Domingo IV del Tiempo Ordinario (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2017 y Homilías en Santa Marta (9.VI.14 y 6.VI.16)
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2011
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Pablo CASAS Aljama (Sevilla, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
LAS BEATITUDES
Sof 2,3, 3, 12-13. Sal 145; 1 Cor 1, 26-31, Mt 5,1-12
Como no escarmentaron con el castigo infligido a las demás naciones, ahora el Señor –por medio del profeta Sofonías– castigará a su pueblo como al resto. Pero de la amenaza de destrucción se pasa súbitamente a la promesa de salvación. El castigo no es de destrucción total, sino un estremecimiento purificador hacia la creación de “un pueblo humilde y pobre (3, 12)”. De ese pueblo habla Jesús en el inicio de su famoso discurso de la montaña, focalizado en las bienaventuranzas. Desde el punto de vista estructural, las beatitudes son ocho bendiciones construidas en dos partes, es decir, la condición (“dichosos son...”) y el resultado (“porque...”). Mateo toma las dos virtudes aprobadas por Sofonías y muchas otras partes del Antiguo Testamento –la pobreza y la humildad– y las explica de una manera más detallada y memorable.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 105, 47
Sálvanos, Señor y Dios nuestro; reúnenos de entre las naciones, para que podamos agradecer tu poder santo y sea nuestra gloria el alabarte.
ORACIÓN COLECTA
Concédenos, Señor Dios nuestro, adorarte con toda el alma y amar a todos los hombres con afecto espiritual. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Dejaré, en medio de ti, un puñado de gente pobre y humilde.
Del libro del profeta Sofonías: 2, 3; 3, 12-13
Busquen al Señor, ustedes los humildes de la tierra, los que cumplen los mandamientos de Dios. Busquen la justicia, busquen la humildad. Quizá puedan así quedar a cubierto el día de la ira del Señor.
“Aquel día, dice el Señor, yo dejaré en medio de ti, pueblo mío, un puñado de gente pobre y humilde. Este resto de Israel confiará en el nombre del Señor. No cometerá maldades ni dirá mentiras; no se hallará en su boca una lengua embustera. Permanecerán tranquilos y descansarán sin que nadie los moleste”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 145, 7. 8-9a. 9bc-10
R/. Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
El Señor siempre es fiel a su palabra, y es quien hace justicia al oprimido; él proporciona pan a los hambrientos y libera al cautivo. R/.
Abre el Señor los ojos de los ciegos y alivia al agobiado. Ama el Señor al hombre justo y toma al forastero a su cuidado. R/.
A la viuda y al huérfano sustenta y trastorna los planes del inicuo. Reina el Señor eternamente, reina tu Dios, oh Sión, reina por siglos. R/.
SEGUNDA LECTURA
Dios ha elegido a los débiles del mundo.
De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 1, 26-31
Hermanos: Consideren que entre ustedes, los que han sido llamados por Dios, no hay muchos sabios, ni muchos poderosos, ni muchos nobles, según los criterios humanos. Pues Dios ha elegido a los ignorantes de este mundo, para humillar a los sabios; a los débiles del mundo, para avergonzar a los fuertes; a los insignificantes y despreciados del mundo, es decir, a los que no valen nada, para reducir a la nada a los que valen; de manera que nadie pueda presumir delante de Dios.
En efecto, por obra de Dios, ustedes están injertados en Cristo Jesús, a quien Dios hizo nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación y nuestra redención. Por lo tanto, como dice la Escritura: El que se gloría, que se gloríe en el Señor.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 5, 12
R/. Aleluya, aleluya.
Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos. R/.
EVANGELIO
Dichosos los pobres de espíritu.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 5, 1-12
En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles y les dijo:
“Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Dichosos serán ustedes, cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Recibe, Señor, complacido, estos dones que ponemos sobre tu altar en señal de nuestra sumisión a ti y conviértelos en el sacramento de nuestra redención. Por Jesucristo nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 30, 17-18
Vuelve, Señor tus ojos a tu siervo y sálvame por tu misericordia. A ti, Señor me acojo, que no quede yo nunca defraudado.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Te rogamos, Señor, que, alimentados con el don de nuestra redención, este auxilio de salvación eterna afiance siempre nuestra fe en la verdad. Por Jesucristo nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Un pueblo humilde y pobre (So 2,3; 3,12-13)
1ª lectura
De entrada, se aconseja la práctica de la humildad. Es la misma cualidad que se afirma más tarde del pueblo que salvará el Señor (3,12), y la que proclamó más tarde Santa María «porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48). Se abre así una puerta a la esperanza que recuerda otros pasajes de la Biblia: «¿Quién sabe si Dios se dolerá y se retraerá, y retornará del ardor de su ira, y no pereceremos nosotros?» (Jon 3,9). La humildad enciende la esperanza: «Se llaman humildes de la tierra a los que con humildad de corazón buscan al Señor con la sumisión de una reverencia filial, los mismos que cumplen sus mandatos confesando sus pecados y buscando no cometerlos más, que buscan la justicia y la humildad rechazando a los soberbios y acogiendo a los que hacen penitencia» (S. Buenaventura, Sermones dominicales 5,6).
A continuación, el oráculo adquiere acentos conmovedores. El profeta vislumbra un «resto» de Israel que se salvará y que será el centro de la restauración. Dios, mediante el profeta, se refiere a este resto como un pueblo «humilde y pobre», pero la enumeración de sus cualidades indica que pobreza y humildad no señalan aquí la condición social sino la actitud interna ante Dios. De hecho, estos términos —«humilde y pobre»—, a través de la versión de los Setenta, que los traduce por praüs (manso) y tapeinós (humilde), pasarán al vocabulario de la predicación de Jesús: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29; cfr Mt 5,3.5; 21,5).
Dios eligió la flaqueza del mundo (1 Co 1,26-31)
2ª lectura
Como en el caso de los Apóstoles —«No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15,16)— también es el Señor quien elige, quien da la vocación a cada cristiano (vv. 26-29). Dios es quien ha escogido a esos fieles de Corinto sin fijarse en criterios de sabiduría humana, de poder, o de nobleza: «Dios no hace acepción de personas, como nos repite insistentemente la Escritura. No se fija, para invitar a un alma a una vida de plena coherencia con la fe, en méritos de fortuna, en nobleza de familia, en altos grados de ciencia. La vocación precede a todos los méritos (...). La vocación es lo primero, Dios nos ama antes de que sepamos dirigirnos a Él, y pone en nosotros el amor con el que podemos corresponderle» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 33).
