Domingo XII del Tiempo Ordinario (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2017 y 2020
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2008
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Pere OLIVA i March (Sant Feliu de Torelló, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- UNA CITA CON DIOS – Pablo Cardona
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
***
Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
***
DEL MISAL MENSUAL
NO TENGAN MIEDO
Jer 20, 10-13; Rom 5, 12-15; Mt 10, 26-33
Si alguna expresión es recurrente en este fragmento evangélico es la invitación a despojarse del miedo. El Señor Jesús advierte a sus discípulos acerca de las dificultades y tareas de la misión que habrán de realizar por los poblados y caseríos de Galilea. Cumplirán la misión como enviados de Jesús y, por tanto, tendrán que confiar en su auxilio y asistencia. Será el Espíritu del Padre quien los acompañará al momento de predicar y sanar a los enfermos. Sin duda enfrentarán el rechazo de numerosas personas que los descalificarán por su escasa cultura religiosa. Si al maestro lo habían descalificado de manera absurda, no podría ocurrir algo diferente con los discípulos. No obstante, conviene mantener una certeza: la vida del enviado de Jesús está en las manos del Padre celestial que cuida amorosamente de sus hijos. Quienes matan el cuerpo, no les podrán arrancar la vida plena que Dios regala a los suyos.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 27,8-9
El Señor es la fuerza de su pueblo, defensa y salvación para su Ungido. Sálvanos, Señor, vela sobre nosotros y guíanos siempre.
ORACIÓN COLECTA
Señor, concédenos vivir siempre en el amor y respeto a tu santo nombre, ya que jamás dejas de proteger a quienes estableces en el sólido fundamento de; tu amor. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
El Señor ha salvado la vida de su pobre de la mano de los malvados.
Del libro del profeta Jeremías: 20, 10-13
En aquel tiempo, dijo Jeremías: “Yo oía el cuchicheo de la gente que decía: ‘Denunciemos a Jeremías, denunciemos al profeta del terror’. Todos los que eran mis amigos espiaban mis pasos, esperaban que tropezara y me cayera, diciendo: ‘Si se tropieza y se cae, lo venceremos y podremos vengarnos de él’.
Pero el Señor, guerrero poderoso, está a mi lado; por eso mis perseguidores caerán por tierra y no podrán conmigo; quedarán avergonzados de su fracaso y su ignominia será eterna e inolvidable.
Señor de los ejércitos, que pones a prueba al justo y conoces lo más profundo de los corazones, haz que yo vea tu venganza contra ellos, porque a ti he encomendado mi causa. Canten y alaben al Señor, porque él ha salvado la vida de su pobre de la mano de los malvados”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 68,8-10.14 y 17.33-35.
R/. Escúchame, Señor, porque eres bueno.
Por ti he sufrido oprobios y la vergüenza cubre mi semblante. Extraño soy y advenedizo, aun para aquellos de mi propia sangre; pues me devora el celo de tu casa, el odio del que te odia, en mí recae. R/.
A ti, Señor, elevo mi plegaria, ven en mi ayuda pronto; escúchame conforme a tu clemencia, Dios fiel en el socorro. Escúchame, Señor, pues eres bueno y en tu ternura vuelve a mí tus ojos. R/.
Se alegrarán, al verlo, los que sufren; quienes buscan a Dios tendrán más ánimo, porque el Señor jamás desoye al pobre ni olvida al que se encuentra encadenado. Que lo alaben por esto cielo y tierra. el mar y cuanto en él habita. R/.
SEGUNDA LECTURA
El don de Dios supera con mucho al delito.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 5, 12-15
Hermanos: Así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado entró la muerte, así la muerte llegó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.
Antes de la ley de Moisés ya había pecado en el mundo y, si bien es cierto que el pecado no se imputa cuando no hay ley, sin embargo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés aun sobre aquellos que no pecaron con una transgresión semejante a la de Adán, el cual es figura del que había de venir.
Ahora bien, con el don no sucede como con el delito, porque si por el delito de uno solo murieron todos, ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se ha desbordado sobre todos!
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Jn 15, 26. 27
R/. Aleluya, aleluya.
El Espíritu de la verdad dará testimonio de mí, dice el Señor, y ustedes también darán testimonio. R/.
EVANGELIO
No tengan miedo a los que matan el cuerpo.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 10, 26-33
“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: “No teman a los hombres. No hay nada oculto que no llegue a descubrirse; no hay nada secreto que no llegue a saberse. Lo que les digo de noche, repítanlo en pleno día, y lo que les digo al oído, pregónenlo desde las azoteas.
No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman, más bien, a quien puede arrojar al lugar de castigo el alma y el cuerpo.
¿No es verdad que se venden dos pajarillos por una moneda? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae por tierra si no lo permite el Padre. En cuanto a ustedes, hasta los cabellos de su cabeza están contados. Por lo tanto, no tengan miedo, porque ustedes valen mucho más que todos los pájaros del mundo.
A quien me reconozca delante de los hombres, yo también lo reconoceré ante mi Padre, que está en los cielos; pero al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre, que está en los cielos”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Recibe, Señor, este sacrificio de reconciliación y alabanza y concédenos que, purificados por su eficacia, podamos ofrecerte el entrañable afecto de nuestro corazón. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 10, 11. 15
Yo soy el buen pastor, y doy la vida por mis ovejas, dice el Señor.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Renovados, Señor, por el alimento del sagrado Cuerpo y la preciosa Sangre de tu Hijo, concédenos que lo que realizamos con asidua devoción, lo recibamos convertido en certeza de redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.
_________________________
BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Las “confesiones” de Jeremías (Jr 20,10-13)
1ª. Lectura
Estas palabras forman parte de quinta «confesión» de Jeremías. Están cargadas de dramatismo, y constituyen uno de los pasajes más impresionantes de la literatura profética. Pudo ser pronunciada hacia el 605-604 a.C. cuando Jeremías sufrió la persecución del rey Yoyaquim. En esa confesión, y no sólo en estos versículos, aflora el duro combate interior entre la crisis que conmueve los fundamentos de la fe y la certeza de la vocación divina, cuando después de un arduo trabajo parece que no se ha conseguido más que el propio fracaso. Después del lamento por los grandes sufrimientos que está encontrando en el desempeño de la misión que el Señor le ha encomendado, que está en los versículos anteriores (vv. 7-9), viene ahora un acto de confianza en Dios en medio del acoso a que se le somete (vv. 10-13).
El profeta ha abierto con confianza su alma a Dios y se ha quejado (vv. 7-9). La misión que le ha confiado sólo le trae desgracias. Cuando Jeremías proclama la palabra de Dios no escucha más respuesta que las acusaciones y calumnias de la gente (v. 10). Le gustaría olvidarse de todo, pero no puede, pues Dios es «como fuego abrasador» que le enciende en su interior (v. 9). En medio de tamaño dolor brilla y vence el celo por el Señor. En efecto, al igual que le sucede a Jeremías, quienes han experimentado el amor de Dios no pueden contener el afán de hablar de Él a quienes no lo conocen, o se han olvidado del Señor. Así lo insinúa Teodoreto de Ciro al comentar este pasaje recordando otro ejemplo de la Escritura: «Lo mismo le ocurrió a San Pablo en Atenas mientras aguardaba en silencio. Se consumía San Pablo en su interior viendo adónde había llegado la idolatría de la ciudad (cfr Hch 17,16). Pues igual le ocurrió al profeta» (Teodoreto de Ciro,Interpretatio in Jeremiam 5,505).
Con todo, Jeremías tiene la seguridad de que el Señor nunca lo abandona (v. 11). Las palabras del profeta reflejan la confianza en que Dios no le dejará (vv. 12-13). Jeremías no abandonó su misión, sino que perseveró en ella hasta el final de sus días. El reconocimiento de su debilidad y la posterior fidelidad son como un anticipo de lo que el Señor manifestó a San Pablo cuando éste también se encontraba en graves dificultades: «La fuerza se perfecciona en la flaqueza» (2 Co 12,9).
San Juan de la Cruz, meditando en toda esta «confesión» de Jeremías, observaba que no siempre es posible entender del todo los designios de Dios. Su lógica no es la lógica de los hombres: «No hay que acabar de comprehender sentido en los dichos y cosas de Dios, ni que determinarse a lo que parece, sin errar mucho y venir a hallarse muy confuso. Esto sabían muy bien los profetas, en cuyas manos andaba la palabra de Dios, a los cuales era grande trabajo la profecía acerca del pueblo; porque, como habemos dicho, mucho de ello no lo veían acaecer como a la letra se les decía. Y era causa de que hiciesen mucha risa y mofa de los profetas; tanto, que vino a decir Jeremías (20,7): Búrlanse de mi todo el día, todos me mofan y desprecian.... En lo cual, aunque el santo profeta decía con resignación y en figura del hombre flaco que no puede sufrir las vías y vueltas de Dios, da bien a entender en esto la diferencia del cumplimiento de los dichos divinos, del común sentido que suenan, pues a los divinos profetas tenían por burladores» (Subida al monte Carmelo 2,20,6).
El don de Dios supera al delito (Rom 5, 12-15)
2ª. Lectura
San Pablo enseña lo que ha sido cumplido por medio de Cristo con los descendientes de Adán. Gracia y vida se contrastan con pecado y muerte. A diferencia de la transgresión de Adán, que llevó a todos a la condenación, la obediencia y justicia de Cristo conduce a todos a la justificación y a la vida.
Dos enseñanzas sobresalen en el pasaje: a) el pecado de Adán y sus consecuencias, entre ellas, la muerte, que afecta a todos los hombres (vv. 12-14); b) el contraste entre los efectos del pecado original y los frutos de la Redención de Cristo (v. 15)
Este pasaje es básico para la teología cristiana del pecado original. San Pablo nos revela que, a la luz de la muerte y resurrección de Cristo, podemos conocer que todos estamos implicados en el pecado de Adán, «que se trasmite, juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación y que se halla como propio en cada uno» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 419). Así como el pecado entró en el mundo por obra de quien representaba a toda la humanidad, así también la justicia nos llega a todos por un solo hombre, por el «nuevo Adán», Jesucristo, «el primogénito de toda criatura», «cabeza del cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,15.18). Cristo, por su obediencia a la voluntad del Padre, se contrapone a la desobediencia de Adán, devolviéndonos con creces la felicidad y la vida eterna que habíamos perdido. Porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5,20).
