Domingo 09 del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo IX del Tiempo Ordinario (ciclo A)

 

  • DEL MISAL MENSUAL (www.laverdadcatolica.org)
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • BENEDICTO XVI – Angelus 6.III.11
  • RANIERO CANTALAMESSA (Echad las redes)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II

Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

  • HABLAR CON DIOS (Francisco Fernández Carvajal)
  • Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona)
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)

******

DEL MISAL MENSUAL (www.laverdadcatolica.org)

EL HOMBRE PRUDENTE CONSTRUYE SOBRE ROCA

El autor del libro del Deuteronomio está completamente seguro de que el corazón humano suele ser olvidadizo y malagradecido. Dios realiza numerosas señales a favor de su pueblo, pero éste tiende a envanecerse y olvidarlo. La única manera de mantenerse fiel al designio de Dios es a través de la escucha, la meditación y el recuerdo constante de las palabras del Señor. En la Carta a los Romanos resuena la firme esperanza: Dios generosamente nos rehabilita de nuestra mezquindad y nos otorga un perdón incondicionado a través de su hijo Jesús. Por eso, quien escuche las palabras del Maestro y decida ordenar su vida conforme a tales exigencias, resistirá en pie cuando sobrevengan las aguas encrespadas, las dificultades y los contratiempos.

ANTÍFONA DE ENTRADA (Sal 24, 16. 18)

Tengo los ojos puestos en el Señor, porque Él me libra de todo peligro. Mírame, Dios mío, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido.

ORACIÓN COLECTA

Nos acogemos, Señor, a tu providencia, que nunca se equivoca, y te pedimos humildemente que apartes de nosotros todo mal y nos concedas aquello que pueda contribuir a nuestro bien. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

Hoy pongo ante ustedes la bendición y la maldición.

Lectura del libro del Deuteronomio: 11, 18. 26-28. 32

En aquellos días, Moisés habló al pueblo y le dijo: “Pongan en su corazón y en sus almas estas palabras mías; átenlas a su mano como una señal, llévenlas como un signo sobre la frente.

Miren: He aquí que yo pongo hoy delante de ustedes la bendición y la maldición. La bendición, si obedecen los mandamientos del Señor, su Dios, que yo les promulgo hoy; la maldición, si no obedecen los mandamientos del Señor, su Dios, y se apartan del camino que les señalo hoy, para ir en pos de otros dioses que ustedes no conocen.

Así pues, esfuércense en cumplir todos los mandamientos y decretos que hoy promulgo ante ustedes”. Palabra de Dios.

Del salmo 30 R/. Sé tú, Señor, mi fortaleza y mi refugio.

A ti, Señor, me acojo, que no quede yo nunca defraudado. Tú que eres justo, ponme a salvo; escúchame y ven pronto a librarme. R/.

Sé tú, Señor, mi fortaleza y mi refugio, la muralla que me salve. Tú, que eres mi fortaleza y mi defensa, por tu nombre, dirígeme y guíame. R/.

Vuelve, Señor, tus ojos a tu siervo y sálvame, por tu misericordia. Sean fuertes y valientes de corazón, ustedes, los que en el Señor esperan. R/.

El hombre es justificado por la fe y no por cumplir la ley de Moisés.

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 3, 21-25. 28

Hermanos: La actividad salvadora de Dios, atestiguada por la ley y los profetas, se ha manifestado ahora independientemente de la ley. Por medio de la fe en Jesucristo, la actividad salvadora de Dios llega, sin distinción alguna, a todos los que creen en Él.

En efecto, como todos pecaron, todos están privados de la presencia salvadora de Dios; pero todos son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención llevada a cabo por medio de Cristo Jesús, al cual Dios expuso públicamente como la víctima que nos consigue el perdón por la ofrenda de su sangre, por medio de la fe. Sostenemos, pues, que el hombre es justificado por la fe y no por hacer lo que prescribe la ley de Moisés. Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN (Jn 15, 5) R/. Aleluya, aleluya.

Yo soy la vid y ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante. R/.

La casa edificada sobre roca y la casa edificada sobre arena.

Lectura (Proclamación) del santo Evangelio según san Mateo: 7, 21-27

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “No todo el que me diga: `¡Señor, Señor!’, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre, que está en los cielos. Aquel día muchos me dirán: `¡Señor, Señor!, ¿no hemos hablado y arrojado demonios en tu nombre y no hemos hecho, en tu nombre, muchos milagros?’. Entonces yo les diré en su cara: `Nunca los he conocido. Aléjense de mí, ustedes, los que han hecho el mal’.

El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se parece a un hombre prudente, que edificó su casa sobre roca. Vino la lluvia, bajaron las crecientes, se desataron los vientos y dieron contra aquella casa; pero no se cayó, porque estaba construida sobre roca.

El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica, se parece a un hombre imprudente, que edificó su casa sobre arena. Vino la lluvia, bajaron las crecientes, se desataron los vientos, dieron contra aquella casa y la arrasaron completamente”. Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Confiados en tu misericordia, Señor, venimos a tu altar con nuestros dones a fin de que te dignes purificarnos por este memorial que estamos celebrando. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN (Mc 11, 23-24)

Yo les aseguro, dice el Señor, que todo cuanto pidan en la oración, si tienen fe en obtenerlo, les será concedido.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Padre santo, tú que nos has alimentado con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, guíanos por medio de tu Espíritu a fin de que, no sólo con palabras, sino con toda nuestra vida podamos demostrarte nuestro amor y así merezcamos entrar al Reino de los cielos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

UNA REFLEXIÓN PARA NUESTRO TIEMPO.- No es fácil interiorizar por propia decisión el proyecto humanizador que nos ofrece el Señor. La soberbia y el engreimiento nos empujan a afirmar desmedidamente nuestras propias convicciones egoístas. Para resistir a ese empalagoso canto de las sirenas del hedonismo y la incongruencia necesitamos confrontar permanentemente nuestra vida y nuestras opciones con el proyecto de Dios. Recordar, meditar, reflexionar de forma transparente sobre las enseñanzas y de manera especial, sobre la vida del Señor Jesús, es nuestra tabla de salvación. En una sociedad que parece marchar sin brújula ni referente seguro, los cristianos tenemos un faro cierto a dónde voltear en las horas de duda y confusión: escuchar y poner en obra la palabra de Jesús.

_______________________

 

  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Pongo hoy ante vosotros bendición y maldición (Dt 11,18.26-28.32)

1ª lectura

El autor sagrado se dirige a los supervivientes del éxodo, testigos de la especialísima protección del Señor. Sus hijos no vieron tales prodigios, pero también han de reconocerlos por el testimonio recibido.

La ceremonia de bendición y maldición, que ahora se anuncia con brevedad, será ampliamente explicada en los capítulos 27-28 del Deuteronomio, y Josué la llevará a cabo (cfr Jos 8,30-35). No consistirá tanto en bendecir o maldecir, cuanto en proclamar un resumen de los mandamientos y preceptos divinos en términos como «maldito quien no los cumpla», «bendito quien los cumpla». Supone la aceptación solemne por parte del pueblo de Israel de la Alianza del Señor. Esas «Bendiciones» y «Maldiciones» (cfr. Dt 27-28) siguen un modelo que se encuentra en otros escritos del antiguo Oriente, para dar fuerza y solemnidad a los pactos o alianzas; pero en el Deuteronomio adquieren valores morales especiales, coherentes con exhortaciones de los profetas de Israel.

El texto inspirado enseña que la Alianza viene sancionada mediante bendiciones y maldiciones, de acuerdo con la fidelidad o infidelidad de Israel a sus preceptos. Hay pasajes similares en otros lugares del Pentateuco: en el libro del Éxodo, distintas promesas de bendiciones ratifican el Código de la Alianza (23,20-23); en el Levítico, bendiciones y maldiciones concluyen la Ley de Santidad (cap. 26).