De los vv. 27-28 no hay que suponer, sin embargo, que no había entre los primeros cristianos personas cultas, sabias, poderosas, importantes humanamente hablando. Los Hechos de los Apóstoles nos hablan, por ejemplo, de un ministro etíope, del centurión Cornelio, de Apolo, de Dionisio Areopagita, etc. «Parecería que no es de Dios la excelencia mundana —comenta Santo Tomas—, si Dios no la utilizara para su honor. Y por eso, aunque al principio fuesen ciertamente pocos, después Dios escogió a muchos humanamente destacados para el ministerio de la predicación. De ahí que en la Glosa se diga “si no hubiera precedido fielmente el pescador, no hubiera seguido humildemente el orador”. También pertenece a la gloria de Dios el que por medio de gente despreciable haya atraído a Sí a los sublimes del mundo» (Super 1 Corinthios, ad loc.).
Cristo es la «sabiduría» de Dios (v. 30) y su conocimiento es la verdadera y más importante ciencia. Es para nosotros «justicia», porque con los méritos obtenidos por su encarnación, muerte y resurrección, nos ha hecho verdaderamente justos a los ojos de Dios. Es también «santificación», la fuente de toda santidad, que consiste precisamente en la identificación con Él. Por Cristo, hecho para nosotros «redención», hemos sido redimidos de la esclavitud del pecado. «¡Qué bonito es el orden que el Apóstol pone en su lenguaje! Dios nos ha hecho sabios sacándonos del error; después, justos y santos comunicándonos su espíritu» (S. Juan Crisóstomo, In 1 Corinthios, 5, ad loc.).
Cada cristiano, por su parte, debe intentar que quienes le rodean «deseen de verdad conocer a Jesucristo, y éste crucificado (cfr 1 Co 2,2); y que se persuadan ciertamente, y crean con afecto íntimo de corazón y piadosamente, que no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del Cielo por el cual debamos salvarnos (cfr Hch 4,12), puesto que Él mismo es la víctima de propiciación por nuestros pecados (cfr 1 Jn 2,2)» (Catechismus Romanus, Intr. 10).
La Bienaventuranzas (Mt 5,1-12a)
Evangelio
Las bienaventuranzas son el pórtico del Discurso de la Montaña. En ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abrahán, pero les da una orientación nueva ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los Cielos: «Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1717).
Como fórmula de bendición, las bienaventuranzas forman parte del lenguaje bíblico tradicional; el libro de los salmos comenzaba ya así: «Dichoso...» (Sal 1,1). Con las Bienaventuranzas se proclama dichoso, feliz, a alguien. En ese sentido, están situadas en el centro de los anhelos humanos, porque «todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada» (S. Agustín, De moribus ecclesiae 1,3,4). Pero, además, Cristo les añade un horizonte escatológico, es decir, de salvación eterna: quien vive así, según el espíritu que Él enseña, tiene abierta la puerta del cielo. Dios no es alguien indiferente, es Alguien que ha tomado partido: consolará a los suyos, les saciará, les llamará sus hijos, etc. Las bienaventuranzas son camino para la felicidad humana pues expresan el doble deseo que Dios ha inscrito en el corazón: buscar la verdadera felicidad en la tierra y conseguir la bienaventuranza eterna.
San Mateo recoge nueve bienaventuranzas: las ocho primeras hablan de las actitudes del cristiano ante el mundo (vv. 3-10), la novena, en cambio, cambia de destinatario —pasa a ser «vosotros» (cfr v. 11)— y se refiere a los que sufren por causa de Cristo. Esta bienaventuranza se sigue con una exhortación a la alegría: sufrir por Cristo es señal de que se ha elegido el camino correcto. En el texto de San Lucas (cfr Lc 6,20-26, y nota), este aspecto es el más relevante.
Las Bienaventuranzas han sido comentadas y desarrolladas con profusión en la catequesis de la Iglesia. La primera (v. 3) y la octava (v. 10) aluden al Reino de los Cielos como premio. En la primera, se proclama dichosos a los «pobres de espíritu». En el Antiguo Testamento, la pobreza está ya perfilada no sólo como situación económico-social, sino desde su valor religioso (cfr So 2,3ss.): es pobre quien se presenta ante Dios con actitud humilde, sin méritos personales, considerando su realidad de pecador, necesitado de Él. De ahí que, además de vivir con sobriedad y austeridad de vida reales, efectivas, acepte y quiera tales condiciones no como algo impuesto por necesidad, sino voluntariamente, con afecto. Tal pobreza voluntaria está expresada en el texto de Mateo por la pobreza en el espíritu. Es evidente, por tanto, que esta bienaventuranza exige la austeridad y el desprendimiento de los bienes materiales y de los diversos dones recibidos de Dios. En la octava, se dice que son bienaventurados «los que padecen persecución por causa de la justicia». La justicia en la Biblia adquiere un valor más religioso y amplio que su empleo predominante jurídico-moral. «En el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina (cfr Gn 7,1; 18,23-32; Ez 18,5ss.; Pr 12,10; Mt 1,19); otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo (Tb 7,6; 9,6). En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 40). La unión de la búsqueda de la justicia con las persecuciones hace que se pueda concluir que esta bienaventuranza «designa la perfección de todas las demás, pues el hombre es perfecto en ellas cuando no las abandona en las tribulaciones» (Sto. Tomás de Aquino, Super Evangelium Matthaei, ad loc.).
Dos bienaventuranzas, la segunda y la cuarta (vv. 4.6), tienen en común la forma pasiva del premio: es una manera de decir que será Dios quien les consuele y quien les sacie. Los que lloran son los afligidos por alguna causa, y, de modo particular, los que se apenan por las ofensas a Dios, sean propias o ajenas. Los que tienen hambre y sed de justicia son los que se esfuerzan sinceramente en cumplir la voluntad de Dios, que se manifiesta en los mandamientos, en los deberes de estado y en la unión del alma con Dios; en definitiva, los que quieren ser santos. Significativamente el premio viene de Dios porque sólo el Señor puede consolar verdaderamente y sólo Él puede hacernos santos.
