Domingo 05 del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo V del Tiempo Ordinario (ciclo A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2017 y Homilía del 23 de mayo de 2013
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2011
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Josep FONT i Gallart (Tremp, Lleida, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

***

Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

***

DEL MISAL MENSUAL

LA CARNE SANA

Is 58, 7-10; 1 Cor 2, 1-5; Mt 5, 13-16

Podemos establecer una relación entre la imagen de la sal que aparece en el Evangelio de san Mateo y la imagen de la carne sana que menciona el profeta Isaías. La salud de células y tejidos vivos es invaluable, por eso resulta comprensible que el profeta compare la mejora de la convivencia social en el pueblo de Israel con un tejido que desecha sus llagas y recupera la carne sana. Cuando desaparece la opresión, disminuye el egoísmo y aumenta la compasión, se rejuvenece el tejido social que cohesiona al pueblo de Dios. El Señor Jesús lo expresa con las imágenes de la luz y la sal. Cuando los discípulos reorganizan su vida a partir del encuentro con Jesús, aprenden a confiar en la bondad de Dios y reajustan la manera de tratar a los pobres, los débiles y necesitados. Los miran con los ojos de Dios y entonces se siente la dinámica del amor de Dios en la convivencia diaria.

ANTIFONA DE ENTRADA Sal 94, 6-7

Entremos y adoremos de rodillas al Señor, creador nuestro, porque él es nuestro Dios.

ORACIÓN COLECTA

Te rogamos, Señor, que guardes con incesante amor a tu familia santa, que tiene puesto su apoyo sólo en tu gracia, para que halle siempre en tu protección su fortaleza. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Entonces surgirá tu luz como la aurora.

Del libro del profeta Isaías: 58, 7-10

Esto dice el Señor: “Comparte tu pan con el hambriento, abre tu casa al pobre sin techo, viste al desnudo y no des la espalda a tu propio hermano.

Entonces surgirá tu luz como la aurora y cicatrizarán de prisa tus heridas; te abrirá camino la justicia y la gloria del Señor cerrará tu marcha. Entonces clamarás al Señor y él te responderá; lo llamarás y él te dirá: ‘Aquí estoy’.

Cuando renuncies a oprimir a los demás y destierres de ti el gesto amenazador y la palabra ofensiva; cuando compartas tu pan con el hambriento y sacies la necesidad del humillado, brillará tu luz en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 111, 4-5.6-7. 8ª y 9.

R/. El justo brilla como una luz en las tinieblas.

Quien es justo, clemente y compasivo, como una luz en las tinieblas brilla. Quienes, compadecidos, prestan y llevan su negocio honradamente, jamás se desviarán. R/.

El justo no vacilará; vivirá su recuerdo para siempre. No temerá malas noticias, porque en el Señor vive confiadamente. R/.

Firme está y sin temor su corazón. Al pobre da limosna, obra siempre conforme a la justicia; su frente se alzará llena de gloria. R/.

SEGUNDA LECTURA

Les he anunciado a Cristo crucificado.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 2, 1-5

Hermanos: Cuando llegué a la ciudad de ustedes para anunciarles el Evangelio, no busqué hacerlo mediante la elocuencia del lenguaje o la sabiduría humana, sino que resolví no hablarles sino de Jesucristo, más aún, de Jesucristo crucificado.

Me presenté ante ustedes débil y temblando de miedo. Cuando les hablé y les prediqué el Evangelio, no quise convencerlos con palabras de hombre sabio; al contrario, los convencí por medio del Espíritu y del poder de Dios, a fin de que la fe de ustedes dependiera del poder de Dios y no de la sabiduría de los hombres. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 8, 12

R/. Aleluya, aleluya.

Yo soy la luz del mundo, dice el Señor; el que me sigue tendrá la luz de la vida. R/.

EVANGELIO

Ustedes son la luz del mundo.

+Del santo Evangelio según san Mateo: 5, 13-16

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Ustedes son la sal de la tierra. Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Ya no sirve para nada y se tira a la calle para que la pise la gente.

Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad construida en lo alto de un monte; y cuando se enciende una vela, no se esconde debajo de una olla, sino que se pone sobre un candelero, para que alumbre a todos los de la casa.

Que de igual manera brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los cielos”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Señor Dios nuestro, que has creado los frutos de la tierra sobre todo para ayuda de nuestra fragilidad, concédenos que se conviertan para nosotros en sacramento de eternidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 5, 5-6

Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Señor Dios, que quisiste hacemos participar de un mismo pan y un mismo cáliz, concédenos vivir de tal manera, que, hechos uno en Cristo, demos frutos con alegría para la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

_________________________

BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Tu luz: las obras de misericordia (Is 58, 7-10)

1ª lectura

Estas palabras son parte de una denuncia profética: se condena con severidad y crudeza el delito, que en este caso se trata del formalismo en la práctica del ayuno (vv. 1-7), pero se termina con palabras de aliento y consuelo (vv. 8-14) y no con la condena que cabría esperar. El Señor no tolera la hipocresía de una religiosidad meramente externa, que no se refleja en promover y respetar la justicia en la vida ordinaria y la preocupación por los más necesitados. Quienes actúan así están muy lejos de haber conocido a Dios.

Dios no acoge el ayuno, la piedad hipócrita que se hace compatible con toda suerte de injusticias (vv. 4-7); por el contrario, el Señor atenderá generosamente los ruegos cuando vayan acompañados de obras de justicia y caridad (vv. 8-14).

Las obras de misericordia recomendadas en este oráculo resuenan en el discurso de Jesús sobre el juicio final recogido en el primer evangelio (cf. Mt 25,35-45). La espiritualidad cristiana ha insistido siempre en el amor al prójimo y en el ejercicio efectivo de las obras de misericordia como demostración cierta del amor a Dios y de la verdadera religión, pues «las obras de misericordia son la prueba de la verdadera santidad» (Rabano Mauro, recogido por Santo Tomás de Aquino en la Catena Aurea). San León Magno, por su parte, enseñaba: «Que cada uno de los fieles se examine, pues, a sí mismo, esforzándose en discernir sus más íntimos afectos; y, si descubre en su conciencia frutos de caridad, tenga por cierto que Dios está en él y procure hacerse más y más capaz de tan gran huésped, perseverando con más generosidad en las obras de misericordia (Sermones 48,3).

Anuncio a Jesucristo, y a éste, crucificado (1 Co 2, 1-5)

2ª lectura

El centro de la predicación paulina es Cristo y Cristo en la cruz, puesto que la fe, más que basarse en la sabiduría humana, tiene en la cruz y en la potencia divina su solidez inalterable. El mensaje cristiano, en consecuencia, «no admite indiferencia, ni sincretismo, ni acomodos. Representa la belleza de la Revelación. Lleva consigo una sabiduría que no es de este mundo. Es capaz de suscitar por sí mismo la fe, una fe que tiene su fundamento en la potencia de Dios (cfr 1 Co 2,5). Es la verdad. Merece que el apóstol le dedique todo su tiempo, todas sus energías y que, si es necesario, le consagre su propia vida» (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, n. 5).

Sal de la tierra, luz del mundo (Mt 5, 13-16)

Evangelio

Las imágenes de la sal y de la luz reflejan la condición de quien vive las bienaventuranzas, es decir, del discípulo de Jesús, y señalan la importancia de las buenas obras (v. 16). Cada uno ha de luchar por la santificación personal, pero también por la santificación de los demás. Jesús lo enseña con estas dos expresivas imágenes.

La sal preserva de la corrupción los alimentos. En los sacrificios de la Antigua Ley simbolizaba la inviolabilidad y permanencia de la Alianza (cfr Lv 2,13). El Señor manifiesta que sus discípulos son la sal de la tierra, es decir, los que dan sabor divino a todo lo humano, y los que preservan al mundo de la corrupción, manteniendo viva la Alianza con Dios. «Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo» (Epistula ad Diognetum 6,1).

La luz es necesaria para caminar, para vivir. En el Antiguo Testamento, esa luz necesaria es Dios (cfr p. ej. Sal 27,1), y la palabra de Dios (cfr p. ej. Sal 119,105). Los discípulos de Jesús deben ser también, como Él mismo, luz para los que yacen en tinieblas (cfr 4,16; Is 8,23-9,1). «Me parece que esta antorcha representa la caridad que debe iluminar y alegrar no sólo a aquellos que más quiero, sino a todos los que están en la casa» (Sta. Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos 9). Con la caridad, todas las buenas obras serán instrumentos de apostolado cristiano: «Son innumerables las ocasiones que tienen los laicos para ejercer el apostolado de la evangelización y la santificación. El mismo testimonio de su vida cristiana y las obras hechas con sentido sobrenatural tienen eficacia para atraer a los hombres hacia la fe y hacia Dios: alumbre así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Conc. Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 6).

Si los discípulos pierden su identidad cristiana, se quedan en nada. Es lo que ocurre con los restos de la sal. También los cristianos se convierten en un sinsentido si su seguimiento de Cristo no se traduce en obras concretas (vv. 14-15). El celemín es una medida de áridos —de unos 8,7 litros— que, probablemente, se utilizaba para apagar las lámparas de aceite por la noche evitando así que la casa se llenara de humo. El Señor no nos da la luz para que la tengamos apagada.

_____________________

SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

La obra de misericordia incluye una doble acción misericordiosa

Cuando se muestran a los hombres las buenas obras, incluso las que se hacen por Dios, puesto que se trata de hombres piadosos y buenos, no se reclaman alabanzas humanas, sino que se proponen para que se las imite. La obra de misericordia contiene una doble acción misericordiosa: una espiritual y otra corporal. Con la misericordia corporal se socorre a los hambrientos, a los sedientos, a los desnudos y peregrinos; pero cuando estas mismas obras son manifiestas, a la vez que provocan a la imitación, alimentan también los espíritus y las mentes. Uno se alimenta con la buena obra y el otro con el buen ejemplo, pues ambos tienen hambre. Uno quiere recibir con qué alimentarse y el otro quiere ver algo que imitar. La lectura del evangelio que acaba de leerse nos habla de esta verdad. A los cristianos, que creen en Dios, que obran el bien y mantienen la esperanza de la vida eterna como recompensa a las buenas obras se les dice: Vosotros sois la luz del mundo. Y a la Iglesia entera, difundida por doquier, se le dice: No puede esconderse una ciudad construida sobre un monte (Mt 5,14). En los últimos tiempos –dice− será manifiesto el monte del Señor, dispuesto en la cima de los montes (Is 2,2). Es el monte que creció a partir de una pequeña piedra, y, al crecer, llenó el mundo entero. Sobre él se edifica la Iglesia que no puede ocultarse.

