Domingo X del Tiempo Ordinario (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN BEDA EL VENERABLE – Liturgia de las Horas
- FRANCISCO – Homilía en Santa Marta (21.IX.18) – El Lema del Santo Padre
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2008
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- P. Jorge LORING S.J. (Cádiz, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
***
Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
***
DEL MISAL MENSUAL
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 26, 1-2
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Cuando me asaltan mis enemigos, tropiezan y caen.
ORACIÓN COLECTA
Señor, Dios, de quien todo bien procede, escucha nuestras súplicas y concédenos que comprendiendo, por inspiración tuya, lo que es recto, eso mismo, bajo tu guía lo hagamos realidad. Por nuestro Señor Jesucristo ...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Yo quiero amor y no sacrificios.
Del libro del profeta Oseas 6, 3-6
Esforcémonos por conocer al Señor; y su juicio surge como la luz; bajará sobre nosotros como lluvia temprana, como lluvia de primavera que empapa la tierra.
“¿Qué voy a hacer contigo, Efraín? ¿Qué voy a hacer contigo, Judá? El amor de ustedes es como nube mañanera, como rocío matinal que se evapora. Por eso los he azotado por medio de los profetas y les he dado muerte con mis palabras. Porque yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 49, 1 y 8, 12-13.14-15.
R/. Dios salva al que cumple su voluntad.
Habla el Dios de los dioses, el Señor, y convoca a cuantos moran en la tierra del oriente al poniente: “No voy a reclamarte sacrificios, pues ante mí están siempre tus ofrendas. R/.
Si yo estuviera hambriento, nunca iría a decírtelo a ti, pues todo es mío. ¿O acaso yo como carne de toros y bebo sangre de cabritos? R/.
Mejor ofrece a Dios tu gratitud y cumple tus promesas al Altísimo, pues yo te libraré cuando me invoques y tú me darás gloria, agradecido”. R/.
SEGUNDA LECTURA
Su fe se robusteció y dio con ello gloria a Dios.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos 4, 18-25
Hermanos: Abraham, esperando contra toda esperanza, creyó que habría de ser padre de muchos pueblos, conforme a lo que Dios le había prometido: Así de numerosa será tu descendencia.
Y su fe no se debilitó a pesar de que a la edad de casi cien años, su cuerpo ya no tenía vigor, y además, Sara, su esposa, no podía tener hijos. Ante la firme promesa de Dios no dudó ni tuvo desconfianza, antes bien su fe se fortaleció y dio con ello gloria a Dios, convencido de que él es poderoso para cumplir lo que promete. Por eso, Dios le acreditó esta fe como justicia.
Ahora bien, no sólo por él está escrito que “se le acreditó”, sino también por nosotros, a quienes se nos acreditará, si creemos en aquel que resucitó de entre los muertos, en nuestro Señor Jesucristo, que fue entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Lc 4, 18
R/. Aleluya, aleluya.
El Señor me ha enviado para llevar a los pobres la buena nueva y anunciar la liberación a los cautivos. R/.
EVANGELIO
No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.
+ Del santo Evangelio según san Mateo 9, 9-13
En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado a su mesa de recaudador de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió.
Después, cuando estaba a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores se sentaron también a comer con Jesús y sus discípulos. Viendo esto, los fariseos preguntaron a los discípulos: “¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?”. Jesús los oyó y les dijo: “No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Mira, Señor, con bondad nuestro servicio para que esta ofrenda se convierta para ti en don aceptable y para nosotros, en aumento de nuestra caridad. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 17, 3
Señor, tú eres mi fortaleza, mi refugio, mi liberación y mi ayuda. Tú eres mi Dios.
O bien: 1 Jn 4, 16
Dios es amor y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Señor, que la virtud medicinal de este sacramento nos cure por tu bondad de nuestras maldades y nos haga avanzar por el camino recto. Por Jesucristo, nuestro Señor.
_________________________
BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mt 9, 9-13)
Evangelio
Este Mateo, al que Jesús llama, es el apóstol del mismo nombre y autor humano del primer Evangelio. Es el mismo que en Mc 2,14 y en Lc 5,27 es llamado Leví el de Alfeo o simplemente Leví.
Dios es el que llama. Para seguir a Jesús de modo permanente no basta con la propia determinación del hombre, sino que se requiere, absolutamente, la llamada individual por parte del Señor; esto es, la gracia de la vocación (cfr Mt 4,19-21; Mc 1,17-20; Jn 1,39; etc.). Esa llamada implica la previa elección divina. En otras palabras, no es el hombre quien toma la iniciativa; por el contrario, es Jesús quien llama primero y el hombre corresponde a ese llamamiento con su libre decisión personal: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15,16).
Es de resaltar la prontitud con que Mateo «sigue» la llamada de Jesús. Ante la voz de Dios puede entrar en el alma la tentación de responder: «Mañana, todavía no estoy preparado». En el fondo esta y otras razones no son más que egoísmo y miedo, aparte de que el miedo puede ser un síntoma más de la llamada. Mañana tiene el riesgo de ser demasiado tarde.
Como la de otros apóstoles, la llamada de San Mateo se produce en medio de las circunstancias normales de su vida.
–¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión?
Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores...
Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 799).
La mentalidad de esos fariseos, tan inclinada a juzgar a los demás y clasificar fácilmente en justos y pecadores, no concuerda con la actitud y enseñanzas de Jesús. Ya había dicho: «No juzguéis y no seréis juzgados» (Mt 7,1), y todavía añadió: «El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero» (Jn 8,7).
La realidad es que todos los hombres somos pecadores y a todos ha venido a redimir el Señor. No hay razón, pues, para que se dé entre los cristianos el escandalizarse por los pecados de otros, puesto que cualquiera de nosotros es capaz de cometer las mayores vilezas si no nos asistiera la gracia de Dios.
A nadie debe desanimar el verse lleno de miserias: reconocerse pecador es la única actitud justa ante Dios. Él ha venido a buscar a todos, pero el que se considera justo, por ese mismo hecho, está cerrando las puertas a Dios, porque en realidad todos somos pecadores.
La frase de Jesús, tomada de Os 6,6, conserva la expresión hiperbólico del estilo semítico. Una traducción más fiel al sentido sería: «más quiero misericordia que sacrificio». No es que el Señor no quiera los sacrificios que se le ofrecen, sino que insiste en que éstos han de ir siempre acompañados de la bondad del corazón, puesto que la caridad ha de informar toda la actividad del cristiano y con mayor razón el culto a Dios (vid. 1 Cor 13,1-13; Mt 5,23-24).
_____________________
SAN BEDA EL VENERABLE
Jesús lo vio y, porque lo amó, lo eligió
Jesús vio a un hombre llamado Mateó, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: “Sígueme.” Lo vio más con la mirada interna de su amor que con los ojos corporales. Jesús vio al publicano y, por que lo amó, lo eligió, y le dijo: Sígueme. Sígueme, que quiere decir: “Imítame”. Le dijo: Sígueme, más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que permanece en Cristo debe vivir como vivió él.
Él —continúa el texto sagrado— se levantó y lo siguió. No hay que extrañarse del hecho de que aquel recaudador de impuestos, a la primera indicación imperativa del Señor, abandonase su preocupación por las ganancias terrenas y, dejando de lado todas sus riquezas, se adhiriese al grupo que acompañaba a aquel que él veía carecer en absoluto de bienes. Es que el Señor, que lo llamaba por fuera con su voz, lo iluminaba de un modo interior e invisible para que lo siguiera, infundiendo en su mente la luz de la gracia espiritual, para que comprendiese que aquel que aquí en la tierra lo invitaba a dejar sus negocios temporales era capaz de darle en el cielo un tesoro incorruptible.
Y, estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. La conversión de un solo publicano fue una muestra de penitencia y de perdón para muchos otros publicanos y pecadores. Ello fue un hermoso y verdadero presagio, ya que Mateo, que estaba destinado a ser apóstol y maestro de los gentiles, en su primer trato con el Señor arrastró en pos de sí por el camino de la salvación a un considerable grupo de pecadores. De este modo, ya en los inicios de su fe, comienza su ministerio de evangelizador que luego, llegado a la madurez en la virtud, había de desempeñar. Pero, si deseamos penetrar más profundamente el significado de estos hechos debemos observar que Mateo no sólo ofreció al Señor un banquete corporal en su casa terrena, sino que le preparó; por su fe y por su amor, otro banquete mucho más grato en la casa de su interior, según aquellas palabras del Apocalipsis: Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos.
Nosotros escuchamos su voz, le abrimos la puerta y lo recibimos en nuestra casa, cuando de buen grado prestamos nuestro asentimiento a sus advertencias, ya vengan desde fuera, ya desde dentro, y ponemos por obra lo que conocemos que es voluntad suya. Él entra para comer con nosotros, y nosotros con él, porque, por el don de su amor, habita en el corazón de los elegidos, para saciarlos con la luz de su continua presencia, haciendo que sus deseos tiendan cada vez más hacia las cosas celestiales y deleitándose él mismo en estos deseos como en un manjar sabrosísimo.
