Domingo VIII del Tiempo Ordinario (ciclo A)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2014 y Homilías en Santa Marta
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2011
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. P. Floyd L. McCOY Jordán (Hormigueros, Puerto Rico) (www.evangeli.net)
- CONGREGACIÓN PARA EL CLERO (www.clerus.org)
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DEL MISAL MENSUAL
LA MATERNIDAD DE DIOS
Is 49, 14-15; 1 Cor 4, 1-5; Mt 6, 24-34
El profeta Isaías, durante la época del destierro, en que su pueblo atravesaba una profunda crisis de fe y de confianza en Dios, no encontró otra manera de responder a la desesperanza de sus hermanos, que retratando la benevolencia incondicional de Dios, con el amor materno. Así, como una madre verdadera, jamás se desentiende de la suerte de sus criaturas, sino que las cuida y las protege aun a riesgo de su vida, así también Dios se ocupa de nosotros. Aunque en ocasiones nos parezca que nos ha desamparado porque no conseguimos saldar nuestras deudas, superar nuestras enfermedades o atender las legítimas necesidades de nuestra familia. Quienes han conocido de manera real a Dios, también han experimentado su cariño solidario y, por lo tanto, no tiene sentido dejarse angustiar por el día de mañana.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 17, 19-20
El Señor es mi refugio, lo invoqué y me libró. Me salvó porque me ama.
ORACIÓN COLECTA
Concédenos, Señor, que tu poder pacificador dirija el curso de los acontecimientos del mundo y que tu Iglesia se regocije al poder servirte con tranquilidad. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Yo nunca me olvidaré de ti.
Del libro del profeta Isaías: 49, 14-15
“Sión había dicho: ‘El Señor me ha abandonado, el Señor me tiene en el olvido’. ¿Puede acaso una madre olvidarse de su creatura hasta dejar de enternecerse por el hijo de sus entrañas? Aunque hubiera una madre que se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti”, dice el Señor todopoderoso.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 61, 2-3. 6-7. 8-9ab
R/. Sólo en Dios he puesto mi confianza.
Sólo en Dios he puesto mi confianza, porque de él vendrá el bien que espero. Él es mi refugio y mi defensa, ya nada me inquietará. R/.
Sólo Dios es mi esperanza, mi confianza es el Señor: es mi baluarte y firmeza, es mi Dios y salvador. R/.
De Dios viene mi salvación y mi gloria; él es mi roca firme y mi refugio. Confía siempre en él, pueblo mío, y desahoga tu corazón en su presencia. R/.
SEGUNDA LECTURA
El Señor pondrá al descubierto las intenciones del corazón.
De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 4,1-5
Hermanos: Procuren que todos nos consideren como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios.
Ahora bien, lo que se busca en un administrador es que sea fiel. Por eso, lo que menos me preocupa es que me juzguen ustedes o un tribunal humano; pues ni siquiera yo me juzgo a mí mismo. Es cierto que mi conciencia no me reprocha nada, pero no por eso he sido declarado inocente. El Señor es quien habrá de juzgarme. Por lo tanto, no juzguen antes de tiempo; esperen a que venga el Señor. Entonces él sacará a la luz lo que está oculto en las tinieblas, pondrá al descubierto las intenciones del corazón y dará a cada uno la alabanza que merezca.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Heb 4, 12
R/. Aleluya, aleluya.
La palabra de Dios es viva y eficaz y descubre los pensamientos e intenciones del corazón. R/.
EVANGELIO
No se preocupen por el día de mañana.
Del santo Evangelio según san Mateo: 6, 24-34
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien obedecerá al primero y no le hará caso al segundo. En resumen, no pueden ustedes servir a Dios y al dinero.
Por eso les digo que no se preocupen por su vida, pensando qué comerán o con qué se vestirán. ¿Acaso no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Miren las aves del cielo, que ni siembran, ni cosechan, ni guardan en graneros y, sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿Acaso no valen ustedes más que ellas? ¿Quién de ustedes, a fuerza de preocuparse, puede prolongar su vida siquiera un momento?
¿Y por qué se preocupan del vestido? Miren cómo crecen los lirios del campo, que no trabajan ni hilan. Pues bien, yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vestía como uno de ellos. Y si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy florece y mañana es echada al horno, ¿no hará mucho más por ustedes, hombres de poca fe?
No se inquieten, pues, pensando: ¿Qué comeremos o qué beberemos o con qué nos vestiremos? Los que no conocen a Dios se desviven por todas estas cosas; pero el Padre celestial ya sabe que ustedes tienen necesidad de ellas. Por consiguiente, busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se les darán por añadidura. No se preocupen por el día de mañana, porque el día de mañana traerá ya sus propias preocupaciones. A cada día le bastan sus propios problemas”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Señor Dios, que haces tuyas nuestras ofrendas, que tú mismo nos das para dedicarlas a tu nombre, concédenos que también nos alcancen la recompensa eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 12, 6
Cantaré al Señor por el bien que me ha hecho, y entonaré un himno de alabanza al Dios Altísimo.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Alimentados por estos dones de salvación, suplicamos, Señor tu misericordia, para que este sacramento que nos nutre en nuestra vida temporal nos haga partícipes de la vida eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
UNA REFLEXIÓN PARA NUESTRO TIEMPO
No podemos demostrar la realidad de Dios con argumentos racionales, tampoco podemos probar su misericordia o su compasión y mucho menos, es posible hacerlo cuando encontramos tantos registros y estadísticas de víctimas inocentes de la violencia y la miseria. La pregunta surge natural: ¿dónde está Dios cuando aumenta la cifra de las víctimas? Cuando son miles y miles los que sufren, resulta complicado afirmar al Padre bondadoso. La aparente contradicción tiene salida. Dios está atento a sus hijos, así lo podemos testimoniar quienes hemos conocido su amor. Ahora bien, para vivir como testigos creíbles de su amor, necesitamos despojarnos de la ansiedad por la multiplicación de nuestra fortuna y a la vez, necesitamos aprender a vivir más sencillamente, sin dañar la creación y sin acaparar de manera egoísta más recursos de los que realmente necesitamos. Quien no vive de manera sustentable en realidad no puede confesar al Padre amoroso y providente.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
¿Puede una mujer olvidarse de su niño? (Is 49,14-15)
1ª lectura
Esta bella exclamación forma parte de unos oráculos sobre Sión, la ciudad predilecta del Señor, adonde vendrán de toda la diáspora a habitar en ella. Será un auténtico milagro. Ante las quejas de los que piensan que esto será imposible porque parece que el Señor se ha olvidado de su pueblo, se replica de un modo incontestable.
La imagen de la madre incapaz de olvidar a sus hijos (v. 15) es una de las más bellas y audaces de toda la Biblia para expresar el amor de Dios a su pueblo. Ha sido utilizada con frecuencia en textos ascéticos de todos los tiempos. Y así lo hace también el Beato Juan Pablo II al referirse al amor misericordioso que muestra Dios con los suyos, expresado en hebreo con el término rahamim, que denota el amor de la madre (rehem significa regazo materno). Dios, como una madre, ha llevado en su seno a la humanidad y especialmente a su pueblo, lo ha dado a luz con dolor, lo ha alimentado y consolado (cfr 42,14; 46,3-4): «Desde el vínculo más profundo y originario, mejor, desde la unidad que liga a la madre con el niño, brota una relación particular con él, un amor particular. Se puede decir que este amor es totalmente gratuito, no fruto de mérito, y que desde este aspecto constituye una necesidad interior: es una exigencia del corazón. Es una variante casi femenina de la fidelidad masculina a sí mismo, expresada en el hesed. Sobre ese trasfondo psicológico rahamim engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, es decir, la disposición a perdonar. (...) Este amor, fiel e invencible gracias a la misteriosa fuerza de la maternidad, se expresa en los textos veterotestamentarios de diversos modos: ya sea como salvación de los peligros, especialmente de los enemigos, ya sea también como perdón de los pecados respecto de cada individuo, así como también de todo Israel, y, finalmente, en la prontitud para cumplir la promesa y la esperanza (escatológicas), no obstante la infidelidad humana» (Dives in misericordia, nota 52; cfr Mulieris dignitatem, n. 8).
Administradores de los misterios de Dios (1 Co 4,1-5)
2ª lectura
Las características de todo apóstol —«ministros de Cristo», «administradores de los misterios de Dios» (v. 1)—, hacen que ese ministerio quede al margen y por encima de rencillas y discusiones banales que tantos problemas estaban provocando en la comunidad de Corinto.
La Iglesia ha aplicado con frecuencia las palabras del v. 1 al sacerdocio cristiano: «El sacerdote es ministro de Cristo: es, pues, el instrumento del que se sirve el Divino Redentor para continuar su obra redentora en toda su mundial universalidad y divina eficacia, para construir aquella obra admirable que transformó el mundo. Más aún: el sacerdote, como justamente suele decirse, es alter Christus, otro Cristo, puesto que lo representa en persona (...). El sacerdote ha sido constituido dispensador de los misterios de Dios (cfr 1 Co 4,1), en favor de estos miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, al ser ministro ordinario de casi todos los sacramentos, que son como canales a través de los cuales fluye la gracia del Redentor en beneficio de todos los hombres» (Pío XI, Ad catholici sacerdotii, n. 17).
Buscad primero el Reino de Dios y su justicia (Mt 6,24-34)
Evangelio
Jesús acaba de enseñar a dirigirse a Dios como Padre en la oración con el Padrenuestro (cfr Mt 6,9-13). Ahora, estos versículos son una ampliación de la enseñanza sobre la actitud con la que hemos de rezarlo, poniendo la confianza en Dios como Padre mientras vivimos en medio de las realidades corrientes y diarias. Nos recuerdan que Dios no es alguien extraño al mundo en que vivimos: ahora mismo, alimenta a las aves del cielo (v. 26), viste a los lirios del campo con preciosos atuendos (v. 29), etc. Si viviéramos más confiados en la Providencia divina, seguros —¡con fe recia!— de esta protección diaria que nunca nos falta, cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos. Desaparecerían tantos desasosiegos que, con frase de Jesús, son propios de los paganos, de los hombres mundanos, de las personas que carecen de sentido sobrenatural. (...) Por la misericordia de Dios, somos hijos de ese Padre Nuestro, todo poderoso, que está en los cielos y a la vez en la intimidad del corazón; (...) tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra, con el alma bien desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya que ¡bien sabe ese Padre vuestro qué necesitáis!, y Él proveerá (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 116).
Después (vv. 33-34), el Señor exhorta a vivir con serenidad cada jornada, eliminando preocupaciones inútiles, y buscando sobre todo el Reino de Dios y su justicia, es decir, poniendo las preocupaciones espirituales por delante de las materiales. «No dijo el Señor que no haya que sembrar, sino que no hay que andar preocupados; no que no haya que trabajar, sino que no hay que ser pusilánimes, ni dejarse abatir por las inquietudes. Sí, nos mandó que nos alimentáramos, pero no que anduviéramos angustiados por el alimento» (S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum 21,3).
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
El amor de las riquezas nos aparta del servicio de Cristo
Nadie puede servir a dos señores; pues, o bien, aborreciendo a uno, amará al otro; o bien, adhiriéndose al uno, menospreciará al otro (Mt 6, 24).
