea que el Hijo es “consubstancial” al Padre (Símbolo Niceno: DS 125), es decir, un solo Dios con él. El segundo Concilio Ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó “al Hijo Único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre” (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150).

La resurrección de la carne

989. Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:

«Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).

990. El término “carne” designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad (cf. Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40, 6). La “resurrección de la carne” significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros “cuerpos mortales” (Rm 8, 11) volverán a tener vida.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Aprended de mí que soy humilde de corazón

En el Evangelio de hoy escuchamos a Jesús que pronuncia estas palabras: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso».

Jesús, por lo tanto, nos dice que le imitemos en su humildad. Debo confesar que a este propósito una vez estuve tentado de hacerle una objeción a Jesús. Me pregunté: pero, ¿en qué ha estado humilde Jesús? Recorriendo los Evangelios no encontramos nunca ni la más mínima admisión o reconocimiento de culpa en su boca ni cuando habla con los hombres ni cuando habla con el Padre. Él puede hasta decir dirigiéndose a sus adversarios: «¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador?» (Juan 8,46). Se proclama el Maestro y el Señor; dice ser más que Abrahán, que Moisés, que Jonás, que Salomón e incluso proclama que son dichosos los ojos, que le ven. ¿Dónde está, pues, la humildad de Jesús, para poder llegar a decir: «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»?

Aquí descubrimos una cosa importante sobre la humildad. Esta no consiste principalmente en ser pequeños y pobres, porque uno puede muy bien ser insignificante y al mismo tiempo arrogante. No consiste tanto en sentirse pequeños y sin valor, dado que esto puede nacer también de un complejo de inferioridad o de una mala imagen de sí mismo y llevar a la depresión y a la actitud de autolesionarse o infravalorarse, más que a la humildad. No consiste ni siquiera en el declararse pequeños, porque muchos expresan no valer nada sin creerse verdaderamente lo que dicen o hasta porque este modo de hablar (llamado en inglés understatement) forma parte de la propia cultura. (¡Si la humildad consistiese en esto, los ingleses y los japoneses serían los dos pueblos más humildes de la tierra!).

Por lo tanto, la humildad no consiste principalmente en ser o en sentirse o en declararse pequeños. ¿En qué consiste entonces? En hacerse pequeños; y hacerse pequeños para amar, para servir y agrandar a los demás. Así ha sido la humildad de Jesús. Él, que tenía «la forma de Dios», se ha despojado de todo, se ha humillado tomando la forma de siervo para salvamos. Por ello, tiene perfectamente razón cuando nos dice: «Aprended mí que soy manso y humilde».

En verdad, humilde es sólo Dios, porque, en la posición en la que está, Dios no puede encumbrarse por encima de sí (¡no hay nada por encima de él!). Sólo puede descender, abajarse. Y es esto lo que hace durante todo el tiempo: creando el mundo, se abaja; inspirando la Biblia, hace como un padre que se adapta a balbucear para enseñar al niño a hablar; en la encarnación desciende; en la eucaristía desciende. La historia de la salvación es la historia de los descendimientos y de las humillaciones de Dios.

Esta idea le fascinaba a san Francisco de Asís, quien solía exclamar: «¡Mirad, hermanos, la humildad de Dios!» y, vuelto hacia Dios, decía: «¡Tú eres la humildad!» Por eso, en el Cántico de las criaturas él hace del agua el símbolo de la humildad cuando dice: «Alabado, sí, mi Señor, por la hermana agua, la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta». El agua es humilde porque, abandonada a sí misma, siempre desciende, hasta llegar a alcanzar el punto más bajo posible. ¡El agua escoge siempre para sí el último puesto! Lo contrario que el vapor o los humos, que tienden por el contrario siempre a subir a lo alto y por ello justamente están asociados al orgullo.

Ha habido quien ha acusado al Evangelio de Jesús de haber introducido en el mundo «el morbo» de la humildad, oponiendo a ella el ideal de la «voluntad de poder» (Nietzche). Pero, los frutos de este cambio se han visto. La humildad no sólo no deprime al hombre, sino que lo hace auténtico y verdadero.

La humildad es la verdad. Es interesante notar una cosa: la palabra hombre (horno, en latín) está emparentada con la palabra humildad (en latín, humilitas); en efecto, todas las dos provienen del latín humus, esto es, suelo. El humilde es aquel que tiene los pies en la tierra, que está enraizado en el suelo, que no se deja trajinar por las opiniones o las modas, no se engrandece por las alabanzas. Como san Pablo continuamente se dice a sí mismo: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido?» (1 Corintios 4,7).

Hemos de reconocer de inmediato, sin embargo, que la humildad no nos es natural. Nos gusta, sí, pero en los demás; no, en nosotros mismos. Se dice que más del 75 % del cuerpo humano está constituido por agua; pero, yo digo que más del 75 % del espíritu humano está constituido por orgullo y vanidad. Enloquecemos todos por sobresalir.

La psicología reconoce hoy asimismo el valor terapéutico de la humildad. El psicólogo C. G. Jung dice en un libro suyo que todos los pacientes de una cierta edad, que se habían dirigido a él, sufrían de cualquier cosa que se podría definir como «ausencia de humildad» y no curaban hasta que no adquirían una actitud de respeto referente a una realidad mayor que ellos, esto es, un planteamiento de humildad.