Los «mansos» (v. 5) son aquellos que, a imitación de Cristo (cfr 11,25-30, y nota; 12,15-21), mantienen el ánimo sereno, humilde y firme en las adversidades, sin dejarse llevar por la ira o el abatimiento: «Adoptados como verdaderos hijos de Dios, llevemos íntegra y con plena semejanza la imagen de nuestro Creador: no imitándolo en su soberanía, que sólo a Él corresponde, sino siendo su imagen por nuestra inocencia, simplicidad, mansedumbre, paciencia, humildad, misericordia y concordia, virtudes todas por las que el Señor se ha dignado hacerse uno de nosotros y ser semejante a nosotros» (S. Pedro Crisólogo, Sermones 117).
«Misericordiosos» (v. 7) son los que comprenden los defectos que pueden tener los demás, los que perdonan, disculpan y ayudan. La parábola del siervo despiadado (18,21-35) y en especial las palabras del amo (18,32-33) son el mejor comentario a esta bienaventuranza.
«Ver a Dios» (v. 8) no se refiere únicamente a la bienaventuranza final. En el lenguaje de Antiguo Testamento significa más bien tener relación estrecha con Él, participar de sus decisiones, como los consejeros de un rey participan de las disposiciones de su soberano. De ahí la capacidad que nos otorgan la virtud de la pureza y limpieza de corazón: «La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir a otro como un “prójimo”; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2519).
Los pacíficos (v. 9) son más bien «los que promueven la paz», en sí mismos y en los demás, y sobre todo, como fundamento de lo anterior, procuran reconciliarse y reconciliar a los demás con Dios: «La paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima. Esto, sin embargo, no basta. (...) La paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 78).
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
Las bienaventuranzas
1. La solemnidad de la Santa Virgen, que dio testimonio de Cristo y mereció que Cristo lo diera de ella, Virgen públicamente martirizada y ocultamente coronada, nos invita a hablar a vuestra caridad de aquella exhortación que poco ha nos hacía el Señor en el Evangelio, exponiendo los muchos modos de llegar a la vida feliz, cosa que no hay quien no la quiera. No puede encontrarse, en efecto, quien no desee ser feliz. Pero ¡ojalá que los hombres que tan vivamente desean la recompensa no rehusaran el trabajo que conduce a ella! ¿Quién hay que no corra con alegría cuando se le dice: «Vas a ser feliz»? Pero oiga también de buen grado lo que se dice a continuación: «Si esto hicieres». No se rehúya el combate si se ama el premio. Enardézcase el ánimo a ejecutar alegremente el trabajo ante la recomendación de la recompensa. Lo que queremos, lo que deseamos, lo que pedimos vendrá después. Lo que se nos manda hacer en función de aquello que vendrá después, hemos de hacerlo ahora. Comienza, pues, a traer a la memoria los dichos divinos, tanto los preceptos como los galardones evangélicos. Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. El reino de los cielos será tuyo más tarde; ahora sé pobre de espíritu, ¿Quieres que más tarde sea tuyo el reino de los cielos? Considera de quién eres tú ahora. Sé pobre de espíritu. Quizá quieras saber de mí qué significa ser pobre de espíritu. Nadie que se infla es pobre de espíritu; luego el humilde es el pobre de espíritu. El reino de los cielos está arriba, pero quien se humilla será ensalzado.
2. Atiende a lo que sigue. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Ya estás pensando en poseer la tierra; ¡cuidado, no seas poseído por ella! La poseerás si eres manso; de lo contrario, serás poseído. Al escuchar el premio que se te propone, el poseer la tierra, no abras el saco de la avaricia, que te impulsa a poseerla ya ahora tú solo, excluido cualquier vecino tuyo. No te engañe tal pensamiento. Poseerás la tierra verdaderamente cuando te adhieras a quien hizo el cielo y la tierra. En esto consiste ser manso: en no poner resistencia a Dios, de manera que en lo bueno que haces sea él quien te agrade, no tú mismo; y en lo malo que sufras no te desagrade él, sino tú a ti mismo. No es poco agradarle a él desagradándote a ti mismo, pues le desagradarías a él agradándote a ti.
3. Presta atención a la tercera bienaventuranza: Dichosos los que lloran, porque serán consolados. El llanto significa el trabajo; la consolación, la recompensa. ¿Qué consuelos reciben, en efecto, quienes lloran en la carne? Consuelos molestos y temibles. El que llora encuentra consuelo allí donde teme volver a llorar, A un padre, por ejemplo, le causa tristeza la pérdida de un hijo, y alegría el nacimiento de otro; perdió aquél, recibió éste; el primero le produce tristeza, el segundo temor; en ninguno, por tanto, encuentra consuelo. Verdadero consuelo será aquel por el que se da lo que nunca se perderá ya. Quienes ahora lloran por ser peregrinos, luego se gozarán de ser consolados.
4. Pasemos a lo que viene en cuarto lugar, trabajo y recompensa: Dichosos quienes tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Ansias saciarte. ¿Con qué? Si es la carne la que desea saciarse, una vez hecha la digestión, aunque hayas comido lo suficiente, volverás a sentir hambre. Y quien bebiere, dijo Jesús, de esta agua, volverá a sentir sed. El medicamento que se aplica a la herida, si ésta sana, ya no causa dolor; el remedio, en cambio, con que se ataca al hambre, es decir, el alimento, se aplica como alivio pasajero. Pasada la hartura, vuelve el hambre. Día a día se aplica el remedio de la saciedad, pero no sana la herida de la debilidad. Sintamos, pues, hambre y sed de justicia, para ser saturados de ella, de la que ahora estamos hambrientos y sedientos. Seremos saciados de lo que ahora sentimos hambre y sed. Sienta hambre y sed nuestro hombre interior, pues también él tiene su alimento y su bebida. Yo soy, dijo Jesús, el pan bajado del cielo. He aquí el pan adecuado al que tiene hambre; desea también la bebida correspondiente: En ti se halla la fuente de la vida.
5. Pon atención a lo que sigue: Dichosos los misericordiosos, porque de ellos tendrá Dios misericordia. Hazla y se te hará; hazla tú con otro para que se haga contigo. Pues abundas y escaseas. Abundas en cosas temporales, escaseas de las eternas. Oyes que un hombre mendigo te pide algo; tú mismo eres mendigo de Dios. Se te pide a ti y pides tú también. Lo que hicieres con quien te pide a ti, eso mismo hará Dios con quien le pide a él. Estás lleno y estás vacío; llena de tu plenitud el vacío del pobre para que tu vaciedad se llene de la plenitud de Dios.