1. Mirad cómo paso a paso va Cristo apartándonos de las riquezas y todavía prosigue más ampliamente su discurso sobre la pobreza y quiere derribar hasta el suelo la tiranía de la avaricia. Porque no se contentó con lo que antes había dicho, con ser ello tanto y tan grande, sino que añade ahora otras razones más espantosas. ¿Qué cosa, en efecto, de más espanto que lo que ahora se nos dice, a saber, que por las riquezas nos exponemos a dejar el servicio del mismo Cristo? ¿Y qué cosa más apetecible que alcanzar, si las despreciamos, una perfecta amistad y caridad para con Él? Y, en efecto, lo que siempre os estoy diciendo, eso mismo os repetiré ahora, y es que por dos medios incita el Señor a sus oyentes. Por el provecho y por el daño, imitando en ello al hábil médico, que le hace ver al enfermo cómo la inobediencia a sus mandatos le acarrea enfermedad, y la obediencia salud. Mirad, si no, cómo nuevamente nos pone ante los ojos este provecho y cómo nos insinúa la conveniencia de desprendernos de lo que pudiera serle contrario. Porque no os daña sólo la riqueza—parece decirnos—, porque arma a los ladrones contra vosotros; no sólo porque entenebrece de todo en todo vuestra inteligencia, sino también porque os aparta del servicio de Dios y os hace esclavos de las cosas insensibles. De doble manera os perjudica: haciéndoos esclavos de lo que debierais ser señores y apartándoos del servicio de Dios, a quien por encima de todo es menester que sirváis. Lo mismo que anteriormente nos había el Señor indicado un doble daño: primero, poner nuestros tesoros donde la polilla los destruye, y luego no ponerlos donde la custodia sería inviolable; así nos señala también aquí el doble perjuicio que de la riqueza nos viene: apartarnos de Dios y someternos a Mammón.
“NADIE PUEDE SERVIR A DOS SEÑORES”
Sin embargo, no lo plantea así de pronto, sino que va preparando el camino por medio de razonamientos generales, diciendo: Nadie puede servir a dos señores... Dos se entiende que manden lo contrario uno del otro, pues en otro caso ni siquiera pudieran llamarse dos. Y es así que la muchedumbre de los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32). Las personas eran diversas; pero la concordia había hecho de muchos uno. Luego, explanando su pensamiento, prosigue: No sólo no le servirá, sino que le aborrecerá y se apartará de él: Porque o aborrecerá al uno—dice—y amará al otro, o al uno se adherirá y al otro despreciará. Parece como si aquí hubiera dicho el Señor dos veces la misma cosa. Sin embargo, no sin motivo unió así una y otra parte de su sentencia, sino para mostrarnos lo fácil que es la conversión en mejor. Porque no puedas decir: “Me hice esclavo una vez para siempre, me dominó la tiranía del dinero”, Cristo te muestra que la conversión es posible, y como se pasa del amor al odio, así puede pasarse del odio al amor. Una vez, pues, que hubo hablado de modo general, a fin de persuadir a sus oyentes a que fueran jueces imparciales y dieran sus sentencias según la naturaleza de las cosas; cuando ya los creyó de acuerdo consigo, reveló el Señor todo su pensamiento, añadiendo: No podéis servir a Dios y a Mammón. Horroricémonos de lo que hemos hecho decir a Cristo, de haberle obligado a poner a Dios a par del oro. Y, si decirlo es horroroso, mucho más horroroso es que así suceda en la realidad y que prefiramos la tiranía del oro al temor de Dios.
OBJECIÓN: SANTOS DE LA ANTIGUA LEY QUE SIRVIERON A DIOS Y A LA
RIQUEZA
—¿Pues qué? —me dirás—. ¿No fue esto posible entre los antiguos? —De ninguna manera. —Entonces—me replicarás—, ¿cómo alcanzaron tanto honor Abrahán y Job? —¡No me menciones a ricos, sino a esclavos de la riqueza! Cierto que Job fue rico, pero no fue esclavo de Mammón; tenía riquezas, pero las dominaba; era su señor, no su siervo. Tenía cuanto poseía como simple administrador de bienes ajenos, y así no sólo no arrebataba lo ajeno, sino que de lo suyo propio repartía entre los necesitados. Y lo que es más: ni siquiera se alegraba de poseerlas, como él mismo nos lo declara cuando dice: Si es que me alegré de poseer mucha riqueza (Jb 31, 25). Por eso tampoco sintió dolor al perderlas.
No son así los ricos de ahora, sino que con ánimo más envilecido que un esclavo pagan sus tributos a un duro tirano. El amor del dinero se ha apoderado de sus almas como de una ciudadela, y desde allí, día a día les dicta sus órdenes, que rebosan de iniquidad y no hay uno que las desobedezca. No caviles, pues, inútilmente. De una vez para siempre afirmó Dios y dijo que no hay manera de componer uno y otro servicio. No digas tú, por ende, que pueden componerse. Porque, siendo así que el uno te manda robar y el otro desprenderte de lo que tienes; el uno ser casto, el otro impúdico; el uno emborracharte y comer opíparamente, el otro reprimir tu vientre; el uno despreciar las cosas, el otro apegarte a lo presente; el uno admirar mármoles y paredes y artesonados y el otro despreciar todo eso y amar la filosofía, ¿qué modo de componenda cabe entre uno y otro señor?
MAMMÓN NO ES VERDADERO SEÑOR
2. Notemos, empero, que, si llamó aquí Cristo “señor” a Mammón, no es porque naturalmente le convenga ese título, sino por la miseria de los que se someten a su yugo. Por manera semejante llama también Pablo “dios” al vientre, no por la dignidad de tal señor, sino por la desgracia de los que le sirven. Lo cual es ya peor que todo castigo y por sí solo, antes de llegar el propio castigo, basta para atormentar al infeliz esclavo suyo. ¿No son, en efecto, más desgraciados que cualesquiera condenados los que, teniendo a Dios por amo, se pasan, como tránsfugas, de su suave imperio a la más dura tiranía, y eso que aun en esta vida ha de seguírseles de ahí tan grave daño? Daño efectivamente inexplicable se sigue de la servidumbre de la riqueza, pleitos, difamaciones, luchas, trabajos, ceguera del alma y, lo que es más grave de todo, pérdida de los bienes del cielo.
CONTRA LA PREOCUPACIÓN DEL COMER Y VESTIR
Una vez, pues, que por todos estos caminos nos ha mostrado el Señor, la conveniencia de despreciar la riqueza —para la guarda de la riqueza misma, para la dicha del alma, para la adquisición de la filosofía y para seguridad de la piedad—, pasa ahora a demostrarnos que es posible aquello mismo a que nos exhorta. Porque éste es señaladamente oficio del buen legislador: no sólo ordenar lo conveniente, sino hacerlo también posible. Por eso prosigue el Señor diciendo: No os preocupéis por vuestra alma, sobre qué comeréis. No quiso que nadie pudiera objetarle: “¡Muy bien! Si todo lo tiramos, ¿cómo podremos vivir?” Contra semejante reparo va ahora el Señor muy oportunamente. Realmente, si desde un principio hubiera dicho: “No os preocupéis”, su lenguaje podía haber parecido duro; pero, una vez que ha mostrado el daño que se nos sigue de la avaricia, su exhortación de ahora resulta fácilmente aceptable. De ahí que tampoco dijo simplemente: “No os preocupéis”, sino que al mandato añade la causa. En efecto, después de haber dicho: No podéis servir a Dios y a Mammón, añadió: Por eso, yo os digo: No os preocupéis. ¡Por eso! ¿Y qué es eso? El daño inexplicable que de ahí se os seguirá. Porque no sufriréis daño sólo en las riquezas mismas. El golpe alcanzará al punto más delicado: perderéis la salvación de vuestra alma, pues os aleja del Dios que os ha creado, que os ama y se cuida de vosotros. Por eso os digo: No os preocupéis. Es decir, que, una vez mostrado el daño incalculable, extiende aún más su mandamiento. Porque no sólo nos manda que tiremos lo que tenemos, sino que no nos preocupemos siquiera del necesario sustento: No os preocupéis por vuestra alma, sobre qué comeréis. No porque el alma necesite de alimento, pues es incorpórea, sino que el Señor habla aquí acomodándose al uso común. Pues, si es cierto que ella no necesita de alimento, no lo es menos que no puede permanecer en el cuerpo si éste no es alimentado. Y esto dicho, no se contenta con afirmarlo simplemente, sino que también aquí nos da las razones: unas tomadas de lo que ya nosotros tenemos; otras, de otros ejemplos. Tomando pie de lo que ya tenemos, nos dice: ¿Acaso no es más el alma que la comida, y el cuerpo más que el vestido? Pues el que os ha dado lo más, ¿no os dará lo menos? El que ha formado vuestra carne, que necesita alimentarse, ¿no os procurará también el alimento? Por eso no dijo simplemente: “No os preocupéis sobre qué comeréis y vestiréis”, sino: No os preocupéis por vuestra alma y por vuestro cuerpo, porque de éstos—del alma y del cuerpo—iba Él a tomar sus demostraciones, procediendo por comparación en su razonamiento. Ahora bien, el alma nos la dio una vez para siempre y permanece tal como nos la dio; el cuerpo, empero, admite crecimiento todos los días, A fin, pues, de mostrarnos una y otra cosa: la inmortalidad del alma y la caducidad del cuerpo, prosiguió diciendo: ¿Quién de vosotros puede añadir a su estatura un solo codo? Y aquí calla sobre el alma, como quiera que no admite crecimiento, y sólo nos habla del cuerpo, declarando por lo uno también lo otro, a saber: que no es el alimento el que le hace crecer, sino la providencia de Dios. Lo mismo que declara también Pablo por otro ejemplo: Ni el que planta ni el que riega es nada, sino Dios, que da el crecimiento (1 Co 3, 7).
EL EJEMPLO DE LAS AVES DEL CIELO
De este modo, pues, nos exhortó el Señor por las cosas que ya tenemos; por ejemplos ajenos a nosotros, nos dice: Mirad las aves del cielo. Porque nadie le objetara que es útil andar preocupados, nos disuade de ello por un ejemplo mayor y por otro menor. El mayor lo toma de nuestro cuerpo y de nuestra alma; el menor, de las aves del cielo. Porque, si tanta cuenta tiene Dios—nos dice—de tan pobres animalillos, ¿cómo no la tendrá con nosotros? Así habló entonces a los judíos, que eran una gran muchedumbre popular, pero no así al diablo cuando le tentó. ¿Pues cómo? No de solo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4, 4). Más aquí mienta a las aves del cielo con muy viva comparación; lo que es muy eficaz manera de exhortación. Sin embargo, ha habido impíos que han llegado a tanta necedad como la de poner tacha a esta comparación. Porque quien quería—dicen ellos preparar a templar para la lucha a una voluntad libre, no debía aducir para ello ejemplos de ventajas de la naturaleza. Porque vivir las aves sin necesidad ni trabajo, de la naturaleza les viene.
PODEMOS LOGRAR POR NUESTRO ESFUERZO LO QUE TIENEN LAS AVES POR NATURALEZA
3. ¿Qué podemos responderles a eso? Pues que ese vivir sin cuidados, que a las aves les viene de la naturaleza, nosotros podemos conseguirlo por nuestra libre voluntad. Porque no dijo el Señor: “Mirad cómo vuelan las aves del cielo”, pues eso es imposible para el hombre, sino: “Mirad cómo se alimentan sin preocupaciones”. Lo cual, si queremos, también nosotros podemos conseguirlo fácilmente, como le han demostrado aquellos que de hecho lo lograron. Y aquí hay señaladamente que admirar la sabiduría del legislador, que, teniendo a mano ejemplo de hombres, y pudiendo citar a un Elías, a un Moisés, a un Juan y tantos otros que vivieron sin preocupaciones de comida y vestido, menciona a los animales a fin de causarles mayor impresión. De haber nombrado a aquellos grandes santos, pudieran haberle replicado: “Todavía no hemos llegado a tanto como ellos”. En cambio, pasando en silencio a éstos y poniéndoles delante el ejemplo de las avecillas del cielo, les cortó toda posible excusa. Por lo demás, también aquí sigue Cristo el estilo de la antigua Ley, pues también el Antiguo Testamento nos remite a la abeja, a la hormiga, a la tórtola y a la golondrina. Y no es para nosotros pequeño honor que logremos por esfuerzo de nuestra voluntad lo que estos animales tienen de la naturaleza. En conclusión, si de lo que fue criado por amor nuestro tiene Dios tanta providencia, mucho mayor la tendrá de nosotros mismos; si así cuida de los criados, mucho más cuidará del señor. De ahí la palabra de Cristo: Mirad a las aves del cielo. Y no dijo: “Mirad que no dan a interés ni trafican con dinero”. No, eso pertenece a lo vedado; sino: Que no siembran ni siegan.