Ni se enciende una lámpara y se la pone bajo el celemín, sino en el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa (Mt 5,15). Muy oportuna ha caído esta lectura en el día que se consagran los candeleros, para que quien obra sea lámpara puesta en el candelero. En efecto, el hombre que obra el bien es una lámpara, pero ¿qué es el candelero? Lejos de mí el gloriarme, a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, quien obra por Cristo y según Cristo, para no ser alabado más que en Cristo, es un candelero. Alumbre a todos, vean algo que imitar; no sean perezosos ni áridos; les es útil el ver; no sean videntes con los ojos y ciegos en el corazón.

Mas, quizá a alguno se le ocurra pensar que el Señor manda que las obras buenas sean como escondidas allí donde dice: Guardaos de realizar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario, no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos (Mt 6,1). Esta dificultad ha de ser resuelta, para saber cómo hemos de obedecer al Señor, sin creer que es imposible cuando le escuchamos que ordena cosas contradictorias. En un sitio dice: Brillen vuestras obras delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras (Mt 5,16) y en otro: Guardaos de realizar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos (Mt 6,1).

¿Queréis saber cuánto urge solucionar la dificultad, que, si no se hace, causa problemas? Ciertos hombres hacen el bien y temen ser vistos, poniendo todo su afán en encubrir todas sus obras buenas. Buscan la ocasión en que nadie los vea; entonces dan algo, por temor a chocar con aquel precepto que dice: Guardaos de realizar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos. Pero el Señor no mandó que se ocultasen las buenas obras, sino que no se pensase en la alabanza humana al realizarlas. Además, cuando dijo: Guardaos de realizar vuestra justicia delante de los hombres, ¿cómo acabó? Para ser vistos por ellos, es decir, que las hagan para ser vistos por los hombres, que sea este el fruto que busquen de sus buenas obras y ése lleven, que no esperen ninguna otra recompensa ni deseen ningún otro bien superior y celestial. Si lo hacen sólo para ser alabados, caen bajo la prohibición del Señor: Guardaos de realizar. ¿Cómo? Para ser vistos por ellos. Guardaos de realizar este fruto: el ser vistos por los hombres.

Y, sin embargo, manda que nuestras obras se vean, diciendo: nadie enciende una candela y la pone bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los de la casa. Y también: Brillen así vuestras buenas obras ante los hombres –dice− para que vean vuestras buenas acciones. Y no se paró ahí, sino que glorifiquen –añadió− a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5,15-16). Una cosa es buscar en la buena acción tu propia alabanza y otra buscar en el bien obrar la alabanza de Dios. Cuando buscas tu alabanza, te has quedado en la mirada de los hombres; cuando buscas la alabanza de Dios, has adquirido la gloria eterna. Obremos así, no para ser vistos por los hombres; es decir, obremos de tal manera que no busquemos la recompensa de la mirada humana. Al contrario, obremos de tal manera que busquemos la gloria de Dios en quienes nos vean y nos imiten, y caigamos en la cuenta de que, si él no nos hubiera hecho así, nada seríamos.

(Sermón 338, O.C. (XXV), BAC Madrid 1984, 770-73)

_____________________

FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2017 - Homilía del 23 de mayo de 2103

Ángelus 2014

¡Qué hermosa misión la de dar luz al mundo!

Hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de este domingo, que está inmediatamente después de las Bienaventuranzas, Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13.14). Esto nos maravilla un poco si pensamos en quienes tenía Jesús delante cuando decía estas palabras. ¿Quiénes eran esos discípulos? Eran pescadores, gente sencilla... Pero Jesús les mira con los ojos de Dios, y su afirmación se comprende precisamente como consecuencia de las Bienaventuranzas. Él quiere decir: si sois pobres de espíritu, si sois mansos, si sois puros de corazón, si sois misericordiosos... seréis la sal de la tierra y la luz del mundo.

Para comprender mejor estas imágenes, tengamos presente que la Ley judía prescribía poner un poco de sal sobre cada ofrenda presentada a Dios, como signo de alianza. La luz, para Israel, era el símbolo de la revelación mesiánica que triunfa sobre las tinieblas del paganismo. Los cristianos, nuevo Israel, reciben, por lo tanto, una misión con respecto a todos los hombres: con la fe y la caridad pueden orientar, consagrar, hacer fecunda a la humanidad. Todos nosotros, los bautizados, somos discípulos misioneros y estamos llamados a ser en el mundo un Evangelio viviente: con una vida santa daremos «sabor» a los distintos ambientes y los defenderemos de la corrupción, como lo hace la sal; y llevaremos la luz de Cristo con el testimonio de una caridad genuina. Pero si nosotros, los cristianos, perdemos el sabor y apagamos nuestra presencia de sal y de luz, perdemos la eficacia. ¡Qué hermosa misión la de dar luz al mundo! Es una misión que tenemos nosotros. ¡Es hermosa! Es también muy bello conservar la luz que recibimos de Jesús, custodiarla, conservarla. El cristiano debería ser una persona luminosa, que lleva luz, que siempre da luz. Una luz que no es suya, sino que es el regalo de Dios, es el regalo de Jesús. Y nosotros llevamos esta luz. Si el cristiano apaga esta luz, su vida no tiene sentido: es un cristiano sólo de nombre, que no lleva la luz, una vida sin sentido. Pero yo os quisiera preguntar ahora: ¿cómo queréis vivir? ¿Como una lámpara encendida o como una lámpara apagada? ¿Encendida o apagada? ¿Cómo queréis vivir? [la gente responde: ¡Encendida!] ¡Lámpara encendida! Es precisamente Dios quien nos da esta luz y nosotros la damos a los demás. ¡Lámpara encendida! Ésta es la vocación cristiana.

***

Ángelus 2017

La luz de nuestra fe, donándose, se refuerza 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estos domingos la liturgia nos propone el llamado Discurso de la montaña, en el Evangelio de Mateo. Después de haber presentado el domingo pasado las Bienaventuranzas, hoy destaca las palabras de Jesús que describe la misión de sus discípulos en el mundo (cf. Mateo 5, 13-16). Él utiliza las metáforas de la sal y de la luz y sus palabras son dirigidas a los discípulos de cada época, por lo tanto también a nosotros.

Jesús nos invita a ser un reflejo de su luz, a través del testimonio de las buenas obras. Y dice: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5, 16). Estas palabras subrayan que nosotros somos reconocibles como verdaderos discípulos de Aquel que es la Luz del mundo, no en las palabras, sino de nuestras obras. De hecho, es sobre todo nuestro comportamiento que —en el bien y en el mal— deja un signo en los otros. Tenemos por tanto una tarea y una responsabilidad por el don recibido: la luz de la fe, que está en nosotros por medio de Cristo y de la acción del Espíritu Santo, no debemos retenerla como si fuera nuestra propiedad. Sin embargo, estamos llamados a hacerla resplandecer en el mundo, a donarla a los otros mediante las buenas obras. ¡Y cuánto necesita el mundo de la luz del Evangelio que transforma, sana y garantiza la salvación a quien lo acoge! Esta luz debemos llevarla con nuestras buenas obras.

La luz de nuestra fe, donándose, no se apaga, sino que se refuerza. Sin embargo, puede disminuir si no la alimentamos con el amor y con las obras de caridad. Así la imagen de la luz se encuentra con la de la sal. La página evangélica, de hecho, nos dice que, como discípulos de Cristo, somos también «la sal de la tierra (v. 13)». La sal es un elemento que, mientras da sabor, preserva la comida de la alteración y de la corrupción —¡en la época de Jesús no había frigoríficos!—. Por lo tanto, la misión de los cristianos en la sociedad es la de dar “sabor” a la vida con la fe y el amor que Cristo nos ha donado, y al mismo tiempo tiene lejos los gérmenes contaminantes del egoísmo, de la envidia, de la maledicencia, etc. Estos gérmenes arruinan el tejido de nuestras comunidades, que deben, sin embargo, resplandecer como lugares de acogida, de solidaridad, de reconciliación. Para unirse a esta misión, es necesario que nosotros mismos seamos los primeros liberados de la degeneración que corrompe de las influencias mundanas, contrarias a Cristo y al Evangelio; y esta purificación no termina nunca, se hace continuamente, ¡se hace cada día!

***

Homilía del 23 de mayo de 2013

Ni cristianos insípidos, ni cristianos de museo

Los cristianos propagan la sal de la fe, de la esperanza y de la caridad: esta fue la exhortación del papa Francisco en la misa celebrada esta mañana en la Casa Santa Marta.

El santo padre señaló que la originalidad cristiana “no es una uniformidad” y advirtió contra el riesgo de convertirse en insípidos, como “cristianos de museo”.

¿Qué es la sal en la vida de un cristiano, cuál es la sal que nos dio Jesús? En su homilía, Francisco centró su reflexión en el sabor que los cristianos están llamados a dar a su propia vida y en la de los demás. La sal que nos da el Señor, dijo, es la sal de la fe, de la esperanza y de la caridad. Pero, advirtió, hay que tener cuidado de que esta sal, que hemos recibido de la certeza de que Jesús murió y resucitó para salvarnos, “no pierda su sabor, que no pierda su fuerza.” Esta sal, continuó, “no es para conservarla, porque si la sal se conserva en un frasco no consigue nada, no sirve”

“La sal tiene sentido cuando se da para condimentar las cosas. También creo que la sal guardada en un frasco, con la humedad, pierde fuerza y ​​no sirve. La sal que hemos recibido es para darla, es para condimentar, está para ofrecerla. Lo contrario la vuelve insípida y no sirve. Debemos pedirle al Señor no ser cristianos con sal pero sin sabor, con sal guardada en un frasco. Pero la sal también tiene otra característica especial: cuando la sal se utiliza bien, no se siente el sabor de la sal... ¡No se siente! Se siente el sabor de cada comida: la sal ayuda a que el sabor de aquella comida sea mejor, se conserve más, sea más buena, más sabrosa. ¡Esta es la originalidad cristiana!”.

