Domingo XI del Tiempo Ordinario (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN JUAN CRISÓSTOMO – Homilía sobre el Evangelio de San Mateo XXXIII
- FRANCISCO – Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones 2014
- BENEDICTO XVI – Homilía 2008
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Enric PRAT i Jordana, (Sort, Lleida, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
EL DIOS AMIGO DE SU PUEBLO
Ex 19, 2-6, Rom 5, 6-11; Mt 9, 36-10,8
El libro del Éxodo nos comparte la oferta de alianza que Dios propone a Israel. Los israelitas dicen estar dispuestos a cumplir los mandatos que el Señor les imponga. El Señor por su parte se compromete a cuidar de su pueblo con esmero. La protección que Dios ofrece no exenta al creyente de las respectivas responsabilidades éticas. Dios se desvive por atender a sus hijos porque los ama. Se solidariza con la desgracia de un pueblo sometido a esclavitud por los egipcios. Dios no es indiferente al sufrimiento de sus hijos. El Evangelio nos recuerda que la compasión de Dios se tiene que concretar a través de personas sensibles, que hagan suya la causa de los débiles. Jesús ordena a sus discípulos atender a las necesidades de las mujeres y los hombres lastimados por la enfermedad y la pobreza. El Reino de Dios que está llegando tendrá que mejorar la condición de los desfavorecidos.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 26, 7. 9
Oye, Señor, mi voz y mis clamores. Ven en mi ayuda, no me rechaces, ni me abandones, Dios, salvador mío.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, fortaleza de los que en ti esperan, acude bondadoso, a nuestro llamado y puesto que sin ti nada puede nuestra humana debilidad, danos siempre la ayuda de tu gracia, para que, en cumplimiento de tu voluntad, te agrademos siempre con nuestros deseos y acciones. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Serán para mí un reino de sacerdotes y una nación consagrada.
Del libro del Éxodo: 19, 2-6
En aquellos días, el pueblo de Israel salió de Refidim, llegó al desierto del Sinaí y acampó frente al monte. Moisés subió al monte para hablar con Dios. El Señor lo llamó desde el monte y le dijo: “Esto dirás a la casa de Jacob, esto anunciarás a los hijos de Israel: ‘Ustedes han visto cómo castigué a los egipcios y de qué manera los he levantado a ustedes sobre alas de águila y los he traído a mí. Ahora bien, si escuchan mi voz y guardan mi alianza, serán mi especial tesoro entre todos los pueblos, aunque toda la tierra es mía. Ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y una nación consagrada’”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 99, 2. 3. 5.
R/. El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo.
Alabemos a Dios todos los hombres, sirvamos al Señor con alegría y con júbilo entremos en su templo. R/.
Reconozcamos que el Señor es Dios, que él fue quien nos hizo y somos suyos, que somos su pueblo y su rebaño. R/.
Porque el Señor es bueno, bendigámoslo, porque es eterna su misericordia y su fidelidad nunca se acaba. R/.
SEGUNDA LECTURA
Si la muerte de Cristo nos reconcilió con Dios, mucho más nos reconciliará su vida.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 5, 6-11
Hermanos: Cuando todavía no teníamos fuerzas para salir del pecado, Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Difícilmente habrá alguien que quiera morir por un justo, aunque puede haber alguno que esté dispuesto a morir por una persona sumamente buena. Y la prueba de que Dios nos ama está en que Cristo murió por nosotros, cuando aún éramos pecadores.
Con mayor razón, ahora que ya hemos sido justificados por su sangre, seremos salvados por él del castigo final. Porque, si cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él por la muerte de su Hijo, con mucha más razón, estando ya reconciliados, recibiremos la salvación participando de la vida de su Hijo. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mc 1. 15
R/. Aleluya, aleluya.
El Reino de Dios está cerca, dice el Señor; arrepiéntanse y crean en el Evangelio. R/.
EVANGELIO
Jesús envió a sus doce apóstoles con instrucciones.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 9, 36-10, 8
En aquel tiempo, al ver Jesús a las multitudes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos: “La cosecha es mucha y los trabajadores, pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos”.
Después, llamando a sus doce discípulos, les dio poder para expulsar a los espíritus impuros y curar toda clase de enfermedades y dolencias.
Éstos son los nombres de los doce apóstoles: el primero de todos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago y su hermano Juan, hijos de Zebedeo; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo; Simón, el cananeo, y Judas Iscariote, que fue el traidor. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: “No vayan a tierra de paganos ni entren en ciudades de samaritanos. Vayan más bien en busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel. Vayan y proclamen por el camino que ya se acerca el Reino de los cielos. Curen a los leprosos y demás enfermos; resuciten a los muertos y echen fuera a los demonios. Gratuitamente han recibido este poder; ejérzanlo, pues, gratuitamente”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Tú que con este pan y este vino que te presentamos das al género humano el alimento que lo sostiene y el sacramento que lo renueva, concédenos, Señor, que nunca nos falte esta ayuda para el cuerpo y el alma. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 17, 11
Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que, como nosotros, sean uno, dice el Señor.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Señor, que esta santa comunión, que acabamos de recibir, así como significa la unión de los fieles en ti, así también lleve a efecto la unidad en tu Iglesia. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Promesa divina
1ª. Lectura (Ex 19, 2-6)
En estos versículos se reúne el sentido de la Alianza que va a llevarse a cabo. En efecto, el texto contiene la idea de elección, aunque no se use el término técnico, y la de exigencia. Más aún, refleja la nueva condición del pueblo, como propiedad particular de Dios; y, a la vez, fundamenta la esperanza, porque tal dignidad sólo la alcanza el pueblo en la medida en que es fiel a la voluntad divina.
He aquí las enseñanzas básicas: a) El fundamento de la Alianza es la liberación de Israel realizada en Egipto (v. 4): el pueblo ha sido elegido con predilección, es decir, ha sido creado como tal al sacarlo de la esclavitud. b) El pueblo está destinado a adquirir un nuevo modo de ser muy peculiar, si cumple las exigencias del pacto. Esta oferta especialísima se va a llevar a cabo en el momento en que acepten los compromisos; pero se irá haciendo realidad en la medida en que escuchen – obedezcan la voluntad de Dios. Es decir, el pueblo adquiere la plenitud de su ser con la condición de vivir con fidelidad. c) La oferta divina se concreta en tres expresiones complementarias entre sí: «propiedad exclusiva», «nación santa», «reino de sacerdotes».
El primero de estos términos significa posesión privada, personalmente adquirida y cuidadosamente conservada. Israel es entre todas las naciones de la tierra «propiedad de Dios», porque Él lo ha escogido y lo protege con especial esmero. Esta nueva condición del pueblo será recordada con frecuencia (cfr Dt 7,6; 26,17 - 19; Sal 135,4; Ml 3,17).
Siendo posesión de Dios, Israel participa de su santidad, es «una nación santa», es decir, separada de las demás para mantener con Él una íntima relación; en otros textos se aclara que es una relación de «hijo de Dios» (cfr 4,22; Dt 14,1). De este nuevo modo de ser se deriva para los miembros del pueblo la exigencia moral de reflejar en su vida lo que son por elección: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro, soy santo» (Lv 19,2).
Finalmente, la expresión «reino de sacerdotes» no significa que han de ser gobernados por sacerdotes, ni que todo el pueblo ejercerá la función sacerdotal, reservada a la tribu de Leví; más bien refleja la dignidad que Dios concede a Israel de ser, en medio de las naciones, el único pueblo a su servicio. Sólo Israel ha sido elegido como «reino para el Señor», es decir, para ser el ámbito en que Él reina y es reconocido como único Soberano. Este reconocimiento se manifiesta mediante el servicio que Israel entero tributa al Señor.
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La reconciliación por el sacrificio de Cristo
2ª. Lectura (Rm 5, 6-11)
Estos versículos enseñan que la medida del amor que Dios nos tiene se demuestra en la «reconciliación» que se operó mediante el sacrificio de la cruz, cuando Cristo, dando muerte en sí mismo a la enemistad, estableció la paz y nos reconcilió con Dios (cfr Ef 2,15 - 16). Si, cuando éramos pecadores, nos manifestó ese amor, cuánto más ahora, una vez reconciliados, podemos confiar en que nos salvará. La reconciliación en Cristo aparece, pues, con perfiles muy nítidos: no es que Dios estuviera enemistado con los hombres; éramos nosotros quienes estábamos enemistados con Dios por nuestros pecados; no era Dios el que debía cambiar de actitud, sino el hombre; sin embargo, ha sido Dios quien ha tomado la iniciativa por medio de la muerte de Cristo para que el hombre vuelva a la amistad con Él.
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La misión apostólica
Evangelio (Mt 9, 36 – 10,8)
El Concilio Vaticano II acude a este lugar para señalar el mensaje de caridad cristiana que ha de dar la Iglesia en todas partes: «La caridad cristiana se extiende a todos los hombres sin discriminación de raza, condición social o religión: no espera ninguna ganancia ni agradecimiento. Pues como Dios nos amó con amor gratuito, del mismo modo los fieles por su caridad han de ser solícitos en amar al hombre con el mismo sentido de amor con que Dios buscó al hombre. Y como Cristo recorría todas las ciudades y aldeas curando toda enfermedad y dolencia en señal de la llegada del Reino de Dios, así también la Iglesia por medio de sus hijos se une con los hombres de cualquier condición, sobre todo con los pobres y afligidos, y con gozo se gastará en atenderlos» (Ad Gentes, n. 12).
Tan esencial es la oración en la vida de la Iglesia, que Jesús llama a sus Doce Apóstoles después de haberles recomendado que rezaran para que el Señor enviara obreros a su mies (cfr Mt 9,38). Toda actividad apostólica de los cristianos debe ir, pues, precedida y acompañada de una intensa vida de oración, puesto que no se trata de una empresa meramente humana sino divina. El Señor inicia su Iglesia llamando a Doce hombres que van a ser como los doce patriarcas del Nuevo Pueblo de Dios que es su Iglesia. Este Nuevo Pueblo no se constituirá por una descendencia según la carne, sino por una descendencia espiritual. Sus nombres quedan aquí consignados. Su elección es gratuita: no se han distinguido por ser sabios, poderosos, importantes...; son hombres normales y corrientes que han respondido con fe a la gracia de la llamada de Jesús. Todos serán fieles al Señor, excepto Judas Iscariote. Incluso antes de que Jesús muera y resucite gloriosamente, les confiere esos poderes de arrojar los espíritus inmundos y curar enfermedades, como anticipo y preparación de la misión salvífica que les dará después.
Es entrañable saber los nombres de aquellos primeros. La Iglesia los venera con especial afecto y se siente orgullosa de ser continuadora —apostólica— de la misión sobrenatural que ellos iniciaron, y de ser fiel al testimonio que supieron dar de la doctrina de Cristo. No hay verdadera Iglesia sin la ininterrumpida sucesión apostólica y la continuada identificación con el espíritu que los Apóstoles supieron encarnar.
«Apóstol»: Significa enviado, porque Jesucristo los enviaba a predicar su Reino y su doctrina.