Entonces, ¿todos debemos rebajamos, renunciar a hacemos valer, a aspirar a grandes cosas? No. Un día Jesús dijo a sus discípulos: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Marcos 9, 35) y, también a este propósito, adujo el ejemplo de sí mismo, añadiendo: «de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mateo 20,28).

Dijo Jesús: «El que quiera ser el primero» (Mateo 20, 27); por lo tanto, es lícito querer «ser de los primeros» y sobresalir en la vida. Lo que cambia con el Evangelio es sólo el camino para realizar esta aspiración legítima. Ésta no consiste en sobresalir sobre los demás, reduciéndolos a esclavos o admiradores, sino en sobresalir sobre los demás sirviéndoles, ayudándoles a crecer. En suma, como hace un buen padre, que no desea tanto sobresalir él sobre los propios hijos, sino que sobresalgan los propios hijos y hacerles llegar a ser grandes, igualmente más grandes que él.

Éste no es un camino en el que uno consigue ser vencedor sobre todos los demás perdedores, sino que engrandece o eleva a todos. A la competividad salvaje, sustituye la solidaridad. Es la vía más digna asimismo desde el punto de vista humano. Humildad no significa, por lo tanto, hacerse poner bajo los pies de los demás, no reaccionar ante la injusticia. El verdadero humilde sabe igualmente luchar por la verdad, porque él mismo es libre. Verdaderamente, sólo los santos son los magnánimos y atrevidos. Más bien, ¡cuántos con la excusa de no hacerse poner bajo los pies de nadie, no se dan cuenta que ponen continuamente a los demás bajo sus pies!

Precisamente, en el Evangelio de hoy Jesús aclara el fruto más precioso de la humildad: ella hace posible oír la revelación divina, predispone a creer. Dice:

«Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla».

¿El Evangelio por casualidad sería contrario a la sabiduría y a la inteligencia y preferiría a ellas la estupidez o ignorancia? No; aquí, pequeños no significa lo contrario que inteligentes sino lo contrario de soberbios. El Evangelio no condena la sabiduría sino el orgullo. Pero, ¿no hacemos nosotros también así? Voluntariamente, ¿a quién nos acercamos y confiamos nuestros secretos: al altanero, a la persona repleta de sí o a la persona discreta, humilde, capaz de escuchar y de callar? El orgullo estropea incluso las cosas más bellas. Del mismo modo, la inteligencia y la belleza física sin la modestia pierden su fascinación y exponen a la persona más al ridículo que a la admiración.

Si la humildad es tan preciosa, debemos damos trabajo para llegar a ser un poco más humildes. Un pequeño medio, que nos hace crecer en la humildad, es saber aceptar cualquier observación de los demás sin deprimimos de inmediato o, por el contrario, reaccionar partiendo enseguida al contraataque, antes aún de haber considerado si la observación era o no justa. No se llega a ser humilde sin aceptar cualquier humillación.

Nada sirve tanto para desmontar iras y enemistades cuanto un sincero acto de humildad. Manzoni lo ha ilustrado en la escena en la que el padre Cristóbal se acerca a pedir perdón a la familia de la persona, a la que había matado en duelo antes de entrar en el convento. Todos los parientes están ostentosamente dispuestos para hacer más humillante el acto del fraile. Todos están firmes y preparados para tomarse la revancha. Ante la presencia del fraile, que con la mirada en tierra les pide perdón a todos, cada vez uno a uno aquellos rostros altaneros se abajan y se avergüenzan de la propia jactancia. Y, en una conmoción general, al final, todos se estrechan abrazándose en torno al fraile y hacen fiesta al manifestarle signos de respeto.

Así sucede, también, en las pequeñas cosas. Tender la mano el primero o hacer una sonrisa después de un pleito entre marido y mujer, pronunciar una palabra de excusa entre compañeros de trabajo y hasta entre adversarios políticos, todo esto serena la atmósfera, desmonta todo resentimiento y lo hace todo más sencillo. El verdadero vencedor es quien se ha anticipado al otro con el acto de humildad, no quien se ha hecho anticipar.

Para animamos, volvemos a solicitar al recuerdo o a la mente la palabra de Jesús, que promete paz y tranquilidad a quien le sigue por la vía de la humildad: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso»,

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

La Revelación a través de medios ordinarios

«Jesús se llenó de júbilo en el Espíritu Santo, agradeciendo al Padre por hacer su voluntad, considerando a los más pequeños y sencillos del mundo como los elegidos a quienes Él se decide revelar.

El Hijo de Dios manifiesta su predilección por los más pequeños para confiarles las cosas más grandes, y revelarles así a Dios como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo, en una Santísima Trinidad.

Los pequeños y sencillos son aquellos hombres que tienen un corazón dispuesto a ser movido, no por el poder del mundo, sino por el amor de Dios, que cumplen con los Mandamientos y la Palabra de Dios, y no tienen ídolos, sino que reconocen a un sólo Dios verdadero en el Padre, en el Hijo, y en el Espíritu Santo. Que reconocen a Jesucristo como el Hijo único de Dios, verdadero Hombre y verdadero Dios, que vino al mundo para salvar a todos, a los pequeños y sencillos, y a los ricos y poderosos.

Humíllate tú, y acepta la revelación que el Hijo de Dios ha decidido manifestar a tu corazón de un modo extraordinario en medio del mundo, a través de medios ordinarios: las Sagradas Escrituras, el Magisterio de la Santa Iglesia y la Tradición, y a través de personas sencillas que, como instrumentos, transmiten la gracia de Dios.

