Domingo 13 del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo XIII del Tiempo Ordinario (ciclo A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2017 y 2020
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • P. Antoni POU OSB Monje de Montserrat, (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

INSTRUCCIONES FINALES

2 Re 4, 8-11.14-16; Rom 6, 3-4. 8-11; Mt 10, 37-42

Estamos ante el cierre del llamado discurso misionero que Jesús dirige a sus apóstoles. Tendrán que marcharse a predicar y curar a sabiendas que esa misión generará conflictos tanto dentro de sus familias como en el entorno social donde vivan. La armonía familiar, el reconocimiento social y hasta la seguridad personal estarán en riesgo. Cuando el Evangelio de Jesucristo se asume con toda congruencia siempre genera dificultades, sin embargo, son superables cuando se tiene la certeza de que Dios Padre acompañará a los enviados. A ningún misionero le apasiona perder la vida ni ver disminuida su tranquilidad personal. El discipulado y la misión cristianas están inmersas dentro de una situación paradójica, donde entregar la vida equivale a ganarla y conservarla supone perderla para siempre. La contradicción queda superada solamente a partir de la experiencia pascual de Cristo muerto y resucitado.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 46. 2

Pueblos todos, aplaudan; aclamen al Señor con gritos de júbilo.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que mediante la gracia de la adopción filial quisiste que fuéramos hijos de la luz, concédenos que no nos dejemos envolver en las tinieblas del error, sino que permanezcamos siempre vigilantes en el esplendor de la verdad. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Este hombre es un hombre de Dios.

Del segundo libro de los Reyes: 4, 8-11. 14-16

Un día pasaba Eliseo por la ciudad de Sunem y una mujer distinguida lo invitó con insistencia a comer en su casa. Desde entonces, siempre que Eliseo pasaba por ahí, iba a comer a su casa. En una ocasión, ella le dijo a su marido: “Yo sé que este hombre, que con tanta frecuencia nos visita, es un hombre de Dios. Vamos a construirle en los altos una pequeña habitación. Le pondremos allí una cama, una mesa, una silla y una lámpara, para que se quede allí, cuando venga a visitamos”.

Así se hizo y cuando Eliseo regresó a Sunem, subió a la habitación y se recostó en la cama. Entonces le dijo a su criado: “¿Qué podemos hacer por esta mujer?”. El criado le dijo: “Mira, no tiene hijos y su marido ya es un anciano”.

Entonces dijo Eliseo: “Llámala”. El criado la llamó y ella, al llegar, se detuvo en la puerta. Eliseo le dijo: “El año que viene, por estas mismas fechas, tendrás un hijo en tus brazos”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 88, 2-3.16-17.18-19.

R/. Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor.

Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor, y daré a conocer que su fidelidad es eterna, pues el Señor ha dicho: “Mi amor es para siempre, y mi lealtad, más firme que los cielos”. R/.

Señor, feliz el pueblo que te alaba y que a tu luz camina, que en tu nombre se alegra a todas horas y al que llena de orgullo tu justicia. R/.

Feliz, porque eres tú su honor y fuerza y exalta tu favor nuestro poder. Feliz, porque el Señor es nuestro escudo y el santo de Israel es nuestro rey. R/.

SEGUNDA LECTURA

El bautismo nos sepultó con Cristo para que llevemos una vida nueva.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 6, 3-4. 8-11

Hermanos: Todos los que hemos sido incorporados a Cristo Jesús por medio del bautismo, hemos sido incorporados a su muerte. En efecto, por el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, para que, así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva.

Por lo tanto, si hemos muerto con Cristo, estamos seguros de que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya nunca morirá. La muerte ya no tiene dominio sobre él, porque al morir, murió al pecado de una vez para siempre, y al resucitar vive ahora para Dios. Lo mismo ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO

R/. Aleluya, aleluya.

Ustedes son estirpe elegida, sacerdocio real, nación consagrada a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable. R/.

EVANGELIO

El que no toma su cruz, no es digno de mí. Quien los recibe a ustedes me recibe a mí.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 10, 37-42

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.

El que salve su vida la perderá y el que la pierda por mí, la salvará.

Quien los recibe a ustedes me recibe a mí; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado.

El que recibe a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta; el que recibe a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo.

Quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, yo les aseguro que no perderá su recompensa”.

Palabra del Señor. 

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Señor Dios, que bondadosamente realizas el fruto de tus sacramentos, concédenos que seamos capaces de servirte como corresponde a tan santos misterios. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 17, 20-21

Padre, te ruego por ellos, para que sean uno en nosotros y el mundo pueda creer que tú me has enviado, dice el Señor.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Que la víctima divina que te hemos ofrecido y que acabamos de recibir, nos vivifique, Señor, para que, unidos a ti con perpetuo amor, demos frutos que permanezcan para siempre. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Es un hombre santo de Dios (2 R 4, 8-11.14-16a)

1ª. Lectura

Eliseo aparece como un profeta itinerante que sólo va acompañado por su criado y que tiene su punto de referencia en el Carmelo: son rasgos que le asemejan a Elías. La historia que recoge aquí el texto sagrado muestra que Dios bendice con el don de la maternidad, por la intervención del profeta, a aquella mujer sin hijos.

San Juan Crisóstomo cita este pasaje para mostrar que el verdadero amor lleva a preocuparse también del bienestar material de los demás: «Así Eliseo no sólo ayudaba espiritualmente a la mujer que lo había acogido, sino que intentaba recompensarla desde un punto de vista material» (S. Juan Crisóstomo, De laudibus Sancti Pauli Apostoli 3, 7).

Este relato sobre Eliseo pone de relieve la recompensa que recibe quien acoge a un profeta por ser profeta; es un preludio de la recompensa que Jesucristo anuncia que merecerá quien reciba a un apóstol por ser apóstol (cfr Mt 10, 13-14).

De este pasaje se deduce, ante todo, como de 1 R 17, 20, el poder de la oración del profeta y de toda oración a Dios hecha con fe. Pero también aprendemos aquí que cuando Dios concede un don, por sorprendente o inesperado que sea —como el hijo a aquella mujer— da también la gracia para conservarlo y hacerlo fructificar. El Señor no nos deja abandonados después de habernos otorgado beneficios tales como las propias capacidades personales o la vocación misma, aunque no lo hubiéramos pedido antes.

Bautizados en Cristo Jesús (Rm 6, 3-4. 8-11)

2ª. Lectura

Por el Bautismo la gracia de Cristo llega a cada uno y nos libra del dominio del pecado. En nosotros se reproduce entonces no sólo la pasión, muerte y sepultura de Cristo, representadas por la inmersión en el agua (vv. 3-4.6), sino también la nueva vida, la vida de la gracia, que se infunde en el alma como participación de la resurrección de Cristo (vv. 4-5).

A partir de esta enseñanza paulina, los Padres desarrollaron la significación del sacramento del Bautismo cristiano y los efectos espirituales que produce. «El Señor —recuerda San Ambrosio a los recién bautizados—, que quiere que sus beneficios permanezcan, que los planes insidiosos de la serpiente sean disueltos y que sea eliminado al mismo tiempo aquello que resultó dañado, dictó una sentencia contra los hombres: Tierra eres y a la tierra has de volver (Gn 3, 19), e hizo al hombre sujeto de la muerte (...). Pero le fue dado el remedio: el hombre moriría y resucitaría (...). ¿Me preguntas cómo? (...). Fue instituido un rito por el que el hombre muriera estando vivo y resucitara también estando vivo» (De Sacramentis 2, 6). Y San Juan Crisóstomo explica: «El Bautismo es para nosotros lo que la cruz y la sepultura fueron para Cristo; pero hay una diferencia: el Salvador murió en su carne, fue sepultado en su carne, mientras que nosotros debemos morir espiritualmente. Por eso el Apóstol no dice que nosotros somos “injertados en él con su muerte”; sino con la semejanza de su muerte» (In Romanos 10). Además, así como el injerto y la planta forman una unidad de vida, los cristianos, injertados, incorporados a Cristo por el Bautismo, formamos una unidad con Él y participamos ya ahora de su vida divina.

Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica, al exponer la doctrina sobre el Bautismo, enseña: «Este sacramento recibe el nombre de Bautismo en razón del carácter del rito central mediante el que se celebra: bautizar (baptizein en griego) significa “sumergir”, “introducir dentro del agua”; la “inmersión” en el agua simboliza el acto de sepultar al catecúmeno en la muerte de Cristo de donde sale por la resurrección con Él (cfr Rm 6, 3-4; Col 2, 12) como “nueva criatura” (2 Co 5, 17; Ga 6, 15)» (n. 1214).

El modo ordinario actual de este sacramento, derramando agua sobre la cabeza (bautismo por infusión), se usaba ya en los tiempos apostólicos y se generalizó frente al bautismo por inmersión por obvias razones prácticas. 

En los vv. 9-10, acentúa San Pablo su enseñanza: con la muerte de Cristo en la cruz y con su resurrección quedó roto el lazo de la muerte, tanto para Cristo co­mo para todos los suyos. Resucitado y glorioso, ha alcanzado el triunfo: ha ganado para su Humanidad y para nosotros una nueva vida. En los que hemos sido bautizados se reproducen de alguna manera esos mismos acontecimientos de la vida de Cristo.

Quien a vosotros os recibe, a mí me recibe (Mt 10, 37-42)

Evangelio

En el pasaje anterior se presentaba a Jesús como signo de contradicción (vv. 34-35), y ahora queda claro que el discípulo tiene que contar con ello. Por eso, en su conducta cristiana se le piden dos cosas: radicalidad, esto es, exigencias en el seguimiento (vv. 37-39), e identificación con el maestro (vv. 40-42).

Mucha gente sigue a Jesús, pero el Señor les explica que seguirle verdaderamente es algo más que el mero sentirse atraído por su doctrina: «La doctrina que el Hijo de Dios vino a enseñar fue el menosprecio de todas las cosas, para poder recibir el precio del espíritu de Dios en sí; porque, en tanto que de ellas no se deshiciere el alma, no tiene capacidad para recibir el espíritu de Dios en pura transformación» (S. Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo 1, 5, 2).