El contenido de los premios y los castigos hace referencia únicamente a bienes temporales. Es una manifestación más de la pedagogía divina, y de su condescendencia con la mentalidad y la cultura de aquellos hombres; la prosperidad y el poder por un lado, y la miseria y la esclavitud por otro, eran para ellos índices significativos de su fidelidad o infidelidad a la Alianza con el Señor. Con el de­sarrollo progresivo de la Revelación, Dios irá haciendo ver al pueblo elegido la existencia de una retribución en la otra vida. Con Jesucristo llegará a su plenitud esta doctrina, y las Bienaventuranzas (Mt 5,1-12) supondrán un cambio total de perspectiva: la prosperidad o la miseria terrenas dejarán de ser índices de la bendición o del castigo de Dios.

Justificados gratuitamente por su gracia (Rm 3,21-25a.28)

2ª lectura

Estos versículos son de especial importancia en la doctrina de la carta. Primero (vv. 21-26), el Apóstol nos revela fundamentalmente cómo se realiza la justificación del hombre: la justicia de Dios que hace justo al hombre y que estaba anunciada en los libros del Antiguo Testamento (cfr Sal 103,6; Is 46,13; Jr 9,24) se ha revelado ahora en Cristo y en el Evangelio. Dios Padre, fuente de todo bien, con su decreto redentor nos ha entregado a su Hijo para salvarnos; en Jesucristo, que derrama su sangre en la cruz, somos hechos justos; la fe es el don divino mediante el cual Dios dispone y capacita al hombre para que acoja el don de su redención en Cristo.

San Pablo enseña que la justicia de Dios está en conexión con la misericordia: todos los hombres son justificados por una acción gratuita de Dios (v. 24). Tan importante es la afirmación de que la gracia es un don que Dios concede sin mérito nuestro, que el Concilio de Trento, al utilizar este texto de San Pablo, quiso definir su sentido, explicando que nada de aquello que precede y dispone al hombre para la justificación, sea la fe, sean las obras, merece la gracia por la que el hombre es justificado (cfr 11,16; De iustificatione, cap. 8).

Añade el Apóstol que la justificación por la gracia se alcanza «mediante la redención que está en Cristo Jesús» (v. 24). Es decir, en la justificación del pecador se da «el paso del estado en que el hombre nace hijo del primer Adán, al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios por el segundo Adán, Jesucristo, Sal­vador nuestro» (Conc. de Trento, De iustificatione, cap. 4). Esto ha sido posible gracias a que Nuestro Señor nos salvó dándose a Sí mismo como precio por nuestro rescate. La palabra griega que corresponde a «redención» indica precisamente un rescate que se paga para liberar a alguien de la esclavitud. Cristo nos ha liberado de la esclavitud del pecado, pagando, por así decir, ese precio de nuestra libertad (cfr 6,23), entendiendo bien que ese precio no es tanto su sufrimiento sino el amor al Padre que lo impregna. San Pablo afirma que Dios ha hecho a Jesús el verdadero propiciatorio (v. 25). El «propiciatorio» era la cubierta o tapa del Arca de la Alianza, con figuras de dos querubines. Estaba considerado como el trono de Dios en la tierra (cfr Sal 80,2; 99,1), desde donde hablaba a Moisés (cfr Ex 37,6; Nm 7,89), y como el lugar donde implorar a Dios el perdón de los pecados mediante el rito del sacrificio expiatorio que se celebraba el «Día de la Expiación», Yôm Kippûr (cfr Lv 16,1-34; 23,26-32; Nm 29,7-11); en ese día, el sumo sacerdote rociaba el propiciatorio con la sangre de los animales sacrificados como víctimas para el perdón de los pecados del sacerdote y del pueblo. Al decir que Jesús es el propiciatorio Pablo enseña que Jesús es el único que puede obtener la remisión de los pecados con su sangre.

El Catecismo de la Iglesia Católica, sintetizando esta doctrina, enseña: «La justificación es al mismo tiempo la acogida de la justicia de Dios por la fe en Jesucristo. La justicia designa aquí la rectitud del amor divino. Con la justificación son difundidas en nuestros corazones la fe, la esperanza y la caridad, y nos es concedida la obediencia a la voluntad divina. La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se ofreció en la cruz como hostia viva, santa y agradable a Dios y cuya sangre vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres. La justificación es concedida por el bautismo, sacramento de la fe. Nosconforma a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia. Tiene por fin la gloria de Dios y de Cristo, y el don de la vida eterna (cfr Conc. de Trento: DS 1529)» (nn. 1991 y 1992).

Los vv. 27-31 muestran cómo, en consecuencia, nadie puede considerarse superior; ni siquiera los judíos, aun cuando Dios hubiera manifestado especial predilección por ellos. Solemnemente San Pablo declara: ningún hombre puede gloriarse ante Dios, como si fuera justo o santo, por cumplir los mandatos de la Ley (v. 28); es Dios quien hace justo al hombre por pura gracia, y el hombre llega a ser justo aceptando, mediante la fe, la gracia que Dios le ofrece a través de Jesucristo. Tanta es la insistencia del Apóstol, que la afirmación de que el hombre es justificado por la fe, no por las obras de la Ley, viene a ser como un estribillo de la carta (vv. 22.26.28.30; 4,5; 11,6; cfr Ga 2,16; 3,11).

Hoy día, los exegetas cristianos, católicos y no católicos, tienen por indiscutible esta enseñanza fundamental de San Pablo: la salvación ha sido ofrecida en Jesucristo y Dios justifica al hombre por la fe en Cristo. Es, pues, la fe la que justifica. Pero no la fe «sola», sino la fe que obra por medio de la caridad (cfr Ga 5,6). Será, por tanto, «en virtud de la fe», y no por la circuncisión, como los judíos serán justificados, y «por medio de la fe» como los incircuncisos conseguirán también la salvación. ¿Ha quedado anulada la Ley por la fe? No, sino que la fe confirma la Ley, dándole su verdadero sentido y llevándola a la perfección.

Edificó su casa sobre roca (Mt 7,21-27)

Evangelio

El Señor insiste en que el discípulo será juzgado por sus obras (vv. 15-20), que son las que pondrán de manifiesto si cumplió la voluntad del Padre en la tierra (vv. 21-23).

Los falsos profetas de los que había hablado poco antes (v. 15) eran, en el Antiguo Testamento (cfr Jr 23,9-40), aquellos que, sin ser enviados por Dios, embaucaban al pueblo. Jesús previene frente a ellos, advirtiendo a los discípulos que no miren a las apariencias sino a las obras, y dando un criterio de discernimiento: si son de Dios, tendrán buenos frutos.

Por eso, la entrada en el Reino, la pertenencia a la Iglesia, se demuestra con obras, no sólo con palabras: es necesario dar frutos buenos (v. 19), cumplir la voluntad del Padre (v. 21), y traducir en la práctica diaria las palabras de Jesús (v. 24). Muy gráficamente recomienda Fray Luis de Granada: «Mira que no es ser buen cristiano solamente rezar y ayunar y oír Misa, sino que te halle Dios fiel, como a otro Job y otro Abrahán, en el tiempo de la tribulación» (Guía de pecadores 1,2,21).

La parábola de quien edifica sobre roca (vv. 24-27) resume la conducta del que desea entrar en el Reino de Dios que se va haciendo presente en la Iglesia. Quien se esfuerza por llevar a la práctica las enseñanzas de Jesús, aunque vengan tribulaciones personales, o se vea rodeado del error, permanecerá fuerte en la fe, como el hombre sabio que edifica su casa sobre roca.

________________________

 

  • BENEDICTO XVI – Angelus 6 de marzo de 2011

CRISTO ES LA ROCA DE NUESTRA VIDA

¡Queridos hermanos y hermanas!