Agregó que “cuando predicamos la fe, con esta sal”, los que “reciben el anuncio, lo reciben a su manera, como para las comidas.” Y así, “cada uno, con sus propias peculiaridades, recibe la sal y esta se vuelve mejor”:

“¡La originalidad cristiana no es una uniformidad! Toma a cada uno como es, con su propia personalidad, con sus propias características, con su cultura y lo mantiene así, porque es una riqueza. Pero le da algo más: ¡le da el sabor! Esta originalidad cristiana es hermosa. Pero cuando queremos crear una uniformidad –en que todos son salados de la misma manera–, las cosas serán como cuando una mujer arroja sal en exceso y se siente solo el sabor de la sal y no el sabor de esa sabrosa comida salada. La originalidad cristiana es esto: cada uno es como es, con los dones que el Señor le ha dado”.

Esto, continuó el papa, “es la sal que tenemos la que debemos dar”. Una sal que “no es para conservarla, sino para darla”. Y esto, dijo, “es un poco de trascendencia”: “de salir con el mensaje, ir con esta riqueza que tenemos de la sal y darlo a los demás”. Por otro lado, señaló, hay dos “salidas” para que la sal no se malogre. En primer lugar, poner la sal “al servicio de las comidas, al servicio a los demás, al servicio de las personas”.

En segundo lugar, la “trascendencia hacia el autor de la sal, el Creador”. La sal, reiteró, “no se conserva dándola solamente en la predicación”, sino que “tiene también la necesidad de otra trascendencia, de la oración, de la adoración”:

“Y así la sal se conserva, no pierde su sabor. Con la adoración del Señor yo trasciendo de mí mismo hacia el Señor, y con la proclamación evangélica salgo de mí mismo para dar el mensaje. Pero si no hacemos esto –estas dos cosas, estas dos trascendencias para dar la sal–, la sal permanecerá en el frasco, y nosotros nos convertiremos en cristianos de museo. Podemos hacer ver la sal: esta es mi sal. Pero ¡qué bella que es! Esta es la sal que recibí en el Bautismo, esto es lo que he recibido en la Confirmación, esto fue lo que me dieron en la catequesis... Pero fíjate: ¡cristianos de museo! Una sal sin sabor, es una sal que no consigue nada”.

_________________________

BENEDICTO XVI – Ángelus 2011

Difundir la luz del amor de Dios

¡Queridos hermanos y hermanas!

En el Evangelio de este domingo el Señor Jesús dice a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra... vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,13.14). Mediante estas imágenes llenas de significado, Él quiere transmitirles el sentido de su misión y de su testimonio. La sal, en la cultura medioriental, evoca diversos valores como la alianza, la solidaridad, la vida y la sabiduría. La luz es la primera obra de Dios Creador y es fuente de la vida; la misma Palabra de Dios es comparada con la luz, como proclama el salmista: “Tu palabra es una lámpara para mis pasos, y una luz en mi camino” (Sal 119,105). Y de nuevo en la Liturgia de hoy, el profeta Isaías “Si ofreces tu pan al hambriento y sacias al que vive en la penuria, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como al mediodía” (58,10). La sabiduría resume en sí los efectos beneficiosos de la sal y de la luz: de hecho, los discípulos del Señor son llamados a dar nuevo “sabor” al mundo, y a preservarlo de la corrupción, con la sabiduría de Dios, que resplandece plenamente sobre el rostro del Hijo, porque Él es la “luz verdadera que ilumina a cada hombre” (Jn 1,9). Unidos a Él, los cristianos pueden difundir en medio de las tinieblas de la indiferencia y del egoísmo la luz del amor de Dios, verdadera sabiduría que da significado a la existencia y a la actuación de los hombres.

El próximo 11 de febrero, memoria de la Beata Virgen de Lourdes, celebraremos la Jornada Mundial del Enfermo. Esta es ocasión propicia para reflexionar, para rezar y para acrecentar la sensibilidad de las comunidades eclesiales y de la sociedad civil hacia los hermanos y las hermanas enfermos. En el Mensaje para esta Jornada, inspirado en una frase de la Primera carta de Pedro: “Gracias a sus llagas, vosotros fuisteis curados” (2,24), invito a todos a contemplar a Jesús, el Hijo de Dios, el cual sufrió, murió, pero ha resucitado. Dios se opone radicalmente a la prepotencia del mal. El Señor cuida del hombre en cada situación, comparte el sufrimiento y abre el corazón a la esperanza. Exhorto, por tanto a todos los agentes sanitarios a reconocer en el enfermo no sólo un cuerpo marcado por la fragilidad, sino ante todo de una persona, a la que dar toda la solidaridad y ofrecer respuestas adecuadas y competentes. En este contexto recuerdo, además, que hoy se celebra en Italia la “Jornada por la Vida”. Auguro que todos se comprometan en hacer crecer la cultura de la vida, para poner al centro, en cualquier circunstancia, el valor del ser humano. Según la fe y la razón, la dignidad de la persona es irreducible a sus facultades o a las capacidades que pueda manifestar, y por tanto no disminuye cuando la propia persona es débil, inválida y necesitada de ayuda.

Queridos hermanos y hermanas, invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, para que los padres, los abuelos, los profesores, los sacerdotes y cuantos trabajan en la educación puedan formar a las jóvenes generaciones en la sabiduría del corazón, para que lleguen a la plenitud de la vida.

_________________________

DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

El pueblo de Dios, sal de la tierra y luz del mundo

782. El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la historia:

— Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: “una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa” (1 P 2, 9).

— Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el “nacimiento de arriba”, “del agua y del Espíritu” (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.

— Este pueblo tiene por Cabeza a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es “el Pueblo mesiánico”.

— “La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo” (LG 9).

— “Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo mismo nos amó (cf. Jn 13, 34)”. Esta es la ley “nueva” del Espíritu Santo (Rm 8,2; Ga 5, 25).

— Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16). “Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano” (LG 9.

— “Su destino es el Reino de Dios, que él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección” (LG 9).

Vida moral y testimonio misionero

2044. La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. “El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios” (AA 6).

2045. Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo (cf Ef 1, 22), contribuyen a la edificación de la Iglesia mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles (cf LG 39), “hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo” (Ef 4, 13).

2046. Llevando una vida según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, “Reino de justicia, de verdad y de paz” (Solemnidad de N. Señor Jesucristo Rey del Universo, Prefacio: Misal Romano). Esto no significa que abandonen sus tareas terrenas, sino que, fieles a su Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.

La atención a las obras de misericordia, amor a los pobres

2443. Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: “A quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda” (Mt 5, 42). “Gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10, 8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cf Mt 25, 31-36). La buena nueva “anunciada a los pobres” (Mt 11, 5; Lc 4, 18)) es el signo de la presencia de Cristo.

2444. “El amor de la Iglesia por los pobres [...] pertenece a su constante tradición” (CA 57). Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas (cf Lc 6, 20-22), en la pobreza de Jesús (cf Mt 8, 20), y en su atención a los pobres (cf Mc 12, 41-44). El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de “hacer partícipe al que se halle en necesidad” (Ef 4, 28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa (cf CA 57).

2445. El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta:

«Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad: el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis entregado a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste» (St 5, 1-6).

2446. San Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: “No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida; [...] lo que poseemos no son bienes nuestros, sino los suyos” (In Lazarum, concio 2, 6). Es preciso “satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia” (AA 8):

«Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (San Gregorio Magno, Regula pastoralis, 3, 21, 45).

2447. Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58, 6-7; Hb 13, 3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6, 2-4):

«El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo» (Lc 3, 11). «Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros» (Lc 11, 41). «Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, calentaos o hartaos”, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?» (St 2, 15-16; cf Jn 3, 17).

2448. “Bajo sus múltiples formas —indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o psíquicas y, por último, la muerte—, la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado de Adán y de la necesidad que tiene de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los «más pequeños de sus hermanos». También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 68).

2449. En el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurídicas (año jubilar, prohibición del préstamo a interés, retención de la prenda, obligación del diezmo, pago cotidiano del jornalero, derecho de rebusca después de la vendimia y la siega) corresponden a la exhortación del Deuteronomio: “Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquél de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra” (Dt 15, 11). Jesús hace suyas estas palabras: “Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis” (Jn 12, 8). Con esto, no hace caduca la vehemencia de los oráculos antiguos: “comprando por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias [...]” (Am 8, 6), sino que nos invita a reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos (cf Mt 25, 40):

El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, santa Rosa de Lima le contestó: “Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo”.

Los bautizados (neófitos) están llamados a ser luz del mundo

1243. La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha “revestido de Cristo” (Ga 3,27): ha resucitado con Cristo. El cirio que se enciende en el Cirio Pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son “la luz del mundo” (Mt 5,14; cf Flp 2,15).

El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo Único. Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre Nuestro.

Cristo crucificado es Sabiduría de Dios

272. La fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento. A veces Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal. Ahora bien, Dios Padre ha revelado su omnipotencia de la manera más misteriosa en el anonadamiento voluntario y en la Resurrección de su Hijo, por los cuales ha vencido el mal. Así, Cristo crucificado es “poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres” (1 Co 2, 24-25). En la Resurrección y en la exaltación de Cristo es donde el Padre “desplegó el vigor de su fuerza” y manifestó “la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes” (Ef 1,19-22).

_________________________

RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Parte tu pan con el hambriento

La última vez hemos hablado de la pobreza material positiva y el ideal de vida a cultivar. Hoy debemos mirar la otra cara de la pobreza: la pobreza material negativa, la condición social impuesta o sufrida. En otras palabras, la pobreza a combatir o, al menos, a aplacar. Hablemos, en suma, de la solidaridad. Pero, veamos de inmediato cómo este tema nos lleva a las lecturas de este quinto Domingo del Tiempo Ordinario.