Las palabras del v. 37 pueden parecer duras: hay que entenderlas dentro del conjunto de las exigencias del Señor y del lenguaje bíblico que reproducen. En diversos textos del Antiguo Testamento, «amar y odiar» indican preferencia, y, sobre todo, elección. Así, por ejemplo, se dice que Jacob amaba a Raquel y aborrecía a Lía (Gn 29, 28-30), o que el Señor amó a Jacob y odió a Esaú (Ml 1, 2-3; Rm 9, 13; cfr Lc 16, 13), para significar que Raquel era la elegida por Jacob, o Jacob el elegido por Dios. Por eso, las palabras de Jesús deben entenderse como una preferencia y como una elección decisiva: ser discípulo de Jesús es tomar partido por Dios, sin componendas. En ese sentido, se ha entendido en la Tradición de la Iglesia: «Debemos tener caridad con todos, con los parientes y con los extraños, pero sin apartarnos del amor de Dios por el amor de ellos» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 37, 3). En términos semejantes lo enseña la doctrina cristiana cuando dice que los cristianos «se esfuerzan por agradar a Dios antes que a los hombres, dispuestos siempre a dejarlo todo por Cristo» (Conc. Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 4).

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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)

Amor sobre todo amor

El que ama a su padre o a su madre por encima de mí, no, es digno de mí. Y el que ama a su hijo o a su hija por en­cima de mí, no es digno de, mí. Y el que no toma su cruz y viene en pos de mí, no es digno de mí. Mirad la dignidad del Maestro. Mirad cómo se muestra a sí mismo hijo legítimo del Padre, pues manda que todo se abandone y todo se posponga a su amor. Y ¿qué digo —dice—, que no améis a amigos ni parientes por encima de mí? La propia vida que antepongáis a mi amor, estáis ya lejos de ser mis discípulos. — ¿Pues qué? ¿No está todo esto en contradicción con el Antiguo Testamento? — ¡De ninguna manera! Su concordia es absoluta. Allí, en efec­to, no Sólo aborrece Dios a los idólatras, sino que, manda que se los apedree; y en el Deuteronomio, admirando a los que así obran, dice Moisés: El que dice a su padre y a su madre: No os he visto; el que no conoce a sus hermanos y no sabe quiénes son sus hijos, ése es el que, guarda mis mandamientos. Y si es cierto que Pablo ordena muchas cosas acerca de los padres y manda que se les obedezca en todo, no hay que maravillarse de ello, pues sólo manda que se les obedezca en aquello que no va contra la piedad para con Dios. Y, a la verdad, fuera de eso, cosa santa es que se les tribute todo honor. Más, cuando exijan algo más del honor debido, no se les debe obedecer. De ahí que diga Lucas: El que viene a mí y no aborrece a su pa­dre, y a su madre, y a su mujer, y a sus hijos, y a sus hermanos, más aún, a su propia vida, no puede ser mi discípulo. Sin em­bargo, no nos manda el Señor que los aborrezcamos de modo absoluto, pues ello sería sobremanera inicuo. Si quieren—dice- ser amados por encima de mí, entonces, sí, aborrécelos en eso. Pues eso sería la perdición tanto del que es amado como del que ama.

HAY QUE ABORRECER LA PROPIA VIDA

Con este modo de hablar quería el Señor templar el valor de los hijos y amansar también a los padres que tal vez hubieran de oponerse al llamamiento de sus hijos. Porque, viendo que su fuerza y poder era tan grande que podía separar de ellos a sus hijos, desistieran de oponérseles, como quienes in­tentaban una empresa imposible. Luego porque los padres mis­mos no se irritaran ni protestaran, mirad cómo prosigue el Señor su razonamiento. Después que dijo: El que no aborrece a su padre y a su madre, añadió: Y hasta a su propia vida. ¿A qué me hablas—dice—de padres y hermanos y hermanas y mujer? Nada hay más íntimo al hombre que su propia vida. Pues bien, si aún a tu propia vida no aborreces, sufrirás todo lo contrario del que ama, será como si no me amaras. Y no nos manda sim­plemente que la aborrezcamos, sino que lleguemos hasta entre­garla a la guerra, a las batallas, a la espada y a la sangre. Por­que el que no lleva—dice—su cruz y sigue en pos de mí, no puede ser mi discípulo. Porque no dijo simplemente que hay que estar preparado para la muerte, sino para la muerte violenta, y no sólo para la muerte violenta, sino también para la igno­minia. Nada, sin embargo, les dice todavía de su propia pa­sión, pues quería que, bien afianzados antes en estas enseñan­zas, se les hiciera luego más fácil de aceptar lo que sobre ella había de decirles. Ahora bien, ¿no es cosa de admirarse y pas­marse que, oyendo todo esto, no se les saliera a los apóstoles el alma de su cuerpo? Porque lo duro por todas partes se les venía a las manos; el premio, empero, estaba todo en esperan­za. — ¿Cómo es, pues, que no se les salió? —Porque era mucha la virtud del que hablaba y mucho también el amor de los que oían. De ahí que ellos, que oían cosas más duras y molestas que las que se mandaron a aquellos grandes varones, Moisés y Jeremías, permanecieron fieles al Señor y no le contradijeron.

EL QUE PIERDE SU VIDA, LA GANA

El que hallare —dice— su vida, la perderá, y el que perdiere su vida por causa mía la encontrará. ¿Veis cuán grande es el daño de los que aman de modo inconveniente? ¿Veis cuán gran­de la ganancia de los que aborrecen? Realmente, los mandatos del Señor eran duros. Les mandaba declarar la guerra a padres, hijos, naturaleza, parentesco, a la tierra entera y hasta a la pro­pia vida. De ahí que tiene que ponerles delante el provecho de tal guerra, que es máximo. Porque no sólo —viene a decir­les— no os ha de venir daño alguno de ahí, sino más bien pro­vecho muy grande. Lo contrario, empero, sí que os dañaría. Es el procedimiento ordinario del Señor: por lo mismo que deseamos, nos lleva a lo que no pretende. ¿Por qué no quieres despreciar tu vida? Sin duda porque la quieres mucho. Pues por eso mismo debes despreciarla, ya que así le harás el mayor bien y le mostrarás el verdadero amor. Y considerad aquí la inefable sabiduría del Señor. No habla sólo a sus discípulos de los padres, ni sólo de los hijos, sino de lo que más íntimamente nos pertenece, que es la propia vida, y de lo uno resulta indubitable lo otro. Es decir, que quiere que se den cuenta cómo odiándolos les harán el mayor bien que pueden hacerles, pues así acontece también con tu vida, que es lo más necesario que tenemos.

PREMIOS A LA HOSPITALIDAD CON LOS ENVIADOS DEL SEÑOR

Todo esto, ciertamente, eran motivos suficientes para per­suadir a ejercitar la hospitalidad con quienes venían a traer la salud a los mismos que los acogieran. Porque ¿quién no ha­bía de recibir con la mejor voluntad a tan generosos y valien­tes luchadores, a los que recorrían la tierra entera como leo­nes, a quienes todo lo suyo desdeñaban a trueque de llevar la salud a los demás? Sin embargo, aun pone el Señor otra re­compensa, haciendo ver que en esto se preocupa Él más de los que reciben que de quienes son recibidos. Y ante todo les con­cede el más alto honor, diciendo: El que a vosotros os recibe, a Mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado. ¿Puede haber honor mayor que recibir juntamente al Padre y al Hijo? Pues aún promete el Señor otra recompen­sa juntamente con la dicha: Porque el que recibe —dice— a un profeta en nombre de profeta, recibirá galardón de profeta; y el que recibe a un justo en nombre de justo, recibirá galardón de justo. Antes había amenazado con el castigo a quienes les negaran hospitalidad; ahora señala los bienes que les ha de conceder. Y porque os deis cuenta que se preocupa más de quienes reciben que de sus propios apóstoles, notad que no dijo simplemente: El que recibe a un profeta; o el que recibe a un justo, sino que añadió: En nombre de profeta, o: En nombre de justo. Es decir, si no le recibe por alguna preeminencia mundana ni por otro motivo perecedero, sino porque es profeta o justo, recibirá galardón de profeta o galardón de justo. Lo que se ha de entender o que recibirá galardón de quien reciba a un profeta y a un justo, o el que corresponde al mismo profeta o justo. Es exactamente lo que decía Pablo: Que vuestra abundancia ayude a la necesidad de ellos, a fin de que también la abundancia de ellos ayude a vuestra necesidad.

Luego, porque nadie pudiera alegar su pobreza, prosigue el Señor: El que diere un simple vaso de agua fría a uno de estos pequeños míos sólo porque son mis discípulos, yo os aseguro que no perderá su galardón. Un simple vaso de agua fría que des, que nada ha de costarte, aun de tan sencilla obra tienes señalada recompensa. Porque por vosotros, que acogéis a mis enviados, yo estoy dispuesto a hacerlo todo.

Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), homilía 35, 1-2, BAC Madrid 1955, 700-705

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FRANCISCO – Ángelus 2017 y 2020 

2017 

Vínculo de amor y vida con Jesús

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia nos presenta las últimas frases del discurso misionero del capítulo 10 del Evangelio de Mateo (cf. 10, 37), con el cual Jesús instruye a los doce apóstoles en el momento en el que, por primera vez les envía en misión a las aldeas de Galilea y Judea. En esta parte final Jesús subraya dos aspectos esenciales para la vida del discípulo misionero: el primero, que su vínculo con Jesús es más fuerte que cualquier otro vínculo; el segundo, que el misionero no se lleva a sí mismo, sino a Jesús, y mediante él, el amor del Padre celestial. Estos dos aspectos están conectados, porque cuanto más está Jesús en el centro del corazón y de la vida del discípulo, más “transparente” es este discípulo ante su presencia. Van juntos, los dos.