El Concilio Vaticano II, en la misma línea del Vaticano I, confiesa y declara que la Iglesia está constituida jerárquicamente: «El Señor Jesús después de orar al Padre, llamando hacia sí a los que quiso, constituyó ajos Doce para que estuvieran junto a Él y para enviarlos a predicar el Reino de Dios: y los instituyó Apóstoles, en forma de colegio o grupo estable, y al frente puso a Pedro a quien había escogido para esta misión. Los envió primero a los hijos de Israel y luego a todos los pueblos, Para que, como partícipes de su misma potestad, hicieran discípulos suyos a todos los pueblos, los santificaran y gobernaran, y así propagaran la Iglesia, y, siendo sus ministros, la apacentaran bajo la guía del Señor, todos los días hasta el fin de los siglos (Lumen gentium, n. 19).
San Mateo expone cómo Jesús, para llevar adelante en el futuro el Reino de Dios que inaugura, tiene el Propósito de fundar la Iglesia, y para ello elige, da poderes e instruye a los Doce Apóstoles que son el germen de su Iglesia.
De manera semejante a como en la elección de los Apóstoles Jesús muestra su voluntad de fundar la Iglesia, también manifiesta su propósito de formar a esos Apóstoles primeros, ya antes de su Muerte y Resurrección. De este modo Jesucristo empezó a poner los fundamentos de su Iglesia desde los comienzos de su ministerio público.
Todos necesitamos una formación doctrinal y apostólica para desempeñar nuestra vocación cristiana. La Iglesia tiene el deber de enseñar, y los fieles tenemos la obligación de hacer nuestra esa enseñanza. En consecuencia, cada cristiano debe aprovechar los medios de formación que la Iglesia le ofrece, en las circunstancias concretas en que Dios le ha puesto en la vida.
Según el plan de salvación establecido por Dios, al pueblo hebreo fueron hechas las promesas (a Abrahán y a los Patriarcas), conferida la Alianza, dada la Ley (Moisés) y enviados los Profetas. De este pueblo, según la carne, nacería el Mesías. Se comprende que a la casa de Israel deberían ser anunciados primero el Mesías y el Reino de Dios, antes que a los no judíos. Por ello, en este primer aprendizaje de misión apostólica, Jesús restringe el campo de su actividad a sólo los judíos, sin que tal circunstancia pueda significar un obstáculo al carácter universal de la misión de la Iglesia. En efecto, Jesús les mandaría más tarde: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes»; «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura». También los Apóstoles, en la primera expansión del Cristianismo, al evangelizar una ciudad en la que había alguna comunidad de judíos solían dirigirse a éstos en primer lugar.
Hasta entonces los Profetas habían anunciado al pueblo escogido los bienes mesiánicos, a veces en imágenes acomodadas a su mentalidad todavía poco madura espiritualmente. Ahora, Jesús envía a sus Apóstoles a anunciar que ese Reino de Dios prometido es inminente, poniendo de manifiesto sus aspectos espirituales. Los poderes mencionados son precisamente la señal anunciada por los Profetas acerca del Reino de Dios o reino mesiánico. Primariamente estos poderes mesiánicos los ejerce Jesucristo; ahora se los da a sus discípulos para mostrar que esa misión es divina.
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SAN JUAN CRISÓSTOMO – Homilía sobre el Evangelio de San Mateo XXXIII
Cristo, para enseñarnos que procedía por pura benignidad, no sólo no esperaba a que los enfermos fueran a él, sino que iba en busca de ellos y les hacía un doble beneficio: el del reino de los cielos y el de la curación de todo género de enfermedades. No desdeñaba ninguna ciudad, no pasaba de largo por ninguna aldea, iba por todos los sitios. Y no se contentaba con esto, sino que tomó otra providencia además. Pues dice el evangelista: Viendo a la muchedumbre, se enterneció de compasión por ella, porque estaban fatigados y decaídos, como ovejas sin pastor. Entonces dijo a los discípulos: La mies es mucha, pero pocos los obreros. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.
Considera de nuevo cuán ajeno está a la vanagloria. Para no atraerlos todos personalmente hacia sí, manda a sus discípulos. Pero no únicamente por eso, sino además para adiestrarlos, a fin de que, ejercitándose en Palestina, como en una palestra, se preparen de este modo para las luchas en todo el orbe. Y les propone ejercicios de más fuertes combates, todo en cuanto lo puede sobrellevar la virtud de ellos, para que con mayor facilidad puedan soportar las batallas que luego vendrán: los ejercita en el vuelo como a tiernas avecillas. Por de pronto los gradúa como médicos de las enfermedades corporales y les reserva para más tarde la curación de las almas, que es la principal.
Advierte en qué forma les hace ver ser esto cosa fácil y necesaria. ¿Qué les dice? La mies es mucha y los obreros pocos. Como si les dijera: mirad que no os envío a la siembra, sino a la cosecha. Como lo dijo en el evangelio de Juan: Otros lo trabajaron y vosotros os aprovechasteis de su trabajo. Les decía esto para reprimirles sus altos sentires e instruyéndolos al mismo tiempo para que tuvieran gran confianza y demostrándoles que ya había precedido el mayor trabajo. Advierte cómo empieza por la misericordia y con la esperanza de la recompensa. Pues dice: Se enterneció de compasión, porque estaban fatigados y decaídos, como ovejas sin pastor. Lo cual es una acusación contra los jefes de los judíos que siendo pastores se mostraban lobos. Pues no sólo no corregían a la plebe, sino que aun le estorbaban que adelantara en la virtud.
Admirándose, pues las turbas y exclamando: Jamás se vio tal en Israel, ellos, al contrario, exclamaban: Es por virtud del príncipe de los demonios como arroja los demonios. Pero ¿a quiénes llama aquí obreros? A los doce discípulos. ¿Acaso al decir los operarios son pocos, añadió algunos más? De ninguna manera, sino que envió a los doce. Entonces ¿por qué añade: Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies y no añade a ellos ninguno otro? Porque, siendo ellos doce en número, los multiplicó no aumentando el número, sino dándoles virtud y poder. Y luego, para demostrarles cuán grandes los hacía, añade: Rogad, pues, al dueño de la mies, con lo que deja entender que Él tiene potestad para enviar. Porque al decir: Rogad al dueño de la mies, al punto los ordena predicadores, ya haya acontecido que ellos nada le suplicaran o que inmediatamente se lo pidieran; y les recuerda las palabras del Bautista, o sea la era, el bieldo, la paja y el grano. Por donde se ve que es Él el agrícola, el Señor de la mies y aun de los profetas. Si los envía a la siega, claro está que no los envía a lo ajeno, sino a lo que El mismo sembró por mano de los profetas. Y no por sólo este capítulo les infundió confianza, al llamar a su ministerio una siega, sino con darles potestad para que ejerzan el dicho ministerio.
Y Jesús, habiendo llamado a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus impuros para arrojarlos y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Pero si aún no se les había dado el Espíritu Santo: Pues aún no se había dado el Espíritu Santo, dice Juan, porque Jesús aún no había sido glorificado, entonces ¿cómo arrojaban los espíritus? Bajo el precepto y potestad de Jesús. Considera la oportunidad de este apostolado. Porque no los envió allá a los principios, sino cuando ya lo habían seguido por un tiempo suficiente; y habían visto a un muerto resucitado, al mar aplacado, a los demonios arrojados, al paralítico sanado, los pecados perdonados, al leproso limpiado y suficientes argumentos de la potestad de Jesús así en obras como en palabras, y la habían constatado. Entonces finalmente los envió y no a empresas peligrosas, pues aún no había peligro en Palestina. Solamente había que luchar contra las calumnias.
Sin embargo, les predice peligros y contratiempos y con tiempo los prepara con el objeto de que sepan soportarlos, y con frecuentes predicciones los va disponiendo a la batalla. Luego al evangelista, pues nos había nombrado a dos apóstoles, Pedro y Juan, y luego nos había explicado la vocación de Mateo, pero nada nos había dicho acerca del nombre y vocación de los otros apóstoles, le pareció necesario poner aquí el catálogo de ellos con su número y nombres. Y dijo: Los nombres de los doce apóstoles son éstos: el primero Simón, llamado Pedro. Porque había otro Simón llamado el Cananeo; y también dos Judas, el Iscariote y el de Santiago; y dos Santiagos, el de Alfeo y el del Zebedeo.
Marcos los puso siguiendo su dignidad; porque en seguida de los dos corifeos, pone a Andrés. Mateo, por su parte, procede con otro orden. Más aún: a Tomás, que le era muy inferior, aquí lo antepone a sí mismo. Pero vamos recorriendo el catálogo desde el principio. El primero Simón llamado Pedro y Andrés su hermano. No es esta pequeña alabanza. Al uno lo alaba por su virtud; al otro, por sus bellas costumbres. Luego Santiago el del Zebedeo y su hermano Juan. ¿Ves cómo no los pone por orden de dignidad? Porque a mí me parece que Juan es superior no sólo a los otros, sino a su mismo hermano. Enseguida, tras de enumerar a Felipe y a Bartolomé, continuó: Tomás y Mateo el publicano. Lucas no sigue ese orden, sino el inverso, y pone a Mateo antes de Tomás. Y fuego sigue Santiago el de Alfeo, pues como ya dije había otro, hijo del Zebedeo. Y después de nombrar a Lebeo, llamado también Tadeo, y a Simón el Zelador, al que llama Cananeo, llega al traidor. Y lo llama así, no como enemigo o adversario, sino simplemente como historiador. No lo llama execrable, malvadísimo, sino que le pone de apellido el nombre de su patria: Judas Iscariote. Porque había el otro Judas, Lebeo, que se decía Tadeo, del que Lucas dice que era hijo de Santiago. Para distinguirlo de éste, Mateo dice: Judas Iscariote el que lo traicionó.
Y no se avergüenza de decir el que lo traicionó. Hasta este punto los evangelistas no omitieron lo que parecía vituperable. Advierte que el primero, corifeo y jefe, es un hombre ignorante y sin letras. Veamos, pues, a dónde y a quienes los envía Jesús. Porque dice: A éstos doce los envió Jesús. ¿A quiénes envía y de qué condición son? Pescadores, publicanos. Porque, cuatro eran pescadores y dos publicanos, es a saber Mateo y’ Santiago; y uno de los doce era traidor. Y ¿qué les dice? Al punto les da sus mandatos con estas palabras: No vayáis a los gentiles ni entréis en’ ciudad de samaritanos. Id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Como si les dijera: no penséis que, porque me llaman endemoniado calumniosamente y me querellan, yo los odio y aborrezco. He procurado corregirlos, a ellos los primeros; y ahora a vosotros, apartándoos a un lado de todos los demás, os envío a ellos como médicos y maestros. Y no sólo os prohíbo que a otros prediquéis antes que a ellos, pero incluso que toméis un camino que os desvíe a otra parte; de modo que ni debéis entrar en ciudades de los samaritanos.
