Domingo VI del Tiempo Ordinario (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Homilía en Santa Marta (12.VI.13) – Ángelus 2014 y 2017
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2011
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- P. Givanildo dos SANTOS Ferreira (Brasília, Brasil) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
MÁS ALLÁ DEL LEGALISMO
Sir 15, 16-21; 1 Cor 2, 6-10; Mt 5, 17-37
Nada por encima de la ley dada por Dios a Israel. Ese es el punto de vista fundamental que nos comparte el Señor Jesús al comienzo del Evangelio. La ley de Dios como referente absoluto para guiar a los creyentes. En la segunda parte de este discurso, escuchamos las solemnes antítesis donde el Maestro actualiza el espíritu de los mandatos divinos. La letra ordena no matar, no cometer adulterio, no jurar en falso. Prohibiciones que sin duda defienden valores fundamentales como la vida, la confianza y la lealtad. Sin embargo, las nuevas demandas planteadas por Jesús llegan al núcleo, en tanto que continúa exigiendo abstenerse del homicidio y además propone eliminar la violencia verbal y abrir la puerta a la reconciliación. En lo relativo a la honestidad, exige hablar con transparencia, afirmando sin ambigüedad nuestras convicciones y nuestros desacuerdos.
ANTIFONA DE ENTRADA Sal 30, 3-4
Sírveme de defensa, Dios mío, de roca y fortaleza salvadoras; y pues eres mi baluarte y mi refugio, acompáñame y guíame.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, que prometiste poner tu morada en los corazones rectos y sinceros, concédenos, por tu gracia, vivir de tal manera que te dignes habitar en nosotros. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Dios no ha dado a nadie permiso de pecar.
Del libro del Sirácide (Eclesiástico): 15, 16-21
Si tú lo quieres, puedes guardar los mandamientos; permanecer fiel a ellos es cosa tuya. El Señor ha puesto delante de ti fuego y agua; extiende la mano a lo que quieras. Delante del hombre están la muerte y la vida; le será dado lo que él escoja.
Es infinita la sabiduría del Señor; es inmenso su poder y él lo ve todo. Los ojos del Señor ven con agrado a quienes lo temen; el Señor conoce todas las obras del hombre. A nadie le ha mandado ser impío y a nadie le ha dado permiso de pecar.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 118, 1-2.4-5.17-18.33-34.
R/. Dichoso el que cumple la voluntad del Señor.
Dichoso el hombre de conducta intachable, que cumple la ley del Señor. Dichoso el que es fiel a sus enseñanzas y lo busca de todo corazón. R/.
Tú, Señor, has dado tus preceptos para que se observen exactamente. Ojalá que mis pasos se encaminen al cumplimiento de tus mandamientos. R/.
Favorece a tu siervo para que viva y observe tus palabras. Ábreme los ojos para ver las maravillas de tu voluntad. R/.
Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes y yo lo seguiré con cuidado. Enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo corazón. R/.
SEGUNDA LECTURA
Predicamos una sabiduría misteriosa prevista por Dios antes de los siglos, para conducimos a la gloria.
De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 2, 6-10
Hermanos: Es cierto que a los adultos en la fe les predicamos la sabiduría, pero no la sabiduría de este mundo ni la de aquellos que dominan al mundo, los cuales van a quedar aniquilados. Por el contrario, predicamos una sabiduría divina, misteriosa, que ha permanecido oculta y que fue prevista por Dios desde antes de los siglos, para conducimos a la gloria. Ninguno de los que dominan este mundo la conoció, porque, de haberla conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria.
Pero lo que nosotros predicamos es, como dice la Escritura, que lo que Dios ha preparado para los que lo aman, ni el ojo lo ha visto, ni el oído lo ha escuchado, ni la mente del hombre pudo siquiera haberlo imaginado. A nosotros, en cambio, Dios nos lo ha revelado por el Espíritu que conoce perfectamente todo, hasta lo más profundo de Dios.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr: Mt 11, 25
R/. Aleluya, aleluya.
Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del Reino a la gente sencilla. R/.
EVANGELIO
Han oído lo que se dijo a los antiguos; pero yo les digo...
+Del santo Evangelio según san Mateo: 5, 17-37
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “No crean que he venido a abolir la ley o los profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles plenitud. Yo les aseguro que antes se acabarán el cielo y la tierra, que deje de cumplirse hasta la más pequeña letra o coma de la ley. Por lo tanto, el que quebrante uno de estos preceptos menores y enseñe eso a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; pero el que los cumpla y los enseñe, será grande en el Reino de los cielos. Les aseguro que si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, ciertamente no entrarán ustedes en el Reino de los cielos.
Han oído que se dijo a los antiguos: No matarás y el que mate será llevado ante el tribunal. Pero yo les digo: Todo el que se enoje con su hermano, será llevado también ante el tribunal; el que insulte a su hermano, será llevado ante el tribunal supremo, y el que lo desprecie, será llevado al fuego del lugar de castigo.
Por lo tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve luego a presentar tu ofrenda. Arréglate pronto con tu adversario, mientras vas con él por el camino; no sea que te entregue al juez, el juez al policía y te metan a la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo.
También han oído que se dijo a los antiguos: No cometerás adulterio. Pero yo les digo que quien mire con malos deseos a una mujer, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Por eso, si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado, arráncatelo y tíralo lejos. porque más te vale perder una parte de tu cuerpo y no que todo él sea arrojado al lugar de castigo. Y si tu mano derecha es para ti ocasión de pecado, córtatela y arrójala lejos de ti, porque más te vale perder una parte de tu cuerpo y no que todo él sea arrojado al lugar de castigo.
También se dijo antes: El que se divorcie, que le dé a su mujer un certificado de divorcio; pero yo les digo que el que se divorcia, salvo el caso de que vivan en unión ilegítima, expone a su mujer al adulterio, y el que se casa con una divorciada comete adulterio.
Han oído que se dijo a los antiguos: No jurarás en falso y le cumplirás al Señor lo que le hayas prometido con juramento. Pero yo les digo: No juren de ninguna manera, ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es donde él pone los pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del gran Rey.
Tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes hacer blanco o negro uno solo de tus cabellos. Digan simplemente sí, cuando es sí; y no, cuando es no. Lo que se diga de más, viene del maligno”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Que esta ofrenda, Señor, nos purifique y nos renueve, y se convierta en causa de recompensa eterna para quienes cumplimos tu voluntad. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 3, 16
Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Saciados, Señor, por este manjar celestial, te rogamos que nos hagas anhelar siempre este mismo sustento por el cual verdaderamente vivimos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Si guardas los mandamientos, ellos te guardarán (Si 15, 16-21)
1ª lectura
El maestro de Israel se detiene ahora en unas sentencias en torno a la libertad y la responsabilidad de los hombres. Dios dio al hombre la libertad (Si 14,14) y también los mandamientos para facilitarle el acertar en sus decisiones (v. 15). La Ley de Dios no coarta la libertad humana, pues no limita su capacidad de elección, sino que enseña a utilizar con provecho el libre albedrío. Los mandamientos del Señor protegen la verdadera libertad (v. 16). Por eso, Juan Pablo II puntualiza: «La verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la ley moral, del mandato de Dios (...). La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre» (Veritatis splendor, n. 41).
Aunque en ocasiones la seducción del pecado pueda dificultar la toma de decisiones, siempre queda en manos del hombre la decisión de optar por el bien o por el mal. «Las tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar porque junto con los mandamientos el Señor nos da la posibilidad de observarlos: “Sus ojos están sobre los que le temen, él conoce todas las obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha dado licencia de pecar” (Si 15,19-20). La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo, jamás es imposible. Ésta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia, expresada así por el Concilio de Trento: “Nadie puede considerarse desligado de la observancia de los mandamientos, por muy justificado que esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y condenado por los Padres: que los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir por el hombre justificado. ‘Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas’ y te ayuda para que puedas. ‘Sus mandamientos no son pesados’ (1 Jn 5,3), ‘su yugo es suave y su carga ligera’ (Mt 11,30)”» (Veritatis splendor, n. 102).
La sabiduría de Dios (1 Co 2,6-10)
2ª lectura
La sabiduría divina, de la que los hombres estamos llamados a participar, coincide con el designio divino de salvación revelado por el mismo Dios, transmitido por el Espíritu Santo. La sabiduría que Pablo proclama no es contraria a la razón humana, pero la supera. Es «misteriosa, escondida» (v. 7), por cuanto el hombre no puede abarcarla exhaustivamente como no puede abarcar a Dios; pero puede llegar a conocerla por la revelación (cfr Lc 8,10; Col 1,26), si bien su plenitud se alcanza en el cielo. Hay, por tanto, una triple perspectiva de esta sabiduría-misterio-salvación: está en los planes de Dios desde la eternidad; se manifiesta en la revelación y especialmente en Jesucristo, muerto y resucitado; por la fe se alcanza parcialmente en esta vida y en plenitud en el Cielo: «¡Qué dichosos y admirables son los dones de Dios! Vida inmortal, esplendor de la justicia, verdad en la libertad, fe confiada, templanza con santidad; y todas estas cosas podemos conocerlas. ¿Qué más tendrá Dios preparado para los que esperan en Él? Únicamente el Artífice supremo y el Padre de los siglos lo conoce. Nosotros esforcémonos intensamente en ser contados entre los que esperan para poder participar de los dones prometidos» (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 30). Las palabras de Is 64,2-3 (v. 9) resumen el contenido de la sabiduría divina: el conjunto de dones que sobrepasan toda capacidad humana (cfr Ef 3,19) y que Dios ha preparado desde la eternidad para los que le aman. Estos dones no son sino el amor que Dios tiene a los hombres. La tradición cristiana, basándose en que tales dádivas se alcanzan plenamente en la otra vida, ha considerado estas palabras como descripción del Cielo.
Jesús, plenitud de la Ley (Mt 5,17-37)
Evangelio
En la atmósfera de expectación mesiánica de los tiempos de Jesús comúnmente se atribuía al Mesías la función de intérprete definitivo de la Ley. San Mateo, al mismo tiempo que evoca el paralelismo con Moisés, muestra que Jesús desborda esa función de intérprete al situarse en el mismo nivel que Dios, por encima de la Ley. Jesús enseña el verdadero valor de la Ley que Dios había dado al pueblo hebreo a través de Moisés y la perfecciona aportando, con autoridad divina, su interpretación definitiva. Jesús añade a lo que «fue dicho» (por Dios), lo que Él ahora establece. No anula los preceptos de la Antigua Ley (cfr v. 18), sino que los interioriza, los lleva a la perfección de su contenido (cfr v. 17), proponiendo lo que ya estaba implícito en ellos, aunque los hombres no lo hubieran entendido en profundidad. Las palabras de Cristo en este discurso del monte son así, en una expresión ya célebre, «el modo perfecto de la vida cristiana» (S. Agustín, De Sermone Domini in monte 1,1,1).
Después de haber enseñado el valor de la Ley en términos generales (vv. 17-19), y de haber puntualizado que su verdadero cumplimiento va más allá de una observancia meramente formal (v. 20), el Señor lo ejemplifica con las «antítesis» (vv. 21-47). No es fácil descubrir un orden en ellas, aunque parecen remitir a cinco de los últimos mandamientos del decálogo: el quinto (vv. 21-26), el sexto (vv. 27-32), el octavo (vv. 33-37), el séptimo (vv. 38-42) y el décimo (vv. 42-47). Muchas son las maneras por las que el Señor lleva a la interiorización de los mandamientos: invitando a la magnanimidad (vv. 39-42), a la grandeza de alma (vv. 44-47), evitando todo tipo de subterfugios y de palabrerías (vv. 34-37), etc. Pero, sobre todo, Jesús personaliza la enseñanza: es cada uno quien se presentará ante Dios, y tendrá que rendir cuentas.
En el v. 22, Jesús indica tres faltas que podemos cometer contra la caridad en las que puede apreciarse una gradación. Comienza con la «ira», o irritación interna, y sigue con el insulto. Esta expresión —«insulte a su hermano»— literalmente habría que traducirla «llame raca al hermano». Raca es una palabra aramea difícil de traducir: equivale a lo que hoy podríamos entender por necio, estúpido o imbécil; entre los judíos significaba desprecio. Finalmente, «maldecir» a alguien, literalmente «llamarle renegado», supone la mayor ofensa; es como decirle que ha perdido todo el sentido moral y religioso. San Agustín, al comentar este pasaje (De Sermone Domini in monte 1,9,24), recuerda que de la misma manera que hay una gradación en el pecado la hay en el castigo. Pero el texto nos enseña también la importancia de los pecados internos contra la caridad —el rencor, el odio, etc.— que fácilmente desembocan en otros externos: la murmuración, la injuria, la calumnia, etc.
Nuestro Señor también lleva a plenitud el precepto de la Antigua Ley sobre el adulterio y el deseo de la mujer del prójimo (vv. 27-30). Condena la mirada pecaminosa. Por «ojo derecho» y «mano derecha» (vv. 29-30) se entiende lo que nos es más estimado. Este modo de hablar no significa que nos debamos mutilar físicamente sino luchar sin concesiones, estando dispuestos a sacrificar todo aquello que pueda ser ocasión clara de ofensa a Dios. Por eso, las palabras del Señor, tan gráficas, previenen principalmente acerca de una de las más frecuentes ocasiones: el cuidado que debemos tener con las miradas.
Mención especial merece la cuestión del divorcio (vv. 31-32). La Ley de Moisés (Dt 24,1-4) lo había tolerado por la dureza de corazón de los antepasados. Jesús restablece la originaria indisolubilidad del matrimonio tal como Dios lo había instituido (cfr 19,4-6; Gn 1,27; 2,24; Ef 5,31; 1 Co 7,10). La frase «excepto en el caso de fornicación» no es una excepción del principio de la indisolubilidad del matrimonio que Jesús acaba de restablecer. La mencionada cláusula se refiere, probablemente, a uniones admitidas como matrimonio entre algunos pueblos paganos, pero prohibidas, por incestuosas, en la Ley mosaica (cfr Lv 18) y en la tradición rabínica. Se trata, pues, de uniones inválidas desde su raíz por algún impedimento.