El Evangelio de este domingo presenta la conclusión del “Discurso de la montaña”, donde el Señor Jesús, a través de la parábola de las dos casas construidas una sobre la roca y otra sobre la arena, invita a sus discípulos a escuchar sus palabras y a ponerlas en práctica (cfr Mt 7,24). De este modo Él coloca al discípulo y a su camino de fe en el horizonte de la Alianza, constituida por la relación que Dios estableció con el hombre, a través del don de su Palabra, entrando en comunicación con nosotros. El Concilio Vaticano II afirma: “Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía”. (Const. dogm. sobre la divina Revelación Dei Verbum, 2). “En esta visión, cada hombre se presenta como el destinatario de la Palabra, interpelado y llamado a entrar en este diálogo de amor mediante su respuesta libre” (Exhort. Ap. postsin.Verbum Domini, 22). Jesús es la Palabra viviente de Dios. Cuando enseñaba, la gente reconocía en sus palabras la misma autoridad divina, sentía la cercanía del Señor, su amor misericordioso, y alababa a Dios. En toda época y en todo lugar, quien tiene la gracia de conocer a Jesús, especialmente a través de la lectura del santo Evangelio, se queda fascinado con él, reconociendo que en su predicación, en sus gestos, en su Persona Él nos revela el verdadero rostro de Dios, y al mismo tiempo nos revela a nosotros mismos, nos hace sentir la alegría de ser hijos del Padre que está en los cielos, indicándonos la base sólida sobre la que edificar nuestra vida.

Pero a menudo el hombre no construye su actuación, su existencia, sobre esta identidad, y prefiere las arenas de las ideologías, del poder, del éxito y del dinero, pensando encontrar en ellos estabilidad y la respuesta a la imborrable demanda de felicidad y de plenitud que lleva en la propia alma. Y nosotros, ¿sobre qué queremos construir nuestra vida? ¿Quién puede responder verdaderamente a la inquietud de nuestro corazón? ¡Cristo es la roca de nuestra vida! Él es la Palabra eterna y definitiva que no hace temer ningún tipo de adversidad, de dificultad, de molestia (cfr Verbum Domini, 10). Que la Palabra de Dios pueda permear toda nuestra vida, pensamiento y acción, así como proclama la primera lectura de la Liturgia de hoy tomada del Libro del Deuteronomio: “Grabad estas palabras en lo más íntimo de vuestro corazón. Atadlas a vuestras manos como un signo, y que sean como una marca sobre vuestra frente” (11,18). Queridos hermanos, os exhorto a hacer lugar, cada día, a la Palabra de Dios, a nutriros de ella, a meditarla continuamente. Es una ayuda preciosa también para protegerse de un activismo superficial, que puede satisfacer por un momento el orgullo, pero que al final, nos deja vacíos e insatisfechos.

Invocamos la ayuda de la Virgen María, cuya existencia estuvo marcada por la fidelidad a la Palabra de Dios. La contemplamos en la Anunciación, a los pies de la Cruz, y ahora, partícipe de la gloria de Cristo Resucitado. Como ella, queremos renovar nuestro “sí” y entregar con confianza a Dios nuestro camino.

_____________________

 

  • RANIERO CANTALAMESSA (Echad las redes)

La casa sobre roca

El tema de este Domingo es la palabra de Dios entendida, sin embargo, no como palabra sobre este o aquel tema particular sino en sí misma, como el hablar mismo de Dios. En cada lengua existe el diccionario, que explica el significado de las palabras, y existe la gramática, que enseña a cómo usarlas. Lo que nos viene explicado hoy es precisamente la «gramática», que es necesario aprender para entrar en diálogo con Dios. Ya en la primera lectura escuchamos:

«Meteos estas palabras mías en el corazón y en el alma, atadlas a la muñeca como un signo, ponedlas de señal en vuestra frente».

Muchos al encontrarse con algún hermano hebreo, que volvía de la oración, se habrá maravillado de vede un estuche sobre su frente o en los filamentos, pendientes de sus brazos. Son un modo literal de poner en práctica estas recomendaciones de Moisés, como signo de amor y devoción a la palabra de Dios.

Como siempre, la primera lectura nos prepara al Evangelio. Dos cosas caracterizan el paisaje de Palestina: las rocas y la arena. En tiempo de Jesús, todos sabían que es de necios construir la propia casa sobre arena en el fondo de los valles, más bien que en lo alto de la roca. En efecto, después de cada lluvia abundante se forma, casi de inmediato, un torrente, que se lleva por delante las pequeñas casas, que encuentra por el camino. Jesús se basa en esta observación, que quizás había hecho en persona, para construimos la parábola de hoy sobre las dos casas, que es como una parábola con dos fachadas. Por ello, dice:

«el que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca».

Con una simetría perfecta, variando sólo poquísimas palabras, Jesús presenta la misma escena en forma negativa:

«El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente».

Tenemos la suerte de poseer un comentario a esta parábola de Cristo en el mismo Nuevo Testamento; es un conocido fragmento de Santiago, también él dividido en dos cuadros, uno negativo y otro positivo:

«Poned por obra la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contemplaba sus rasgos fisiológicos en un espejo: efectivamente, se contempló, se dio media vuelta y al punto se olvidó de cómo era. En cambio el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz» (Santiago 1,22-25).

A las distintas suertes de las dos casas, embestidas por el agua, corresponde aquí la distinta actitud del hombre ante el espejo; pero, el meollo de la enseñanza es la misma.

De éstos y de otros textos análogos de la Escritura, podemos deducir las tres reglas «gramaticales», que en conjunto permiten recibir el lenguaje de Dios y sacar provecho de su hablarnos a nosotros; son: escuchar, reflexionar y practicar. Practicar sin antes haber escuchado y reflexionado es imposible; escuchar y reflexionar sin ponerlo en práctica es inútil. Juntas estas tres operaciones nos trazan por delante un itinerario completo de vida cristiana, que queremos ilustrar.

Por lo tanto, como primer acto, escuchar. Este momento comprende todas las formas y los modos con que nos ponemos en contacto con la palabra de Dios: escucha de la Palabra durante la liturgia, facilitado después del concilio con el uso de la lengua vulgar; cursos bíblicos; contribuciones o artículos escritos; e, insustituible, la lectura personal de la Biblia.

En esta primera fase es necesario evitar dos escollos. El primero es la árida filología, que transforma la lectura personal de la Biblia en una lectura impersonal. Esto sucede cuando la Biblia se reduce a un libro a estudiar con los métodos más avanzados de la crítica histórica y filológica, más bien que un libro, ante todo, al que acercarse con fe; a un texto a «dominar» más bien que a ser dominados e interpelados por él.

Esto ya no sería más un «contemplarse en el espejo», como recomendaba Santiago, sino un limitarse a «mirar o contemplar el espejo». Como si uno se pasase todo el tiempo examinando de qué materia está construido el marco del espejo o si hay pequeños puntos oscuros sobre su superficie, sin nunca «mirarse o contemplarse en el espejo». Debemos máxima gratitud a quienes gastan su vida estudiando la Biblia y penetrando más a fondo sobre su sentido. Cada vez que abrimos una Biblia recogemos el fruto de su trabajo a manos llenas. Sólo que no debemos pensar que con esto se ha agotado todo deber en relación con la palabra de Dios; al contrario, eso está apenas iniciado.

El otro peligro, no menos grave, es el fundamentalismo. Hay dos fundamentalismos, uno bueno y otro malo. El fundamentalismo es bueno si lo entendemos en el sentido de una constante vuelta a las cosas «fundamentales» de la fe; es dañoso o malo cuando significa tomar, materialmente, la Escritura a la letra sin darse el mínimo pensamiento sobre el contexto, sobre los géneros literarios, en suma, sobre una sana hermenéutica. Esto es, ignorar al Espíritu para recaer en la letra. Y, asimismo, en este caso, «la letra mata» (2 Corintios 3, 6). Mata la potencia del mensaje. El hombre de una cierta cultura y exigencia crítica no podrá más que rechazar un mensaje, que, bajo el pretexto de salvar la fe, contradice manifiestamente la razón y, a veces, hasta el buen sentido. Así, fácilmente la fe llega a ser irrelevante si no para cada uno al menos para la sociedad. Es verdad que Dios confunde a los sabios con la necedad; pero, ¡no con «esta» necedad!

Vengamos, ahora, a la segunda operación o «regla gramatical», reflexionar. En el texto de Santiago está indicada como un «fijar la mirada» en la Palabra, un pararse largamente ante el espejo. En la parábola del sembrador, Jesús habla de la tierra buena, que acoge profundamente la semilla de la Palabra y le consiente poner raíces, en contraste con el camino o el asfalto en donde la simiente permanece en la superficie y los pájaros la picotean. Con esto, viene inculcada la misma exigencia de comprender y asimilar la palabra escuchada. La semilla, caída en tierra buena, es «el que escucha la palabra y la comprende» (Mateo 13,23). Los Padres antiguos a todo esto lo llamaban rumiar la Palabra, por analogía con lo que hacen ciertos animales, que, después de haber engullido la comida, vuelven de nuevo a masticarla durante horas, para extraerle todos los elementos nutritivos y digerirla mejor.