Permanece dispuesto a servirle a Dios como un pobre instrumento, agradeciendo y llenándote de júbilo con Él, por todo lo que has recibido y entendido a través de los dones del Espíritu Santo, para transmitir a otros la verdad, y sean derribados del trono los ricos y poderosos, y exaltados los humildes.

Adora al Hijo de Dios en la Eucaristía y alaba al Padre, que te ha dado un corazón sencillo en el que Cristo se ha dignado revelarte al Padre».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

La ternura de Dios

El Señor había predicado por varias ciudades de Palestina. Su enseñanza era el Evangelio: la Buena Nueva de la salvación que Dios enviaba por Él al mundo. Este anuncio no tenía lugar sobre todo en las grandes ciudades o ante importantes personajes, como podría pensarse, por lo extraordinario del hecho. Por el contrario, como para significar la universalidad de la llamada, Jesucristo se dirige directamente al pueblo llano.

No es que su enseñanza, que siempre tiene un carácter salvador, se dirija preferentemente a una clase social. Es para todos y así lo advierte. Insiste precisamente en que no dependerá, para entender el anuncio divino, de las cualidades particulares: ante la más importante de las verdades, ante la realidad más decisiva para el ser humano, todos los individuos se encuentran en iguales condiciones de aprender, puesto que la sabiduría necesaria no es un logro del propio individuo, ni depende de sus condiciones de inteligencia, de fortuna o familiares.

La enseñanza del Señor es clara: Dios rebela lo profundo de sí mismo a quien quiere, y sólo los elegidos para esa revelación lo conocen propiamente. Son los pequeños quienes conocen a Dios, no los sabios según el mundo. También son estos mismos –los pequeños– los que entrarán en el Reino de los Cielos, según advierte asimismo el propio Cristo. Dios tiene para los hombres entrañas de Padre. Así venimos considerándolo de modo habitual siguiendo al Papa, que nos anima a meditar en la realidad de que Dios es Nuestro Padre, lleno de amor por sus hijos.

Cuando el Santo Padre conduce a todo el Pueblo de Dios hacia una oración sencilla y sincera, pero siempre optimista, contemplando al Omnipotente –que se vuelca de continuo con sus hijos los hombres– a partir de los salmos, procuremos cada uno ser más agradecidos cada día. La gratitud con Dios es conclusión natural de esa oración contemplativa, y como su consecuencia necesaria. Luego, simultáneamente, pone Dios en nuestra alma un afán impaciente por todo lo que es de su agrado. El cristiano, consciente de serlo, quiere buscar de modo incesante un detalle y otro para complacer a su Dios. En modo alguno se conforma con la tranquilidad cómoda de saberse cristiano, dentro de la Iglesia de Cristo. Sería un bienestar casi pasivo por su parte, y el enamorado no es así.

Así debemos sentirnos ante Dios: enamorados. Y entonces nos dirigiremos a Él como espera de nosotros: insistentemente. Es preciso orar siempre y no desfallecer, solía decir a las gentes. Y con sencillez, no como los escribas y fariseos: con largas oraciones. Con sencillez y sin parar hablan los niños pequeños con sus padres, y así quiere Dios que le tratemos. Es su voluntad concedernos sin tardanza lo que más nos conviene, como un padre bueno que conoce bien lo que es mejor para su hijo. Ojalá que deseemos lograr y pedir a Dios lo que es de su agrado, convencidos de que esa voluntad de Dios busca también nuestra felicidad.

Es posible que en ocasiones nos parezca costoso o al menos no lo más atractivo complacer a Dios. Quizá pensemos que seríamos más felices libres de ese deber, con la sola ocupación de buscar nuestra complacencia. Si este pensamiento tomara cuerpo en nosotros deberíamos rechazarlo enérgicamente. Dios, nuestro Creador, sabe más del hombre –y de cada uno– que el propio hombre. Nos quiere mucho más de lo que podemos querernos a nosotros mismos. Y es Dios quien nos dice: Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera. El remedio de nuestras fatigas está y estará siempre junto al Señor, no librándonos de Él, por fuerte que sea la sugerencia –tentación– de prescindir de sus mandatos. Por más que nos disguste, ese yugo –porque es suyo–, más que una carga es un descanso.

Convendrá tener presente esta petición y enseñanza del Señor al plantearnos el trato con amigos y conocidos. Es razonable –y un deber que nos imponemos como cristianos– desear lo mejor para esas personas. Incluso si en algún caso vemos defectos en ellos, desearemos que mejoren para que sean felices y agraden a Dios, más que el mero librarnos de sus molestias. Por eso, encomendándolos al Señor, procuraremos que se exijan aunque les cueste: aunque deban salir de la comodidad, aunque necesariamente tengan que renunciar a una vida sin especiales compromisos con Dios, que les hace sentirse libres a su manera. Tendremos ciertamente la impresión de imponerles una cierta carga que les incomoda. No perdamos entonces la visión transcendente de la tarea apostólica, pues es necesario que cada uno llevemos por Cristo nuestra cruz. Sólo así lograremos, como dice Jesús, el verdadero descanso que deseamos para nuestras almas.