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:...Vosotros sois la luz del mundo... Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras».

Pero, ¿qué significa ser luz y alumbrar? ¿Brillar por la inteligencia, la cultura, la riqueza, la popularidad? No; Jesús habla de otra luz. No tanto de la que procede de las ideas y está encerrada en los libros, cuanto de la que proviene de las acciones y habla con la vida. «Alumbre así vuestra luz», esto es, que se «vean vuestras buenas obras». En esta dirección es interpretada la palabra de Jesús en las lecturas del presente Domingo. En la primera lectura (que por costumbre prepara al fragmento evangélico) leemos:

«Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo... Entonces romperá tu luz como la aurora».

Aquí el pensamiento se precisa posteriormente. Todas las «acciones buenas» son luz; pero, de modo especial lo son las que se hacen para socorrer al prójimo, a los pobres. La primera forma de solidaridad es acordarse de los pobres. El mayor pecado contra los pobres es posiblemente la indiferencia; hacer como no vedes. Lo que Jesús reprocha al rico epulón, más que su lujo desenfrenado, es la indiferencia hacia el pobre, que yacía en su puerta. Su dureza de corazón e insensibilidad.

Nosotros tendemos a poner cristales dobles entre nosotros y los pobres. El efecto de los cristales dobles, tan usado hoy, es que impiden el paso del frío, del calor y de los ruidos; lo atemperan todo; todo lo hacen llegar amortiguado y acolchado. Y, en efecto, vemos a los pobres moverse, agitarse, gritar detrás de la pantalla televisiva, en las páginas de los periódicos y de las revistas misioneras; pero, su grito nos llega como desde muy lejos. No nos penetra en el corazón. Nos ponemos al abrigo de ellos.

La palabra «¡Pobres!» provoca en los países ricos, lo que en los romanos antiguos provocaba el grito: «¡los bárbaros!» Esto es, desconcierto y pánico. Ellos se afanaban en construir murallas y enviar ejércitos a las fronteras para tener lejos a los bárbaros; nosotros hacemos la misma cosa, pero, de otros modos. Mas, la historia nos dice que todo es inútil.

Por lo tanto, la primero a hacer con relación a los pobres es romper los cristales dobles, superar la indiferencia y la insensibilidad. Arrojar las defensas y dejarnos penetrar de una sana inquietud por la miseria espantosa, que hay en el mundo.

Imagina que un día, mientras ves en la televisión las imágenes de cualquier desastre (un descarrilamiento del tren, un accidente de carretera, la caída o el incendio de un edificio) de improviso, ¡Dios no lo quiera!, tú reconoces a un pariente cercano entre las víctimas: la madre, un hijo, un hermano o el marido. ¡Qué grito te sale de la garganta! ¡Qué cambio de corazón respecto a un instante antes! ¡Qué distinto interés por el acontecimiento! ¿Qué ha sucedido? Una cosa sencillísima: lo que antes percibías sólo con los ojos y con el cerebro, ahora te toca o afecta personalmente.

Pues bien, esto es lo que debiera suceder, al menos en cualquier medida, cuando vemos discurrir delante de nuestros ojos ciertos espectáculos impresionantes de miseria. ¿Son o no son estos nuestros hermanos? ¿No pertenecemos todos a la misma familia humana y no está acaso escrito que «los unos somos para los otros, miembros del mismo cuerpo»? (Romanos 12,5).

Con el tiempo, desgraciadamente, nos acostumbramos a todo y nosotros ya nos hemos habituado a la miseria de los demás. Ya no nos impresiona tanto, casi lo damos como inevitable y por descontado. Pero, situémonos un instante en la parte de Dios, intentemos ver las cosas como él las ve. Él es como un padre de familia, que tiene siete hijos y que en cada comida asiste a la misma escena: dos de los hijos, ellos solos, se absorben o comen casi todo lo que está en la mesa dejando a los otros cinco con el estómago vacío. ¿Puede un padre permanecer insensible ante semejante cosa? Alguno ha comparado la tierra a una astronave en vuelo por el cosmos, en la que uno de los tres astronautas consume el 85% de los recursos presentes y pelea por apoderarse todavía del remanente 15%.

Jesús se ha identificado con los pobres y esto para los cristianos le otorga al problema de los pobres una nueva dimensión, no ya sólo sociológica sino teológica. Aquel que pronunció sobre el pan las palabras: «Esto es mi cuerpo», ha dicho estas mismas palabras también de los pobres. Las ha dicho cuando, hablando de lo que se ha hecho o no se ha hecho con el hambriento o sediento, el prisionero, el desnudo o el forastero, ha declarado solemnemente: «A mí me lo habéis hecho» y «No lo habéis hecho a mí» (cfr. Mateo 25, 35ss.). En efecto, esto equivale a decir: «Aquella determinada persona herida, necesitada de un poco de pan, aquel pobre que tendía la mano, ¡era yo, era yo!»

Recuerdo la primera vez que esta verdad «explotó» dentro de mí con toda su violencia. Estaba predicando en un país del tercer mundo y a cada nuevo espectáculo de miseria que veía (una vez, vi a un niño con el vestido ajirones, el vientre todo hinchado y la cara recubierta de moscas; otra vez, a pequeños grupos de personas, que corrían tras un carro de basura, con la esperanza de recoger apenas algo de lo vertido en la descarga; otra vez, a un cuerpo llagado) yo sentía como una voz rugiéndome dentro de mí: «Esto es mi cuerpo. Esto es mi cuerpo». Era, en verdad, para cortarme el aliento.

Todo esto lo había entendido bien el filósofo y creyente Blaise Pascal. Durante su última enfermedad, no pudiendo recibir el viático porque no podía retener nada, pidió que le trajesen a la habitación a un pobre, para que, decía, «no pudiendo comulgar con la cabeza, pueda, al menos, comulgar en el cuerpo».

Nos falta ver, ahora, brevemente un último punto; pero, el más importante de todos sobre los pobres: cómo traducir en la práctica nuestro interés por ellos. Los pobres, en efecto, no tienen necesidad de nuestros buenos sentimientos sino de hechos. Por sí solos, los primeros nos servirían tan sólo para tranquilizar nuestra mala conciencia. Lo que todos, creyentes y no creyentes, en concreto debemos hacer para con los pobres es amarles y socorrerles. Para el cristiano a ello se le añade otra obligación: evangelizar a los pobres, esto es, llevarles la «buena noticia» de que Dios está con ellos.

Amar a los pobres significa ante todo respetarles y reconocer su dignidad. En ellos, precisamente por la falta de otros títulos y distinciones accesorias, brilla más la radical dignidad de un ser humano con una luz radiante. Amor a Cristo y amor a los pobres se corresponden y se exigen mutuamente. Hay personas que desde el amor a Cristo han sido conducidas al amor para con los pobres, como Francisco de Asís y Charles de Foucauld y hay personas, como Simone Weil, que desde el amor a los hombres y a los proletarios han sido conducidas al amor a Cristo.

Al deber de amar y respetar a los pobres se sigue, decía yo, el de socorrer/es. Aquí nos viene en ayuda el mismo Santiago. ¿Para qué sirve, dice él, apiadarse delante de un hermano o una hermana privados de vestido y de comida, diciéndoles: «“Id en paz, calentaos y hartaos”, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué os sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (Santiago 2, 15-17). Jesús en el juicio no dirá: «Estaba desnudo y habéis tenido compasión de mí»; sino: «Estaba desnudo y me vestisteis» (Mateo 25, 36).

Hoy, sin embargo, ya no basta la simple limosna. El problema de la pobreza, a causa de las posibilidades nuevas de comunicación, ha llegado a ser planetario. Lo que sería necesario hoy es una nueva cruzada, una movilización de toda la cristiandad a coro y, es más, hasta de todo el mundo civil para liberar a los sepulcros vivientes de Cristo, que son los millones y millones de personas, que mueren de hambre, de enfermedades y de agotamiento. Ésta sería una cruzada digna de este nombre, esto es, digna de la «cruz» de Cristo.

Debemos alegramos y dar gracias a Dios porque, al menos en una pequeña parte, esta cruzada está ya en marcha por parte de tantos individuos, instituciones, comunidades parroquiales, religiosas y asociaciones humanitarias. Para quien lo sepa ver hoy hay asimismo un «Pedro el Ermitaño», que recorre el mundo estimulando a todos a esta cruzada. Es el papa. Eliminar o reducir el injusto y escandaloso abismo, que existe entre ricos y pobres en el mundo, es el deber más urgente y el mayor que el milenio, apenas iniciado, ha heredado del precedente.

En fin, más que amar y socorrer a los pobres, se les debe evangelizar. Ésta fue la misión que Jesús reconoció como la suya por excelencia y que confió a la Iglesia: «Llevar la buena noticia a los pobres» (cfr. Lucas 4, 18 s.). No debemos permitir que nuestra mala conciencia nos empuje a cometer la enorme injusticia de privar de la buena noticia a quienes son los primeros y más naturales destinatarios. Ojalá así sea, en excusa nuestra, recordando el proverbio que dice: «estómago con hambre no tiene oídos». Jesús multiplicaba los panes y, a la vez, también la Palabra; es más, primero administraba la Palabra, a veces, durante tres días seguidos y, después, se preocupaba del mismo modo de los panes.

No sólo de pan vive el pobre sino también de esperanza y de toda palabra, que sale de la boca de Dios. Los pobres tienen el sacrosanto derecho de oír íntegro el Evangelio no de forma reducida, sociológico y de lucha de clases. Tienen derecho hoya oír además la buena noticia: «Dichosos los pobres». Sí, dichosos, no obstante todo, porque a vosotros se os abre delante una «posibilidad» inmensa, cerrada o bastante difícil para los ricos: alcanzar el reino de Dios, esto es, para usar una vieja palabra hoy tan censurada, el paraíso.