Grandes ventajas se derivan de estar durante mucho tiempo ante el espejo de la palabra de Dios. La primera es que la persona aprende a conocerse a sí misma. Ve cuál es el plano de Dios y lo compara con la propia realidad; ve el ideal y mide su diferencia. Pongamos ejemplos concretos. Abrid el Evangelio de Mateo en el capítulo quinto con las Bienaventuranzas. He aquí que el espejo está abierto delante de ti. Comienza a leer: «Dichosos los pobres de espíritu». Inmediatamente, te surge la pregunta: ¿y yo soy pobre de espíritu?, ¿estoy distanciado de los bienes o soy esclavo de Mamonna (el dios dinero) como todos los demás? «Dichosos los limpios de corazón»: ¿y yo soy puro de corazón?, ¿puro de labios, de ojos, de fantasía, de cuerpo? Abre la Escritura en el capítulo 13 de la primera carta a los Corintios. Otro espejo: «La caridad es paciente» (v. 4): ¿y yo? «La caridad no es envidiosa» (v. 4): ¿y yo? «Todo lo soporta» (v. 7): ¿y yo? Esto como se ve no es un espejo normal, que se detiene en la superficie. Como dice san Pablo: «Viva es la palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón» (Hebreos 4,12). Es el mejor modo para hacer nuestros exámenes de conciencia, cuando queremos ir un poco más allá de los esquemas aprendidos de memoria siendo niños.

Pero, en el espejo de la palabra de Dios no nos vemos, por suerte, sólo a nosotros mismos; vemos (y es lo más importante) el mismo rostro de Dios o mejor el corazón de Dios. La Escritura es «una carta de Dios omnipotente a su criatura; en ella por las palabras de Dios se aprende a conocer el corazón de Dios» (san Gregorio Magno, Epístolas IV, 31). De igual forma para Dios vale el dicho de Jesús: «Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca» (Mateo 12, 34). Dios nos ha hablado en la Escritura de lo que está lleno su corazón y lo que llena su corazón es el amor hacia nosotros. «Todas las Escrituras han sido escritas para esto: para que el hombre entienda cuánto le ama Dios y, entendiéndolo, se inflame de amor hacia él» (Agustín, De catechizandis rudibus 1,8).

Y vengamos, ahora, a la operación más importante de todas: poner en práctica la palabra. Bien sea en la parábola de Jesús como en el comentario de Santiago, el mayor contraste no está entre quien escucha y quien no escucha la palabra sino entre quien escucha y la pone en práctica y quien escucha y no la pone en práctica. Este principio está cargado de enormes consecuencias. Dice que también hoy el obstáculo mayor no está entre quien conoce el Evangelio y quien no lo conoce, entre los cristianos y los no cristianos, sino entre quienes conociéndolo no lo ponen en práctica y quienes conociéndolo o no conociéndolo lo ponen en práctica. Éste es el sentido de la advertencia con que se abre el Evangelio de hoy:

«No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo».

Esto no quiere decir que la cosa más importante para los cristianos sean las obras y no la fe o la gracia de Dios. Quiere decir que la fe misma no es auténtica sino que permanece acampada en el aire, si no se traduce en el esfuerzo por vivir lo que se cree. El verdadero contraste no está entre la fe y las obras (como somos inducidos a creer como consecuencia de las conocidas polémicas con el protestantismo) sino que está entre la fe viva y la fe muerta. En esto conserva su perenne validez el conocido reclamo del mismo apóstol Santiago (cfr. Santiago 2,14-18).

La palabra de Dios, como se ve, puede constituir una vía completa en sí de santificación: nos guía a la contemplación de la verdad y al ejercicio de la caridad. Es una vía teórica y práctica. Los Padres justamente han hablado de las «dos mesas» en las que nos podemos nutrir en esta vida: la mesa del pan y la mesa de la Palabra. El mismo empeño que ponemos al recibir la Eucaristía deberíamos por ello ponerlo para recibir la Palabra. Si sentimos la necesidad de purificarnos antes de ir a recibir la comunión, deberíamos sentir la misma necesidad antes de una cita o reunión importante con la palabra de Dios. Sobre esto, casi con las mismas palabras, insisten bien sea la carta de Santiago como la de Pedro:

«Por eso, desechad toda inmundicia y abundancia de mal y recibid con docilidad la palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras vidas» (Santiago 1,21. cfr. 1 Pedro 2,1-2).

El mismo cuidado, que tenemos en la comunión de no dejar caer en tierra ningún fragmento del cuerpo de Cristo, deberíamos tenerlo para no dejar caer en el vacío ninguna palabra de Dios, que escuchamos. Cierro con un magnífico texto de Orígenes a este respecto: «Vosotros que estáis acostumbrados a tomar parte en los divinos misterios, cuando recibís el cuerpo del Señor lo conserváis con toda cautela y toda veneración, para que ni una pequeña partícula caiga a tierra y no se pierda nada del don consagrado. Es vuestra la convicción (y con razón) que sea una culpa dejar caer alguna parte por descuido. Si para conservar su cuerpo sois (y justamente) tan cautos, ¿entendéis que sea una culpa menor descuidar su palabra? (Homilías sobre el Éxodo XIII, 3).

__________________________

 

  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II

Homilía de Juan Pablo II en Pelplin, Polonia, domingo 6 de junio 1999

1. «Bienaventurados (...) los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28). Esta bienaventuranza de Cristo acompaña hoy nuestra peregrinación a Polonia. La pronuncio con alegría en Pelplin, al saludar a todos los fieles de esta Iglesia, con su obispo Jan Bernard Szlaga, al que doy las gracias por sus palabras de bienvenida. Saludo asimismo al obispo auxiliar, mons. Piotr Krupa; a todos los cardenales, arzobispos y obispos polacos aquí reunidos, encabezados por el cardenal primado; a los sacerdotes, los religiosos, las religiosas; y a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas. «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». Que hagamos nuestra esta bienaventuranza.

2. Durante más de mil años han pasado por estas tierras muchos hombres que escucharon la palabra de Dios. La acogieron de labios de los que la anunciaban. Los primeros la recibieron de labios del gran misionero de estas tierras, san Adalberto. Fueron testigos de su martirio. Las generaciones sucesivas crecieron de esas semillas, gracias al ministerio de otros misioneros, obispos, sacerdotes y religiosos: los apóstoles de la palabra de Dios. Unos confirmaron con el martirio el mensaje del Evangelio; otros, mediante un continuo compromiso apostólico según el espíritu del «ora et labora», ora y trabaja, benedictino. La palabra anunciada cobraba una fuerza particular como palabra confirmada con el testimonio de la vida.

Está muy arraigada en esta tierra la tradición de escuchar la palabra de Dios y dar testimonio del Verbo, que en Cristo se hizo carne. Esa tradición, vivida durante muchos siglos, también se cumple en el nuestro. Un signo elocuente, y a la vez trágico, de esta continuidad fue el así llamado «otoño de Pelplin», que tuvo lugar hace sesenta años. Entonces, veinticuatro sacerdotes valientes, profesores del seminario mayor y funcionarios de la curia episcopal, testimoniaron su fidelidad al servicio del Evangelio con el sacrificio del sufrimiento y de la muerte. Durante el tiempo de la ocupación perdieron la vida en esta tierra 303 pastores, que difundieron con heroísmo el mensaje de esperanza a lo largo de ese dramático período de guerra y ocupación. Si hoy recordamos a esos sacerdotes mártires es porque de sus labios nuestra generación escuchó la palabra de Dios y gracias a su testimonio experimentó su fuerza.