(De las homilías de san Beda el Venerable, presbítero)
_____________________
FRANCISCO – Homilía en Santa Marta (21.IX.18) – El Lema del Santo Padre
Elegidos desde abajo
Con su misericordia, Jesús elige a los apóstoles también «de entre lo peor», entre los pecadores y los corruptos. Pero depende de ellos preservar «el recuerdo de esta misericordia», recordar «dónde hemos sido elegidos», sin levantar la cabeza o pensar en hacer una carrera como funcionarios, organizadores de planes pastorales y empresarios. Es el testimonio concreto de la conversión de Mateo que el Papa Francisco volvió a proponer para celebrar una misa en Santa Marta el viernes 21 de septiembre, el día de la fiesta del apóstol y evangelista.
«En la oración colecta, hemos rezado al Señor y hemos dicho que en su plan de misericordia eligió a Mateo, el publicano, para convertirlo en un apóstol», recordó el Pontífice, quien señaló como clave «tres palabras: un plan de misericordia, elegido—elegir, constituir».
«Mientras se iba —explicó Francisco refiriéndose precisamente al pasaje del Evangelio de Mateo (9, 9-13)—, Jesús vio a un hombre llamado Mateo sentado en la oficina de impuestos y le dijo: “Sígueme”. Y se levantó y lo siguió. Era un publicano, es decir, un hombre corrupto, porque traicionó a su país por dinero. Un traidor a su gente: lo peor».
De hecho, señaló el Papa, alguien podría objetar que «Jesús no tiene buen sentido para elegir a la gente»: «¿por qué eligió entre muchas otras» a esta persona «de lo peor, de la nada, del lugar más despreciado?» Además, explicó el pontífice, del mismo modo que el Señor «eligió a la mujer samaritana para ir a anunciar que él era el mesías: una mujer rechazada por la gente porque no era realmente una santa; y escogió a muchos otros pecadores y los hizo apóstoles». Y luego, agregó, «en la vida de la Iglesia, tantos cristianos, tantos santos que han sido elegidos desde lo más bajo».
Francisco recordó que «esta conciencia que debemos tener los cristianos, —de donde he sido elegido, de dónde he sido elegida para ser cristiano— debe permanecer por toda la vida, permanecer allí y tener la memoria de nuestros pecados, la memoria de que el Señor tuvo misericordia de mis pecados y me eligió para ser cristiano, para ser apóstol». Por lo tanto, «el Señor elige». La oración es clara: «Señor, has elegido al publicano Mateo y le has hecho apóstol»; es decir, insistió, «desde lo peor hasta el lugar más alto». En respuesta a este llamado, el Papa señaló: «¿Qué hizo Mateo? ¿Se vistió de lujo? ¿Comenzó a decir: “Yo soy el príncipe de los apóstoles, con vosotros”, con los apóstoles? ¿Aquí mando yo? ¡No! Trabajó toda su vida por el Evangelio, con mucha paciencia escribió el Evangelio en arameo». Mateo, explicó el Pontífice, «siempre tuvo en mente de dónde lo habían elegido: desde lo más bajo».
El hecho es, señaló el Papa, que «cuando el apóstol olvida sus orígenes y comienza a hacer carrera, se aleja del Señor y se convierte en un funcionario; que hace mucho bien, tal vez, pero no es un apóstol». Y así «será incapaz de transmitir a Jesús; será un ordenador de planes pastorales, de muchas cosas; pero finalmente, un especulador, un especulador del reino de Dios, porque ha olvidado de dónde fue elegido».
Por esta razón, afirmó Francisco, es importante tener «la memoria, siempre, de nuestros orígenes, del lugar en el que el Señor me miró; ese encanto de la mirada del Señor que me ha llamado a ser cristiano, a ser apóstol. Esta memoria debe acompañar la vida del apóstol y de todo cristiano».
«Nosotros, de hecho, siempre estamos acostumbrados a mirar los pecados de otros: mire esto, mire eso, mire ese otro», continuó el Papa. En cambio «Jesús nos dijo: “por favor, no miréis la paja en los ojos ajenos; mirad lo que tenéis en vuestro corazón”». Pero, el Pontífice insistió, «es más divertido hablar de los demás: parece ser algo hermoso». Tanto es así que «cotillear sobre los demás» se parece un poco a los «caramelos de miel, que son muy buenos: tomas uno, es bueno; tomas dos, es bueno; Tres... tomas medio kilo y te duele el estómago y estás enfermo».
En cambio, sugirió Francisco, «habla mal de ti mismo, acúsate a ti mismo, recordando tus pecados, recordando de dónde te eligió el Señor. Has sido elegido, has sido elegida. Te tomó de la mano y te trajo aquí. Cuando el Señor te eligió no hizo las cosas a medias: te eligió por algo grande, siempre».
«Ser cristiano —afirmó— es una gran cosa, hermosa. Nosotros somos quienes nos alejamos de nosotros y queremos permanecer a medio camino, porque eso es muy difícil; y negociar con el Señor» diciendo: «Señor, no, solo hasta aquí». Pero «el Señor es paciente, el Señor sabe cómo tolerar las cosas: es paciente, nos espera. Pero nos falta generosidad: no a él. Él siempre te lleva de lo más bajo a lo más alto. Así lo hizo con Mateo y lo hizo con todos nosotros y lo seguirá haciendo».
Refiriéndose al apóstol, el Papa explicó cómo «sintió algo fuerte, tan fuerte, hasta el punto de dejar el amor de su vida en la mesa: el dinero». Mateo «dejó la corrupción de su corazón, para seguir a Jesús. La mirada de Jesús, fuerte: “¡Sígueme!”. Y se fue», a pesar de estar «tan apegado» al dinero. «Y seguramente, no había teléfono en ese momento, habría enviado a alguien a contarles a sus amigos, a los de la camarilla, al grupo de publicanos: “venid a almorzar conmigo, porque celebraré al maestro”».
Por lo tanto, como lo relata el pasaje del Evangelio, «todos estaban en la mesa, estos: lo peor de lo peor de la sociedad de esa época. Y Jesús con ellos. Jesús no fue a almorzar con los justos, con los que se sentían justos, con los doctores de la ley en ese momento. Una vez, dos veces fue con este último, pero en ese momento fue con ellos, con esa unión de publicanos».
Y aquí, continuó Francisco, «los doctores de la ley se escandalizaron. Llamaron a los discípulos y dijeron: “¿por qué tu maestro hace esto con estas personas? ¡Hazte impuro!”: Comer con un impuro te infecta, ya no eres puro». Al escuchar esto, es el mismo Jesús el que «dice esta tercera palabra: “Ve y aprende lo que significa: “misericordia quiero y no sacrificios”». Porque «la misericordia de Dios busca a todos, perdona a todos. Solamente te pide que digas, “Sí, ayúdame”. Sólo eso».
«Cuando los apóstoles iban entre los pecadores, pensemos en Pablo en la comunidad de Corinto, algunos se ofendieron», dijo el Papa. Dijeron: «pero, ¿por qué va donde aquellas personas que son paganas, son personas pecaminosas?, ¿por qué va?». La respuesta de Jesús es clara: «porque no son los sanos quienes necesitan al médico, sino los enfermos: “Misericordia quiero y no sacrificios”».
«¡Mateo elegido! Él siempre elige a Jesús», lanzó el papa. El Señor elige «a través de las personas, a través de situaciones o directamente». Mateo es «apóstol constituido: el que constituye en la Iglesia y da la misión es Jesús. El apóstol Mateo y muchos otros recordaron sus orígenes: los pecadores, los corruptos. ¿Y este por qué? Por misericordia. Por el designio de la misericordia».
Francisco reconoció que «comprender la misericordia del Señor es un misterio; pero el misterio más grande y más bello es el corazón de Dios. Si quieres ir directo al corazón de Dios, toma el camino de la misericordia y déjate tratar con misericordia» Es exactamente la historia de «Mateo, elegido por el servicio de cambio de divisas donde se pagaban los impuestos. Elegido desde abajo. Puesto en el lugar más alto. ¿Por qué? Por misericordia». En esta perspectiva, concluyó el Papa, «aprendamos lo que significa “misericordia quiero y no sacrificios”».
***
EL LEMA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
El lema del Santo Padre Francisco procede de las Homilías de san Beda el Venerable, sacerdote (Hom. 21; CCL 122, 149-151), quien, comentando el episodio evangélico de la vocación de san Mateo, escribe: «Vidit ergo Iesus publicanum et quia miserando atque eligendo vidit, ait illi Sequere me (Vio Jesús a un publicano, y como le miró con sentimiento de amor y le eligió, le dijo: Sígueme)».