Porque los samaritanos eran enemigos de los judíos; y sin embargo era allá más fácil la predicación, pues se presentaban mucho mejor dispuestos para recibirla; mientras que los judíos se mostraban más duros. Sin embargo, los envía a lo más difícil, manifestando así la providencia que tiene de ellos y cerrando la boca de los judíos y preparando el camino para la predicación apostólica; a fin de que no los acusaran de nuevo de haber entrado a los incircuncisos y tuvieran así un motivo justo para rehuirlos y aborrecerlos. Y llama a los judíos ovejas perdidas de la casa de Israel, y no ovejas que han emprendido la fuga; siempre pensando en escogerles un modo de que alcancen perdón. Y trata de atraerlos y dice: Y en vuestro camino predicad diciendo: El reino de Dios se acerca.
¿Ves la alteza del ministerio? ¿ves la dignidad de los apóstoles? No se les ordena predicar acerca de las cosas sensibles para nada, ni al modo de Moisés y los profetas anteriores, sino cosas nuevas e inesperadas. Porque aquéllos no predicaban esto sino bienes de la tierra y de acá abajo, mientras que éstos predican el reino de los cielos y todo lo que en él hay. Pero no únicamente por esto les son superiores, sino además por la obediencia. Porque no rehúsan el ministerio ni dudan, como los antiguos; sino que, aun cuando se les anuncian peligros y guerras y males intolerables, emprenden lo mandado con alta obediencia, como pregoneros del reino.
Dirás: ¿por qué son admirables en que al punto obedecieran, no habiendo de predicar nada duro ni áspero? ¿qué dices? ¿qué no se les mandó predicar nada duró? Pero ¿no oyes al Maestro que les decía cómo poco después les sobrevendrían cárceles, destierros, combate de sus congéneres, aborrecimiento de todos? Porque los envía como pregoneros para llevar a los demás infinitos bienes; pero a ellos les anuncia y predice que sufrirán males intolerables. Y luego para mediante la fe confirmarlos más aún, les dice: Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad los demonios: gratis lo recibisteis, dadlo gratis. Observa el cuidado que tiene de las costumbres lo mismo que de los milagros, demostrando que los milagros sin las buenas costumbres, nada son. Y para que no los invada la soberbia les dice: Gratis lo habéis recibido, dadlo gratis. Provee además que huyan del amor al dinero. Por otra parte, para que no creyeran que tan grandes obras nacían de su virtud, y no se ensoberbecieran por el poder de hacer milagros, les advierte: Gratis lo recibisteis, gratis dadlo. Nada vuestro dais a quienes os reciben, pues no lo habéis recibido como recompensa de vuestros trabajos, sino que es don mío. Dadlo, pues, vosotros de la misma manera, ya que es imposible a tales dones hallarles precio que digno sea.
Y al punto, atacando la raíz misma de los males, añade No llevéis oro ni plata ni bronce en vuestros cintos, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias ni bastón. No les dijo: No llevéis con vosotros, sino que, aun cuando por otros lados podáis recibir, huid de semejante enfermedad malvada. Con este mandato muchos bienes conseguía. Desde luego que no sospechen de los discípulos. En segundo lugar, a éstos les quita toda solicitud, de manera que puedan darse a la predicación totalmente. En tercer lugar, les enseña cuánto sea el poder de Él. Por esto último les dijo después: ¿Os faltó acaso algo cuando os envié desnudos y sin calzado? Y no les da este mandato al principio, sino después de haberles dicho: Limpiad a los leprosos, arrojad los demonios. Hasta entonces les pone el mandato: No llevéis con vosotros; y luego añadió: Gratis lo recibisteis, dadlo gratis. Les da, pues, les que conviene para la empresa y lo que es para ellos decoroso y lo que sí es posible.
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FRANCISCO – Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones 2014
Vocaciones, testimonio de la verdad
Queridos hermanos y hermanas:
1. El Evangelio relata que «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas… Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas “como ovejas que no tienen pastor”. Entonces dice a sus discípulos: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”» (Mt 9,35-38). Estas palabras nos sorprenden, porque todos sabemos que primero es necesario arar, sembrar y cultivar para poder luego, a su debido tiempo, cosechar una mies abundante. Jesús, en cambio, afirma que «la mies es abundante». ¿Pero quién ha trabajado para que el resultado fuese así? La respuesta es una sola: Dios. Evidentemente el campo del cual habla Jesús es la humanidad, somos nosotros. Y la acción eficaz que es causa del «mucho fruto» es la gracia de Dios, la comunión con él (cf. Jn 15,5). Por tanto, la oración que Jesús pide a la Iglesia se refiere a la petición de incrementar el número de quienes están al servicio de su Reino. San Pablo, que fue uno de estos «colaboradores de Dios», se prodigó incansablemente por la causa del Evangelio y de la Iglesia. Con la conciencia de quien ha experimentado personalmente hasta qué punto es inescrutable la voluntad salvífica de Dios, y que la iniciativa de la gracia es el origen de toda vocación, el Apóstol recuerda a los cristianos de Corinto: «Vosotros sois campo de Dios» (1 Co 3,9). Así, primero nace dentro de nuestro corazón el asombro por una mies abundante que sólo Dios puede dar; luego, la gratitud por un amor que siempre nos precede; por último, la adoración por la obra que él ha hecho y que requiere nuestro libre compromiso de actuar con él y por él.
2. Muchas veces hemos rezado con las palabras del salmista: «Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (Sal 100,3); o también: «El Señor se escogió a Jacob, a Israel en posesión suya» (Sal 135,4). Pues bien, nosotros somos «propiedad» de Dios no en el sentido de la posesión que hace esclavos, sino de un vínculo fuerte que nos une a Dios y entre nosotros, según un pacto de alianza que permanece eternamente «porque su amor es para siempre» (cf. Sal 136). En el relato de la vocación del profeta Jeremías, por ejemplo, Dios recuerda que él vela continuamente sobre cada uno para que se cumpla su Palabra en nosotros. La imagen elegida es la rama de almendro, el primero en florecer, anunciando el renacer de la vida en primavera (cf. Jr 1,11-12). Todo procede de él y es don suyo: el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, pero ―asegura el Apóstol― «vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios» (1 Co 3,23). He aquí explicado el modo de pertenecer a Dios: a través de la relación única y personal con Jesús, que nos confirió el Bautismo desde el inicio de nuestro nacimiento a la vida nueva. Es Cristo, por lo tanto, quien continuamente nos interpela con su Palabra para que confiemos en él, amándole «con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser» (Mc 12,33). Por eso, toda vocación, no obstante la pluralidad de los caminos, requiere siempre un éxodo de sí mismos para centrar la propia existencia en Cristo y en su Evangelio. Tanto en la vida conyugal, como en las formas de consagración religiosa y en la vida sacerdotal, es necesario superar los modos de pensar y de actuar no concordes con la voluntad de Dios. Es un «éxodo que nos conduce a un camino de adoración al Señor y de servicio a él en los hermanos y hermanas» (Discurso a la Unión internacional de superioras generales, 8 de mayo de 2013). Por eso, todos estamos llamados a adorar a Cristo en nuestro corazón (cf. 1 P 3,15) para dejarnos alcanzar por el impulso de la gracia que anida en la semilla de la Palabra, que debe crecer en nosotros y transformarse en servicio concreto al prójimo. No debemos tener miedo: Dios sigue con pasión y maestría la obra fruto de sus manos en cada etapa de la vida. Jamás nos abandona. Le interesa que se cumpla su proyecto en nosotros, pero quiere conseguirlo con nuestro asentimiento y nuestra colaboración.
3. También hoy Jesús vive y camina en nuestras realidades de la vida ordinaria para acercarse a todos, comenzando por los últimos, y curarnos de nuestros males y enfermedades. Me dirijo ahora a aquellos que están bien dispuestos a ponerse a la escucha de la voz de Cristo que resuena en la Iglesia, para comprender cuál es la propia vocación. Os invito a escuchar y seguir a Jesús, a dejaros transformar interiormente por sus palabras que «son espíritu y vida» (Jn 6,63). María, Madre de Jesús y nuestra, nos repite también a nosotros: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Os hará bien participar con confianza en un camino comunitario que sepa despertar en vosotros y en torno a vosotros las mejores energías. La vocación es un fruto que madura en el campo bien cultivado del amor recíproco que se hace servicio mutuo, en el contexto de una auténtica vida eclesial. Ninguna vocación nace por sí misma o vive por sí misma. La vocación surge del corazón de Dios y brota en la tierra buena del pueblo fiel, en la experiencia del amor fraterno. ¿Acaso no dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35)?
4. Queridos hermanos y hermanas, vivir este «“alto grado” de la vida cristiana ordinaria» (cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 31), significa algunas veces ir a contracorriente, y comporta también encontrarse con obstáculos, fuera y dentro de nosotros. Jesús mismo nos advierte: La buena semilla de la Palabra de Dios a menudo es robada por el Maligno, bloqueada por las tribulaciones, ahogada por preocupaciones y seducciones mundanas (cf. Mt 13,19-22). Todas estas dificultades podrían desalentarnos, replegándonos por sendas aparentemente más cómodas. Pero la verdadera alegría de los llamados consiste en creer y experimentar que él, el Señor, es fiel, y con él podemos caminar, ser discípulos y testigos del amor de Dios, abrir el corazón a grandes ideales, a cosas grandes. «Los cristianos no hemos sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Id siempre más allá, hacia las cosas grandes. Poned en juego vuestra vida por los grandes ideales» (Homilía en la misa para los confirmandos, 28 de abril de 2013). A vosotros obispos, sacerdotes, religiosos, comunidades y familias cristianas os pido que orientéis la pastoral vocacional en esta dirección, acompañando a los jóvenes por itinerarios de santidad que, al ser personales, «exigen una auténtica pedagogía de la santidad, capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe integrar las riquezas de la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 31).
Dispongamos por tanto nuestro corazón a ser «terreno bueno» para escuchar, acoger y vivir la Palabra y dar así fruto. Cuanto más nos unamos a Jesús con la oración, la Sagrada Escritura, la Eucaristía, los Sacramentos celebrados y vividos en la Iglesia, con la fraternidad vivida, tanto más crecerá en nosotros la alegría de colaborar con Dios al servicio del Reino de misericordia y de verdad, de justicia y de paz. Y la cosecha será abundante y en la medida de la gracia que sabremos acoger con docilidad en nosotros. Con este deseo, y pidiéndoos que recéis por mí, imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.
Vaticano, 15 de Enero de 2014
Franciscus
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BENEDICTO XVI - Homilía 2008
Nuestro primer deber para sanar a este mundo es ser santos
Queridos hermanos y hermanas:
En el centro de mi visita a Brindisi celebramos, en el día del Señor, el misterio que es fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia. Celebramos a Cristo en la Eucaristía, el mayor don que ha brotado de su Corazón divino y humano, el Pan de vida partido y compartido, para que lleguemos a ser uno con él y entre nosotros.
Los textos bíblicos que hemos escuchado en este undécimo domingo del tiempo ordinario nos ayudan a comprender la realidad de la Iglesia: la primera lectura (cf. Ex 19, 2-6) evoca la alianza establecida en el monte Sinaí durante el éxodo de Egipto; el pasaje evangélico (cf. Mt 9, 36-10, 8) recoge la llamada y la misión de los doce Apóstoles. Aquí se nos presenta la “constitución” de la Iglesia. ¿Cómo no percibir la invitación implícita que se dirige a cada comunidad a renovarse en su vocación y en su impulso misionero?