Conviene que recordemos esa histórica siembra de la palabra y del testimonio, especialmente ahora, mientras nos acercamos al final del segundo milenio. Esa tradición plurisecular no puede interrumpirse en el tercer milenio. Sí; considerando los nuevos desafíos que se plantean al hombre de hoy y a toda la sociedad, debemos renovar continuamente en nosotros mismos la conciencia de lo que es la palabra de Dios, de su importancia en la vida del cristiano, de la Iglesia y de toda la humanidad, y de su fuerza.

3. ¿Qué dice Cristo al respecto en el pasaje evangélico de hoy? Al terminar el sermón de la Montaña, dice: «Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que construyó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero no cayó, porque estaba cimentada sobre roca» (Mt 7, 24-25). El caso contrario del que edificó sobre roca es el hombre que edificó sobre arena. Su construcción resultó poco resistente. Ante las pruebas y las dificultades, se derrumbó. Esto es lo que Cristo nos enseña.

El edificio de nuestra vida debe ser una casa construida sobre roca. ¿Cómo construirlo para que no se desplome bajo el peso de los acontecimientos de este mundo? ¿Cómo construirlo para que, de «morada terrestre», se convierta en «edificio de Dios, una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos»? (cf. 2 Co 5, 1). Hoy escuchamos la respuesta a esa pregunta esencial de la fe: los cimientos del edificio cristiano son la escucha y el cumplimiento de la palabra de Cristo. Al decir «la palabra de Cristo» no sólo nos referimos a su enseñanza, a sus parábolas y sus promesas, sino también a sus obras, sus signos y sus milagros. Y sobre todo a su muerte, a su resurrección y a la venida del Espíritu Santo. Más aún: nos referimos al Hijo mismo de Dios, al Verbo eterno del Padre, en el misterio de la Encarnación. «Y el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14).

Con este Verbo, Cristo vivo, resucitado, san Adalberto vino a Polonia. Durante siglos vinieron con Cristo también otros heraldos, y dieron testimonio de él. Por él dieron la vida los testigos de nuestros tiempos, tanto sacerdotes como seglares. Su servicio y su sacrificio se han convertido para las generaciones sucesivas en signo de que nada puede destruir una construcción cuyo cimiento es Cristo. A lo largo de los siglos han venido repitiendo, como san Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? (...) Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8, 35-37).

4. «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». Si, en el umbral del tercer milenio, nos preguntamos cómo serán los tiempos que van a venir, no podemos evitar a la vez la pregunta sobre el fundamento que ponemos bajo esa construcción, que continuarán las futuras generaciones. Es preciso que nuestra generación construya con prudencia el futuro; y constructor prudente es el que escucha la palabra de Cristo y la cumple.

Desde el día de Pentecostés, la Iglesia conserva la palabra de Cristo como su más valioso tesoro. Recogida en las páginas del Evangelio, ha llegado hasta nuestro tiempo. Hoy somos nosotros quienes tenemos la responsabilidad de transmitirla a las futuras generaciones, no como letra muerta, sino como fuente viva de conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, fuente de auténtica sabiduría. En este marco cobra actualidad particular la exhortación conciliar, dirigida a todos los fieles «para que adquieran ‘la ciencia suprema de Jesucristo’ (Flp 3, 8), ‘pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo’ (san Jerónimo)» (Dei Verbum, 25).

Por eso, mientras durante la liturgia tomo en las manos el libro del Evangelio y como signo de bendición lo elevo sobre la asamblea y sobre toda la Iglesia, lo hago con la esperanza de que siga siendo el libro de la vida de todo creyente, de toda familia y de la sociedad entera. Con esa misma esperanza, os pido hoy: entrad en el nuevo milenio con el libro del Evangelio. Que no falte en ninguna casa polaca. Leedlo y meditadlo. Dejad que Cristo os hable. «Escuchad hoy su voz: ‘No endurezcáis vuestro corazón’...» (Sal 95, 8).

5. A lo largo de veinte siglos la Iglesia se ha inclinado sobre las páginas del Evangelio para leer del modo más preciso posible lo que Dios ha querido revelar en él. Ha descubierto el contenido más profundo de sus palabras y de sus acontecimientos; ha formulado sus verdades, declarándolas seguras y salvíficas. Los santos las han puesto en práctica y han compartido su experiencia del encuentro con la palabra de Cristo. De ese modo se ha desarrollado la tradición de la Iglesia, fundada en el testimonio mismo de los Apóstoles. Si hoy interpelamos el Evangelio, no podemos separarlo de ese patrimonio de siglos, de esa tradición.

Hablo de esto porque existe la tentación de interpretar la sagrada Escritura separándola de la tradición plurisecular de la fe de la Iglesia, aplicando claves de interpretación propias de la literatura contemporánea o de los medios de comunicación. De esa forma se corre el peligro de caer en simplificaciones, de falsificar la verdad revelada e incluso de adaptarla a las necesidades de una filosofía individual de la vida o de ideologías aceptadas a priori. Ya san Pedro apóstol se opuso a intentos de ese tipo. Escribe: «Ante todo, tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia» (2 P 1, 20). «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios (...) ha sido encomendado sólo al magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (Dei Verbum, 10).

Me alegra que la Iglesia en Polonia ayude con eficacia a los fieles a conocer el contenido de la Revelación. Conozco la gran importancia que los pastores atribuyen a la liturgia de la Palabra durante la santa misa y a la catequesis. Doy gracias a Dios porque en las parroquias y en el ámbito de las comunidades y de los movimientos eclesiales surgen y se desarrollan continuamente círculos bíblicos y grupos de debate. Con todo, es necesario que los que asumen la responsabilidad de una exposición autorizada de la verdad revelada no confíen en su intuición, a menudo poco fiable, sino en un conocimiento sólido y en una fe inquebrantable.

Deseo expresar aquí mi gratitud a todos los pastores que, con entrega y humildad, cumplen el servicio de la proclamación de la palabra de Dios. No puedo por menos de mencionar a todos los obispos, sacerdotes, diáconos, personas consagradas y catequistas que, con fervor, a menudo en medio de grandes dificultades, realizan esa misión profética de la Iglesia. Asimismo, quiero dar las gracias a los exegetas y a los teólogos que, con un empeño digno de elogio, investigan las fuentes de la Revelación, prestando a los pastores una ayuda competente. Queridos hermanos y hermanas, que Dios recompense con su bendición vuestro compromiso apostólico. «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación!» (Is 52, 7).

6. Bienaventurados también todos los que con corazón abierto se benefician de ese servicio. Son realmente «bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen», pues experimentan esta gracia particular, en virtud de la cual la semilla de la palabra de Dios no cae entre espinas, sino en terreno fértil, y da abundante fruto. Precisamente esta acción del Espíritu Santo, el Consolador, se adelanta y nos ayuda, mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (Dei Verbum, 5). Son bienaventurados porque, descubriendo y cumpliendo la voluntad del Padre, encuentran constantemente el sólido cimiento del edificio de su vida.

A los que van a cruzar el umbral del tercer milenio les queremos decir: construid la casa sobre roca. Construid sobre roca la casa de vuestra vida personal y social. Y la roca es Cristo, que vive en su Iglesia; Cristo, que perdura en esta tierra desde hace mil años. Vino a vosotros por el ministerio de san Adalberto. Creció sobre el fundamento de su martirio, y persevera. La Iglesia es Cristo, que vive en todos nosotros. Cristo es la vid y nosotros los sarmientos. Él es el cimiento y nosotros las piedras vivas.

7. «Señor, quédate con nosotros» (cf. Lc 24, 29), dijeron los discípulos que se encontraron con Cristo resucitado a lo largo del camino de Emaús y «su corazón les ardía cuando les hablaba y les explicaba las Escrituras» (cf. Lc 24, 32). Hoy queremos repetir sus palabras: «Señor, quédate con nosotros». Te hemos encontrado a lo largo del camino de nuestra vida. Te encontraron nuestros antepasados, de generación en generación. Tú los confirmaste con tu palabra mediante la vida y el ministerio de la Iglesia.

Señor, quédate con los que vengan después de nosotros. Deseamos que estés con ellos, como has estado con nosotros. Esto es lo que deseamos y lo que te pedimos

Quédate con nosotros, cuando atardece. Quédate con nosotros mientras el tiempo de nuestra historia se está acercando al final del segundo milenio.