«El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí...» (v. 37), dice Jesús. El afecto de un padre, la ternura de una madre, la dulce amistad entre hermanos y hermanas, todo esto, aun siendo muy bueno y legítimo, no puede ser antepuesto a Cristo. No porque Él nos quiera sin corazón y sin gratitud, al contrario, es más, sino porque la condición del discípulo exige una relación prioritaria con el maestro. Cualquier discípulo, ya sea un laico, una laica, un sacerdote, un obispo: la relación prioritaria. Quizás la primera pregunta que debemos hacer a un cristiano es: «¿Pero tú te encuentras con Jesús? ¿Tú rezas a Jesús?». La relación. Se podría casi parafrasear el Libro del Génesis: Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a Jesucristo, y se hacen una sola cosa (cf. Génesis 2, 24). Quien se deja atraer por este vínculo de amor y de vida con el Señor Jesús, se convierte en su representante, en su “embajador”, sobre todo con el modo de ser, de vivir. Hasta el punto en que Jesús mismo, enviando a sus discípulos en misión, les dice: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (Mateo 10, 40). Es necesario que la gente pueda percibir que para ese discípulo Jesús es verdaderamente “el Señor”, es verdaderamente el centro de su vida, el todo de la vida. No importa si luego, como toda persona humana, tiene sus límites y también sus errores —con tal de que tenga la humildad de reconocerlos—; lo importante es que no tenga el corazón doble —y esto es peligroso. Yo soy cristiano, soy discípulo de Jesús, soy sacerdote, soy obispo, pero tengo el corazón doble. No, esto no va.

No debe tener el corazón doble, sino el corazón simple, unido; que no tenga el pie en dos zapatos, sino que sea honesto consigo mismo y con los demás. La doblez no es cristiana. Por esto Jesús reza al Padre para que los discípulos no caigan en el espíritu del mundo. O estás con Jesús, con el espíritu de Jesús, o estás con el espíritu del mundo. Y aquí nuestra experiencia de sacerdotes nos enseña una cosa muy bonita, una cosa muy importante: es precisamente esta acogida del santo pueblo fiel de Dios, es precisamente ese «vaso de agua fresca» (v. 42) del cual habla el Señor hoy en el Evangelio, dado con fe afectuosa, ¡que te ayuda a ser un buen sacerdote! Hay una reciprocidad también en la misión: si tú dejas todo por Jesús, la gente reconoce en ti al Señor; pero al mismo tiempo te ayuda a convertirte cada día a Él, a renovarte y purificarte de los compromisos y a superar las tentaciones. Cuanto más cerca esté un sacerdote del pueblo de Dios, más se sentirá próximo a Jesús, y un sacerdote cuanto más cercano sea a Jesús, más próximo se sentirá al pueblo de Dios.

La Virgen María experimentó en primera persona qué significa amar a Jesús separándose de sí misma, dando un nuevo sentido a los vínculos familiares, a partir de la fe en Él. Con su materna intercesión, nos ayude a ser libres y felices misioneros del Evangelio.

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2020

No hay amor verdadero sin cruz

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este domingo, el Evangelio (cf. Mateo 10, 37-42) expresa con fuerza la invitación a vivir plenamente y sin vacilación nuestra fidelidad al Señor. Jesús pide a sus discípulos que tomen en serio las exigencias del Evangelio, incluso cuando esto requiere sacrificio y esfuerzo.

Lo primero que les exige a quienes le siguen es poner el amor a Él por encima del amor familiar. Dice: «El que ama a su padre o a su madre, […] a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (v. 37). Jesús ciertamente no pretende subestimar el amor a los padres y a los hijos, pero sabe que los lazos de parentesco, si se ponen en primer lugar, pueden desviar del verdadero bien. Lo vemos: ciertas corrupciones en los gobiernos se dan precisamente porque el amor por la parentela es mayor que el amor por la patria y ponen en los cargos a los parientes. Lo mismo con Jesús: cuando el amor [por los familiares] es mayor que [el amor por] Él, no va bien. Todos podríamos dar muchos ejemplos a este respecto. Sin mencionar las situaciones en las que los lazos familiares se mezclan con elecciones opuestas al Evangelio. Cuando, por el contrario, el amor a los padres y a los hijos está animado y purificado por el amor del Señor, entonces se hace plenamente fecundo y produce frutos de bien en la propia familia y mucho más allá de ella. En este sentido, dice Jesús la frase. Recordemos también cómo reprende Jesús a los doctores de la ley que privan a sus padres de lo necesario con el pretexto de dárselo al altar, de dárselo a la Iglesia (cf. Mc 7, 8-13). ¡Los reprende! El verdadero amor a Jesús requiere verdadero amor a los padres, a los hijos, pero si primero buscamos el interés familiar, esto siempre nos lleva por el camino equivocado.

Luego dice Jesús a sus discípulos: «El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí» (v. 38). Se trata de seguirlo por el camino que Él mismo ha recorrido, sin buscar atajos. No hay amor verdadero sin cruz, es decir, sin un precio a pagar en persona. Y lo dicen muchas madres, muchos padres que se sacrifican tanto por sus hijos y soportan verdaderos sacrificios, cruces, porque aman. Y si se lleva con Jesús, la cruz no da miedo, porque Él siempre está a nuestro lado para apoyarnos en la hora de la prueba más dura, para darnos fuerza y coraje. Tampoco es necesario inquietarse por preservar la vida, con una actitud temerosa y egoísta. Jesús amonesta: «El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí —es decir, por amor, por amor a Jesús, por amor al prójimo, por servir a los demás—, la encontrará» (v. 39). Es la paradoja del Evangelio. Pero también tenemos, gracias a Dios, muchos ejemplos. Lo vemos en estos días. ¡Cuánta gente, cuánta gente lleva cruces para ayudar a otros! Se sacrifica para ayudar a quienes lo necesitan en esta pandemia. Pero, siempre con Jesús, se puede hacer. La plenitud de la vida y la alegría se encuentra al entregarse por el Evangelio y por los hermanos, con apertura, aceptación y benevolencia.

De este modo, podemos experimentar la generosidad y la gratitud de Dios. Nos lo recuerda Jesús: «Quien a vosotros acoge, a mí me acoge […]. Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños […] no perderá su recompensa» (vv. 40; 42). La generosa gratitud de Dios Padre tiene en cuenta hasta el más pequeño gesto de amor y de servicio prestado a nuestros hermanos. En estos días, un sacerdote me contó que se había conmovido porque un niño de la parroquia se le acercó y le dijo: “Padre, estos son mis ahorros, una cosa pequeña, es para sus pobres, para aquellos que hoy lo necesitan a causa de la pandemia”. ¡Pequeña cosa, pero grande! Es una gratitud contagiosa que nos ayuda a cada uno de nosotros a mostrar gratitud hacia aquellos que se preocupan por nuestras necesidades. Cuando alguien nos ofrece un servicio, no debemos pensar que todo nos es debido. No, muchos servicios se realizan de forma gratuita. Pensad en el voluntariado, que es una de las mejores cosas que tiene la sociedad italiana. Los voluntarios... ¡Y cuántos de ellos dejaron sus vidas en esta pandemia! Se hace por amor, simplemente por servicio. La gratitud, el reconocimiento, es en primer lugar una señal de buenos modales, pero también es una característica distintiva del cristiano. Es un simple pero genuino signo del reino de Dios, que es el reino del amor gratuito y generoso.

Que María Santísima, que amó a Jesús más que a su propia vida y lo siguió hasta la cruz, nos ayude a ponernos siempre ante Dios con el corazón abierto, dejando que su Palabra juzgue nuestro comportamiento y nuestras opciones.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La primera vocación del cristiano es seguir a Jesús

2232. Los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son absolutos. A la par que el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la vocación singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los padres deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación primera del cristiano es seguir a Jesús (cf Mt 16, 25): “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37).

2233. Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir: “El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 49).

Los padres deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos para que le siga en la virginidad por el Reino, en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal.

El Bautismo, sacrificarse así mismo, vivir para Cristo

537. Por el Bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con Jesús, para subir con él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del Padre y “vivir una vida nueva” (Rm 6, 4):

«Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con él; descendamos con él para ser ascendidos con él; ascendamos con él para ser glorificados con él» (San Gregorio Nacianceno, Oratio 40, 9: PG 36, 369).

«Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño de agua, el Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la Voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios. (San Hilario de Poitiers, In evangelium Matthaei, 2, 6: PL 9, 927).

“Sepultados con Cristo ...”

628. El Bautismo, cuyo signo original y pleno es la inmersión, significa eficazmente la bajada del cristiano al sepulcro muriendo al pecado con Cristo para una nueva vida: “Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 4; cf Col 2, 12; Ef 5, 26).

790. Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo, quedan estrechamente unidos a Cristo: “La vida de Cristo se comunica a a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real” (LG 7). Esto es particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos unimos a la muerte y a la Resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4-5; 1 Co 12, 13), y en el caso de la Eucaristía, por la cual, “compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros” (LG 7).

1213. El santo Bautismo es el fundamento de toda la vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu (“vitae spiritualis ianua”) y la puerta que abre el acceso a los otros sacramentos. Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión (cf Concilio de Florencia: DS 1314; CIC, can 204, 1; 849; CCEO 675, 1): Baptismus est sacramentum regenerationis per aquam in verbo” (“El bautismo es el sacramento del nuevo nacimiento por el agua y la palabra”: Catecismo Romano 2, 2, 5).

1226. Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo Bautismo. En efecto, san Pedro declara a la multitud conmovida por su predicación: “Convertíos [...] y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2, 38). Los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el bautismo a quien crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de Dios, paganos (Hch 2, 41; 8, 12-13; 10, 48; 16, 15). El Bautismo aparece siempre ligado a la fe: “Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa”, declara san. Pablo a su carcelero en Filipos. El relato continúa: “el carcelero inmediatamente recibió el bautismo, él y todos los suyos” (Hch 16, 31-33).

1227. Según el apóstol san Pablo, por el Bautismo el creyente participa en la muerte de Cristo; es sepultado y resucita con Él:

«¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 3-4; cf Col 2, 12).