Jesús ha prometido que al paraíso, además de los pobres, irán también los que se han hecho amigos de los pobres, partiendo el pan con quien tiene hambre, vistiendo al desnudo, acogiendo a los sin techo. Y esta posibilidad, por suerte, está abierta a todos.

_________________________

PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Evangelización y apostolado

Jesucristo es la luz del mundo. Los corazones de los bautizados han sido encendidos en el fuego del amor del Espíritu Santo y han sido transformados en luz del mundo, que brilla, por el testimonio de la experiencia personal de cada uno, en la intimidad con Cristo, a través de la palabra y de las obras, para iluminar los corazones de todos los hombres.

Dios le ha dado tanto valor a los hombres, que les ha enviado a su único Hijo para pagar su rescate con su sangre, para que sean luz del mundo y sal de la tierra.

Procura tú conservar tu esencia, alimentándote de la Palabra y de la Eucaristía, acudiendo a los sacramentos, y dando testimonio de fe, de esperanza y de caridad, llevando la luz de Cristo a los demás, en medio de tu vida ordinaria, con tu buen comportamiento y tu buen ejemplo.

Conserva tu corazón bien dispuesto, para que el Espíritu Santo, que habita en ti, encienda otros corazones a través de la evangelización y el apostolado, contagiándose de tu entusiasmo, de tu alegría y de tu amor por Cristo y por la Santa Iglesia.

Entrega tu voluntad a Dios, para que haga en ti su voluntad y brille su luz a través de tus obras, para que, al verlas, el mundo lo glorifique.

_________________________

FLUVIUM (www.fluvium.org)

Responsabilidad apostólica

Nos imaginamos, debemos imaginarnos, al Señor pronunciando estas palabras que nos transmite san Mateo, dirigidas también a cada uno. Palabras que nos animan a sentirnos responsables ante Dios, ya que hemos recibido el tesoro del Evangelio; para nuestra riqueza, para nuestro progreso personal y para dar con la propia vida frutos de buenas obras en los demás, de modo que también en ellos produzca fruto.

No hace mucho que meditábamos la escena de Jesús junto al mar de Galilea: después de confirmar a Juan como heraldo suyo, Jesús, el Mesías prometido por Dios a través de los profetas, escoge a varios hombres. Posiblemente los llama de entre los que le habían escuchado poco antes: no se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín. Los escoge para que le acompañen primero, y luego prosigan la tarea evangelizadora. Manifiesta el Señor así, en efecto, que la luz que vino a traer al mundo debe alumbrar a todos los hombres. Conviene no acostumbrarse a esa luz, que dio un peculiar resplandor a nuestra existencia, un brillo que no es, en modo alguno, algo sólo superficial que pudiera considerarse postizo. Se trata de un resplandor, consecuencia del contenido derramado por Dios en nuestra vida.

Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo. Así leemos en Camino, porque debe notarse nuestro trato con Dios. Ha de ser una realidad el deseo de Nuestro Señor de que se note su luz a través de cada cristiano. Parte de la responsabilidad que hemos contraído, al escuchar el Evangelio de nuestra salvación, consiste en que otros escuchen de nosotros el mismo Evangelio. Con toda verdad hemos de reconocer que Cristo mismo, por la acción del Espíritu Santo, nos constituye en “candeleros” de su luz, para que por nosotros reconozcan los demás las maravillas de Dios. ¿Tenemos personalmente esa experiencia?

Esta es la admiración que debemos despertar en nuestros conocidos, ¡en todos ellos! No esa otra que a veces buscamos –vanagloria, gloria vana–, intentando que nos admiren, como si fuéramos los autores de los talentos que hemos recibido. ¡Toda la Gloria para Dios! Nuestra grandeza consistirá en reflejar honrada y fielmente lo que de Dios procede o –si queremos expresarlo de otro modo– en ser vehículos leales de sus dones, para que sea reconocida la Gloria de Dios sobre toda criatura.

Podemos considerar que nuestra respuesta a Dios –que ha querido colmarnos de su riqueza–, debe manifestarse en obras perfectas a la medida de los talentos recibidos de nuestro Creador y, por ello, en el empeño por que otros muchos vivan según la divina Voluntad. Debemos procurar que lo intenten con lo mejor de sí mismos, pues, cuenta el Señor con cada cristiano para que sea apóstol de sus conocidos y parientes, de paso que va enriqueciéndose con otras acciones que manifiestan su Gloria. Uno y otro aspecto de la santidad constituyen una única vida santa y apostólica.

Debemos preguntarnos si frente a Dios, Señor nuestro que nos contempla, nos consideramos personas con una misión recibida. Si recordamos que cuenta con nosotros para extender su reino en este mundo, que, de suyo, es tan material, aunque estemos en él nosotros, creados a su imagen y semejanza. No es la llamada que hemos recibido a la santidad independiente de nuestro deber apostólico. Si la caridad ha de ser la virtud primera para el cristiano, procuraremos, entonces, además de expresar con obras y afectos nuestro amor de Dios, manifestar también ese amor a nuestros semejantes, pues, según enseña san Juan, quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.

Recordemos las palabras del mismo Cristo: En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis. De un modo misterioso pero real, Nuestro Señor está en cada uno de nuestros semejantes, aunque puedan parecernos en ocasiones muy diferentes, y alejados incluso de nosotros, no sólo físicamente, sino por su carácter, criterios, cultura, raza, edad, etc. Son el prójimo y siempre están ahí, al alcance de nuestras posibilidades de acción, aunque de diverso modo en cada caso. A muchos podremos ayudarles materialmente en sus necesidades, posiblemente dedicándoles algo de nuestro tiempo, de nuestro ingenio o, tal vez, de nuestros medios materiales y económicos; a todos con la oración, con la comprensión y el afecto. En ningún caso nos quedaremos indiferentes los cristianos o pasivos, sabiendo que otros sufren o padecen diversas necesidades en el cuerpo o en el espíritu, pues, cada hombre al que podemos de algún modo ayudar es “otro cristo”, “hijo de Dios Padre” que merece una peculiar atención.

La invocación a Santa María, Reina del mundo y Madre de todos los hombres, nos hace sentirnos familia que peregrina a la Casa del Padre y solidarios de los demás hombres, nuestros hermanos.

_____________________

PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Ustedes son la luz del mundo

Ustedes son la sal de la tierra; ustedes son la luz del mundo. Así les habló Jesús a sus discípulos y así nos habla a nosotros, sus discípulos de hoy. ¿En qué sentido los discípulos de Jesús son sal y luz? Por cierto, no por ellos mismos, sino en cuanto participan de la luz que es Cristo. Nosotros, a solas, no somos otra cosa que tinieblas. Sólo él es sal y luz.

Jesús es la sal de la tierra. Sin él, el mundo es insípido, no tiene sabor de eternidad; sin él, el mundo se corrompe moralmente, como se descomponen con más facilidad los alimentos sin sal. La sal es su divinidad, su Espíritu que ha como inyectado en el mundo con su encarnación y con su resurrección. Cualquier cosa que escucho o leo −decía san Bernardo−, todo me resulta insípido si no encuentro allí el nombre de Jesús.

Entonces, ¿en qué sentido Jesús atribuye a los discípulos esta prerrogativa de ser luz y sal? En cuanto, iluminados por su palabra, ellos pueden y deben reflejar esa luz en los otros, un poco como la luna refleja la luz del sol después que ha desaparecido en el horizonte. Y más todavía: en cuanto, hechos partícipes de su divinidad y de su Espíritu, deben esparcir el buen olor de Cristo entre los hermanos.

Esta investidura se ha producido en el bautismo y la Iglesia lo ha destacado con un rito sugestivo: “Recibe la sal, para ser siempre fervoroso de espíritu”. Y antes del saludo de despedida –también en el bautismo− nos ha dicho: “Recibe esta lámpara ardiente...” En el bautismo recibimos el Espíritu de Cristo, por eso nos convertimos, como él, en sal de la tierra. Encendemos nuestra pequeña lámpara bajo su gran luz. Ahora Pablo puede decir: Antes ustedes eran tinieblas; sin embargo, ahora son luz en el Señor. “En el Señor”, no en nosotros mismos. En realidad, no se trata de una entrega, o de un encargo que se nos da −una tarea para la cual, por otra parte, no estamos capacitados− es más bien el mismo Jesús que viene a nosotros y allí hace su templo. Por lo tanto, nuestra tarea es otra: hacer ver esta presencia luminosa de Cristo desde el interior de su templo. Disminuir el espesor opaco de nuestra naturaleza corrompida y egoísta, a fin de que él pueda, por nuestro medio, manifestarse a los otros y hacerles pasar su luz y su amor. Lo esencial, entonces, es permitirle a Jesús ser incluso luz y sal de la tierra a través de nosotros. En otras palabras: servirle de testigos ante los hombres, como nos lo pidió él mismo (cfr. Hech. 1, 8).

Esto nos ayuda a comprender también “cómo”, concretamente, debemos ser para los otros luz y sal. Viviendo en forma intensa nuestra experiencia cristiana, comunicando a los otros la luz, la alegría, la capacidad de amar, que nos da la presencia de Jesús; haciendo que los hermanos que todavía no han descubierto a Jesús, se den cuenta de que sólo él puede dar sentido realmente a la existencia humana, coraje de vivir, fuerza para seguir adelante en todo momento.

Existen algunas actitudes que son particularmente elocuentes para este fin: la amabilidad, la misericordia, la generosidad. Hay un testimonio de la bondad que es todavía más necesario y más elocuente que el testimonio de la verdad.