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
No penséis que he venido a destruir la ley y los profetas (Mt 5,17ss).
MIRAMIENTOS QUE TIENE EL SEÑOR A LOS JUDIOS
1. ¿Y quién había tenido esa sospecha? ¿Quién se lo había echado en cara para que se adelantara a refutarlo? De lo anteriormente dicho, no podía nacer sospecha semejante. Mandar, en efecto, ser mansos, modestos, misericordiosos y limpios de corazón; mandar luchar por la justicia, no delataba en modo alguno esa intención, sino todo lo contrario. ¿Por qué, pues, finalmente, dijo el Señor esas palabras? —No fue, ciertamente, al azar y sin motivo. Había Él venido a sentar preceptos muy superiores a los antiguos; por ejemplo, cuando dijo: Oísteis que se dijo a los antiguos: No matarás, Pero yo os digo: No os irritéis siquiera. Iba, en verdad, a abrir el camino de una vida divina y celestial. Pues porque la novedad no turbara el alma de sus oyentes y les hiciera dudar de sus palabras tomó el Señor con ellos esta cautela previa. Porque si es cierto que los judíos no cumplían la ley, pero sentían gran veneración por ella, y aun cuando diariamente la infringían de hecho, querían que la letra permaneciera inalterable y nada se le añadiera. O, por decir mejor, consentían que sus sumos sacerdotes añadieran muchas cosas a la ley, y, cierto, no para mejorarla, sino para empeorarla. Con sus añadiduras, en efecto, habían poco menos que destruido el honor debido a los padres; y por el estilo habían eliminado muchos otros de sus preceptos por tales redundancias. Ahora bien, como Cristo no pertenecía a la tribu sacerdotal y lo que Él iba a introducir era una añadidura, no ciertamente que rebajase la ley, sino que la realzaría en su virtud, sabiendo Él que uno y otro motivo los había de turbar, antes de dictar Él aquellas sus leyes maravillosas, trata de disipar el reparo que había de surgir en su espíritu. ¿Y qué reparo surgiría y se le opondría? Pensar que todo aquello lo hacía para destruir los antiguos preceptos u ordenaciones legales. Esta sospecha es la que trata el Señor de curar en sus oyentes. Y así procede no sólo aquí, sino en muchas otras ocasiones.
En efecto, como en otra ocasión le tuvieran por enemigo de Dios por no guardar el sábado, también entonces, para curar en ellos tal sospecha, les alega razones en su defensa, unas que decían con su dignidad de Hijo, por ejemplo, cuando les decía: Mi Padre, hasta ahora está trabajando y yo también trabajo. Otras son pura muestra de su condescendencia; por ejemplo, cuando les habla de la bestia que se pierde en sábado y les hace ver cómo por salvarla se infringe la ley. Y por la misma razón les recuerda la circuncisión, por la que también se quebranta el sábado. De ahí es justamente que muchas veces pronuncia el Señor palabras demasiado humildes, pues quiere a todo trance destruir la sospecha de ser Él enemigo de Dios. Así, el que con sola su palabra había resucitado a infinitos muertos, cuando llamó a Lázaro del sepulcro, añadió una oración. Luego, porque eso no se tomara por prueba de su inferioridad respecto al Padre, corrigiendo toda sospecha, añadió: Esto he dicho por razón de la muchedumbre que me rodea, a fin de que crean que tú me has enviado. Y, en general, ni todo lo hace el Señor como por propia autoridad—con lo que corrige la flaqueza de los judíos—, ni tampoco acude siempre a la oración—con lo que no quiere dejar a los por venir la mala sospecha de obrar así por debilidad e impotencia—, sino que mezcla poder con oración, y oración con poder. Y ni aun eso lo hace al azar, sino con la prudencia que con Él dice. Las cosas mayores, en efecto, las hace con autoridad, y en las menores levanta sus ojos al cielo. Así, para perdonar los pecados, para descubrir los íntimos secretos, para abrir el paraíso, para expulsar los demonios, para curar los leprosos, para poner freno a la muerte, para resucitar muertos sin número, le basta con un mandato de su querer. En cambio, cuando se trataba de cosa más sencilla, como multiplicar unos pocos panes, entonces es cuando miró al cielo. Con lo que muy bien hacía ver que no obraba así por debilidad. El que por propia autoridad podía hacer lo más, ¿qué necesidad tenía de oración en lo menos? Y es que, como antes he dicho, el Señor obra así para cerrar la boca a la impudencia de los judíos. Lo mismo hay que pensar de sus palabras, cuando le oímos hablar bajamente de sí mismo. Realmente, muchas causas había para hablar y obrar de esa manera. He aquí algunas: que no se le tuviera por ajeno a Dios, su deseo de curar y enseñar a todos, la enseñanza particularmente de la humildad, estar Él revestido de carne, la imposibilidad de que los judíos lo oyeran todo de vez, el enseñarnos, en fin, a no hablar nada grande de nosotros mismos. Por todas estas razones habló muchas veces el Señor humildemente de sí mismo y dejó que fueran otros los que pregonaran sus grandezas.
DE CÓMO SUS DISCÍPULOS DICEN DEL SEÑOR MÁS DE LO QUE ÉL MISMO DIJO DE SÍ MISMO
2. Jesús mismo, disputando con los judíos, les dijo: Antes de que Abrahán fuera, soy yo. No así su discípulo, sino: En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba cerca de Dios, y el Verbo era Dios. Además, que Él hubiera hecho el cielo y la tierra y el mar, y todo lo visible y lo invisible, jamás lo dijo claramente por sí mismo; el discípulo, empero, con absoluta libertad y sin disimulo alguno, lo afirma una, y dos, y muchas veces: Todo fue hecho por El, y sin Él nada fue hecho de cuanto fue hecho. Y: En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por Él. ¿Y qué tiene de extraño que otros digan de Él mayores cosas que las que Él mismo dice, cuando sus mismas obras demuestran cosas que Él no dijo nunca claramente con sus palabras? Que fue Él mismo el que hizo al hombre, lo dio claramente a entender en la curación del ciego de nacimiento. En cambio, cuando habló de la formación del primer hombre al principio, no dijo: “Yo los hice”, sino: El que los hizo, macho y hembra los hizo. Además, que Él es el que creó el mundo y cuanto hay en él, bien lo demostró por los milagros de la multiplicación de los panes y de los peces, por la transformación del agua en vino, por la tempestad calmada en el mar, por el resplandor que irradió en el Tabor, y por tantos otros más; pero con palabras, jamás lo afirmó claramente. Son sus discípulos; Juan, Pablo y Pedro, quienes lo repiten a cada paso. Ahora bien, si los apóstoles, que le estaban oyendo hablar día y noche, que le veían hacer los milagros, a quienes Él en particular resolvía muchas dificultades, a quienes concedió tan grande poder, que resucitaban a los muertos; a quienes hizo tan perfectos que todo lo abandonaron por su amor; si ellos, pues, después de tan gran virtud y filosofía, no podían llevar la carga de toda la enseñanza del Señor antes de dárseles el Espíritu Santo, ¿cómo el pueblo judío—un pueblo sin inteligencia, desprovisto de virtud, que por casualidad oía las palabras o veía las obras de Jesús—, cómo, digo, un pueblo así no había de creer que Cristo era contrario a Dios, de no haber Él usado con ellos de toda esa condescendencia y miramiento? Por eso, cuando estaba aboliendo el sábado, no introdujo autoritativamente otra ley equivalente, sino primero presentó muchos y muy varios motivos en su defensa. Si, pues, cuando se trataba de derogar un solo precepto, usa el Señor de tal miramiento en sus palabras a fin de no herir a sus oyentes, ahora que se propone sustituir una ley íntegramente a otra ley, necesita de mucha mayor preparación y cuidado para no turbar tampoco a los que entonces le escuchaban. Por esta misma razón indudablemente, no en muchas partes se ve que hable claramente el Señor de su propia divinidad. Porque, si una añadidura a la ley los alborotaba, ¿qué hubiera sido afirmar de sí mismo que era Dios? De ahí que muchas veces habla el Señor muy por bajo de su propia dignidad. Así también aquí, cuando se dispone a añadir sus preceptos a la antigua ley, usa de mucha cautela previa. Porque no dijo una sola vez que no venía a destruir la ley, sino que lo volvió a repetir y hasta añadió otra cosa mayor. Así, habiendo dicho: No penséis que he venido a destruir la ley, seguidamente añade: No he venido a destruirla, sino a cumplirla. Con esto no sólo cierra el paso a la impudencia de los judíos, sino que cose también la boca de los herejes que afirman venir del diablo la ley antigua. Porque, si Cristo vino a destruir la tiranía del diablo, ¿cómo es que no sólo no destruye la ley, sino que la cumple? Porque no sólo dijo que no la destruía—y con eso bastaba—, sino que la cumplía. Lo cual no dice con quien es contrario a la ley, sino con quien la aplaude.
DE QUÉ MANERA CUMPLIÓ EL SEÑOR LA LEY Y LOS PROFETAS
Pero me dirás: — ¿Y cómo no destruyó Cristo la ley y cómo la cumplió a par de los profetas? —Los profetas, ante todo, porque con sus obras confirmó cuanto aquéllos habían dicho de Él. De ahí que diga a cada paso el evangelista: Porque se cumpliera lo que fue dicho por el profeta. Así cuando nació virginalmente, así cuando los niños entonaron aquel maravilloso cántico en su honor, así cuando montó en la borrica, y en tantos casos más. En todos se cumplió alguna profecía. Todo lo cual hubiera quedado incumplido si Él no hubiera venido. En cuanto a la ley, no la cumplió de una sola manera, sino de dos y hasta de tres maneras. Primero, por no haber traspasado ninguno de sus preceptos. Así, que los cumplió todos, oye cómo lo dice a Juan: De este modo nos conviene cumplir toda justicia. Y a los judíos les decía: ¿Quién de vosotros me convencerá de pecado? Y otra vez a sus discípulos: Viene el príncipe de este mundo y nada tiene que ver conmigo. Y de antiguo había ya dicho el profeta: Que no cometió pecado. He ahí el primer modo como cumplió el Señor la ley. El segundo fue haberla cumplido por nosotros. Porque ahí está la maravilla, que no sólo la cumplió El, sino que nos concedió también a nosotros gracia para cumplirla. Es lo que Pablo declaró cuando dijo: El fin de la ley es Cristo para justicia a todo creyente. Y dijo también que Cristo había condenado al pecado en su carne, a fin de que la justificación de la ley se cumpliera en nosotros, que no caminamos según la carne. Y otra vez: ¿Derogamos, pues, la ley por medio de la fe? ¡Dios nos libre! Lo que hacemos es establecer ley, Y es que, como la ley intentaba hacer justo al hombre, pero era impotente para ello, vino el Señor y, trayéndonos el modo de justificación por la fe, confirmó el intento de la ley, y lo que ésta no logró por la letra, Él lo consiguió por la fe. De ahí que pueda decir: No he venido a destruir, la ley.
LOS PRECEPTOS DE CRISTO SON COMPLEMENTO DE LA ANTIGUA LEY
3. Más, si lo examinamos con diligencia; aun hallaremos un tercer modo como Cristo cumplió la ley. — ¿Qué modo es ése? —La misma ley suya que estaba ahora para proclamar. Porque lo que Él dice no es derogación de lo antiguo, sino su perfección y complemento. Así, el precepto de no airarse no, es derogación, sino perfección y mayor reparo del mandamiento de no matar. Y así de todos los demás. En realidad, la semilla de lo que ahora va a legislar, ya la había El echado anteriormente sin suscitar sospecha alguna; más ahora que con toda claridad va a poner en parangón la antigua y nueva ley, y podía surgir la sospecha de oposición, usa de esa precaución. Para quien supiera verlo, efectivamente, sus palabras anteriores llevan en germen lo que iba a seguir. Así, decir: Bienaventurados los pobres de espíritu, equivale al precepto posterior de no irritarse; y decir: Bienaventurados los limpios de corazón, al no mirar a una mujer para desearla; y lo de: Bienaventurados los misericordiosos, armoniza con lo de: No atesoréis tesoros sobre la tierra; y el llorar y ser perseguidos y sufrir injurias, tanto vale como entrar por la puerta estrecha; y tener hambre y sed de la justicia, no otra cosa es que la regla de oro que luego ha de darnos: Cuanto queráis que los hombres os hagan a vosotros, hacédselo también vosotros a ellos; y haber proclamado bienaventurados a los pacíficos, viene a ser lo mismo que lo que luego nos manda de dejar la ofrenda sobre el altar y correr a reconciliarnos con el hermano ofendido; y lo otro de entendernos con nuestro contrincante. La diferencia está en que en las bienaventuranzas pone los premios de los que las cumplen; pero luego más bien señala los castigos de quienes no siguen sus consejos. Así, en un caso dice que los mansos heredarán la tierra; aquí, que quien llame fatuo a su hermano será reo del fuego del infierno. En un caso afirma que los limpios de corazón verán a Dios; y en otro, que quien mira intemperantemente a una mujer es ya adúltero consumado. A los pacíficos los llama allí hijos de Dios; pero aquí trata de inspirar temor por otro motivo, diciendo: No sea que tu adversario te entregue al juez. Por semejante manera, a los que lloran y son perseguidos los declara anteriormente bienaventurados; más en lo que sigue, viniendo a decir lo mismo, amenaza con la perdición a los que no entran por el camino angosto. Porque los que andan por el ancho –dice−, en él perecerán. En fin, su sentencia de: No podéis servir a Dios y Mammón, parece ser la misma bienaventuranza de los misericordiosos y la de los que tienen hambre y sed de la justicia. Pero, como antes he dicho, ahora va a decir todo eso con más claridad, y no sólo lo dirá con más claridad, sino que sus palabras añadirán nuevas exigencias. Así, no sólo quiere que seamos misericordiosos, sino que nos manda que nos desprendamos hasta de nuestra túnica. No basta que seamos mansos, sino que hemos de volver la otra mejilla a quien nos quiera abofetear. De ahí que previamente trata de eliminar la aparente contradicción entre sus preceptos y los antiguos. De ahí que no se contente con decirlo una vez, sino que reitere su afirmación de cumplimiento de la ley. Porque después de decir: No penséis que he venido a destruir la ley, añade: No he venido a destruirla, sino a cumplirla.