En la primera lectura, el autor sagrado narra el pacto de Dios con Moisés y con Israel en el Sinaí. Es una de las grandes etapas de la historia de la salvación, uno de los momentos que trascienden la historia misma, en los que el confín entre Antiguo y Nuevo Testamento desaparece y se manifiesta el plan perenne del Dios de la alianza: el plan de salvar a todos los hombres mediante la santificación de un pueblo, al que Dios propone convertirse en “su propiedad personal entre todos los pueblos” (Ex 19, 5).
En esta perspectiva el pueblo está llamado a ser una “nación santa”, no sólo en sentido moral, sino antes aún y sobre todo en su misma realidad ontológica, en su ser de pueblo. Ya en el Antiguo Testamento, a través de los acontecimientos salvíficos, se fue manifestando poco a poco cómo se debía entender la identidad de este pueblo; y luego se reveló plenamente con la venida de Jesucristo.
El pasaje evangélico de hoy nos presenta un momento decisivo de esa revelación. Cuando Jesús llamó a los Doce, quería referirse simbólicamente a las tribus de Israel, que se remontan a los doce hijos de Jacob. Por eso, al poner en el centro de su nueva comunidad a los Doce, dio a entender que vino a cumplir el plan del Padre celestial, aunque solamente en Pentecostés aparecerá el rostro nuevo de la Iglesia: cuando los Doce, “llenos del Espíritu Santo” (Hch 2, 3-4), proclamarán el Evangelio hablando en todas las lenguas. Entonces se manifestará la Iglesia universal, reunida en un solo Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo resucitado, y al mismo tiempo enviada por él a todas las naciones, hasta los últimos confines de la tierra (cf. Mt 28, 20).
El estilo de Jesús es inconfundible: es el estilo característico de Dios, que suele realizar las cosas más grandes de modo pobre y humilde. Frente a la solemnidad de los relatos de alianza del libro del Éxodo, en los Evangelios se encuentran gestos humildes y discretos, pero que contienen una gran fuerza de renovación. Es la lógica del reino de Dios, representada —no casualmente— por la pequeña semilla que se transforma en un gran árbol (cf. Mt 13, 31-32). El pacto del Sinaí estuvo acompañado de señales cósmicas que aterraban a los israelitas; en cambio, los inicios de la Iglesia en Galilea carecen de esas manifestaciones, reflejan la mansedumbre y la compasión del corazón de Cristo, pero anuncian otra lucha, otra convulsión, la que suscitan las potencias del mal.
Como hemos escuchado, a los Doce “les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia” (Mt 10, 1). Los Doce deberán cooperar con Jesús en la instauración del reino de Dios, es decir, en su señorío benéfico, portador de vida, y de vida en abundancia, para la humanidad entera. En definitiva, la Iglesia, como Cristo y juntamente con él, está llamada y ha sido enviada a instaurar el Reino de vida y a destruir el dominio de la muerte, para que triunfe en el mundo la vida de Dios, para que triunfe Dios, que es Amor.
Esta obra de Cristo siempre es silenciosa; no es espectacular. Precisamente en la humildad de ser Iglesia, de vivir cada día el Evangelio, crece el gran árbol de la vida verdadera. Con estos inicios humildes, el Señor nos anima para que, también en la humildad de la Iglesia de hoy, en la pobreza de nuestra vida cristiana, podamos ver su presencia y tener así la valentía de salir a su encuentro y de hacer presente en esta tierra su amor, que es una fuerza de paz y de vida verdadera.
Así pues, el plan de Dios consiste en difundir en la humanidad y en todo el cosmos su amor, fuente de vida. No es un proceso espectacular; es un proceso humilde, pero que entraña la verdadera fuerza del futuro y de la historia. Por consiguiente, es un proyecto que el Señor quiere realizar respetando nuestra libertad, porque el amor, por su propia naturaleza, no se puede imponer. Por tanto, la Iglesia es, en Cristo, el espacio de acogida y de mediación del amor de Dios. Desde esta perspectiva se ve claramente cómo la santidad y el carácter misionero de la Iglesia constituyen dos caras de la misma medalla: sólo en cuanto santa, es decir, en cuanto llena del amor divino, la Iglesia puede cumplir su misión; y precisamente en función de esa tarea Dios la eligió y santificó como su propiedad personal.
Por tanto, nuestro primer deber, precisamente para sanar a este mundo, es ser santos, conformes a Dios. De este modo obra en nosotros una fuerza santificadora y transformadora que actúa también sobre los demás, sobre la historia. En el binomio “santidad-misión” —la santidad siempre es fuerza que transforma a los demás— se está centrando vuestra comunidad eclesial, queridos hermanos y hermanas, durante este tiempo del Sínodo diocesano.
Al respecto, es útil tener presente que los doce Apóstoles no eran hombres perfectos, elegidos por su vida moral y religiosa irreprensible. Ciertamente, eran creyentes, llenos de entusiasmo y de celo, pero al mismo tiempo estaban marcados por sus límites humanos, a veces incluso graves. Así pues, Jesús no los llamó por ser ya santos, completos, perfectos, sino para que lo fueran, para que se transformaran a fin de transformar así la historia. Lo mismo sucede con nosotros y con todos los cristianos.
En la segunda lectura hemos escuchado la síntesis del apóstol san Pablo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8). La Iglesia es la comunidad de los pecadores que creen en el amor de Dios y se dejan transformar por él; así llegan a ser santos y santifican el mundo.
El pasaje evangélico de hoy nos sugiere el estilo de la misión, es decir, la actitud interior que se traduce en vida real. No puede menos de ser el estilo de Jesús: el estilo de la “compasión”. El evangelista lo pone de relieve atrayendo la atención hacia el modo como Cristo mira a la muchedumbre: “Al verla, sintió compasión de ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor” (Mt 9, 36). Y, después de la llamada de los Doce, vuelve esta actitud en el mandato que les da de dirigirse “a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 10, 6).
En esas expresiones se refleja el amor de Cristo por los hombres, especialmente por los pequeños y los pobres. La compasión cristiana no tiene nada que ver con el pietismo, con el asistencialismo. Más bien, es sinónimo de solidaridad, de compartir, y está animada por la esperanza. ¿No nacen de la esperanza las palabras que Jesús dice a los Apóstoles: “Id proclamando que el reino de los cielos está cerca”? (Mt 10, 7). Esta esperanza se funda en la venida de Cristo y, en definitiva, coincide con su Persona y con su misterio de salvación —donde está él está el reino de Dios, está la novedad del mundo—, como lo recordaba bien en su título la cuarta Asamblea eclesial italiana, celebrada en Verona: Cristo resucitado es la “esperanza del mundo”.
El Espíritu que actuaba en Cristo y en los Doce es el mismo que actúa en vosotros y que os permite realizar entre vuestra gente, en este territorio, los signos del reino de amor, de justicia y de paz que viene, más aún, que ya está en el mundo.
Pero, por la gracia del Bautismo y de la Confirmación, todos los miembros del pueblo de Dios participan, de maneras diversas, en la misión de Jesús. Pienso en las personas consagradas, que han hecho los votos de pobreza, virginidad y obediencia; pienso en los cónyuges cristianos y en vosotros, fieles laicos, comprometidos en la comunidad eclesial y en la sociedad tanto de forma individual como en asociaciones. Queridos hermanos y hermanas, todos sois destinatarios del deseo de Jesús de multiplicar los obreros de la mies del Señor (cf. Mt 9, 38).
Este deseo, que debe convertirse en oración, nos lleva a pensar, en primer lugar, en los seminaristas; nos hace considerar que la Iglesia es, en sentido amplio, un gran “seminario”, comenzando por la familia, hasta las comunidades parroquiales, las asociaciones y los movimientos de compromiso apostólico. Todos, en la variedad de los carismas y de los ministerios, estamos llamados a trabajar en la viña del Señor.
Os encomiendo a todos a la protección de la Virgen María, Madre de la esperanza y Estrella de la evangelización. Que os ayude la Virgen santísima a permanecer en el amor de Cristo, para que podáis dar frutos abundantes para gloria de Dios Padre y para la salvación del mundo. Amén.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La Iglesia preparada por el pueblo en el Antiguo Testamento
551. Desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió unos hombres en número de doce para estar con Él y participar en su misión (cf. Mc 3, 13-19); les hizo partícipes de su autoridad “y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar” (Lc 9, 2). Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia:
«Yo, por mi parte, dispongo el Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22, 29-30).
761. La reunión del pueblo de Dios comienza en el instante en que el pecado destruye la comunión de los hombres con Dios y la de los hombres entre sí. La reunión de la Iglesia es por así decirlo la reacción de Dios al caos provocado por el pecado. Esta reunificación se realiza secretamente en el seno de todos los pueblos: “En cualquier nación el que le teme [a Dios] y practica la justicia le es grato” (Hch 10, 35; cf LG 9; 13; 16).
762. La preparación lejana de la reunión del pueblo de Dios comienza con la vocación de Abraham, a quien Dios promete que llegará a ser padre de un gran pueblo (cf Gn 12, 2; 15, 5-6). La preparación inmediata comienza con la elección de Israel como pueblo de Dios (cf Ex 19, 5-6; Dt 7, 6). Por su elección, Israel debe ser el signo de la reunión futura de todas las naciones (cf Is 2, 2-5; Mi 4, 1-4). Pero ya los profetas acusan a Israel de haber roto la alianza y haberse comportado como una prostituta (cf Os 1; Is 1, 2-4; Jr 2; etc.). Anuncian, pues, una Alianza nueva y eterna (cf. Jr 31, 31-34; Is 55, 3). “Jesús instituyó esta nueva alianza” (LG 9).
La Iglesia, instituida por Cristo Jesús
763. Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ese es el motivo de su “misión” (cf. LG 3; AG 3). “El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras” (LG 5). Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo “presente ya en misterio” (LG 3).
764. “Este Reino se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo” (LG 5). Acoger la palabra de Jesús es acoger “el Reino” (ibíd.). El germen y el comienzo del Reino son el “pequeño rebaño” (Lc 12, 32) de los que Jesús ha venido a convocar en torno suyo y de los que él mismo es el pastor (cf. Mt 10, 16; 26, 31; Jn 10, 1-21). Constituyen la verdadera familia de Jesús (cf. Mt 12, 49). A los que reunió así en torno suyo, les enseñó no sólo una nueva “manera de obrar”, sino también una oración propia (cf. Mt 5-6).
765. El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza (cf. Mc 3, 14-15); puesto que representan a las doce tribus de Israel (cf. Mt 19, 28; Lc 22, 30), ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén (cf. Ap 21, 12-14). Los Doce (cf. Mc 6, 7) y los otros discípulos (cf. Lc 10,1-2) participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte (cf. Mt 10, 25; Jn 15, 20). Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia.
766. Pero la Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación, anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la cruz. “El agua y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son signo de este comienzo y crecimiento” (LG 3). “Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia” (SC 5). Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la cruz (cf. San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam, 2, 85-89).
La Iglesia: un pueblo sacerdotal, profético y real
783. Jesucristo es Aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido “Sacerdote, Profeta y Rey”. Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas (cf. RH 18-21).
784. Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo: en su vocación sacerdotal: «Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo “un reino de sacerdotes para Dios, su Padre”. Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo» (LG 10).