6. Considera lo que viene a continuación: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Este es el fin de nuestro amor: fin con que llegamos a la perfección, no fin con el que nos acabamos. Se acaba el alimento, se acaba el vestido; el alimento porque se consume al ser comido; el vestido porque se concluye tejiéndole. Una y otra cosa se acaban, pero este fin es de consunción, aquél de perfección. Todo lo que obramos, lo que obramos bien, nuestros esfuerzos, nuestras laudables ansias e inmaculados deseos, se acabarán cuando lleguen a la visión de Dios. Entonces no buscaremos más. ¿Qué puede buscar quien tiene a Dios? ¿O qué le puede bastar a quien no le basta Dios? Queremos ver a Dios, buscamos verle y ardemos por conseguirlo. ¿Quién no? Pero mira lo que se dijo: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Prepara tu corazón para llegar a ver. Hablando a lo carnal, ¿cómo es que deseas la salida del sol, teniendo los ojos enfermos? Si los ojos están sanos, aquella luz producirá gozo; si no lo están, será un tormento. No se te permitirá ver con el corazón impuro lo que no se ve sino con el corazón puro. Serás rechazado, alejado; no lo verás. Pues dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. ¿Cuántas veces ha repetido la palabra dichosos? ¿Cuáles son las causas que producen esa felicidad? ¿Cuáles las obras, los deberes, los méritos, los premios? Hasta ahora en ningún lado se ha dicho porque ellos verán a Dios. Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. En ninguna parte se ha dicho porque ellos verán a Dios. Hemos llegado a los limpios de corazón; a ellos se les prometió la visión de Dios. Y no sin motivo, pues allí están los ojos con que se ve a Dios. Hablando de estos ojos, dice el apóstol Pablo: Iluminados los ojos de vuestro corazón. Al presente, debido a su debilidad, estos ojos son iluminados por la fe; luego, ya vigorosos, serán iluminados por la realidad misma. Pues mientras vivimos en el cuerpo, somos peregrinos lejos del Señor. En efecto, caminamos en fe y no en visión. ¿Qué se dice de nosotros mientras caminamos a la luz de la fe? Ahora vemos oscuramente como en un espejo, luego veremos cara a cara […]
Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 53, 1-6, BAC Madrid 1983, 71-76
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FRANCISCO – Ángelus 2017 y Homilías en Santa Marta (9.VI.14 y 6.VI.16)
Ángelus 2017
Privilegiar el compartir antes que la posesión
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de este domingo nos hace meditar sobre las Bienaventuranzas (cf. Mateo 5, 1-12a), que abren el gran discurso llamado “de la montaña”, la “carta magna” del Nuevo Testamento. Jesús manifiesta la voluntad de Dios de conducir a los hombres a la felicidad. Este mensaje estaba ya presente en la predicación de los profetas: Dios está cerca de los pobres y de los oprimidos y les libera de los que les maltratan. Pero en esta predicación, Jesús sigue un camino particular: comienza con el término “bienaventurados”, es decir felices; prosigue con la indicación de la condición para ser tales; y concluye haciendo una promesa. El motivo de las bienaventuranzas, es decir de la felicidad, no está en la condición requerida —“pobres de espíritu”, “afligidos”, “hambrientos de justicia”, “perseguidos”…— sino en la sucesiva promesa, que hay que acoger con fe como don de Dios. Se comienza con las condiciones de dificultad para abrirse al don de Dios y acceder al mundo nuevo, el “Reino” anunciado por Jesús. No es un mecanismo automático, sino un camino de vida para seguir al Señor, para quien la realidad de miseria y aflicción es vista en una perspectiva nueva y vivida según la conversión que se lleva a cabo. No se es bienaventurado si no se convierte, para poder apreciar y vivir los dones de Dios.
Me detengo en la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (v. 4). El pobre de espíritu es el que ha asumido los sentimientos y la actitud de esos pobres que en su condición no se rebelan, pero saben que son humildes, dóciles, dispuestos a la gracia de Dios. La felicidad de los pobres en espíritu tiene una doble dimensión: en lo relacionado con los bienes y en lo relacionado con Dios. Respecto a los bienes materiales esta pobreza de espíritu es sobriedad: no necesariamente renuncia, sino capacidad de gustar lo esencial, de compartir; capacidad de renovar cada día el estupor por la bondad de las cosas, sin sobrecargarse en la monotonía del consumo voraz. Más tengo, más quiero; más tengo, más quiero. Este es el consumo voraz y esto mata el alma. El hombre y la mujer que hace esto, que tiene esta actitud, “más tengo, más quiero”, no es feliz y no llegará a la felicidad. En lo relacionado con Dios es alabanza y reconocimiento que el mundo es bendición y que en su origen está el amor creador del Padre. Pero es también apertura a Él, docilidad a su señoría, es Él el Señor, es Él el grande. No soy yo el grande porque tengo muchas cosas. Es Él el que ha querido que el mundo perteneciera a los hombres, y lo ha querido así para que los hombres fueran felices.
El pobre en espíritu es el cristiano que no se fía de sí mismo, de las riquezas materiales, no se obstina en las propias opiniones, sino que escucha con respeto y se remite con gusto a las decisiones de los otros. Si en nuestras comunidades hubiera más pobres de espíritu, ¡habría menos divisiones, contrastes y polémicas! La humildad, como la caridad, es una virtud esencial para la convivencia en las comunidades cristianas. Los pobres, en este sentido evangélico, aparecen como aquellos que mantienen viva la meta del Reino de los cielos, haciendo ver que esto viene anticipado como semilla en la comunidad fraterna, que privilegia el compartir antes que la posesión. Esto quisiera subrayarlo: privilegiar el compartir antes que la posesión. Siempre tener las manos y el corazón así [el Papa hace un gesto con la mano abierta], no así [hace un gesto con puño cerrado]. Cuando el corazón está así [cerrado] es un corazón pequeño, ni siquiera sabe cómo amar. Cuando el corazón está así [abierto] va sobre el camino del amor.
La Virgen María, modelo y primicia de los pobres en espíritu porque es totalmente dócil a la voluntad del Señor, nos ayude a abandonarnos en Dios, rico en misericordia, para que nos colme de sus dones, especialmente de la abundancia de su perdón.