Los bautizados se han “revestido de Cristo” (Ga 3, 27). Por el Espíritu Santo, el Bautismo es un baño que purifica, santifica y justifica (cf 1 Co 6, 11; 12, 13).

1228. El Bautismo es, pues, un baño de agua en el que la “semilla incorruptible” de la Palabra de Dios produce su efecto vivificador (cf. 1 P 1, 23; Ef 5, 26). San Agustín dirá del Bautismo: Accedit verbum ad elementum, et fit sacramentum (“Se une la palabra a la materia, y se hace el sacramento”, In Iohannis evangelium tractatus 80, 3).

1694. Incorporados a Cristo por el bautismo (cf Rm 6, 5), los cristianos están “muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rm 6, 11), participando así en la vida del Resucitado (cf Col 2, 12). Siguiendo a Cristo y en unión con él (cf Jn 15, 5), los cristianos pueden ser “imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor” (Ef 5, 1.), conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con “los sentimientos que tuvo Cristo” (Flp 2, 5.) y siguiendo sus ejemplos (cf Jn 13, 12-16).

La gracia nos justifica mediante el Bautismo y la fe

1987. La gracia del Espíritu Santo tiene el poder de santificarnos, es decir, de lavarnos de nuestros pecados y comunicarnos “la justicia de Dios por la fe en Jesucristo” (Rm 3, 22) y por el Bautismo (cf Rm 6, 3-4):

«Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6, 8-11).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Quien no toma su cruz...

«En aquel tiempo dijo Jesús a sus apóstoles: ... El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí».

Éstas son algunas de las palabras que leemos en el Evangelio de este Domingo. La cruz es un acontecimiento, que ha llegado a ser un símbolo. Desde cuando Jesús la ha tomado sobre sus hombros y ha muerto en ella, la cruz, en el lenguaje cristiano, ha llegado a ser el símbolo de todo sufrimiento y dolor humano. «Llevar la cruz» es sinónimo de padecer. En este sentido, la cruz es lo que nos pone en comunión o nos iguala con todos. Yo recuerdo algunos sencillos versos, escuchados siendo muchacho, y nunca después olvidados:

«Cuando nací me dijo una voz:

tú has nacido para llevar tu cruz.

Yo, llorando, abracé la cruz

que por el cielo asignada me fue.

Después miré, miré, miré:

acá abajo todos llevan la cruz».

Sí; todos nosotros llevamos la cruz. Si, a veces, nos parece que sólo las cosas nos van torcidas a nosotros, mientras que todos los demás gozan o se complacen, es sólo porque conocemos nuestra cruz y no la de los demás. Somos nosotros como aquel enfermo, descrito por Manzoni, que se vuelve y se revuelve en la cama encontrándola incómoda, y en torno a sí, fuera, ve otros lechos bien arreglados y allanados, e imagina que se debe estar muy bien en ellos. Mas, si por fin consigue cambiarse a ellos, comienza a sentir asimismo en ellos bien aquí un hueco, bien allí una agramiza, que le pincha, o bien un nudo, que le oprime.

Jesús no ha venido a la tierra para llevar la cruz. Él, más bien, nos ha traído a nosotros el modo... de llevarla. Le ha dado a la cruz un sentido y una esperanza; ha revelado dónde ella conduce, si es llevada junto con él: a la resurrección y a la alegría.

Pero ¿cómo hacer comprender la palabra cruz a una sociedad como la nuestra, que a la cruz opone el placer a todos los niveles; que cree haber rescatado finalmente el placer, haberlo sustraído a la injusta sospecha ya la condena, que pesaban sobre él; que ensalza himnos al placer, como en el pasado se exaltaban himnos a la cruz? ¿Una cultura que del placer (edone en griego) ha recibido hasta el apelativo de hedonista y de la que hasta, quien más quien menos, todos formamos parte, al menos de hecho, aunque la condenemos con las palabras?

Muchas incomprensiones entre la Iglesia y la así llamada cultura laica residen aquí. Nosotros, al menos, podemos intentar concretar dónde reside el verdadero nudo del problema y descubrir que posiblemente hay un punto del que partir para un diálogo sereno entre fe y cultura sobre este tema. El punto común es la constatación de que en esta vida el placer y el dolor se siguen uno al otro con la misma regularidad con que al remontarse una ola en el mar le sigue una depresión y un vacío, que arrastra detrás al náufrago, que intenta alcanzar la orilla. El placer y el dolor están contenidos de modo enmarañado el uno en el otro.

El hombre busca desesperadamente separar a estos dos hermanos siameses, aislar el placer del dolor. A veces, se ilusiona de haberlo conseguido y en la borrachera del goce lo olvida todo y celebra su victoria. Pero, por poco tiempo. El dolor está allí como una bebida embriagadora, que se transforma en veneno con el pasar del tiempo. No un dolor distinto, independiente o dependiente de otra causa, sino precisamente el dolor que proviene del placer.

El mismo placer desordenado es el que se retuerce contra nosotros y se nos transforma en sufrimiento. Y esto o improvisada y trágicamente o un poco a la vez, en cuanto que no dura por largo tiempo y engendra saciedad y aburrimiento. Es una lección, que nos llega de la crónica diaria, si la sabemos leer y que el hombre ha representado de mil modos en su arte y en su literatura. «Un no-sé-qué de amargo surge de lo íntimo mismo de todo placer y nos angustia en medio de los deleites», ha escrito el poeta pagano Lucrecio.

El placer es engañoso hasta en sí mismo, porque promete lo que no puede dar. Antes de ser gustado, parece como ofrecerte el infinito y la eternidad; pero, una vez pasado, te encuentras con nada entre las manos. Como una flor bellísima para verla en la planta, que, apenas cortada, se desvanece.

La Iglesia dice tener una respuesta que dar a esto y es el verdadero drama de la existencia humana. La explicación es ésta. Desde el principio, ha habido una elección del hombre, hecha posible desde su libertad, que lo ha llevado a orientar exclusivamente la capacidad de alegría, de la que había sido dotado para que aspirase a gozar del Bien infinito, que es Dios, hacia las cosas visibles.

Dios ha permitido que, al placer, escogido contra la ley de Dios y simbolizado por Adán y Eva, que gustan del fruto prohibido, le siguiese el dolor y la muerte, más como un remedio que como un castigo. Y ello para que no sucediese, que siguiendo a bridas sueltas su egoísmo y su instinto el hombre se destruyese del todo y cada uno destruyese a su prójimo (¡hoy, con la droga y las consecuencias de ciertos desórdenes sexuales, vemos más claramente que en el pasado cómo sea posible destruir la propia vida por el placer de un instante!). Así, junto al placer vemos vincularse ya, como su sombra, el sufrimiento.

Cristo, finalmente, ha destrozado esta cadena. Él «por el gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia» (Hebreos 12, 2). Hizo, en suma, lo contrario de lo que hizo Adán y hace todo hombre. Resucitando de la muerte, él ha inaugurado un nuevo género de placer: que no precede al dolor, como su causa, sino que lo sigue como su fruto; el que encuentra en la cruz su fuente y la esperanza de no terminar ni siquiera con la muerte.

Y no sólo el placer puramente espiritual sino todo placer honesto; también, el que el hombre y la mujer experimentan en su donación o entrega recíproca, en el engendrar la vida y ver crecer a los propios hijos o a los propios sobrinos; el placer del arte y de la creatividad, de la belleza, de la amistad, del trabajo felizmente llevado a término. Todo alegría.

Tras el placer, que sigue al sacrificio y lo que le precede o lo evita, existe la misma diferencia que entre una bonita vacación gozada tras la fatiga y después de haber pagado con anticipo el precio y una vacación vivida antes de haberla merecido con la sensación de que la cuenta toda está aún sin pagar.

¿Qué hacer por lo tanto? No se trata normalmente de ir en busca del sufrimiento sino aceptar con ánimo nuevo el que ya existe en nuestra vida. Nosotros podemos comportarnos con la cruz como la vela con el viento. Si ella lo recoge por la parte justa, el viento la hincha y hace avanzar ligera a la barca sobre las olas; si, por el contrario, la vela se pone de través, contra la corriente, el viento rompe el árbol y lo echa todo a perder en el mar. Tomada bien, la cruz nos arrastra; tomada mal, nos deja para el arrastre.

No debemos malgastar nuestro sufrimiento. El sufrimiento se desperdicia si hablamos de él a diestro y siniestro, sin necesidad o utilidad alguna, lamentándonos constantemente de nuestros males con la primera persona que se nos pone a tiro. Esto no es llevar la cruz sino ponerla sobre los hombros de los demás. Deberíamos, más bien, custodiar o guardar celosamente cualquier pequeño sufrimiento como un secreto entre nosotros y Dios, para que no pierda su perfume por ello.

Saber sufrir algo en silencio es una de las cosas que más contribuyen a mantener la paz y la armonía en una familia, en una pareja o en una comunidad religiosa. Decía un antiguo padre del desierto: «Por cuanto grandes sean tus penas, tu victoria sobre ellas está en el silencio».

Pero, debemos igualmente sacar de todo lo que hemos dicho una segunda conclusión. Y es ésta: como cristianos no debemos tener ningún miedo al placer cuando éste viene acompañado del cumplimiento del deber. Hay personas, que tienen miedo al placer. Les parece a ellas cometer pecado por abandonarse a él con alegría. En ciertos casos, esto es fruto de una educación religiosa deformada, a la que tal vez nosotros, los sacerdotes, hemos contribuido en el pasado con nuestra moral y nuestra predicación.

En la Escritura leemos estas palabras, que nunca han sido revocadas, aunque sí fueron escritas en el Antiguo Testamento:

«Anda, come con alegría tu pan y bebe de buen grado tu vino, que Dios está ya contento con tus obras... Vive la vida con la mujer que amas» (Qohelet 9.7-9).