LA TILDE SOBRE LA YOTA
Y prosigue diciendo: En verdad os digo: Hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una tilde sobre la i pasará de la ley hasta que todo se realice. Que es como decir: Imposible quede nada sin cumplimiento; hasta la más leve parte ha de cumplirse. Exactamente lo que Él hizo, cumpliéndola con toda perfección. Más aquí nos quiere, además, dar a entender el Señor que el mundo entero había de transformarse. Y no fue al acaso hacer aquí esa alusión, pues con ello pretendía levantar a sus oyentes y hacerles ver que con razón venía Él a introducir nueva manera de vida, puesto caso que la creación entera se iba a renovar y el género humano era llamado a otra patria y a vida más elevada.
POR QUÉ LLAMA EL SEÑOR MÍNIMOS SUS PRECEPTOS
Aquel, pues, que infringiere uno solo de estos mandamientos mínimos y enseñare lo mismo a los hombres, será tenido por mínimo en el reino de los cielos. Ahora que se siente el Señor libre de toda mala sospecha y ha hecho enmudecer a los que quisieran contradecirle, infunde va y dirige las más graves amenazas en defensa de la ley que va Él a proclamar. Pues que esto no lo dijo en favor de las antiguas leyes, sino de las que iba Él mismo ahora a establecer, oídlo por lo que sigue: Porque yo os aseguro—dice—que, si vuestra justicia no sobrepuja la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Más si su amenaza se refería a la antigua ley, ¿cómo pudo decir: Si vuestra justicia no sobrepuja? No era, efectivamente, posible sobrepujar, en razón de justicia, a quienes hacían lo mismo que ellos. ¿En qué estaba, pues, el sobre-pujarlos? En no airarse, en no mirar a mujer lascivamente.
4. ¿Por qué, pues, llama el Señor mínimos a sus mandamientos, cuando realmente son tan grandes y sublimes? La razón es porque era Él mismo quien introducía la nueva ley. Al modo como se humilló personalmente y tantas veces habla de sí modestamente, así lo hace también acerca de su ley: con lo que, una vez más, nos repite la lección de la moderación. Por otra parte, como parecía persistir aún la sospecha de novedad, emplea por entonces el Señor discretamente este lenguaje. Como quiera, cuando le oímos llamar a ése mínimo en el reino de los cielos, no otra cosa hay que entender sino el infierno y la condenación. Por reino, efectivamente, entiende el Señor no sólo la beatitud eterna, sino también el tiempo de la resurrección y su terrible advenimiento al fin de los tiempos. A la verdad, ¿qué razón habría para que quien llamó necio a su hermano y traspasó uno solo de los mandamientos, caiga al infierno, y fuera, en cambio, admitido al reino de los cielos el que los infringió todos y hasta indujo a los otros a infringirlos? No dice, pues, eso el Señor, sino que en el momento del juicio será mínimo, es decir, que será rechazado, que será el último. Y el último caerá entonces, infaliblemente, en el infierno. Y es que, como Cristo es Dios, previó la desidia de los más, y que otros habían de tener sus palabras por pura exageración y que discurrirían así y dirían sobre sus leyes: ¿Conque por una simple mirada se convierte uno en adúltero? ¿Conque por llamar a otro necio, se nos ha de castigar? De ahí que, para eliminar de antemano este menosprecio de su ley, puso el Señor la más grave amenaza, tanto a los que la quebranten como a los que induzcan a otros a quebrantarla. Con esa amenaza, pues, ante los ojos, ni la quebrantemos nosotros, ni hagamos de rémora para quienes la quieran guardar.
“EL QUE HICIERE Y ENSEÑARE...”
Más todo el que la cumpliere y enseñare, será tenido por grande... No debemos aprovecharnos sólo a nosotros mismos, sino también a los otros; porque no tendrá el mismo galardón el que sólo para sí mismo practica la virtud y el que sabe juntamente atraer hacia ella a los demás. Porque así como el enseñar sin obrar condena al que enseña—tú que a los otros enseñas, dice el Apóstol, ¿no te enseñas a ti mismo? —, así el hacer sin guiar también a los otros disminuye la recompensa. Es menester, por ende, que en una y otra cosa seamos acabados: pero empecemos ante todo por practicar nosotros la virtud y pasar luego al cuidado de los demás. Por eso justamente puso el Señor primero el hacer y luego el enseñar, con lo que nos daba bien a entender que así es como mejor se enseña, y en manera alguna de otro modo. Porque se nos diría: Médico, cúrate a ti mismo. Y es así que quien es incapaz de enseñarse a sí mismo, si se mete a corregir a los otros, será la rechifla de todo el mundo; o, por mejor decir, ese tal es también incapaz de enseñar, pues sus obras levantarán el grito contra su doctrina. Más el que en una y otra cosa sea perfecto, ése será tenido por grande en el reino de los cielos.
JUSTICIA MAYOR QUE LA DE ESCRIBAS Y FARISEOS
Porque yo os aseguro: Si vuestra justicia no sobrepuja la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos., Aquí llama justicia el Señor al conjunto de la virtud, como, hablando de Job, decía: Hubo un hombre irreprochable y justo. Y en el mismo sentido, Pablo llamó justo a aquel para quien decía no se pone la ley. Porque para el justo—dice—no se pone la ley. Y lo mismo puede verse en muchas otras partes cómo este nombre de justicia se toma por la virtud en general. Pero considerad, os ruego, la sobreabundancia de la gracia cuando quiere el Señor que sus discípulos, apenas llegados a su escuela, sean ya superiores a los que eran maestros de la antigua ley. Porque no habló aquí simplemente de los escribas y fariseos transgresores de la ley, sino de los que practicaban la virtud; porque, de no haber sido así, no hubiera dicho que tenían justicia ni hubiera comparado una justicia, real con la que no existía. Y mirad cómo también aquí recomienda el antiguo Testamento al poner en parangón una ley con otra. Lo que demuestra que ambos tienen un mismo origen y son allegados, puesto que lo más y lo menos se dice de lo que es de la misma especie. No trata, pues, el Señor de desacreditar el antiguo Testamento, sino que quiere darle nuevo realce. Si hubiera, en cambio, procedido del perverso, Cristo no hubiera buscado su perfeccionamiento. No lo hubiera corregido, sino desechado. ¿Y cómo— me dirás—, si tal es la ley antigua, no conduce ahora al reino de los cielos? No conduce, ciertamente, a los que vivimos después del advenimiento de Cristo, dado caso que nosotros gozamos de mayor gracia y tenemos que librar mayores combates; más a los que ella crio a sus pechos, a todos sin excepción los condujo al reino de los cielos. Porque muchos—dijo el Señor—vendrán de Oriente y Occidente y se recostarán en el seno de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Y así se nos presenta a Lázaro, que tan alta recompensa alcanzó, descansando en el seno de Abrahán. Y cuantos en el antiguo Testamento brillaron por su extraordinaria virtud, merced a la antigua ley brillaron. Y Cristo mismo, si la antigua ley hubiera sido mala y ajena a la suya, no hubiera venido a cumplirla íntegramente. Porque, si decimos que obró así sólo para atraerse a los judíos y no para demostrar que la antigua ley era allegada a la nueva y estaba de acuerdo con ella, ¿por qué no cumplió igualmente las leyes y costumbres de los gentiles para atraerse también a los gentiles?
LA NUEVA LEY, SUPERIOR, NO CONTRARIA A LA ANTIGUA
5. Por todas partes, pues, resulta que, si Cristo no mantiene la antigua ley, no es porque sea mala, sino porque había llegado el momento de preceptos superiores. El hecho de que sea más imperfecta que la nueva, no prueba tampoco que sea de suyo mala; pues, en ese caso, lo mismo habría que decir de la nueva. El conocimiento que ésta nos procura, comparado con el de la otra vida, es también parcial e imperfecto y, venido el otro, desaparecerá. Porque cuando viniere lo perfecto—dice el Apóstol—, entonces lo parcial será anulado. Lo mismo que sucedió con la antigua ley al venir la nueva. Mas no por eso despreciaremos la nueva ley, siquiera también haya de ceder el paso y retirarse cuando alcancemos el reino de los cielos. Porque entonces—dice—lo parcial será anulado. Y, sin embargo, decimos que es grande. Ahora bien, como son mayores los premios que se nos prometen y mayor la gracia del Espíritu Santo, también se nos exigen combates mayores. Ya no se nos promete una tierra que mana leche y miel, ni pingüe vejez, ni muchedumbre de hijos, ni trigo y vino, ni rebaños mayores y menores, sino el cielo y los bienes del cielo: la filiación divina y la hermandad con el Unigénito y tener parte en su herencia y ser juntamente con Él glorificados y reinar a par suyo, y los infinitos galardones que allí nos esperan. Ahora que también gocemos de mayor ayuda, oye cómo lo dice Pablo: Luego no hay ahora condenación alguna para los que son en Cristo Jesús, para los que no caminan según la carne, sino según el espíritu. Porque la ley del espíritu de la vida me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte.
“OÍSTEIS QUE SE DIJO A LOS ANTIGUOS: NO MATARÁS”
Habiendo, pues, amenazado a los que infringieren la ley y propuesto grandes premios a los que la cumplieren; habiendo además demostrado que con razón nos exige más de lo que pedían las antiguas medidas, pasa ya a establecer su propia ley, no al acaso, sino en parangón con la antigua. Con lo que quiere hacernos ver estas dos cosas: primero, que no establece sus preceptos en pugna con los pasados, sino muy en consecuencia con ellos, y segundo, que muy razonable y muy oportunamente añade los nuevos. Más porque todo esto nos resulte más claro, oigamos las palabras mismas del legislador. ¿Qué dice, pues, el legislador? Oísteis que se dijo a los antiguos: No matarás... A la verdad, quien dio también aquel mandamiento fue Él mismo; sin embargo, por de pronto, habla impersonalmente. Porque si hubiera dicho: “Oísteis que yo dije a los antiguos”, su palabra hubiera resultado muy difícil de aceptar y hubiera chocado a todos sus oyentes. Y si hubiera dicho: “Oísteis que mi Padre les dijo a los antiguos”, y luego hubiera añadido: Pero yo os digo, la arrogancia hubiera parecido aún mayor. De ahí que habló sencillamente, y sólo pretende con sus palabras una cosa: hacerles ver que venía en momento oportuno a decirles lo que les iba a decir. Porque al decirles: Oísteis que se dijo a los antiguos, les puso delante el mucho tiempo pasado desde que habían recibido aquel mandamiento. Y esto lo hizo para confundir a sus oyentes, remisos para pasar a preceptos más elevados. Como si un maestro le dijera a un chiquillo perezoso: “¿No ves cuánto tiempo has gastado en aprender a leer?” Es lo que el Señor les quiso dar a entender con el nombre de antiguos, para invitarlos a pasar ya a más elevadas enseñanzas. Como si les dijera: “Bastante tiempo habéis pasado estudiando esa lección; hora es ya de pasar a cosas más elevadas.”
Bien estuvo también no confundir el orden de los mandamientos, sino empezar por el primero, por el que empieza también la ley. Otra prueba que daba de la armonía entre una y otra.
Pero yo os digo: El que se irrita sin motivo contra su hermano, reo será de juicio. ¡He ahí una autoridad perfecta! ¡He ahí la forma de un legislador! ¿Quién de entre los profetas, quién de entre los justos, quién de entre los patriarcas habló jamás así? Nadie en absoluto. Los profetas decían: Esto dice el Señor. No así el Hijo. Es que aquéllos anunciaban las órdenes de su Señor; pero el Hijo nos traía las de su Padre. Y cuando digo las de su Padre, digo también las suyas propias: Porque todo lo mío—dice El mismo a su Padre—es tuyo, y todo lo tuyo mío. Los profetas hablaban a siervos de Dios como ellos; más Cristo ponía leyes a sus propios siervos. Preguntemos, pues, a los que rechazan la antigua ley: ¿Acaso el no irritarse es contrario al no matar, o es más bien su perfección y cumplimiento? Su perfección evidentemente. Y por ello el precepto del Señor es superior al antiguo. Y, efectivamente, quien no se deje arrebatar de ira, mucho más se abstendrá de un homicidio; el que sepa reprimir su cólera, mucho mejor reprimirá sus manos. Raíz del homicidio es la cólera. Luego el que corta la raíz, mucho mejor cortará las ramas; o, por mejor decir no las dejará ni que broten.
(Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), Homilía 16, 1-5, BAC Madrid 1955, 306-22)
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FRANCISCO – Homilía en Santa Marta (12.VI.13) – Ángelus 2014 y 2017
Homilía en Santa Marta (12.VI.13)
“Ni volver atrás, ni un progresismo adolescente”
El papa Francisco ha invitado este miércoles en Santa Marta a abrirse a la libertad del Espíritu Santo
No debemos tener miedo a la libertad que nos da el Espíritu Santo: es lo que ha subrayado hoy miércoles el papa Francisco durante la misa celebrada en la Casa Santa Marta. Señaló que en este momento la Iglesia tiene que tener cuidado con dos tentaciones: aquella de volver hacia atrás y la del “progresismo adolescente”.