Quédate con nosotros y ayúdanos a caminar siempre por la senda que lleva a la casa del Padre.

Quédate con nosotros en tu palabra, en esa palabra que se convierte en sacramento: la Eucaristía de tu presencia.

Queremos escuchar tu palabra y cumplirla.

Deseamos vivir en la bendición.

Anhelamos contarnos entre los bienaventurados «que escuchan la palabra de Dios y la cumplen».

_______________________________

 

Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Quien cumple las enseñanzas de Jesús edifica su vida sobre el sólido fundamento de una roca. Esta imagen recorre toda la Sagrada Escritura. Yahvé-Dios es la Piedra o Roca de Israel. De ella brotó el agua cuando los israelitas atravesaban el desierto y ella misma es Cristo, piedra angular, agua viva y fuente de vida eterna. Pero la piedra angular puede convertirse piedra de escándalo y ser desechada por los que intentan construir un mundo sin Dios.

La piedra, que es Cristo (cf 1 Cor 10), es la seguridad en las tormentas y vendavales de las pasiones humanas. Nosotros acertaremos en esta vida cuando edifiquemos con el Señor la casa común y la propia vida en la Iglesia. Para ello es preciso abandonar ese modo egoísta –necio, lo llama el Señor- de enfocar las cosas que se deslumbra con el inmenso y, a veces, maravilloso poder técnico, porque eso es construir sobre arena. ¿No vemos a nuestro alrededor personas destrozadas interiormente, destruidas, como esa casa edificada sobre arena de la que nos habla Jesús al final del Sermón del Monte?

“Nosotros somos piedras, sillares, que se mueven, que sienten, que tienen una libérrima voluntad. Dios mismo es el cantero que nos quita las esquinas, arreglándonos, modificándonos, según El desea, a golpe de martillo y de cincel. No queramos apartarnos, no queramos esquivar su Voluntad, porque de cualquier modo, no podremos evitar los golpes. Sufriremos más e inútilmente, y, en lugar de la piedra pulida y dispuesta para edificar, seremos un montón informe de grava que pisarán las gentes con desprecio” (San Josemaría Escrivá).

Jesucristo es la piedra angular de la Iglesia y de cada uno de nosotros, sin ella todo se viene abajo. Trabajos, intereses, amores, negocios, proyectos, diversiones…; en una palabra: la vida entera, adquiere un sentido cuando vivimos como discípulos de Cristo. Supondría una equivocación grave aparcar nuestra condición de cristianos si, a la hora de ejercer un trabajo, de emprender un negocio, de elegir un espectáculo, un lugar para las vacaciones, etc., tan sólo pensáramos en las ventajas económicas o de otro signo y no tuviéramos en cuenta si eso es bueno o malo, lícito o no. Si en nuestras actuaciones no están presentes las enseñanzas de Jesucristo, el vendaval y los estragos del tiempo se encargarán de arruinar todos esos proyectos. 

En la Primera Lectura de la Misa de hoy hemos leído: “Meteos mis palabras en el corazón y en el alma”. El cristiano que se apoya en la piedra angular, que es Cristo, tiene su modo de ver el mundo y una escala de valores que le permite ser libre frente a los cantos de sirena de vientos y ríos salidos de madre, porque “donde está el espíritu del Señor allí está la libertad” (2 Cor 3, 17).

El Concilio Vaticano II, afirma que: “La Iglesia… cree que la clave, el centro y la finalidad de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro” (G. S. 10). Con el Salmo Responsorial, podemos acudir a Dios diciéndole: “Sé la roca de mi refugio, Señor”.

__________________________

 

Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Creyente puede ser quien sólo cree; cristiano, quien cree y vive lo creído»

I. LA PALABRA DE DIOS

Dt 11,18.26-28: «Mirad, os pongo delante bendición y maldición»

Sal 30,2-3.3-4.17 y 25: «Sé la roca de mi refugio, Señor»

Rm 3,21-25.28: «El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»

Mt 7, 21-27: «La casa edificada sobre roca y la casa edificada sobre arena».

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

“Meteos mis palabras en el corazón» (1ª Lect.). Se desprende del contexto que lo que se quiere decir es: «Escuchad la Palabra y hacedla amor y vida».

Hombre sabio es el que escucha las palabras y las pone en práctica: edifica sobre roca. El que escucha las palabras y no las pone en práctica, es un necio que edifica sobre arena. Este se limita a decir: «Señor, Señor...» Aquél, además, «hace la voluntad del Padre». Este último se salva; aquél no.

Las expresiones de San Pablo “por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen»; «el hombre es justificado por la fe» (2ª Lect.) enseñan que la fe, es decir, la adhesión y conformidad con Jesús en su entrega a la voluntad del Padre es la que únicamente justifica. La santidad es la respuesta a la fe.

III. SITUACIÓN HUMANA

No son los teólogos, ni los predicadores, ni los grandes organizadores, ni los cristianos rutinarios «de toda la vida», los que cambiarán el mundo; serán los santos.

La vida misma del hombre avala la eficacia del obrar por encima del decir. Al hombre que actúa y lo hace de acuerdo con su pensar, se le admira, incluso sin compartir sus ideas. Al que cifra su vida en grandes palabras, solemnes discursos y nulas acciones, al principio se le escucha; poco después, ni eso.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– El nombre de Dios, signo de fidelidad al hombre: “En el transcurso de los siglos, la fe de Israel pudo desarrollar y profundizar las riquezas contenidas en la revelación del Nombre divino. Dios es único: fuera de Él no hay dioses. Dios trasciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho el cielo y la tierra: «Ellos perecen, mas tú quedas, todos ellos como la ropa se desgastan... pero tú siempre el mismo, no tienen fin tus años». En él «no hay cambios ni sombras de rotaciones». Él es «Él que es», desde siempre y para siempre y por eso permanece siempre fiel a sí mismo y a sus promesas” (212; cf 213-224).

La respuesta

– La Ley nueva o ley evangélica: “La ley evangélica entraña la elección decisiva entre «los dos caminos» y la práctica de las palabras del Señor; está resumida en la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque esta es la Ley y los profetas»(Mt 7,12). Toda ley evangélica está contenida en el mandamiento de Jesús: amarnos los unos a los otros como él nos ha amado” (1970).

– La ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos: 1970; cf 1965. 1966. 1967.

El testimonio cristiano

– «Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se olvide esto, que importa mucho), ha de ser trabajar y determinarse y disponerse, con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conformar con la de Dios; estad muy ciertas que en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual» (Santa Teresa de Jesús, Mor. II.).

– «El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que nuestro Señor pronunció en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de San Mateo, encontrará en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida cristiana...Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana (S. Agustín, serm. Dom. 1,I)» (1966).

El verdadero discípulo de Jesús une su sí a Dios, al sí de Jesús a su Padre.

_______________________

 

  • HABLAR CON DIOS (Francisco Fernández Carvajal)

Edificar sobre roca.

– La santidad consiste en llevar a cabo la voluntad de Dios, en lo grande y en lo que parece de escaso interés.

I. El Señor manifiesta una particular predilección por aquellos que en su vida se empeñan en cumplir en todo la voluntad de Dios, por quienes procuran que sus obras expresen las palabras y los deseos de su diálogo con Dios, que se convierte entonces en oración verdadera. Pues no todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre..., declara Jesús en el Evangelio de la Misa (1). En aquella ocasión hablaba ante muchos que habían convertido la plegaria en un mero recitar palabras y fórmulas, que en nada influían luego en su conducta hipócrita y llena de malicia. No debe ser así nuestro diálogo con Cristo: “Ha de ser tu oración la del hijo de Dios; no la de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquellas palabras: “no todo el que dice ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el Reino de los Cielos”.

“Tu oración, tu clamar, “¡Señor!, ¡Señor!” ha de ir unido, de mil formas diversas en la jornada, al deseo y al esfuerzo eficaz de cumplir la voluntad de Dios” (2).