La existencia del pecado original es verdad de fe. El Papa Pablo VI lo volvió a proclamar: «Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa (...). Así pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado» (Credo del Pueblo de Dios, n. 16).
No tengan miedo a los que matan el cuerpo (Mt 10, 26-33)
Evangelio
Se recopilan aquí un conjunto de instrucciones y advertencias sobre el modo de llevar a cabo la propagación del Evangelio: son como un protocolo de la misión. Se refieren no sólo a los Apóstoles, sino a todos los discípulos de Cristo que en el desempeño de su tarea habrán de sufrir contradicciones y persecuciones como Él mismo las padeció, pues «no está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su señor» (Mt 10,24).
Estas exhortaciones pueden condensarse en pocas palabras: «No les tengáis miedo» (v. 26). Jesús invita a la confianza en la paternal providencia de Dios, de la que habló extensamente en el Discurso de la Montaña (cfr 6,19-34). Ahora lo hace en el contexto de las persecuciones que esperan a sus discípulos, pero a las que no debemos temer. «Si los pajarillos, que son de tan bajo precio, no dejan de estar bajo providencia y cuidado de Dios, ¿cómo vosotros, que por la naturaleza de vuestra alma sois eternos, podréis temer que no os mire con particular cuidado Aquél a quien respetáis como a vuestro Padre?» (S. Jerónimo, en Catena aurea, ad loc.). Pero esta providencia está en el marco de una misión: hay que confesar a Cristo (v. 32) y hacerlo en voz alta (v. 27), para que su verdad llegue hasta el último rincón del mundo: «La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo Místico, dirigida a este fin, se llama apostolado, que ejerce la Iglesia por todos sus miembros y de diversas maneras» (Conc. Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 2).
_____________________
SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
Temer a los que matan el alma (Mt 10, 28)
1. Las palabras divinas que nos han leído nos animan a no temer temiendo y a temer no temiendo. Cuando se leyó el Evangelio, advertisteis que Dios nuestro Señor, antes de morir por nosotros, quiso que nos mantuviéramos firmes; pero animándonos a no temer y exhortándonos a temer. Dijo, pues: No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Ahí nos animó a no temer. Ved ahora dónde nos exhortó a temer: Pero temed a aquel, dijo, que puede matar el alma y el cuerpo en la gehena. Por ende, temamos para no temer. Parece que el temor corresponde a la cobardía; el temor parece ser propio de débiles, no de fuertes. Pero ved lo que dice la Escritura: El temor del Señor es la esperanza de la fortaleza. Temamos para no temer, esto es, temamos prudentemente, para no temer infructuosamente. Los santos mártires, en cuya solemnidad se ha recitado este Evangelio, temiendo no temieron: temiendo a Dios, desdeñaron a los hombres.
2. ¿Qué ha de temer el hombre de los hombres? ¿Y con qué puede aterrar un hombre a otro hombre? Le aterra diciendo: te mato. Y no teme que quizá muera él primero, mientras amenaza. Él dice “te mato”; pero ¿quién lo dice y a quién lo dice? Escucho a dos, a uno que amenaza y a otro que teme; uno de ellos es poderoso y el otro débil, pero ambos son mortales. ¿Por qué se excede en el honor la hinchada potestad, que en la carne es igual debilidad? Intime con seguridad la muerte quien no teme la muerte. Pero, si teme esa muerte con que amenaza, reflexione y compárese con aquel a quien amenaza. Descubra en él una común condición; y juntamente con él pida al Señor misericordia. Porque es un hombre y amenaza a un hombre, una criatura a una criatura; la una que se hincha ante su Creador y la otra que huye hacia el Creador.
3. Diga, pues, el fortísimo mártir, como hombre que está ante otro hombre: “No temo, porque temo”. Tú no ejecutarás lo que intimas, si él no quiere. En cambio, nadie impedirá que él ejecute lo que intima. Y al cabo, si él lo permite, con eso que amenazas, ¿qué harás? Puedes ensañarte en la carne pero el alma está segura. No matarás lo que ni ves, pues como visible aterras a otro visible. Ambos tenemos un Creador invisible, a quien juntos debemos temer. El creó al hombre de un elemento visible y otro invisible: hizo el visible de tierra, y animó el invisible con su aliento. Por ende, la invisible sustancia, es decir, el alma que levantó de la tierra la tierra postrada, no teme cuando hieres la tierra. Puedes herir la morada, pero ¿herirás al morador? Este está atado, y si rompes su atadura, huye y en lo oculto será coronado. ¿Por qué amenazas, si nada puedes hacer al alma? Por el mérito del alma, a la que nada puedes hacer, resucitará ese cuerpo al que puedes dañar. Por mérito del alma, resucitará también la carne. Esta será devuelta a su morador, no para caerse, sino para mantenerse. Estoy repitiendo las palabras del mártir: “Mira, ni siquiera por la carne temo tus amenazas”. La carne pende de una autorización, pero hasta los cabellos de la cabeza están contados para el Creador. ¿Por qué he de temer perder la carne, pues no pierdo ni un cabello? ¿Cómo no atenderá a mi carne quien así conoce lo más vil que tengo? El cuerpo mismo, que puede ser herido y muerto, será ceniza algún tiempo, y en la eternidad será inmortal. ¿Y para quién será? ¿A quién se devolverá para la vida eterna ese cuerpo muerto, magullado, destrozado? ¿A quién se devolverá? A aquel que no temió entregar su vida, y no teme cuando matan su carne.
4. Hermanos, el alma es presentada como inmortal, y es inmortal a su propio modo 143: porque es una cierta vida, que con su presencia puede vivificar la carne, ya que por el alma vive la carne. Esa vida no puede morir y por eso es inmortal el alma. ¿Y por qué dije “según su propio modo”? Oíd el porqué. Hay una cierta inmortalidad auténtica, inmortalidad que es inmutabilidad total: de ella dice el Apóstol, hablando de Dios: Sólo él tiene la inmortalidad, y habita en una luz inaccesible; a quien ningún hombre vio, ni puede verlo; a él el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén. Si sólo Dios posee la inmortalidad, el alma es ciertamente mortal. He ahí por qué dije que el alma es inmortal a su propio modo. En efecto, no puede morir. Entienda vuestra caridad y no quedará ningún interrogante. Yo me atrevo a decir que el alma puede morir y puede ser muerta. Sin duda es inmortal, pero me atrevo a decir que es inmortal y que puede ser muerta; y por eso dije que tiene una cierta inmortalidad, esto es, no la total inmutabilidad que es propia de solo Dios, de quien se dijo: Sólo él tiene la inmortalidad. Pues si el alma no puede ser muerta, ¿cómo el Señor mismo, amenazándonos, dijo: Temed a aquel que tiene poder de matar el alma y el cuerpo en la gehena.
5. He confirmado el problema, pero en lugar de resolverlo no lo he resuelto. He mostrado que el alma puede ser muerta. Y sólo un alma impía puede contradecir al Evangelio. Pero aquí aparece y me viene a las mientes lo que diré. Sólo un alma muerta puede contradecir a la vida. El Evangelio es vida, y la impiedad o infidelidad es la muerte del alma. He ahí cómo puede morir, aun siendo inmortal. Pues ¿cómo es inmortal? Porque siempre hay una vida que en ella nunca se extingue. ¿Y cómo muere? No dejando de ser vida, sino perdiendo la vida. Porque el alma es vida para otro elemento y ella misma tiene su vida. Considera el orden de las criaturas. Vida del cuerpo es el alma; vida del alma es Dios. Así como el cuerpo tiene una vida, esto es, un alma, para no morir, así el alma ha de tener una vida, es decir, Dios, para no morir. ¿Cómo muere el cuerpo? Al ausentarse el alma. Ausentándose el alma, repito, muere el cuerpo, y queda un cadáver, antes apetecible, ahora despreciable. Tiene miembros, ojos, oídos; pero son ventanas de la casa, el morador se ha ausentado. Quien lamenta al muerto, en vano clama a las ventanas de la morada: dentro no hay nadie que oiga. ¿Cuántas cosas dice la pasión del que lamenta, cuántas cosas enumera, cuántas conmemora, y con cuánto transporte de dolor, por decirlo así, habla como si el muerto sintiera, cuando habla a un ausente? Enumera las costumbres y los indicios de benevolencia que le mostraba: tú eres quien me diste aquello, quien me ofreciste esto y lo otro, quien me amabas así y así. Pero si atiendes, si entiendes, si dominas tu transporte de dolor, el que te amaba se fue; en vano insistes llamando a la casa, en la que no hallarás al morador.