Maduros ante la ley
“No piensen que he venido para abrogar la ley”. Francisco ha desarrollado su homilía a partir de estas palabras de Jesús a sus discípulos, y ha indicado que este pasaje sigue al de las Bienaventuranzas, “expresión de la nueva ley”, más exigente que la de Moisés. Esta ley, añadió el papa, es “el fruto de la Alianza”, y no se puede entender sin ella. “Esta Alianza −dijo− esta Ley es sagrada porque llevaba la gente a Dios”. Comparó la “madurez de esta Ley” al “brote que sale y se vuelve flor”. Jesús –dijo− “es la expresión de la madurez de la Ley” y ha añadido que Pablo habla de dos tiempos “sin cortar la continuidad” entre la ley de la historia y la ley del Espíritu:
“El tiempo del cumplimiento de la Ley, el momento en que la Ley alcanza su madurez: es la Ley del Espíritu. Este avanzar por este camino es un poco arriesgado, pero es la única forma de madurez, para salir de las veces en las que no fuimos maduros. En este camino hacia la madurez de la Ley, que se da precisamente con la predicación de Jesús, siempre existe el miedo, miedo a la libertad que nos da el Espíritu. ¡La ley del Espíritu que nos hace libres! Esta libertad nos da un poco de miedo, porque tenemos miedo de confundir la libertad del Espíritu con otra libertad humana”.
No volver atrás
La ley del Espíritu, insistió, “nos lleva en un camino de continuo discernimiento para hacer la voluntad de Dios y esto nos da miedo. Un miedo, advirtió, que “tiene dos tentaciones”. La primera, es la de “volver hacia atrás”, de decir que “se puede hasta aquí, no se puede por allá”, y luego con el tiempo “nos quedamos aquí”. Esta, advirtió, “es un poco la tentación del miedo a la libertad, el miedo del Espíritu Santo”. Un temor ante lo que “es mejor ir a lo seguro”. El papa contó de un superior general que, en los años treinta, había “prescrito todo tipo de reglas anticarisma” para sus religiosos, “un trabajo de años”. Así fue que llegó a Roma para encontrar un abad benedictino que, al oír este hecho, le dijo que al final habría “matado el carisma de la congregación”, “habría matado la libertad”, ya que “este carisma da frutos en la libertad y él había frenado el carisma”.
“Existe esta tentación de volver atrás, porque estamos más ‘seguros’ atrás: pero la seguridad plena está en el Espíritu Santo que te lleva hacia adelante, y lo que da esa confianza −como dice Pablo− es el Espíritu, que es más exigente porque Jesús nos dice: “En verdad les digo: hasta que no hayan pasado los cielos y la tierra, no pasará ni un ápice de la ley”. ¡Es más exigente! Pero no nos da aquella seguridad humana. No podemos controlar al Espíritu Santo: ¡Ese es el problema! Esto es una tentación”.
La tentación del relativismo
Luego dijo que hay otra tentación, aquella del “progresismo adolescente”, que nos hace “salir del camino”. Ver la cultura y “no estar tan distanciados” de la misma: “Tomamos de un lado o de otro, los valores de esta cultura... ¿Quieren hacer esta ley? Adelante con esta ley. ¿Quieren seguir adelante con lo otro? Ampliemos un poco el camino. Al final, como he dicho, no es un verdadero progresismo. Es un progresismo adolescente: como los adolescentes que quieren tener todo con entusiasmo, ¿y al final?, se desliza... Es como cuando el camino está congelado por la escarcha y el coche resbala y se sale del camino... ¡Es otra tentación de ese momento! Nosotros, en este momento de la historia de la Iglesia, ¡no podemos volver atrás ni salirnos fuera de la carretera!”
El camino, dijo, “es el de la libertad en el Espíritu Santo, que nos hace libres; del continuo discernimiento acerca de la voluntad de Dios para seguir adelante en este camino, sin tener que volver atrás y sin salirnos fuera del camino”. Pidamos al Señor, concluyó, “la gracia que nos da el Espíritu Santo para seguir adelante.”
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Ángelus 2014
Jesús propone a quien le sigue la perfección del amor
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo forma parte aún del así llamado «sermón de la montaña», la primera gran predicación de Jesús. Hoy el tema es la actitud de Jesús respecto a la Ley judía. Él afirma: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud» (Mt 5, 17). Jesús, sin embargo, no quiere cancelar los mandamientos que dio el Señor por medio de Moisés, sino que quiere darles plenitud. E inmediatamente después añade que esta «plenitud» de la Ley requiere una justicia mayor, una observancia más auténtica. Dice, en efecto, a sus discípulos: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 20).
¿Pero qué significa esta «plenitud» de la Ley? Y esta justicia mayor, ¿en qué consiste? Jesús mismo nos responde con algunos ejemplos. Jesús era práctico, hablaba siempre con ejemplos para hacerse entender. Inicia desde el quinto mandamiento: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”; ... Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado» (vv. 21-22). Con esto, Jesús nos recuerda que incluso las palabras pueden matar. Cuando se dice de una persona que tiene la lengua de serpiente, ¿qué se quiere decir? Que sus palabras matan. Por lo tanto, no sólo no hay que atentar contra la vida del prójimo, sino que tampoco hay que derramar sobre él el veneno de la ira y golpearlo con la calumnia. Ni tampoco hablar mal de él. Llegamos a las habladurías: las habladurías, también, pueden matar, porque matan la fama de las personas. ¡Es tan feo criticar! Al inicio puede parecer algo placentero, incluso divertido, como chupar un caramelo. Pero al final, nos llena el corazón de amargura, y nos envenena también a nosotros. Os digo la verdad, estoy convencido de que si cada uno de nosotros hiciese el propósito de evitar las críticas, al final llegaría a ser santo. ¡Es un buen camino! ¿Queremos ser santos? ¿Sí o no? [Plaza: ¡Sí!] ¿Queremos vivir apegados a las habladurías como una costumbre? ¿Sí o no? [Plaza: ¡No!] Entonces estamos de acuerdo: ¡nada de críticas! Jesús propone a quien le sigue la perfección del amor: un amor cuya única medida es no tener medida, de ir más allá de todo cálculo. El amor al prójimo es una actitud tan fundamental que Jesús llega a afirmar que nuestra relación con Dios no puede ser sincera si no queremos hacer las paces con el prójimo. Y dice así: «Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano» (vv. 23-24). Por ello estamos llamados a reconciliarnos con nuestros hermanos antes de manifestar nuestra devoción al Señor en la oración.
De todo esto se comprende que Jesús no da importancia sencillamente a la observancia disciplinar y a la conducta exterior. Él va a la raíz de la Ley, apuntando sobre todo a la intención y, por lo tanto, al corazón del hombre, donde tienen origen nuestras acciones buenas y malas. Para tener comportamientos buenos y honestos no bastan las normas jurídicas, sino que son necesarias motivaciones profundas, expresiones de una sabiduría oculta, la Sabiduría de Dios, que se puede acoger gracias al Espíritu Santo. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu, que nos hace capaces de vivir el amor divino.
A la luz de esta enseñanza, cada precepto revela su pleno significado como exigencia de amor, y todos se unen en el más grande mandamiento: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo.
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Ángelus 2017
Jesús enseña cómo hacer plenamente la voluntad de Dios
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
La liturgia de hoy nos presenta otra página del Discurso de la montaña, que encontramos en el Evangelio de Mateo (cf. 5, 17-37). En este pasaje, Jesús quiere ayudar a quienes le escuchan para realizar una relectura de la ley mosaica. Lo que fue dicho en la antigua alianza era verdadero, pero no era todo: Jesús vino para dar cumplimiento y para promulgar de manera definitiva la ley de Dios, hasta la última iota (cf. 18). Él manifiesta las finalidades originarias y cumple los aspectos auténticos, y hace todo esto mediante su predicación y más aún al ofrecerse a sí mismo en la cruz. Así Jesús enseña cómo hacer plenamente la voluntad de Dios y usa esta palabra: con una “justicia superior” respecto a la de los escribas y fariseos (cf. 20). Una justicia animada por el amor, por la caridad, por la misericordia, y por lo tanto capaz de realizar la sustancia de los mandamientos, evitando el riesgo del formalismo. El formalismo: esto puedo, esto no puedo; hasta aquí puedo, hasta aquí no puedo... No: más, más. En particular, en el Evangelio de hoy Jesús examina tres aspectos, tres mandamientos: el homicidio, el adulterio y el juramento. Respecto al mandamiento “no matarás”, Él afirma que es violado no solo por el homicidio efectivo, sino también por esos comportamientos que ofenden la dignidad de la persona humana, comprendidas las palabras injuriosas (cf v. 22). Claro, estas palabras injuriosas no tienen la misma gravedad y culpabilidad del asesinato, pero se ponen en la misma línea, porque se dan las premisas y revelan la misma malevolencia. Jesús nos invita a no establecer una clasificación de las ofensas, sino a considerarlas todas dañinas, en cuanto son movidas por el intento de hacer el mal al próximo. Y Jesús pone el ejemplo. Insultar: nosotros estamos acostumbrados a insultar, es como decir “buenos días”. Y eso está en la misma línea del asesinato. Quien insulta al hermano, mata en su propio corazón a su hermano. Por favor, ¡no insultéis! No ganamos nada...
Otro cumplimiento es aportado a la ley matrimonial. El adulterio era considerado una violación del derecho de propiedad del hombre sobre la mujer. Jesús en cambio va a la raíz del mal. Así como se llega al homicidio a través de las injurias, las ofensas y los insultos, se llega al adulterio a través de las intenciones de posesión respecto a una mujer diversa de la propia mujer. El adulterio, como el hurto, la corrupción y todos los otros pecados, primero son concebidos en nuestra intimidad y, una vez cumplida en el corazón la elección equivocada, se ponen en práctica a través de un comportamiento concreto. Y Jesús dice: quien mira a una mujer que no es la propia con ánimo de posesión es un adúltero en su corazón, ha iniciado el camino hacia el adulterio. Pensemos un poco sobre esto: sobre los malos pensamientos que vienen en esta línea.
Jesús dice además a sus discípulos que no juren, en cuanto el juramento es señal de la inseguridad y de la doblez con la cual se desarrollan las relaciones humanas. Se instrumentaliza la autoridad de Dios para dar garantía a nuestras actividades humanas. Más bien estamos llamados a instaurar entre nosotros, en nuestras familias y en nuestras comunidades un clima de limpieza y de confianza recíproca, de manera que podemos ser considerados sinceros sin recurrir a intervenciones superiores para ser creídos. ¡La desconfianza y las sospechas recíprocas amenazan siempre la serenidad!
Que la Virgen María, que dona la escucha dócil y la obediencia alegre, nos ayude a acercarnos siempre más al Evangelio, para ser cristianos no “de fachada”, ¡sino de sustancia! Y esto es posible con la gracia del Espíritu Santo, que nos permite hacer todo con amor, y así cumplir plenamente la voluntad de Dios.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2011
Todo precepto se hace verdadero como exigencia de amor
Queridos hermanos y hermanas:
En la liturgia de este domingo continúa la lectura del “Sermón de la Montaña” de Jesús, que abarca los capítulos 5, 6 y 7 del evangelio de Mateo. Después de la Bienaventuranzas, que son su programa, Jesús proclama la nueva Ley, su Torá, como la llaman nuestros hermanos judíos. De hecho, el Mesías, en su venida, debía traer también la revelación definitiva de la Ley, y esto es precisamente lo que declara Jesús: “No penséis que vine para abolir la Ley o los profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento”. Y, dirigiéndose a sus discípulos, añade: “Os aseguro que si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mateo 5, 17.20). Pero, ¿en qué consiste esta “plenitud” de la Ley de Cristo, y esta justicia “superior” que Él exige?
Jesús lo explica a través de una serie de antítesis entre mandamientos antiguos y su nueva manera de presentarlos. Cada vez comienza diciendo: “habéis oído que se dijo a los antepasados...”, y luego afirma: “Pero yo os digo”. Por ejemplo: “Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘No matarás’, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo os digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal” (Mateo 5, 21-22). Y así lo hace en seis ocasiones. Esta manera de hablar suscitaba una fuerte impresión entre la gente, que quedaba asustada, pues ese “yo os digo” equivalía a reivindicar para sí la misma autoridad de Dios, manantial de la Ley. La novedad de Jesús consiste, esencialmente, en el hecho de que Él mismo “llena” los mandamientos con el amor de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que habita en Él. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir el amor divino. Por este motivo, todo precepto se hace verdadero como exigencia de amor, y todos se reúnen en un mandamiento único: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo. “El amor es la plenitud de la Ley”, escribe san Pablo (Romanos 13, 10). Ante esta exigencia, por ejemplo, el triste caso de los cuatro niños gitanos, fallecidos la pasada semana en las afueras de esta ciudad, en su barraca quemada, exige preguntarnos si una sociedad más solidaria y fraterna, más coherente en el amor, es decir, más cristiana, no habría podido evitar esta tragedia. Y esta pregunta es válida para otros muchos acontecimientos dolorosos, más o menos conocidos, que acontecen cotidianamente en nuestras ciudades y en nuestros países.
Queridos amigos: quizá no es casualidad el que la primera gran predicación de Jesús sea llamada “Sermón de la Montaña”. Moisés subió al monte Sinaí para recibir la Ley de Dios y llevarla al pueblo elegido. Jesús es el Hijo mismo de Dios que bajo del Cielo para llevarnos al Cielo, a la altura de Dios, por el camino del amor. Es más, Él mismo es este camino: lo único que tenemos que hacer es seguirle para vivir la voluntad de Dios y entrar en su Reino, en la vida eterna. Una sola criatura ya ha llegado a la cima de la montaña: la Virgen María. Gracias a la unión con Jesús, su justicia fue perfecta: por este motivo la invocamos como Speculum iustitiae [Espejo de justicia, ndt.]. Encomendémonos a ella para que guíe nuestros pasos en la fidelidad a la Ley de Cristo.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Jesús y la Ley
577. Al comienzo del Sermón de la Montaña, Jesús hace una advertencia solemne presentando la Ley dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera Alianza, a la luz de la gracia de la Nueva Alianza:
«No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una “i” o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los cielos» (Mt 5, 17-19).
578. Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los cielos, se debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo hacer perfectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia confesión, jamás han podido cumplir la Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus preceptos (cf. Jn 7, 19; Hch 13, 38-41; 15, 10). Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley constituye un todo y, como recuerda Santiago, “quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos” (St 2, 10; cf. Ga 3, 10; 5, 3).
579. Este principio de integridad en la observancia de la Ley, no sólo en su letra sino también en su espíritu, era apreciado por los fariseos. Al subrayarlo para Israel, muchos judíos del tiempo de Jesús fueron conducidos a un celo religioso extremo (cf. Rm 10, 2), el cual, si no quería convertirse en una casuística “hipócrita” (cf. Mt 15, 3-7; Lc 11, 39-54) no podía más que preparar al pueblo a esta intervención inaudita de Dios que será la ejecución perfecta de la Ley por el único Justo en lugar de todos los pecadores (cf. Is 53, 11; Hb 9, 15).
580. El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Legislador que nació sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4, 4). En Jesús la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino “en el fondo del corazón” (Jr 31, 33) del Siervo, quien, por “aportar fielmente el derecho” (Is 42, 3), se ha convertido en “la Alianza del pueblo” (Is 42, 6). Jesús cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo “la maldición de la Ley” (Ga 3, 13) en la que habían incurrido los que no “practican todos los preceptos de la Ley” (Ga 3, 10) porque “ha intervenido su muerte para remisión de las transgresiones de la Primera Alianza” (Hb 9, 15).
581. Jesús fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un “rabbi” (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22, 23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley (cf. Mt 12, 5; 9, 12; Mc 2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que “enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: “Habéis oído también que se dijo a los antepasados [...] pero yo os digo” (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas “tradiciones humanas” (Mc 7, 8) de los fariseos que “anulan la Palabra de Dios” (Mc 7, 13).
582. Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimentos, tan importante en la vida cotidiana judía, manifestando su sentido “pedagógico” (cf. Ga 3, 24) por medio de una interpretación divina: “Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro [...] —así declaraba puros todos los alimentos— . Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7, 18-21). Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no aceptaban su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba (cf. Jn 5, 36; 10, 25. 37-38; 12, 37). Esto ocurre, en particular, respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos (cf. Mt 2,25-27; Jn 7, 22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio de Dios (cf. Mt 12, 5; Nm 28, 9) o al prójimo (cf. Lc 13, 15-16; 14, 3-4) que realizan sus curaciones.
La Ley antigua
1961. Dios, nuestro Creador y Redentor, eligió a Israel como su pueblo y le reveló su Ley, preparando así la venida de Cristo. La Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles a la razón. Estas están declaradas y autentificadas en el marco de la Alianza de la salvación.
1962. La Ley antigua es el primer estado de la Ley revelada. Sus prescripciones morales están resumidas en los Diez mandamientos. Los preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios. Prohíben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo, y prescriben lo que le es esencial. El Decálogo es una luz ofrecida a la conciencia de todo hombre para manifestarle la llamada y los caminos de Dios, y para protegerle contra el mal:
«Dios escribió en las tablas de la Ley lo que los hombres no leían en sus corazones» (San Agustín, Enarratio in Psalmum 57, 1)
1963. Según la tradición cristiana, la Ley santa (cf. Rm 7, 12) espiritual (cf. Rm 7, 14) y buena (cf. Rm 7, 16) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (cf. Ga 3, 24) muestra lo que es preciso hacer, pero no da de suyo la fuerza, la gracia del Espíritu para cumplirlo. A causa del pecado, que ella no puede quitar, no deja de ser una ley de servidumbre. Según san Pablo tiene por función principal denunciar y manifestar el pecado, que forma una “ley de concupiscencia” (cf. Rm 7) en el corazón del hombre. No obstante, la Ley constituye la primera etapa en el camino del Reino. Prepara y dispone al pueblo elegido y a cada cristiano a la conversión y a la fe en el Dios Salvador. Proporciona una enseñanza que subsiste para siempre, como la Palabra de Dios.
1964. La Ley antigua es una preparación para el Evangelio. “La ley es profecía y pedagogía de las realidades venideras” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 15, 1). Profetiza y presagia la obra de liberación del pecado que se realizará con Cristo; suministra al Nuevo Testamento las imágenes, los “tipos”, los símbolos para expresar la vida según el Espíritu. La Ley se completa mediante la enseñanza de los libros sapienciales y de los profetas, que la orientan hacia la Nueva Alianza y el Reino de los cielos.
«Hubo [...], bajo el régimen de la antigua Alianza, gentes que poseían la caridad y la gracia del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas espirituales y eternas, en lo cual se adherían a la ley nueva. Y al contrario, existen, en la nueva Alianza, hombres carnales, alejados todavía de la perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del castigo y ciertas promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la nueva Alianza. En todo caso, aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, por el cual “la caridad es difundida en nuestros corazones” (Rm 5,5.)» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 107, a. 1, ad 2).
El Decálogo en la Tradición de la Iglesia
2064. Fiel a la Escritura y siguiendo el ejemplo de Jesús, la Tradición de la Iglesia ha reconocido en el Decálogo una importancia y una significación primordiales.
2065. Desde san Agustín, los “diez mandamientos” ocupan un lugar preponderante en la catequesis de los futuros bautizados y de los fieles. En el siglo XV se tomó la costumbre de expresar los preceptos del Decálogo en fórmulas rimadas, fáciles de memorizar, y positivas. Estas fórmulas están todavía en uso hoy. Los catecismos de la Iglesia han expuesto con frecuencia la moral cristiana siguiendo el orden de los “diez mandamientos”.
2066. La división y numeración de los mandamientos ha variado en el curso de la historia. El presente catecismo sigue la división de los mandamientos establecida por san Agustín y que ha llegado a ser tradicional en la Iglesia católica. Es también la de las confesiones luteranas. Los Padres griegos hicieron una división algo distinta que se usa en las Iglesias ortodoxas y las comunidades reformadas.
2067. Los diez mandamientos enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo. Los tres primeros se refieren más al amor de Dios y los otros siete más al amor del prójimo.
«Como la caridad comprende dos preceptos de los que, según dice el Señor, penden la ley y los profetas [...], así los diez preceptos se dividen en dos tablas: tres están escritos en una tabla y siete en la otra» (San Agustín, Sermo 33, 2, 2).
2068. El Concilio de Trento enseña que los diez mandamientos obligan a los cristianos y que el hombre justificado está también obligado a observarlos (cf DS 1569-1670). Y el Concilio Vaticano II afirma que: “Los obispos, como sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor [...] la misión de enseñar a todos los pueblos y de predicar el Evangelio a todo el mundo para que todos los hombres, por la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos, consigan la salvación” (LG 24).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
El divorcio del corazón
En el Evangelio de este Domingo leemos:
«Está mandado: “El que se divorcie de su mujer, que le dé acta de repudio”. Pues, yo os digo: “El que se divorcie de su mujer, excepto en caso de impureza, la induce al adulterio, y el que se case con la divorciada comete adulterio”».
Esta palabra de hoy nos vuelve a proponer el espinoso problema del divorcio. Pero, yo quisiera en esta ocasión aclarar un aspecto del problema, ignorado por costumbre. Nosotros tendemos a reducir el problema del divorcio a su aspecto jurídico y legal sobre todo desde cuando se ha apropiado de él la política. Divorciarse quiere decir en este caso obtener la separación legal del cónyuge, vivir un cierto número de años separados, para después si se quiere ser libres de volverse a casar civilmente.
Pero, en el presente fragmento evangélico Jesús intenta llevar este y otros mandamientos a su raíz, que es el corazón. Hablando del adulterio dice: «Habéis oído el mandamiento “no cometerás adulterio”. Pues yo os digo: “El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior”».
Ahora bien, al igual como existe un adulterio del corazón, así también existe para el Evangelio un divorcio del corazón. Éste se puede consumar sin hacer ninguno de los actos jurídicos antes recordados; simplemente desenamorándose de la propia mujer o del propio marido, separándose del cónyuge en lo íntimo para vivir sin amar a nadie o vinculando el propio corazón a otra persona. Se crea así un muro de separación, no realizado posiblemente con papel timbrado y con la intervención de abogados, pero, igualmente terrible. Esto para el Evangelio es ya una forma de divorcio, que se distingue de la otra forma, la jurídica y legal, sólo porque no es aún definitiva e irrevocable.
Seamos sinceros: incluso entre los creyentes, ¿cuántos, viven desde hace años en esta forma de divorcio práctico? Cuando entre marido y mujer no hay ni siquiera el deseo de perdonarse y de reconciliarse, cuando está establecida la indiferencia o hasta la hostilidad, hay un divorcio de hecho del corazón. Es un repudio, aunque sin el famoso «libelo», ¡esto es, sin un papel timbrado! El mandamiento de Dios ya está violado, ya no se es más una sola carne. Se forma parte de los «divorciados» tanto vale para decido claramente.
Se habla mucho de los males terribles del divorcio jurídico: mujeres condenadas a la soledad, hijos comprometidos psicológicamente para siempre por la cruel necesidad de tener que escoger entre la propia madre y el propio padre, disputas entre ellos y agitaciones de uno y de otro de los padres. Pero, ¿los daños de este otro divorcio son quizás mucho menores para quien los vive desde dentro, esto es, para la sociedad y para los hijos?
¡Hay tantos adolescentes descarriados, drogados, violentos, no adaptados, que no son hijos de divorciados vueltos a casar!; son más bien hijos de padres que viven bajo el mismo techo pero con el divorcio del corazón, que litigan permanentemente, se ofenden o se callan obstinadamente, reduciendo a veces así a la familia, dejádmelo decir, a un infierno. ¿Qué educación se puede dar a unos hijos con estas condiciones y cómo se puede vivir una vida normal cristiana? Sin contar, naturalmente, con el sufrimiento indecible, que esta situación provoca a los mismos cónyuges o al menos a uno de ellos.
La conclusión a conseguir no es decir: entonces, tanto vale divorciarse incluso legalmente. Sería como matar a un enfermo para curarlo de una enfermedad suya grave. El remedio es interrumpir el divorcio del corazón, no institucionalizarlo. Jesús decía: «Lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mateo 19,6). Esto significa, sí, que «la ley humana no separe lo que Dios ha unido»; pero, significa asimismo y antes aún: que el marido no separe de sí a su mujer y que la mujer no separe de sí a su marido. Que no se le permita al maligno dividir lo que Dios ha unido.
Conozco casos en que una situación del género se ha interrumpido, el amor ha vuelto a florecer, el matrimonio ha renacido más dotado de hermosura que antes, porque por cualquier circunstancia Dios ha vuelto a estar entre el marido y la mujer; y con él el perdón y la voluntad de volver a comenzar desde el principio. Una palabra de Dios, que te llega al corazón; un encuentro, que ha despertado de nuevo la fe y la necesidad de oración; un sufrimiento común, que ha hecho surgir la solidaridad. Pero, son excepciones. Es necesario decir que es difícil volver a levantar situaciones, que han llegado a ser viejas, cuando el corazón ya se ha endurecido. Lo que hay que hacer es buscar que lleguen los remedios a los comienzos, esto es, cuando ambos se dan cuenta de la pendiente sobre la que se está yendo y se manifiestan las primeras refriegas del peligro. Es más fácil impedir que el divorcio del corazón se realice que cambiarlo cuando ya se ha verificado. ¿Cómo? Es necesario liquidar los contrastes, las incomprensiones y las frialdades cuando nacen. La causa número uno del divorcio del corazón es el orgullo, la honrilla, el no querer ceder, el no pedir disculpas, cuando uno se ha equivocado. Es más, no admitir nunca el haberse equivocado.
El matrimonio nace de la humildad y no puede vivir si no es en la humildad, como los peces no pueden vivir si no permanecen en el agua en la que han nacido. Cuando un hombre se enamora y de rodillas (así, al menos, se solía hacer antes) pide la mano de la muchacha' ¿ qué hace? Hace el más radical acto de humildad de su vida. Se hace mendigo. Es como si dijese: «¡Dame tu ser, porque el mío no me basta. Yo no me basto a mí mismo. Tengo necesidad de ti!»
Quizás uno de los motivos, por los que Dios ha creado a la humanidad macho y hembra, es precisamente el educarles de tal modo a la humildad. «El hombre, ha escrito el poeta Claudel, es un ser orgulloso; no había otro modo de hacerle comprender la dependencia, el compromiso y la necesidad, si no es mediante una ley sobre él de ser diferente debida al simple hecho de que él existe». El momento mismo de la intimidad conyugal puede y debe ser vivido como un momento de auténtica humildad y no de violencia, de posesión o de instrumentalización del otro. Es como un decir: «Tengo aún necesidad de ti; eres todavía importante para mí».
Una vez casados, desgraciadamente sucede que el orgullo frecuentemente aflora y se toma su revancha haciendo pagar al propio partner o compañero la necesidad inicial que se tuvo de él. Con la humillación se ve la capacidad de perdonarse y con ella la alegría. Se comienza a preguntarse: «¿Por qué debo ser siempre yo el que ceda?» Sin darse cuenta que es uno solo el que sale verdaderamente victorioso de todo ello: aquel cuyo nombre, diabolos, significa el que separa, el que aleja, el que rompe. «Los matrimonios se preparan en el cielo» dice un proverbio ruso, recordado en Guerra y paz de Tolstoj; yo añadiría: «Los divorcios se preparan por el contrario en el infierno».