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El carné de identidad del cristiano
9 de junio de 2014
Las bienaventuranzas son “el carné de identidad del cristiano”. Por ello el Papa Francisco invitó a retomar esas páginas del Evangelio y releerlas más veces, para poder vivir hasta el final un “programa de santidad” que va “contracorriente” respecto a la mentalidad del mundo.
El Pontífice se refirió punto por punto al pasaje evangélico de Mateo (Mt 5, 1-12) propuesto por la liturgia. Y volvió a proponer las bienaventuranzas insertándolas en el contexto de nuestra vida diaria. Jesús, explicó, habla “con toda sencillez” y hace como “una paráfrasis, una glosa de los dos grandes mandamientos: amar al Señor y amar al prójimo”. Así, “si alguno de nosotros plantea la pregunta: ‘¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?’”, la respuesta es sencilla: es necesario hacer lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas.
Un sermón, reconoció el Papa, “muy a contracorriente” respecto a lo “que es costumbre, a lo que se hace en el mundo”. La cuestión es que el Señor “sabe dónde está el pecado, dónde está la gracia, y Él conoce bien los caminos que te llevan a la gracia”. He aquí, entonces, el sentido de sus palabras “bienaventurados los pobres en el espíritu”: o sea “pobreza contra riqueza”.
“El rico normalmente se siente seguro con sus riquezas. Jesús mismo nos lo dijo en la parábola del granero”, al hablar de ese hombre seguro que, como necio, no piensa que podría morir ese mismo día.
“Las riquezas no te aseguran nada. Es más: cuando el corazón se siente rico, está tan satisfecho de sí mismo, que no tiene espacio para la Palabra de Dios”. Es por ello que Jesús dice: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, que tienen el corazón pobre para que pueda entrar el Señor”. Y también: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”.
Al contrario, hizo notar el Pontífice, “el mundo nos dice: la alegría, la felicidad, la diversión, esto es lo hermoso de la vida”. E “ignora, mira hacia otra parte, cuando hay problemas de enfermedad, de dolor en la familia”. En efecto, “el mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas”. En cambio “sólo la persona que ve las cosas como son, y llora en su corazón, es feliz y será consolada”: con el consuelo de Jesús y no con el del mundo.
“Bienaventurados los mansos”, continuó el Pontífice, es una expresión fuerte, sobre todo “en este mundo que desde el inicio es un mundo de guerras; un mundo donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay odio”. Sin embargo “Jesús dice: nada de guerras, nada de odio. Paz, mansedumbre”. Alguien podría objetar: “Si yo soy tan manso en la vida, pensarán que soy un necio”. Tal vez es así, afirmó el Papa, sin embargo, dejemos incluso que los demás “piensen esto: pero tú sé manso, porque con esta mansedumbre tendrás como herencia la tierra”.
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia” es otra gran afirmación de Jesús dirigida a quienes “luchan por la justicia, para que haya justicia en el mundo”. La realidad nos muestra, destacó el obispo de Roma, cuán fácil es “entrar en las pandillas de la corrupción”, formar parte de “esa política cotidiana del “do ut des” donde “todo es negocio”. Y, añadió, “cuánta gente sufre por estas injusticias”. Precisamente ante esto “Jesús dice: son bienaventurados los que luchan contra estas injusticias”. Así, aclaró el Papa, “vemos precisamente que es una doctrina a contracorriente” respecto a “lo que el mundo nos dice”.
Y más: “bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. Se trata, explicó, de “los que perdonan, comprenden los errores de los demás”. Jesús “no dice: bienaventurados los que planean venganza”, o que dicen “ojo por ojo, diente por diente”, sino que llama bienaventurados a “aquellos que perdonan, a los misericordiosos”. Y siempre es necesario pensar, recordó, que “todos nosotros somos un ejército de perdonados. Todos nosotros hemos sido perdonados. Y por esto es bienaventurado quien va por esta senda del perdón”.
“Bienaventurados los limpios de corazón”, es una frase de Jesús que se refiere a quienes “tienen un corazón sencillo, puro, sin suciedad: un corazón que sabe amar con esa pureza tan hermosa”. Luego, “bienaventurados los que trabajan por la paz” hace referencia a las numerosas situaciones de guerra que se repiten. Para nosotros, reconoció el Papa, “es muy común ser agentes de guerras o al menos agentes de malentendidos”. Sucede “cuando escucho algo de alguien y voy a otro y se los digo; e incluso hago una segunda versión un poco más amplia y la difundo”. En definitiva, es “el mundo de las habladurías”, hecho por “gente que critica, que no construye la paz”, que es enemiga de la paz y no es ciertamente bienaventurada.
Por último, proclamando “bienaventurados a los perseguidos por causa de la justicia”, Jesús recuerda “cuánta gente es perseguida” y “ha sido perseguida sencillamente por haber luchado por la justicia”.
Así, puntualizó el Pontífice, “es el programa de vida que nos propone Jesús”. Un programa “muy sencillo pero muy difícil” al mismo tiempo. “Y si nosotros quisiéramos algo más –afirmó– Jesús nos da también otras indicaciones”, en especial “ese protocolo sobre el cual seremos juzgados que se encuentra en el capítulo 25 del Evangelio de Mateo: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber... estuve enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 35)”.
He aquí el camino, explicó, para “vivir la vida cristiana al nivel de santidad”. Por lo demás, añadió, “los santos no hicieron otra cosa más que” vivir las bienaventuranzas y ese “protocolo del juicio final”. Son “pocas palabras, palabras sencillas, pero prácticas para todos, porque el cristianismo es una religión práctica: es para practicarla, para realizarla, no sólo para pensarla”.
Y práctica es también la propuesta conclusiva del Papa Francisco: “Hoy, si tenéis un poco de tiempo en casa, tomad el Evangelio de Mateo, capítulo quinto, al inicio están estas bienaventuranzas”. Y luego en el “capítulo 25, están las demás” palabras de Jesús. “Os hará bien –exhortó– leer una vez, dos veces, tres veces esto que es el programa de santidad”.
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El navegador y los cuatro lamentos
6 de junio de 2016
Si las bienaventuranzas son «el navegador para nuestra vida cristiana», están también las «anti-bienaventuranzas» que seguramente nos harán «errar el camino»: se trata del apego a las riquezas, la vanidad y el orgullo. Sobre ello puso en guardia Francisco indicando en la mansedumbre, que no se debe confundir con «tontería», la bienaventuranza sobre la cual se debe reflexionar un poco más. Así, en la misa celebrada el lunes 6 de junio, por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta, el Pontífice sugirió releer las páginas evangélicas sobre las bienaventuranzas escritas por Mateo y Lucas.