Esta homilía es un homenaje a la misericordia divina y se reproduce en la Liturgia de las Horas de la fiesta de san Mateo. Reviste un significado particular en la vida y en el itinerario espiritual del Papa. En efecto, en la fiesta de san Mateo del año 1953, el joven Jorge Bergoglio experimentó, a la edad de 17 años, de un modo del todo particular, la presencia amorosa de Dios en su vida. Después de una confesión, sintió su corazón tocado y advirtió la llegada de la misericordia de Dios, que, con mirada de tierno amor, le llamaba a la vida religiosa a ejemplo de san Ignacio de Loyola.
Una vez elegido obispo, monseñor Bergoglio, en recuerdo de tal acontecimiento, que marcó los inicios de su total consagración a Dios en Su Iglesia, decidió elegir, como lema y programa de vida, la expresión de san Beda miserando atque eligendo, que también ha querido reproducir en su escudo pontificio.
_________________________
BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 – Catequesis sobre San Mateo (30.VIII.06)
Ángelus 2008
Esperar la misericordia
Queridos hermanos y hermanas:
En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo está una expresión del profeta Oseas, que Jesús retoma en el Evangelio: «Quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os 6, 6). Se trata de una palabra clave, una de las palabras que nos introducen en el corazón de la Sagrada Escritura. El contexto, en el que Jesús la hace suya, es la vocación de Mateo, de profesión “publicano”, es decir, recaudador de impuestos por cuenta de la autoridad imperial romana; por eso mismo, los judíos lo consideraban un pecador público. Después de llamarlo precisamente mientras estaba sentado en el banco de los impuestos —ilustra bien esta escena un celebérrimo cuadro de Caravaggio—, Jesús fue a su casa con los discípulos y se sentó a la mesa junto con otros publicanos. A los fariseos escandalizados, les respondió: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. (...) No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 12-13). El evangelista san Mateo, siempre atento al nexo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, en este momento pone en los labios de Jesús la profecía de Oseas: «Id y aprended lo que significa: “Misericordia quiero y no sacrificios”».
Es tal la importancia de esta expresión del profeta, que el Señor la cita nuevamente en otro contexto, a propósito de la observancia del sábado (cf. Mt 12, 1-8). También en este caso, Jesús asume la responsabilidad de la interpretación del precepto, revelándose como “Señor” de las mismas instituciones legales. Dirigiéndose a los fariseos, añade: «Si comprendierais lo que significa: “Misericordia quiero y no sacrificios”, no condenaríais a personas sin culpa» (Mt 12, 7). Por tanto, Jesús, el Verbo hecho hombre, “se reconoció”, por decirlo así, plenamente en este oráculo de Oseas; lo hizo suyo con todo el corazón y lo realizó con su comportamiento, incluso a costa de herir la susceptibilidad de los jefes de su pueblo. Esta palabra de Dios nos ha llegado, a través de los Evangelios, como una de las síntesis de todo el mensaje cristiano: la verdadera religión consiste en el amor a Dios y al prójimo. Esto es lo que da valor al culto y a la práctica de los preceptos.
Dirigiéndonos ahora a la Virgen María, pidamos por su intercesión vivir siempre en la alegría de la experiencia cristiana. Que la Virgen, Madre de la Misericordia, suscite en nosotros sentimientos de abandono filial a Dios, que es misericordia infinita; que ella nos ayude a hacer nuestra la oración que san Agustín formula en un famoso pasaje de sus Confesiones: «¡Señor, ten misericordia de mí! Mira que no oculto mis llagas. Tú eres el médico; yo soy el enfermo. Tú eres misericordioso; yo, lleno de miseria. (...) Toda mi esperanza está puesta únicamente en tu gran misericordia» (X, 28. 39; 29. 40).
* * *
Catequesis sobre San Mateo (30.VIII.06)
Prontitud para responder a la llamada
Queridos hermanos y hermanas:
Continuando con la serie de retratos de los doce apóstoles, que comenzamos hace algunas semanas, hoy nos detenemos en Mateo. A decir verdad, es casi imposible delinear completamente su figura, pues sus noticias son pocas e incompletas. Lo que podemos hacer es bosquejar no tanto la biografía, sino más bien el perfil que nos ofrece el Evangelio.
Está siempre presente en las listas de los doce elegidos por Jesús (Cf. Mateo 10, 3; Marcos 3, 18; Lucas 6, 15; Hechos 1, 13). En hebreo, su nombre significa «don de Dios». El primer Evangelio canónico, que lleva su nombre, nos lo presenta en la lista de los doce con una calificación muy precisa: «el publicano» (Mateo 10, 3). Por este motivo, es identificado con el hombre sentado en el despacho de los impuestos, a quien Jesús llama a su seguimiento: «Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: “Sígueme”. Él se levantó y le siguió» (Mateo 9, 9). También Marcos (Cf. 2,13-17) y Lucas (Cf. 5, 27-30) narran la llamada del hombre sentado en el despacho de los impuestos, pero le llaman «Leví». Para imaginar la escena descrita en Mateo 9,9 basta recordar el magnífico lienzo de Caravaggio, conservada aquí, en Roma, en la Iglesia de San Luis de los Franceses.
De los Evangelios emerge un nuevo detalle biográfico: en el pasaje que precede a la narración de la llamada se refiere un milagro realizado por Jesús en Cafarnaúm (Cf. Mateo 9,1-8; Marcos 2, 1-12), mencionando la cercanía del Mar de Galilea, es decir, el Lago de Tiberíades (Cf. Marcos 2,13-14). Se puede deducir que Mateo ejercía la función de recaudador en Cafarnaúm, situada precisamente «junto al mar» (Mateo 4, 13), donde Jesús era huésped fijo en la casa de Pedro.
Basándonos en estas sencillas constataciones que surgen del Evangelio, podemos hacer un par de reflexiones. La primera es que Jesús acoge en el grupo de sus íntimos a un hombre que, según la concepción de aquel tiempo en Israel, era considerado como un pecador público. Mateo, de hecho, no sólo manejaba dinero considerado impuro por provenir de gente ajena al pueblo de Dios, sino que además colaboraba con una autoridad extranjera, odiosamente ávida, cuyos tributos podían ser determinados arbitrariamente. Por estos motivos, en más de una ocasión, los Evangelios mencionan conjuntamente a los «publicanos y pecadores» (Mateo 9, 10; Lucas 15, 1), a los «publicanos y prostitutas» (Mateo 21, 31). Además, ven en los publicanos un ejemplo de avaricia (Cf. Mateo 5, 46: sólo aman a los que les aman) y mencionan a uno de ellos, Zaqueo, como «jefe de publicanos, y rico» (Lucas 19, 2), mientras la opinión popular les asociaba a «hombres rapaces, injustos, adúlteros» (Lucas 18, 11). Ante estas referencias, hay un dato que salta a la vista: Jesús no excluye a nadie de su amistad. Es más, precisamente mientras se encuentra sentado en la mesa de la casa de Mateo-Leví, respondiendo a quien estaba escandalizado por el hecho de frecuentar compañías poco recomendables, pronuncia la importante declaración: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Marcos 2, 17).
El buen anuncio del Evangelio consiste precisamente en esto: ¡en el ofrecimiento de la gracia de Dios al pecador! En otro pasaje, con la famosa parábola del fariseo y del publicano que subieron al templo para rezar, Jesús llega a indicar a un publicano anónimo como ejemplo de humilde confianza en la misericordia divina: mientras el fariseo hacía alarde de perfección moral, «el publicano […] no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”». Y Jesús comenta: «Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lucas 18, 13-14). Con la figura de Mateo, por tanto, los Evangelios nos presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad, puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios y dejar vislumbrar sus maravillosos efectos en su existencia.
En este sentido, san Juan Crisóstomo hace un comentario significativo: observa que sólo en la narración de algunas llamadas se menciona el trabajo que estaban realizando los interesados. Pedro, Andrés, Santiago y Juan son llamados mientras estaban pescando; Mateo mientras recauda impuestos. Se trata de oficios de poca importancia, comenta el Crisóstomo, «pues no hay nada que sea más detestable que el recaudador y nada más común que la pesca» («In Matth. Hom.»: PL 57, 363). La llamada de Jesús llega, por tanto, también a personas de bajo nivel social, mientras desempeñan su trabajo ordinario.
Hay otra reflexión que surge de la narración evangélica: Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús: «Él se levantó y le siguió». La concisión de la frase subraya claramente la prontitud de Mateo en la respuesta a la llamada. Esto significaba para él abandonarlo todo, sobre todo una fuente de ingresos segura, aunque con frecuencia injusta y deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía continuar con actividades desaprobadas por Dios. Se puede intuir fácilmente que se puede aplicar también al presente: hoy tampoco se puede admitir el apego a lo que es incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. Una vez dijo sin tapujos: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mateo 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: ¡se levantó y le siguió! En este «levantarse» se puede ver el desapego a una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una nueva existencia, recta, en la comunión con Jesús.