785. “El pueblo santo de Dios participa también del carácter profético de Cristo”. Lo es sobre todo por el sentido sobrenatural de la fe que es el de todo el pueblo, laicos y jerarquía, cuando “se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre” (LG 12) y profundiza en su comprensión y se hace testigo de Cristo en medio de este mundo.
786. El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección (cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo “venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28). Para el cristiano, “servir a Cristo es reinar” (LG 36), particularmente “en los pobres y en los que sufren” donde descubre “la imagen de su Fundador pobre y sufriente” (LG 8). El pueblo de Dios realiza su “dignidad regia” viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.
«La señal de la cruz hace reyes a todos los regenerados en Cristo, y la unción del Espíritu Santo los consagra sacerdotes; y así, además de este especial servicio de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y perfectos debe saber que son partícipes del linaje regio y del oficio sacerdotal. ¿Qué hay más regio que un espíritu que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? ¿Y qué hay más sacerdotal que ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas víctimas de nuestra piedad en el altar del corazón?» (San León Magno, Sermo 4, 1).
La misión apostólica de la Iglesia
849. El mandato misionero. «La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser “sacramento universal de salvación”, por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres» (AG 1): “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20)
850. El origen la finalidad de la misión. El mandato misionero del Señor tiene su fuente última en el amor eterno de la Santísima Trinidad: “La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre” (AG 2). El fin último de la misión no es otro que hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su Espíritu de amor (cf RM 23).
851. El motivo de la misión. Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado en todo tiempo la obligación y la fuerza de su impulso misionero: “porque el amor de Cristo nos apremia...” (2 Co 5, 14; cf AA 6; RM 11). En efecto, “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2, 4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera.
852. Los caminos de la misión. “El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial” (RM 21). Él es quien conduce la Iglesia por los caminos de la misión. Ella continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres; “impulsada por el Espíritu Santo, debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo: esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección” (AG 5). Es así como la “sangre de los mártires es semilla de cristianos” (Tertuliano, Apologeticum, 50, 13).
853. Pero en su peregrinación, la Iglesia experimenta también “hasta qué punto distan entre sí el mensaje que ella proclama y la debilidad humana de aquellos a quienes se confía el Evangelio” (GS 43, 6). Sólo avanzando por el camino “de la conversión y la renovación” (LG 8; cf . ibíd.,15) y “por el estrecho sendero de la cruz” (AG 1) es como el Pueblo de Dios puede extender el reino de Cristo (cf RM 12-20). En efecto, “como Cristo realizó la obra de la redención en la pobreza y en la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación” (LG 8).
854. Por su propia misión, “la Iglesia [...] avanza junto con toda la humanidad y experimenta la misma suerte terrena del mundo, y existe como fermento y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios” (GS 40, 2). El esfuerzo misionero exige entonces la paciencia. Comienza con el anuncio del Evangelio a los pueblos y a los grupos que aún no creen en Cristo (cf. RM 42-47), continúa con el establecimiento de comunidades cristianas, “signo de la presencia de Dios en el mundo” (AG 15), y en la fundación de Iglesias locales (cf RM 48-49); se implica en un proceso de inculturación para así encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos (cf RM 52-54); en este proceso no faltarán también los fracasos. “En cuanto se refiere a los hombres, grupos y pueblos, solamente de forma gradual los toca y los penetra y de este modo los incorpora a la plenitud católica” (AG 6).
855. La misión de la Iglesia reclama el esfuerzo hacia la unidad de los cristianos (cf RM 50). En efecto, “las divisiones entre los cristianos son un obstáculo para que la Iglesia lleve a cabo la plenitud de la catolicidad que le es propia en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Incluso se hace más difícil para la propia Iglesia expresar la plenitud de la catolicidad bajo todos los aspectos en la realidad misma de la vida” (UR 4).
856. La tarea misionera implica un diálogo respetuoso con los que todavía no aceptan el Evangelio (cf RM 55). Los creyentes pueden sacar provecho para sí mismos de este diálogo aprendiendo a conocer mejor “cuanto [...] de verdad y de gracia se encontraba ya entre las naciones, como por una casi secreta presencia de Dios” (AG 9). Si ellos anuncian la Buena Nueva a los que la desconocen, es para consolidar, completar y elevar la verdad y el bien que Dios ha repartido entre los hombres y los pueblos, y para purificarlos del error y del mal “para gloria de Dios, confusión del diablo y felicidad del hombre” (AG 9).
IV La Iglesia es apostólica
857. La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:
— fue y permanece edificada sobre “el fundamento de los Apóstoles” (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf. Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.).
— guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf. Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14).
— sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, “al que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia” (AG 5):
«Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (Prefacio de los Apóstoles I: Misal Romano).
La misión de los Apóstoles
858. Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, “llamó a los que él quiso [...] y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus “enviados” [es lo que significa la palabra griega apóstoloi]. En ellos continúa su propia misión: “Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20, 21; cf. Jn 13, 20; 17, 18). Por tanto, su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe”, dice a los Doce (Mt 10, 40; cf, Lc 10, 16).
859. Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como “el Hijo no puede hacer nada por su cuenta” (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él (cf. Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los Apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como “ministros de una nueva alianza” (2 Co 3, 6), “ministros de Dios” (2 Co 6, 4), “embajadores de Cristo” (2 Co 5, 20), “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Co 4, 1).
860. En el encargo dado a los Apóstoles hay un aspecto intransmisible: ser los testigos elegidos de la Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia. Pero hay también un aspecto permanente de su misión. Cristo les ha prometido permanecer con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20). “Esta misión divina confiada por Cristo a los Apóstoles tiene que durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que tienen que transmitir es el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los Apóstoles se preocuparon de instituir [...] sucesores” (LG 20).
Los obispos sucesores de los Apóstoles
861. “Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, [los Apóstoles] encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio” (LG 20; cf. San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios, 42, 4).
862. “Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que debía ser transmitido a sus sucesores, de la misma manera permanece el ministerio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser ejercido perennemente por el orden sagrado de los obispos”. Por eso, la Iglesia enseña que “por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió” (LG 20).
El apostolado
863. Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los Apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es “enviada” al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. “La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado”. Se llama “apostolado” a “toda la actividad del Cuerpo Místico” que tiende a “propagar el Reino de Cristo por toda la tierra” (AA 2).
864. “Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia”, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo (AA 4; cf. Jn 15, 5). Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, “siempre es como el alma de todo apostolado” (AA 3).
865. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos “el Reino de los cielos”, “el Reino de Dios” (cf. Ap 19, 6), que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por él, hechos en él “santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor” (Ef 1, 4), serán reunidos como el único Pueblo de Dios, “la Esposa del Cordero” (Ap 21, 9), “la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios” (Ap 21, 10-11); y “la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles del Cordero” (Ap 21, 14).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Viendo a la muchedumbre sintió compasión
Si quisiésemos resumir con una frase el extracto o jugo del Evangelio de hoy debiéramos decir (parafraseando una frase célebre de Cristo): «La Iglesia es para el hombre y no el hombre para la Iglesia». Las palabras, que Jesús pronuncia, y los gestos, que realiza en esta página del Evangelio, nos ayudan desde el primero al último a entender por qué existe la Iglesia, por qué existen los apóstoles y sus sucesores, en suma, cuál debe ser «el alma de todo apostolado».
El fragmento se inicia así:
«Al ver Jesús a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”».
La compasión de Cristo es la sustancia, el corazón o el núcleo profundo del Evangelio, la fuente escondida de la que surge la obra de la redención, el sentimiento que mejor revela «la bondad misericordiosa de nuestro Dios» (Lucas 1, 78) Y «su amor para todos los hombres» (Tito 3,4). El verbo usado en el original texto original griego es bastante real: significa sentirse trastornar las vísceras, probar como un zambullido en el corazón. La palabra (aparte del uso en algunas parábolas) hace referencia sólo a propósito de Cristo. Él prueba este tipo de compasión ante los enfermos (Mateo 14, 14), los ciegos (Mateo 20, 34), los leprosos (Marcos 1,14), el gentío hambriento (Mateo 15,32), los oprimidos por los demonios (Marcos 9, 22), el sufrimiento de la viuda de Naín (Lucas 7,32), la muerte de Lázaro (Juan 11,33); esto es, ante todo tipo de miseria y de sufrimiento. Todos los cuatro evangelistas, como se ve, ponen de relieve este aspecto en la persona de Cristo.
Jesús no busca esconder su compasión; no tiene miedo de dejarse ver llorar en público (él, el maestro, el profeta, el taumaturgo). En sí misma, esta compasión es el mejor regalo que se le puede hacer a quien está delante con su dolor y su pena; mucho más elocuente que no todas las palabras y discursos. Significa que su dolor nos ha unido en lo íntimo, no nos ha dejado indiferentes. Esconder por principio la propia compasión puede ser hasta un error o una injuria, que se le hace al hermano, al privarle de algo que le pertenece desde el momento en que su dolor es lo que la ha suscitado.
Lo siguiente del fragmento evangélico nos muestra cómo es la compasión de Cristo: lo opuesto a una compasión estéril, que se detiene en el plano de los sentimientos y de las palabras sin descender a los hechos. Si uno lee directamente en la Biblia las palabras citadas podría ser llevado al engaño sobre este punto. Con ellas termina el capítulo noveno del Evangelio de Mateo; se podría, por lo tanto, pensar que la compasión de Jesús en aquel día terminó allí con la invitación a rogar al dueño de la mies, que mande operarios a su mies. Por el contrario, no es así y la liturgia ha hecho bien en unir aquellas palabras en un único fragmento, no con aquello que le precede en el mismo capítulo, sino con lo que le sigue en el capítulo siguiente. (La perícopa está formada por el final del capítulo noveno de Mateo y el comienzo del capítulo décimo). Esto, en efecto, nos permite ver cómo se traduce en la práctica la compasión de Cristo, qué nació de ella, frente a las muchedumbres. ¡Nació la Iglesia!
«Y llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia».
Sigue la lista de los doce apóstoles y su envío en misión:
«Éstos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el Alteo, y Tadeo; Simón el Celote, y Judas Iscariote, el que lo entregó. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: “No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel”».
El número doce claramente es debido al hecho de que doce eran las tribus de Israel. Con lo cual Jesús revela su intención de dar comienzo a la Iglesia modelando el nuevo Israel sobre el antiguo, la nueva alianza sobre la antigua, de la que es cumplimiento. La prohibición de ir a los paganos y a los samaritanos es una prohibición temporal. Él mismo durante su vida ha extendido el propio ministerio a los paganos y a los samaritanos (la mujer samaritana, la Cananea, el centurión romano) y, antes de subir al cielo, dirá a sus discípulos que vayan «por todo el mundo a predicar el Evangelio a toda criatura» (cfr. Mateo 28,19; Marcos 16, 15-16; Lucas 24, 47). La razón de la prohibición estaba en que el ofrecimiento de entrar en el Reino estaba dirigido ante todo a Israel y de él había de extenderse a los paganos. Los apóstoles, más que todo, no estaban preparados para ir a los paganos; debían antes pasar por Pentecostés y superar no pocas resistencias.