«Podemos imaginar» afirmó Francisco, en qué contexto Jesús pronunció el discurso de las bienaventuranzas, tal como lo presenta Mateo en su Evangelio (Mt 5, 1-12). He aquí entonces a «Jesús, la multitud, el monte, los discípulos». Y «Jesús empezó a hablar y enseñaba la nueva ley, que no cancela a la antigua, porque Él mismo dijo que hasta la última jota de la antigua ley debe ser observada». En realidad, Jesús «perfecciona la antigua ley, la lleva a cumplimiento». Y «esta es la ley nueva, esta que nosotros llamamos las bienaventuranzas». Sí, explicó el Papa, «es la nueva ley del Señor para nosotros». En efecto, las bienaventuranzas «son la guía de ruta, de itinerario, son los navegadores de la vida cristiana: precisamente aquí vemos, por este camino, según las indicaciones de este navegador, cómo podemos avanzar en nuestra vida cristiana».
En las bienaventuranzas, destacó Francisco, «hay muchas cosas hermosas: podemos detenernos en cada una hasta las diez de la mañana». Pero «yo quisiera centrarme en cómo el evangelista Lucas explica esto». Respecto al pasaje de Mateo propuesto hoy por la liturgia, afirmó el Papa, Lucas en el capítulo 6 de su Evangelio «dice lo mismo, pero al final añade algo que Jesús dijo: los cuatro lamentos». Precisamente «los cuatro lamentos». Y es así que también Lucas enumeras los «bienaventurados, bienaventurados, bienaventurados, bienaventurados todos». Pero luego añade «ay, ay, ay, ay».
Son precisamente «cuatro lamentos». Es decir: «Ay de vosotros, los ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo. Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre. Ay de los que reís ahora, porque tendréis aflicción y llanto. Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas». Y «estos lamentos -continuó el Papa- iluminan el aspecto esencial de esta página, de esta guía de camino cristiano».
El primer «lamento» se refiere a los ricos. «He dicho muchas veces» recordó Francisco, que «las riquezas son buenas» y que «lo que hace mal y que es malo es el apego a las riquezas, ¡ay!». La riqueza, en efecto, «es una idolatría: cuando estoy apegado, entonces pacto con la idolatría». No es ciertamente una casualidad que «la mayor parte de los ídolos sean de oro». Y así están «los que se sienten felices, pues a ellos no les falta nada», tienen «un corazón satisfecho, un corazón cerrado, sin horizontes: ríen, están saciados, no tiene hambre de nada». Y luego están «aquellos a los que les gusta el incienso: a estos les gusta que todos hablen bien de ellos y así están tranquilos». Pero «“ay de vosotros” dice el Señor: esta es la anti-ley, es el navegador equivocado».
Es importante destacar, continuó el Papa, que «estos son los tres peldaños que llevan a la perdición, así como las bienaventuranzas son los peldaños que impulsan hacia adelante en la vida». El primero de los «tres peldaños que llevan a la perdición» es, precisamente, «el apego a las riquezas», cuando se experimenta no tener «necesidad de nada». El segundo es «la vanidad», el hecho de buscar «que todos hablen bien de mí, que todos hablen bien: me siento importante, demasiado incienso» y al final «creo que soy justo, no como ese otro», afirmó Francisco, sugiriendo pensar «en la parábola del fariseo y el publicano: “Te doy gracias porque no soy como los demás hombres”». Tanto es así que cuando nos domina la vanidad se acaba incluso por decir, y esto sucede todos los días, «gracias, Señor, por ser un buen católico, no como el vecino, la vecina».
El tercero es «el orgullo, la saciedad», que son «las formas de reír que cierran el corazón». «Con estos tres peldaños vamos a la perdición» explicó el Papa, porque «son las anti-bienaventuranzas: el apego a las riquezas, la vanidad y el orgullo».
«Las bienaventuranzas, en cambio, son el camino, son la guía para el sendero que nos conduce al reino de Dios», recordó Francisco. Entre todas, sin embargo, «hay una que, no digo que sea la clave, pero nos hace pensar mucho: “Bienaventurado los mansos”». Precisamente «la mansedumbre». Jesús «dice de sí mismo: aprended de mí que soy manso de corazón, que soy humilde y manso de corazón». Así, pues, «la mansedumbre es un modo de ser que nos acerca mucho a Jesús». En cambio «la actitud contraria procura siempre las enemistades, las guerras y muchas cosas malas que suceden». El Papa alertó también acerca de considerar que «la mansedumbre de corazón» pueda ser confundida con «tontería: no, es otra cosa, es la profundidad en la comprensión de la grandeza de Dios, y es adoración».
Antes de continuar con la celebración de la misa, el Pontífice invitó a pensar en las «bienaventuranzas que son el billete, el folio guía de nuestra vida, para no perderse y no perdernos». Y «nos hará bien hoy leerlas: son pocas, cinco minutos, capítulo 5 de Mateo». Sí, propuso, «leerlas un poquito, en casa, cinco minutos, nos hará bien» porque las bienaventuranzas son «el camino, la guía». Y pensar, luego, concluyó, también en las «cuatro anti-bienaventuranzas» que nos presenta el evangelista Lucas, los cuatro lamentos «que hacen que me equivoque de camino y me llevan a acabar mal».
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2011
Las Bienaventuranzas son un nuevo programa de vida
Queridos hermanos y hermanas:
En este cuarto domingo del tiempo ordinario, el Evangelio presenta el primer gran discurso que el Señor dirige a la gente, en lo alto de las suaves colinas que rodean el lago de Galilea. «Al ver Jesús la multitud —escribe san Mateo—, subió al monte: se sentó y se acercaron sus discípulos; y, tomando la palabra, les enseñaba» (Mt 5, 1-2). Jesús, nuevo Moisés, «se sienta en la “cátedra” del monte» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 92) y proclama «bienaventurados» a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los misericordiosos, a quienes tienen hambre de justicia, a los limpios de corazón, a los perseguidos (cf. Mt 5, 3-10). No se trata de una nueva ideología, sino de una enseñanza que viene de lo alto y toca la condición humana, precisamente la que el Señor, al encarnarse, quiso asumir, para salvarla. Por eso, «el Sermón de la montaña está dirigido a todo el mundo, en el presente y en el futuro y sólo se puede entender y vivir siguiendo a Jesús, caminando con él» (Jesús de Nazaret, p. 96). Las Bienaventuranzas son un nuevo programa de vida, para liberarse de los falsos valores del mundo y abrirse a los verdaderos bienes, presentes y futuros. En efecto, cuando Dios consuela, sacia el hambre de justicia y enjuga las lágrimas de los que lloran, significa que, además de recompensar a cada uno de modo sensible, abre el reino de los cielos. «Las Bienaventuranzas son la transposición de la cruz y la resurrección a la existencia del discípulo» (ib., p. 101). Reflejan la vida del Hijo de Dios que se deja perseguir, despreciar hasta la condena a muerte, a fin de dar a los hombres la salvación.