Recordamos, por último, que la tradición de la Iglesia antigua concuerda en atribuir la paternidad del primer Evangelio a Mateo. Esto sucedió ya a partir de Papías, obispo de Gerápolis, en Frigia, alrededor del año 130. Él escribe: «Mateo recogió las palabras [del Señor] en hebreo, y cada quien las interpretó como podía» (en Eusebio de Cesarea, «Hist. eccl». III,39,16). El historiador Eusebio añade este dato: «Mateo, que antes había predicado a los judíos, cuando decidió ir también a otros pueblos, escribió en su idioma materno el Evangelio que él anunciaba; de este modo trató de sustituir con el escrito lo que perdían con su partida aquéllos de los que se separaba» (ibídem, III, 24,6). Ya no tenemos el Evangelio escrito por Mateo en hebreo o arameo, pero en el Evangelio griego que nos ha llegado seguimos escuchando todavía, en cierto sentido, la voz persuasiva del publicano Mateo que, al convertirse en apóstol, sigue anunciándonos la misericordia salvadora de Dios. Escuchemos este mensaje de san Mateo, meditémoslo siempre de nuevo para que nosotros también aprendamos a levantarnos y a seguir a Jesús con decisión.
_________________________
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Jesús llama y perdona a los pecadores
545. Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: “No he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa “alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta” (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida “para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).
589. Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente, al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26).
El sacrificio agrada a Dios
2099. Es justo ofrecer a Dios sacrificios en señal de adoración y de gratitud, de súplica y de comunión: “Toda acción realizada para unirse a Dios en la santa comunión y poder ser bienaventurado es un verdadero sacrificio” (S. Agustín, civ. 10,6).
2100. El sacrificio exterior, para ser auténtico, debe ser expresión del sacrificio espiritual. “Mi sacrificio es un espíritu contrito...” (Sal 51,19). Los profetas de la Antigua Alianza denunciaron con frecuencia los sacrificios hechos sin participación interior (cf Am 5,21-25) o sin amor al prójimo (cf Is 1,10-20). Jesús recuerda las palabras del profeta Oseas: “Misericordia quiero, que no sacrificio” (Mt 9,13; 12,7; cf Os 6,6). El único sacrificio perfecto es el que ofreció Cristo en la cruz en ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación (cf Hb 9,13-14). Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para Dios.
Abrahán un modelo de fe
144. Obedecer (“ob-audire”) en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma.
Abraham, “el padre de todos los creyentes”
145. La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados insiste particularmente en la fe de Abraham: “Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba” (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17).
146. Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: “La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11,1). “Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia” (Rom 4,3; cf. Gn 15,6). Gracias a esta “fe poderosa” (Rom 4,20), Abraham vino a ser “el padre de todos los creyentes” (Rom 4,11.18; cf. Gn 15,15).
2572. Como última purificación de su fe, se le pide al “que había recibido las promesas” (Hb 11, 17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila: “Dios proveerá el cordero para el holocausto” (Gn 22, 8), “pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos” (Hb 11, 19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo sino que lo entregará por todos nosotros (cf Rm 8, 32). La oración restablece al hombre en la semejanza con Dios y le hace participar en la potencia del amor de Dios que salva a la multitud (cf Rm 4, 16-21).
_________________________
RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
No he venido a llamar a los justos
En el Evangelio de hoy hay algo conmovedor. Mateo no nos narra lo que Jesús le dijo o hizo un día a alguien, sino lo que le dijo e hizo personalmente por él. Es una página autobiográfica, la historia del encuentro con Cristo, que le cambió su vida.
«Vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió».
Caravaggio (¡también los artistas nos ayudan a entender algo sobre el Evangelio!) nos ha dejado una tela famosa sobre esta escena. El futuro apóstol está sentado en una mesa. Sobre ella, además de las monedas, hay una pluma y un tintero (¡le servirán un día para otro fin!). Una luz parte del rostro de Cristo, sigue el movimiento de su mano y cae, iluminándolos, sobre los rostros de Mateo y de los demás, que están sentados con él en la mesa de los impuestos. Es un modo sugestivo para decir que la llamada exterior está acompañada por una luz interior. Sin ésta, por lo demás, no se explicaría la prontitud con que Mateo «se levanta», lo deja todo y sigue a Cristo, sin necesidad de explicación alguna. El diálogo invisible entre Cristo y el futuro apóstol está todo confiado al gesto de las respectivas manos. La de Cristo, de pie, va en dirección a Mateo, sin embargo, en señal más de elección que de mandato (¡no hay ningún dedo índice dirigido hacia Mateo sino sólo una mano extendida!).
A este gesto corresponde el de Mateo, que se lleva la mano al pecho, como quien se maravillase de la elección, y dice: «¿Yo? ¿Estás seguro de lo que quieres precisamente de mí?»
El episodio, sin embargo, no aparece en los Evangelios por la importancia personal que revestía para Mateo; es tan cierto que también Marcos y Lucas lo refieren, llamando a Mateo con su segundo nombre de Leví (cfr. Marcos 2,14; Lucas 5,27). El interés es debido a lo que sigue tras el momento de la llamada. Mateo «le ofreció en su casa un gran banquete» (Lucas 5,29) para despedirse de sus ex colegas de trabajo, «publicanos y pecadores». Se produce una inconfundible reacción de los fariseos y la respuesta de Jesús:
«No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa “misericordia quiero y no sacrificios”: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores».
Que esto sea, también para la liturgia, el centro o la culminación del fragmento lo demuestra el hecho de que eso está ya anticipado en la primera lectura, en donde encontramos el texto de aseas, que Jesús cita en su respuesta:
«Misericordia quiero, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos».
Nosotros estamos de tal manera acostumbrados a las palabras del Evangelio que las tomamos como por descontadas y naturales, igualmente cuando ellas objetivamente son «escandalosas» y debieran, al menos, suscitamos interrogantes. ¿Dios preferiría más a los pecadores que a los justos? Entonces, ¿para qué la Ley y los mandamientos? Son precisamente las preguntas inquietantes, que nos conducen a descubrir a veces las respuestas salvadoras o liberadoras del Evangelio.
La explicación de la frase de Cristo es sencilla. Jesús no ha venido a llamar a los justos (como si hubiera justos antes de él y sin él) sino que ha venido a hacer justos. Es una coincidencia providencial que en estos domingos estemos leyendo los capítulos de la carta a los Romanos en donde esta enseñanza de Cristo ha encontrado su plena formulación. La segunda lectura del Domingo pasado decía:
«La justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los profetas, se ha manifestado independientemente de la Ley. Por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen, sin distinción alguna. Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien Dios constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre» (Romanos 3, 22-25).
En la segunda lectura de hoy él afirma que Cristo «fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación», esto es, para que todos pasáramos de ser pecadores a justos.
Jesús no niega que existía antes de él una cierta justicia, «en cuanto derivada de la justicia de la Ley» (Filipenses 3,6); reconoce gustoso en los fariseos tal justicia, que por ello la continúa a llamar, sin ironía, de «los justos». Sólo busca explicarles que ésta no basta para salvarse porque no puede dar la vida. Debía servir sólo para hacer «desear la gracia» y reconocerla en el momento de su venida. Habiendo fallado esta finalidad, se transforma en pseudo-justicia, en justicia que condena más bien que salva. Fue el drama de los que se oponían a Cristo; de los dice el Apóstol tristemente que «desconociendo la justicia de Dios se empeñan en establecer la suya propia» (Romanos 10,3).
Si la justificación del pecador» es tan importante y vital, debemos buscar entender en qué consiste y cómo sucede. Acontece «por medio de la fe». Una persona escucha proclamar que Cristo ha muerto y resucitado por sus pecados y precisamente por los suyos; cree y le confía a él su vida y reconoce en él a su Salvador. Entre tanto, el Espíritu Santo «le convence de pecado en su interior»; aquella persona se arrepiente, comienza a ver su vida con otra luz y se siente como renacer, resucitar. Esto significa «morir con Cristo y resucitar con él» (cfr. Romanos 6, 8ss.).
Una persona ha descrito cómo sobreviene este cambio en su vida. Se había acercado contra su voluntad a escuchar una lección, que por la tarde se tenía en Londres sobre la carta a los Romanos, cuando en un cierto punto (con la distancia del tiempo hasta recordaba la hora exacta) sucedió una cosa extraña dentro de él: «Hacia las nueve menos cuarto, mientras se leía la descripción del cambio, que Dios realiza en el corazón a través de la fe en Cristo, sentí extrañamente que mi corazón se inflamaba; sentí que volvía a poner en Cristo y sólo en él la confianza de mi salvación; y se me dio la seguridad que él había quitado o borrado mis pecados, precisamente los míos, y me había salvado de la ley del pecado y de la muerte». Vuelto a casa, en verdad, una cosa le hizo entender que su corazón había cambiado: le salía o le resultaba espontáneo poder perdonar a todos los que le habían hecho sufrir y, es más, rogaba por ellos y sentía amarles. Se trata de John Wesley, el fundador de la Iglesia Metodista.