6. Volvamos al asunto que poco ha planteé. Ha muerto el cuerpo. ¿Por qué? Porque se fue su vida, esto es, su alma. Vive el cuerpo, pero es impío, infiel, duro para creer, férreo para corregir sus costumbres; viviendo el cuerpo ha muerto el alma, por la que el cuerpo vive. Tan gran cosa es el alma, que, aun muerta, es capaz de dar vida al cuerpo. Repito, tan gran cosa es el alma, tan excelente criatura, que, aun muerta, es capaz de vivificar la carne. Porque el alma misma de un impío, el alma de un infiel, perverso y duro, está muerta; y, no obstante, por esa muerta vive el cuerpo. Por eso está ahí: mueve las manos para obrar, los pies para andar, dirige la mirada para ver, orienta los oídos para oír; juzga los sabores, rechaza los dolores, apetece los placeres. Todos éstos son indicios de un cuerpo vivo, mas por la presencia del alma. Pregunto al cuerpo si vive, y me responde: Me ves andar, trabajar, hablar, apetecer y rechazar, y ¿no entiendes que el cuerpo vive? Por esas obras de un alma que está dentro, entiendo que el cuerpo vive. Y pregunto al alma misma si vive. También ella tiene obras propias, en las que revela su vida. Si andan los pies, entiendo que el cuerpo vive, mas por la presencia del alma. Y yo pregunto si el alma vive. Estos pies caminan. Pero en una dirección. Pregunto al cuerpo y al alma acerca de la vida. Caminan los pies, y entiendo que el cuerpo vive. ¿Pero adónde caminan? Dice que al adulterio. Entonces está muerta el alma. Así lo dijo la veracísima Escritura: Muerta está la viuda que vive en delicias. Y ya que hay tanta diferencia entre delicias y adulterio, ¿cómo puede un alma, que en las delicias ya está muerta, vivir en el adulterio? Está muerta. Aunque siga obrando, está muerta. Oigo que habla, su cuerpo vive. No se movería la lengua en la boca, ni dirigiría esos sonidos articulados a distintos puntos, si no estuviese dentro el morador; es para ese órgano como un músico que utilizase su lengua. Lo entiendo perfectamente. De ese modo habla el cuerpo, el cuerpo vive. Pero yo pregunto si el alma vive. Habla el cuerpo, es que vive. ¿Y qué dice? Antes me referí a los pies: caminan, es que vive el cuerpo; y preguntaba yo: ¿Adónde caminan?, para saber si el alma estaba viva. Así ahora, al oír que habla, veo que el cuerpo vive y pregunto qué dice para saber si el alma vive. Dice una mentira. Si dice una mentira, el alma está muerta. ¿Cómo lo pruebo? Preguntemos a la misma Verdad; ésta dice: La boca que miente, mata al alma. Pregunto ahora: ¿Por qué está muerta el alma? Poco ha me preguntaba por qué estaba muerto el cuerpo. Porque se ha ido el alma, su vida. ¿Por qué está muerta el alma? Porque la ha abandonado su vida, Dios.
7. Al reconocer esto brevemente, sabed y tened por cierto que el cuerpo está muerto sin el alma, y que el alma está muerta sin Dios. Todo hombre sin Dios tiene muerta el alma. ¿Lloras a un muerto? Llora mejor al pecador, llora al impío, llora al infiel. Escrito está: El luto de un muerto, siete días; el del fatuo e impío, todos los días de su vida. ¿No tienes acaso vísceras de cristiana misericordia, y lloras a un cuerpo del que se ausentó el alma, y no lloras a un alma de la que se retiró Dios? Firme en esto, el mártir replica al verdugo: ¿Por qué me obligas a negar a Cristo? ¿Quieres obligarme a negar la Verdad? Y si me niego, ¿qué me harás? Hieres mi cuerpo, para que se retire de él el alma; pero esa alma mía tiene consigo el cuerpo. No es imprudente, no es tonta. Tú quieres herir mi cuerpo: ¿Quieres, que al temer que hieras mi cuerpo, y se retire de él mi alma, hiera yo mi alma y se retire de ella mi Dios? Por lo tanto, ¡oh mártir!, no temas la espada del sayón. Teme a tu lengua, no sea que te hieras a ti mismo, y mates no la carne, sino el alma. Teme al alma, no sea que muera en la gehena de fuego.
8. Por eso dijo el Señor: Quien tiene potestad de matar el cuerpo y el alma en la gehena de fuego. ¿Cómo? Cuando el impío sea arrojado a la gehena, ¿arderán allí el cuerpo y el alma? La muerte del cuerpo es la pena eterna; la muerte del alma es la ausencia de Dios. ¿Deseas saber cuál es la muerte del alma? Escucha al profeta que dice: Sea arrebatado el impío, para que no vea la claridad del Señor. Tema, pues, el alma su muerte y no tema la muerte de su cuerpo. Pues si teme su muerte y vive en su Dios, no ofendiéndole ni alejándole de ella, merecerá al final recobrar su cuerpo; y no para una pena eterna, como el impío, sino para una vida eterna, como el justo. Los mártires, temiendo esa muerte, amando esa vida, esperando las promesas de Dios, despreciando las amenazas de los perseguidores, merecieron ser ellos coronados ante Dios, y a nosotros nos dejaron estas solemnidades que celebramos.
_____________________
FRANCISCO – Ángelus 2017 y 2020
2017
¡No existe la misión cristiana caracterizada por la tranquilidad!
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de hoy (cf. Mateo 10, 26-33) el Señor Jesús, después de haber llamado y enviado de misión a sus discípulos, les instruye y les prepara para afrontar las pruebas y las persecuciones que deberán encontrar. Ir de misión no es hacer turismo, y Jesús advierte a los suyos: «No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de saberse […]. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz. […] Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (vv. 26-28). Pueden matar solamente el cuerpo, no tienen el poder de matar el alma: de estos no tengáis miedo. El envío en misión de parte de Jesús no garantiza a los discípulos el éxito, así como no les pone a salvo de fracasos y sufrimientos. Ellos deben tener en cuenta tanto la posibilidad del rechazo, como la de la persecución. Esto asusta un poco, pero es la verdad.
El discípulo está llamado a adaptar su propia vida a Cristo, que fue perseguido por los hombres, conoció el rechazo, el abandono y la muerte en la cruz. ¡No existe la misión cristiana caracterizada por la tranquilidad! Las dificultades y las tribulaciones forman parte de la obra de evangelización, y nosotros estamos llamados a encontrar en ellas la ocasión para verificar la autenticidad de nuestra fe y de nuestra relación con Jesús. Debemos considerar estas dificultades como la posibilidad para ser todavía más misioneros y para crecer en esa confianza hacia Dios, nuestro Padre, que no abandona a sus hijos en la hora de la tempestad. Ante las dificultades del testimonio cristiano en el mundo, no somos olvidados nunca, sino siempre acompañados por el cuidado atento del Padre. Por ello, en el Evangelio de hoy, Jesús tranquiliza tres veces a sus discípulos diciendo: «¡No tengáis miedo!».
También en nuestros días, hermanos y hermanas, la persecución contra los cristianos está presente. Nosotros rezamos por nuestros hermanos y hermanas que son perseguidos, y alabamos a Dios porque, no obstante ello, siguen dando testimonio con valor y fidelidad de su fe. Su ejemplo nos ayuda a no dudar en tomar posición a favor de Cristo dando testimonio de Él valientemente en las situaciones de cada día, incluso en contextos aparentemente tranquilos. En efecto, una forma de prueba puede ser incluso la ausencia de hostilidades y de tribulaciones. Además de como «ovejas en medio de los lobos», el Señor, también en nuestro tiempo, nos manda como centinelas en medio de la gente que no quiere ser despertada del torpor mundano, que ignora las palabras de Verdad del Evangelio, construyéndose unas propias verdades efímeras. Y si nosotros vamos o vivimos en estos contextos y decimos las Palabras del Evangelio, esto molesta y no nos mirarán bien.
Pero en todo esto el Señor sigue diciéndonos, como decía a los discípulos de su tiempo: “¡No tengáis miedo!”. No olvidemos esta palabra: siempre, cuando nosotros tenemos alguna tribulación, alguna persecución, alguna cosa que nos hace sufrir, escuchamos la voz del Señor en el corazón: “¡No tengáis miedo! ¡No tener miedo, ve adelante! ¡Yo estoy contigo!”. No tengáis miedo de quien se ríe de vosotros y os maltrata, y no tengáis miedo de quien os ignora o “delante” os honra pero “detrás” combate el Evangelio. Hay muchos que delante nos sonríen, pero luego, por detrás, combaten el Evangelio. Todos les conocemos. Jesús no nos deja solos porque somos preciosos para Él. Por esto no nos deja solos: cada uno de nosotros es precioso para Jesús, y Él nos acompaña. La Virgen María, modelo de humilde y valiente adhesión a la Palabra de Dios, nos ayude a entender que en el testimonio de la fe no cuentan los éxitos, sino la fidelidad a Cristo, reconociendo en cualquier circunstancia, incluso en las más problemáticas, el don inestimable de ser sus discípulos misioneros.
+++
2020
El testimonio de la fe
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo recoge la invitación que Jesús dirige a sus discípulos a no tener miedo, a ser fuertes y confiados ante los desafíos de la vida, advirtiéndoles de las adversidades que les esperan. El pasaje de hoy forma parte del discurso misionero con el que el Maestro prepara a los Apóstoles para la primera experiencia de proclamar el Reino de Dios. Jesús les exhorta con insistencia a “no tener miedo”. El miedo es uno de los enemigos peores de nuestra vida cristiana, y Jesús exhorta: “No tengáis miedo”, “no tengáis miedo”. Y Jesús describe tres situaciones concretas a las que se enfrentarán.
Ante todo, la primera, la hostilidad de los que quieren silenciar la Palabra de Dios, edulcorándola, aguándola o acallando a los que la anuncian. En este caso, Jesús anima a los Apóstoles a difundir el mensaje de salvación que les ha confiado. Por el momento, Él lo ha transmitido con cautela, casi en secreto, en el pequeño grupo de los discípulos. Pero tendrán que decir “a la luz del día”, esto es, abiertamente, y anunciar “desde las azoteas” —así dice Jesús—, es decir, públicamente, su Evangelio.
La segunda dificultad con la que se encontrarán los misioneros de Cristo es la amenaza física en su contra, o sea, la persecución directa contra ellos, incluso hasta el punto de que los maten. Esta profecía de Jesús se ha cumplido en todas las épocas: es una realidad dolorosa, pero atestigua la fidelidad de los testigos. ¡Cuántos cristianos son perseguidos aún hoy en día en todo el mundo! Sufren por el Evangelio con amor, son los mártires de nuestros días. Y podemos decir con seguridad que son más que los mártires de los primeros tiempos: muchos mártires, solo por ser cristianos. A estos discípulos de ayer y de hoy que sufren persecución, Jesús les recomienda: «no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (v. 28). No hay que temer a los que intentan extinguir la fuerza evangelizadora mediante la arrogancia y la violencia. De hecho, no pueden hacer nada contra el alma, es decir, contra la comunión con Dios: nadie puede quitársela a los discípulos, porque es un regalo de Dios. El único temor que debe tener el discípulo es el de perder este don divino, la cercanía, la amistad con Dios, renunciando a vivir según el Evangelio y procurándose así la muerte moral, que es el efecto del pecado.