Aprendamos de Santa María, Virgen Fiel. Nunca encontró motivos de queja porque quiso ser siempre la esclava del Señor.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

El Padre revela su hijo a los humildes

Frente esta página del Evangelio nos invade una sensación de respeto y de temor. Casi deseamos callar, no interferir con nuestras pobres palabras en aquel diálogo íntimo en acto entre el Hijo y el Padre. Para entrar en él, necesitamos una fuerza no nues­tra: el Espíritu Santo. Era el Espíritu que, en un ímpetu de alegría, impulsó a Jesús a hablar con el Padre en presencia de los hom­bres. Lucas inicia el mismo relato diciendo: En aquel momento, Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y di­jo... (Lc. 10, 21). En la segunda lectura, más tarde, san Pablo nos dijo que el que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cris­to, y si no le pertenece, no puede entenderlo; el sonido de sus pa­labras no le conmoverá la mente y las entrañas. Nadie conoce los misterios de Dios, sino el Espíritu de Dios (1 Cor. 2, 11). Ahora, lo que el Evangelio nos puso ante los ojos son precisamente los misterios de Dios y hasta lo más íntimo de Dios (1 Cor. 2. 12).

Acerquémonos entonces a esta página del Evangelio con corazón de pequeños y con el respeto de Moisés cuando se sacó el calzado para aproximarse a la zarza ardiente.

Te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas re­velado a los pequeños, y poco después, dirigiéndose a los discí­pulos: ¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron... (Lc. 10, 23 ssq.). “Estas cosas”, “lo que ustedes ven”: el secreto profundo está escondido en estas expresiones. Je­sús todavía no le había dicho a nadie, explícitamente, que era el Hijo de Dios. No lo podrían haber entendido. El día que lo dijera abiertamente, sería condenado a muerte en calidad de sacrílego y, de hecho, así sucedió en el proceso ante el Sanedrín. He aquí por qué, durante su ministerio, prefería llamarse “hijo del hombre”.

Y sin embargo, el secreto más profundo y su identidad ver­dadera seguía siendo aquella: Hijo del Padre, unido a él en la mis­ma naturaleza, es decir, por el mismo Espíritu, Dios él mismo des­de Dios. Hacía falta que al menos sus más íntimos comenzaran a tomar conciencia de su filiación divina, que un día debía consti­tuir el corazón de su predicación al mundo. Y he aquí entonces que Jesús se pone a hablar con el Padre en presencia de ellos; por el tono y el modo con que habla con Dios, podrán intuir que en­tre los dos hay una relación única, irrepetible, de larga data; una intimidad y una comunión como no podría haber concebido nin­gún hombre. Se dirige a Dios llamándolo en su lengua Abba, es decir, papá. ¡Y pensar que los hebreos que lo escuchaban tenían escrúpulos hasta para pronunciar el nombre de Yavé! Que se se­pa, ningún hebreo en actitud de orar había osado jamás dirigirse a Dios con esa familiaridad. Si, mientras estamos hablando con una persona muy importante, vemos a un niño acercarse a ella sin ninguna inhibición y hablarle con confianza, decimos en seguida: ¡es el hijo! Eso debían de decir los discípulos, al menos más tarde, al volver a pensar en esa escena. Según el evangelista, son los mismos judíos quienes sacan esta conclusión: Se hada igual a Dios, llamándolo su propio Padre (Jn. 5, 18).

Nuestra fe tiene sus raíces en esta conciencia clara e in­coercible que tuvo Jesús de ser el Hijo de Dios. Todo lo demás se apoya en esta certeza autenticada por la resurrección de Cristo: ...y constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu santifi­cador, por su resurrección de entre los muertos (Rom. 1, 4). Él no es sólo “Cristo”, es decir, mesías. no es sólo hijo del hombre; in­cluso antes es “el Hijo de Dios venido a este mundo”, es igual a Dios, es la Palabra eterna del Padre. Entre él y el Padre hay comu­nión e identidad total: Todo me fue dado por mi Padre; es decir, el Padre expresó todo su ser en aquella Palabra pronunciada an­tes de los siglos.

Ahora podemos leer también la inaudita promesa que Je­sús hace al final del pasaje evangélico, sin escandalizamos más. ¿Qué hombre podría decirles al resto de los hombres: Vengan a mi todos los que están cansados y oprimidos y yo los conforta­ré? Tal vez hubo en la historia de la humanidad otros hombres que lo hayan dicho, pero la historia los desmintió: no pudieron mantener la promesa. Sólo uno que trasciende las generaciones y el mundo −es decir, sólo un Dios− puede estar capacitado para consolar realmente a todos los extenuados y oprimidos del mun­do, aun sin arrancarlos materialmente del trabajo excesivo y de la opresión. Jesús lo ha dicho y lo hace, También hoy no hay nadie que “vaya a él”, que le confíe totalmente su propia existencia y no sea consolado por una esperanza nueva.

Pero aquí comienza otro discurso: ¿quién va verdaderamen­te a él? ¿A quién le revela verdaderamente el Padre a su Hijo? Cier­to día. Jesús dijo: Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre (Jn. 6. 44). ¿Pero a quién atrae el Padre? Responde el Evangelio de hoy: no a los sabios y a los inteligentes, sino a los pequeños. Es el segundo “misterio de Dios” revelado por Jesús, no menos importan­te que el primero: Jesús es el Hijo de Dios, pero esto sólo los pe­queños, los humildes, los dóciles, están en situación de entender.

De hecho, sucedió precisamente así: los humildes fueron los más dispuestos a recibirlo: eran pescadores de Galilea, mujeres del pueblo, pobres de las villas y de las ciudades, pecadores, mar­ginados... Los otros −los sabios, como Nicodemo, y los inteligen­tes, como Saulo de Tarso− debieron realizar un largo camino de descenso, ser alejados de los arneses del caballo, antes de llegar a aquel punto en que el hombre pierde la confianza en sus fuer­zas, se abandona a Dios y “se deja hacer” por Él.