NO SE NOS PROHIBE EL TRABAJO, SINO LA PREOCUPACIÓN
—Entonces—me replicas—, ¿es que no hay que sembrar? —No dijo el Señor que no hay que sembrar, sino que no hay que andar preocupados; no que no haya que trabajar, sino que no hay que ser pusilánimes ni dejarse abatir por las inquietudes. Sí, nos mandó que nos alimentáramos, pero no que anduviéramos angustiados por el alimento. David mismo se anticipó de antiguo a esta doctrina, cuando misteriosamente nos dijo: Abres tú tu mano y llenas de tu bendición a todo viviente (Sal 145, 16). Y otra vez: El que da a las bestias su alimento, y a los polluelos de los grajos que le invocan (Sal 147, 9).
—¿Y quiénes fueron—me dirás—los que vivieron sin preocupación de comer y vestir? —¿No has oído los muchos santos que antes te he citado? ¿No ves, entre ellos, a Jacob cómo sale de la casa paterna desnudo de todo? ¿No le oyes cómo ora diciendo: Si el Señor me diere pan para comer y vestido para vestirme? (Gn 28, 20). Lo que no quiere decir que estuviera preocupado, sino que lo esperaba todo de Dios. Lo mismo hicieron los apóstoles, que, después que lo abandonaron todo, vivieron sin preocupación ninguna; lo mismo aquellos cinco mil y los otros tres mil primeros convertidos.
Mas, si ni aun oyendo tan grandes ejemplos te decides a romper esas pesadas cadenas de tus inquietudes, rómpelas por lo menos considerando la necedad que con ello cometes, Porque ¿quién de vosotros—dice el Señor—puede a fuerza de preocupación añadir a su estatura un solo codo? Mirad cómo explica el Señor lo oscuro por lo claro. A la manera—nos viene a decir—como no podéis añadir a vuestro cuerpo, a fuerza de preocupación, la más mínima porción, así tampoco podéis reunir alimento, aunque vosotros lo penséis así. De donde resulta evidente que no es nuestro afán, sino la providencia de Dios, la que lo hace todo aun en aquellas cosas que aparentemente realizamos nosotros. Así, si Él nos abandona, ni nuestra inquietud, ni nuestra preocupación, ni nuestro trabajo, ni cosa semejante servirán para nada, sino que todo se perderá irremediablemente.
LOS MANDAMIENTOS O CONSEJOS EVANGÉLICOS NO SON IMPOSIBLES
4. No pensemos, por ende, que es imposible lo que se nos manda, pues hay muchos que aun hoy día lo están llevando a la práctica. Que tú no los conozcas, nada tiene de extraño, También Elías creía hallarse solo, y hubo de oír de boca de Dios: Me he reservado para mí no menos de siete mil varones (1 Re 19, 18). De donde resulta evidente que también ahora hay muchos que llevan vida apostólica, como antaño aquellos cinco mil y tres mil primitivos creyentes, Y, si no lo creemos, no es que no haya quienes la practican, sino que nosotros distamos mucho de ella. Un borracho no es fácil que crea haya un solo hombre que no prueba ni el agua. Y, sin embargo, esa hazaña la han llevado a cabo muchos monjes en nuestros mismos días. El que vive torpemente entre mil mujeres, jamás creerá que es fácil guardar virginidad; ni el que arrebata lo ajeno, que hay quien a manos llenas da de lo suyo propio. Por semejante manera, los que están diariamente abrumados de infinitas preocupaciones, no es fácil se persuadan haya quien viva sin ellas. Ahora bien, que hay muchos que lo han llevado a cabo, posible me fuera de-mostrarlo por los mismos que, en nuestro propio tiempo, profesan esa filosofía. Por ahora, sin embargo, basta con que aprendáis a no ser avaros, y que es buena la limosna, y que tenéis obligación de dar de lo que tenéis. Si esto hacéis, carísimos míos, pronto llegaréis también a lo otro.
EMPECEMOS POR LO MENOS PARA LLEGAR A LO MÁS
De momento, pues, desechemos el lujo superfluo, suframos la moderación y aprendamos a adquirir nuestros bienes por el justo trabajo. También el bienaventurado Juan, cuando hablaba con los alcabaleros y soldados, les aconsejaba que se contentaran con sus sueldos. Quería él ciertamente llevarlos a más alta filosofía; pero, como todavía no estaban preparados para ello, se contentaba con hablarles de lo menos. De haberles hablado de lo más alto, a esto no hubieran prestado atención, y lo otro lo hubieran también perdido. Por la misma razón, nosotros tratamos de ejercitaros también en lo más sencillo. Por ahora, sabemos muy bien que la carga de la voluntaria pobreza es demasiado pesada para vuestros hombros, y que cuanto dista el cielo de la tierra, así dista de vosotros esa filosofía. Cumplamos, pues, siquiera los mandamientos menores, y no será ello pequeño consuelo para nosotros. A la verdad, aun entre paganos, no faltaron quienes abrazaron la pobreza—aunque no lo hicieron con la debida intención—y se desprendieron de cuanto poseían. Sin embargo, con vosotros, nosotros nos contentamos con que deis limosna generosamente. Dado este primer paso hacia adelante, pronto llegaremos a aquella otra perfección. Pero, si ni esto hacemos, ¿qué excusa tendremos nosotros, que, teniendo mandato de sobrepujar a los santos del Antiguo Testamento, nos quedamos a la zaga de los mismos filósofos paganos? ¿Qué podemos alegar cuando, debiendo ser ángeles e hijos de Dios, no conservamos ni el ser de hombres? La rapiña y la avaricia, en efecto, no dicen con la mansedumbre de los hombres, sino con la ferocidad de las fieras; o, por mejor decir, peores que fieras son los que codician lo ajeno, pues a las fieras, al cabo, la rapacidad les viene de la naturaleza; mas nosotros, honrados por la razón, ¿qué excusa tendremos, si nos abatimos a la vileza de una bestia?
EXHORTACIÓN FINAL: LLEGUEMOS SIQUIERA AL MEDIO
Consideremos, pues, la meta de la filosofía que se nos propone y lleguemos siquiera al medio. Así nos libraremos del castigo venidero y, avanzando en el camino, alcanzaremos la cumbre de los bienes; bienes que a todos os deseo, por la gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), Homilía 21-22, BAC Madrid 1955.
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FRANCISCO – Ángelus 2014 y Homilías en Santa Marta
Ángelus 2014
En un corazón poseído por las riquezas, no hay mucho sitio para la fe
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el centro de la liturgia de este domingo encontramos una de las verdades más consoladoras: la divina Providencia. El profeta Isaías la presenta con la imagen del amor materno lleno de ternura, y dice así: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (49, 15). ¡Qué hermoso es esto! Dios no se olvida de nosotros, de cada uno de nosotros. De cada uno de nosotros con nombre y apellido. Nos ama y no se olvida. Qué buen pensamiento... Esta invitación a la confianza en Dios encuentra un paralelo en la página del Evangelio de Mateo: «Mirad los pájaros del cielo —dice Jesús—: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta... Fijaos cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos» (Mt 6, 26.28-29).
Pero pensando en tantas personas que viven en condiciones precarias, o totalmente en la miseria que ofende su dignidad, estas palabras de Jesús podrían parecer abstractas, si no ilusorias. Pero en realidad son más que nunca actuales. Nos recuerdan que no se puede servir a dos señores: Dios y la riqueza. Si cada uno busca acumular para sí, no habrá jamás justicia. Debemos escuchar bien esto. Si cada uno busca acumular para sí, no habrá jamás justicia. Si, en cambio, confiando en la providencia de Dios, buscamos juntos su Reino, entonces a nadie faltará lo necesario para vivir dignamente.
Un corazón ocupado por el afán de poseer es un corazón lleno de este anhelo de poseer, pero vacío de Dios. Por ello Jesús advirtió en más de una ocasión a los ricos, porque es grande su riesgo de poner su propia seguridad en los bienes de este mundo, y la seguridad, la seguridad definitiva, está en Dios. En un corazón poseído por las riquezas, no hay mucho sitio para la fe: todo está ocupado por las riquezas, no hay sitio para la fe. Si, en cambio, se deja a Dios el sitio que le corresponde, es decir, el primero, entonces su amor conduce a compartir también las riquezas, a ponerlas al servicio de proyectos de solidaridad y de desarrollo, como demuestran tantos ejemplos, incluso recientes, en la historia de la Iglesia. Y así la Providencia de Dios pasa a través de nuestro servicio a los demás, nuestro compartir con los demás. Si cada uno de nosotros no acumula riquezas sólo para sí, sino que las pone al servicio de los demás, en este caso la Providencia de Dios se hace visible en este gesto de solidaridad. Si, en cambio, alguien acumula sólo para sí, ¿qué sucederá cuando sea llamado por Dios? No podrá llevar las riquezas consigo, porque —lo sabéis— el sudario no tiene bolsillos. Es mejor compartir, porque al cielo llevamos sólo lo que hemos compartido con los demás.
La senda que indica Jesús puede parecer poco realista respecto a la mentalidad común y a los problemas de la crisis económica; pero, si se piensa bien, nos conduce a la justa escala de valores. Él dice: «¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido?» (Mt 6, 25). Para hacer que a nadie le falte el pan, el agua, el vestido, la casa, el trabajo, la salud, es necesario que todos nos reconozcamos hijos del Padre que está en el cielo y, por lo tanto, hermanos entre nosotros, y nos comportemos en consecuencia. Esto lo recordaba en el Mensaje para la paz del 1 de enero: el camino para la paz es la fraternidad: este ir juntos, compartir las cosas juntos.
A la luz de la Palabra de Dios de este domingo, invoquemos a la Virgen María como Madre de la divina Providencia. A ella confiamos nuestra existencia, el camino de la Iglesia y de la humanidad. En especial, invoquemos su intercesión para que todos nos esforcemos por vivir con un estilo sencillo y sobrio, con la mirada atenta a las necesidades de los hermanos más carecientes.
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El poder del dinero
20 de septiembre de 2013
Hay que cuidarse de ceder a la tentación de idolatrar el dinero. Significaría debilitar nuestra fe y correr así el riesgo de habituarse al engaño de deseos insensatos y perjudiciales, tales que lleven al hombre al punto de ahogarse en la ruina y en la perdición. De este peligro puso en guardia el Papa Francisco durante la homilía de la misa que celebró en la mañana del viernes, 20 de septiembre, en la capilla de Santa Marta.
“Jesús –dijo el Santo Padre– nos había dicho claramente, y también definitivamente, que no se puede servir a dos señores: no se puede servir a Dios y al dinero. Hay algo entre ambos que no funciona. Hay algo en la actitud de amor hacia el dinero que nos aleja de Dios”. Y citando la primera carta de san Pablo a Timoteo (1Tm 6, 2-12), el Papa dijo: “Los que quieren enriquecerse sucumben a la tentación del engaño de muchos deseos absurdos y nocivos que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición”.
De hecho la avidez “es la raíz de todos los males. Y algunos, arrastrados por este deseo, se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos. Es tanto el poder del dinero que hace que te desvíes de la fe pura. Te quita la fe, la debilita y la pierdes”. Y, siguiendo la carta paulina, observó que el apóstol afirma que “si alguno enseña otra doctrina y no se aviene a las palabras sanas de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad, es un orgulloso y un ignorante, que padece la enfermedad de plantear cuestiones y discusiones sobre palabras”.
Pero san Pablo va más allá y, como notó el Pontífice, escribe que es precisamente de ahí de donde “salen envidias, polémicas, malévolas suspicacias, altercados de hombres corrompidos en la mente y privados de la verdad, que piensan que la piedad es un medio de lucro”.