El tercer tipo de desafío al que los Apóstoles deberán enfrentarse lo identifica Jesús en el sentimiento, que algunos experimentarán, de que el mismo Dios los ha abandonado, permaneciendo distante y en silencio. También en este caso nos exhorta a no tener miedo, porque, aunque pasemos por estos y otros escollos, la vida de los discípulos está firmemente en manos de Dios, que nos ama y nos cuida. Son como las tres tentaciones: edulcorar el Evangelio, aguarlo; la segunda, la persecución; y la tercera, la sensación de que Dios nos ha dejado solos. También Jesús sufrió esta prueba en el huerto de los olivos y en la cruz: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, dice Jesús. A veces sentimos esta aridez espiritual; no tenemos que tenerle miedo. El Padre nos cuida porque nuestro valor es grande a sus ojos. Lo importante es la franqueza, es la valentía del testimonio de fe: “reconocer a Jesús ante los hombres” y seguir adelante obrando el bien.
Que María Santísima, modelo de confianza y abandono en Dios en momentos de adversidad y peligro, nos ayude a no ceder nunca al desánimo, sino a encomendarnos siempre a Él y a su gracia, porque la gracia de Dios es siempre más poderosa que el mal.
____________________
BENEDICTO XVI – Ángelus 2008
No hay temor en el amor
Queridos hermanos y hermanas:
En el evangelio de este domingo encontramos dos invitaciones de Jesús: por una parte, “no temáis a los hombres”, y por otra “temed” a Dios (cf. Mt 10, 26. 28). Así, nos sentimos estimulados a reflexionar sobre la diferencia que existe entre los miedos humanos y el temor de Dios. El miedo es una dimensión natural de la vida. Desde la infancia se experimentan formas de miedo que luego se revelan imaginarias y desaparecen; sucesivamente emergen otras, que tienen fundamentos precisos en la realidad: estas se deben afrontar y superar con esfuerzo humano y con confianza en Dios. Pero también hay, sobre todo hoy, una forma de miedo más profunda, de tipo existencial, que a veces se transforma en angustia: nace de un sentido de vacío, asociado a cierta cultura impregnada de un nihilismo teórico y práctico generalizado.
Ante el amplio y diversificado panorama de los miedos humanos, la palabra de Dios es clara: quien “teme” a Dios “no tiene miedo”. El temor de Dios, que las Escrituras definen como “el principio de la verdadera sabiduría”, coincide con la fe en él, con el respeto sagrado a su autoridad sobre la vida y sobre el mundo. No tener “temor de Dios” equivale a ponerse en su lugar, a sentirse señores del bien y del mal, de la vida y de la muerte. En cambio, quien teme a Dios siente en sí la seguridad que tiene el niño en los brazos de su madre (cf. Sal 131, 2): quien teme a Dios permanece tranquilo incluso en medio de las tempestades, porque Dios, como nos lo reveló Jesús, es Padre lleno de misericordia y bondad.
Quien lo ama no tiene miedo: “No hay temor en el amor —escribe el apóstol san Juan—; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor” (1 Jn 4, 18). Por consiguiente, el creyente no se asusta ante nada, porque sabe que está en las manos de Dios, sabe que el mal y lo irracional no tienen la última palabra, sino que el único Señor del mundo y de la vida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos amó hasta sacrificarse a sí mismo, muriendo en la cruz por nuestra salvación.
Cuanto más crecemos en esta intimidad con Dios, impregnada de amor, tanto más fácilmente vencemos cualquier forma de miedo. En el pasaje evangélico de hoy, Jesús repite muchas veces la exhortación a no tener miedo. Nos tranquiliza, como hizo con los Apóstoles, como hizo con san Pablo cuando se le apareció en una visión durante la noche, en un momento particularmente difícil de su predicación: “No tengas miedo —le dijo—, porque yo estoy contigo” (Hch 18, 9-10). El Apóstol de los gentiles, de quien nos disponemos a celebrar el bimilenario de su nacimiento con un especial Año jubilar, fortalecido por la presencia de Cristo y consolado por su amor, no tuvo miedo ni siquiera al martirio.
Que este gran acontecimiento espiritual y pastoral suscite también en nosotros una renovada confianza en Jesucristo, que nos llama a anunciar y testimoniar su Evangelio, sin tener miedo a nada.
_________________________
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
El Espíritu de Cristo sostiene la misión cristiana
852. Los caminos de la misión. “El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial” (RM 21). Él es quien conduce la Iglesia por los caminos de la misión. Ella continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres; “impulsada por el Espíritu Santo, debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo: esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección” (AG 5). Es así como la “sangre de los mártires es semilla de cristianos” (Tertuliano, Apologeticum, 50, 13).
Evangelizar con el testimonio de la vida
905. Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con “el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra”. En los laicos, “esta evangelización [...] adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo” (LG 35):
«Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes [...] como a los fieles» (AA 6; cf. AG 15).
El valiente testimonio de la fe supera el miedo y la muerte
1808. La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. “Mi fuerza y mi cántico es el Señor” (Sal 118, 14). “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).
1816. El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos [...] vivan preparados para confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo [...] aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33).
Dar testimonio de la Verdad
2471. Ante Pilato, Cristo proclama que había “venido al mundo para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). El cristiano no debe “avergonzarse de dar testimonio del Señor” (2 Tm 1, 8). En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el cristiano debe profesarla sin ambigüedad, a ejemplo de san Pablo ante sus jueces. Debe guardar una “conciencia limpia ante Dios y ante los hombres” (Hch 24, 16).
2472. El deber de los cristianos de tomar parte en la vida de la Iglesia, los impulsa a actuar como testigos del Evangelio y de las obligaciones que de él se derivan. Este testimonio es transmisión de la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad (cf Mt 18, 16):
«Todos [...] los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación» (AG 11).
2473. El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. “Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios” (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos, 4, 1).
2474. Con el más exquisito cuidado, la Iglesia ha recogido los recuerdos de quienes llegaron hasta el extremo para dar testimonio de su fe. Son las actas de los Mártires, que constituyen los archivos de la Verdad escritos con letras de sangre:
«No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo. Es mejor para mí morir en Cristo Jesús que reinar hasta los confines de la tierra. Es a Él a quien busco, a quien murió por nosotros. A Él quiero, al que resucitó por nosotros. Mi nacimiento se acerca...» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos, 6, 1-2).
«Te bendigo por haberme juzgado digno de este día y esta hora, digno de ser contado en el número de tus mártires [...]. Has cumplido tu promesa, Dios, en quien no cabe la mentira y eres veraz. Por esta gracia y por todo te alabo, te bendigo, te glorifico por el eterno y celestial Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu Hijo amado. Por Él, que está contigo y con el Espíritu, te sea dada gloria ahora y en los siglos venideros. Amén» (Martyrium Polycarpi, 14, 2-3).
Adán, el Pecado Original, Cristo el nuevo Adán
359. “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22,1):
«San Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género humano, a saber, Adán y Cristo [...] El primer hombre, Adán, fue un ser animado; el último Adán, un espíritu que da vida. Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de quien recibió el alma con la cual empezó a vivir [...] El segundo Adán es aquel que, cuando creó al primero, colocó en él su divina imagen. De aquí que recibiera su naturaleza y adoptara su mismo nombre, para que aquel a quien había formado a su misma imagen no pereciera. El primer Adán es, en realidad, el nuevo Adán; aquel primer Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo cual, este último es, realmente, el primero, como él mismo afirma: “Yo soy el primero y yo soy el último”». (San Pedro Crisólogo, Sermones, 117: PL 52, 520B).
402. Todos los hombres están implicados en el pecado de Adán. San Pablo lo afirma: “Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores” (Rm 5,19): “Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron...” (Rm 5,12). A la universalidad del pecado y de la muerte, el apóstol opone la universalidad de la salvación en Cristo: “Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo (la de Cristo) procura a todos una justificación que da la vida” (Rm 5,18).
403. Siguiendo a san Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es “muerte del alma” (Concilio de Trento: DS 1512). Por esta certeza de fe, la Iglesia concede el Bautismo para la remisión de los pecados incluso a los niños que no han cometido pecado personal (cf. ibíd., DS 1514).
404. ¿Cómo el pecado de Adán vino a ser el pecado de todos sus descendientes? Todo el género humano es en Adán sicut unum corpus unius hominis (“Como el cuerpo único de un único hombre”) (Santo Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae de malo, 4,1). Por esta “unidad del género humano”, todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo. Sin embargo, la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente. Pero sabemos por la Revelación que Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo sino para toda la naturaleza humana: cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído (cf. Concilio de Trento: DS 1511-1512). Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado “pecado” de manera análoga: es un pecado “contraído”, “no cometido”, un estado y no un acto.
405. Aunque propio de cada uno (cf. ibíd., DS 1513), el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada “concupiscencia”). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.
406. La doctrina de la Iglesia sobre la transmisión del pecado original fue precisada sobre todo en el siglo V, en particular bajo el impulso de la reflexión de san Agustín contra el pelagianismo, y en el siglo XVI, en oposición a la Reforma protestante. Pelagio sostenía que el hombre podía, por la fuerza natural de su voluntad libre, sin la ayuda necesaria de la gracia de Dios, llevar una vida moralmente buena: así reducía la influencia de la falta de Adán a la de un mal ejemplo. Los primeros reformadores protestantes, por el contrario, enseñaban que el hombre estaba radicalmente pervertido y su libertad anulada por el pecado de los orígenes; identificaban el pecado heredado por cada hombre con la tendencia al mal (concupiscentia), que sería insuperable. La Iglesia se pronunció especialmente sobre el sentido del dato revelado respecto al pecado original en el II Concilio de Orange en el año 529 (cf. Concilio de Orange II: DS 371-372) y en el Concilio de Trento, en el año 1546 (cf. Concilio de Trento: DS 1510-1516).
Un duro combate...
407. La doctrina sobre el pecado original —vinculada a la de la Redención de Cristo— proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña “la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo” (Concilio de Trento: DS 1511, cf. Hb 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social (cf. CA 25) y de las costumbres.
408. Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de san Juan: “el pecado del mundo” (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres (cf. RP 16).
409. Esta situación dramática del mundo que “todo entero yace en poder del maligno” (1 Jn 5,19; cf. 1 P 5,8), hace de la vida del hombre un combate:
«A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo (GS 37,2).