En el Evangelio de hoy Jesús revela que no ha venido a la tierra sólo para hacer el bien a los que habría encontrado durante su breve existencia en la vida terrena sino para fundar una comunidad, que habría perpetuado su obra en el tiempo y se prorrogaría en el espacio. La elección de los colaboradores estables, oficialmente designados (éste es el significado del término «apóstoles»), está hecha para indicar precisamente esto. Aquel día Jesús se decidió e inauguró la futura estructura de su Iglesia. Ésta tendría una jerarquía, un gobierno, esto es, hombres por él «llamados» y «enviados» para continuar su obra. Es por esto, por la que la Iglesia es definida como «una, santa, católica y apostólica»: porque está fundada sobre los apóstoles. Cada «privilegio» del clero y cada discriminación real en el seno de la comunidad están, sin embargo, excluidos de partida con aquel «gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mateo 10,8), que escucharemos tal como concluye el relato de la elección de los apóstoles. Quien tiene más en el plano espiritual y en el plano humano no es para gozárselo y someter a los demás sino para compartido y servir.
Es importante conocer por qué envía a los apóstoles, con qué consigna y para qué fin; de ello se descubrirá cuál es la naturaleza de la Iglesia y su deber o papel en el mundo:
«Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis».
Aquí se ve cómo la Iglesia es para el hombre y no el hombre para la Iglesia. Al final, dejará de existir la Iglesia (al menos, en la forma actual de estructura de salvación), pero, permanecerá el hombre. Ella existe para la salvación de todo el hombre, alma y cuerpo. Si la predicación del Reino es para la salvación del alma y para la vida eterna, la curación de los enfermos y la liberación de los oprimidos revela asimismo la atención a las necesidades de esta vida. Cuando Juan Pablo II, en la encíclica sobre Cristo Redentor del hombre (Redemptor hominis), afirma que «el hombre es la vida de la Iglesia» viene a decir precisamente esto.
De todo lo cual se deducen algunas consecuencias prácticas. Debemos sentir a la Iglesia como «nuestra», como un don o regalo de Cristo, como la encarnación de su compasión para con el hombre, no como algo extraño, una «super-estructura», de la que se puede pasar voluntariamente. Lo que les tiene lejos de la Iglesia como institución a muchas personas son, en general, los defectos, las incoherencias y los errores pasados o presentes de sus dirigentes: la inquisición, los procesos, el mal uso del poder y del dinero, los escándalos en el plano moral. Pero, con esto no se hace más que recordar una verdad, que se da por descontada: que «todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Hebreos 5, 1) Y está sujeto a las tentaciones y a las debilidades de todos. Jesús no ha pretendido fundar una sociedad de todos y sólo los perfectos. Volvamos a repasar la lista de los doce, que Jesús escogió aquel día. Entre ellos encontramos a uno, que lo traicionará; a uno, que renegará de él; a uno, que había sido un publicano y del mismo modo humanamente ¡cuántos límites en la mayoría de ellos!
Jesús no escoge por lo que uno es sino por lo que puede llegar a ser en su seguimiento con su gracia. Hay hasta una ventaja en el hecho de que los ministros de la Iglesia estén igualmente ellos «revestidos de debilidad»: así estarán más preparados para compartir con los demás, para no asombrarse de ningún pecado y miseria. De tal modo, dice la carta a los Hebreos, el sacerdote
«es capaz de comprender a ignorantes y extraviados, porque está también él envuelto en flaqueza. Y a causa de la misma debe ofrecer por sus propios pecados lo mismo que por los del pueblo».
A Jesús no le interesa tanto que sus colaboradores sean perfectos cuanto que tengan un corazón capaz de vibrar de compasión como era el suyo. Quien ha puesto mejor de relieve esta idea en la literatura ha sido Bernanos con la novela Diario de un cura de campaña. Es la historia de un joven sacerdote en un ambiente hostil, que sucumbe progresivamente en el vicio (heredado) de la bebida; pero que tiene un corazón muy tierno para cualquier sufrimiento de su gente y, al final, muere pronunciando la frase, que ha llegado a ser célebre: «¡Todo es gracia!»
Todo esto no vale, sin embargo, sólo para los sucesores de los apóstoles y sus colaboradores, los sacerdotes; de un modo distinto, vale también para cada bautizado. Cada día, ¿por qué se le debiera reconocer a un auténtico discípulo de Cristo sino por el hecho de que va a la iglesia y recibe los sacramentos? Por el hecho de que además él «siente compasión por las gentes cansadas y extenuadas», que hay en el mundo; muchedumbres que no tienen qué comer, con qué curar sus enfermedades (hoy, en particular, en muchos países, del SIDA), obligadas por las guerras y carestías a vagar de un lugar a otro, literalmente, «como ovejas sin pastor».
Cuando esta compasión, como la de Cristo, se traduce en gestos concretos de solidaridad (cada uno en lo que le es posible y que depende de él) allí está hoy el verdadero discípulo de Jesús. Allí se realiza, al menos en una pequeña parte, la finalidad por la que Cristo ha querido la Iglesia.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Ovejas que ayudan al pastor
«El Señor es compasivo y misericordioso. Él se compadece de su pueblo, que está extenuado y desamparado, y camina como ovejas sin pastor. Él conoce a cada una de las ovejas de su rebaño, y la llama por su nombre. Y envía también en este tiempo apóstoles, que son sus sacerdotes, y les da el poder para perdonar, para sanar, para enseñar, para guiar, para expulsar demonios, para reunir a sus ovejas en un solo rebaño y con un solo Pastor.
Pero también envía apóstoles que son ovejas en medio de sus rebaños, para ayudarle a los pastores a conducir y mantener unido el rebaño, y a llevar el Evangelio también a otros rebaños que no son de su redil.
El Señor nos hace una petición: ‘rueguen al dueño de la mies que envíe más obreros a sus campos’, y nos da la responsabilidad de atenderlos y cuidarlos, porque gratuitamente ejercen el poder que Él les da a través de sus ministerios, pero confía en la buena voluntad de su rebaño, para ser instrumentos de su misericordia, para que la Divina Providencia haga llegar a los pastores el sustento, y tengan lo necesario para vivir.
Compadécete tú de los pastores que reúnen al pueblo de Dios, y acompaña a María, Divina Pastora, que los protege y los guía.
Ruega por ellos, ten caridad, muéstrales tu agradecimiento, porque su vida, unida a la Cruz de Jesús, por ti ellos dan, para sanarte, para guiarte, para alimentarte, para enseñarte, para salvarte.
Y practica con ellos las catorce obras de misericordia, para que tengan los medios necesarios para cumplir bien con sus ministerios.
Reconoce a Cristo en cada sacerdote. Lo que tú hagas con uno de ellos, lo haces con Cristo, porque está escrito: ‘el que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos, mis más pequeños, conmigo lo hace’».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
La salvación de Jesucristo
Estos pocos versículos de san Mateo que nos ofrece la Liturgia de este domingo expresan bien los deseos del Corazón de Cristo y cómo pone todos los medios para que podamos lograr la salvación.
Jesucristo se siente impaciente por ver a los hombres progresar en el camino que les lleve a la Vida Eterna, su único verdadero fin. No estaban la mayoría de los contemporáneos de Jesús bien orientados, de acuerdo con las enseñanzas que, a través de Moisés y los demás profetas, Dios había manifestado al pueblo elegido. El Señor siente compasión por la gente. Le dan pena los hombres porque ama a la humanidad y, en ese estado de desorientación y abandono de Dios –sentido único del hombre– la perdición para ellos sería segura.
Poco nos hubiera ayudado, sin embargo, con sólo lamentar nuestro estado. Siendo muy conveniente manifestar dolor y compasión ante la vida descarriada de gran parte de la sociedad, no es bastante con eso, si todo se queda en el sentimiento. Porque, además, el hombre no podía por sí mismo recuperar la dignidad perdida ni perseverar sin la ayuda de Dios en el camino hacia Él. Jesús se lamenta, se llenó de compasión por ellas –por las multitudes–, asegura Mateo, y sin duda debía manifestarse de modo notorio ese sentimiento suyo. Los discípulos entendieron así el profundo y lamentable descamino que supone no buscar a Dios en cada instante; estar en la vida en otro plan, con otros proyectos, por interesantes que pudieran parecer. Eso es –lo expresa Jesús con imagen gráfica– ir por la vida como ovejas que no tienen pastor. Y pone manos a la obra: recuerda por él mismo el Decálogo sin cansancio por toda Palestina, confirmando el camino que había trazado Dios por los profetas para que el hombre lo encuentre a Él, Dios, Señor y fin último; y capacita a otros hombres para llevar a cabo esa misma tarea, haciéndoles partícipes de su misma misión.
Al considerar esta decisión de Jesucristo, no podemos sino sentirnos agradecidos doblemente: porque sólo así es posible que el Evangelio llegue con su poder salvador a muchos hombres, y porque los cristianos, discípulos de Cristo destinados a la misma tarea del Señor, gozamos del honor de poder ser cauce de las misericordias divinas. En efecto, ha previsto Dios que llegue su salvación a otros hombres a través de nosotros y a pesar de nuestra poquedad, incluso de las personales miserias y de nuestros pecados. Agradezcamos sentidamente a nuestro Creador que nos trate así en su providencia. Es un rasgo más de su paternidad. Y es justo que nos gocemos, recreándonos al considerar este otro aspecto de amor con sus hijos. No queramos ser desconsiderados ante su cariño inefable, que además de colmarnos de bien nos hace partícipes de su misma grandeza: nos invita a ser generosos, a ser amor, como Él es generoso y es Amor.
Posiblemente casi de inmediato, al reflexionar sobre la hondura y relevancia de estas verdades, caemos en la cuenta de que no ha habido mérito alguno por nuestra parte. Somos sencillas personas humanas, cargadas de grandeza por la generosa bondad de Dios, que nada hemos hecho para llegar a este estado. Nuestra condición, gratuitamente conseguida, es muy superior a la de los otros seres que nos rodean y que, de hecho, están justamente a disposición del hombre: nos sirven para que alcancemos nuestro fin. En cambio, nosotros no somos medio o mero instrumento para nadie. Tenemos dignidad propia, pues lo nuestro es lograr a Dios, amándole y siendo amados por Él.
Sin embargo, algunas personas viven ajenas a Dios que nos dignifica, y han orientado su vida pensando sólo en objetivos temporales e intranscendentes que, a la postre, no sacian, como sabemos bien por la experiencia. Son las modernas multitudes que, como entonces –maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor–, hoy también inspiran compasión. Y por eso, para no caer en una cómoda pasividad, queremos ayudarles cumpliendo el mandato de quien nos ha constituido sobre todo lo demás en este mundo. Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente, nos dice también el Señor a cada cristiano. Y nos lo recuerda con una especial vehemencia, a cuantos más conscientes tal vez de nuestra dignidad –aunque también de nuestra pequeñez–, nos esmeramos cada día con decisión por el Reino de los Cielos. Queramos sentir urgentemente la responsabilidad de ir con otros –¡con muchos!– hacia Dios.