También hoy sucede así. A veces, incluso constituye una tentación para el creyente. ¿Mira a su alrededor y qué ve? Erudi­tos, científicos, hombres de la cultura, que permanecen alejados de la fe, a menudo hostiles a ella; en la iglesia, el domingo, no encuen­tra muchas caras de hombres poderosos y famosos. Por el contra­rio, Jesús daba gracias a Dios porque así era: Te alabo, Padre... por haber ocultado estas cosas a los sabios. De otra forma, sería la ló­gica humana la que triunfara una vez más, no la “locura de la cruz” (1 Cor. 1, 18). Naturalmente, no se le impide a nadie, ni siquiera al sabio, acceder a los misterios de Dios y a la ternura del Padre. Sin embargo, debe hacerse humilde, reconocer los límites de su cien­cia, aun sin dejar de pedirle respuestas siempre más nuevas y pro­fundas: debe hacerse insensato para volverse sabio de un modo distinto (cfr. 1 Cor. 3. 18). El cristianismo no se basa sobre la igno­rancia, sino sobre la humildad del hombre; no condena la ciencia y la sabiduría, sino la soberbia y la presunción del hombre.

Jesús ha querido enseñamos este camino; él mismo se hizo dócil y humilde para poder decirnos: ¡aprendan de mí! Así nos lo presentó el profeta en la primera lectura; así lo hemos aclamado en el salmo responsorial: Alabado seas, Señor, humilde rey de gloria.

“Humilde rey de gloria” Parece una paradoja, pero no lo es. Es la paradoja de la fe: quien se humilla será exaltado. Por nuestra cuenta no lo entenderíamos jamás o, si lo entendiéramos, no seríamos capaces de realizarlo. Debemos pedirle a aquel que penetra en los misterios de Dios −al Espíritu− que nos deposite en el corazón esta verdad fundamental que él mismo, cierto día, hizo surgir de la boca de Cristo: hacemos experimentar con ella un poco de aquel gozo que sintió nuestro Salvador.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

El anuncio de un plan de salvación de la Humanidad por parte de Jesucristo, no fue aceptado por quienes andaban mendigando alabanzas unos de otros, y no se interesaban por aquella gloria que procede de Dios (Cfr Jn 5,44). De ahí que Jesús alabe a los que buscan con ardor la verdad: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla”. Quien es sencillo de corazón y busca la verdad −no su verdad, como dice el poeta−, se codea con la grandeza y descubre la libertad verdadera, descubre a Dios. Porque allí donde está el espíritu de Dios, allí está la libertad (Cfr 2 Cor 3,17).

Jesús se dirigía y se dirige hoy, a través de su Iglesia que somos todos, a esa humanidad que anda sobrecargada de obligaciones −muchas de ellas inútiles e inventadas por los hombres (Cfr Hch 15,10), que no traen la paz al corazón−, ofreciendo otra carga que es ligera porque la hace llevadera el amor. “Cualquiera otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias del peso, pero cuanto más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de sus alas y verás cómo vuela” (S. Agustín, Sermo, 126).

El yugo del Señor es liberación porque es la ley del Espíritu que supera la carne (2ª lect), ley de libertad interior, de obediencia filial a Dios Padre que, al amarnos más de lo que nosotros nos amamos a nosotros mismos, quiere siempre lo mejor para sus hijos. De ahí que el Salmo Responsorial afirme: “El Señor es clemente y misericordioso, bueno con todos, cariñoso con todas sus criaturas... fiel a sus palabras... El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan”.

¡No retiremos el hombro ante la carga que el Señor quiera que llevemos! ¡En cuántas ocasiones, ante las embestidas de la comodidad egoísta y la hostilidad o indiferencia que encontramos al querer influir cristianamente en nuestro entorno, se insinúa la tentación de no complicarnos la vida! Pensamos, entonces, que nadie nos comprende, que no agradecen nuestro interés, que todo les resbala, que somos un cero a la izquierda. Procuremos no dramatizar, mirándolos con lupa, esos comportamientos. No permitamos que los demonios familiares −el amor propio herido, la comodidad− se adueñen de nuestro estado de ánimo y asome la tristeza y la soledad.

Recordemos que la comodidad no libera. La permisividad y el consumismo no liberan. El capricho y el desentenderse de los demás no liberan. Estas opciones instalan en la mediocridad y la tibieza. Lo que libera es Dios. Lo que libera es la buena conciencia. Nos equivocaríamos si creyéramos que el cristianismo nos protege del dolor. No inventó él la Cruz, ésta ya existía y existe −¡cuánto sufrimiento, cuánta injusticia, en nuestro mundo!−, pero nos ha enseñado a llevarla sin quejas y a descubrir el valor redentor que encierra. “Es tan grande la fuerza de la Cruz de Cristo, dice Orígenes, que si se pone ante los ojos..., ningún mal deseo, ninguna pasión, ningún movimiento de enfado o de envidia podrá prevalecer”.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Hacerse pequeño para recibir el Reino»

I. LA PALABRA DE DIOS

Za 9,9-10: «Tu rey viene pobre a ti»

Sal 144,1-2.8-9.10-11.13-14: «Te ensalzaré, Dios mío, mi rey»

Rm 8,9.11-13: «Si con el Espíritu dais muerte a las obras del Espíritu, viviréis»

Mt 11,25-30: «Soy manso y humilde de corazón»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

En Jesucristo se cumple la profecía de Zacarías: «Mira a tu Rey» (1ª Lect.). En contraste con los jefes de Israel, políticos y religiosos, y de los Escribas que oprimían las conciencias con interpretaciones abusivas de la Ley, Jesucristo proclama que los valores del Reino se dan en los pequeños. Él mismo es el primero de ellos. La pequeñez, como la sencillez y la humildad, ocultan la grandeza de su condición regia. El Rey pobre ofrece ayuda, consuelo y descanso a los que están agobiados, a los oprimidos por el poder y a los maestros de Israel (Ev.)