IV “No lo abandonaste al poder de la muerte”
410. Tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, Dios lo llama (cf. Gn 3,9) y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída (cf. Gn 3,15). Este pasaje del Génesis ha sido llamado “Protoevangelio”, por ser el primer anuncio del Mesías redentor, anuncio de un combate entre la serpiente y la Mujer, y de la victoria final de un descendiente de ésta.
411. La tradición cristiana ve en este pasaje un anuncio del “nuevo Adán” (cf. 1 Co 15,21-22.45) que, por su “obediencia hasta la muerte en la Cruz” (Flp 2,8) repara con sobreabundancia la desobediencia de Adán (cf. Rm 5,19-20). Por otra parte, numerosos Padres y doctores de la Iglesia ven en la mujer anunciada en el “protoevangelio” la madre de Cristo, María, como “nueva Eva”. Ella ha sido la que, la primera y de una manera única, se benefició de la victoria sobre el pecado alcanzada por Cristo: fue preservada de toda mancha de pecado original (cf. Pío IX: Bula Ineffabilis Deus: DS 2803) y, durante toda su vida terrena, por una gracia especial de Dios, no cometió ninguna clase de pecado (cf. Concilio de Trento: DS 1573).
615. “Como [...] por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que “se dio a sí mismo en expiación”, “cuando llevó el pecado de muchos”, a quienes “justificará y cuyas culpas soportará” (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Concilio de Trento: DS, 1529).
_________________________
RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
¡No tengáis miedo!
Leamos juntos algunas palabras del Evangelio de este Domingo: «No tengáis miedo a los hombres... No tengáis miedo a los que matan el cuerpo... Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo».
Tenemos claro ante la vista el tema dominante de este Domingo: ¡Cristo nos quiere liberar del miedo!
El miedo es nuestra condición existencial: nos acompaña desde la infancia hasta la tumba. El niño tiene miedo de muchas cosas: de ser abandonado, de la oscuridad, de quien le levanta la voz, de los monstruos, que los mayores excitan en su mente para que sean buenos (el lobo malo, el ogro, el hombre negro). El adolescente tiene miedo del otro sexo y se encierra en complejos de timidez y de inferioridad. El adulto experimenta la angustia del mundo, del futuro, advierte su vulnerabilidad en un mundo violento y enloquecido. A estos miedos tradicionales se añaden los creados por el mismo progreso tecnológico: la guerra nuclear, la contaminación atmosférica...
Pero, ¿qué es el miedo? Es una manifestación de nuestro instinto fundamental de conservación. Es la reacción ante una amenaza transportada a nuestra vida, la respuesta a un peligro verdadero o presunto. Desde el peligro mayor de todos, que es el de la muerte, a los peligros concretos, que amenazan o la tranquilidad o la seguridad física o nuestro mundo afectivo.
Según que se trate de peligros reales o imaginarios, se habla de miedos justificados o de miedos injustificados y patológicos. Estos últimos pueden asumir tonos de paroxismo y configurarse como fobias. Tales son, por ejemplo, la claustrofobia, la agorafobia o fobia del espacio, el miedo a enfermedades imaginarias, la necesidad neurótica de tenerlo todo controlado de modo que nada incontrolable, inesperado, no familiar y peligroso pueda sobrevenir.
Yo distinguiría además los miedos de otro modo. Al igual como las enfermedades, también los miedos pueden ser o agudos o crónicos. Los miedos agudos han sido establecidos por una situación de peligro extraordinario. Si yo estoy apunto de ser atropellado por un automóvil o comienzo a sentir temblar la tierra bajo los pies debido a un terremoto, éstos son miedos agudos. Estas manifestaciones, tal como surgen espontáneamente y sin preaviso, así también desaparecen con el cesar del peligro dejando en todo caso un mal recuerdo. No dependen de nosotros y son naturales. Más peligrosos son los miedos crónicos, los que viven con nosotros, que los llevamos encima desde el nacimiento o desde la infancia, que crecen con nosotros, que llegan a ser parte de nuestro ser, ya los que, a veces, llegamos hasta aficionarnos o sentir afecto por ellos.
El miedo, incluso el crónico, no es un mal en sí mismo. Frecuentemente, es la ocasión para dejar ver una valentía y una fuerza insospechadas. Sólo quien conoce el miedo, sabe qué es la intrepidez o valentía. Llega a ser verdaderamente un mal, que consume y no deja vivir, cuando más que un estímulo para reaccionar y un resorte para la acción llega a ser excusa para el desfallecimiento, algo que paraliza, cuando se transforma en ansia. Jesús ha dado un nombre a las ansias más comunes del hombre: «¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿De qué nos vestiremos?»
El ansia ha llegado a ser la enfermedad del siglo y es una de las causas principales del multiplicarse los infartos. Vivimos con el ansia ¡y así es como no vivimos! La ansiedad es el miedo irracional ante un objeto desconocido. Un temer siempre de todo, un esperarse sistemáticamente lo peor y vivir siempre con la palpitación del corazón. Si el peligro no existe, el ansia lo inventa y si existe lo agiganta. La persona ansiosa sufre siempre dos veces los males: antes, con la previsión y, después, con la realidad. Lo que Jesús condena en el Evangelio no es tanto el simple miedo o la justa preocupación por el mañana, cuanto precisamente esta ansia y este afán. «Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal» (Mateo 6, 34).
Pero, dejémonos estar de describir nuestros miedos de distinto género y busquemos, por el contrario, ver cuál es el remedio, que nos ofrece el Evangelio, para vencer nuestros miedos. El remedio se resume en una palabra: la confianza en Dios, creer en la providencia y en el amor del Padre celestial.
La verdadera raíz de todos los miedos es volvernos a encontrar solos. Esto continúa siendo el miedo del niño, el de estar abandonado. Y Jesús nos asegura precisamente esto: que no seremos abandonados. «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor no me abandonará», dice un salmo (Salmo 27,10). Igualmente, si todos nos abandonaren, él no. Su amor es más fuerte que todo.
San Pablo nos enseña un método práctico para vencer los miedos. En la carta a los Romanos, él pasa revista en un cierto punto a todas las situaciones de peligro y las cosas, que han amenazado hundirle en la vida: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?» (Romanos 8, 35ss.). Con cada una de estas palabras él alude a un hecho real, que le ha sucedido. Mira, por lo tanto, todas estas cosas a la luz de la gran certeza que tiene de que Dios le ama; y concluye triunfalmente: «Pero en todo esto salimos más que vencedores gracias a aquel que nos amó» (Romanos 8, 37).
Nosotros estamos invitados a hacer lo mismo. A mirar nuestra vida, presente y pasada; a tener a gala los miedos, que se nos arraigan; las tristezas, las amenazas, los complejos; quizás, hasta tal defecto físico o moral, que engrandecemos a fuerza de pensar en él y que nos impide aceptarnos y tener confianza en nosotros mismos; por lo tanto, a exponerlo todo a la luz del pensamiento de que Dios nos ama, tal como somos. Los miedos son como los fantasmas: tienen necesidad de la oscuridad para actuar. Nos superponen si los mantenemos a un nivel inconsciente. Frecuentemente, basta darlos a conocer, darles un nombre, hablar de ellos, para que desaparezcan o se redimensionen.
Después, san Pablo hace otra cosa. Desde su vida personal prolonga su mirada sobre el mundo, que le circunda, con la serie de incógnitas que en aquel tiempo aterrorizaban a los hombres: los poderes astrales, la muerte, lo que él llama «la altura y la profundidad» (Romanos 8, 39) y que nosotros hoy llamaríamos lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, el universo y el átomo. Entonces, como ahora, todo está a punto de romperse. El hombre se siente como un pequeño grano de polvo en un universo mucho más grande que él, hecho hoy más amenazador que los mismos descubrimientos que él ha hecho. Pero, también por esta comparación, el Apóstol nos ayuda a salir victoriosos, con este pensamiento: «Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?» (Romanos 8, 31).
Sin embargo, no podemos abandonar en este punto el discurso sobre el miedo. Resultaría poco sometido a la realidad. Jesús quiere liberarnos de los miedos y nos libra siempre. Él, sin embargo, no tiene un solo modo para hacerlo; tiene dos: o nos quita el miedo del corazón o nos ayuda a vivido de un modo nuevo, más libremente, haciendo de ello ocasión de gracia para nosotros y para los demás.
Él mismo ha querido hacer la experiencia. En el huerto de los olivos, está escrito, «comenzó a sentir pavor y angustia» (Marcos 14,33). El texto original sugiere hasta la idea de un pánico solitario, como el de quien se siente separado y fuera de la comunidad humana, en una soledad inmensa. Y lo ha querido experimentar precisamente para redimir también este aspecto de la condición humana. Desde aquel día, el miedo, especialmente el de la muerte, vivido en unión con él tiene el poder de levantarnos, más que deprimirnos, hacernos más atentos a los demás y más comprensivos; en una palabra, más humanos.
Existe una obra de Bernanos, titulada Diálogo de carmelitas. Narra la historia de dieciséis carmelitas caídas o asesinadas en tiempo de la revolución francesa, el 4 de agosto 1790, y declaradas beatas por san Pío X. Entre ellas, en el drama, había una hermana jovencísima, de familia noble. La madre le dio a luz inmediatamente después de un terrible susto y ella había crecido literalmente mezclada con el miedo. Haciéndose monja ha querido, a propósito, tomar el nombre de sor Blanca de la Agonía de Jesús.
Cuando las amenazas y las persecuciones de los revolucionarios se hacen siempre cada vez más graves, antes de que vengan a arrestar a las hermanas, ella, aterrorizada, huye y se esconde. Sus cohermanas o hermanas en religión vienen a ser procesadas, condenadas y conducidas a la guillotina. Cantan a coro el Veni creator o himno del Espíritu Santo. A medida que cada una sube sobre el palco o escenario y sucumbe bajo la guillotina, la masa del coro se va haciendo más débil. Ya sólo quedan dos voces; después, una sola; a continuación, llegados a la penúltima estrofa, silencio.