El Obispo de Roma se refirió después a cuantos dicen ser católicos porque van a misa, a quienes entienden su ser católicos como un estatus y que “por debajo hacen sus negocios”. Al respecto el Papa recuerda que Pablo usa un término particular, que “hallamos tan, tan frecuentemente en los periódicos: ¡hombres corrompidos en la mente! El dinero corrompe. No hay vía de escape. Si eliges este camino del dinero al final serás un corrupto. El dinero tiene esta seducción de llevarte, de hacerte deslizar lentamente en tu perdición. Y por esto Jesús es tan decidido: no puedes servir a Dios y al dinero, no se puede: o el uno o el otro. Y esto no es comunismo, esto es Evangelio puro. Estas cosas son palabra de Jesús”.
“¿Pero entonces qué pasa con el dinero? El dinero te ofrece un cierto bienestar: te va bien, te sientes un poco importante y después sobreviene la vanidad. Lo hemos leído en el Salmo (Sal 49 Vg 48): te viene esta vanidad. Esta vanidad que no sirve, pero te sientes una persona importante”. Vanidad, orgullo, riqueza: es de lo que presumen los hombres descritos en el salmo: los que “confían en su opulencia y se jactan de sus inmensas riquezas”. ¿Entonces cuál es la verdad? La verdad es que “nadie puede rescatarse a sí mismo, ni pagar a Dios su propio precio. Demasiado caro sería el rescate de una vida. Nadie puede salvarse con el dinero”, aunque es fuerte la tentación de perseguir “la riqueza para sentirse suficientes, la vanidad para sentirse importante y, al final, el orgullo y la soberbia”.
El Papa introdujo después el pecado ligado a la codicia del dinero, con todo lo que se deriva, en el primero de los diez mandamientos: se peca de “idolatría”, dijo: “El dinero se convierte en ídolo y tú le das culto. Y por esto Jesús nos dice: no puedes servir al ídolo dinero y al Dios viviente. O el uno o el otro”. Los primeros Padres de la Iglesia “decían una palabra fuerte: el dinero es el estiércol del diablo. Es así, porque nos hace idólatras y enferma nuestra mente con el orgullo y nos hace maniáticos de cuestiones ociosas y te aleja de la fe. Corrompe”. El apóstol Pablo nos dice en cambio que tendamos a la justicia, a la piedad, a la fe, a la caridad, a la paciencia. Contra la vanidad, contra el orgullo “se necesita mansedumbre”. Es más, “éste es el camino de Dios, no el del poder idolátrico que puede darte el dinero. Es el camino de la humildad de Cristo Jesús que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos precisamente con su pobreza. Este es el camino para servir a Dios. Y que el Señor nos ayude a todos nosotros a no caer en la trampa de la idolatría del dinero”.
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El dinero sirve, la codicia mata
22 de octubre de 2013
El dinero sirve para realizar muchas obras buenas, para hacer progresar a la humanidad, pero cuando se transforma en la única razón de vida, destruye al hombre y sus vínculos con el mundo exterior. Es ésta la enseñanza que el Papa Francisco sacó del pasaje litúrgico del Evangelio de Lucas (12, 13-21) durante la misa celebrada el lunes 21 de octubre por la mañana en Santa Marta.
Al inicio de su homilía el Santo Padre recordó la figura del hombre que pide a Jesús que intime a su propio hermano para que comparta con él la herencia. Para el Pontífice, de hecho, el Señor nos habla a través de este personaje “de nuestra relación con las riquezas y con el dinero”. Un tema que no es sólo de hace dos mil años, sino que se representa todavía hoy, todos los días. “Cuántas familias destruidas hemos visto por problemas de dinero: ¡hermano contra hermano; padre contra hijos!”. Porque la primera consecuencia del apego al dinero es la destrucción del individuo y de quien le está cerca. “Cuando una persona está apegada al dinero se destruye a sí misma, destruye a la familia”.
Cierto, el dinero no hay que demonizarlo en sentido absoluto. “El dinero sirve para llevar adelante muchas cosas buenas, muchos trabajos, para desarrollar la humanidad”. Lo que hay que condenar, en cambio, es su uso distorsionado. Al respecto el Pontífice repitió las mismas palabras pronunciadas por Jesús en la parábola del “hombre rico” contenida en el Evangelio: “El que atesora para sí, no es rico ante Dios”. De aquí la advertencia: “Guardaos de toda clase de codicia”. Es ésta en efecto “la que hace daño en relación con el dinero”; es la tensión constante a tener cada vez más que “lleva a la idolatría” del dinero y acaba con destruir “la relación con los demás”. Porque la codicia hace enfermar al hombre, conduciéndole al interior de un círculo vicioso en el que cada pensamiento está “en función del dinero”.
Por lo demás, la característica más peligrosa de la codicia es precisamente la de ser “un instrumento de idolatría; porque va por el camino contrario” del trazado por Dios para los hombres. Y al respecto el Santo Padre citó a san Pablo, quien recuerda “que Jesús, que era rico, se hizo pobre para enriquecernos a nosotros”. Así que hay un “camino de Dios”, el “de la humildad, abajarse para servir”, y un recorrido que va en la dirección opuesta, adonde conduce la codicia y la idolatría: “Tú que eres un pobre hombre, te haces dios por la vanidad”.
Por este motivo “Jesús dice cosas tan duras y fuertes contra el apego al dinero”: por ejemplo, cuando recuerda “que no se puede servir a dos señores: o a Dios o al dinero”; o cuando exhorta “a no preocuparnos, porque el Señor sabe de qué tenemos necesidad”; o también cuando “nos lleva al abandono confiado hacia el Padre, que hace florecer los lirios del campo y da de comer a los pájaros del cielo”.
La actitud en clara antítesis a esta confianza en la misericordia divina es precisamente la del protagonista de la parábola evangélica, quien no conseguía pensar en otra cosa más que en la abundancia del trigo recogido en los campos y en los bienes acumulados. Interrogándose sobre qué hacer con ello, “podía decir: daré esto a otro para ayudarle”. En cambio “la codicia le llevó a decir: construiré otros graneros y los llenaré. Cada vez más”. Un comportamiento que, según el Papa, cela la ambición de alcanzar una especie de divinidad, “casi una divinidad idolátrica”, como testimonian los pensamientos mismos del hombre: “Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”.
Pero es precisamente entonces cuando Dios le reconduce a su realidad de criatura, poniéndole en guardia con la frase: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma”. Porque “este camino contrario al camino de Dios es una necedad, lleva lejos de la vida. Destruye toda fraternidad humana”. Mientras que el Señor nos muestra el verdadero camino. Que “no es el camino de la pobreza por la pobreza”; al contrario, “es el camino de la pobreza como instrumento, para que Dios sea Dios, para que Él sea el único Señor, no el ídolo de oro”. En efecto, “todos los bienes que tenemos, el Señor nos los da para hacer marchar adelante el mundo, para que vaya adelante la humanidad, para ayudar a los demás”.
De ahí el deseo de que “permanezca hoy en nuestro corazón la palabra del Señor”, con su invitación a mantenerse lejos de la codicia, porque, “aunque uno esté en la abundancia, su vida no depende de lo que posee”.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2011
Con los pies en la tierra y el corazón en el cielo
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy se hace eco de una de las palabras más impactantes de la Sagrada Escritura. El Espíritu Santo nos la ha dado a través de la pluma del llamado “segundo Isaías”, el cual, para consolar a Jerusalén, afligida por desventuras, dice así: “¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!” (Isaías 49,15). Esta invitación a la confianza en el indefectible amor de Dios es presentada junto al pasaje, igualmente sugerente, del evangelio de Mateo, en el que Jesús exhorta a sus discípulos a confiar en la providencia del Padre celestial, quien da de comer a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo, y conoce todas nuestras necesidades (Cf. 6,24-34). Así dice el Maestro: “No os inquietéis entonces, diciendo: ‘¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?’. Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que las necesitáis”.
Ante la situación de tantas personas, cercanas o alejadas, que viven en la miseria, estas palabras de Jesús podrían parecer poco realistas, o más bien evasivas. En realidad, el Señor quiere dar a entender con claridad que no es posible servir a dos señores: Dios y la riqueza. Quien cree en Dios, Padre lleno de amor por sus hijos, pone en primer lugar la búsqueda de su Reino, de su voluntad. Es todo lo contrario del fatalismo o el ingenuo irenismo. La fe en la Providencia, de hecho, no exime de la cansada lucha por una vida digna, sino que libera de la preocupación por las cosas y del miedo del mañana. Está claro que esta enseñanza de Jesús, si bien sigue manteniendo su verdad y validez para todos, es practicada de maneras diferentes según las diferentes vocaciones: un fraile franciscano podrá seguirla de manera más radical, mientras que un padre de familia deberá tener en cuenta sus deberes hacia su esposa e hijos. En todo caso, el cristiano se distingue por su absoluta confianza en el Padre celestial, como Jesús. Precisamente la relación con Dios Padre da sentido a toda la vida de Cristo, a sus palabras, a sus gestos de salvación, hasta su pasión muerte y resurrección. Jesús nos ha demostrado qué significa vivir con los pies bien plantados en la tierra, atentos a las situaciones concretas del prójimo, y, al mismo tiempo, teniendo el corazón en el Cielo, sumergido en la misericordia de Dios.
Queridos amigos, a la luz de la Palabra de Dios de este domingo, os invito a invocar a la Virgen María con el título de Madre de la divina Providencia. A ella le encomendamos nuestra vida, el camino de la Iglesia, las vicisitudes de la historia. En particular, invocamos su intercesión para que todos aprendan a vivir siguiendo un estilo más sencillo y sobrio en la vida cotidiana y en el respeto de la creación, que Dios ha encomendado a nuestra custodia.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La Divina Providencia y su papel en la historia
302 La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada “en estado de vía” (in statu viae) hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección:
«Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó, “alcanzando con fuerza de un extremo al otro del mundo y disponiéndolo todo suavemente” (Sb 8, 1). Porque “todo está desnudo y patente a sus ojos” (Hb 4, 13), incluso cuando haya de suceder por libre decisión de las criaturas» (Concilio Vaticano I: DS, 3003).
303 El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el curso de los acontecimientos: “Nuestro Dios en los cielos y en la tierra, todo cuanto le place lo realiza” (Sal 115, 3); y de Cristo se dice: “Si Él abre, nadie puede cerrar; si Él cierra, nadie puede abrir” (Ap 3, 7); “hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza” (Pr 19, 21).
304 Así vemos al Espíritu Santo, autor principal de la sagrada Escritura, atribuir con frecuencia a Dios acciones sin mencionar causas segundas. Esto no es “una manera de hablar” primitiva, sino un modo profundo de recordar la primacía de Dios y su señorío absoluto sobre la historia y el mundo (cf Is 10,5-15; 45,5-7; Dt 32,39; Si 11,14) y de educar así para la confianza en Él. La oración de los salmos es la gran escuela de esta confianza (cf Sal 22; 32; 35; 103; 138).
305 Jesús pide un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos: “No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿qué vamos a beber? [...] Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mt 6, 31-33; cf Mt 10, 29-31).
La providencia y las causas segundas
306 Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de las criaturas. Esto no es un signo de debilidad, sino de la grandeza y bondad de Dios todopoderoso. Porque Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio.
307 Dios concede a los hombres incluso poder participar libremente en su providencia confiándoles la responsabilidad de “someter’’ la tierra y dominarla (cf Gn 1, 26-28). Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes y libres para completar la obra de la Creación, para perfeccionar su armonía para su bien y el de sus prójimos. Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos (cf Col 1, 24). Entonces llegan a ser plenamente “colaboradores [...] de Dios” (1 Co 3, 9; 1 Ts 3, 2) y de su Reino (cf Col 4, 11).
308 Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas: “Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece” (Flp 2, 13; cf 1 Co 12, 6). Esta verdad, lejos de disminuir la dignidad de la criatura, la realza. Sacada de la nada por el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, no puede nada si está separada de su origen, porque “sin el Creador la criatura se diluye” (GS 36, 3); menos aún puede ella alcanzar su fin último sin la ayuda de la gracia (cf Mt 19, 26; Jn 15, 5; Flp 4, 13).