Pero, ¿esto no es lo que, según la doctrina católica, nos ha ocurrido en el bautismo a nosotros? Y, entonces, ¿qué nos queda por hacer? Respondo: nada y todo. Nos falta renovar en la vida de adultos, libre y conscientemente, lo que ya estaba implícito en el bautismo. Nos falta, por así decir, rubricar nuestra firma; pero, en persona, no sólo con la boca de los padres o de los padrinos. Para que un contrato sea válido debe llevar la firma de ambos, los dos contrayentes; mientras que si falta una, el contrato no es operativo o eficaz. Nuestra alegría es saber que el otro contrayente, Cristo, jamás ha retirado su firma y si en cualquier momento de la vida nosotros decidimos añadirle la nuestra el contrato llegará a ser «operativo o eficaz». Con ello, la vida cristiana adquiere un nuevo vigor, una nueva luz, llegamos a ser criaturas nuevas.
Todo esto lo vemos ya en la vida de Mateo. El encuentro con Cristo le hace de «publicano y pecador» en justo» y haciéndole justo ha hecho de él una persona nueva, un apóstol de Cristo. Si hubiese permanecido siendo un cobrador de las tasas, Caravaggio (para señalar la más pequeña de sus glorias) no se habría interesado por él, el mundo no sabría ni siquiera que ha existido un tal Mateo, llamado también Leví.
Nos falta aclarar un punto. A la luz de lo que hemos dicho, ¿qué significa la frase de Oseas, vuelta a tomar por Cristo, «quiero misericordia, y no sacrificios»? ¿Quizás que hoy es inútil todo sacrificio y mortificación y que basta con amar para que todo esté en su puesto? No falta quien lo interpreta precisamente así y lo enseña a los demás. Con este paso se puede llegar a rechazar todo aspecto ascético del cristianismo, como residuo de una mentalidad aflictiva o maniquea, hoy ya superada.
De nuevo, una pregunta inquietante llega a ser ocasión para un descubrimiento iluminador. Ante todo, hay que notar un profundo cambio de perspectiva en el paso desde aseas a Cristo. En aseas, la frase se refiere al hombre, a aquello que Dios quiere de él. Dios quiere del hombre amor y conocimiento, no sacrificios exteriores y holocaustos de animales (Es el pensamiento desarrollado en el Salmo responsorial de hoy). En la boca de Jesús, la frase se refiere por el contrario a Dios. El amor, del que se habla, no es el que Dios exige al hombre sino el que él le da al hombre. «Misericordia quiero que no sacrificios» quiere decir: yo quiero usar de misericordia, no condenar. Su equivalente bíblico es la palabra, que se lee en Ezequiel: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado... y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (18, 23). Dios no quiere «sacrificar» a su criatura sino salvarla.
Con esta precisión, se entiende mejor asimismo la frase de aseas. Dios no quiere el sacrificio «a toda costa» como si se deleitase al vemos sufrir; no quiere ni siquiera el sacrificio hecho para conseguir derechos y méritos ante él o por un malentendido sentido del deber. Quiere, sin embargo, el sacrificio que es pedido por su amor y por la observancia de los mandamientos. «No se vive en amor sin dolor», recordábamos que lo dice la Imitación de Cristo y la misma experiencia cotidiana lo confirma. No hay amor sin sacrificio. En este sentido, Pablo nos exhorta a hacer de nuestra vida entera «un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (Romanos 12, 1).
Sacrificio y misericordia son todas las dos cosas buenas; pero, pueden llegar a ser uno y otra cosas malas si están mal repartidas. Son cosas buenas, si (como ha hecho Cristo) se escoge el sacrificio para sí y la misericordia para los demás; llegan a ser ambas malas si se hace al contrario y se escoge la misericordia para sí y el sacrificio para los demás. Si se es indulgente consigo mismo y riguroso con los demás, esto es, siempre prontos a excusarnos a nosotros mismos y despiadados o crueles al juzgar a los demás. A este respecto, ¿no tenemos precisamente nada que volver a ver en nuestra conducta?
No podemos concluir el comentario de la llamada de Mateo sin dedicarle un pensamiento afectuoso y reconocedor a este evangelista que nos acompaña con su Evangelio en el curso de todo este primer ciclo litúrgico. Lo hacemos con algunos versos dedicados a él por Paul Claudel:
«Es Mateo, el publicano,
quien tuvo primeramente la idea,
conociendo la fuerza de un escrito,
de fijar en negro sobre el papel a Jesús,
lo que exactamente había dicho
y sus ojos habían contemplado.
Por esto, volviendo a tomar el instrumento,
que le servía en un tiempo para sus cálculos,
consciente, sereno, imperturbable como un toro,
comienza a arar su gran campo de papel blanco.
Traza un surco, vuelve al comienzo,
inicia otro, de tal manera, que nada sea omitido
de lo que la memoria le ofrece
y el santo Espíritu le dicta.
No solamente para su tiempo
sino para toda la Iglesia que aún vendrá...»
Caravaggio, que ha pintado la llamada o vocación de Mateo, ha dejado, asimismo, un cuadro de Mateo escribiendo su Evangelio (desgraciadamente destruido en la última guerra en Berlín). Está arrodillado sobre un taburete, la pluma en la mano y atento a escuchar al ángel (su símbolo), que le trasmite la inspiración divina.
Gracias, san Mateo. Sin ti ¡cuánto más pobre sería nuestro conocimiento de Cristo!
_________________________
PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Reconocerse pecadores
«El Señor no ha venido a llamar a justos sino a pecadores, porque el Señor es justo y misericordioso, lento a la ira y generoso para dar y perdonar.
Jesús vino al mundo a traer misericordia, a entregarse a sí mismo como víctima de expiación por los pecados de todos los hombres, en un único y eterno sacrificio salvífico, agradable al Padre.
Promovía entre sus discípulos el apostolado conviviendo con publicanos y pecadores, y nos da ejemplo para que nosotros hagamos lo mismo.
Él llama a cada uno por su nombre para que se levante y lo siga, para que se convierta y lleve su misericordia a los demás.
Reconócete pecador y agradece que el Señor se ha dignado venir a buscarte, que te ha llamado para que lo sigas, y ha derramado sobre tus miserias su misericordia.
Arrepiéntete, pídele perdón y ábrele la puerta de tu corazón, para que Él entre y se siente en tu mesa y cene contigo, y tú con Él.
Conviértete, decídete a cambiar tu vida, no ofrezcas sacrificios que ante Dios carecen de valor.
Escucha la voz de tu Señor que te dice: “Misericordia quiero y no sacrificios”, levántate y síguelo.
Aprende a hacer las catorce obras de misericordia con los más necesitados, y cumplirás con tu misión, haciendo lo que Jesús quiere. Harás la voluntad de Dios».
_________________________
FLUVIUM (www.fluvium.org)
Dios quiere nuestra salvación
No puede sino asombrarnos la escena evangélica que nos presenta la Iglesia en la fiesta en este domingo. Se trata precisamente de las circunstancias que rodearon a la llamada a seguirle, que Jesús dirigió al que sería el apóstol y evangelista del primer evangelio, cuando pasaba junto a donde recaudaba impuestos. Mateo se ocupaba, como publicano, de cobrar el tributo que la autoridad romana exigía al pueblo de Israel. Entre otras, era ésta una de las obligaciones que pesaba sobre el pueblo elegido, como consecuencia de haber sido dominados política y militarmente por los romanos.
Podríamos detenernos en bastantes detalles del relato, que no deben pasarnos inadvertidos: la majestad de Jesús que, sin más, llama mientras va pasando a seguirle de por vida; lo que descubriría Mateo: hombre práctico como pocos, sin duda, difícil de engañar, para que una sola palabra de Jesús le bastara para comprender nítidamente que valía la pena cambiar su vida actual por el seguimiento de Cristo; el entusiasmo suyo tras la decisión, que le lleva a organizar una fiesta invitando a sus amigos; la actitud, en cambio, de los fariseos, que parecen incapaces de ver con buenos ojos algo de lo que el Señor realiza; el afán salvador, en fin, de Jesucristo: no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores, concluye.
Podemos, esta vez, detenernos precisamente en esto último, que parece inundar el alma del Señor, y así lo manifiesta en bastantes momentos de su paso por la tierra: Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor...; tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él...; no temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino. En muchos más momentos manifiesta Jesús el cariño divino a los hombres. En la conversión con Zaqueo, otro colega de Mateo, que era jefe de publicanos y lo hospeda en su casa, Jesús manifiesta: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.