El que tiene el Espíritu de Cristo, con el Espíritu destruye la autosuficiencia, la soberbia, los egoísmos y ambiciones y mediante la acción del Espíritu es vivificado y asemejado a Jesús (2ª Lect.).

III. SITUACIÓN HUMANA

Encontramos en la sociedad actual valores abiertamente enfrentados con el Evangelio. Lo pequeño, lo que no cuenta, es despreciado. Y esto no es una obviedad; es dar fe de algo que no ha cambiado nada. Lo que Jesús valoraba sigue sin estimarse. Lo que descalificaba, ocupa lugares de privilegio. ¿Hay modos de llegar a un lenguaje en el que podamos entendernos? ¿Es posible que llamemos valioso o relativo a lo mismo? El caso es que Cristo, con esos valores, (contravalores para el mundo), lo ha renovado en profundidad.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– El Reino de Dios revelado a los pequeños: «Los evangelistas han conservado las dos oraciones más explícitas de Cristo durante su ministerio. Cada una de ellas comienza precisamente con la acción de gracias. En la primera, Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y lo ha revelado a los ‘pequeños’ (los pobres de las Bienaventuranzas)» (2603; cf 544. 2785).

La respuesta

– La oración confiada: “Este poder del Espíritu que nos introduce en la Oración del Señor se expresa en las liturgias de Oriente y Occidente con la bella palabra, típicamente cristiana «parrhesía», simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado” (2778).

– Un corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños; porque es a «los pequeños» a los que el Padre se revela (2785).

– “Antes de hacer nuestra la primera exclamación de la Oración del Señor, conviene purificar humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes falsa de «este mundo». La humildad nos hace reconocer que «nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar», es decir, «a los pequeños»“ (2779).

El testimonio cristiano

– «Tú, hombre, no te atrevías a levantar tu cara hacia el cielo, tú bajabas los ojos hacia la tierra, y de repente has recibido la gracia de Cristo: todos tus pecados te han sido perdonados. De siervo malo te has convertido en buen hijo... Eleva pues, los ojos hacia el Padre que te ha rescatado por medio de su Hijo y di: Padre nuestro... Pero no reclames ningún privilegio. No es Padre, de manera especial, más que de Cristo, mientras que a nosotros nos ha creado. Dí entonces también por medio de la gracia: Padre nuestro, para merecer ser hijo suyo». (S. Ambrosio, sacr. 5. 19) (2783). La no aceptación de Cristo, no supone solamente rechazar el Reino de Dios; supone además, despreciar una gran ocasión de encontrar valores verdaderamente humanos.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Aliviar a los demás de sus cargas.

– El ejemplo de Cristo.

I. De manera bien diferente a como muchos fariseos se comportaban con el pueblo, Jesús viene a librar a los hombres de sus cargas más pesadas, echándolas sobre Sí mismo. Venid a Mí todos los fatigados y agobiados −dice Jesús a los hombres de todos los tiempos−, y Yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera.

Junto a Cristo se vuelven amables todas las fatigas, todo lo que podría ser más costoso en el cumplimiento de la voluntad de Dios. El sacrificio junto a Cristo no es áspero y rebelde, sino gustoso. Él llevó nuestros dolores y nuestras cargas más pesadas. El Evangelio es una continua muestra de su preocupación por todos: “en todas partes ha dejado ejemplos de su misericordia”, escribe San Gregorio Magno. Resucita a los muertos, cura a los ciegos, a los leprosos, a los sordomudos, libera a los endemoniados... Alguna vez ni siquiera espera a que le traigan al enfermo, sino que dice: Yo iré y le curaré. Aun en el momento de la muerte se preocupa por los que le rodean. Y allí se entrega con amor, como víctima de propiciación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.

Nosotros debemos imitar al Señor: no sólo no echando preocupaciones innecesarias sobre los demás, sino ayudando a sobrellevar las que tienen. Siempre que nos sea posible, asistiremos a otros en su tarea humana, en las cargas que la misma vida impone: Cuando hayas terminado tu trabajo, haz el de tu hermano, ayudándole, por Cristo, con tal delicadeza y naturalidad que ni el favorecido se dé cuenta de que estás haciendo más de lo que en justicia debes. – ¡Esto sí que es fina virtud de hijo de Dios!.

Nunca deberá parecernos excesiva cualquier renuncia, cualquier sacrificio en bien de otro. La caridad ha de estimularnos a mostrar nuestro aprecio con hechos muy concretos, buscando la ocasión de ser útiles, de aligerar a los demás de algún peso, de proporcionar alegrías a tantas personas que pueden recibir nuestra colaboración, sabiendo que nunca nos excederemos suficientemente.