Cuando he aquí que, en el silencio general, se levanta una voz nítida, resoluta, casi infantil en medio de la muchedumbre. Es sor Blanca, que en sí ha descubierto un nuevo valor; se hace hacia delante; sube sobre el palco cantando la última estrofa inacabada y asimismo presenta ella su cabeza a la guillotina. El miedo ha hecho su martirio todavía más puro.
Es como un animarnos a los que, no obstante todos los esfuerzos, no consiguen vencer el miedo. Si san Francisco llamaba hermana a la muerte, podemos igualmente llamar hermano a este miedo redimido, y decir: «Alabado seas, mi Señor, por el hermano miedo». Tanto más cuanto que para muchos es en verdad un «hermano siamés» con el que hemos de convivir durante toda la vida.
Todo esto nos ayudará a vencer el miedo más escabroso y peligroso de todos, que es, recordémoslo bien, tenerle miedo al propio miedo.
_________________________
PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Confiar en Dios
El hombre que confía en Dios no tiene miedo, sino que confía en Él, como un hijo confía en su padre porque sabe que es bueno.
El hombre que ama a Dios tiene santo temor de Dios, porque teme ofenderle y separarse de su amor. Y se reconoce cristiano, reconociendo a Cristo ante los hombres como el Hijo de Dios, su Maestro, Amo y Señor; aprende de Él, confía en Él, pone todas sus seguridades en Él. No pretende ser más que su Maestro ni ser tratado mejor que Él, sino que lucha por imitarlo, soportando todo por amor, para llegar a ser como Él, perfecto, y así corresponder a la dignidad de hijo de Dios que le ha ganado Él.
Confía tú en tu Padre Dios, y en que te ama, te protege, te ayuda y te provee, como un padre a un hijo. Y en que no te dejará perderte si sigues el camino que te ha dado y que lleva a Él, que es Jesucristo, quien te ha hecho valer inmerecidamente el precio de su preciosa sangre, y te ha conferido el derecho a heredar el paraíso.
Pide la gracia del Espíritu Santo para que no tengas miedo a los hombres, sino que tengas el valor de seguir a Cristo, quien es el único Justo Juez que tiene el poder de arrojar tu alma al castigo eterno, o de coronarte de su gloria en el paraíso, si permaneces en su amor, porque eso es lo que te ha prometido.
_________________________
FLUVIUM (www.fluvium.org)
Criterios cristianos
El pasaje de san Mateo que nos ofrece hoy la Iglesia recoge una serie de criterios que el cristiano, como hombre que es de fe, debe tener en cuenta. De la fidelidad a estos criterios va a depender que su vida sea coherente; es decir, que llegue a ser responsable con los dones que ha recibido en los que radica su dignidad, y que pueda mantener con razón, como consecuencia, el tono interior optimista que le corresponde como hijo de Dios. Son afirmaciones escuetas del Señor, que nos resultan muy razonables habiendo reconocido previamente que, como cristianos, confiamos plenamente en Él. El punto de partida presupuesto en cada afirmación es la divinidad de Jesucristo. A partir de la fe en la divinidad del Señor, que incluye implícitamente el reconocimiento de su infinita bondad y de su omnipotencia, estos criterios propiamente son conclusiones que todo cristiano sostiene con firmeza si es segura su fe.
Nada hay oculto que no vaya a ser descubierto. Es un convencimiento elemental que arranca de la fe en la eternidad, inmensidad y omnipotencia divinas; pues, aunque no sepamos cómo, Dios actúa en cada movimiento de sus criaturas, aunque no sea por ello temporal como nosotros, que sólo conocemos la verdad según acontece y actuamos a lo largo del tiempo de modo sucesivo. No podemos entender cómo es Dios, pero creemos, como dice san Pablo, que en El vivimos, nos movemos y existimos. Es inmenso y sostiene a todo en su ser. Toda la realidad le está presente y nada puede escapar al alcance de su poder.
No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. ¡Qué consecuencia más lógica para quien ha captado la realidad de nuestra vida en Dios! Bien sabemos que, para todos, la muerte es una cuestión de tiempo: algo acabará matándonos. Ciertamente podríamos sentirnos por peculiares circunstancias gravemente amenazados de muerte, como cuando alguien padece una enfermedad mortal o, lo que es menos frecuente, si uno ha recibido amenazas de muerte. Parece importante, en todo caso, no tener miedo a la muerte, que llegará relativamente pronto. Basta que consideremos los miles y miles de generaciones que se han sucedido desde que existen hombres sobre la tierra. Por más adheridos que nos sintamos al momento presente, vale la pena reconocer lo habitual que viene siendo morirse: abandonar todo radicalmente con la sepultura, para quedar en este mundo únicamente en el recuerdo de unos cuantos seres queridos, y apenas por un tiempo.
Queramos entonces estar, más bien, prevenidos contra el peligro de sucumbir en cuanto a ese destino para el que Dios nos creó. Morirse no es un fracaso. Diríamos, por el contrario, que es un trámite necesario para acceder a la vida eterna, en que consiste la plena realización humana. Puestos los ojos en ese espléndido destino de intimidad permanente y para siempre con la Trinidad, tomemos medidas con prudencia, pues, así como la muerte del cuerpo es inapelable y nos afectará a toda esta generación relativamente pronto, queramos o no; no debe suceder así con la claudicación integral de la persona, o “muerte del alma”, de aquellos que pierden el sentido de su existencia al margen de Dios.
A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los Cielos. Pero al que me niegue delante de los hombres, también yo le negaré delante de mi Padre que está en los Cielos. Esta última afirmación de Jesucristo que consideramos hoy, es una advertencia bien clara y precisa que no podemos olvidar, si queremos vivir de cara a la eternidad, contemplando esperanzados en toda circunstancia nuestra vida más allá de la muerte.
Confesar al Señor delante de los hombres es algo bien preciso, aunque pueda tener múltiples manifestaciones. Consiste en mantener una conducta de acuerdo con el Evangelio, que deje patente ante todos la propia condición cristiana. Dejar claro que somos cristianos y animar a otros a seguir a Cristo, no es un requisito más aparte del Evangelio. Es otra de las manifestaciones, tal vez la más noble –el apostolado– de la caridad. Y la caridad, como sabemos, condensa de hecho todo el Evangelio.
Suenan duras e intransigentes las últimas palabras de Jesucristo. Nuestro Señor –que es todo amor– no aboga por los condenados. Podría parecer que para ellos no tiene piedad ni misericordia. Sin embargo, ¡qué más querría el Señor que poder perdonarlos! Pero tendría que violentar la libertad del hombre, lo que supondría una contradicción esencial. El hombre, sin libertad, dejaría de ser humano. Los condenados pierden el sentido de su vida. Pierden su alma, por su decisión de oponerse a Dios, que el propio Creador respeta. Con ello se manifiesta hasta qué punto es grande el don otorgado al hombre, que siendo imagen de Dios, además de ser espiritual, posee, de acuerdo con su naturaleza, capacidad de autodeterminación a semejanza del mismo Dios totalmente libre de coacción.
¡Concédenos, Santa María, conocer cada día un poco mejor nuestra condición y ser coherentes con ella!
_____________________
PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
No temas pequeño rebaño
Esta liturgia de la palabra se abrió poniéndonos ante los ojos situaciones de angustia y de terror. La primera es aquella del profeta Jeremías. Él está obligado a anunciar la violencia y la opresión; sus enemigos lo acusan de esparcir, en forma deliberada, terror por todas partes (de alimentar la estrategia de la tensión, se diría hoy). Así, el profeta vive una situación de temor dentro y fuera de sí: dentro, la palabra imperiosa de Dios, cargada de oscuros presagios; fuera, los enemigos y rivales políticos que acechan.
La segunda situación de angustia es la del salmista: Por ti he soportado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro; me convertí en un extraño para mis hermanos... y caen sobre mí los ultrajes de los que te agravian.
Sobre estas situaciones de angustia que sentimos tan cercanas a nuestra experiencia, el Evangelio de hoy hace caer, como un bálsamo, la palabra de Jesús: Nolite temere, ¡no tengan miedo! Es una especie de motivo recurrente que suena en las palabras de Jesús. Antes de cualquier reflexión, hoy deberíamos asimilar Y, por decirlo así, hacer bajar dentro de nosotros, saboreando toda su dulzura, estas palabras de Jesús: no tengan miedo.
Nosotros estamos llenos de miedo; el miedo es nuestra condición. El niño tiene miedo de la oscuridad, de quien grita; tiene miedo de los monstruos que estúpidamente los mayores agitan en su mente para que se porten bien. El adolescente tiene miedo de sí mismo, de la vida, del otro sexo: miedos inconscientes pero atormentadores; miedos que se llaman timidez, complejos de inferioridad, agresividad.
¿Y nosotros los adultos? ¿Al menos nosotros tal vez no tengamos miedo? Al contrario, estamos corroídos por el miedo, por la peor forma del miedo: la angustia. Vivimos temblando: es por el miedo al futuro, a la muerte, o incluso simplemente al mañana. Jesús, cierta vez, llamó la atención sobre estas preguntas: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos?
En nuestro mundo actual, sofisticado y complicado, el hombre experimenta una forma de angustia todavía más radical: la de la misma existencia. Este mundo se le aparece a veces como una realidad hostil y amenazadora, capaz de aplastarlo con sus cataclismos, o también con su mismo progreso, como una máquina demasiado poderosa que se escapa de manos de quien la conduce y lo lleva por delante. Es el reflejo del pecado y de la maldad humana que, como una nube tóxica, echa su sombra sobre lo creado y le da un rostro hostil. Es el pecado del cual habló Pablo en la segunda lectura que, a partir de Adán, se fue agrandando como una avalancha, determinando nuestra situación en el mundo La tierra no sonríe más, sino que responde con dolores y espinas a las solicitudes del hombre.
Sobre esta experiencia de miedo, con raíces en la experiencia del pecado, se derrama, entonces, como un consuelo, el anuncio de Cristo: no tengan miedo.