La providencia y el escándalo del mal
309 Si Dios Padre todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal.
310 Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal? En su poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor (cf santo Tomás de Aquino, S. Th., 1, q. 25, a. 6). Sin embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo “en estado de vía” hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección (cf Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, 3, 71).
311 Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral, (cf San Agustín, De libero arbitrio, 1, 1, 1: PL 32, 1221-1223; Santo Tomás de Aquino, S. Th. 1-2, Q. 79, a. 1). Sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura, y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien:
«Porque el Dios todopoderoso [...] por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal» (San Agustín, Enchiridion de fide, spe et caritate, 11, 3).
312 Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: “No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios [...] aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir [...] un pueblo numeroso” (Gn 45, 8;50, 20; cf Tb 2, 12-18 vulg.). Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf Rm 5, 20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.
313 “En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8, 28). El testimonio de los santos no cesa de confirmar esta verdad:
Así santa Catalina de Siena dice a “los que se escandalizan y se rebelan por lo que les sucede”: “Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin” (Dialoghi, 4, 138).
Y santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: “Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor” (Carta de prisión; cf. Liturgia de las Horas, III, Oficio de lectura 22 junio).
Y Juliana de Norwich: “Yo comprendí, pues, por la gracia de Dios, que era preciso mantenerme firmemente en la fe [...] y creer con no menos firmeza que todas las cosas serán para bien [...] Tú misma verás que todas las cosas serán para bien” (“Thou shalt see thyself that all manner of thing shall be well” (Revelation 13, 32).
314 Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.
La idolatría altera los valores; creer en la Providencia en vez de en la adivinación
2113 La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. “No podéis servir a Dios y al dinero”, dice Jesús (Mt 6, 24). Numerosos mártires han muerto por no adorar a “la Bestia” (cf Ap 13-14), negándose incluso a simular su culto. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina (cf Gál 5, 20; Ef 5, 5).
2114 La vida humana se unifica en la adoración del Dios Único. El mandamiento de adorar al único Señor da unidad al hombre y lo salva de una dispersión infinita. La idolatría es una perversión del sentido religioso innato en el hombre. El idólatra es el que “aplica a cualquier cosa, en lugar de a Dios, la indestructible noción de Dios” (Orígenes, Contra Celsum, 2, 40).
Adivinación y magia
2115 Dios puede revelar el porvenir a sus profetas o a otros santos. Sin embargo, la actitud cristiana justa consiste en entregarse con confianza en las manos de la providencia en lo que se refiere al futuro y en abandonar toda curiosidad malsana al respecto. Sin embargo, la imprevisión puede constituir una falta de responsabilidad.
Oración de los fieles, peticiones para la llegada del Reino
2632 La petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús (cf Mt 6, 10. 33; Lc 11, 2. 13). Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación, lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Esta cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo, que es ahora la de la Iglesia, es objeto de la oración de la comunidad apostólica (cf Hch 6, 6; 13, 3). Es la oración de Pablo, el apóstol por excelencia, que nos revela cómo la solicitud divina por todas las Iglesias debe animar la oración cristiana (cf Rm 10, 1; Ef 1, 16-23; Flp 1, 9-11; Col 1, 3-6; 4, 3-4. 12). Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino.
Creer en la Providencia no significa estar ocioso
2830 “Nuestro pan”. El Padre que nos da la vida no puede dejar de darnos el alimento necesario para ella, todos los bienes convenientes, materiales y espirituales. En el Sermón de la Montaña, Jesús insiste en esta confianza filial que coopera con la Providencia de nuestro Padre (cf Mt 6, 25-34). No nos impone ninguna pasividad (cf 2 Ts 3, 6-13) sino que quiere librarnos de toda inquietud agobiante y de toda preocupación. Así es el abandono filial de los hijos de Dios:
«A los que buscan el Reino y la justicia de Dios, Él les promete darles todo por añadidura. Todo en efecto pertenece a Dios: al que posee a Dios, nada le falta, si él mismo no falta a Dios» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 21).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Mirad a los pájaros del cielo
Volvamos a escuchar, ante todo, algunas ocurrencias del fragmento evangélico de este Domingo, que es todo un poema en sí mismo:
«Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? ¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos como crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues, si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados, pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los gentiles se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso».
Digamos la verdad: ¿quién tiene aún la valentía de proponer este fragmento evangélico o incluso sólo citarlo? Desde hace algún tiempo, tácitamente se ha ocultado, como si la página, que lo contiene hubiese sido pegada a la precedente y ya nadie pudiese leerla más. El motivo es éste. ¿Cómo se hace para poder repetir que no hemos de preocuparnos de la comida y del vestido cuando en torno a nosotros hay millones y millones de personas, a las que les falta totalmente la comida y el vestido? Esta página del Evangelio, ¿no está cruelmente desmentida por los hechos y por ello hay que silenciarla?
La crítica marxista ha partido desde ella para demostrar su tesis de irrelevancia y de peligrosidad del cristianismo en el plano social. Hasta no hace mucho tiempo, la palabra «cristianismo» en las enciclopedias y en otros grandes medios de difusión de la cultura marxista de la Unión soviética era tratada a la luz de la tesis de Karl Kautscky, quien por vez primera, en 1910, había estudiado como histórica la relación entre el cristianismo de los orígenes y el problema social. Para él el cristianismo persiguió en su origen a un comunismo de los medios de consumo, esto es, a un comunismo de distribución de bienes, sin ofrecernos ni siquiera mínimamente una idea sobre qué es lo que debiera producir la riqueza a distribuir y a consumir. Citando nuestro texto evangélico, habla de parasitismo religioso: «¡No os preocupéis de la comida y del vestido, puesto que habrá siempre otros que trabajen por vosotros!».
Kautschy ha contribuido a cambiar radicalmente el planteamiento del marxismo naciente frente al cristianismo. La tesis predominante antes que él, que llegaba hasta el compañero de Marx, Friederick Engels, era más bien la de una sustancial afinidad entre el nacimiento del cristianismo y el nacimiento del movimiento proletario moderno. Ambos movimientos desde su base, desde los oprimidos, eran ambos perseguidos y ambos votados para la victoria [mal. La victoria del cristianismo le parecía más bien a Engels como garantía de victoria segura para la naciente revolución proletaria. Para él, el movimiento nacido por la predicación de Jesús, no era más que una forma del comunismo ante litteram ingenuo y no científico.
¿Qué haremos frente a esta doble objeción, teórica y práctica, que sufre nuestra página del Evangelio? ¿Continuaremos dejándola aparte, preocupándonos bien de enseñarla a la gente y teniendo como modelos a los pájaros del cielo y a los lirios del campo? Debo confesar que en parte yo mismo he cedido ante esta tentación; porque me doy cuenta que nunca, antes de ahora, me he atrevido a hacer una predicación sobre este texto evangélico. Pero, ¿podemos dejar aparte una página como ésta, que ha inspirado elecciones radicales a muchos creyentes y que nos revela entre otras cosas una de las tareas más vinculadas al Padre celestial, esto es, el cuidado que él tiene de nosotros? ¿No ha dicho Jesús: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán»? (Mateo 24, 35).
Es necesario notar, ante todo, una cosa. El fragmento citado del Evangelio nos exhorta a no preocuparnos de nuestro vestido y de nuestra comida; pero, no de la comida y del vestido del hermano. Por el contrario, respecto a esto el Evangelio nos quiere llenos de solicitud. Quien ha pronunciado las palabras sobre los pájaros, que no siembran, y los lirios, que no tejen, ha pronunciado igualmente las palabras: «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis» (Mateo 25,35-36). ¡Es necesario, pues, preocuparse, y cómo, de la comida y del vestido!
El error nace siempre del separar una palabra del Evangelio de las demás, una parábola de las demás más bien que colocarlas todas juntas. En este caso, por ejemplo, bastaría recordar la parábola de los talentos para darnos cuenta de cuán lejano sea del pensamiento de Jesús la idea de que el hombre deba permanecer con una mano sobre la otra esperando a que la providencia le llueva encima sin tenerla ni siquiera que pedir. Los mismos ascetas del desierto, hasta tan radicales en el seguir el Evangelio, han visto siempre en el trabajo de las propias manos el medio ordinario para proveer a la comida y al vestido y contribuir al mantenimiento del monasterio, si vivían en el cenobio.
Si tomamos las palabras de Jesús aisladamente y a la letra sería necesario concluir que ni siquiera él ha imitado a los pájaros del cielo ya los lirios del campo; porque ha trabajado durante muchos años y durante su ministerio ha permitido a los suyos tener una caja común para proveer a las propias necesidades y para ayudar a los pobres. En todo caso, ¿ciertamente no le ha imitado Pablo, el cual afirma haber trabajado con sus propias manos para proveerse a sí mismo y ayudar a los pobres? Dice santo Tomás de Aquino: «Sería una locura y un tentar a Dios esperar sin hacer nada que Dios nos socorra en las cosas en las que podemos ayudarnos con nuestra acción».
Una frase del mismo discurso de Jesús nos ofrece la clave interpretativa de todo: «Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura».
No se trata de ignorar las necesidades vitales de la existencia, el pan y el vestido sino de decidir si el pan y el vestido y, en general, todas las necesidades del cuerpo son la preocupación principal y única de la vida o si habrá lugar para otra búsqueda más importante.
El marxismo, como toda concepción materialista de la vida, no puede entender el discurso de Jesús sobre los pájaros del cielo y los lirios del campo, porque no admite que puede haber algo independiente del factor económico y de las necesidades materiales. Para él la dimensión religiosa no es más que una superestructura, un equivalente de las necesidades económicas y, una vez reducida a esto, se tiene buen juego a demostrar que no sirve para esta finalidad y, por lo tanto, que viene combatida como algo distinto inútil y dañoso.
Una vez limpio el campo de los equívocos mayores, posiblemente podemos volver a escuchar con oídos nuevos y sin complejos las palabras de Jesús sobre el Padre celestial, que alimenta a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo. Sobre estas palabras Kierkegaard ha escrito un magnífico «discurso edificante», titulado Lo que se puede aprender de los lirios del campo y de los pájaros del aire. Él ha comprendido el sentido profundo de este discurso de Jesús. No se trata de saber si el hombre tiene o no derecho a ocuparse de su comida; se trata de saber si, también en el suministrar su comida, él reconocerá no ser Dios, no ser él en último análisis a proveerse para sí mismo sino el mismo Padre, que alimenta a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo. Se trata de saber, en suma, si el hombre se contentará con ser hombre o querrá ser Dios y suficiente para sí mismo. «Contentarse de la propia condición de hombre, contentarse de ser una débil criatura incapaz de proveerse las propias necesidades, como es incapaz de crearse a sí mismo: esto es lo esencial. Si, por el contrario, el hombre se olvida de Dios y pretende alimentarse por sí solo, he aquí cómo llegar a ser presa de las preocupaciones materiales».
Nadie está al seguro de esta preocupación. Ésta puede asaltar tanto al rico como al pobre. Libre de la angustia del mañana, prosigue el filósofo, está sólo «aquel que, siendo rico o pobre, comprende hasta en la pobreza que para alimentarle está el Padre celestial».
Sin embargo, para enseñarnos el verdadero y perfecto abandono confiado en la Providencia no pueden ser quienes lo hagan los pájaros del cielo y los lirios del campo. Ellos no se preocupan del mañana; porque, como los niños, no tienen sentido del mañana, mientras que el hombre sí lo tiene. La perfección está en conocer la preocupación del mañana y aun así superarla con las alas de la fe. El verdadero abandono en la Providencia es el que vivía Jesús quien podía decir: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lucas 9,58).
El Evangelio de hoy se concluye con una de las máximas de Jesús que justamente han llegado a ser proverbiales. Deberemos acogerla como dirigida en este momento personalmente a cada uno de nosotros: «No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos».