Una vez, me encontraba para hablar en un contexto social difícil, en donde frecuentemente los roces de las relaciones entre marido y mujer son la causa de muchos sufrimientos y la cultura misma parece conceder al hombre en el matrimonio el privilegio de poderse irritar y levantar la voz en cada ocasión, como si sólo así él demostrase ser un verdadero hombre. En un cierto punto, se me ocurrió exclamar una frase de la Biblia: «Maridos, ¿qué habéis hecho de la mujer de vuestra juventud?» (cfr. Proverbios 5, 18). Hoy la repetiría; pero, añadiría también, dirigido a las mujeres: «Mujeres, ¿qué habéis hecho del hombre de vuestra juventud?» Porque el error, ahora, siempre es menos de una parte sola.
«No se vive en amor sin dolor», dice una célebre máxima de la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis. Y esto vale asimismo para el matrimonio. No se mantiene vivo el amor sin sacrificios y renuncias, si sólo se piensa en tener y nunca en dar. En verdad algo cambia en una pareja con dificultades el día en que cada uno de los dos cónyuges deja de preguntarse: «¿Qué más podría hacer mi marido o mi mujer que todavía no me hace?» y comienza por el contrario a preguntarse: «¿Qué más podría yo hacer por mi marido o mi mujer que todavía no hago?».
Es necesario, sin embargo, convencerse que no bastan los medios humanos, también los mejores; es necesaria la ayuda de lo alto. Y esto se consigue cultivando la oración, acercándose juntos a los sacramentos, manteniendo vivo el contacto con la fuente de todo amor, que es el Espíritu Santo. Aquello que Jesús dice, en nuestro fragmento evangélico, de todo «hermano» se aplica ante todo al propio cónyuge:
«Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda».
¡Vete primero a reconciliarte con tu marido o con tu mujer y después vuelve! En el momento del signo de la paz, a veces, he observado desde el altar a cónyuges, presentes juntos en la Misa, mirarse a los ojos e intercambiarse un hermosísimo gesto de estrecharse la mano entre sí, antes que con otro vecino, y me he alegrado. ¡Cuántas cosas se pueden decir con un simple apretón de manos! Sobre todo, en la iglesia delante de aquel mismo altar y aquel Dios en presencia del cual un día os unisteis en matrimonio.
Antes de concluir, una historia simpática, que he leído recientemente en una revista francesa. «Una noche, es un hombre casado quien lo cuenta, he soñado que caminaba con mi mujer por un largo camino, por un paseo desierto y falto de todo. En un momento me di cuenta que alguien se nos acercaba por detrás y ponía amistosamente una mano sobre la espalda de cada uno de nosotros dos. Nos sobrepasaba con su estatura y, sin embargo, su presencia nos hacía sentimos más altos. Estaba él al centro, en medio de nosotros, y, sin embargo, nunca nos habíamos sentido tan unidos. Mientras hablaba, nuestras esperanzas y los miedos más ocultos venían a flote, parecía como leemos el corazón. No dijo su nombre; pero, juzgábamos bien quién era porque mientras hablaba, también en nosotros, como en los discípulos de Emaús ardía nuestro corazón en el pecho. Al separamos tomó nuestras dos manos con la suya, diciendo: “Id, os confío de nuevo el uno al otro”».
Deseo a tantas parejas, que escuchan, especialmente a las que en este momento estuvieren en dificultad, que hagan ellas del mismo modo un sueño como éste.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Alcanzar la plenitud del amor
La Palabra de Dios está viva y es eficaz. Jesucristo es el Verbo encarnado, la Palabra de Dios que a la humanidad se ha revelado y se ha anunciado por boca de su propio Hijo hecho hombre, por quien se han creado y renovado todas las cosas.
Todo el que crea en Él debe creer también en las Escrituras, vivir el Evangelio, y cumplir sus mandamientos, porque Él no ha venido a abolir la ley, sino a darle plenitud en el amor, y a enseñarnos sus preceptos, para que nosotros los enseñemos a nuestros hijos, de generación en generación, porque cielos y tierra pasarán, pero su palabra no pasará.
Todo aquel que cumple la ley de Dios obra con justicia y con caridad. Eso es lo que Jesús nos vino a enseñar dando plenitud a la ley en un nuevo mandamiento: “Amarás al Señor, tu Dios, por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”. En esto se resume toda la ley y los profetas. Una sola es la ley de Dios para todos, para justos y pecadores, para sanos y enfermos, para niños, jóvenes y adultos, para ricos y pobres, para laicos, religiosos y sacerdotes: la ley del amor.
Cumple tú los mandamientos de la ley de Dios que has aprendido en el catecismo, los mismos que Moisés recibió en el monte Sinaí. Pero vívelos como Cristo te enseñó, para que alcances la plenitud del amor, ayudado por la gracia de los sacramentos, y enséñalos con la palabra y con el ejemplo, con la seguridad de que serás grande en el Reino de los cielos, porque así está escrito, es Palabra de Dios, y también está escrito que la Palabra de Dios es la ley, y se cumplirá hasta la última letra.
Confía en que Jesús siempre cumple sus promesas. Él ha venido a mostrarte el camino, para que seas santo y glorifiques al Señor. Aprende de María. Ella es camino de perfección, Maestra de virtud y del perfecto cumplimiento de la ley de Dios, que en Cristo ha alcanzado la plenitud del amor.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Responsabilidad apostólica
Nos imaginamos, debemos imaginarnos, al Señor pronunciando estas palabras que nos transmite san Mateo, dirigidas también a cada uno. Palabras que nos animan a sentirnos responsables ante Dios, ya que hemos recibido el tesoro del Evangelio; para nuestra riqueza, para nuestro progreso personal y para dar con la propia vida frutos de buenas obras en los demás, de modo que también en ellos produzca fruto.
No hace mucho que meditábamos la escena de Jesús junto al mar de Galilea: después de confirmar a Juan como heraldo suyo, Jesús, el Mesías prometido por Dios a través de los profetas, escoge a varios hombres. Posiblemente los llama de entre los que le habían escuchado poco antes: no se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín. Los escoge para que le acompañen primero, y luego prosigan la tarea evangelizadora. Manifiesta el Señor así, en efecto, que la luz que vino a traer al mundo debe alumbrar a todos los hombres. Conviene no acostumbrarse a esa luz, que dio un peculiar resplandor a nuestra existencia, un brillo que no es, en modo alguno, algo sólo superficial que pudiera considerarse postizo. Se trata de un resplandor, consecuencia del contenido derramado por Dios en nuestra vida.
Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo. Así leemos en Camino, porque debe notarse nuestro trato con Dios. Ha de ser una realidad el deseo de Nuestro Señor de que se note su luz a través de cada cristiano. Parte de la responsabilidad que hemos contraído, al escuchar el Evangelio de nuestra salvación, consiste en que otros escuchen de nosotros el mismo Evangelio. Con toda verdad hemos de reconocer que Cristo mismo, por la acción del Espíritu Santo, nos constituye en “candeleros” de su luz, para que por nosotros reconozcan los demás las maravillas de Dios. ¿Tenemos personalmente esa experiencia?
Esta es la admiración que debemos despertar en nuestros conocidos, ¡en todos ellos! No esa otra que a veces buscamos –vanagloria, gloria vana–, intentando que nos admiren, como si fuéramos los autores de los talentos que hemos recibido. ¡Toda la Gloria para Dios! Nuestra grandeza consistirá en reflejar honrada y fielmente lo que de Dios procede o –si queremos expresarlo de otro modo– en ser vehículos leales de sus dones, para que sea reconocida la Gloria de Dios sobre toda criatura.
Podemos considerar que nuestra respuesta a Dios –que ha querido colmarnos de su riqueza–, debe manifestarse en obras perfectas a la medida de los talentos recibidos de nuestro Creador y, por ello, en el empeño por que otros muchos vivan según la divina Voluntad. Debemos procurar que lo intenten con lo mejor de sí mismos, pues, cuenta el Señor con cada cristiano para que sea apóstol de sus conocidos y parientes, de paso que va enriqueciéndose con otras acciones que manifiestan su Gloria. Uno y otro aspecto de la santidad constituyen una única vida santa y apostólica.
Debemos preguntarnos si frente a Dios, Señor nuestro que nos contempla, nos consideramos personas con una misión recibida. Si recordamos que cuenta con nosotros para extender su reino en este mundo, que, de suyo, es tan material, aunque estemos en él nosotros, creados a su imagen y semejanza. No es la llamada que hemos recibido a la santidad independiente de nuestro deber apostólico. Si la caridad ha de ser la virtud primera para el cristiano, procuraremos, entonces, además de expresar con obras y afectos nuestro amor de Dios, manifestar también ese amor a nuestros semejantes, pues, según enseña san Juan, quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.
Recordemos las palabras del mismo Cristo: En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis. De un modo misterioso pero real, Nuestro Señor está en cada uno de nuestros semejantes, aunque puedan parecernos en ocasiones muy diferentes, y alejados incluso de nosotros, no sólo físicamente, sino por su carácter, criterios, cultura, raza, edad, etc. Son el prójimo y siempre están ahí, al alcance de nuestras posibilidades de acción, aunque de diverso modo en cada caso. A muchos podremos ayudarles materialmente en sus necesidades, posiblemente dedicándoles algo de nuestro tiempo, de nuestro ingenio o, tal vez, de nuestros medios materiales y económicos; a todos con la oración, con la comprensión y el afecto. En ningún caso nos quedaremos indiferentes los cristianos o pasivos, sabiendo que otros sufren o padecen diversas necesidades en el cuerpo o en el espíritu, pues, cada hombre al que podemos de algún modo ayudar es “otro cristo”, “hijo de Dios Padre” que merece una peculiar atención.
La invocación a Santa María, Reina del mundo y Madre de todos los hombres, nos hace sentirnos familia que peregrina a la Casa del Padre y solidarios de los demás hombres, nuestros hermanos.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Los novísimos: El juicio
El pasaje evangélico de hoy contiene muchas afirmaciones y recomendaciones de Jesús. Al tener que elegir, concentramos nuestra atención en una sola de estas recomendaciones: los Novísimos. Jesús dice: Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo. Esta palabra de Jesús alude al juicio escatológico que está por realizarse en la historia con la venida del Reino y, más allá de esto, al juicio todavía más decisivo que se tendrá al final de la historia. Se trata de una de las “parábolas del Reino”. Este significado original de la parábola se conservó con mayor claridad en la redacción de Lucas, donde nuestro dicho es llevado a continuación a aquel sobre los signos de los tiempos (Cuando ven que una nube se levanta en occidente...) y es aplicado al juicio de Dios que es inminente, y por el cual urge ponerse en regla (cfr. Lc. 12. 58 sq.).
Es una ocasión –decía− para traer a la mente la verdad de los Novísimos. “Novísimos” se llamaba en el lenguaje cristiano a las cosas últimas, definitivas e irreversibles; aquellas que suceden una sola vez, pero que duran en sus efectos por toda la eternidad: muerte, juicio, infierno y paraíso. El destino de los hombres es morir una sola vez, de lo cual viene el juicio (Heb. 9. 27). Y Santiago urge: Miren que el juez ya está a la puerta (Sant. 5, 9). En una época, el Juicio final era una realidad bien presente en la mente de los creyentes. En todo rito fúnebre se escuchaban las notas austeras y bellas del “Dies irae”, en el cual se medita sobre tal realidad. Escenas del Juicio cubrían las paredes de la Capilla Sixtina en el Vaticano, debidas a Miguel Ángel. Era un llamado silencioso pero continuo, que creaba una mentalidad escatológica, es decir, orientada a las cosas últimas, a lo eterno.
Ahora, el del Juicio es otro pensamiento “removido”, como el de la muerte, el del infierno, el del paraíso. Así se vive sin pensar, ignorantes de lo que nos espera, en calidad de estultos. En efecto, es de estultos creer haber eliminado la muerte simplemente porque se eliminó el pensamiento de la muerte, o de haber eliminado el Juicio simplemente porque no se piensa en el Juicio.
Reflexionemos un poco, entonces, acerca del pensamiento del Juicio final que nos espera, y acerca de la necesidad de estar preparados para ello. Si tuvieras la perspectiva, la semana próxima, de un proceso y un juicio en los tribunales, del cual depende, pongamos por caso, la posesión de la casa en que vives, ¡qué emoción, qué excitación y qué preparación durante la espera! ¡Y bien, la semana próxima (porque en comparación con la eternidad de la que se habla lo que falta es menos de una semana) tú tienes por delante un juicio del cual depende la posesión de tu vida eterna! Si no nos sobresaltamos ante este pensamiento es porque no conseguimos medir la importancia de la palabra “eternidad”: “siempre −jamás: durará siempre, no terminará jamás; ¡millones de años, y todavía estás al comienzo, otros millones de años y millones de años y siempre estás al comienzo!” Hemos perdido el sentido de la eternidad; el pensamiento secular quiere que hablar de eternidad sea “alienante” porque distraería del compromiso con este mundo y esta vida, y nosotros a menudo nos hemos dejado impresionar e intimidar por el pensamiento secular, nos hemos “secularizado”.
¿Pero cómo se puede vivir tranquilos sin preocuparnos por lo que nos espera, tal vez esta misma noche? ¿Qué decir de un avión supersónico, lanzado a través del cielo a toda velocidad, sin tener en cuenta ni la ruta ni los mandos, en el cual pilotos y pasajeros beben juntos alegremente en la cabina? No pasará mucho tiempo antes de oírse una explosión, y alguien verá elevarse una columna de humo siniestro de la tierra. Algo similar sucedió, en los primeros años del siglo, con un célebre transatlántico en viaje a América, a bordo del cual se festejaba durante la noche. Se comenta que llevaba escrito en alguna parte, o que se había dicho que ni siquiera Dios lo habría hundido. Se llamaba, en todo caso, “Titanic”, en recuerdo de los antiguos titanes que desafiaban a Dios. Pero sabemos que ahora yace en alguna parte del fondo del océano Atlántico.