Igualmente, el placer es de Dios y Dios no está celoso de lo que él mismo ha creado «si se toma con acción de gracias» (Timoteo 4, 4). Aprendamos, por lo tanto, a aceptar de igual forma las alegrías, que existan en nuestra vida, ya agradecérselas a Dios, sin estar lamentándonos todo el tiempo por las cruces. Frecuentemente, saber alegrarse y gozar de las cosas buenas es el mejor modo de dar satisfacción y alegría a los demás: al marido o a la mujer, a los hijos o a quien vive junto a nosotros.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Enviados a derribar gigantes

“La misericordia y la verdad se encontraron, la justicia y la paz se besaron”. Es decir, no hay paz sin justicia. Pero la paz se establece a través de la justicia, por la misericordia.

Jesús ha venido a traer fuego sobre la tierra para encender los corazones en la llama de su amor, a través de la gracia derramada del Espíritu Santo sobre toda la humanidad, pero que solo la reciben los hombres de buena voluntad que abren su corazón de par en par.

Jesús nos ama. Está presente verdaderamente en la Eucaristía, y viene a nosotros, entra en cada uno de nosotros, Él en nosotros y nosotros en Él.

Pero algunos no creen en Él, no lo quieren recibir, le cierran las puertas de su corazón, desvían la mirada de su alma, lo sacan de su vida, porque Él no ha venido a traer la paz, sino la guerra.

Él no ha venido a reconciliar a justos con pecadores, sino que ha venido a convertir en justos a los pecadores.

Ha venido a herirlos con la espada de dos filos, para que mueran a sí mismos y se reconcilien con Él.

No tengas miedo, Cristo está contigo todos los días de tu vida. Él te envía a derribar gigantes con la espada de la verdad, pero va por delante de ti.

Sé tú un instrumento dócil, leal y fiel, para que Él haga sus obras, a través de ti.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

No aspirar a menos

Escuchadas fuera de su contexto estas afirmaciones de Nuestro Señor, nos pueden parecer al menos secas. Además, podrían inducirnos a pensar que Jesús pretendía un protagonismo desconsiderado; ser únicamente punto necesario de referencia para el hombre y no tanto quien vino al mundo para que todos los hombres se salven y conozcan la verdad, manifestando así el amor que Dios nos tiene. Resulta, por eso, imprescindible recordar siempre, al leer y meditar la Sagrada Escritura, que Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, únicamente ha querido venir al mundo para salvarnos. Así, una vez reconocida su indiscutible bondad, podremos –iluminados por el Espíritu Santo y humildemente– avanzar en el conocimiento de Jesucristo, que se hizo hombre para nuestro bien. ¿Acaso sería justo amar a alguien más que a Dios, por muy próximo y querido que sea para nosotros?

Por otra parte, ya hemos considerado a fondo –y es a diario punto de partida de nuestras reflexiones– la razón de ser de nuestra existencia, lo que justifica la presencia nuestra en el mundo: somos –y somos personas– para Dios. Nos hiciste, Señor, para ser tuyos, declara San Agustín. Únicamente Dios nos puede colmar. Pero nuestro acceso a la divinidad ha de ser humano, consecuencia del ejercicio de nuestra libertad. Estando, pues, en buscar, encontrar y poseer a Dios eternamente el único sentido y fin de la existencia del hombre, ¿acaso no es razonable cualquier sacrificio antes que perder lo único que nos puede llenar plenamente, aquello en lo que, por otra parte, consiste la plena felicidad humana?

Es muy conocida la tendencia a ponernos cada uno como objetivo de nuestro interés; tanto que parece natural y hasta irremediable. Se trata, sin embargo, de una consecuencia del pecado y de la rebeldía humana. El gran don que el hombre ha recibido y lo eleva sobre el resto de las criaturas de este mundo es la capacidad de amar. Sólo los hombres somos capaces de entregarnos conscientemente en beneficio de otros, que eso es amar. Ciertamente esa capacidad de buscar el bien podemos intentar emplearla en nosotros mismos, podemos buscar la autosatisfacción. Pero esto no sería amar, sería egoísmo o soberbia. El hombre fue ideado por su Creador para vivir amando como decíamos, dándose a Él en cada circunstancia de la vida buscando agradarle. Así tiene su existencia el sentido que le es propio: se asemeja al Creador como debe –ya que somos a su imagen y semejanza–, que es puro don. Por el contrario, una vida humana si busca como objetivo su propio bien fracasa: Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.

“Perder la vida por Dios...”, nos dice el Señor. Porque se trata de emplear a cada paso esa capacidad que poseemos para darnos, “como Dios manda”. Y está usada en este caso la conocida expresión en su sentido más literal. Se trata, en efecto, de caminar cuando Dios quiere, donde Dios quiere, como Dios quiere, porque Dios lo quiere. Caminar, o correr, o descansar, o trabajar con las manos o la inteligencia, o dar un consejo, o preguntar una duda; ayudar o pedir ayuda... Cualquiera de las infinitas actividades del hombre son –vividas por Dios– perder la vida por Él, gastándola en el cumplimiento de su voluntad y, por tanto, encontrarla.

No está mal actuar por los demás, al contrario, pero es poco: Quien recibe a un justo por ser justo obtendrá recompensa de justo. Bastantes, que son buenos, se quedan en esto: en la hermandad entre los pueblos, en la justicia social, en ser ciudadanos intachables, solidarios... Indudablemente se trata de verdaderos valores que contribuyen grandemente al bien, y que han sido muy alentados –lo son en el momento actual– y convendrá seguir estimulándolos en el futuro. Es también indudable que la persona se siente realizada actuando bien, aunque sea en cierta medida (en cierta medida se siente realizada y también en cierta medida actúa bien). Sin embargo, únicamente llevamos a cabo todo el bien posible cuando lo hacemos por Dios. Sólo amar a Dios mismo, además, puede colmar realmente todos los anhelos de la criatura humana.

Todo el que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa. Jesús concluye, en efecto, asegurando que no faltará la debida satisfacción a los que realicen el bien, no tanto a otro de nuestros semejantes sino a Él mismo a través de ellos. Por eso, da igual en qué consista de hecho un trabajo o una obra de servicio o para quién se realice, si se hace porque agrada a Dios. Lo determinante para afirmar la categoría de la acción y de quien la lleva a cabo es que aquello se haga por Dios y “como Dios manda”.

Es justo que nos gocemos pensando que, por la Gracia de Dios, podemos llevar a cabo, si queremos, algo de categoría divina. Nuestro Creador lo acogerá complacido en cada caso, con solo intentar actuar puesta la vista en Dios. ¡Qué gran tesoro esta libertad, que nos permite elevarnos muy por encima de nuestra terrena condición, hasta tratar de tú confiadamente a Nuestro Dios! Así hablan los hijos con sus padres siempre que lo desean. Como ellos, podemos dirigirnos también –amando– a nuestra Madre del Cielo, y seremos doblemente felices, al sentirnos más hijos aún de Nuestro Padre Dios

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

“Sean mutuamente acogedores”

El pasaje evangélico de hoy incluye dos temas muy distintos. Podríamos resumir el primero con la expresión “seguir a Cristo hasta la cruz” y el segundo con la expresión “recibir a Cristo en los hermanos”. Los dos temas, como se ve; tienen un objeto y un sujeto en común: nosotros y Cristo; vale decir que tienden a iluminamos algunos aspectos de nuestra relación con el Maestro.

Detengámonos hoy en el tema del recibimiento. Está preparado, en la primera lectura, en aquel simple y simpático gesto de la mujer sunamita que recibe al profeta Eliseo cada vez que pasa por su ciudad. le da de comer y beber y le prepara una habitación para que descanse. Ella es recompensada por su recibimiento con la promesa de tener descendencia.

Cuando el tema es retomado por Jesús en el Evangelio. encontramos una vez más la idea de una recompensa; también Jesús promete algo a quien recibe a un profeta, es decir, a un ministro de Dios, a un misionero del Reino. Pero esta recompensa está espiritualizada. ¿Qué es en el fondo lo que promete Jesús a quien recibe a un hermano. en especial si es pequeño y pobre? Se promete a sí mismo: El que los recibe a ustedes me recibe a mí y en otro lugar dice: Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo (Mt. 25, 40). Además, promete al Padre: y el que me recibe, recibe a aquel que me envió.

Jesús anexa, entonces, una gran importancia y una gran promesa a este gesto humano del recibimiento, y por eso es necesario saber bien qué significa recibir a un hermano. Existen algunos ejemplos más comunes de recibimiento que el mismo texto evangélico, sobre todo si es comparado con la primera lectura. lleva a la luz: recibir al discípulo que es forastero o está de paso, dar un vaso de agua al sediento. Quien conoce el Evangelio sabe lo larga que es esta lista: dar de comer a quien tiene hambre, visitar a los enfermos, consolar a los afligidos...Son las obras de misericordia que constituyen la manifestación concreta del recibimiento. San Pablo las resumía con la expresión: Ayúdense mutuamente a llevar las cargas (Gál. 6, 2).

Dar un buen recibimiento al hermano significa salir de nuestro egoísmo para interesamos activamente por él, para darle un poco de nuestro tiempo. de nuestra solidaridad y estima y, antes que nada, para escucharlo can paciencia. Se puede salir reconfortado de un encuentro como éste. Hoy, una forma de recibimiento que se ha perdido es la hospitalidad. Si no siempre es posible recibir en nuestra casa al forastero, al menos sería necesario no rechazar por principio y no evitar a quien viene de lugares distintos y tiene costumbres distintas o color distinto al nuestro. El problema del recibimiento y de la inserción de los inmigrantes es un problema también cristiano, además de social.

San Pablo recomendaba a los cristianos: Sean mutuamente acogedores, como Cristo los acogió a ustedes (Rom. 15, 7). He aquí, entonces, el modelo de nuestro recibimiento en relación con los hermanos. ¿Cómo nos recibió Cristo? Nos recibió aun siendo nosotros pecadores, reincidentes. incluso si a menudo lo ofendimos y le dimos la espalda, aun cuando fuimos poco sutiles y lentos para entender, como eran los mismos apóstoles; nos recibió gratuitamente; nos recibió a pesar del inmenso desnivel “social” que había entre nosotros y él. También nosotros debemos hacer así. En la vida de cada día y comenzando por las personas más próximas. Acogerse. es decir, aceptarse recíprocamente entre personas de la misma familia o entre colegas del trabaja, a menudo resulta más difícil que acoger y aceptar a personas extrañas. Con éstas tenemos menos cosas que perdonar y que hacemos perdonar.