En nuestras ansias y miedos por la comida, el vestido, la casa, el trabajo, la salud, fijémonos en la certeza trasmitida hoy por Cristo: «Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Confianza en Dios
Con los versículos de San Mateo que nos ofrece la Iglesia en este domingo, nos anima Jesús a fomentar la virtud de la esperanza cristiana. Dios Nuestro Señor nos quiere persuadir de que nadie profesa un amor mayor por nosotros que Él mismo: Dios, Creador de cuanto existe y Padre nuestro, ha querido amarnos a cada uno con un amor singular. En consecuencia, podemos andar tranquilos en la vida, por grandes que nos puedan parecer nuestros problemas. ¡Cómo debe ser de serena y apacible nuestra existencia! Posiblemente ante la admiración de muchos que, extrañados de nuestro tono habitualmente contento y optimista, no lleguen a entender que podamos vivir felices, con nuestras deficiencias y dificultades, patentes en ocasiones, como si fuéramos los más afortunados de la tierra.
“¿Como si fuéramos los más afortunados...?”, piensan tal vez algunos con cierto desdén, y nos tienen por ingenuos. Pero es la verdad. Y todo hombre, de modo particular todo cristiano, se puede sentir “el más afortunado del mundo”. Basta, para ello, que reconsidere la realidad tan básica en la que se sostiene su condición de cristiano: ¡que somos hijos de Dios!
Hijos de Dios. —Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras.
—El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna.
Así se expresa san Josemaría, con ese optimismo envidiable que repartió por todo el mundo. “Hijos de Dios”: convencidos de poseer, en nuestra filiación divina, la mayor riqueza imaginable. Pero no como quien tiene algo valioso, que será casi siempre, queramos o no, externo a quien lo posee. El hijo de Dios es grandioso, inmensamente afortunado, aunque no tenga nada. Tiene justos motivos para sentirse feliz, incluso en las peores condiciones humanas, porque él mismo, en su condición personal más íntima, ha sido constituido en hijo del Señor de cielos y tierra, destinado en la eternidad a una vida de indescriptible amor. Una vida que ya saborea, que ya pregusta en los días de este mundo, con sólo vivir ahora como hijo de Dios. Y esta experiencia es lo que le confirma cada día que es verdaderamente afortunado.
Leemos en Camino: Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.
¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ya no lo haré más! —Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!
Preciso es que nos empapemos, que saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos.
¿Hacemos cada uno esfuerzos para portarnos bien en la presencia de nuestro Padre Dios? Contamos, para ello, con su asistencia de Padre nuestro, que nos quiere más que una madre buena: “ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando”. Porque podríamos verlo sí, poderoso e infinito, pero muy lejano, demasiado alejado para notar su eficacia. Y, sin embargo, Jesús nos insiste con ejemplos de la naturaleza que nos entran por los ojos: Dios se ocupa de nosotros y, si le dejamos, sentiremos el gozo de los hijos de Dios. Es el gozo de los santos, que se sienten felices, también en medio de la adversidad, porque Dios mismo los colma de alegría.
San Josemaría lo veía con nítida claridad: Un consejo, que os he repetido machaconamente: estad alegres, siempre alegres. —Que estén tristes los que no se consideren hijos de Dios. Porque las penas y dificultades, por grandes que parezcan, han de quedar siempre en un segundo plano. Lo verdaderamente consistente y primordial en la vida es nuestra filiación divina: que Dios nos valora y nos quiere más que a nada en este mundo. Lo nuestro será seguir el consejo de Jesús: Buscad, pues, primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura.
Y buscar primero el Reino de Dios cuesta, bien lo sabemos, pero no es un obstáculo para la alegría ni para el buen humor. Dice San Josemaría: Me has preguntado si tengo cruz. Y te he respondido que sí, que nosotros siempre tenemos Cruz. —Pero una Cruz gloriosa, sello divino, garantía de la autenticidad de ser hijos de Dios. Por eso, siempre caminamos felices con la Cruz. E insiste: Muchos se sienten desgraciados, precisamente por tener demasiado de todo. —Los cristianos, si verdaderamente se conducen como hijos de Dios, pasarán incomodidad, calor, fatiga, frío... Pero no les faltará jamás la alegría, porque eso —¡todo!— lo dispone o lo permite Él, que es la fuente de la verdadera felicidad.
Nuestra Madre del Cielo, Santa María, escucha de Isabel: bienaventurada porque has creído. Y nos queremos parecer a ella en la fe, para que nuestra condición de hijos de Dios sea la raíz inamovible de una felicidad sin límites.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Dos señores: El dinero y el sexo
Nadie puede servir a dos señores... No se puede servir a Dios y al dinero.
Pocas frases del Evangelio ponen al hombre frente a una elección tan precisa y radical: o Dios o el dinero. ¿Pero qué dinero? No por cierto el dinero que es justa retribución del propio trabajo y que tiene como fin procurarse lo necesario para una vida decente y humana. Este dinero es el equivalente del pan cotidiano que el mismo Cristo nos enseñó a pedirle al Padre celestial. No se trata, entonces, del dinero que sirve para la vida, sino del dinero que hace servidora a la vida, que de medio se convierte en fin y de siervo en señor. El dinero que se acumula tragando el de los demás, que se aumenta a precio de sangre y miseria de los otros, el dinero que chantajea. Aquel del cual Amós decía que sirve para comprar a los indigentes y al pobre por un par de sandalias (Am 8, 6).
Por lo tanto, el dinero de los ricos, dirá alguien en seguida. La mayoría de las veces, sí, pero no necesariamente, o, al menos, no sólo ése. Es “riqueza de iniquidad”, es decir, dinero enemigo de Dios, incluso el dinero de quien tiene en cantidad suficiente, pero no lo usa para sí mismo y su familia, lo niega o lo reduce para las necesidades de la casa, y todo eso por el placer de guardarlo, de hacerla un usufructo, de intentar operaciones riesgosas o, peor aún, de perderlo en el juego y en los bares, o para traicionar a la propia familia.
Este dinero, erigido en meta de vida, señor en lugar de Dios, es el gran ídolo, el dios “de metal fundido” se diría en la Biblia (Lev 19, 4), que tiene numerosos adoradores entre los cristianos de hoy. La Biblia (Lev 18, 21) nos habla de un ídolo monstruoso llamado Moloc que era adorado en Palestina antes de la llegada de los hebreos, y al cual se le rendía culto inmolando niños que eran quemados frente a él. El Moloc de hoy es el dinero. A él se inmolan, también hoy, víctimas inocentes. Muchos hombres y niños que sufren en el mundo debido al hambre, las enfermedades, las guerras, el aprovechamiento, son víctimas de este dios cruel que actúa a escondidas, como un vampiro que se llena con la sangre chupada en la oscuridad En nuestra crisis actual, cuánta responsabilidad recae en los administradores públicos y privados que actuaron como ese campesino infiel del que habla el Evangelio, y sobre quienes han tenido ganancias exageradas e injustas, fruto a menudo del lucro ilícito a expensas de ciudadanos confiados, ignorantes de todo. Frutos de un culto idolátrico del dinero también son las rapiñas y los secuestros cotidianos.
Pero tratemos de no señalar con el dedo sólo a los demás. Nosotros no somos solamente víctimas del ídolo de la riqueza; quizás, quien más, quien menos, incluso somos sus adoradores. El Evangelio de hoy también es para nosotros y nos obliga a mirar atentamente dentro de nuestro corazón. Porque la boca habla de la abundancia del corazón, dice Jesús (Mt. 12, 34) y nuestra lengua gira a menudo alrededor del dinero. En ciertos ambientes, incluso parece que no se sepa hablar de otra cosa que no sea dinero: de cómo ganarlo, de cómo ahorrarlo, de qué hacer con él, de cuánto gana nuestro vecino.
Este ídolo del dinero tiene una divinidad gemela: el sexo. Es la diosa Astarté junto al dios Moloc: cada uno consigue adoradores para el otro. No el erotismo y el sexo −que quede bien clara, también aquí, la distinción−, que es realidad sagrada en el ámbito de la vida natural como lo son el nacimiento y la muerte, y a la cual la Biblia ha dedicado uno de sus libros canónicos: el Cántico de los cánticos. No el sexo que hace salir a una persona de su soledad. No el sexo que Dios creó y bendijo cuando dijo: “Crezcan y multiplíquense”, y que la Iglesia sigue bendiciendo ante sus altares en el sacramento del matrimonio. Es más bien el sexo sobre el cual pasó devastador el pecado y el demonio como un gusano que deja su baba sobre una hermosa flor. Es el sexo del que habla san Pablo en la epístola de hoy, cuando dice: Se sabe muy bien cuáles son las obras de la carne: fornicación, impureza y libertinaje, idolatría y superstición... (¡Resulta significativo esta vecindad entre el libertinaje y la idolatría!) Les vuelvo a repetir que los que hacen estas cosas no poseerán el Reino de Dios (Gal. 5, 21).
El sexo −dijo un pensador contemporáneo− se nos subió a la cabeza a todos; está obsesionando al mundo y fue elevado a un programa para vencer el tedio en estos pocos años de paz entre una guerra y otra. Es una especie de religión que tiene sus misioneros pagos, sus templos y sus ritos. Su ostentación está asumiendo formas paroxísticas en la pornografía y en el cine. Desde muchos lados se grita contra este tráfico ilícito, pero esa especie de sacra alianza entre el ídolo de la riqueza y el sexo rinde y rinde bien, por lo que sigue adelante impune. Miren en los puestos de diarios de esta ciudad, incluso sin alejarse mucho de nuestra iglesia. La prensa que hace ganar más es también la que tiene más anuncios publicitarios y la más exhibida. Se habla de libertad de prensa y de liberación de los tabúes, cuando se trata, al contrario, mucho más prosaica mente (y sería necesario tener el coraje de confesarlo) de drogas excitantes, de sustitutos de papel para hombres no cumplidos, para gente frustrada o que ha quedado inmadura.
El resultado es que estamos contaminando hasta la saturación nuestra misma vida. Nos preocupamos tanto por la contaminación del aire y del agua, y es ciertamente un espectáculo triste ver tantos pececitos dados vuelta en estanques de agua pútrida, pero no se repara en que se está contaminando a tal punto la convivencia humana que nuestros niños ya no pueden vivir así. No es que mueran físicamente, de acuerdo, pero se muere su inocencia o −para quien no aprecia esta palabra− se muere la fragancia de su simplicidad, la limpidez de su mirada, sus sentimientos más bellos, el crecimiento de su voluntad, en una palabra, se muere su juventud, ya que −como alguien escribió− “la impureza y la juventud se excluyen recíprocamente” (F. Kafka). ¡Es de veras un pecado! Porque era la única cosa hermosa, limpia y casta hasta las raíces que todavía existía en el mundo: el recuerdo menos borroso de la imagen de Dios que haya sobrevivido al paraíso terrestre, el solo ser que encontró nuestro Señor cuando quiso indicarnos realmente algo concreto a lo cual parecemos: “Si no se hacen como niños...”. En cada esquina de nuestras calles ciudadanas y ya en cualquier rincón de la casa, “lo que sale de la boca’ del hombre” constituye un residuo venenoso, un miasma que mata, peor que los residuos amoniacales y ácidos de ciertas industrias que forman, con sus chimeneas, una tétrica corona alrededor de nuestra ciudad.
Tengamos cuidado de no dar a esta denuncia el tono resentido de los profetas apocalípticos que señalan con el índice a los demás: no nos hagamos los escandalizados. Todos, en mayor o menor medida, estamos involucrados −quien por eficiencia, quien por connivencia, quien por asentimiento− en esta idolatría nueva. Preguntémonos más bien qué debemos hacer en calidad de cristianos. La tarea de la Iglesia hoy, es decir, de nosotros los cristianos, consiste en exorcizar al mundo de los ídolos del dinero y del sexo, de las dos potencias más notorias del mal. Exorcizarlo volviendo a proclamar la bienaventuranza de Cristo: “Felices los pobres de espíritu… felices los puros de corazón”. Cuando Cristo mandó los apóstoles al mundo −cuenta el Evangelio− les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros (Mt. 10, 1). Jamás fue tan urgente como ahora esta prerrogativa de los discípulos de Jesús. Pero no se trata, evidentemente, de hacer cruzadas o de volver a dar auge a las hogueras de las vanidades en que se quemaban, en la época de san Bernardino de Siena, la mala prensa y las cartas de juego.