Sin embargo, Jesús habla también de algo más concreto: las obras buenas, es decir, las obras de luz, viendo las cuales los hombres son inducidos a dar gloria al Padre celestial. La liturgia, en la primera lectura, ha insistido justamente en este tema, haciéndonos escuchar aquellas palabras de Isaías que parecen escritas para nosotros: ...compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo... Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra maligna... tu luz se alzará en las tinieblas... ¡He aquí, entonces, lo que significa ser luz del mundo y hacer obras de luz! Sólo con mala fe se puede apartar alguien de esta lógica. No es posible hablar del cristiano luz y sal del mundo, ignorando estos aspectos de la vida. Hoy hay más hambrientos que nunca; se calcula que más de un tercio de la población de la tierra sufre de hambre crónico. También hay muchos sin techo, incluso cerca de nosotros. Simular que no nos damos cuenta significa ser como aquel levita que en camino de Jerusalén a Jericó pasó delante del herido antes del buen samaritano, y no se detuvo. No todos entre nosotros tienen un techo y una casa para poder compartir con los demás, pero en nuestra sociedad opulenta son pocos quienes no podrían comprometerse activamente en alguna obra a favor del prójimo y realizar algún recorte en sus gastos superfluos para estar en posición de ayudar a quien está más necesitado que ellos.

Isaías habla también de sacar de entre nosotros el gesto amenazador y la palabra maligna. Son cosas que más que cualquier otra contaminan y enrarecen en esta época nuestra convivencia y la hacen tan perturbada. Sería necesario que justamente nosotros los cristianos comenzáramos a ponerlo en práctica, confirmando que somos verdaderamente hijos y discípulos de la luz. Dejar de ser arrogantes, de hacer a los otros el gesto amenazador.     

Por fin, ¿“para quién” debemos ser luz? “Del mundo” o “de la tierra” dice el Evangelio. Sí, pero no nos hagamos ilusiones: antes que nada el mundo es para nosotros lo que nos rodea, nuestro pequeño mundo cotidiano: la familia, el ambiente del trabajo. Olvidarlo es vivir en una continua coartada ilusoria. Jesús dice de la luz real que se pone en el candelero “para que alumbre a quienes están en casa”. Se hablaba por ejemplo de yugos, de un hablar violento; no debería olvidarse que hay una arrogancia, una prepotencia que tiene que ser eliminada sobre todo en las relaciones familiares, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre jóvenes y ancianos, antes que en las relaciones sociales y laborales. Deberíamos, entonces, tomar muy a la letra esta indicación de Jesús de ser luz “para los que están en casa”. Ser testigos de Cristo, de su ley, entre los seres queridos. No avergonzarse de instaurar en la familia algún gesto de testimonio y de reconocimiento recíproco en la fe. El respeto humano es aquel candil que, la mayoría de las veces, tiene prisionera a la luz y le impide manifestarse.

Es cierto, nuestra tarea de ser portadores de luz no es fácil. Significa hacerle espacio a Jesús en nosotros, vaciándonos de nosotros mismos. Para esto, Jesús previó también la consecuencia negativa: la luz que se apaga, la sal que se hace insípida. No es una hipótesis abstracta, sino una realidad cotidiana. El cristiano insípido es aquel cuya vida ya no está de acuerdo con el Evangelio. Entonces se vuelve “el más miserable de todos los hombres”, reprimido justamente y despreciado por los demás debido a su incoherencia. ¡Cuántos hay! Jesús tenía razón: el mundo no sabe qué hacer con estas luces apagadas y estos terrones de sal insípidos.

Mantener viva la pequeña llama encendida para nosotros en el bautismo es entonces una conquista diaria; es un volver a encender nuestra pequeña luz, cada vez que se apaga, bajo la gran llama que es Cristo, y la Eucaristía es justamente esta ocasión. Ella renueva y vuelve a encender en forma semanal en nosotros el prodigio del bautismo; nos vuelve a consagrar cada vez para ser luz del mundo y sal de la tierra Y, lo más reconfortante de todo, nos da también la fuerza necesaria.

_________________________

BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la parroquia de San Carlos y San Blas

– Necesidad de vivir las virtudes cristianas

“Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,13-14). Con estas palabras Cristo definió a sus discípulos y, al mismo tiempo, les asignó una tarea: explicó cómo deben ser, puesto que se trata de sus discípulos.

¿Por qué el Señor Jesús ha llamado a sus discípulos “la sal de la tierra”? Él mismo nos da la respuesta si consideramos, por una parte, las circunstancias en que pronuncia estas palabras y, por otra, el significado inmediato de la imagen de la sal. Como sabéis la afirmación de Jesús se inserta en el sermón de la montaña, cuya lectura comenzó el domingo pasado con el texto de las ocho bienaventuranzas: Jesús rodeado de una gran muchedumbre, está enseñando a sus discípulos (cfr. Mt 5,1), y precisamente a ellos, como de improviso, les dice no que “deben ser”, sino que “son” la sal de la tierra. En una palabra, se diría que Él, sin excluir obviamente el concepto de deber, designa una condición normal y estable del discipulado: no se es verdadero discípulo suyo, si no se es sal de la tierra.

Por otra parte, resulta fácil la interpretación de la imagen: la sal es la sustancia que se usa para dar sabor a las comidas y para preservarlas, además, de la corrupción. El discípulo de Cristo, pues, es sal en la medida en que ofrece realmente a los otros hombres, más aún, a toda la sociedad humana, algo que sirva como un saludable fermento moral, algo que dé sabor y que tonifique. Este fermento solo puede ser el conjunto de las virtudes indicadas en la serie de las bienaventuranzas.

Se comprende, pues, cómo estas palabras de Jesús valen para todos los discípulos. Por tanto, es necesario, que cada uno de nosotros las entienda como referidas a sí mismo. Ahora, después de la explicación que de estas palabras he hecho, debéis sentiros comprendidos en ellas todos. ¡Porque todos sois discípulos de Cristo!

– El apostolado

Y ahora la segunda pregunta: ¿Por qué el Señor llamó a sus discípulos la “luz del mundo”? Él mismo nos da la respuesta, basándonos siempre en las circunstancias a que hemos aludido y en el valor peculiar de la imagen. Efectivamente la imagen de la luz se presenta como complementaria e integrante respecto a la imagen de la sal: si la sal sugiere la idea de la penetración en profundidad, la de la luz sugiere la idea de la difusión en sentido de extensión y de amplitud, porque −diré con las palabras del gran poeta italiano y cristiano− “La luz rápida cae como lluvia de cosa en cosa, y suscita varios colores dondequiera que se posa” (A. Manzoni).

El cristiano, pues, para ser fiel discípulo de Cristo, debe iluminar con su ejemplo, con sus virtudes, con esas “bellas obras” (Kala Erga), de las que habla el texto evangélico de hoy (Mt 5,16), y las cuales puedan ser vistas por los hombres. Debe iluminar precisamente porque es seguidor de Aquél que es “la luz verdadera que viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1,9), y que se autodefine “luz del mundo” (Jn 8,12). El lunes pasado hemos celebrado la fiesta de “La Candelaria”, cuyo nombre exacto es el de “Presentación del Señor”. Al llevar al Niño al templo, fue saludado proféticamente por el anciano Simeón como “luz para alumbrar a las naciones” (Lc 2,32). Ahora bien, ¿no nos dice nada esta “persistencia de imagen” en la óptica de los evangelistas? Si Cristo es luz, el esfuerzo de la imitación y la coherencia de nuestra profesión cristiana jamás podrá prescindir de un ideal y, al mismo tiempo, de la semejanza real con Él.

También esta segunda imagen configura una situación normal y universal, válida para la vida cristiana: se presenta y se impone como una obligación de estado y debe tener, por tanto, una realización práctica y detallada, de modo que en ella se encuentren todos. Igual que todos están invitados a hacerse discípulos de Cristo, así también todos pueden y deben hacerse, en sus obras concretas, sal y luz para los demás hombres.

– Vivir el misterio de Cristo

Y ahora escuchemos la confesión del auténtico discípulo de Cristo.

He aquí que habla San Pablo con las palabras de su carta a los Corintios. Lo vemos mientras se presenta a sus destinatarios, y oímos que lo ha hecho “débil y temeroso” (1 Cor 2,3). ¿Por qué?

Esta actitud de debilidad y temor nace del hecho de que él sabe que choca con la mentalidad corriente, la sabiduría puramente humana y terrena, que sólo se satisface con las cosas materiales y mundanas. Él, en cambio, anuncia a Cristo y a Cristo crucificado, esto es, predica una sabiduría que viene de lo alto. Para hacer esto, para ser auténtico discípulo de Cristo, vive interiormente todo el misterio de Cristo, toda la realidad de su cruz y de su resurrección. Además, es preciso notar que así también la intensa vida interior se convierte, casi de modo natural en lo que el Apóstol llama “el testimonio de Dios” (1Cor 2,1). Así, pues, en la vida práctica, un auténtico discípulo de Cristo debe siempre ser tal en el sentido de la aceptación interior del misterio de Cristo, que es algo totalmente “original”, no mezclado con la ciencia “humana” y con la “sabiduría de este mundo.

Viviendo de este modo tendremos ciertamente el “conocimiento” de él y también la capacidad de actuar según él. Pero es necesario que en relación con los compromisos de naturaleza laical, nuestra fe no se funde en sabiduría humana, sino en el poder de Dios (1 Cor 2,5).

¿Qué consecuencias prácticas nos conviene sacar de las lecturas litúrgicas de hoy? Me parece que deben ser éstas: ante todo, la profundización en la fe y en la vida interior; en segundo lugar, un empeño serio en la actividad apostólica: “para que los hombres vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el Cielo” (Mt 5,16); y finalmente la disponibilidad de ayudar a los otros, como bien dice la primera lectura con las palabras de Isaías: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo, y no te cierres a tu propia carne. Entonces romperá tu luz con la aurora, enseguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá. Gritarás y te dirá: Aquí estoy” (Is. 58,7-9).

Ante todo, deseo que renovéis en vosotros la conciencia personal y comunitaria: soy discípulo, quiero ser discípulo de Cristo. Esto es una cosa maravillosa: ¡Ser discípulo de Cristo! ¡Seguir su llamada y su Evangelio! Os deseo que podáis sentir esto más profundamente, y que la vida de cada uno de vosotros y de todos adquiera, gracias a esta conciencia, su pleno significado.