Pero hay un momento de nuestra vida cristiana en que el recibimiento recíproco debe asumir un carácter y una intensidad muy particular: el momento en que nos reencontramos juntos como comunidad para escuchar la palabra de Dios y partir el común pan eucarístico. ¡Cuánto camino nos queda por recorrer! Pienso en el modo con que Jesús acogió a sus discípulos para aquella primera asamblea eucarística que se celebró en el Cenáculo. Se dirigió a ellos llamándolos “hijitos”, les lavó los pies, quiso que la sala que debía recibirlos estuviese limpia y adornada con alfombras y almohadones (cfr. Lc. 22, 12). La necesidad de vivificar los momentos de comunidad y las realidades locales se ha vuelto hoy un signo de los tiempos: están naciendo asambleas de escuela, de barrio, de fábrica. ¡Cuánto más deberíamos vivificar nosotros la asamblea por excelencia que es la Iglesia local reunida alrededor del altar!

Estoy convencido de que, si nuestras asambleas litúrgicas a menudo nos dejan fríos y apáticos, si no producen cambios profundos en nuestro espíritu, el motivo principal no se debe a que estemos distraídos o no pensemos lo suficiente en Jesús; sí. también es esto, pero sobre todo es que no nos recibimos de veras los unos a los otros, no nos abrimos para hacer “un solo corazón y un alma sola”; cada uno permanece en su cáscara. Es una experiencia ya demostrada tantas veces que sólo cuando un grupo de personas, al estar juntas, hacen una unidad, es decir, se reciben hasta lo más profundo tal como son, y se aceptan como hermanos, sólo entonces se libera una fuerza que involucra a todos y hace vivir en una dimensión nueva, que es justamente la dimensión del Espíritu, del cual la alegría es la contraseña más evidente.

Esto es por cierto más fácil de obtener cuando la que se reúne alrededor del altar es una pequeña comunidad que ya se conoce y ha recorrido un cierto camino en compañía, y que por eso puede intercambiarse también los signos visibles de unión, como la puesta en común de algo, la discusión de ideas, de preocupaciones y de experiencias. Pero es una meta que debemos proponemos incluso en las grandes asambleas dominicales como la nuestra. Debemos esforzamos por salir del anonimato y valorizar los signos de reconocimiento y de recibimiento que la liturgia nos ofrece, como por ejemplo el gesto de la paz, e inventar otros si es necesario.

Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre -dice Jesús-, yo estoy presente en medio de ellos (Mt. 18, 20), es necesario, entonces, que estemos de veras reunidos “en su Nombre”, que nos recibamos los unos a los otros como él nos recibió, para que él esté entre nosotros y, con él, su alegría y su paz.

¡El recibimiento de Cristo con respecto a nosotros! Ahora nos aprestamos a vivirlo en su expresión más alta, la Eucaristía. Él nos acoge así como somos, pobres y harapientos, en su casa, nos admite en su mesa y se dispone a servimos: Vengan, coman de mi pan, y beban del vino que yo mezclé (Prov. 9, 5).

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la beatificación de Jurgis Matulaitis (28-VI-1987)

El Bautismo

“Hemos sido bautizados en Cristo Jesús” (Rm 6, 3).

“¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 3-4).

Cuando el Resucitado envió a los Apóstoles a todas las naciones de la tierra para anunciar el Evangelio a las gentes y bautizarlas en el nombre de la Santísima Trinidad, se cumplieron las palabras del profeta Ezequiel, recordadas en la liturgia de hoy: “Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36, 24-26).

El bautismo: sacramento que regenera en el agua y el Espíritu Santo, según las palabras de Cristo a Nicodemo. El bautismo: sacramento de una vida nueva, en la que se desafía la herencia del pecado original, y se injerta en el hombre la herencia de la redención: la gracia y el amor.

Así como reza el Salmista: “¡Oh Dios crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme!” (Sal 50/51, 12).

El bautismo: primera victoria del Espíritu Santo en el alma del hombre. Comienzo del camino de la salvación eterna en Dios. Comienzo del reino de Dios que está en nosotros (...).

Tomar la cruz de Cristo

En el evangelio de hoy oímos las palabras de Cristo el Señor: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí, el que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mi causa (por mí), la encontrará” (Mt 10, 38-39).

Hoy la Iglesia se dirige a vosotros, queridos hermanos y hermanas de Lituania, con las palabras de Cristo en el Evangelio: “Recibid a un profeta porque es profeta. Recibid a un justo porque es justo” (cfr. Mt 10, 41). Ésa es la elocuencia de esta beatificación para el jubileo de vuestro bautismo. Hay que acoger a los Santos con el corazón y con la fe, para que puedan indicarnos el camino, ese camino cuyo comienzo lo constituye la “inmersión en Cristo” por medio del bautismo.

Así, pues, recemos juntos con el nuevo Beato, que se presenta a vosotros para que no dejéis de ser “dignos de Cristo”: “El que toma su cruz y me sigue, es digno de mí”. Esto es lo que nos dice.

A lo largo de vuestra historia habéis mostrado muchas veces que deseáis ser dignos de Cristo, y a veces, incluso, de modo heroico. ¿Qué podemos desearos más hoy, en este año jubilar y para el futuro? Os deseamos: ¡Que seáis siempre dignos de Cristo! Que seáis el Pueblo de Dios, en el país que dio Dios a vuestros antepasados… Y que Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo sea siempre vuestro Dios (Cfr. Ez 36, 28).

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Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Ser cristiano no es simpatizar con una causa por noble que sea, sino una adhesión de nuestra inteligencia y corazón, un compromiso con la “persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre” (Veritatis Splendor, 19). El tono incisivo, casi rudo, del Evangelio de hoy lo recuerda: “Quien ama a su padre o su madre más que a mí, no es digno de mí”.

Cualquiera que está familiarizado con las enseñanzas de Jesús, comprende que estas palabras no enfrentan al 1º y 4º Mandamiento, señalan tan sólo el orden en que deben vivirse. “Honra a tu padre, con tal de que no te separe del verdadero Padre” (S. Jerónimo). “Sean amados todos en este mundo -enseña S. Gregorio Magno-, aún los mismos enemigos, pero el adversario en el camino de Dios no sea amado, ni aun siendo pariente” (Hom, 37). Tampoco suponen estas palabras de Jesús un desprecio por la propia vida sino la condición que permite vivirla con plenitud. Nada debe anteponerse al amor de Dios. Los padres y los hijos deben recordar esto cuando Dios se insinúe en sus vidas y les invite a una entrega más generosa a la causa del Evangelio. Y cada uno debe comprender que vivir obsesivamente pendientes de uno mismo y sus intereses, de su bienestar, sin pensar en Dios y en los demás, es cegar la fuente en la que se desea beber.

“Lo que hace verdaderamente desgraciada a una persona -y aún a una sociedad entera- es esa búsqueda ansiosa de bienestar, el intento incondicionado de eliminar todo lo que contraría. La vida presenta mil facetas, situaciones diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de ellas comporta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión inédita de trabajar, de dar el testimonio divino de la caridad. A quien siente el agobio de una situación difícil, yo le aconsejaría que procure también olvidarse un poco de sus propios problemas, para preocuparse de los problemas de los demás: haciendo esto, tendrá más paz y, sobre todo, se santificará” (S. Josemaría Escrivá).

Sin Cruz no hay cristianismo. La comodidad egoísta se filtra en todo afecto y en toda actuación, incluso en las que se realizan con altura de miras. El celo apostólico y la lucha personal contra nuestras oscuras inclinaciones pueden estar lastradas por el contrapeso de cargas de carácter egocéntrico que, únicamente el tiempo, las contrariedades, las arideces de la prosa diaria, las tentaciones humillantes, las caídas, el desaliento al tropezar con la indiferencia o el rechazo de los que querríamos hacer partícipes de la Buena Nueva, pueden purificar, otorgando al cristiano, poco a poco, ese saludable olvido de sí que Jesús nos propone. Sí, el amor se purifica y robustece con estas pruebas. También puede degenerar en rebeldía, como en el caso del mal ladrón, justamente porque la piedra de toque del amor es el dolor.

Con todo, estas severas advertencias del Señor están atemperadas con el ofrecimiento de una recompensa en los cielos. La radicalidad del compromiso cristiano no es autorrenuncia sino actividad fecunda del amor que anula los criterios del hombre viejo del que habla S. Pablo y estimula la vida del hombre nuevo en quienes nos convertimos al ser injertados en Cristo por el Bautismo. Esto nos permitirá decir con gozo y con verdad: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”, ya que Él premiará hasta el servicio más insignificante “un vaso de agua fresca”. Dios no se deja ganar en generosidad.

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Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“La radicalidad evangélica frente a la mediocridad”

I. LA PALABRA DE DIOS

2R 4, 8-11.14-16: “Ese hombre de Dios es un santo, se quedará aquí”

Sal 88, 2-3.16-17.18-19: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”

Rm 6, 3-4.8-11: “Por el Bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte para que andemos en una vida nueva”

Mt 10, 37-42: “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mi”

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

Gratuitamente, sin mérito alguno por nuestra parte, Dios nos ha hecho partícipes de su vida mediante el Bautismo por el que somos sepultados en la muerte con Cristo para caminar en la “vida nueva” como “muertos al pecado” (2ª Lect.).

La vida nueva ha de ser conducida por caminos nuevos. Por el “Camino” que es Jesucristo, de modo que nada ni nadie nos impida vivir en comunión con Él (ni familia, ni sufrimiento ni vida humana) y amar lo que Él ama (Ev.).

Dios visita al matrimonio de Sunam y, por medio de Eliseo, le concede el hijo que hasta entonces no habían logrado. Era el premio de la hospitalidad hacia el Profeta. Abrir la puerta al pobre es abrírsela a Dios, a su gracia, a la salvación (1ª Lect.).