Nuestra misión consiste en trabajar para devolvernos a nosotros mismos primero y luego a los otros la verdadera libertad. Antes de ser una ofensa contra Dios, en efecto, esta idolatría del dinero y del sexo es una esclavitud, una degradación del propio hombre. Es más bien una ofensa a Dios porque ensucia a una criatura suya, objeto de su amor; hace de ella una cosa en lugar de una persona. Redescubrir la libertad de hijos de Dios, aquella libertad que, comprometida por el pecado, nos ha sido reconquistada por Cristo. Devolver al hombre −¡Y a la mujer!− aquella corona de rey y reina de lo creado, que les impida arrodillarse para adorar a los distintos becerros de oro. “Recuerda, cristiano, tu dignidad”, decía san León Magno. Ella te prohíbe volver a vivir según la antigua esclavitud. Todo es de ustedes −decía san Pablo a los primeros cristianos−, pero ustedes son de Cristo (1 Cor 3, 22 ssq.): no hay lugar, por lo tanto, para otra servidumbre y para otra esclavitud.
Quizás la nueva generación haya entrevisto todo esto porque, al menos en sus elementos más sanos, los jóvenes demuestran querer abatir, entre otros mitos, también los del dinero y el sexo. Ellos se rebelan, justamente, ante esta sacrílega entronización del ídolo de la riqueza en lugar de Dios, y del sexo en lugar del amor. Además de todo, como el resto de los ídolos, son falsos y mentirosos porque nunca dan la felicidad que prometen o, si la dan, es demasiado precaria y demasiado breve como para que se la pueda llamar de veras felicidad.
En calidad de cristianos, no podemos dudar ni un instante: éste es precisamente nuestro deber de hoy.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la Misa celebrada en Bari (26-II-1984)
– Apoyarse en Dios para seguir a los hombres
– Dios, Padre providente
– Confianza y abandono en Dios
El Salmo de la liturgia de hoy dice: Salmo 61-62,2-3 Descansa sólo en Dios, alma mía, porque Él es mi esperanza; sólo Él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré.
Se trata de dos versículos, cada uno de los cuales expresa con estas palabras un pensamiento único:
Dios es la fuente de todo bien; y por esto, en Él esta puesta la esperanza más profunda del hombre. Efectivamente, Dios no es sólo el Bien infinito en sí mismo, sino que es el Bien para el hombre: quiere para el hombre el bien, quiere ser Él mismo el bien definitivo para el hombre.
Quiere ser la “salvación” del hombre: “Descansa solo en Dios, alma mía”.
Dios es el fundamento estable e indefectible, sobre el que el hombre puede construir el edificio de la propia vida y del propio destino. Por esto el salmista compara al Dios de la esperanza humana con un alcázar y una roca:
“Él es mi roca, Dios es mi refugio” (Sal 61-62, 8). Entre las experiencias de todo lo precario, en medio de los destinos cambiantes de la vida terrena, Dios es para el hombre un apoyo definitivo, del que saca la indispensable fuerza del espíritu.
Las palabras del Evangelio de la Misa de hoy:
(Mt 6,26.30.32) “Mirad a los pájaros, ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos...Pues si la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más con vosotros, gente de poca fe?... Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso”.
Dios es la fuente de todo bien en la obra de la creación, es también la Providencia incesante del mundo y del hombre. Quiere continuamente que, de los bienes, llamados por Él a la existencia, participen las criaturas y en particular el hombre: efectivamente, el hombre ha sido distinguido por Dios entre todas las criaturas del mundo visible.
Desde el principio Dios ha rodeado al hombre de un amor especial. Y este amor tiene características paternas y, a la vez maternas, como lo testimonió el profeta Isaías en la primera lectura:
(Isa 49,15) “¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no me olvidaré.
Dice el Evangelio: “Por tanto, no os agobiéis por la mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos” (Mt 6,34).
Dice Cristo: “Nadie puede estar al servicio de dos amos...No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24) ... “Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33).
A veces escuchamos con cierta desconfianza las palabras del Evangelio de hoy. ¿Puede el hombre dejar de preocuparse por la propia vida? Sin embargo, el Divino Maestro no dice: “No os preocupéis”, sino “no os preocupéis demasiado, no os agobiéis”. No aconseja un descuido negligente, sino que señala una justa jerarquía de valores... “Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura”.
La justicia del reino de Dios es un bien incomparablemente superior con relación a todo aquello por lo que el hombre puede afanarse, sirviendo al dinero.
San Nicolás ha sido, durante siglos, un testigo muy elocuente de la divina Providencia, porque aceptó con corazón indiviso, el servicio de Dios y, juntamente con él, aceptó la jerarquía de valores que anuncia Cristo.
¿Acaso no nos habla el misterio de la redención muy especialmente de la divina Providencia? ¿No nos habla de que Dios “amó tanto al mundo que le dio su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él...tenga vida eterna” (Jn 3,16)? ¿Acaso este amor no es la medida definitiva de la Providencia? ¿La medida principal y sobreabundante?
¿Acaso no confirma el misterio de la redención la verdad de que hay que buscar primero el reino de Dios y su justicia?
Precisamente esta verdad del Evangelio, ¿acaso no está particularmente amenazada en la vida del hombre de nuestro tiempo? ¿No somos testigos de una radical transposición de la jerarquía evangélica de los valores? El servicio al dinero (en diversas formas), ¿no se enseñorea cada vez más del pensamiento, del corazón y de la voluntad del hombre, ofuscando el reino de Dios y su justicia? ¿No pierde el hombre la justa dimensión de su ser humano y de su destino, en este servicio exclusivo a lo que es terreno?
(Sal 61-62,7) “Descansa sólo en Dios, alma mía, porque Él es mi esperanza; sólo Él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré”.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado”. ¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Estas palabras que acabamos de escuchar en la Primera Lectura nos recuerdan el cuidado que Dios tiene de sus criaturas.
La seguridad de que somos hijos de Dios lleva al cristiano a sentirse protegido en medio de los acontecimientos de su vivir diario. No lo olvidéis –dice San Josemaría−, el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y señorío propio de los que aman al Señor por encima de todas las cosas.
“Descansa sólo en Dios, alma mía”, reza el Salmo Responsorial. Quiere el Señor que vivamos con la confianza que Él tenía en el Padre, que sólo se podría comparar con la de un niño pequeño con sus padres. Jesús llamaba a Dios Abba, una palabra que, según la costumbre hebrea utilizaría en su más tierna edad para referirse a San José, pero que siguió empleándola siempre, contra toda costumbre, para dirigirse a su Padre celestial.
Ante Dios Creador del Universo debemos vernos como un niño de pocos meses. Es un logro difícil pero no imposible si contamos con la ayuda de lo Alto. Si muriera ese niño que todos llevamos dentro, nos volveríamos escépticos, críticos, calculadores, perderíamos el sentido del humor, el juego, la confianza… Una reserva importante, casi indispensable, para afrontar los desafíos que, como cristianos, se nos presentan en la vida adulta.
A nuestro alrededor hay familiares, amigos, conocidos, soportando un bombardeo continuo de mensajes que pueden desconcertarles y debilitar la confianza en Dios y en los demás. ¡Cuánta opinión encontrada! ¡Cuánta información interesada o veraz e inmediatamente desmentida! Sabemos lo que un comentarista político, económico, cultural, deportivo…va decir según sea el periódico o revista en que escriba. Hay clanes que se ignoran unos a otros y, si no perteneces a ellos, eres un apestado.
Es preciso que no se debilite en nosotros la esperanza, que sople sobre ese osario del desaliento, sabiendo que, como reza la antífona de la Misa de hoy, Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo –dice el Señor. Dios nos ayudará a componer lo que se ha roto en mi vida, en mi familia, en mi entorno, cuando Él quiera y como Él quiera.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Los que buscan el Reino de Dios no olvidan las añadiduras, pero no viven de ellas»
I. LA PALABRA DE DIOS
* Is 49,14-15: «Yo no te olvidaré»
* Sal 61,2-3.6-7.8-9: «Descansa sólo en Dios, alma mía»
* 1Cor 4,1-5: «El Señor manifestará los designios del corazón»
* Mt 6,24-34: «No os angustiéis por el mañana»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
* El texto de Isaías nos invita a descubrir, a través de las imágenes de las «aves del cielo y los lirios del campo», la ternura del amor de Dios, que tiene el signo más acabado en el amor de la madre a su hijo.
* Preocuparse en exceso por lo material hasta inquietarse y perder el sosiego puede apartarnos de Dios. Jesucristo no rechaza el trabajo y el esfuerzo personal para realizarse y mejorar la vida social; no invita al desinterés y a la despreocupación, sino que orienta sobre el equilibrio de lo material y lo trascendente, pero dejando bien sentado que el Reino de Dios tiene valor absoluto (Ev.).
III. SITUACIÓN HUMANA
* Nuestra cultura ha eliminado cualquier valor trascendente y exagera todo lo material y terreno. Se antepone el «tener» al «ser». Hoy se ofrecen al hombre de nuestro tiempo nuevos ídolos, que hacen que Dios quede arrinconado.
* El reto que se nos presenta es el de comprobar si nuestra vida está debidamente equilibrada, reconciliada con todos los valores que el progreso pone a nuestro alcance, pero siempre que estén subordinados a los «bienes de arriba» y al amor de Dios.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
* La fe
– El Padre cuida providencialmente de sus hijos: “Jesús pide un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos: «No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer?; ¿qué vamos a beber? … Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura»” (305).
– Dios realiza sus designios: “La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada «en estado de vía» («in statu viae») hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esa perfección: Dios guarda y gobierna por su Providencia todo lo que creó, «alcanzando con fuerza de un extremo a otro del mundo y disponiéndolo todo con dulzura». Porque «todo está desnudo y patente a sus ojos», incluso lo que la acción libre de las criaturas producirá (C. Vaticano I)” (302).
* La respuesta
– La Providencia hace que pongamos la confianza en Dios: «El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes. El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los Cielos» (S. Agustín, serm. Dom 1,3).
* El testimonio cristiano
– Confiar en Dios en cualquier circunstancia: “Es confiar en todas las circunstancias, incluso en la adversidad. Una oración de Santa Teresa de Jesús lo expresa admirablemente: «Nada te turbe/ Nada te espante todo se pasa/ Dios no se muda la paciencia todo lo alcanza/ quien a Dios tiene nada le falta/ Sólo Dios basta (Poes. 30)»” (227).
La fe exige anteponer a todo el Reino de Dios y sus valores, y subordinar al Reino cualquier otro valor.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
El afán de cada día.
− Vivir el hoy con plenitud y sin agobios. Filiación divina. Confianza y abandono en Dios.
I. En el Evangelio de la Misa nos da el Señor este consejo: No andéis agobiados por el día de mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. Le basta ya a cada día su propia preocupación.
El ayer ya pasó; el mañana no sabemos si llegará para cada uno de nosotros, pues a nadie se le ha entregado su porvenir. De la jornada de ayer sólo han quedado motivos –muchos− de acción de gracias por los innumerables beneficios y ayudas de Dios, y también de quienes conviven con nosotros. Algo, aunque sea poco, habremos aumentado nuestro tesoro del Cielo. También del día de ayer han quedado motivos de contrición y de penitencia por los pecados, errores y omisiones. Del día de ayer podemos decir, con palabras de la Antífona de entrada de la Misa: El Señor fue mi apoyo: me sacó a un lugar espacioso, me libró porque me amaba.