Liberar a los demás de lo que les pesa, como haría Cristo en nuestro lugar. A veces consistirá en prestar un pequeño servicio, en dar una palabra de ánimo y de aliento, en ayudar a que esa persona mire al Maestro y adquiera un sentido más positivo de su situación, en la que quizá se encuentre agobiada por hallarse sola. Al mismo tiempo, podemos pensar en esos aspectos en los que, de algún modo, a veces sin querer, hacemos un poco más onerosa la vida de los demás: los caprichos, los juicios precipitados, la crítica negativa, la falta de consideración, la palabra que hiere.

– Ser compasivos y misericordiosos. La carga del pecado y de la ignorancia.

II. El amor descubre en los demás la imagen divina, a cuya semejanza hemos sido hechos; en todos reconocemos el precio sin medida que ha costado su rescate: la misma Sangre de Cristo. Cuanto más intensa es la caridad, en mayor estima se tiene al prójimo y, en consecuencia, crece la solicitud ante sus necesidades y penas. No sólo vemos a quien sufre o pasa un apuro, sino también a Cristo, que se ha identificado con todos los hombres: en verdad os digo, cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a Mí lo hicisteis. Cristo se hace presente en nosotros en la caridad. Él actúa constantemente en el mundo a través de los miembros de su Cuerpo Místico. Por eso, la unión vital con Jesús nos permite también a nosotros decir: venid a Mí todos los fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré. La caridad es la realización del Reino de Dios en el mundo.

Para ser fieles discípulos del Señor hemos de pedir incesantemente que nos dé un corazón semejante al suyo, capaz de compadecerse de tantos males como arrastra la humanidad, principalmente el mal del pecado, que es, sobre todos los males, el que más fuertemente agobia y deforma al hombre. La compasión fue el gesto habitual de Jesús a la vista de las miserias y limitaciones de los hombres: Siento compasión de la muchedumbre..., recogen los Evangelistas en tonos diversos. Cristo se conmueve ante toda suerte de desgracias que encontró a su paso por la tierra, y esa actitud misericordiosa es su postura permanente frente a las miserias humanas acumuladas a lo largo de los siglos. Si nosotros nos llamamos discípulos de Cristo debemos llevar en nuestro corazón los mismos sentimientos misericordiosos del Maestro.

Pidamos al Señor en nuestra oración personal la ayuda de su gracia, para sentir compasión, en primer lugar, por aquellos que sufren el mal inconmensurable del pecado, los que están lejos de Dios. Así entenderemos cómo el apostolado de la Confesión es la mayor de las obras de misericordia, pues damos la posibilidad a Dios de verter su perdón generosísimo sobre quien se había alejado de la casa paterna. ¡Qué gran carga quitamos a quien estaba oprimido por el pecado y se acerca a la Confesión! ¡Qué gran alivio! Hoy puede ser un buen momento para preguntarnos: ¿a cuántas personas he llevado a hacer una buena Confesión?, ¿a qué otras puedo ayudar? Quitar cargas a quienes viven más estrechamente ligados a nuestra vida por tener la misma fe, el mismo espíritu, los mismos lazos de sangre, el mismo trabajo...: “mirad, ciertamente, por todos los indigentes con benevolencia general −insiste San León Magno−, pero acordaos especialmente de los que son miembros del Cuerpo de Cristo y nos están unidos por la unidad de la fe católica. Pues más debemos a los nuestros por la unión en la gracia que a los extraños por la comunidad de naturaleza”.

Aliviemos en la medida en que nos sea posible a tantos que soportan la dura carga de la ignorancia, especialmente de la ignorancia religiosa, que “alcanza hoy niveles jamás vistos en ciertos países de tradición cristiana. Por imposición laicista o por desorientación y negligencia lamentables, multitudes de jóvenes bautizados están llegando a la adolescencia con total desconocimiento de las más elementales nociones de la fe y la Moral y de los rudimentos mismos de la piedad. Ahora, enseñar al que no sabe significa, sobre todo, enseñar a los que nada saben de Religión, significa “evangelizarles”, es decir, hablarles de Dios y de la vida cristiana”. ¡Qué peso tan grande el de aquellos que no conocen a Cristo, que han sido privados de la doctrina cristiana o están imbuidos del error!

– Acudir a Cristo cuando nos resulte más costoso el peso de la vida. Aprender de Santa María a olvidarnos de nosotros mismos.

III. No encontraremos camino más seguro para seguir a Cristo y para encontrar la propia felicidad que la preocupación sincera de liberar o aligerar de su lastre a quienes van cansados y agobiados, pues Dios dispuso las cosas “para que aprendamos a llevar las cargas unos de otros; porque no hay ninguno sin defecto, ninguno sin carga; ninguno que sea suficiente para sí, nadie tampoco que sea lo suficiente sabio para sí”. Todos nos necesitamos. La convivencia diaria requiere esas mutuas ayudas, sin las cuales difícilmente podríamos ir adelante.

Y si alguna vez nos encontramos nosotros con un peso que nos resulta demasiado duro para nuestras fuerzas, no dejemos de oír las palabras del Señor: Venid a Mí. Sólo Él restaura las fuerzas, sólo Él calma la sed. “Jesús dice ahora y siempre: Venid a Mí todos los que andáis fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré. Efectivamente, Jesús está en una actitud de invitación, de conocimiento y de compasión por nosotros; es más, de ofrecimiento, de promesa, de amistad, de bondad, de remedio a nuestros males, de confortador y, todavía más, de alimento, de pan, de fuente de energía y de vida”. Cristo es nuestro descanso.