III. SITUACIÓN HUMANA

Los radicalismos no gozan de buena fama en nuestra sociedad. Casi siempre son identificados con la intransigencia y la intolerancia.

El radicalismo cristiano, sin embargo, nada tiene que ver con todo eso. Es aceptar definitiva y plenamente el Evangelio, sin acomodaciones de conveniencia. Y ser siempre consciente de que hay más camino por recorrer, además del que se haya recorrido.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

La primera vocación del cristiano es seguir a Jesucristo:

“... Es preciso convencerse de que la vocación primera del cristiano es seguir a Jesús. ``El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí’’” (2232).

Jesús, nuestro modelo:

“Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo. Él es el hombre perfecto que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo a imitar; con su oración atrae a la oración; con su pobreza a aceptar libremente la privación y las persecuciones” (520).

La respuesta

Cristo, centro de toda vida cristiana:

“Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales. Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya, para ocuparse de las cosas del Señor, para tratar de agradarle, para ir al encuentro del Esposo que viene. Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este modo de vida del que Él es el modelo” (1618).

El testimonio cristiano

“Os ruego que penséis que Jesucristo, Nuestro Señor, es vuestra verdadera Cabeza, y que vosotros sois uno de sus miembros. Él es con relación a vosotros lo que la cabeza es con relación a sus miembros; todo lo que es suyo es vuestro, su Espíritu, su corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y debéis usar de ellas como de cosas que son vuestras, para servir, alabar, amar y glorificar a Dios” (1698).

“El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo; se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable (S. Ambrosio, Psal. 118, 14, 30: PL 1403A)” (908).

La vida nueva recibida en el Bautismo exige seguir a Jesucristo esforzándonos en la radicalidad del Evangelio.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Amor a Dios

– Dios es quien únicamente merece ser amado de modo absoluto y sin condiciones. Los afectos humanos rectos se elevan y ennoblecen cuando se ama a Dios sobre todos los demás amores.

I. Jesús nos enseña en incontables ocasiones que Dios ha de ser nuestro principal amor; a las criaturas debemos amarlas de modo secundario y subordinado. En el Evangelio de la Misa nos advierte, con palabras que no dejan lugar a dudas: Quien ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí. Y aún más: Quien ame su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por Mí, la encontrará. Dios es únicamente quien merece ser amado de un modo absoluto y sin condiciones; todo lo demás debe serlo en la medida en que es amado por Dios. El Señor nos enseña el auténtico amor y nos pide que amemos a la familia y al prójimo, pero ni aun estos amores debemos anteponerlos al amor de Dios, que ha de ocupar siempre el primer lugar. Amando a Dios se enriquecen, crecen y se purifican los demás amores de la tierra, se ensancha el corazón y se hace verdaderamente capaz de querer, superando las barreras y reservas del egoísmo, presente siempre en cada criatura. Los amores limpios de esta vida se elevan y ennoblecen aún más cuando se ama a Dios como lo primero.

Para querer a Dios como Él pide es necesario, además, perder la propia vida, la del hombre viejo. Es necesario morir a las tendencias desordenadas que inclinan al pecado, morir a ese egoísmo, a veces brutal, que lleva al hombre a buscarse sistemáticamente en todo lo que hace. Dios quiere que conservemos lo sano y recto que tiene la naturaleza humana, lo bueno y distinto de todo hombre: nada de lo positivo y perfecto, de lo verdaderamente humano, se perderá. La vida de la gracia lo penetra y lo eleva, enriqueciendo así la personalidad del cristiano que ama a Dios. El hombre, cuanto más muere a su yo egoísta, más humano se vuelve y está más dispuesto para la vida sobrenatural.

El cristiano que lucha por negarse a sí mismo encuentra una nueva vida, la de Jesús. Respetando lo propio de cada uno, la gracia nos transforma para adquirir los mismos sentimientos que Cristo tiene sobre los hombres y los acontecimientos; vamos imitando sus obras, de tal manera que nace un nuevo modo de actuar, sencillo y natural, que mueve a las gentes a ser mejores; nos llenamos de los mismos deseos de Cristo: cumplir la voluntad del Padre, que es expresión clara del amor. El cristiano se identifica con Jesús, conservando su propio modo de ser, en la medida en que, con la ayuda de la gracia, se va despojando de sí mismo: tengo deseos de disolverme para estar con Cristo, exclamaba San Pablo.

El amor a Dios no puede darse por supuesto; si no se cuida, muere. Si, por el contrario, nuestra voluntad se mantiene firme en Él, las mismas dificultades lo encienden y fortalecen. El amor a Dios se alimenta en la oración y en los sacramentos, en la lucha contra los defectos, en el esfuerzo por mantener viva su presencia a lo largo del día mientras trabajamos, en las relaciones con los demás, en el descanso... La Sagrada Eucaristía debe ser especialmente la fuente donde se sacie y se fortalezca nuestro amor al Señor. Amar es, en cierto modo, poseer ya el Cielo aquí en la tierra.

– No hay tasa ni medida en el amor a Dios.

II. Por la elevación al orden de la gracia, el cristiano ama con el mismo amor de Dios, que se le da como don inefable. Ésta es la esencia de la caridad, que se recibe en el Bautismo y que el cristiano puede disponerse a incrementar con la oración, los sacramentos y el ejercicio de las buenas obras.

Infundido en el alma del cristiano, este amor “debe ser la regla de todas las acciones. Del mismo modo que los objetos que construimos se consideran correctos y ultimados si se ajustan al proyecto trazado previamente, también cualquier acción humana será recta y virtuosa cuando concuerde con la regla divina del amor; y si se aparta de ella, no será buena ni perfecta”. Para que todas nuestras obras puedan ser pesadas y medidas por esa regla, el alma en gracia no recibe el amor divino como algo extraño. La caridad no destruye, sino que ordena, imprimiendo esa unidad del querer tan propia del amor de Dios. Para esto perfecciona y eleva nuestra voluntad.

La caridad, con la que amamos a Dios y en Dios al prójimo, fructifica en la medida en que se pone en ejercicio: cuanto más se ama, más capacidad tenemos para amar. “Y si lo que ama no lo posee totalmente, tanto sufre cuanto le falta por poseer (...). Mientras esto no llega, está el alma como en un vaso vacío que espera estar lleno; como el que tiene hambre y desea la comida; como el enfermo que llora por su salud; y como el que está colgado en el aire y no tiene dónde apoyarse”.

No hay tasa ni medida para amar a Dios. Él espera ser amado con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. Siempre podrá crecer el amor a Dios; Él dice a sus hijos, a cada uno en particular: Con amor eterno te amé; por eso, compadecido de ti, te atraje a Mí.

Pidamos al Señor que nos persuada de esta realidad: sólo hay un amor absoluto, que es la fuente de todos los amores rectos y nobles. Y aquel que ama a Dios, es quien mejor y más ama a sus criaturas, a todas; a algunas “es fácil amarlas; a otras, es difícil: no son simpáticas, nos han ofendido o hecho mal; sólo si amo a Dios en serio, llego a amarlas en cuanto hijas de Dios y porque Él me lo manda. Jesús ha fijado también cómo amar al prójimo, esto es, no sólo con el sentimiento, sino con los hechos: (...) tenía hambre en la persona de mis hermanos más pequeños, ¿me habéis dado de comer? ¿Me habéis visitado cuando estaba enfermo?”. ¿Me ayudasteis a llevar las cargas cuando eran demasiado pesadas para llevarlas Yo solo? Amar al prójimo en Dios no es amarlo mediante un rodeo: el amor a Dios es un atajo para llegar a nuestros hermanos. Sólo en Dios podemos entender de verdad a los hombres todos, comprenderlos y quererlos, aun en medio de sus errores y de los nuestros, y de aquello que humanamente tendería a separarnos de ellos o a pasar a su lado con indiferencia.

– Manifestaciones del amor a Dios.

III. Nuestro amor a Dios sólo es respuesta al suyo, pues Él nos amó primero, y es el amor que Dios pone en nuestra alma para que podamos amar. Por eso le rogamos: Dame, Señor, el amor con el que quieres que te ame.

Correspondemos al amor de Dios cuando queremos a los demás, cuando vemos en ellos la dignidad propia de la persona humana, hecha a imagen y semejanza de Dios, creada con un alma inmortal y destinada a dar gloria a Dios por toda la eternidad. Amar es acercarse a ese hombre herido que cada día está en nuestro mismo camino, vendarle las heridas, atenderle y cuidar de él en todo; esmerarse de modo particular en acercarle al Señor, pues la lejanía de Dios es siempre el mayor de los males, el que pide más atención, el más urgente. El apostolado es una magnífica señal de que amamos a Dios y camino para amarle más.

El amor se manifiesta en muchas ocasiones en ser agradecidos. Cuando el Señor, después de haber expuesto la parábola de los deudores, pregunta a Simón el Fariseo: ¿Cuál de los dos amará más a quien les prestó el dinero?, utiliza el verbo amar como sinónimo de estar agradecido, y nos descubre así la esencia del afecto que los hombres deben a su principal acreedor, Dios. La etimología nos desvela también el hondo sentido de la Eucaristía, que no es otra cosa que hacimiento de gracias por ese don del amor que ella misma nos concede.

Correspondemos al amor de Dios cuando luchamos contra lo que nos aparta de Él. Es necesario pelear cada día, aunque sea en pequeñas cosas, porque siempre encontraremos barreras que intentarán separarnos de Dios: defectos de carácter, egoísmos, pereza que impide acabar bien el trabajo...

Amamos a Dios cuando convertimos la vida en una incesante búsqueda de Él. Se ha dicho que no sólo no busca Dios a los hombres, sino que sabe ocultarse para que nosotros le busquemos. Lo encontramos en el trabajo, en la familia, en las alegrías y en el dolor... Implora nuestro afecto, y no sólo pone en nuestro corazón el deseo de buscarle, sino que nos anima constantemente a ello. ¡Si pudiéramos comprender el amor que Dios nos tiene! Si pudiéramos decir como San Juan: nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene, todo nos resultaría más fácil y sencillo.