En las palabras de Isaías se contiene una promesa particular: el Señor escucha a los que le obedecen. El responde “Aquí estoy” a los que se hallan ante Él con la misma disponibilidad y dicen con su conducta el mismo “aquí estoy”. Os deseo que vuestra relación con Jesucristo nuestro Señor, Redentor y Maestro, se regule de este modo. Deseo que Cristo esté con vosotros, y que, mediante vosotros esté con los demás: y que se realice así la vocación de sus verdaderos discípulos, los cuales deben ser “la sal de la tierra”.

***

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Con su sola presencia la sal y la luz cumplen su función. Una, dando sabor y preservando de corrupción; y, la otra, iluminando y proporcionando la energía necesaria. Jesús pide a los suyos que extiendan por todas partes, con su comportamiento, el Evangelio y así se dé “gloria al Padre, que está en los cielos”.

Quienes nos rodean −incrédulos o no− ven nuestro modo de vivir. Y esos ojos que nos miran, no siempre son de amor: “Mirad que Yo os envío como corderos en medio de lobos” (Mt 10,16). Los demás se comportan como indiscretas cámaras en donde se van filmando aquellos gestos y actitudes de los que no somos del todo conscientes. Nuestra responsabilidad es grande porque se juzga a la Iglesia por nuestra actuación. Esto podrá lamentarse como injusto ya que no somos la Iglesia, pero sería infantil ignorarlo. El hecho está ahí, y es tan humano como inevitable.

A entorpecer este deber del ejemplo −siendo sal y luz− se asocia ese mundo pluralista en que vivimos, donde gentes con otras creencias trabajan a nuestro lado. En determinadas cuestiones o niveles la invitación al consenso limando las aristas de la Verdad se hace apelando a un buen entendimiento, a la necesidad de llegar a una solución que acepten todos. El miedo a parecer chocante o impertinente, incluso a ser excluido, con nuestro ejemplo −riesgo que siempre se puede evitar si se procede con tacto− no debe llevarnos a transigir o a atenuar las exigencias de la verdad, porque así no lograríamos nada, excepto la compasión o la burla. Por dolorosa que pudiera presentarse la alternativa, tendríamos que asumirla. De lo contrario, no sería decorosa nuestra conducta ni para nosotros ni para ellos. Pocas cosas despiertan tanta admiración y respeto como el que dice o hace con libertad lo que piensa, sin ceder a presiones.

Ser sal y luz es enfocar con criterio cristiano la vida familiar, profesional, social... sin prepotencias, con respeto, siendo veraces, alegres, sencillos, abiertos, serviciales, atentos. Todos conocemos la poderosa influencia del ambiente, que es la suma de los ejemplos de las personas que lo componen. Un ambiente puede hacer que convicciones arraigadas, casi inamovibles, se desvanezcan como la sal en el agua, al encontrar un clima hostil o indiferente. Y al revés. Para bien o para mal, el ejemplo ejerce un poder de arrastre muy considerable.

¡Dar ejemplo! ¡Sin alardes, con la naturalidad del que cree sinceramente en Jesucristo! Porque una cosa es el buen ejemplo y otra la ostentación. El bien que hacemos es el que ignoramos. ¿No hemos meditado nunca que sobre cada uno recae el peso de que el buen nombre de la Iglesia no se discuta por nuestra conducta y la obligación de atraer a la luz y al calor de Cristo a muchos que viven en la oscuridad de la ignorancia y sin el calor de la esperanza?

***

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«A todos ha de llegar la luz de Cristo para que todos den gloria al Padre»

I. LA PALABRA DE DIOS

Is 58,7-10: «Entonces nacerá tu luz como la aurora»

Sal 111,4-5.6-7.8-9: «El justo brilla en la tiniebla como una luz»

1Co 2,1-5: «Os he anunciado a Cristo crucificado»

Mt 5,3-16: «Vosotros sois la luz del mundo»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

El camino de los hombres para encontrarse con Dios y glorificarlo es el de las obras buenas de los discípulos de Jesús. Las obras buenas descubren a Dios como «amor». Los discípulos de Jesús son para sus hermanos los hombres y para la tierra y el mundo luz y sal cuando, mediante las buenas obras, visibilizan y comunican el amor de Jesucristo (Ev.).

Esas buenas obras son: «parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo»... Con ellas «romperá tu luz como la aurora, y detrás irá la gloria del Señor».

San Pablo sufrió mucho y pasó «una gran aflicción» por la Iglesia de Corinto. Se presentó ante ella «débil y temeroso» «sin querer saber cosa alguna sino a Jesucristo y este crucificado» (2ª Lect.).

La cruz es la gran obra del amor.

III. SITUACIÓN HUMANA

Ni el poder, ni la inteligencia, ni las riquezas son por sí mismas transformadoras de nada. Quien tenga algo de esto, sí, siempre que lo tome como un servicio al bien común y no en provecho propio.

Ser luz y sal es saber que nadie hay inútil, si sabe poner lo que tiene a disposición de todos.

Todos estamos saturados de palabras, de organizaciones, de reuniones. El alma de todo son las armas de la luz, que son: «la bondad, la justicia, la verdad».

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– El Pueblo de Dios, sal de la tierra y luz del mundo: “Su misión (la del Pueblo de Dios) es ser la sal de la tierra y la luz del mundo. «Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano»” (782).

– La luz del mundo significada en el Bautismo: “La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha «revestido de Cristo»; ha resucitado con Cristo. El cirio que se enciende en el cirio pascual significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son «la luz del mundo»” (1243).

La respuesta

– La fidelidad de los bautizados, fundamento de la evangelización: “La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. «El mismo testimonio de vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios» (AA 6)” (2044).

– «Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación (AG 11)» (2472).

El testimonio cristiano

– «Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los Cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna (San Basilio, Spir. 15, 36)» (736).

Si te dejas iluminar por Cristo serás cristiano. Si por ti llega a otros su luz, serás testigo.

___________________________

HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Ser luz con el ejemplo

– Los cristianos debemos ser sal y luz en medio del mundo. El ejemplo ha de ir por delante.

I. En el Evangelio de la Misa de este domingo nos habla el Señor de nuestra responsabilidad ante el mundo: Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo. Y nos lo dice a cada uno, a quienes queremos ser sus discípulos.

La sal da sabor a los alimentos, los hace agradables, preserva de la corrupción y era un símbolo de la sabiduría divina. En el Antiguo Testamento se prescribía que todo lo que se ofreciera a Dios llevase la sal, significando la voluntad del oferente de que fuera agradable. La luz es la primera obra de Dios en la creación, y es símbolo del mismo Señor, del Cielo y de la Vida. Las tinieblas, por el contrario, significan la muerte, el infierno, el desorden y el mal.

Los discípulos de Cristo son la sal de la tierra: dan un sentido más alto a todos los valores humanos, evitan la corrupción, traen con sus palabras la sabiduría a los hombres. Son también luz del mundo, que orienta y señala el camino en medio de la oscuridad. Cuando viven según su fe, con su comportamiento irreprochable y sencillo, brillan como luceros en el mundo, en medio del trabajo y de sus quehaceres, en su vida corriente. En cambio, ¡cómo se nota cuando el cristiano no actúa en la familia, en la sociedad, en la vida pública de los pueblos! Cuando el cristiano no lleva la doctrina de Cristo allí donde se desarrolla su vida, los mismos valores humanos se vuelven insípidos, sin trascendencia alguna, y muchas veces se corrompen.

Cuando miramos a nuestro alrededor nos parece como si, en muchas ocasiones, los hombres hubieran perdido la sal y la luz de Cristo. “La vida civil se encuentra marcada por las consecuencias de las ideologías secularizadas, que van, desde la negación de Dios o la limitación de la libertad religiosa, a la preponderante importancia atribuida al éxito económico respecto a los valores humanos del trabajo y de la producción; desde el materialismo y el hedonismo, que atacan los valores de la familia prolífica y unida, los de la vida recién concebida y la tutela moral de la juventud, a un “nihilismo” que desarma la voluntad para afrontar problemas cruciales como los de los nuevos pobres, emigrantes, minorías étnicas y religiosas, recto uso de los medios de información, mientras arma las manos del terrorismo”. Hay muchos males que se derivan de “la defección de bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esa visión cristiana de la vida, que garantiza el equilibrio a personas y comunidades”. Se ha llegado a esta situación −en la que es preciso evangelizar de nuevo a Europa y al mundo− por el cúmulo de omisiones de tantos cristianos que no han sido sal y luz, como el Señor les pedía.

Cristo nos dejó su doctrina y su vida para que los hombres encuentren sentido a su existencia y hallen la felicidad y la salvación. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo del celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa, nos sigue diciendo el Señor en el Evangelio de la Misa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. Y para eso es necesario, en primer lugar, el ejemplo de una vida recta, la limpieza de conducta, el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas en la vida sencilla de todos los días. La luz, el buen ejemplo, ha de ir por delante.

– Ejemplaridad en la vida familiar, profesional, etc.

II. Frente a esa marea de materialismo y de sensualidad que ahoga a los hombres, el Señor quiere que de nuestras almas salga otra oleada −blanca y poderosa, como la diestra del Señor−, que anegue, con su pureza, la podredumbre de todo materialismo y neutralice la corrupción, que ha inundado el Orbe: a eso vienen −y a más− los hijos de Dios, a llevar a Cristo a tantos que conviven con nosotros, a que Dios no sea un extraño en la sociedad.

Transformaremos de verdad el mundo −comenzando por ese mundo quizá pequeño en el que se lleva a cabo nuestra actividad y en el que se despiertan nuestras ilusiones− si la enseñanza comienza con el testimonio de la vida personal: si somos ejemplares, competentes y honrados en el trabajo profesional; en la familia, dedicando a los hijos, a los padres, el tiempo que necesitan; si nos ven alegres, también en medio de la contradicción y del dolor; si somos cordiales..., “creerán a nuestras obras más que a cualquier otro discurso” y se sentirán atraídos a la vida que muestran nuestras acciones. El ejemplo prepara la tierra en la que fructificará la palabra. Sin nada que no sea propio de cristianos corrientes, podemos mostrar lo que significa seguir de verdad al Señor en el quehacer cotidiano, como hicieron los primeros cristianos. San Pablo lo urgía así a los fieles de os conjuro a que os portéis de una manera digna de la vocación a la que habéis sido llamados.