Todo el Evangelio, y antes todavía el Antiguo Testamento, está lleno de él, A Abraham Dios le dice que no tenga miedo en el momento mismo en que lo llama fuera de su tierra para ir hacia un país desconocido. A los profetas les dice: no temas, yo estoy contigo. A María también: no temas; has encontrado la gracia. A los apóstoles, al mandarlos al mundo, les dice: no teman frente a los tribunales y frente a los que presiden; no teman. A todos sus discípulos: no temas, pequeño Rebañio (Lc. 12, 32).
También los hombres se dicen los unos a los otros: ¡no teman, no tengan miedo, hay que tener coraje! Pero sabemos que en sus labios eso constituye un pobre consuelo. Es como si alguien que está temblando le dijera a quien tiene al lado: ¿por qué tiemblas? Después de tales palabras, nos quedamos con el miedo de antes. ¿Acaso también es así la invitación de Jesús que exhorta a no temer?
En el Evangelio de hoy, Jesús nos ofrece incluso las motivaciones; vale decir que nos ofrece el verdadero remedio para nuestros miedos. No teman −dice− a aquellos que matan el cuerpo; nada en el mundo −si no ustedes mismos− puede matar su alma. No teman; ustedes valen más que un par de gorriones; y sin embargo, uno de ellos no cae sin que lo sepa el Padre de ustedes. ¡El Padre de ustedes! Es como decir: ¿qué hará por ustedes que son sus hijos! La revelación de la paternidad de Dios y la revelación de una vida más allá de la muerte sostienen entonces la invitación de Jesús. Todo miedo es redimensionado en el momento en que Jesús delinea y revela un plan de la vida humana −el plan más verdadero y más personal del hombre− en el cual nada puede alcanzarlo, ni siquiera quien lo mata. “Ustedes pueden matarnos, pero no pueden dañarnos”, exclama en dirección de los perseguidores el mártir san Justino en los primeros días de la Iglesia (1 Apol. 1. 2).
He aquí, entonces, el primer gran motivo de la invitación de Jesús a no temer: nuestra victoria final que nadie puede quitarnos: No temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino. Pero Jesús, en el Evangelio, nos ha revelado, con una frase, un motivo todavía más fuerte para vencer nuestros miedos: No teman, tengan confianza, porque yo vencí al mundo. Él ya venció al mundo y es en esta victoria donde tiene sus raíces la esperanza de nuestra victoria final. A este mundo hostil y entristecido por el pecado del hombre, Jesús lo ha vencido. Escuchemos a san Pablo, que habla de esta victoria: La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón? Porque lo que provoca la muerte es el pecado... ¡Demos gracias a Dios, que nos ha dado la victoria por Nuestro Señor Jesucristo!
La mala raíz de todo miedo humano tiene un nombre preciso: es la muerte, fruto del pecado. Jesús la ha vencido al expiar el pecado, todo el pecado del mundo. Ha vencido a la muerte experimentándola en él y absorbiendo todo su veneno. La muerte y resurrección de Cristo es prenda de nuestra victoria; es fuente de nuestra esperanza y de nuestra valentía: Si Dios está con nosotros (¡y él está con nosotros en el espíritu del Cristo resucitado!), quién estará contra nosotros... ¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada?... Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó (Rom. 8, 31-37). Tribulaciones, angustias, persecución y hambre: las Escrituras tienen en cuenta nuestros miedos más profundos, pero nos ofrecen una salida, una esperanza de victoria, gracias a Jesucristo que nos amó y se dio a sí mismo por nosotros (Gál. 2, 20).
Revivimos, en esta nuestra celebración eucarística, ese amor de Jesús “que ofrece su cuerpo a la muerte en sacrificio por nosotros”. Revivimos el misterio y el momento en que venció al mundo. Saquemos con fe y humildad de esta Eucaristía el coraje para retomar nuestra vida cotidiana mañana, menos expuestos al miedo. ¡Somos los discípulos de alguien que venció al mundo!
_________________________
HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Vivir sin miedos
– Valentía en la vida corriente.
I. Nos pide el Señor en el Evangelio de la Misa que vivamos sin miedo, como hijos de Dios. En ocasiones nos encontramos con gentes angustiadas y atemorizadas por las dificultades de la vida, por acontecimientos adversos y por obstáculos que se agrandan cuando sólo se cuenta con las fuerzas humanas para salir adelante. Con frecuencia vemos también a cristianos que parecen atenazados por un miedo vergonzoso para hablar claro de Dios, para decir que no a la mentira, para mostrar, cuando sea necesario, su condición de fieles discípulos de Cristo; se teme al qué dirán, al comentario desfavorable, a ir contracorriente, a llamar la atención... Y, ¿cómo no va a llamar la atención un discípulo de Cristo en ambientes de costumbres paganizadas, en los que los valores económicos son a menudo los supremos valores?
Jesús nos dice que no nos preocupemos demasiado por la calumnia y la murmuración, si éstas llegan. No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay oculto que no vaya a ser descubierto, ni secreto que no llegue a saberse. ¡Qué pena si más tarde se descubriera que tuvimos miedo de proclamar a los cuatro vientos la verdad que el Señor nos había confiado!: Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a plena luz; y lo que escuchasteis al oído, pregonadlo desde los terrados. Si alguna vez callamos debe ser porque en ese momento lo oportuno es callar, por prudencia sobrenatural, por caridad; nunca por temor o por cobardía. No somos los cristianos amigos de la oscuridad y de los rincones, sino de la luz, de la claridad en la vida y en la palabra. Vivimos unos tiempos en los que se hace más necesario proclamar la verdad sin ambigüedades, porque la mentira y la confusión están perdiendo a muchas almas. La sana doctrina, las normas morales, la rectitud de conciencia en el ejercicio de la profesión o a la hora de vivir las exigencias del matrimonio, el sentido común... gozan algunas veces de menos prestigio, por absurdo que parezca, que una doctrina chocante y errada, a la que se califica de “valiente” o se la tiñe de un color de progreso...
No tengamos miedo a perder el brillo de un prestigio sólo aparente, o a sufrir la murmuración, y alguna vez la calumnia, por no ir con la corriente o la moda del momento. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del Cielo, nos dice el Señor. Y compensa con creces las incomprensiones que podamos sufrir al vivir con valentía y audacia santa en medio de un mundo que en muchas ocasiones se encuentra incapacitado para entender otros valores que no sean los puramente materiales.
Considero −dice San Pablo− que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. “Por tanto −comenta San Cipriano−, ¿quién no va a esforzarse por lograr tan gran gloria, por hacerse amigo de Dios, por gozar enseguida con Cristo, por recibir los premios divinos tras los tormentos y suplicios de la tierra? Si es una gloria para los soldados de este mundo volver triunfantes a su patria después de abatir al enemigo, ¿cuánta mayor y plausible gloria será, una vez vencido el diablo, volver triunfantes al cielo (...); llevar allá los trofeos victoriosos (...); sentarse al lado de Dios cuando venga a juzgar, ser coheredero con Cristo, equipararse a los ángeles y disfrutar con los Patriarcas, con los Apóstoles y con los Profetas de la posesión del Reino de los Cielos?”.
– Nuestra fortaleza se fundamenta en la conciencia de nuestra filiación divina.
II. Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte, con alegría en medio de dificultades, incluso graves, con obstáculos que exigirán esfuerzo y sacrificio, con enfermedades, serenos ante un futuro quizá incierto... Así nos pide el Señor que vivamos. Y esto será posible si consideramos muchas veces al día que somos hijos de Dios, y de modo particular cuando nos asalte la inquietud, la zozobra, la oscuridad. ¿Acaso no se vende un par de pajarillos por un as? Pues bien, ni uno solo de ellos caerá en tierra sin que lo permita vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados. Por tanto, no tengáis miedo: vosotros valéis más que muchos pajarillos.
El Señor declara el inmenso cariño que nos tiene y el gran valor que poseen para Él los hombres. San Jerónimo, comentando este pasaje del Evangelio de la Misa, escribe: “Si los pajarillos, que son de tan escaso precio, no dejan de estar bajo providencia y cuidado de Dios, ¿cómo vosotros, que por la naturaleza de vuestra alma sois eternos, podréis temer que no os mire con particular cuidado Aquel a quien respetáis como a vuestro Padre?”.
La filiación divina nos hace fuertes en medio de las flaquezas personales, de los obstáculos con los que tropezamos, de las dificultades de un ambiente frecuentemente alejado de Dios y que se opone, a veces con agresividad, a los ideales cristianos. Pero el Señor está conmigo, como soldado fuerte, nos hace llegar el profeta Jeremías en la Primera lectura de la Misa. Es el grito de esperanza y de seguridad del Profeta, cuando se encuentra solo, en medio de sus enemigos. Mi Padre Dios está conmigo como soldado fuerte, podemos repetir nosotros cuando veamos cerca el peligro y cerrado el horizonte. Dominus, illuminatio mea et salus mea, quem timebo? El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
Ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe, proclamaba el Apóstol San Juan en medio de grandes dificultades que provenían del mundo pagano en el que los cristianos, como ciudadanos corrientes, ejercían los oficios y profesiones más variadas y realizaban un apostolado eficaz. Y del cimiento seguro de una fe inconmovible surge una moral de victoria que no es engreimiento ni ingenuidad, sino la firmeza alegre del cristiano que, a pesar de sus miserias y limitaciones personales, sabe que esa victoria la ha ganado Cristo con su Muerte en la Cruz y con su gloriosa Resurrección. Dios es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? A nadie y a nada, Señor. ¡Tú eres la seguridad de mis días!
– Valentía y confianza en Dios en las grandes pruebas y en lo pequeño de la vida corriente.
III. Nos exhorta Jesús a no temer nada, excepto al pecado, que quita la amistad con Dios y conduce a la eterna condenación. Ante las dificultades debemos ser fuertes y valerosos, como corresponde a hijos de Dios: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo −nos dice el Señor−, pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno. El santo temor de Dios es un don del Espíritu Santo que facilita la lucha decidida contra el pecado, contra aquello que separe de Él, y nos mueve a huir de las ocasiones de pecar, a no fiarnos de nosotros mismos, a tener presente en todo momento que tenemos los “pies de barro”, frágiles y quebradizos. Los males corporales, incluida la muerte, no son nada en comparación con los males del alma, el pecado.