El trato asiduo con Nuestra Madre Santa María nos enseña a compadecernos de las necesidades del prójimo. Nada le pasó inadvertido a Ella, porque hasta los más pequeños apuros se hicieron patentes ante el amor que llenó siempre su Corazón. Ella nos facilitará el camino hacia Cristo cuando tengamos más necesidad de descargar en Él nuestras preocupaciones: sacarás fuerzas para cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo.

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P. Antoni POU OSB Monje de Montserrat (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso»

Hoy, Jesús nos muestra dos realidades que le definen: que Él es quien conoce al Padre con toda la profundidad y que Él es «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). También podemos descubrir ahí dos actitudes necesarias para poder entender y vivir lo que Jesús nos ofrece: la sencillez y el deseo de acercarnos a Él.

A los sabios y entendidos frecuentemente les es difícil entrar en el misterio del Reino, porque no están abiertos a la novedad de la revelación divina; Dios no deja de manifestarse, pero ellos creen que ya lo saben todo y, por tanto, Dios ya no les puede sorprender. Los sencillos, en cambio, como los niños en sus mejores momentos, son receptivos, son como una esponja que absorbe el agua, tienen capacidad de sorpresa y de admiración. También hay excepciones, e incluso, hay expertos en ciencias humanas que pueden ser humildes por lo que al conocimiento de Dios se refiere.

En el Padre, Jesús encuentra su reposo, y su paz puede ser refugio para todos aquellos que han sido maleados por la vida: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11,28). Jesús es humilde, y la humildad es hermana de la sencillez. Cuando aprendemos a ser felices a través de la sencillez, entonces muchas complicaciones se deshacen, muchas necesidades desaparecen, y al fin podemos reposar. Jesús nos invita a seguirlo; no nos engaña: estar con Él es llevar su yugo, asumir la exigencia del amor. No se nos ahorrará el sufrimiento, pero su carga es ligera, porque nuestro sufrimiento no nos vendrá a causa de nuestro egoísmo, sino que sufriremos sólo lo que nos sea necesario y basta, por amor y con la ayuda del Espíritu. Además, no olvidemos, «las tribulaciones que se sufren por Dios quedan suavizadas por la esperanza» (San Efrén).

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

El yugo de la Palabra de Cristo

«Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo les daré alivio».

Eso dice Jesús.

Y te lo dice a ti, sacerdote, porque tú no tienes un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de tus flaquezas, porque Él ha sido probado en todo, como tú, excepto en el pecado.

Acércate, sacerdote, a tu Señor, y alcanzarás su misericordia y la gracia de su auxilio.

Acércate con confianza, y pídele que aligere tu carga.

Sométete bajo su yugo y ofrécele tu espalda para llevar su carga, porque su yugo es suave y su carga ligera.

Reconoce tu debilidad, tu flaqueza, tu indignidad y tu miseria, y acude a tu Señor frente al Sagrario, dispuesto a ir a su encuentro en una profunda oración, remando mar adentro, abriéndole las puertas de par en par, escuchando su Palabra, para que penetre hasta lo más profundo de tu corazón.

No tengas miedo, sacerdote, de exponerle tu interior a tu Señor, porque Él es un Dios omnipotente, omnipresente y omnisciente, que lo ve todo, y conoce lo más íntimo que hay en tu esencia, que es tu conciencia.

Y tú, sacerdote, ¿examinas tu conciencia?

¿Cada cuánto examinas lo que hay en tu interior?

¿Reconoces en cada acto tu rectitud de intención?

¿Unes tu voluntad a la voluntad de Dios, y lo obedeces?

¿Acudes al sacramento de la reconciliación, para entregarle la carga de tus culpas a tu Señor, o pretendes poder seguir caminando con esa carga, que te aplasta por tu soberbia, que te quita la fuerza, porque te aleja del trono de la gracia?

Tu Señor es bondadoso y misericordioso. Él es la verdad, y Él te ha dado la libertad de una conciencia moral, que, asistida y alimentada por el Espíritu Santo, te da la gracia de discernir en cada circunstancia, para elegir el bien y rechazar el mal, para darte cuenta cuando no has hecho el bien, y has hecho el mal, para que te arrepientas y regreses con el corazón contrito y humillado, al que es el único bueno, y a su amistad.

Tu Señor te ha dicho que seas astuto como la serpiente y sencillo como la paloma, porque Él te ha enviado como cordero en medio de lobos. Pero también te dice que no te preocupes de cómo o qué vas a hablar, porque lo que tengas que hablar se te comunicará, porque no serás tú quien hable, sino el Espíritu de tu Padre el que hablará en ti.

Tu Señor te ha dicho que no está el discípulo por encima de su Maestro. Entonces, ¿de qué te preocupas, sacerdote?

Vive de acuerdo al Espíritu de Cristo, y lleva su carga como el borrico, sobre tu espalda, sometido al yugo de su Palabra, cumpliendo sus mandamientos, llevando con alegría al Rey victorioso, con su paz, a todos los rincones del mundo, alabando con Él a Dios Padre, por haber escondido su verdad a los sabios y entendidos, y haberla revelado a los sencillos.

La verdad es tu descanso, sacerdote, porque la verdad te hará libre.

(Espada de Dos Filos IV, n. 10)

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