Un antiguo eremita afirma: «Las Bienaventuranzas son dones de Dios, y debemos estarle muy agradecidos por ellas y por las recompensas que de ellas derivan, es decir, el reino de los cielos en el siglo futuro, la consolación aquí, la plenitud de todo bien y misericordia de parte de Dios… una vez que seamos imagen de Cristo en la tierra» (Pedro de Damasco, en Filocalia, vol. 3). El Evangelio de las Bienaventuranzas se comenta con la historia misma de la Iglesia, la historia de la santidad cristiana, porque —como escribe san Pablo— «Dios ha escogido lo débil del mundo para humillar lo poderoso; ha escogido lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta» (1 Co 1, 27-28). Por esto la Iglesia no teme la pobreza, el desprecio, la persecución en una sociedad a menudo atraída por el bienestar material y por el poder mundano. San Agustín nos recuerda que «lo que ayuda no es sufrir estos males, sino soportarlos por el nombre de Jesús, no sólo con espíritu sereno, sino incluso con alegría» (De sermone Domini in monte, I, 5, 13).
Queridos hermanos y hermanas, invoquemos a la Virgen María, la Bienaventurada por excelencia, pidiendo la fuerza para buscar al Señor (cf. So 2, 3) y seguirlo siempre, con alegría, por el camino de las Bienaventuranzas.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Jesús, modelo de las Bienaventuranzas para todos nosotros
459. El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí ... “(Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mc 9, 7; cf. Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).
520. Durante toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo (cf. Rm 15,5; Flp 2, 5): Él es el “hombre perfecto” (GS 38) que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar (cf. Jn 13, 15); con su oración atrae a la oración (cf. Lc 11, 1); con su pobreza, llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones (cf. Mt 5, 11-12).
521. Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva en nosotros. “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre” (GS 22, 2). Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con Él; nos hace comulgar, en cuanto miembros de su Cuerpo, en lo que Él vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro:
«Debemos continuar y cumplir en nosotros los estados y misterios de Jesús, y pedirle con frecuencia que los realice y lleve a plenitud en nosotros y en toda su Iglesia [...] Porque el Hijo de Dios tiene el designio de hacer participar y de extender y continuar sus misterios en nosotros y en toda su Iglesia [...] por las gracias que Él quiere comunicarnos y por los efectos que quiere obrar en nosotros gracias a estos misterios. Y por este medio quiere cumplirlos en nosotros» (San Juan Eudes, Tractatus de regno Iesu).
La vocación a las Bienaventuranzas
ARTÍCULO 2
NUESTRA VOCACIÓN A LA BIENAVENTURANZA
I. Las bienaventuranzas
1716. Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos.
(Mt 5,3-12)
1717. Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos.
II. El deseo de felicidad
1718. Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer:
«Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada» (San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae, 1, 3, 4).
«¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti» (San Agustín, Confessiones, 10, 20, 29).
«Sólo Dios sacia» (Santo Tomás de Aquino, In Symbolum Apostolorum scilicet «Credo in Deum» expositio, c. 15).
1719. Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe.
III. La bienaventuranza cristiana
1720. El Nuevo Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la llegada del Reino de Dios (cf Mt 4, 17); la visión de Dios: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8; cf 1 Jn 3, 2; 1 Co 13, 12); la entrada en el gozo del Señor (cf Mt 25, 21. 23); la entrada en el descanso de Dios (Hb 4, 7-11):
«Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin? (San Agustín, De civitate Dei, 22, 30).
1721. Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina (2 P 1, 4) y de la Vida eterna (cf Jn 17, 3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo (cf Rm 8, 18) y en el gozo de la vida trinitaria.
1722. Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas. Es fruto del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como también llamamos sobrenatural la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo divino.
«“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable gloria, “nadie verá a Dios y seguirá viviendo”, porque el Padre es inasequible; pero su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llegan hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a Dios [...] “porque lo que es imposible para los hombres es posible para Dios”» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 20, 5).
1723. La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor:
«El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje instintivo la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad [...] Todo esto se debe a la convicción [...] de que con la riqueza se puede todo. La riqueza, por tanto, es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro [...] La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración» (Juan Enrique Newman, Discourses addresed to Mixed Congregations, 5 [Saintliness the Standard of Christian Principle]).
1724. El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (cf la parábola del sembrador: Mt 13, 3-23).
Los pobres, los humildes y los “últimos” traen la esperanza del Mesías
64. Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cf. Is 2,2-4), y que será grabada en los corazones (cf. Jr 31,31-34; Hb 10,16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (cf. Is 49,5-6; 53,11). Serán sobre todo los pobres y los humildes del Señor (cf. So 2,3) quienes mantendrán esta esperanza. Las mujeres santas como Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit y Ester conservaron viva la esperanza de la salvación de Israel. De ellas la figura más pura es María (cf. Lc 1,38).
716. El Pueblo de los “pobres” (cf. So 2, 3; Sal 22, 27; 34, 3; Is 49, 13; 61, 1; etc.), los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, todo esto es, finalmente, la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas para preparar la venida de Cristo. Esta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor “un pueblo bien dispuesto” (cf. Lc 1, 17).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Dichosos los pobres en el espíritu
El Evangelio de este Domingo es un fragmento de las Bienaventuranzas y comienza con la célebre frase: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».
La afirmación «dichosos los pobres en el espíritu» es hoy frecuentemente malentendida o hasta citada con una sonrisita de compasión, como algo a dejar creer para los ingenuos. Y, en efecto, Jesús no ha dicho nunca simplemente «¡Dichosos los pobres en el espíritu!», nunca; ni siquiera ha soñado decir una cosa semejante. Ha dicho más bien: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos», que es una cosa bien distinta.