Fuera del temor de perder a Dios −que es cuidado filial, precaución de no ofenderle−, nada debe inquietarnos. En determinados momentos de nuestro caminar podrán ser grandes las tribulaciones que padezcamos, y el Señor nos dará entonces las gracias necesarias para sobrellevarlas y crecer en la vida interior: Te basta mi gracia, nos dirá Jesús.
El que asistió a Pablo nos sacará adelante a nosotros. En esos momentos invocaremos al Señor con fe y con humildad. ¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos mira, porque Él no nos abandona, comprenderemos en toda su hondura las palabras del Apóstol: virtus in infirmitate perficitur (2 Cor 12, 9): con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias −mejor, con nuestras miserias−, seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará el poder divino, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza.
De ordinario, sin embargo, será en lo pequeño donde manifestaremos la fortaleza y la valentía: al rechazar una invitación, con educación, pero con firmeza, para concurrir a un lugar o asistir a un espectáculo en el que un buen cristiano debe sentirse incómodo; a la hora de manifestar el acuerdo o desacuerdo ante la orientación que los profesores quieren dar a la educación de los hijos; a la hora de cortar esa conversación menos limpia, o en el momento de invitar a un amigo a unas clases de formación, o de provocar esa conversación que puede desembocar en el consejo delicado y oportuno que le acerque a la Confesión sacramental... Son con frecuencia las pequeñas cobardías las que frenan o impiden un apostolado de horizontes grandes. Son también las “pequeñas valentías” las que hacen eficaz una vida.
A la hora del desprecio de la Cruz, la Virgen está allá, cerca de su Hijo, decidida a correr su misma suerte. −Perdamos el miedo a conducirnos como cristianos responsables, cuando no resulta cómodo en el ambiente donde nos desenvolvemos: Ella nos ayudará.
____________________________
Rev. D. Pere OLIVA i March (Sant Feliu de Torelló, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
No temáis a los que matan el cuerpo
Hoy, después de elegir a los doce, Jesús los envía a predicar y los instruye. Les advierte acerca de la persecución que posiblemente sufrirán y les aconseja cuál debe ser su actitud: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28). El relato de este domingo desarrolla el tema de la persecución por Cristo con un estilo que recuerda la última Bienaventuranza del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5,11).
El discurso de Jesús es paradójico: por un lado, dice dos veces “no temáis”, y nos presenta un Padre providente que tiene solicitud incluso por los pajarillos del campo; pero por otra parte, no nos dice que este Padre nos ahorre las contrariedades, más bien lo contrario: si somos seguidores suyos, muy posiblemente tendremos la misma suerte que Él y los demás profetas. ¿Cómo entender esto, pues? La protección de Dios es su capacidad de dar vida a nuestra persona (nuestra alma), y proporcionarle felicidad incluso en las tribulaciones y persecuciones. Él es quien puede darnos la alegría de su Reino que proviene de una vida profunda, experimentable ya ahora y que es prenda de vida eterna: «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32).
Confiar en que Dios estará junto a nosotros en los momentos difíciles nos da valentía para anunciar las palabras de Jesús a plena luz, y nos da la energía capaz de obrar el bien, para que por medio de nuestras obras la gente pueda dar gloria al Padre celestial. Nos enseña san Anselmo: «Hacedlo todo por Dios y por aquella feliz y eterna vida que nuestro Salvador se digna concederos en el cielo».
___________________________
UNA CITA CON DIOS – Pablo Cardona
1º. Jesús, el Evangelio de hoy tiene una enseñanza clara: «no tengáis miedo.»
No he de tener miedo a ser cristiano, ni a que los demás lo vean.
Si vivo cristianamente, es seguro que los que viven a mi alrededor se darán cuenta.
Porque ser cristiano es mucho más que ir a misa el domingo: es buscar la voluntad de Dios en cada momento.
Y eso se nota.
Tampoco he de tener miedo a dejar que Tú te vayas metiendo en mi corazón, y me pidas cosas. «Temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno.»
Al que he de temer es al demonio −que me tienta casi sin que me dé cuenta−, y al pecado, que me quita la gracia.
«No debes desconfiar de Dios ni desesperar de su misericordia; no quiero que dudes ni que desesperes de poder ser mejor: porque, aunque el demonio te haya podido precipitar desde las alturas de la virtud a los abismos del mal, ¿cuánto mejor podrá Dios volverte a la cumbre del bien, y no solamente reintegrarte al estado que tenías antes de la caída, sino también hacerte más feliz de lo que parecías antes?» (Rabano Mauro).
«No tengáis miedo. Abrid de par en par las puertas a Cristo», fueron las primeras palabras de Juan Pablo II al ser elegido Papa.
Jesús, ¿hasta dónde te dejo entrar en mi vida?
¿Te abro mis puertas de par en par; o te cierro la entrada reservándome «mis cosas»?
No puedo tratar de vivir coherentemente mi fe y, a la vez, ponerte condiciones: mi tiempo, mis hobbies, mi diversión, mis gustos, mis... debilidades.
Ayúdame a no tener miedo a entregarme cada día un poco más.
2º. A la hora del desprecio de la Cruz, la Virgen está allá, cerca de su Hijo, decidida a correr su misma suerte. Perdamos el miedo a conducirnos como cristianos responsables, cuando no resulta cómodo en el ambiente donde nos desenvolvemos: Ella nos ayudará (San Josemaría Escrivá, Surco, 977).
Madre, tú no tuviste miedo de estar al pie de la Cruz, aunque a tu alrededor; todo el mundo se burlaba y se sentía con el derecho de maltratar a tu Hijo y a sus seguidores. Sólo Juan, porque era el discípulo «amado» de Jesús, y porque era valiente, es capaz de acompañarte entre la multitud hostil.
Madre, tú eres la criatura que, por tu íntima unión con Dios, has confesado a Jesús con mayor fidelidad. Por ello, en ti se cumple de manera especial la promesa de tu Hijo: «A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los Cielos.»
Tan es verdad esto, que se te llama con razón la «omnipotencia suplicante»: eres omnipotente, no por tu propio poder, sino porque Dios te concede todo lo que le pides, por la intercesión de tu Hijo Jesucristo.
Pero, además de ser la omnipotencia suplicante, eres... mi Madre.
Y una buena Madre como tú, siempre busca lo mejor para sus hijos.
Por eso estoy tan seguro cuando pido cosas a Dios por tu intercesión.
Tú siempre me acogerás como hijo tuyo si me comporto como Jesús, si no tengo miedo a conducirme como cristiano responsable en toda circunstancia, incluso cuando no resulte cómodo confesar el nombre de tu Hijo.
__________________
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Maestro, guía, modelo, regidor
«El discípulo no es más que el maestro, ni el criado más que su señor».
Eso dice Jesús.
Te lo dice a ti, sacerdote, porque tú eres su discípulo, y Él es tu Maestro.
Tú eres su criado, y Él es tu Señor.
Tú eres un siervo, y Él es el Amo. Pero no te ha llamado siervo, te ha llamado amigo, para que tú, hombre pecador, miserable e indigno, aprendas de Él y crezcas en estatura, en sabiduría, y en gracia ante Dios y ante los hombres, para que seas como tu Señor.
Pero ¡qué meta tan alta le ha puesto a su discípulo el Maestro! Ser como Él implica ser perfecto.
Y tú, sacerdote, ¿te esfuerzas por alcanzar la perfección?
¿Luchas contra tus miserias, abandonándote a su misericordia?
¿Aprendes de Él a soportar los golpes, las burlas, las calumnias, la indiferencia, la injusticia, la iniquidad, la persecución, el desprecio, y los errores de los demás, cargando tu cruz de cada día con alegría?
¿Conviertes tus sufrimientos, tus trabajos, tus cansancios, tus dolores, tus preocupaciones, tus aflicciones, tus angustias, tus miedos, y tus esfuerzos, en una ofrenda agradable a Dios, uniéndola en el único y eterno sacrificio de tu Señor?
¿Ofreces también tus alegrías, tus gozos, los frutos de tu trabajo, la satisfacción de tu servicio, y las pequeñas cosas de cada día hechas con amor?
¿Construyes el Reino de los Cielos como tu Maestro te enseñó?
¿Te reconoces discípulo, esclavo, servidor, y agradeces el honor que te ha hecho tu Señor, permaneciendo en la fidelidad a su amistad, o pretendes ser honrado, alabado, reconocido, admirado, y recompensado, presumiendo ser más que tu Maestro, más que tu Amo?
¿Tienes el valor de reconocer ante el mundo a tu Señor, o tienes miedo?
¿En dónde has puesto tus seguridades, sacerdote?
Tú eres para el mundo un maestro, un guía, un modelo, un regidor, porque estás configurado con Cristo, Buen Pastor, tu Amo y tu Señor, para que el mundo sepa que todo hombre puede aspirar a la santidad en cualquier ambiente, con la ofrenda diaria de su trabajo, en cualquier vocación, uniendo sus sacrificios, sus obras, sus penas, sus alegrías, sus cansancios y sus descansos, en la Cruz de su Señor, haciendo todo con fe, con esperanza y con amor.
Pero, si tú, sacerdote, dejas oculta tu enseñanza, si no profesas la palabra con tu ejemplo, si no llevas la misericordia de tu Señor a tu pueblo a través de los sacramentos, si no te esfuerzas en alcanzar la santidad, y no luchas por la paz y la justicia, ellos ¿cómo lo harán?, ¿quién les enseñará?, ¿a quién seguirán?, ¿cómo se salvarán?
Y si tú tienes miedo, sacerdote, si tú no confías en tu Señor, ellos ¿en quién confiarán?
Si quieres alcanzar la perfección, sacerdote, no puedes dejar de hablar de lo que has visto y de lo que has oído. No puedes negar a tu Señor delante de los hombres. No puedes pretender ser más que tu maestro. Antes bien, debes abandonarte en Él, porque Él es el único santo, y tú solo nada puedes, pero todo lo puedes en Cristo, que te fortalece, que te da la gracia, que te santifica, que es tu Maestro, tu Amo, tu Dueño, tu Señor, que te une en filiación divina al Padre, y a través de ti, lo glorifica.
(Espada de Dos Filos III, n. 97)
(Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, - facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com)
_____________________