Parece necesario, con una necesidad gozosamente imprescindible, que nos sintamos muy queridos por Dios. Conviene que meditemos hasta el fondo, en la medida de nuestras fuerzas humanas –que siempre serán pequeñas, de pobre criatura– que un gran Amor nos quiere, y ha pensado para los hombres la mayor de las felicidades posibles. Aunque no sea fácil de entender, porque habitualmente pensamos en términos de derechos y de obligaciones –según una lógica humana–, el plan creador de Dios, que hace posible nuestra existencia, nos conduce –si libremente somos dóciles a él– al inimaginable deleite de su intimidad. No cabe pensar en mayor bien que aquél que de suyo satisface cada potencia de nuestra carne y nuestro espíritu.
No se trata, desde luego, de una cuestión de derechos adquiridos, que logremos en virtud de unos ciertos méritos. Diríamos, para entendernos, en una cuestión en la que las palabras resultarán siempre pobres, que así ha sido el plan de Dios Gratuitamente nos ha amado, sin iniciativa alguna de nuestra parte, y no tenemos al respecto nada que decir, nada que objetar que sea razonable. Lo cual sería tan absurdo como plantear objeciones a que las personas en este mundo sean hombres y mujeres, o que caminen habitualmente sobre sus pies. Se trata, en efecto, de un convencimiento primario, básico de la fe cristiana: la vida del hombre únicamente se consuma en Dios; y en Él y sólo en Él, compartiendo su Vida Eterna, logra el hombre su plenitud.
La llamada al apostolado de Mateo, discípulo del Señor y, como veíamos, autor del primer evangelio; por las circunstancias que la rodearon, es una manifestación práctica y eficaz del deseo salvador divino, concretado por Jesucristo al llegar a la plenitud de los tiempos, en palabras de San Pablo. Cabría pensar que los justos, por su justicia, ya caminan con sus pasos orientados hacia Dios. Pero los pecadores, los que viven de modo habitual en la injusticia, en franca oposición a los preceptos divinos, esos precisan más; esos sí que necesitan una asistencia más específica que los anime a retirarse de sus desvíos, cuando ejercitan la libertad. Les es tanto más necesaria esa ayuda, cuanto menos la echan en falta, porque siendo imprescindible para la salvación, para la felicidad completa, no la quieren. Son, evidentemente –aunque no sepan– los más necesitados de auxilio divino.
No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Parece la declaración más sencilla y sincera que se podría hacer acerca del amor de Dios, y así se expresaba Jesucristo, Dios mismo encarnado. Dios, que quiere que todos los hombres se salven, como manifiesta el Apóstol a su discípulo Timoteo, no se comporta, en Jesús como tantas veces los humanos, que excluimos de nuestro trato –casi sistemáticamente– a quienes nos ofenden. Nuestro Señor vino al mundo porque los hombres –simplificando– somos malos, pecadores. He ahí la razón de su venida, tomando carne humana de Santa María Virgen. Su vida de infancia y de trabajo en este mundo nuestro, su predicación y su Pasión, muerte y Resurrección, han sido sólo por amor al género humano: para que podamos alcanzar aquella Gloria a la que el hombre fue destinado desde el principio. Pero siempre en razón del pecado y de los pecadores: los pecados y nuestra maldad, atraen el amor de Dios.
Que el entusiasmo agradecido de Mateo, en su nueva vida con Cristo, nos contagie también a cada uno, y nos ayude a contemplar a Nuestro Señor, como el amigo incondicional que nunca se desdice de su amistad, aunque no seamos merecedores de ella. Sin duda, con esa actitud nos sentiremos más dispuestos a evitar lo que ofende a Dios; más aún, desearemos agradarle con amor en nuestro comportamiento de cada día.
La Madre de Dios, Madre nuestra, aliente esos deseos.
_____________________
PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Misericordia y sacrificio
En el Evangelio de hoy hemos escuchado al evangelista san Mateo narrar su primer encuentro con Jesús. Es el evangelista que en el año litúrgico que estamos viviendo nos hace de guía en el conocimiento de los dichos y hechos de Cristo. El relato está recorrido por un sentido de sinceridad y de humildad. El autor se nos presenta mientras se encuentra en la mesa de recaudación de impuestos. Se trata entonces de un publicano, uno de aquellos recaudadores de impuestos por cuenta de los romanos que los celotes detestan y los fariseos desprecian. Antes de despedirse de su oficio, Mateo ofrece una comida a Jesús. Para la ocasión invita a los amigos. Quiere hacer que conozcan al Maestro que lo ha cambiado. Su casa se llena así de recaudadores, gente –lo reconoce él también– no pura, “pecadores”.
La reacción de los puritanos no se hace esperar. La misma que se dio en el caso de la Magdalena. Es el escándalo “farisaico”. Jesús, con pocas palabras, mesuradas, explica su conducta sin irritarse. Lo hace recordándoles aquellas palabras de las Escrituras de las cuales se vanaglorian conocedores y observadores: Yo quiero misericordia y no sacrificios. A la religión formalista, exterior, que tiende a reducir todo a las prácticas y a los sacrificios, Dios opone el culto verdadero: el del corazón, el amor a Dios, la piedad y la misericordia con respecto a los hermanos. Es un llamado siempre actual a la esencia, contra la tentación de poner toda la confianza en las obras. También san Pablo hoy insiste en ello al proponemos el ejemplo de Abraham, que es justificado por su fe en la palabra de Dios, aún antes que por sus obras.
Entre los sentimientos del corazón que hoy Jesús exalta, existe sobre todo la misericordia, la comprensión, la capacidad de no escandalizarse sino de recibir al hermano y ayudarlo amándolo. Antes de las palabras pronunciadas por Jesús, está el hecho que constituye la enseñanza más fuerte: Jesús se sienta a la mesa con los pecadores, se comunica con ellos, los escucha y no se avergüenza de su compañía. Es una de las imágenes más conmovedoras y más constantes del Evangelio. En el bautismo, Jesús se presenta confundido entre los pecadores; en la cruz muere entre dos malhechores.
Ahora que tenemos ante los ojos el ejemplo y el comportamiento concreto de Jesús que hace de marco, podemos profundizar también en su palabra, aquella palabra que ya hemos recordado: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Que esta palabra sea el corazón del pasaje evangélico –aquella sobre la cual nos quiere hacer reflexionar la liturgia en modo particular– se entiende a partir del hecho de que ella inspiró la elección de la primera lectura (Oseas: Yo quiero amor y no sacrificios) y del salmo responsorial: No te acuso por tus sacrificios: ¡tus holocaustos están siempre en mi presencia!... Ofrece al Señor un sacrificio de alabanza.
No es una palabra tan simple de explicar como parece. Si Dios ha dicho y si Jesús ha repetido no querer el sacrificio, ¿cómo es que la Iglesia, desde siempre, nos inculca la necesidad del sacrificio para salvamos? ¿Cómo es que el sacrificio ocupa todavía un lugar tan importante en la ascética y en la predicación cristiana? Es muy importante, por lo tanto, conocer cuál es la misericordia que Dios desea y, sobre todo, cuál es el sacrificio que Dios no desea. No desea el sacrificio impuesto a los otros y la misericordia otorgada a uno mismo: desea, por el contrario, la misericordia o, como dice aseas, el amor por los otros y el sacrificio –es decir, la exigencia, la intransigencia– hacia uno mismo.
Sobre la misericordia y el amor al prójimo tenemos ocasión de reflexionar a menudo; no sucede lo mismo con el sacrificio. ¿Está de acuerdo o no con el espíritu de Cristo la idea de sacrificarse?
El Antiguo Testamento conocía sólo un tipo de sacrificio: el de los animales o el de los frutos de la tierra: el holocausto y la oblación. Se habla, es verdad, como en el salmo de hoy, de un sacrificio de alabanza, pero, más que nada, en sentido trasladado. Eran sacrificios que no tocaban a la persona sino, en todo caso, a los bienes de un hombre. La idea de que un hombre deba sacrificarse, atormentarse voluntariamente, mortificarse e imponerse privaciones, era más bien extraña al espíritu del Antiguo Testamento, que consideraba la propiedad, la salud, el bienestar como las bendiciones más evidentes de Dios.
Claro, contra aquella idea del sacrificio se habían alzado voces proféticas: Yo no necesito los novillos de tu casa ni los cabritos de tus corrales (salmo responsorial). Vino al fin Jesús y cambió por completo la situación. Dijo no al sacrificio de toros y corderos y, en su lugar, dijo sí al sacrificio de uno mismo: Así de. clara abolido el primer régimen para establecer el segundo (Heb. 10, 9). La idea evangélica del sacrificio es de veras nueva, toda espiritual e interior. En la epístola a los hebreos se lee de Cristo que, al entrar en el mundo, dijo: Tú no has querido sacrificio ni oblación; en cambio, me has dado un cuerpo. No has mirado con agrado los holocaustos ni los sacrificios expiatorios. Entonces dije: Aquí estoy, yo vengo –como está escrito de mí en el libro de la Ley. para hacer, Dios, tu voluntad (Heb. 10, 5-7).