¿Qué debemos hacer para evitar la misma suerte en el viaje mucho más importante hacia la eternidad? La palabra de Dios, en efecto, no golpea nunca si no es para curar, no aterroriza si no es para consolar, no amenaza si no es para tener misericordia. Traigamos ahora a la mente lo que Jesús decía a sus contemporáneos, a propósito del juicio inminente: Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él... Jesús nos pone frente a una escena; es una parábola simple y comprensible. Dos hombres se dirigen al tribunal para resolver una disputa: uno de ellos no tiene razón y lo sabe, y el otro la tiene y lo sabe. Uno de aquellos dos hombres somos cada uno de nosotros y, por lo tanto, escuchemos bien lo que se dice. En efecto, nosotros estamos yendo al encuentro del Juicio y lo hacemos en compañía del propio Juez. Él –Jesucristo− está en camino con nosotros; durante el “camino”, es decir, en esta vida, no es juez sino amigo; mejor todavía, es abogado, “nuestro abogado ante el Padre” (cfr. Jn. 2. 1). En la parábola se lo llama “adversario” sólo en el sentido de que está delante de nosotros (ex adverso), con su palabra y con nuestra conciencia, y nos convence del pecado.
Y bien, lo que debe hacerse es “ponerse de acuerdo mientras se está en camino”. ¿Y cómo ponerse de acuerdo? Anticipando el juicio nosotros mismos, “conciliando”, como se dice en los casos humanos. Nosotros conocemos bien el criterio de su juicio: él juzga el pecado, el pecado es la única causa de acusación. Entremos en el juicio ahora para no entrar al final. Si te disgusta lo que disgusta a Dios, si condenas ahora lo que condena Dios, entras en su juicio, lo haces tuyo, te pones de parte del Juez y abandonas el banco de los imputados. Concretamente, se trata de reconocer el pecado, de decir como David: “Yo reconozco mi pecado...”, de arrepentirse y de confesarlo a Dios a través de la Iglesia, porque así nos dijo Jesús, en el Evangelio, que se debe hacer para obtener el perdón de los pecados. La confesión sacramental es el medio común para “ponerse de acuerdo” con Dios, para “conciliar”. O reconciliarnos. Hay personas que se confiesan incluso demasiado a menudo (demasiado a menudo al menos con respecto a las disposiciones internas que tienen, o mejor dicho, que no tienen), casi por costumbre; pero hay personas que no se confiesan desde hace meses y quizás desde hace años y realizan con desenvoltura la santa Comunión en toda Misa. Esto no es ponerse de acuerdo con él durante el camino, sino bromear durante el camino. No se hagan ilusiones −escribía san Pablo a los gálatas−, no se puede jugar con Dios; cada uno recogerá lo que haya sembrado (cfr. Gál. 6, 7).
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la parroquia de San Hipólito (12-II-1984)
Homilía en la parroquia de San Hipólito (12-II-1984)
− Cumplir la voluntad divina
“Maestro, ¿qué obra buena he de realizar para alcanzar la vida eterna?” “Guarda los mandamientos” (Mt 19,16-17).
Esta pregunta y su respuesta se presentan a la memoria cuando escuchamos con atención las lecturas de la liturgia de hoy.
Efectivamente el tema principal de dichas lecturas son los mandamientos de Dios, la ley del Señor.
Sobre ésta canta la Iglesia en el Salmo responsorial:
“Dichoso el que con vida intachable/ camina en la voluntad del Señor./ Tú promulgas tus decretos/ para que se observen exactamente;/ ojalá esté firme mi camino/ para cumplir tus consignas.../ Ábreme los ojos y te contemplaré/ las maravillas de tu voluntad...”.
Y también añade:
“Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes/ y lo seguiré puntualmente;/ enséñame a cumplir tu voluntad/ y guárdala de todo corazón” (Sal 118(119),1-34).
La idea contenida en los versículos de este Salmo es tan transparente que no necesita comentario alguno.
En cambio, conviene añadir un comentario breve sobre las palabras del libro del Sirácida de la primera lectura:
− La importancia de los mandamientos
“Si quieres, guardarás sus mandamientos, porque es prudencia cumplir su voluntad; ante ti están puestos fuego y agua, echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida; le darán lo que él escoja” (Sir 15,16-17).
El Sirácida pone en evidencia la vinculación íntima existente entre mandamiento y voluntad libre del hombre: “Si quieres...” Y al mismo tiempo manifiesta que de la elección y decisión del hombre depende el bien o el mal, la vida o la muerte, entendidos con significado espiritual.
La observancia de los mandamientos es, el camino del bien, el camino de la vida.
Su trasgresión es el camino del mal, el camino de la muerte.
Pasemos ahora al sermón de la montaña del Evangelio de hoy según San Mateo.
Cristo dice ante todo: “No creáis que he venido a abolir la ley (o los Profetas); no he venido a abolir sino a dar plenitud (Mt 5,17).
“Quien cumpla y enseñe, será grande en el reino de los cielos” (Mt 5,19).
“El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el reino de los cielos” (Mt ib.).
Y añade Cristo:
“Si no sois mejores que los letrados y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 5,20).
De modo que la ley, mandamientos y normas son importantes no solo en sí mismos, sino también en el modo de comprenderlos, enseñarlos y cumplirlos. Esto lo deben tener presente los que explican la ley de Dios e interpretan los principios de la moral cristiana en cada época e igualmente en la época contemporánea.
Y Cristo ofrece tres ejemplos del mandamiento y de su interpretación según el espíritu de la Nueva Alianza.
“No matarás” (Mt 5,21).
“No cometerás adulterio” (Mt 5,27).
“No jurarás en falso” (Mt 5,33).
“No matarás”: quiere decir “no sólo no quitar la vida a otros, sino también no vivir con odio e ira hacia los demás; “No cometerás adulterio”, no solo quiere decir no tomar la mujer de otros, sino también no desearla, no cometer adulterio en el corazón.
“No jurarás en falso...”, “pues yo os digo que no juréis en absoluto” (Mt 5,34). “A vosotros os basta decir sí o no (Mt 5,37).
− El Evangelio, código de la vida moral cristiana
¿Qué es el Evangelio? ¿Qué es el sermón de la montaña? ¿Acaso es sólo un “código moral”?
Sí, ciertamente. Es un código de la moral cristiana. Indica las exigencias éticas principales. Pero es más: indica también el camino de la perfección. Este camino corresponde a la naturaleza de la libertad humana, a la voluntad libre. En efecto, el hombre, gracias a su voluntad libre, puede elegir no sólo entre el bien y el mal, sino también entre el bien y lo mejor. Y claro está que es preciso querer lo “mejor” y lo “más” en el ámbito de la moral, incluso para no descender hacia lo menos bueno e incluso hacia el mal.
En efecto, como continúa diciendo el libro del Sirácida:
“Es inmensa la sabiduría del Señor, es grande su poder y lo ve todo; los ojos de Dios ven las acciones, él conoce todas las obras del hombre; no mandó al hombre, ni deja impunes a los mentirosos” (Sir 15,18-20).
Y San Pablo va más allá cuando escribe en la primera Carta a los Corintios:
“Hablamos, entre los perfectos, una sabiduría...; enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido” (1 Cor 2,6). “Lo que Dios ha preparado para los que le aman, Dios nos lo ha revelado por el Espíritu, y el Espíritu todo lo penetra, hasta la profundidad de Dios” (1 Cor 2,10).
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Jesús no viene a destruir la ley mosaica sino a que se cumpla de corazón y no se quede en la letra, en pura formalidad. “Dichosos los que caminan en la voluntad del Señor... enséñame a guardarla de todo corazón” (S. Resp.). El Maestro nos ofrece varios ejemplos que aluden a vivir con cristiana rectitud.
“Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo que tu hermano tiene quejas contra ti...” La intención de estas palabras no suscriben el manido reproche: ¡menos comulgar y más preocupación por los demás! De hecho, si no pudiéramos asistir a la Sta. Misa mientras alguien tiene algo contra nosotros, no iríamos nunca. Siempre habrá personas a quienes o hemos hecho ningún daño pero no nos pueden ver, bien por nuestras creencias religiosas, nuestras ideas políticas, artísticas..., o cualquier otro motivo. Y siempre habrá también personas a quienes hemos inferido algún daño, les hemos pedido perdón y reparado el daño, pero ellas no quieren perdonar; esto es, tienen todavía algo contra nosotros.
Es un llamamiento apremiante a vivir con plenitud la fe cristiana el que atraviesa todas estas enseñanzas del Sermón de la Montaña. Importante es la Sta. Misa, viene a decir Jesús, pero si cuando vas a Ella recuerdas..., la mejor ofrenda que me puedes hacer es llevarte bien con los demás. ¡La mejor ofrenda: el amor hecho de cientos de detalles de servicio, de pasar por alto a quienes te tratan a diario impertinencias y desdenes. Amor que brilla con una luz cegadora, justamente, en la Sta. Misa, donde Cristo ha entregado su vida −Cuerpo y Sangre− por todos nosotros.
De ahí que la S. Escritura nos advierta: “Si alguien dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un embustero; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20).
Preguntémonos al hilo de estas enseñanzas: ¿quiero con obras y de verdad a quienes me rodean en el hogar, en el lugar de trabajo, de relación social, de diversión o descanso? ¿Sé pasar por alto su modo de ser, tan opuesto al mío, evitando que esas diferencias −inevitables y queridas por Dios− hagan conflictiva la convivencia? ¿Les ayudo con mi tiempo, mi dinero, mis consejos, en la medida de mis posibilidades? ¿Me esfuerzo por disculparles, atemperando mis juicios con comprensión y tolerancia cristianas, como hago tantas veces conmigo mismo?
Quien se esfuerza por vivir así, contribuye a que el cristianismo deje de ser para muchos “una teoría”, que siempre se puede discutir, una máscara que cae cuando termina la farsa, para convertirse en un espejo en el que se contempla la atractiva y vinculante persona de Jesucristo.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Los mandamientos, expresión de amor y senda de libertad»
I. LA PALABRA DE DIOS
Ecclo 15,16-21: «No mandó pecar al hombre»
Sal 118,1-2.4-5.17-18.33-34: «Dichosos los que caminan en la voluntad del Señor»
1Co 2,6-10: «Dios predestinó la sabiduría de los siglos para nuestra gloria»
Mt 5,17-37: «Se dijo a los antiguos, pero yo os digo»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
Los mandamientos son la manifestación del amor de Dios que señala a sus hijos lo bueno y lo malo, para que nadie elija la muerte sino la vida. Jesucristo los ha cumplido y llevado a plenitud y les ha dado una nueva perfección (Ev.).
El discípulo de Cristo encuentra el equilibrio justo entre ley y libertad en la «sabiduría que no es de este mundo», sino que «es divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria», que Dios nos ha revelado por el Espíritu (2ª Lect.).
El hombre es libre; los ojos de Dios ven las acciones y conoce todas las obras del hombre (1ª Lect.), respeta la libertad del hombre, pero «es prudencia cumplir su voluntad».
III. SITUACIÓN HUMANA
Nuestra cultura, agnóstica y laicista, prescinde de los mandamientos y ha borrado la frontera entre el bien y el mal, haciéndola depender de los que el hombre arbitrariamente decide.
Algunos cristianos ven el Decálogo como retrógrado y represivo. Es que no han entendido la ley cristiana. Porque cuando se la entiende, se la descubre como lo que verdaderamente es: fuente de libertad.
La nueva historia se ha construir sobre la verdad, la que hace al hombre libre con la libertad con la que Cristo nos ha liberado.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– Los Mandamientos, signos de la Alianza con el pueblo: “El don de los mandamientos de la ley forma parte de la Alianza sellada por Dios con los suyos. Según el libro del Éxodo, la revelación de las «diez palabras» es concedida entre la proposición de la Alianza y su ratificación, después que el pueblo se comprometió a «hacer» todo lo que el Señor había dicho y a «obedecerlo». El Decálogo no es transmitido sino tras el recuerdo de la Alianza («el Señor, nuestro Dios, estableció con nosotros una alianza en Horeb»)” (2060).
– El Decálogo, revelación de Dios mismo: “Las «diez palabras» son pronunciadas por Dios dentro de una teofanía («el Señor os habló cara a cara en la montaña, en medio del fuego»). Pertenecen a la revelación que Dios hace de sí mismo y de su gloria. El don de los mandamientos es don de Dios y de su santa voluntad. Dando a conocer su voluntad, Dios se revela a su pueblo” (2059; cf 2052-2070).
La respuesta
– Adecuación entre conciencia personal y ley moral: «La conciencia de cada cual en su juicio moral sobre sus actos personales, debe evitar encerrarse en una consideración individual. Con mayor empeño debe abrirse a la consideración del bien de todos según se expresa en la ley moral, natural y revelada, y consiguientemente en la ley de la Iglesia y en la enseñanza autorizada del Magisterio sobre las cuestiones morales. No se ha de oponer la conciencia personal y la razón a la ley moral o al Magisterio de la Iglesia» (2039).
El testimonio cristiano
– «El Señor prescribió el amor a Dios y enseñó la justicia para con el prójimo a fin de que el hombre no fuese ni injusto ni indigno de Dios. Así, por el Decálogo, Dios preparaba al hombre para ser su amigo y tener un solo corazón con su prójimo... Las palabras del Decálogo persisten también entre nosotros (cristianos) (S. Ireneo, haer. 4, 16,3-4)» (2063).
El Decálogo es un don divino que manifiesta el amor de Dios y traza el camino de la libertad, del bien y de la felicidad.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Firmes en la Fe.
El depósito de la fe. Un tesoro que recibe cada generación de manos de la iglesia, quien lo guarda fielmente con la asistencia del Espíritu Santo y lo expone con autoridad.
I. Nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa que Él no viene a destruir la Antigua Ley, sino a darle su plenitud; restaura, perfecciona y eleva a un orden más alto los preceptos del Antiguo Testamento. La doctrina de Jesús tiene un valor perenne para los hombres de todos los tiempos y es “fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta”. Es un tesoro que cada generación recibe de manos de la Iglesia, quien lo guarda fielmente con la asistencia del Espíritu Santo y lo expone con autoridad. “Al adherirnos a la fe que la Iglesia nos propone, nos ponemos en comunicación directa con los Apóstoles (...); y mediante ellos, con Jesucristo, nuestro primer y único Maestro; acudimos a su escuela, anulamos la distancia de los siglos que nos separan de ellos”. Gracias a este Magisterio vivo, podemos decir −en cierto modo− que el mundo entero ha recibido su doctrina y se ha convertido en Galilea: toda la tierra es Jericó y Cafarnaún, la humanidad está a la orilla del lago de Genesaret.
La guarda fiel de las verdades de la fe es requisito para la salvación de los hombres. ¿Qué otra verdad puede salvar si no es la verdad de Cristo? ¿Qué “nueva verdad” puede tener interés −aunque fuera la del más sabio de los hombres− si se aleja de la enseñanza del Maestro? ¿Quién se atreverá a interpretar a su gusto, cambiar o acomodar la Palabra divina? Por eso, el Señor nos advierte hoy: el que quebrante uno solo de estos mandamientos, incluso de los más pequeños, y enseñe a los hombres a hacer lo mismo, será el más pequeño en el reino de los Cielos.
San Pablo exhortaba de esta manera a Timoteo: Guarda el depósito a ti confiado, evitando las vanidades impías y las contradicciones de la falsa ciencia que algunos profesan, extraviándose de la fe. Con esta expresión −depósito− la Iglesia sigue designando al conjunto de verdades que recibió del mismo Cristo y que ha de conservar hasta el final de los tiempos.
La verdad de la fe “no cambia con el tiempo, no se desgasta a través de la historia; podrá admitir, y aun exigir, una vitalidad pedagógica y pastoral propia del lenguaje, y describir así una línea de desarrollo, con tal que, según la conocidísima sentencia tradicional de San Vicente de Lérins (...): quod ubique, quod semper, quod ab omnibus: “lo que en todas partes, lo que siempre, lo que por todos” se ha creído, eso debe mantenerse como formando parte del depósito de la fe (...). Esta fijeza dogmática defiende el patrimonio auténtico de la religión católica. El Credo no cambia, no envejece, no se deshace”. Es la columna firme en la que no podemos ceder, ni siquiera en lo pequeño, aunque por temperamento estemos inclinados a transigir: Te molesta herir, crear divisiones, demostrar intolerancias..., y vas transigiendo en posturas y puntos −¡no son graves, me aseguras!−, que traen consecuencias nefastas para tantos.
Perdona mi sinceridad: con ese modo de actuar, caes en la intolerancia –que tanto te molesta– más necia y perjudicial: la de impedir que la verdad sea proclamada. Y anunciar la verdad es frecuentemente el mayor bien que podemos hacer a quienes nos rodean.
− Evitar todo lo que atenta a la virtud de la fe.
II. El cristiano, liberado de toda tiranía del pecado, se siente impulsado por la Nueva Ley de Cristo a comportarse ante su Padre Dios como un hijo suyo. Las normas morales no son entonces meras señales indicadoras de los límites de lo permitido o prohibido, sino manifestaciones del camino que conduce a Dios; manifestaciones de amor.
Debemos conocer bien este conjunto de verdades y de preceptos que constituyen el depósito de la fe, pues es el tesoro que el Señor, a través de la Iglesia, nos entrega para que podamos alcanzar la salvación. Esta riqueza de verdades se protege especialmente con la piedad (oración y sacramentos), con una seria formación doctrinal, adecuada a las personas, y también ejercitando la prudencia en las lecturas.
Todo el mundo considera razonable, por ejemplo, en una cátedra de física o de biología, que se recomienden determinados textos, se desaconseje el estudio de otros y se declare inútil y aun perjudicial la lectura de una publicación concreta para quien de verdad está interesado en adquirir una seria información científica. En cambio, no faltan quienes se asombran de que la Iglesia reafirme su doctrina sobre la necesidad de evitar aquellas lecturas que sean dañinas para la fe o la moral, y ejerza su derecho y su deber de examinar, juzgar y, en casos extremos, reprobar los libros contrarios a la verdad religiosa. La raíz de ese asombro infundado podría encontrarse en una cierta deformación del sentido de la verdad, que admitiría un magisterio sólo en el campo científico, mientras que considera que en el ámbito de las verdades religiosas sólo cabe dar opiniones más o menos fundadas.
Al avivar en nuestra oración la fidelidad al depósito de la revelación, recordamos al mismo tiempo que incluso la ley natural, que el Señor ha escrito en nuestros corazones, nos impulsa desde dentro a valorar los dones del Cielo y, en consecuencia, “obliga a evitar en lo posible todo lo que atenta contra la virtud de la fe”, como nos pide, por ejemplo, que conservemos la vida física; por ello, “poner voluntariamente en peligro la fe con lecturas perniciosas sin un motivo que lo justifique, sería un pecado aunque en la actualidad no se incurra en pena eclesiástica alguna”.
Tras una larga experiencia en convivir y estudiar autores paganos o desconocedores de la fe, recomendaba San Basilio: “Debéis, pues, seguir al detalle el ejemplo de las abejas. Porque éstas no se paran en cualquier flor ni se esfuerzan por llevarse todo de las flores en las que posan su vuelo, sino que una vez que han tomado lo conveniente para su intento, lo demás lo dejan en paz.
“También nosotros, si somos prudentes, extrayendo de estos autores lo que nos convenga y más se parezca a la verdad, dejaremos lo restante. Y de la misma manera que al coger la flor del rosal esquivamos las espinas, así al pretender sacar el mayor fruto posible de tales escritos, tendremos cuidado con lo que pueda perjudicar los intereses del alma”.
La prudencia en las lecturas es manifestación de fidelidad a las enseñanzas de Jesucristo; la fe es nuestro mayor tesoro, y por nada del mundo nos podemos exponer a perderlo o a deteriorarlo. Nada vale la pena en comparación de la fe. Debemos velar por nosotros mismos y por todos, pero de modo particular por aquellos que de alguna manera el Señor nos ha encomendado: hijos, alumnos, hermanos, amigos...
− Prudencia en las lecturas.
III. Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor; dichoso el que guardando sus preceptos lo busca de todo corazón, dice el Salmo responsorial, avivando nuestra disposición de seguir fielmente a Jesucristo.
Entre las ocasiones particularmente delicadas que pueden poner en peligro la integridad de la fe, la Iglesia ha señalado siempre la lectura de libros que atentan directa o indirectamente contra las verdades religiosas y contra las buenas costumbres, pues la historia atestigua con evidencia que, aun con todas las condiciones de piedad y de doctrina, no es raro que el cristiano se deje seducir por la parte o apariencia de verdad que hay siempre en todos los errores.
Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes (...). Enséñame a cumplir tu voluntad, le decimos nosotros a Jesús con palabras del Salmo responsorial. Y Él, a través de una conciencia formada, nos moverá a ser humildes, a realizar una prudente selección y a buscar un asesoramiento con garantías si hemos de estudiar cuestiones científicas, humanísticas, literarias, etc., en las que pueda infeccionarse nuestro pensamiento. Permaneciendo junto a Cristo, valorando mucho la fe, andaremos sin falsos complejos, con naturalidad, sin el afán superficial de “estar al día”, como se han comportado siempre muchos intelectuales cristianos: catedráticos, profesores, investigadores, etc. Si somos humildes y prudentes, si tenemos “sentido común”, no seremos “como los que toman el veneno mezclado con miel”.
Fieles a la enseñanza del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia, necesitamos una formación que nos permita apreciar cuanto de válido puede encontrarse en las diversas manifestaciones de la cultura −pues el cristiano debe estar siempre abierto a todo lo que es verdaderamente positivo−, a la vez que detectamos lo que sea contrario a una visión cristiana de la vida. Pidamos a la Santísima Virgen, Asiento de la Sabiduría, ese discernimiento en el estudio, en las lecturas y en todo el ámbito de las ideas y de la cultura. Pidámosle también que nos enseñe a valorar y a amar siempre más el tesoro de nuestra fe.
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P. Givanildo dos SANTOS Ferreira (Brasília, Brasil) (www.evangeli.net)
No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas
Hoy, Jesús nos dice «No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17). ¿Qué es la Ley? ¿Qué son los Profetas? Por Ley y Profetas, se entienden dos conjuntos diferentes de libros del Antiguo Testamento. La Ley se refiere a los escritos atribuidos a Moisés; los Profetas, como el propio nombre lo indica, son los escritos de los profetas y los libros sapienciales.
En el Evangelio de hoy, Jesús hace referencia a aquello que consideramos el resumen del código moral del Antiguo Testamento: los mandamientos de la Ley de Dios. Según el pensamiento de Jesús, la Ley no consiste en principios meramente externos. No. La Ley no es una imposición venida de fuera. Todo lo contrario. En verdad, la Ley de Dios corresponde al ideal de perfección que está radicado en el corazón de cada hombre. Esta es la razón por la cual el cumplidor de los mandamientos no solamente se siente realizado en sus aspiraciones humanas, sino también alcanza la perfección del cristianismo, o, en las palabras de Jesús, alcanza la perfección del reino de Dios: «El que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos» (Mt 5,19).
«Pues yo os digo» (Mt 5,22). El cumplimiento de la ley no se resume en la letra, visto que “la letra mata, pero el espíritu vivifica” (2Cor 3,6). Es en este sentido que Jesús empeña su autoridad para interpretar la Ley según su espíritu más auténtico. En la interpretación de Jesús, la Ley es ampliada hasta las últimas consecuencias: el respeto por la vida está unido a la erradicación del odio, de la venganza y de la ofensa; la castidad del cuerpo pasa por la fidelidad y por la indisolubilidad, la verdad de la palabra dada pasa por el respeto a los pactos. Al cumplir la Ley, Jesús «manifiesta con plenitud el hombre al propio hombre, y a la vez le muestra con claridad su altísima vocación» (Concilio Vaticano II).
El ejemplo de Jesús nos invita a aquella perfección de la vida cristiana que realiza en acciones lo que se predica con palabras.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Escuchar la Palabra
«Escucha Israel, el Señor, Dios nuestro, es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos».
Eso dice Jesús.
Sacerdote, toma y lee.
Es leyendo la Palabra de Dios como escuchas, y es así como se abre tu corazón para que hables con palabras de tu boca, y el pueblo de Dios te escuche, porque es así como el pueblo de Dios escucha su voz. Pero ten cuidado, sacerdote, porque la boca habla de lo que hay en el corazón.
Amor, sacerdote, eso es lo que debe haber en tu corazón, para que manifiestes el cumplimiento de la ley de tu Dios.
Amar, sacerdote, esa es la ley de tu Dios. Pero amarlo a Él primero por sobre todas las cosas y amar a su pueblo como Jesús lo amó. Esa, sacerdote, es la ley de Dios, y no hay ley más grande que esta.
Escucha, sacerdote, la Palabra de tu Señor, porque todo ha sido escrito ya, y se cumplirá hasta la última letra.
Escucha la Palabra del Señor y ponla en práctica.
Eso es hacer lo que Él te dice. Pero, para obrar el bien, primero debes saber qué es el bien.
El bien es tu Señor, sacerdote, y tu Señor es Cristo, a quien tú mismo representas, con quien tú te configuras, y quien tú eres en el altar y en cada momento de tu vida. Porque Cristo no se va, Él está contigo todos los días de tu vida, cada momento del día, cada momento de la noche.
Que sea tu voluntad la voluntad de Él, para que ya no seas tú sino Él quien viva en ti.
Sacerdote: Cristo no vino al mundo a abolir la ley, sino a darle profundo sentido, para que sea cumplida de acuerdo a la voluntad de su Padre, porque el espíritu es fuerte pero la carne es débil, y los hombres acomodan las leyes a su conveniencia y distorsionan la verdad.
Cristo es la única verdad.
Reconoce, sacerdote, en su Palabra la verdad, y conoce a quien tú mismo representas.
Renuncia a ti mismo, y toma tu cruz y síguelo, porque es así como lo conoces, Hombre verdadero y Dios verdadero.
Reconoce en ti, sacerdote, a ese verdadero Dios y verdadero Hombre, y cumple su ley, aunque no te acomode, aunque no te convenga, aunque no la entiendas, y aunque a veces no quieras.
Obedece, sacerdote, porque a través de ti es como el Señor se manifiesta ante los hombres del mundo, para enseñarles el camino a través de su Palabra y de tu ejemplo.
Cielos y tierra pasarán, pero la Palabra de tu Señor no pasará.
Esa, sacerdote, es tu seguridad, es tu misión y es lo que tú debes procurar y dar cumplimiento.
Despierta, sacerdote, de tu mediocridad, de tu tibieza, de tu entumecimiento, de tu frialdad, de tus vicios, de tu mezquindad, de tu ingratitud, de tu somnolencia, de tu indiferencia.
Despierta a la realidad y date cuenta de que no hay más verdad que la cruz de tu Señor, a través de la que Él mismo te ha venido a salvar, y te pide conducir a su pueblo hasta ti, para que su salvación llegue a todos los rincones del mundo.
Sacerdote, rígete en la ley de tu Señor y rige a su pueblo, pero reacciona sacerdote. El pueblo se rige con la ley a través del ejemplo.
Escucha, sacerdote, a tu Señor, ámalo y demuéstrale tu amor, enseñando su ley y dándole cumplimiento.
La plenitud del cumplimiento de la ley está en el amor.
(Espada de Dos Filos III, n. 43)
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