Ni siquiera bastaría realizar prodigios y obras portentosas, como profetizar en su nombre o arrojar demonios -si esto fuera posible sin contar con Él-, si no procuramos llevar a cabo su amable voluntad; vanos serían los sacrificios más grandes, inútil sería nuestra carrera. Por el contrario, la Sagrada Escritura nos muestra cómo Dios ama y bendice a quien busca identificarse en todo con el querer divino: he hallado a David, hijo de Jesé, varón según mi corazón, que cumplirá en todo mi voluntad (3). Y San Juan escribe: El mundo pasa, y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre (4). Jesús mismo declara que su alimento es hacer la voluntad del Padre y dar cumplimiento a su obra (5). Esto es lo que importa, en eso consiste la santidad en medio de nuestros deberes, “en hacer Su voluntad, en ser lo que Él quiere que seamos” (6), en desprendernos más y más de nuestros intereses y egoísmos y en hacernos uno con aquello que Dios ha dispuesto para nosotros.

El camino que conduce al Cielo y a la felicidad aquí en la tierra “es la obediencia a la voluntad divina, no el repetir su nombre” (7). La oración ha de ir acompañada de las obras, del deseo firmísimo de llevar a cabo el querer de Dios que se nos manifiesta de formas tan diversas. “Recia cosa sería -manifiesta Santa Teresa- que Dios nos estuviese diciendo claramente que fuésemos a alguna cosa que le importa, y no quisiésemos, porque estamos más a nuestro placer” (8), a nuestros deseos. ¡Qué pena si el Señor deseara llevarnos por un camino y nosotros no empeñáramos en ir por otro! Cumplir la voluntad de Dios: he aquí un programa para llenar toda una vida.

“Habrás pensado alguna vez, con santa envidia, en el Apóstol adolescente Juan, “quem diligebat Iesu” -al que amaba Jesús.

“-¿No te gustaría que te llamaran “el que ama la Voluntad de Dios?”. Pon los medios” (9). Estos medios consistirán normalmente en cumplir los pequeños deberes de la jornada, en preguntarnos a lo largo del día: ¿hago en este momento lo que debo hacer? (10), aceptar las contrariedades que se presentan en la vida normal, luchar decididamente en aquellos consejos que hemos recibido en la dirección espiritual, rectificar la intención cuantas veces sea necesario, pues la tendencia de todo hombre es hacer su propia voluntad, lo que le apetece, lo que le resulta más cómodo y agradable.

¡Señor, yo sólo quiero hacer lo que quieras Tú, y del modo que lo desees! No quiero hacer mi voluntad, mis pobres caprichos, sino la tuya. Querría, Señor, que mi vida fuera sólo eso: cumplir tu voluntad en todo, poder decir como Tú, en lo grande y en lo pequeño: mi alimento, lo que da sentido a mi vida, es hacer la voluntad de mi Padre Dios.

– Querer lo que Dios quiera. Abandono en Dios.

II. El empeño por buscar en todo la gloria de Dios, nos da una particular fortaleza contra las dificultades y tribulaciones que hayamos de padecer: enfermedad, calumnias, apuros económicos...

En el mismo Evangelio de la Misa nos habla Cristo de dos casas, construidas al mismo tiempo y de apariencia semejante. Se puso de manifiesto la gran diferencia que existía entre ambas cuando llegó la prueba: las lluvias, las riadas y los fuertes vientos. Una de ellas se mantuvo firme, porque tenía buenos cimientos; la otra se vino abajo porque fue construida sobre arena: su ruina fue completa. Al que levantó la primera edificación, la que permaneció en pie, le llama el Señor hombre sabio, prudente; al constructor de la segunda, hombre necio.

La primera de las casas resistió bien los embates del invierno, no por la belleza de los adornos, ni siquiera por tener buena techumbre, sino gracias a sus cimientos de roca. Aquella casa perduró en el tiempo, sirvió de refugio a su dueño y fue modelo de buena construcción. Así es quien edifica su vida sobre el deseo llevado a la práctica de cumplir la voluntad de Dios en lo pequeño de cada día, en los asuntos importantes y, si llegan, en las contrariedades grandes. Por eso hemos visto a enfermos, debilitados en el cuerpo por la enfermedad, pero con una voluntad fuerte y un amor grande, llevando con alegría sus dolores, porque veían, por encima de su enfermedad, la mano de un Dios providente, que siempre bendice a quienes le aman, pero de formas bien diferentes. Y quien siente la difamación y la calumnia...; o el que padece la ruina económica y ve cómo sufren los suyos...; o la muerte de un ser querido cuando estaba aún en la plenitud de la vida...; o aquel que sufre la discriminación en su trabajo a causa de sus creencias religiosas... La casa -la vida del cristiano que sigue con hechos a Cristo- no se viene abajo porque está edificada sobre el más completo abandono en la voluntad de su Padre Dios. Abandono que no le impedirá la defensa justa cuando sea necesaria, exigir los derechos laborales que le correspondan o poner los medios para sanar de esa enfermedad. Pero lo llevará a cabo con serenidad, sin agobios y sin amargura ni rencores.

En nuestra oración de hoy le decimos al Señor que queremos abandonarnos en sus manos; allí nos encontramos seguros “No desees nada para ti, ni bueno ni malo: quiere solamente, para ti, lo que Dios quiera. Junto al Señor se vuelve dulce lo amargo y suave lo áspero.

“Jesús, en tus brazos confiadamente me pongo, escondida mi cabeza en tu pecho amoroso, pegado mi corazón a tu Corazón: quiero, en todo, lo que Tú quieras” (11). ¡Sólo lo que Tú quieras, Señor! ¡No deseo más!

– Cumplir y amar el querer divino en lo pequeño de los días normales y en los asuntos importantes.

III. Para permanecer firmes en los momentos difíciles, tenemos necesidad de aceptar con buena cara en los tiempos de bonanza las pequeñas contrariedades que surgen en el trabajo, en la familia..., en todo el entramado de la vida corriente, y cumplir con fidelidad y abnegación los propios deberes de estado: el estudio, el cuidado de la familia... Así se ahonda en los cimientos y se fortalece toda la construcción. La fidelidad en lo pequeño, que apenas se advierte, nos permite la fidelidad en lo grande (12), ser fuertes en los momentos decisivos.

Si somos fieles en el cumplimiento del querer divino en lo pequeño (en esos deberes diarios, en los consejos recibidos en la dirección espiritual, en la aceptación de las contradicciones que surgen en un día normal), tendremos el hábito de ver la mano de Dios providente en todas las cosas: en la salud y en la enfermedad, en la sequedad de la oración y en la consolación, en la calma y en la tentación, en el trabajo y en el descanso; y esto nos llenará de paz; y sabremos dejar a un lado con más facilidad los respetos humanos, porque lo que nos importa de verdad es hacer aquello que el Señor quiere que hagamos, y esto nos da una gran libertad para actuar siempre de cara a Dios (13), para ser audaces en el apostolado, para hablar abiertamente de Dios.

Esa fidelidad en las cosas más pequeñas, por amor a Dios, “viendo en ellas, no su pequeñez en sí misma, lo cual es propio de espíritus mezquinos, sino eso tan grande como es la voluntad de Dios, que debemos respetar con grandeza, aun en las cosas más pequeñas” (14).

Un fundamento recio y fuerte puede servir también de cimentación a otras edificaciones más débiles: no se queda nunca solo. Nuestra vida interior, cuajada de oración y de realidades, puede servir a otros muchos, que encontrarán la fortaleza necesaria cuando flaqueen sus fuerzas, porque las dificultades y tribulaciones sean duras y difíciles de llevar.

No nos separemos en ningún momento de Jesús. “Cuando te veas atribulado, y también a la hora del triunfo, repite: Señor, no me sueltes, no me dejes, ayúdame como a una criatura inexperta, ¡llévame siempre de tu mano!” (15). Y con Él, cumpliendo lo que para nuestro bien nos va señalando, llegaremos hasta el final de nuestro camino, donde le contemplaremos cara a cara. Y junto a Jesús encontraremos a su Madre María, que es también Madre nuestra, a la que acudimos al terminar este rato de oración para que nuestro diálogo con Jesús no sea nunca un clamor vacío, y para que nos conceda tener un único empeño en la vida: cumplir la voluntad santísima de su Hijo en todas las cosas. “Señor, no me sueltes, no me dejes, ayúdame como a una criatura inexperta, ¡llévame siempre de tu mano!”.