Jesús ha inaugurado un sacrificio nuevo, aquel con el cual se consume sobre el altar de la voluntad de Dios el propio cuerpo, es decir, uno mismo. Él nos dio el ejemplo: al cordero pascual tomado por el rebaño lo sustituyó él mismo como verdadero Cordero de Dios. En este sentido, toda su vida fue cruz y martirio (Imitación de Cristo). La salvación de la humanidad surgió de este nuevo sacrificio: Yen virtud de esta voluntad quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo (Heb. 10, 10).
Jesús ofreció su sacrificio para siempre (Heb. 10, 12); nosotros lo recordamos en la Misa. Pero queda por cumplir nuestro sacrificio, es decir, el sacrificio del cuerpo que es la Iglesia: queda por cumplir lo que falta a los padecimientos de Cristo (Col. 1, 24). Este sacrificio no sólo no queda abolido por Jesús sino que sin él no se entra en el reino: Quien no reniega de sí mismo...; y san Pablo: Los exhorto... a ofrecerse ustedes mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios (Rom. 12, 1). Nuestro cuerpo: hoy no se quiere escuchar hablar de castigar el propio cuerpo y reducirlo a la esclavitud, quizás porque en ese sentido hubo exageraciones y distorsiones en el pasado. Y sin embargo, sin decir no a ciertas insaciables exigencias de nuestro cuerpo, no nos convertimos en espirituales; permanecemos carnales.
Pero no sólo el cuerpo, Si el sacrificio por excelencia es “hacer la voluntad de Dios”, es sobre el interior que debe insistirse, sobre el sacrificio del “yo” egoísta y orgulloso que se opone a Dios. Es dentro de nosotros, sobre todo, que debemos buscar la víctima para sacrificar. El sacrificio perfecto es el que comienza con la conversión del corazón: Mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado (Sal. 50, 19).
Este sacrificio, así concebido, ya no aparece como el opuesto del amor y de la misericordia; por el contrario, les allana el camino. Sólo quien llegó a saber resistirse a sí mismo, a reconocer alguna vez que no tiene razón, a decirse algún “no”, por lo general está dispuesto a dar la razón, a decir sí al hermano, a comprenderlo, a perdonarlo, a emplear, en síntesis, la misericordia con respecto a él. El cristiano no se sacrifica nunca en abstracto, sólo por sacrificarse; se sacrifica siempre por alguien, a beneficio de alguien, exactamente como Cristo, quien se dio en sacrificio “por nosotros”. Los santos más austeros consigo mismos eran los más dulces y generosos con los demás. San Francisco, para reprimir un movimiento contrario a la virtud en su cuerpo, era capaz de dar vueltas desnudo sobre la nieve invernal, pero también era capaz de levantarse por la noche para comer, para hacerle compañía a un fraile que tenía hambre y se avergonzaba de comer a solas. Así, antes de todos los santos, actuó el mismo Jesús: pasó cuarenta días de ayuno en el desierto y, quizás, incluso después se conformó con comer lo que había y la cantidad que había. Pero fue a comer a lo de Mateo para complacer a él y a los amigos, y ofrecerles el don de su misericordia.
Hemos hablado del sacrificio de Cristo y de aquel del creyente. Las dos cosas no quedan desvinculadas y sin nexo. Si fuera así, nuestro sacrificio quedaría solamente como un sacrificio ascético, aun cuando saludable. El momento del encuentro entre los dos sacrificios –el de Cristo y el de la Iglesia– es, justamente, la Misa que estamos celebrando. Aquí, las gotitas de agua de nuestros sacrificios se funden con “la sangre derramada en la cruz” en un único sacrificio, el sacrificio de nuestra reconciliación. Cristo hace también de nosotros una Eucaristía para el Padre y para el mundo. Al pasar a la celebración eucarística, hoy no olvidamos la escena contemplada en el Evangelio: Jesús que se sienta a la mesa con los pecadores, que habla y come con ellos. Ella se repite ahora en nuestra asamblea: él se sienta a la mesa con nosotros que somos pecadores, como hizo en la casa de Mateo. Nos ha dado su palabra de vida y ahora desmigaja su pan: el pan que nos otorga, no lo olvidemos, es su cuerpo “ofrecido en sacrificio por nosotros”.
_________________________
HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
La virtud de la esperanza
I. La virtud del caminante. Su fundamento.
La ascética cristiana considera la vida del hombre en la tierra como un camino que acaba en Dios. Todos somos un homo viator, un viajero que se dirige deprisa hacia su meta definitiva, Dios; por eso, todos “debemos hacer provisión de esperanza si queremos marchar con paso firme y seguro por el duro camino que nos espera”. Si el viajero perdiera la esperanza de llegar a su destino detendría su marcha, pues lo que le mueve a continuar el camino es la confianza en poder alcanzar la meta. Nosotros queremos ir muy por derecho y deprisa a la santidad, a Dios.
En la vida humana, cuando uno se propone un objetivo, su esperanza de alcanzarlo se fundamenta en la resistencia física, en el entrenamiento, en la experiencia; en último término, en su firme voluntad, que puede sacar fuerzas, si fuera necesario, de su misma flaqueza. Para lograr el fin sobrenatural de nuestra existencia, no nos basamos en las propias fuerzas, sino en Dios, que es todopoderoso y amigo fiel que no falla; su bondad y misericordia no se parecen a las del hombre, que es frecuentemente como nube de la mañana y como rocío de la madrugada, que pasa.
Mediante la esperanza sobrenatural, el cristiano confía alcanzar un objetivo definitivo que se encuentra incoado ya en esta vida desde el Bautismo y se logra para siempre en la otra. No es este objetivo una meta provisional, como en los viajes corrientes, punto de partida hacia otras metas. A través de esta virtud, esperamos y deseamos la vida eterna que Dios ha prometido a quienes le aman, y los medios necesarios para alcanzarla, apoyados en su auxilio omnipotente.
El Señor nos promete su ayuda para combatir las tentaciones y desarrollar el germen de la vida divina en el alma. Cuanto mayores sean las dificultades y más grande la debilidad, más firme ha de ser la esperanza en el Señor, pues mayores serán sus ayudas, más clara se manifiesta su presencia cerca de nuestro vivir diario. En la Segunda lectura de la Misa, nos recuerda San Pablo cómo Abrahán, apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchas naciones, según se le había prometido. Y comenta Juan Pablo II: “diréis todavía: “¿cómo puede suceder esto?”. Sucede porque se aferra a tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de las misericordias, quien enciende en mí la confianza; por lo cual yo no me siento ni solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que desembocará un día en el Paraíso”.
No vaciló Abrahán a pesar de ser ya anciano y estéril su mujer, sino que se afianzó firmemente en el poder y en la misericordia divinas al estar persuadido de que Dios es capaz de hacer lo que promete. Y nosotros, ¿no vamos a confiar en Jesucristo, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación? ¿Cómo nos va a dejar solos el Señor ante los obstáculos que encontremos para vivir según la llamada que de Él hemos recibido? Él nos da su mano de muchas maneras; de ordinario, en la oración diaria, en el cumplimiento fiel del plan de vida que nos hayamos propuesto, en los sacramentos y, de una manera particular, en los consejos recibidos en la dirección espiritual. Nunca nos dejará solos el Señor en nuestro caminar por este mundo, en el que con frecuencia experimentamos la flaqueza y la debilidad. La esperanza de ser santos, de cumplir fielmente lo que Dios espera de cada uno, depende de que aceptemos la mano que Él nos tiende a diario. No se fundamenta esta virtud en nuestro valer, en las condiciones personales o en la ausencia de dificultades, sino en el querer de Dios, en su voluntad de que alcancemos la meta; una voluntad acompañada siempre por las gracias y ayudas que sean precisas en cada circunstancia.
““Nam, et si ambulavero in medio umbrae mortis, non timebo mala” –aunque anduviere en medio de las sombras de la muerte, no tendré temor alguno. Ni mis miserias, ni las tentaciones del enemigo han de preocuparme, “quoniam tu mecum es” –porque el Señor está conmigo”.
II. Esperanza en medio de las contrariedades, de los obstáculos, del dolor...
El Evangelio de la Misa nos muestra, una vez más, cómo el Señor está más cerca de quien más lo necesita. Ha venido a curar, a perdonar, a salvar, y no sólo a conservar a los que están sanos. Él es el Médico divino, el que cura ante todo las enfermedades del alma, y no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, dice a quienes le critican que come con publicanos y pecadores. Cuando los asuntos del alma no marchan, cuando se ha perdido la salud –y nunca estamos del todo sanos–, Jesús está dispuesto a derrochar más cuidados, más ayudas. No se separa del enfermo, no se aleja de nosotros, no da a nadie por perdido, ni siquiera en un defecto, en algo que puede y debe ir mejor, pues Él nos llama a la santidad y tiene preparadas las gracias necesarias. Sólo el enfermo puede hacer ineficaces, rechazándolas, las medicinas y la acción de este Médico que todo lo puede curar. La voluntad salvadora de Cristo para cada uno de sus discípulos, para nosotros, es la garantía de alcanzar lo que Él mismo nos pide.