En esto hemos de convertir toda nuestra vida: en una búsqueda constante de Jesús, en las horas buenas y en las que parecen malas, en el trabajo y en el descanso, en la calle y en medio de la familia. Esta empresa, la única que da sentido a las demás, no podemos llevarla a cabo solos. Acudimos a Santa María, y le decimos: No me dejes, ¡Madre!: haz que busque a tu Hijo; haz que encuentre a tu Hijo; haz que ame a tu Hijo... ¡con todo mi ser! -Acuérdate, Señora, acuérdate. Enséñame a tenerle como el primer Amor, Aquel que amo en Sí mismo y de modo absoluto, por encima de los demás amores.

“¿Qué soy yo para Ti, oh Señor, para que mandes que te ame, y si no lo hago te enojes conmigo y me amenaces con grandes miserias? ¿Es acaso pequeña la miseria de no amarte?”.

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P. Antoni POU OSB Monje de Montserrat, (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

«El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. Quien a vosotros recibe, a mí me recibe»

Hoy, al escuchar de boca de Jesús: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí…» (Mt 10, 37) quedamos desconcertados. Ahora bien, al profundizar un poco más, nos damos cuenta de la lección que el Señor quiere transmitirnos: para el cristiano, el único absoluto es Dios y su Reino. Cada cual debe descubrir su vocación —posiblemente esta es la tarea más delicada de todas— y seguirla fielmente. Si un cristiano o cristiana tienen vocación matrimonial, deben ver que llevar a cabo su vocación consiste en amar a su familia tal como Cristo ama a la Iglesia.

La vocación a la vida religiosa o al sacerdocio pide no anteponer los vínculos familiares a los de la fe, si con ello no faltamos a los requisitos básicos de la caridad cristiana. Los vínculos familiares no pueden esclavizar y ahogar la vocación a la que somos llamados. Detrás de la palabra “amor” puede esconderse un deseo posesivo del otro que le quita libertad para desarrollar su vida humana y cristiana; o el miedo a salir del nido familiar y enfrentarse a las exigencias de la vida y de la llamada de Jesús a seguirlo. Es esta deformación del amor la que Jesús nos pide transformar en un amor gratuito y generoso, porque, como dice san Agustín: «Cristo ha venido a transformar el amor».

El amor y la acogida siempre serán el núcleo de la vida cristiana, hacia todos y, sobre todo, hacia los miembros de nuestra familia, porque habitualmente son los más cercanos y constituyen también el “prójimo” que Jesús nos pide amar. En la acogida a los demás está siempre la acogida a Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe» (Mt 11, 40). Debemos ver, pues, a Cristo en aquellos a quien servimos, y reconocer igualmente a Cristo servidor en quienes nos sirven.

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Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds

EL QUE AMA A SU PADRE O A SU MADRE MÁS QUE A MÍ

Buena oportunidad para recordar unas palabras del Señor: Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica (Lc. 8, 21). En efecto la Palabra de Dios nos une, nos hace una gran familia, y los que se resisten a ella así mismo, se disgregan y se separan de quien la sigue.

Dice nuestro amado Jesús: El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí.

Ante esta lucha de la estirpe y familia en torno a Jesús, ¿qué hacer? ¿Dejarlo todo por El? Jesús, que exige un amor supremo a El sobre todas las cosas, proclama su misma divinidad, ya que los valores que exige sacrificar son de ley natural. Sólo está por encima de estos valores el amor de Dios.

PORQUE QUIEN AMA A DIOS, AMA LOS HOMBRES.

Amar a Dios por sobre todas las cosas, y muy por encima del amor a cualquiera de sus criaturas, por sobre el amor a nuestros seres más queridos, y por supuesto, más que a uno mismo, y en esto consiste el Primer Mandamiento, y no es para que no amemos a nuestra familia, significa que el amor a Dios viene antes que el amor a cualquier persona, porque quien ama a Dios, ama los hombres.

EL QUE NO TOMA SU CRUZ Y ME SIGUE NO ES DIGNO DE MÍ.

Y este amor exige aún más, así es como luego el Señor nos dice; El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. Es una imagen dolorosa la de la cruz, pero Jesús la exige para ser dignos de EL y, además debemos llevarla detrás de EL. ¿Somos o no somos verdaderos discípulos de Jesús?, tomar la cruz o cargar con ella, quiere expresar que el verdadero discípulo de Jesús debe estar siempre y en todo lugar dispuesto a llevarla, esto es, con todas las privaciones de las comodidades, con sufrimiento frente a los ataques de los irreverentes al Señor, con humillaciones, pero todo esto antes de quebrantar nuestra fidelidad al Señor.

No deja de ser menos cierto, que esta frase nos cala muy hondo, y por el amor a él nos emociona, seguir a Cristo con la cruz, ir tras El, es imitar todos y cada uno de sus ejemplos, es hacer una vida copiada de Él en la nuestra, vivir absolutamente de su espíritu, entonces ahora nos explicamos porque debemos renunciar a tantas ataduras, a la familia misma, a la vida si es preciso, para que sea Dios quien viva en uno.

EL QUE PIERDA SU VIDA POR MÍ LA ENCONTRARÁ

Nuestro amado Jesús, nos hace un contraste, El que encuentre su vida la perderá; y el que pierda su vida por mí la encontrará Perder la primera por El, es asegurar la segunda, ya que el alma no pueden matarla. La frase, esta empapada de un profundo sentido nuevo por Jesús, la vida verdadera en la resurrección, no se trata de decir que no interesa el cuerpo, sino destacar bien que Dios tiene el pleno dominio y destino del hombre en su totalidad.

EL QUE LOS RECIBE A USTEDES ME RECIBE A MÍ

El Señor, nos hace ahora, una nueva consideración, y anuncia el premio que tendrán los que los que reciban a sus apóstoles. El que los recibe a ustedes me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió. No se trata de una simple hospitalidad, sino de la hospitalidad de que se reciben como apóstoles de Jesús. Así, para mejor comprensión, Jesús nos ilustra con algunos ejemplos, El que recibe a un profeta por ser profeta tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo tendrá la recompensa de un justo, es decir, en cuanto se refleja a Dios en el justo, tendrá el premio correspondiente o el que corresponde al mismo profeta o justo. El que recibe al profeta como profeta, tendrá recompensa de profeta.

Tiene además el paralelo de las palabras de Jesús a los que ejercitaron obras de misericordia: Cuanto hicisteis a uno de mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25:40.45).

LES ASEGURO QUE CUALQUIERA QUE DÉ A BEBER

Les aseguro que cualquiera que dé a beber, -la enseñanza se destaca completa, utilizando para ello un servicio mínimo que se haga al apóstol- aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo no quedará sin recompensa. Estos pequeños a quienes se supone hacer el beneficio, si en otro contexto pueden significar niños u otra clase de personas, en éste se refiere a los apóstoles.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Profeta de las naciones

«El que recibe a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta. El que reciba a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo».

Eso dice Jesús.

Desde antes de nacer Él ya te conocía, y te tenía consagrado, profeta de las naciones te constituyó, para que seas como Él: sacerdote, profeta y rey.

Tu Señor te ha llamado, te ha elegido de entre el mundo, porque tú no eres del mundo.

No digas soy un muchacho, porque donde quiera que Él te envíe tú irás, y lo que Él te mande dirás. Pero Él te dice: no les tengas miedo, estoy aquí para salvarte.

Él ha puesto sus palabras en tu boca, sacerdote, y te da autoridad sobre las gentes y sobre los reinos, para destruir y para derrocar, para reconstruir y para plantar.

Tu Señor te manda a predicar su Palabra, pero también a cumplirla, para que no solo seas profeta, sino que también seas justo; para que no solo seas sacerdote, sino que seas un sacerdote santo; para que no solo seas rey, sino que seas Cristo, como Él.

Y tú, sacerdote, ¿eres misionero?

¿Llevas, como profeta, la Palabra de tu Señor al mundo entero?

¿Anuncias la buena nueva predicando el Evangelio?

¿Te esfuerzas por conocer la verdad y enseñar al mundo esa verdad?

Tu Señor te ha dicho, sacerdote, que el que te reciba, y el que te dé de beber, aunque sea un vaso de agua fresca solo por ser su discípulo, no quedará sin recompensa.

Y tú, ¿les das esa oportunidad, o te quedas sentado y resignado en medio de tu comodidad?

Un profeta camina por delante anunciando al que viene detrás. Y tú has sido llamado, elegido y enviado, para anunciar que el Reino de los cielos ha llegado, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. Pero nadie sabe ni el día ni la hora, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre.

Por tanto, permanece, sacerdote, como un siervo fiel y prudente, en vela y con la lámpara encendida de noche y de día. Como el Buen Pastor que protege a su rebaño, lo cuida, y lo guía, pero que reconoce, con humildad, que él también tiene necesidad de comer, de beber y de descansar, que sufre las miserias y la debilidad de su humanidad y de sus pocas fuerzas.

Acepta la ayuda del pueblo santo de Dios. Recibe con humildad su generosidad, y la misericordia de tu Señor, que a través de ellos te quiere dar, para reparar tus fuerzas. Pero ama a tu Señor por sobre todas las cosas. Déjate acompañar por su Madre, toma tu cruz de cada día con alegría, y síguelo, para que seas digno de Él, y de llevar a su pueblo la vida.

Permanece en el amor de tu Señor, sacerdote, predicando su Palabra, llevando la luz al mundo, rectificando los caminos del Señor, invitando a la conversión, para que, cuando Él venga, encuentre fe sobre la tierra.

Permanece en el amor de tu Señor, sacerdote, escuchando su voz y poniéndola en práctica, aplicándola a tu vida, haciendo todo lo que Él te diga, sirviendo a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida.

Tú eres sacerdote para siempre, eres Cristo que pasa, profeta de las naciones, apóstol, discípulo, guerrero incansable, el justo que pierde su vida por su Señor para encontrarla. Tú eres un hombre de Dios, y por tus frutos te conocerán.

(Espada de Dos Filos IV, n. 1)

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