NOTAS:

(1) Mt 7, 21-27.- (2) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 358.- (3) Cfr. Hech 13, 22.- (4) 1 Jn 2, 17.- (5) Cfr. Jn 4, 34.- (6) SANTA TERESA DE LISIEUX, Manuscritos autobiográficos, en Obras completas, Monte Carmelo, 5ª ed. , Burgos, 1980.- (7) SAN HILARIO DE POITIERS, en Catena Aurea, vol. I, p. 449.- (8) SANTA TERESA DE JESUS, Fundaciones, 5, 5.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, o. c. , n. 42.- (10) Cfr. IDEM, Camino, n. 772.- (11) IDEM, Forja, n. 529.- (12) Cfr. Lc 16, 20.- (13) Cfr. V. LEHODEY, El santo abandono, Casals, 4ª ed. , Barcelona 1951, p. 657.- (14) J. TISSOT, La vida interior, Herder, 16ª ed. , Barcelona 1964, p. 261.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 654.

_______________________

Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

La voluntad de mi Padre celestial

Hoy notamos que Jesús exige no solamente escuchar su palabra, sino —y sobre todo— adherirnos coherentemente a ella. Así, dice Él, «entrarán en el reino de los cielos (...) solo los que hacen la voluntad de mi Padre» (Mt 7,21). Jesucristo puede exigir personalmente tal cosa porque Él mismo es Dios, el Hijo de Dios.

Que nuestra fe se ha de vivir «con obras y de verdad» (1Jn 3,18) es algo que se ha predicado desde los inicios en el cristianismo. Pero el Papa Benedicto, en su encíclica “Spe salvi” lo recordaba —podríamos decir— con un lenguaje moderno: el mensaje cristiano no solamente es una cuestión “informativa, sino que es y debe ser una realidad “performativa”. «Esto significa que el Evangelio no es sólo una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida».

«Nunca os conocí» (Mt 7,23): ¡Dios nos libre de tener que escuchar algún día estas palabras tan severas! Nos conviene prestar atención a un hecho que, de entrada, puede causarnos sorpresa: Jesucristo se siente directamente afectado por nuestra respuesta (o “no respuesta”) de fe; Él hace de ella una cosa personal. Y no es para menos: el cristianismo no es una ideología, ni un simple programa ético, sino y sobre todo un encuentro personal con Alguien. En esta misma línea, Juan Pablo II afirmaba que el fundamento de la moral cristiana consiste precisamente en el seguimiento de Cristo.

Es muy oportuna la imagen del hombre que «construyó su casa sobre la arena»: hombres sin razón, hombres derrumbados! (cf. Mt 7,26-27). Una sociedad sin Dios (o que, en la práctica, se aleja de la ley de Dios) es una sociedad encallada porque le falta el “motor” de la esperanza. Cuando el hombre se aleja de Dios, el hombre se aleja también del hombre. En cambio, es «feliz el hombre (…) que pone su amor en la ley del Señor (…). Es como un árbol plantado a la orilla de un río, que da su fruto a su tiempo y jamás se marchitan sus hojas» (Sal 1,1-3).

________________________

 

FLUVIUM (www.fluvium.org)

Un amor con obras

Como dice un refrán castellano, “obras son amores y no buenas razones”. Y nos parece lógico, pues de poco ayudaría un largo discurso de consideraciones afectuosas si, finalmente, nos quedáramos sólo en eso, que de suyo poco aporta a quien tiene necesidad, pudiendo actuar más decidida y eficazmente en favor del necesitado. Jesús lo asegura con claridad, para que lo entiendan bien los que pretenden ser sus discípulos, los que quieren seguir sus pasos, los que de algún modo han recibido la llamada exigente –todos los cristianos– de ser también pregoneros del Evangelio.

La clave, diríamos, está en las obras y no tanto en un conocimiento profundo y detallado de las enseñanzas de Jesús, ni tampoco en ser un maestro en la exposición de la buena doctrina. Claro está que ese conocimiento y exposición son necesarios, lo serán siempre, y habrá que amoldarlos además a los oídos, modo de ser y circunstancias de las personas. Pero el discípulo de Cristo jamás se puede quedar en ser un mero conocedor del Evangelio que, en todo caso, va repitiendo a su alrededor lo que habría que hacer o lo que habría que evitar. El Evangelio, antes que para difundirlo es para vivirlo. Mejor sería decir que vivirlo es propagarlo; que la extensión por el mundo de la enseñanza y la vida de Cristo no es sino la manifestación de la vida de los cristianos.

De hecho, se da una perfecta unidad entre el ser y la actividad en el cristiano. El apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual, asegura san Josemaría. ¿Qué sentido tendría la vida de Cristo si tan sólo hubiera sido admirable, si no hubiera procurado nuestra salvación? De hecho, la actividad apostólica en sus innumerables variantes, no es algo más, añadido a la vida cristiana. Es el ser mismo del apóstol de Jesucristo que, sin más, se manifiesta. Son las palabras del Señor, no tanto escuchadas y aprendidas como hechas vida, que para eso las pronunció el Señor. Y el cristiano, bien consciente de esto, no se quiere conformar con ser un teórico, buen conocedor de la Biblia. Sería entonces el vivo retrato de aquella casa edificada sobre arena, que se viene abajo, desencantando a propios y extraños, en la primera contrariedad.

Es un buen momento hoy, como cada día, para preguntarnos por la consistencia de nuestra “casa”. No nos vaya a suceder que esa vida de cara a Dios acabe teniendo apenas una apariencia de solidez. Que, a la hora de la verdad, se acabe descubriendo que nuestro edificio espiritual era tan sólo un decorado, tal vez aparente en su fortaleza y belleza para unos ojos ingenuos, pero sin consistencia interior, sin un fundamento sólido que garantice su estabilidad ante los embates y su permanencia en el tiempo. Es muy fácil el autoengaño, alentado por la mayor facilidad de una vida poco exigente y con el beneplácito del entorno que, no pocas veces, piensan y se comportan de modo semejante: unas prácticas de piedad rutinarias –las expresamente mandadas– y poco más.

Así, cuando se presentan circunstancias de una mayor exigencia –es muy conveniente, por ejemplo, realizar un mayor esfuerzo económico para garantizar una formación cristiana de los hijos– o la presión del ambiente social paganizado impulsa a contravenir la coherencia con la fe –un plan de diversión con amigos, pongamos por caso, que no permitiría cumplir con el precepto dominical–, entonces se puede poner de manifiesto la falta de fundamento y solidez de nuestro edificio espiritual: nuestra “casa” se sustentaba sobre arena. Algo, por otra parte, que ya sabíamos, aunque no lo hubiéramos querido pensar con el detenimiento y profundidad necesarios para decidirnos a un cambio de actitud.

La presión social contra nuestra vida cristiana y momentos de una mayor exigencia son inevitables en toda vida normal en medio de un mundo normal. No sería razonable pretender vivir como esas plantas de invernadero: siempre en las condiciones más óptimas para su más esplendoroso desarrollo. Las plantas naturales, como los hombres y las mujeres corrientes, viven, por lo general, en la calle y en medio de un mundo cambiante y, no pocas veces, agresivo, en intensa convivencia con los iguales, aunque diferentes tantas veces en sus ideologías, caracteres, mentalidades, culturas etc. Y es ahí, en contacto con la adversidad, donde nos espera Dios. Ahí se debe probar la autenticidad de cada uno. Y en medio de ese mundo es donde se sienten seguros y donde no tienen miedo los que se creen hijos de Dios y procuran comportarse como tales.

María, madre de Jesús y Madre nuestra, en todo momento está firmemente anclada en la divinidad. Su seguridad y su alegría son consecuencia de saber que “se ha fijado Dios en la humildad de su esclava”. Esa realidad configura de continuo su tono vital optimista, radiante y generoso, incluso padeciendo el máximo dolor. “¡Madre nuestra, no dejes que nos apartemos de tu lado para estar siempre con Jesús!”.