Mañana, “todavía no es”, y, si llega, será el día más bello que nunca pudimos soñar, porque lo ha preparado nuestro Padre Dios para que nos santifiquemos: Deus meus es tu, in manibus tuis sortes meae: Tú eres mi Dios y en tus manos están mis días. No hay razón objetiva para andar angustiados y preocupados por el día de mañana: dispondremos de las gracias necesarias para enfrentarnos a lo que traiga consigo, y salir victoriosos.
Lo que importa es el hoy. Es el que tenemos para amar y santificarnos, a través de esos mil pequeños acontecimientos que constituyen el entramado de un día. Unos serán humanamente agradables y otros lo serán menos, pero cada uno de ellos puede ser una pequeña joya para Dios y para la eternidad, si lo hemos vivido con plenitud humana y con sentido sobrenatural.
No podemos entretenernos en ojalás; en situaciones pasadas que nuestra imaginación nos presenta quizá embellecidas; o en otras futuras que engañosamente la fantasía idealiza, librándolas del contrapunto del esfuerzo; o, por el contrario, presentándolas a nuestra consideración como extremadamente penosas y arduas. El que anda observando el viento no siembra nunca, y el que se fija en las nubes jamás se pondrá a segar. Es una invitación a cumplir el deber del momento, sin retrasarlo por pensar que se presentarán oportunidades mejores. Es fácil engañarse, también en el apostolado, con proyectos y aplazamientos, buscando circunstancias aparentemente más favorables. ¿Qué habría sucedido de la predicación de los Apóstoles, si hubieran aguardado unas circunstancias favorables? ¿Qué habría ocurrido con cualquier obra de apostolado si hubiese esperado unas condiciones óptimas? Hic et nunc: aquí y ahora es donde tengo que amar a Dios con todo mi corazón... y con obras.
Quizá una buena parte de la santidad y de la eficacia, en lo humano y en lo sobrenatural, consista en vivir cada día como si fuese el único de nuestra vida. Días para llenarlos de amor de Dios y terminarlos con las manos llenas de obras buenas, sin desaprovechar una sola ocasión de realizar el bien. El día de hoy no se repetirá jamás, y el Señor espera que lo llenemos de Amor y de pequeños servicios a nuestros hermanos. El Ángel Custodio deberá de “sentirse contento” al presentarlo ante nuestro Padre Dios.
− Preocupaciones estériles. Siempre tendremos las suficientes ayudas para ser fieles.
II. No andéis angustiados... La preocupación estéril no suprime la desgracia temida, sino que la anticipa. Nos echamos encima una carga sin tener todavía la gracia de Dios para sobrellevarla. La preocupación aumenta las dificultades, y disminuye la capacidad de realizar el deber del momento presente. Sobre todo, faltamos contra la confianza en la Providencia que el Señor ejerce sobre todas las situaciones de la vida. Y en la Primera lectura de la Misa nos repite el Señor, por boca del Profeta Isaías: ¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Hoy, en todas las circunstancias, nos tendrá amorosamente presentes nuestro Padre Dios.
Y Jesús nos ha dicho, ¡ya tantas veces!: Tened confianza, soy Yo, no temáis. No podemos llevar a la vez las cargas de hoy y las de mañana. Siempre tenemos la suficiente ayuda para ser fieles en el día de hoy y para vivirlo con serenidad y alegría. El mañana nos traerá nuevas gracias, y su carga no será más pesada que la de hoy. Cada día tiene su afán, su cruz y su gozo. Todas las jornadas de nuestra vida están presididas por Dios, que tanto nos quiere. Y no tenemos capacidad sino para vivir el momento presente. Casi siempre los agobios provienen de no vivir con intensidad el momento actual y de falta de fe en la Providencia. Por eso, desaparecerían si repitiéramos con sinceridad: Volo quidquid vis, volo quia vis, volo quomodo vis, volo quamdiu vis: quiero lo que quieres, quiero porque quieres, quiero como lo quieres, quiero hasta que quieras. Entonces viene el gaudium cum pace: el gozo y la paz.
A veces podemos sufrir la tentación de querer dominar también el futuro, y olvidamos que la vida está en las manos de Dios. No imitemos al niño impaciente que en su lectura salta las páginas para saber cómo acaba la historia. Dios nos da los días uno a uno, para llenarlos de santidad. Leemos en el Antiguo Testamento cómo los hebreos en el desierto recogían el maná que Dios destinaba para su alimento del día. Y algunos, queriendo hacer acopio para el futuro, por si les faltaba, tomaban más de lo necesario y lo guardaban. Al día siguiente se encontraban con un amasijo incomestible y corrompido. Les faltó confianza en Yahvé, su Dios, que velaba por ellos con amor paternal. Pongamos con prudencia los medios necesarios para velar por el futuro, pero no lo hagamos como aquellos que sólo confían en sus fuerzas.
Debemos seguir con alegre esperanza el quehacer del día, poniendo ahí nuestra cabeza, nuestro corazón, todas nuestras energías. Este abandono en Dios −el santo abandono− no disminuye nuestra responsabilidad de hacer y de prever lo que cada caso requiera, ni nos dispensa de vivir la virtud de la prudencia, pero se opone a la desconfianza en Dios y a la inquietud sobre cosas que todavía no han tenido lugar: No os inquietéis, pues, por el mañana, nos repite hoy el Señor... Aprovechemos bien la jornada que estamos viviendo.
− Trabajar cara a Dios. Mortificar la imaginación para vivir el momento presente: hic et nunc.
III. Dios sabe la necesidad que padecemos; busquemos el reino de Dios y su justicia en primer lugar, y todo lo demás se nos dará por añadidura. “Tengamos el propósito firme y general de servir a Dios de corazón, toda la vida, y con eso no queramos saber sino que hay un mañana, en el que no hemos de pensar. Preocupémonos por obrar bien hoy: el mañana vendrá también a llamarse hoy, y entonces pensaremos en él. Hay que hacer provisiones de maná para cada día y nada más; no tengamos la menor duda de que Dios hará caer otro maná al día siguiente, y al otro, mientras duren las jornadas de nuestra peregrinación”. El Señor no nos fallará.
Vivir el momento presente supone prestar atención a las cosas y a las personas y, por tanto, mortificar la imaginación y el recuerdo inoportuno. La imaginación nos hacer estar “en otro mundo”, muy lejos del único que tenemos para santificar: es, con frecuencia, la causa de muchas pérdidas de tiempo, y de no aprovechar grandes ocasiones para hacer el bien. La falta de mortificación interior, de la imaginación y de la curiosidad, es uno de los grandes enemigos de nuestra santificación.
Vivir el momento presente requiere de nosotros rechazar los falsos temores a peligros futuros, que nuestra fantasía agranda y deforma. También perdemos el sentido de la realidad con las falsas cruces que, en ocasiones, nuestra imaginación inventa y padecemos inútilmente, por no aceptar quizá la pequeña cruz que el Señor nos pone delante, la cual nos llenaría de paz y de alegría.
Vivir con plenitud de Amor el momento presente nos situará constantemente ante cosas en apariencia de poco relieve, en las que debemos ser fieles. Hic et nunc: aquí y ahora debemos cumplir con puntualidad el plan de vida que hemos fijado. Aquí y ahora hemos de ser generosos con Dios, huyendo de la tibieza. Aquí y ahora espera el Señor que nos venzamos en aquello que nos cuesta y procuremos avanzar en esos puntos de lucha que constituyen el examen particular.
Pidamos a la Santísima Trinidad que nos conceda la gracia de vivir el momento presente en cada jornada con plenitud de Amor, como si fuera la última de nuestra vida en la tierra.
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Rev. P. Floyd L. McCOY Jordán (Hormigueros, Puerto Rico) (www.evangeli.net)
No andéis preocupados por vuestra vida
Hoy, Jesús, recurriendo a metáforas tomadas de la naturaleza propias de su entorno en las más fértiles tierras de Galilea donde pasó su niñez y su adolescencia —los lirios del campo y los pájaros del cielo— nos recuerda que Dios Padre es providente y que, si vela por las creaturas suyas más débiles, tanto más lo hará por los seres humanos, sus creaturas predilectas (cf. Mt 6,26.30).
El texto de Mateo es de un carácter alegre y optimista, donde encontramos un Hijo muy orgulloso de su Padre porque éste es providente y vela constantemente por el bienestar de su creación. Ese optimismo de Jesús no solamente debe ser el nuestro para que nos mantengamos firmes en la esperanza —«No andéis preocupados» (Mt 6,31)— cuando surgen las situaciones duras en nuestras vidas. También debe ser un incentivo para que nosotros seamos providentes en un mundo que necesita vivir lo que es la verdadera caridad, o sea, la puesta del amor en acción.
Por lo general, se nos dice que tenemos que ser los pies, las manos, los ojos, los oídos, la boca de Jesús en medio del mundo, pero, en el sentido de la caridad, la situación es todavía más profunda: tenemos que ser eso mismo, pero del Padre providente de los cielos. Los seres humanos estamos llamados a hacer realidad esa Providencia de Dios, siendo sensibles y acudiendo en auxilio de los más necesitados.
En palabras de Benedicto XVI, «los hombres destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad». Pero también nos recordó el Santo Padre que la caridad tiene que ir acompañada de la Verdad que es Cristo, para que no se convierta en un mero acto de filantropía, desnudo de todo el sentido espiritual cristiano, propio de los que viven según nos enseñó el Maestro.
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CONGREGACIÓN PARA EL CLERO (www.clerus.org)
No se puede servir al mismo tiempo a dos señores
Continúa el discurso de la montaña, que ya la liturgia nos ha presentado los anteriores domingos.
El marco de esta parte del discurso está constituido por una notable atención a la creación, como signo de la presencia del Misterio Creador. Jesús invita con renovada insistencia a una total confianza en Dios, y no en las cosas o en las dinámicas del mundo, como punto de apoyo real del abandono confiado y de la vida nueva introducida por Él, en el mundo.
El discípulo que se deja absorber completamente, casi de modo obsesivo, de la materialidad de la existencia (de la obsesión por “la comida” y por “el vestido”), revela una fe incierta y vacilante, que no ha hecho experiencia todavía y por tanto no da razón apropiadamente del amor paternal de Dios; el cual cuida de los propios hijos, con el amor y la ternura de una madre, mucho más allá de cualquier expectativa humana, como nadie más lo podría hacer.
En realidad, haciendo eco al texto de Isaías de la primera lectura, podríamos afirmar que la atención que Dios tiene para con el hombre supera al de una madre. Efectivamente leemos en el texto: “aunque hubiera una mujer que se olvidase, yo no te olvidaré jamás”.
El cristiano está pues continuamente llamado a vigilar sobre la tentación de “atar el corazón” a lo que a la vida no puede bastar; a la necesidad de hacer una elección: entre basar la propia ilusoria existencia en la mentira de las “cosas del mundo” o confiarse totalmente a Aquel que mucho más que cualquier otro lo ama y que proveerá, paternalmente, también a sus necesidades, en la óptica del uso de los bienes terrenales al servicio del Reino. Ésta es la única pobreza que la Iglesia, desde hace dos mil años vive y propone a todos los hombres.
La página del Evangelio se abre con una advertencia que constituye la llave hermenéutica de fondo: no se puede servir al mismo tiempo a dos señores, porque se acabará inevitablemente por querer a uno y odiar el otro.
El hombre aferrado a las cosas del mundo, corre el riesgo de acabar como esclavo del mundo, porque el mundo siempre cobra un precio a cambio de cuánto, falsamente, otorga; mientras que quien elige servir a Dios, experimentará la verdadera libertad, ya que el único “Señor” que libera es sólo el Dios de la vida.
Quien elige la primera vía podría incluso poseer riquezas, pero estará afligido en el corazón y en la conciencia; quien sigue en cambio la segunda, puede descubrir un sabor particular de la vida, una gozosa y segura satisfacción y una inesperada libertad, hecha de alegría y de paz interior.
Porque, al final de cuentas, ¿qué persona con sentido común podría pensar que realmente un objeto material cualquiera, por el solo hecho de poseerlo, pueda cambiar algo lo que ella es?
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