Es muy patente el interés de Jesucristo por mejorar a cada uno de los que encuentra a su paso. El Señor quiere a los hombres, auténticamente hombres, pero sin defectos. Tanto se preocupa del espíritu como del cuerpo. Hace fácil la orientación hacía la vida que confiere nobleza a la existencia humana; impulsa a salir de situaciones lamentables de abatimiento –como ovejas sin pastor–; y, la vez, interesado por la dimensión material, sana enfermedades, alimenta muchedumbres o colma de eficacia la pesca infructuosa. Así debe ser también nuestro apostolado: fruto de un interés efectivo por cada persona en su totalidad. Conduciremos a nuestros amigos hacia Dios porque nos interesan como personas. Por eso, también procuramos divertirnos con ellos; si es preciso y tenemos posibilidad, les ayudamos en lo material; nos alegramos si triunfan social o económicamente; nos duelen sus penas; y, cuando es necesario, les corregimos. Puestos siempre nuestros ojos ilusionados en la Eternidad que, con ellos, nos aguarda.
Recordemos a la Madre del Salvador. Plenamente identificada con la misión del Hijo, la aclamamos: Reina de los Apóstoles, pues nadie como Ella ha comprendido que nuestro bien es el amor a Dios. Pero recordamos también a María en Caná de Galilea, ocupada en conseguir el vino que dos jóvenes esposos habían olvidado. Nos enseña así a nosotros a ayudar a los demás en todo lo que podamos.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
“Den gratuitamente”: Elección y misión
Un mensaje profundo recorre la liturgia de la palabra de este domingo. Allí figura la presentación de la comunidad cristiana con todo lo que ella tiene de más característico a los ojos de Dios.
La primera lectura nos habla de elección: Dios que se elige un pueblo entre todos los pueblos y establece una relación especial con él, haciéndolo su aliado.
La segunda lectura nos revela cuál es el fundamento o el motivo último de esta elección: el amor gratuito de Dios que nos ha reconciliado consigo mismo” cuando todavía éramos pecadores”, mediante la muerte de Cristo.
Por fin, la tercera lectura, el Evangelio, nos señala cuál es la meta de todo esto, es decir, a qué tiende la elección de Dios: la misión. A través de la misión, la comunidad, o el pueblo elegido, se hace instrumento y vehículo de elección para todos los pueblos: habiendo recibido gratuitamente, da gratuitamente o, mejor dicho, se da.
Decíamos de la primera lectura que es un mensaje de elección. Israel acaba de salir de Egipto; Dios establece con él, en el Sinaí, una alianza, es decir, un pacto de amistad. En esta ocasión, toda la gran experiencia del éxodo de Egipto está presentada por Dios como una elección. Él ha descendido como un águila para llevar al pueblo sobre sus alas, hacia la libertad. Él está dispuesto a hacer de él un pueblo “suyo”, un pueblo privilegiado, un pueblo de reyes y sacerdotes.
Todo esto fue dicho en el Antiguo Testamento para el pueblo hebreo, pero el Nuevo Testamento nos enseñó que fue dicho “para nosotros” (1 Cor. la, 6); vale decir que eran figuras para nosotros, pueblo da la nueva alianza (cfr. 1 Pedo 2, 5.9; Apoc. 1, 6; 5, 10). Nosotros, comunidad de bautizados, somos en la tierra y ante los ojos de Dios un pueblo aparte, gente santificada, un sacerdocio real, es decir, un pueblo que actúa como intermediario entre Dios y la humanidad por su participación de Cristo, mediador universal entre Dios y el mundo. Nosotros somos tu pueblo, Señor, hemos cantado en el salmo responsorial de hoy. Tal alianza, sancionada en el sacrificio de Cristo, es lo que renovamos y celebramos cada vez que nos reunimos alrededor del altar.
La segunda lectura nos dice que esta elección no se produjo por mérito nuestro. Ya Moisés, en el Antiguo Testamento, al reflexionar sobre la elección de su pueblo, decía: El Señor se prendó de ustedes y los eligió, no porque sean el menos numeroso de todos los pueblos (es decir, en el lenguaje de la época, el menos poderoso y el más insignificante), pero por el amor que les tiene...)! los liberó de la esclavitud (Deut. 7, 6-9).
San Pablo dice lo mismo a los cristianos: No es por nuestros méritos particulares, como si nosotros fuéramos mejores, más justos y más honestos que los otros hombres, que nos hemos convertido en la Iglesia, sino sólo por su amor a nosotros, que él nos demostró cuando todavía no teníamos fuerza: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, cuando todavía éramos pecadores, murió por nosotros”. No es, por lo tanto, motivo de jactancia estar en la Iglesia, sino de responsabilidad y gratitud: ¿Y qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido? (1 Cor. 4, 7).
Dios, entonces, por puro amor se eligió una parte de la humanidad -primero el pueblo hebreo. luego la Iglesia-, la ha privilegiado entre todos y realizó con ella una alianza. Si todo acabase aquí, sería un discurso difícil de aceptar por parte de los hombres. Nosotros somos justamente hostiles a la idea del privilegio que discrimina entre hombre y hombre, entre puebla y pueblo. y crea las castas (¡la más terrible de las cuales es la casta de los elegidos!). La idea de la alianza, por otra parte, nos hace pensar en seguida en un pacto defensivo u ofensivo contra alguien. ¿Acaso nosotros, comunidad cristiana, formamos una casta cerrada de privilegiados de la salvación, una casta que se ha aliado con Dios contra los otros pueblos o para defender sus privilegios frente al resto de la humanidad? La respuesta clara, resolutiva, nos llega del pasaje evangélico: Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente.
¡Den gratuitamente’ ¿Qué cosa? Todo lo que han recibido: todo lo que son. Nada es para nosotros un privilegio; todo debe circular y difundirse: de Dios a nosotros, de nosotros a los hermanos. Antes que nada, eso es lo válido del amor: aquel amor de Dios del cual la comunidad cristiana tuvo la experiencia, debe difundirse y precipitarse hacia los hermanos como amor al prójimo. Los hijos de la Iglesia no pueden contentarse, por eso, con amarse entre ellos, como los miembros de una patria terrenal o de un partido. También a un nivel tan amplio vale lo que decía Cristo: Si aman a quien los ama... Los cristianos deben sentirse llevados a amar no sólo a los enemigos personales, sino también a los adversarios: los que se oponen a la Iglesia, los que la discuten. Es necesario que lo recordemos, sobre todo en estos tiempos. Amar a los enemigos es difícil, pero amar a los adversarios a veces lo es más, especialmente a los adversarios ideológicos. Esto supone que se ha llegado a esa cosa sublime y extraña que es odiar el error y amar a quien está equivocado, es decir, al pecador.
¡Den gratuitamente’ ¿De qué manera? Y he aquí la palabra quizás más importante de esta liturgia: la misión. Jesús eligió a los doce y los mandó en misión, indicando, de una vez para siempre, que, si él elige a algunos hombres, lo hace para mandados hacia los otros, hacia aquella multitud extenuada, parecida a las ovejas sin pastor de que habla el comienzo del pasaje evangélico y de la cual Jesús se compadeció.
Nosotros los cristianos, todos indistintamente, no sólo los sacerdotes o los misioneros, somos, entonces, aliados de Dios no contra los otros hombres, sino a favor de ellos para hacer llegar a todos la salvación: Los hombres deben considerarnos simplemente como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios (1 Cor. 4, 1).
Estas reflexiones surgen de esta luminosa revelación evangélica: reflexiones de las cuales la Iglesia, con el Concilio Vaticano II, tomó viva conciencia, al descubrir ser Iglesia-para-el-mundo antes todavía que Iglesia-en-el -mundo.
Pero también para nosotros en el plano individual la palabra de Jesús crea un nuevo modo de ubicamos frente a los hermanos. El compromiso misionario está resumido en forma estupenda en las palabras de Jesús: recibieron gratuitamente, den gratuitamente. Den, difundan la experiencia de su fe, de su esperanza, la experiencia sobre todo del amor de Dios.
Ahora nosotros nos encaminamos a consagrar “el cáliz de la nueva y eterna alianza”. Sabemos a qué nos empuja esta alianza con Dios: a ser sus colaboradores en la salvación de todo el mundo. Le pedimos a quien sancionó esta alianza en su propia sangre que hoy nos otorgue fuerza de fe e impulso de caridad para dar de veras gratuitamente lo que gratuitamente hemos recibido.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
El medio más eficaz
– Urgencia en el apostolado: la mies es mucha, y los obreros pocos.
I. Nos refiere el Evangelio de la Misa algo que debió de ocurrir muchas veces mientras el Señor recorría ciudades y aldeas predicando la llegada del Reino de Dios: al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, se conmovió en lo más hondo de su ser, porque andaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor, profundamente desorientadas. Sus pastores, en lugar de guiarlas y cuidarlas, las descarriaban y se portaban más como lobos que como pastores. Jesús, dirigiéndose a los discípulos, dijo: La mies es mucha, pero los obreros pocos. Como hoy, los obreros son pocos en proporción a la tarea. Hay mies que se estropea porque no hay quien la recoja; de ahí la urgente necesidad de cristianos alegres, eficaces, sencillos, fieles a la Iglesia, conscientes de lo que tienen entre manos. Y esto nos concierne a todos, pues el Señor necesita de trabajadores y estudiantes que sepan llevar a Cristo a la fábrica y a la Universidad, con su prestigio de buenos profesionales y con su apostolado; de profesores ejemplares y que enseñen con sentido cristiano, que den su tiempo a los alumnos con generosidad y sean verdaderos maestros; de hombres y mujeres consecuentes con su fe, en cada actividad humana; de padres y madres de familia que se preocupen por la fe de sus hijos, que intervengan en las asociaciones de padres en los colegios, en el vecindario.
Ante tanta gente desorientada, vacía de Dios y llena sólo de bienes materiales o de deseos de tenerlos, no podemos quedarnos al margen. Aun bajo una capa de indiferencia, en el fondo de sus almas las gentes están sedientas, hoy también, de que se les hable de Dios y de las verdades que conciernen a su salvación. Si los cristianos no trabajamos con sacrificio en ese campo, sucederá lo que anunciaron los Profetas: quedará destruida la cosecha, la tierra en luto; porque el trigo está seco, desolado el vino, perdido el aceite. Confundíos, labradores; gritad, viñadores, por el trigo y la cebada. No hay cosecha. Dios esperaba esos frutos y se perdieron por desidia de quienes tenían que cuidarlos y recogerlos.
Las palabras que nos dirige el Señor en el Evangelio −la mies es mucha, pero los obreros pocos− nos han de llevar a examinarnos cada día, preguntándonos: ¿qué he hecho hoy por dar a conocer a Dios?, ¿a quién he hablado hoy de Cristo?, ¿qué he hecho por el apostolado?, ¿me preocupa la salvación de quienes me rodean?, ¿soy consciente de que muchos se acercarían al Señor si yo fuera más audaz y más ejemplar en el cumplimiento de mis deberes?
– No valen las excusas. A todos nos llama el Señor para la tarea apostólica. La oración, el medio más eficaz y necesario para conseguir vocaciones.