La virtud de la esperanza nos descubre que las dificultades de esta vida tienen un sentido profundo, no ocurren por casualidad o por un destino ciego, sino porque Dios las quiere, o al menos las permite para sacar bienes mayores de esas situaciones: afianzar nuestra confianza en Él, crecer en el sentido de nuestra filiación divina, fomentar un mayor desprendimiento de la salud, de los bienes terrenos, purificar el corazón de intenciones quizá no del todo rectas, hacer penitencia por nuestros pecados y por los de todos los hombres...
El Señor nos dice a cada uno que prefiere la misericordia al sacrificio, y si en algún momento permite que nos lleguen el dolor y el sufrimiento, es que conviene, por una razón más alta que a veces no comprendemos, en beneficio de nosotros mismos, de la familia, de los amigos, de toda la Iglesia; quiere el Señor un bien superior, como la madre permite una operación dolorosa para que su hijo recupere plenamente la salud. Son momentos para creer con fe recia, para avivar la esperanza, pues sólo esta virtud nos enseñará a ver como un tesoro lo que humanamente se presenta como un quebranto, quizá como una gran desgracia. Son momentos para acercarnos al Sagrario y decirle despacio al Señor que queremos todo lo que Él quiera. “Éste es nuestro gran engaño –escribe Santa Teresa–, no dejarnos del todo a lo que el Señor hace, que sabe mejor lo que nos conviene”. “Jesús, lo que tú “quieras”... yo lo amo”. Lo que Tú permitas, yo, con tu ayuda, lo recibiré como un gran bien, sin poner límite ni condiciones. Por todo te daré siempre gracias, si estás junto a mí.
III. Actualizar con frecuencia la esperanza de ser santos.
Todo es para bien, diremos en la intimidad de nuestro corazón, aunque atravesemos un gran dolor físico o moral. Hay que superar la tentación del egoísmo, de la tristeza o de los objetivos mezquinos. Caminamos derechamente hacia el Cielo, y todo se convertirá en instrumento para estar más cerca y llegar antes. Todo, hasta las flaquezas.
Debemos especialmente ejercitarnos muchas veces en la esperanza ante la situación de la propia vida interior, sobre todo cuando parece que no se avanza, que los defectos tardan en desaparecer, que se repiten los mismos errores, de modo que la santidad se llega a ver muy lejana, casi una quimera. Hemos de tener muy presente entonces lo que enseña San Juan de la Cruz: que el alma en “esperanza de cielo tanto alcanza cuanto espera”. Hay gentes que no alcanzan los bienes divinos justamente porque no esperan alcanzarlos, porque su horizonte es demasiado humano, mezquino, y no vislumbran la magnitud de la bondad de Dios, que nos ayuda aunque no lo merezcamos en absoluto. Y continúa este santo autor: “esperé sólo este lance, y en esperar no fui falto, pues fui tan alto tan alto, que le di a la caza alcance”. La esperanza debe estar sólo en Dios, debe ser ancha, filial, a lo divino: si en ella no quedamos escasos, todo lo obtendremos de Él. Cuando la santidad –la meta de nuestra vida– parezca más distante, procuraremos no cejar en la lucha por acercarnos más al Señor, por esperar ardientemente, por sacar adelante nuestros deberes, llevando a la práctica con renovado esfuerzo los propósitos de nuestros exámenes de conciencia o del último retiro que hicimos, y los consejos de la dirección espiritual, luchando con firmeza contra el desaliento. En algún momento sólo podremos ofrecer al Señor el dolor de nuestras derrotas –en frentes de mucha o de menos importancia– y el renovado deseo de volver a empezar. Será entonces una ofrenda humilde y muy grata al Señor.
La esperanza nos mueve a recomenzar con alegría, con paciencia, sin cansarnos, seguros de que, con la ayuda del Señor y de su Madre, Spes nostra, Esperanza nuestra, alcanzaremos la victoria, pues Él pone a nuestro alcance los medios para vencer.
____________________________
P. Jorge LORING S.J. (Cádiz, España) (www.evangeli.net)
«No he venido a llamar a justos, sino a pecadores»
Hoy, Jesús nos habla de la alegría que produce la conversión de alguien que se había alejado de Dios. Hay textos en el Evangelio que se pueden entender mal, como, por ejemplo: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9,13), o esta otra frase, que Jesús dijo también: «Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7). Parece como si Dios prefiriera que fuésemos pecadores, y no es así. El aumento de alegría es porque se trata de una alegría distinta, nueva.
Si un joven emigrante vuelve a casa, su madre recibe una gran alegría que no le dan sus hijos que han permanecido con ella. La madre hubiera preferido que su hijo no hubiera tenido que emigrar para encontrar trabajo, pero al volver le da una alegría nueva que no le dan los otros hijos. Si un hijo gravemente enfermo recupera la salud, da a su padre una alegría nueva que no le dan los hijos sanos. Pero el padre hubiera preferido que su hijo no enfermara. Es el caso de la alegría que recibe el padre del hijo pródigo cuando éste vuelve a casa.
Es evidente que el Señor quiere que le seamos fieles y no nos separemos de Él. Pero cuando nos separamos, Él sale a buscarnos, como el Buen Pastor que deja las otras ovejas en el redil y se va a buscar la perdida hasta que la encuentra. «No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal» (Mt 9,12); Jesucristo, médico divino, no espera a que los enfermos acudan a Él, sino que Él mismo sale a su encuentro. Como dice san Agustín, Jesús «convoca a los pecadores a la paz, y a los enfermos a la curación».
___________________________
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Configurados con la misericordia
«Yo quiero misericordia, y no sacrificios».
Eso dice Jesús.
Te lo dice a ti, sacerdote, porque tú te has levantado y lo has seguido.
Todo lo que sabes hacer, de Él lo has aprendido, porque Él es tu Maestro, tu Amo, tu Señor, y tú eres su discípulo, su siervo, y su amigo.
Tu Señor te ha enviado a llevar su misericordia al mundo entero, a través de tus obras.
Tus sacrificios y holocaustos, Dios no los acepta, sacerdote, porque uno solo es el sacrificio agradable a sus ojos: el único y eterno sacrificio de tu Señor, su pasión y su muerte en la crucifixión, con lo que llevó a cabo la obra de la redención, para darle al mundo la vida en su resurrección.
No hay otro sacrificio que tenga valor, sino tus obras de misericordia, unidas en ofrenda en el altar a ese mismo y único sacrificio en memorial, que se convierten, con el vino y con el pan, en el cuerpo y en la sangre de Cristo, en un solo, excelso y eterno sacrificio, con el que el Padre es glorificado en el Hijo.
Y tú, sacerdote, ¿has aprendido bien lo que quiere decir: yo quiero misericordia y no sacrificios?
¿Comprendes bien el significado de esas palabras sagradas?
¿Te esfuerzas por cumplir lo que tu Señor te manda?
¿Llevas su misericordia derramada en la cruz a todos los rincones de la tierra?
¿Entiendes bien que tu ministerio significa misericordia quiero y no sacrificios?
Tu Señor te ha llamado, y una sola palabra suya te ha bastado para levantarte, dejarlo todo y seguirlo, cuando Él te dijo “sígueme”. ¿Acaso significó para ti un sacrificio? ¿O acaso no ardía tu corazón al escuchar su voz, sabiendo que Él vino a buscarte, no por ser justo, sino por ser un pecador?
Tu Señor no se equivoca, sacerdote. Él te conoce desde antes de nacer. Él te eligió, sabiendo que eres indigno y miserable, débil, frágil y pecador. Pero Él por ti se declaró culpable, y dio su vida para salvarte, para recuperarte, y para enviarte a llevar al mundo su misericordia.
Tu Señor se ha mostrado misericordioso primero contigo, sacerdote, porque nadie puede dar lo que no tiene, y después te ha enviado llenándote de dones y de poder, para que puedas hacer todo lo que Él te manda hacer.
Pero no te envía solo. Tu Señor te ayuda, te protege, y te fortalece con su presencia y su Palabra, porque sabe que ha puesto un tesoro en vasija de barro, y está contigo para salvarte.
Esfuérzate, sacerdote, en aprender bien de tu Maestro, predicando su Palabra, impartiendo sus sacramentos, haciendo sus obras de misericordia corporales y espirituales, viviendo las virtudes con perfección, siendo ejemplo vivo de lo que hace la misericordia de tu Señor con el alma de un pobre pecador, que ha recibido un inmenso don inmerecido, tan solo porque lo ha escuchado, se ha levantado y lo ha seguido, no para hacer sacrificios, sino para ser configurado con la Misericordia misma.
(Espada de Dos Filos III, n. 79)
(Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, - facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com)
_____________________