Nos han de conocer como hombres y mujeres leales, sencillos, veraces, alegres, trabajadores, optimistas; nos hemos de comportar como personas que cumplen con rectitud sus deberes y que saben actuar en todo momento como hijos de Dios, que no se dejan arrastrar por cualquier corriente. La vida del cristiano constituirá entonces una señal por la que conocerán el espíritu de Cristo. Por eso, debemos preguntarnos con frecuencia en nuestra oración personal si nuestros compañeros de trabajo, nuestros familiares y amigos, al presenciar nuestras acciones, se ven movidos a glorificar a Dios, porque ven en ellas la luz de Cristo: será un buen signo de que hay luz en nosotros y no oscuridad, amor a Dios y no tibieza. “Él −nos decía el Papa Juan Pablo II− tiene necesidad de vosotros... De algún modo le prestáis vuestro rostro, vuestro corazón, toda vuestra persona, convencidos, entregados al bien de los demás, servidores fieles del Evangelio. Entonces será Jesús mismo el que quede bien; pero si fueseis flojos y viles, oscureceríais su auténtica identidad y no le haríais honor”. No perdamos nunca de vista esta realidad: los demás han de ver a Cristo en nuestro sencillo y sereno comportamiento diario: en el trabajo, en el descanso, al recibir buenas o malas noticias, cuando hablamos o permanecemos en silencio... Y para esto es necesario seguir muy de cerca al Maestro.

– Ejemplares en la caridad y en la templanza. Para nada sirve la sal insípida.

III. En la Primera lectura, el Profeta Isaías enumera una serie de obras de misericordia, que darán al cristiano la posibilidad de manifestar la caridad de su corazón, y que consisten en amar a los demás como nos ama el Señor: compartir el pan y el techo, vestir al desnudo, desterrar los gestos amenazadores y las maledicencias. Entonces −canta el Salmo responsorialromperá tu luz como la aurora (...), brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía. La caridad ejercida a nuestro alrededor, en las circunstancias más diferentes, será un testimonio que atraerá a muchos a la fe de Cristo, pues Él mismo dijo: En esto conocerán que sois mis discípulos. Las mismas normas corrientes de la convivencia, que para muchas personas se quedan en algo exterior y sólo las practican porque hacen más fácil el trato social, para los cristianos deben ser fruto también de la caridad −de su unión con Dios, que llena de contenido sobrenatural esos gestos−, manifestación externa de aprecio y de interés. “Ahora adivino −escribe Santa Teresa de Lisieux− que la verdadera caridad consiste en soportar todos los defectos del prójimo, en no extrañar sus debilidades, en edificarse con sus menores virtudes; pero he aprendido especialmente que la caridad no debe quedar encerrada en el fondo del corazón, pues no se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Me parece que esta antorcha representa la caridad que debe iluminar y alegrar no sólo a aquellos que más quiero, sino a todos los que están en la casa”, a toda la familia, a cada uno de los que comparten nuestro trabajo... Caridad que se manifestará en muchos casos a través de las formas usuales de la educación y de la cortesía.

Otro aspecto importante, en el que los cristianos hemos de ser esa sal y luz de la que nos habla el Señor, es la templanza y la sobriedad. Nuestra época “se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido −mejor sería decir miedo, auténtico pavor− de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna..., resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su contenido”. Por ello, es particularmente urgente dar testimonio generoso de templanza y de sobriedad, que manifiestan el señorío de los hijos de Dios, utilizando los bienes “según las necesidades y deberes, con la moderación del que los usa, y no del que los valora demasiado y se ve arrastrado por ellos”.

Le pedimos hoy a la Virgen que sepamos ser sal, que impide la corrupción de las personas y de la sociedad, y luz, que no sólo alumbra sino que calienta, con la vida y con la palabra; que estemos siempre encendidos en el amor, no apagados; que nuestra conducta refleje con claridad el rostro amable de Jesucristo. Con la confianza que Ella nos inspira, pidamos en la intimidad de nuestro corazón: Señor Dios nuestro, tú que hiciste de tantos santos una lámpara que a la vez ilumina y da calor en medio de los hombres, concédenos caminar con ese encendimiento de espíritu, como hijos de la luz.

____________________________

Rev. D. Josep FONT i Gallart (Tremp, Lleida, España) (www.evangeli.net)

Vosotros sois la luz del mundo

Hoy, el Evangelio nos hace una gran llamada a ser testimonios de Cristo. Y nos invita a serlo de dos maneras, aparentemente, contradictorias: como la sal y como la luz.

La sal no se ve, pero se nota; se hace gustar, paladear. Hay muchas personas que “no se dejan ver”, porque son como “hormiguitas” que no paran de trabajar y de hacer el bien. A su lado se puede paladear la paz, la serenidad, la alegría. Tienen —como está de moda decir hoy— “buenas radiaciones”.

La luz no se puede esconder. Hay personas que “se las ve de lejos”: Teresa de Calcuta, el Papa, el Párroco de un pueblo. Ocupan puestos importantes por su liderazgo natural o por su ministerio concreto. Están “encima del candelero”. Como dice el Evangelio de hoy, «en la cima de un monte» o en «el candelero» (cf. Mt 5,14.15).

Todos estamos llamados a ser sal y luz. Jesús mismo fue “sal” durante treinta años de vida oculta en Nazaret. Dicen que san Luis Gonzaga, mientras jugaba, al preguntarle qué haría si supiera que al cabo de pocos momentos habría de morir, contestó: «Continuaría jugando». Continuaría haciendo la vida normal de cada día, haciendo la vida agradable a los compañeros de juego.

A veces estamos llamados a ser luz. Lo somos de una manera clara cuando profesamos nuestra fe en momentos difíciles. Los mártires son grandes lumbreras. Y hoy, según qué ambiente, el solo hecho de ir a misa ya es motivo de burlas. Ir a misa ya es ser “luz”. Y la luz siempre se ve; aunque sea muy pequeña. Una lucecita puede cambiar una noche.

Pidamos los unos por los otros al Señor para que sepamos ser siempre sal. Y sepamos ser luz cuando sea necesario serlo. Que nuestro obrar de cada día sea de tal manera que viendo nuestras buenas obras la gente glorifique al Padre del cielo (cf. Mt 5,12).

___________________________

EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Tu esencia, sacerdote, es el amor

«Un discípulo no está por encima de su maestro. Ni un siervo por encima de su Señor» (Mt 10, 24).

Eso dice Jesús.

Y también dice que tú, sacerdote, eres su discípulo y eres su siervo. Él es tu Maestro. Aprende de Él a ser como Él. Síguelo para que brille tu luz para el mundo.

Sacerdote, tú eres la sal de la tierra y la luz del mundo. Es eso lo que te enseña tu Señor. Y te enseña a cuidar tu esencia, porque si la pierdes, sacerdote, te vuelves sal insípida que no sirve para nada.

Tu esencia, sacerdote, es el amor.

El amor une, y te hace ser alianza entre los hombres y Dios, unión que diviniza al hombre. Porque a través de ti, el hombre se vuelve hijo de Dios.

Son tus manos, sacerdote, las que logran esa unión.

Es tu palabra, sacerdote, la que sella al hombre en el corazón de Dios, porque todo lo que ata en esta tierra permanece unido en el cielo en la eternidad de Dios.

Pero, sacerdote, si tú pierdes tu esencia, si tú pierdes el amor y escondes tus manos, y callas tu voz, ¿quién hará esa unión?

Sacerdote, perder tu esencia es como si la sal perdiera su sabor y se volviera insípida. No serviría para nada, porque fue creada para cumplir una misión, un objetivo claro, conciso, claro, de acuerdo a su esencia, de una vez y para siempre.

Sacerdote, conserva en tu corazón encendido el fuego del amor que te une a Dios, para reunir a su rebaño con su Pastor.

Sacerdote, tú has sido creado, has sido llamado, has sido escogido y has sido ordenado para ser en todo como tu Maestro.

Sacerdote, aprende de Él y pídele que mantenga encendida la luz que Él un día hizo brillar en ti y que no es para esconderla, sino para mostrarla al mundo a través de su Palabra.

Sacerdote, escucha la Palabra de tu Maestro y hazla tuya, vívela, para que ilumines al mundo con tu ejemplo, con tus obras, que es así como tu luz brilla para darle gloria a Dios.

Sacerdote, humíllate ante tu Maestro para que puedas aprender. Permanece en la disposición de recibir y entregar el amor a través de tus obras y de tu voz.

Persevera, sacerdote, obrando con misericordia porque eso es lo que te enseña tu Maestro.

Reconócete discípulo y cumple sus mandamientos, escuchando su Palabra y poniéndola en práctica. Es así, sacerdote, como recibes y entregas el amor. Es así, sacerdote, como conservas tu esencia. Es así, sacerdote, como eres sal de la tierra y luz para el mundo.

La misericordia es la manifestación de la esencia del ser, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.

Dios es amor. Encuentra, sacerdote, tu esencia en Dios.

Búscala remando mar adentro, en el silencio de tu interior, y descubre quién eres, sacerdote, para qué has sido creado, para qué fuiste llamado, para qué fuiste elegido y fuiste ordenado, porque tú dijiste sí, y tu Señor confía en ti.

Tú estás preparado para cumplir tu misión. Reconoce, sacerdote, que ésta es tu vocación. Y permite a la luz de Cristo brillar en el altar, en la sede, en el ambón, en el confesionario, en el bautisterio, pero también, sacerdote, a cada lugar que tú vayas, porque tú eres misionero, eres responsable de ser la sal de la tierra y de llevar la luz de Cristo a todos los rincones del mundo.

No pierdas tu esencia, sacerdote. No pierdas tu sabor. No escondas tu luz.

¡Sala la tierra y brilla!

Porque tú eres para el mundo un regalo del Señor, que ilumina las tinieblas de los hombres para que ellos también descubran su esencia a través de ti, en la sabiduría y en el poder de Dios.

(Espada de Dos Filos III, n. 34)

(Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, - facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com)

_____________________