II. Las excusas que nos pueden surgir para no llevar a otros a Cristo son abundantes: falta de medios, de la suficiente preparación, de tiempo, lo reducido del lugar donde se desenvuelve nuestra existencia o la enormidad de las distancias de la gran ciudad en la que vivimos..., pero el Señor nos sigue diciendo a todos, y muy especialmente en este tiempo de tantos abandonos, que la mies es mucha, y los obreros pocos. Y las mieses que no se recogen a tiempo, se pierden. San Juan Crisóstomo nos dejó estas palabras, que pueden ayudarnos a examinar en nuestra oración si nos excusamos fácilmente ante ese noble deber al que el Señor nos llama: “Nada hay más frío −dice el santo− que un cristiano despreocupado de la salvación ajena. No puedes aducir tu pobreza económica como pretexto. La viejecita que dio sus monedas te acusará. El mismo Pedro dijo: No tengo oro ni plata (Hech 3, 6). Y Pablo era tan pobre que muchas veces padecía hambre y carecía de lo necesario para vivir. Tú no puedes pretextar tu humilde origen: ellos eran también personas humildes, de modesta condición. Ni la ignorancia te servirá de excusa: todos ellos eran hombres sin letras. Seas esclavo o fugitivo, puedes cumplir lo que de ti depende. Tal fue Onésimo, y mira cuál fue su vocación... No aduzcas la enfermedad como pretexto, Timoteo estaba sometido a frecuentes achaques (...). Cada uno puede ser útil a su prójimo, si quiere hacer lo que puede”. Y nosotros queremos ser fieles al Señor: llevar a cabo lo que está en nuestras manos.
“La mies es mucha, pero los obreros son pocos... Al escuchar esto −comenta San Gregorio Magno− no podemos dejar de sentir una gran tristeza, porque hay que reconocer que hay personas que desean escuchar cosas buenas; faltan, en cambio, quienes se dediquen a anunciarlas”.
Para que haya muchos buenos obreros que trabajen codo a codo en este campo del mundo, cada uno en su lugar, el mismo Señor nos enseña el camino a seguir: rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies. Jesús nos invita a orar para que Dios despierte en el alma de muchos el deseo de una mayor correspondencia en este quehacer de salvación. “La oración es el medio más eficaz de proselitismo”, de lograr que muchos descubran la vocación a la que Dios les llama. El afán de vocaciones ha de traducirse, en primer lugar, en una petición continuada, confiada y humilde. Todos los cristianos debemos rezar para que el Señor envíe obreros a sus mies. Y si nos dirigimos al Señor en petición de vocaciones, nosotros mismos nos sentiremos llamados a participar con mucha más audacia en esta labor apostólica, además de conseguir del Señor operarios para su campo.
– Pedir vocaciones al Señor.
III. Jesús prepara su llegada a otras ciudades a través de sus discípulos. Es una labor previa que no tiene el fin en sí misma, como todo apostolado. Son pregoneros que van delante de Él a todas las ciudades y a donde había de ir. Toda labor apostólica se culminará con la llegada de Dios a las almas, que han sido preparadas por los enviados, por los que ya le siguen.
La mies es mucha... Hemos de pedir con frecuencia al Señor que tenga lugar en el pueblo cristiano un resurgir de hombres y mujeres que descubran el sentido vocacional de su vida; que no sólo quieran ser buenos, sino que se sepan llamados a ser obreros en el campo del Señor y correspondan generosamente a esa llamada: hombres y mujeres, mayores y jóvenes, que vivan entregados a Dios en medio del mundo. Muchos, en un celibato apostólico; cristianos corrientes, ocupados en las mismas tareas seculares de los demás, que llevan a Cristo a las entrañas de la sociedad de la que forman parte.
Rogad al Señor de la mies...; también hemos de pedir para que surjan abundantes vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. Vocaciones fieles, santas y alegres, de las que la Iglesia tiene tanta necesidad.
El Señor, que podría llevar a cabo directamente su obra redentora en el mundo, quiere necesitar de discípulos que vayan delante de Él a las ciudades, a los pueblos, a las fábricas, a las Universidades..., para que anuncien las maravillas y las exigencias del Reino de los Cielos. Es evidente que nuestra Madre la Iglesia necesita almas que se comprometan en esos caminos de entrega y santidad. Los Romanos Pontífices no cesan de recordar la necesidad de esas vocaciones de apóstoles, en cuyas manos está en buena parte la evangelización del mundo.
“Ayúdame a clamar: ¡Jesús, almas!... ¡Almas de apóstol!: son para ti, para tu gloria.
“Verás cómo acaba por escucharnos”.
¿Qué hago yo para que puedan crecer esas vocaciones a mi alrededor? Vocaciones que deben surgir entre los hijos, hermanos, amigos, conocidos..., en esas personas con quienes nos relacionamos. No debemos olvidar que Dios llama a muchos. Pidamos al Señor la gracia de saber promover y alentar esas llamadas del Señor, que pueden estar dirigidas a personas que vemos todos los días.
Pidamos también a la Santísima Virgen que nos conceda hacer nuestra esa confidencia que el Señor hace a los suyos −la mies es mucha−, y formulemos un propósito concreto de urgencia y constancia en llevar a cabo lo necesario para que abunden los obreros en el campo de Dios. Pidámosle la alegría inmensa de ser instrumentos para que otros correspondan a la llamada que Jesús les hace: ““Una buena noticia: un nuevo loco..., para el manicomio”. −Y todo es alborozo en la carta del “pescador”.
“¡Que Dios llene de eficacia tus redes!”.
Nunca olvida el Señor al “pescador”.
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Rev. D. Enric PRAT i Jordana, (Sort, Lleida, España) (www.evangeli.net)
«Al ver Jesús a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor»
Hoy, el Evangelio nos dice que el Señor —viendo al pueblo— se sentía turbado, porque aquel pueblo iba desorientado y cansado, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9,36). El pueblo de Israel sabía muy bien, mejor que nosotros —hombres de ciudad— qué era un pastor, y el alboroto que se formaba cuando las ovejas se encontraban solas sin pastor.
Si Jesús viniera hoy, yo creo que repetiría las mismas palabras: pues hay muchas personas desorientadas, buscando cuál es el sentido de la vida. —Señor, ¿qué solución das a este gran problema? Pues Jesús pide oración, escoge a doce apóstoles y los envía a predicar el reino de Dios.
¡Escogió a doce Apóstoles! Envía a estos doce hombres a predicar: «‘El Reino de los Cielos está cerca’. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10,7-8). Lo que los Apóstoles hicieron, y nosotros hemos de hacer, es predicar a la persona adorable de Jesucristo y su mensaje de paz y de amor, y eso de una manera desinteresada.
Todos estamos convocados a ello: los sucesores de los Apóstoles —los obispos y los otros pastores— pero también, en unión con ellos, todos los fieles. Todos tenemos esta misión en el mundo: sanar a la humanidad de sus heridas, orientarla en sus búsquedas… No solamente los obispos y los sacerdotes, sino también los laicos: por ejemplo, en la familia —en su carácter de hogar y escuela de fe; en la universidad y en los colegios; en los medios de comunicación; en el mundo sanitario…, y cada cristiano en su ambiente de amistad y de trabajo.
Escuchemos a san Francisco de Sales, que escribe: «En la misma creación de las cosas, Dios, el Creador, mandó a las plantas que cada una diera el fruto según la especie. Igualmente, los cristianos —que son plantas vivas de la Iglesia— les mandó a cada uno de ellos que diera fruto de devoción según la calidad, el estado y la vocación que tuviera».
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
La mejor vocación: ser Cristo
«La cosecha es mucha y los trabajadores, pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos».
Eso dice Jesús.
Se lo dice a sus siervos, a sus obreros, a sus amigos. Te lo dice a ti, sacerdote. Y tú eres testigo de esto, porque lo vives, porque lo sufres, porque lo sabes.
Y tú, sacerdote, ¿haces lo que tu Señor te dice, y ruegas al dueño de la mies para que mande más obreros a sus campos, o sólo te quejas por la cantidad de trabajo que debes hacer, y de tus fatigas, y del poco tiempo con que cuentas para descansar?
¿Fomentas las vocaciones, siendo ejemplo con tu vida de la alegría que te causa servir a tu Señor?
¿Te comportas de manera irreprochable en tus actos, y obras con rectitud de intención, dando buen testimonio?
¿Ejerces un ministerio íntegro, virtuoso y santo?
¿Practicas en tu vida ordinaria, en todo momento, lo que predicas, o eres un sacerdote de “medio tiempo”?
Tu Señor te ha llamado, sacerdote, no eres tú quien lo eligió a Él, sino que es Él quien te eligió a ti, con un llamado tan fuerte que no pudiste resistir, no pudiste negar, no pudiste ignorar, no pudiste callar, y dijiste sí, y lo dejaste todo, tomaste tu cruz, y lo seguiste, con la emoción y la ilusión de un corazón enamorado.
Tu Señor ha traspasado tus miserias con su mirada, y ha encendido tu corazón, en donde ha hecho su morada, para que, a través de ti, y con tu voluntad entregada a la voluntad del Padre, adquieras sus mismos sentimientos, muriendo al mundo para vivir en Él, para hacer sus obras, actuando por Él, con Él y en Él, in persona Christi.
Por tanto, sacerdote, tú has sido configurado con tu Señor, con su humanidad y con su divinidad, cada minuto de tu vida, en todo momento, en todo lugar, y no solamente en la sede, en el ambón y en el altar.
Agradece, sacerdote, y corresponde al favor de tu Señor, que al darte su misma vocación te da su poder, y también te da la gracia para seguirlo, para aprender de Él, para vivir como Él, haciendo el bien, resistiendo a toda tentación, fortaleciendo en la oración tu voluntad y tu corazón, recibiendo y transmitiendo el amor de tu Señor, a través de su misericordia.
Tu Señor te ha enviado a curar enfermos, a resucitar muertos, a expulsar demonios.
Y tú, sacerdote, ¿haces todo esto?
¿Proclamas que el Reino de los cielos está cerca?
¿Cumples los compromisos adquiridos, de acuerdo a tu vocación y al ministerio que te ha sido encomendado?
¿Agradeces con tus obras constantemente todo lo que tu Señor te ha dado gratuitamente?
Haz un alto en el camino, sacerdote, y revisa a fondo tu conciencia: ¿has cumplido con todo lo que tu Señor te ha pedido?
¿Has amado como Él, hasta el extremo, entregando tu vida de acuerdo a tu vocación y a través de tu ministerio, o te has quedado sentado y resignado, esperando a que otros terminen tu trabajo?
¿El rebaño que te ha sido confiado camina seguro en la alegría de seguir a su Señor, o camina como ovejas perdidas sin pastor?
Tu Señor te ha elegido y te ha enviado como cordero en medio de lobos. Pero no te ha enviado solo, sacerdote, Él está contigo todos los días de tu vida, y te ha enviado al Espíritu Santo con sus dones, frutos, y carismas, para que nada te falte.
Tú tienes, sacerdote, la mejor vocación: vocación al servicio, vocación al amor, vocación a ser Cristo, para ser partícipe de la redención, porque tú tienes el poder de convertir al mundo para alcanzarle la salvación, porque estás configurado con tu Señor, y el Espíritu Santo te ha sido dado, y su gracia te basta.
(Espada de Dos Filos III, n. 88)
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