El pensamiento de Jesús se rebaja completamente y se vulgariza cuando se cita su frase por la mitad. ¡Ojo con separar las bienaventuranzas de su motivación! Sería, por poner un ejemplo gramatical, como si uno pronunciase una prótasis (gramaticalmente, es la primera parte del período o exposición de algo en la que queda pendiente el sentido, que se completa o cierra en la segunda parte) sin hacerla seguir de una apódosis. Supongamos que yo os diga: «Si hoy sembráis...» ¿qué habéis entendido? ¡Nada! Pero, si añado: «mañana segaréis...», de golpe todo llega a estar claro. Así, si Jesús hubiese dicho sencillamente: «¡Dichosos los pobres!», la frase sonaría absurda; pero, cuando añade «porque de ellos es el Reino de los Cielos», todo llega a ser comprensible.
Pobreza es una palabra ambivalente. Puede significar dos cosas diametralmente opuestas: la pobreza como una condición social impuesta, que deshumaniza, y por ello hay que combatirla; o la pobreza elegida libremente como opción o estilo de vida, que hay que cultivar o cuidar. En esta ocasión, hablarnos de la bienaventuranza de los pobres, esto es, de la pobreza positiva o como opción dejando para otra ocasión el tema de la pobreza, que hay que combatir.
En la Biblia, antes de la venida de Cristo, no se habla nunca de la pobreza material como opción voluntaria de vida. Como máximo se habla del deber de socorrer a los pobres, pero, nunca de hacerse pobres voluntariamente. ¿Por qué? Simplemente, ¡porque todavía no había venido el reino de los cielos! No existía aún el motivo superior, el bien infinitamente más alto, que para obtenerlo hay que renunciar racionalmente, si es necesario, a todos los demás bienes hasta a un ojo, a una mano y a la misma vida.
Pero, ¿qué es este dichoso o bendito reino de los cielos, que ha realizado la verdadera «inversión de todos los valores»? Es la riqueza, que no pasa, la que los ladrones no pueden robar, ni la polilla corroer. Es la riqueza, que no se debe abandonar o dejar para los demás con la muerte, sino que se lleva consigo. Es el «tesoro escondido» y la «perla preciosa» (cfr. Mateo 13, 44ss.), que, dice el Evangelio, para obtenerlos vale la pena darlo todo. El reino de Dios, en otras palabras, es Dios mismo.
Su venida ha producido una especie de «crisis de gobierno», un reajuste radical de alcance universal. Ha abierto horizontes nuevos. Algo como cuando en el Cuatrocientos se descubrió que existía otro mundo, América, y las potencias, que tenían el monopolio del comercio con oriente, como Venecia, se encontraron de golpe destrozadas y entraron en crisis. Los viejos valores del mundo (dinero, poder, prestigio) han resultado cambiados y relativizados a causa de la venida del reino, incluso si no han sido maldecidos.
¿Quién es ahora el rico? Un hombre ha puesto aparte una ingente suma de dinero; durante la noche, sin embargo, se ha producido una devaluación de la moneda del cien por cien; por la mañana, se levanta siendo uno «que no tiene nada», aunque quizás todavía no lo sepa. Los pobres, por el contrario, son favorecidos por la venida del reino de Dios, porque, no teniendo nada que perder, están más dispuestos a aceptar la novedad y no temen el cambio. Ellos pueden invertido todo en la nueva moneda. Están más dispuestos a creer. Quien ha descubierto mejor esta nueva situación ha sido la Virgen en su cántico del Magnificat. Dice:
«Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lucas 1,52-53).
María, como se ve, habla de todo ello como de algo ya ocurrido. Pero, si interrogamos a la historia de la época no encontramos ninguna revolución de este tipo. Al contrario, los poderosos, como Herodes, han permanecido en el trono y los humildes, como ella y José, han tenido que huir a Egipto para salvarse. Para los ricos les fue ofrecida una posada en Belén; mas, para ella y para José, no.
Es verdad. Pero, miremos las cosas con algo de distancia. ¿Dónde están ahora aquellos ricos? ¿Dónde está Herodes el Grande? Tragados en el olvido de la historia o en la acusación. Por el contrario, ¿quién no conoce, no recuerda y no ama a María, a su esposo y a su hijo? ¿Cuál de estas dos categorías ha sido verdaderamente «dichosa»: la de los poderosos y de los ricos o la de los humildes y pobres? La revolución, por lo tanto, ha existido y ¡cómo!; pero, ha tenido lugar en la fe, en un plano más profundo, no sobre el plano visible y temporal.
Lo sé; nosotros acostumbramos a razonar de forma distinta. Creemos que los cambios que cuentan son los visibles y sociales, no los que suceden con la fe. Decimos: «¡Ah!, ¡si hubiera habido una verdadera revolución social de los pobres y de los esclavos y hubieran arrojado fuera de una vez para siempre a todos los ricos y poderosos!» Pero, propiamente ¿esto es verdad? Nosotros hemos conocido muchas revoluciones de este tipo en el siglo pasado; pero, hemos visto cuán fácilmente después de algo de tiempo terminan por reproducirse con otros protagonistas y con la misma situación de injusticia, que decían querer eliminar.
Hay planos y aspectos de la realidad que no se distinguen a ojo limpio sino sólo con la ayuda de una luz especial. Hoy vienen percibidas fotografías de enteras regiones de la tierra con rayos infrarrojos por satélites artificiales y ¡cómo aparece distinto el panorama a la luz de estos rayos! Existe igualmente la posibilidad de fotografiar una zona desde el avión «a luz radiante» y descubrir con ello, en efecto, la composición del mismo terreno, que está debajo. Con este método han sido descubiertas en Val Padana (Italia) unas ciudades etruscas, que habían permanecido sepultadas hasta hace poco. Pues bien, el Evangelio y en particular nuestra bienaventuranza de los pobres es esta «luz radiante» con estos rayos infrarrojos. Ello nos da una imagen distinta de la vida y del mundo. Se nos permite conocer lo que hay debajo o más allá de la fachada. Se nos permite distinguir lo que permanece de lo que pasa.
No podemos, sin embargo, contentarnos con solicitar a la mente sólo algunos principios y verdades generales. Debemos, asimismo, preguntarnos: un cristiano o una persona de buena voluntad, ¿qué puede hacer concretamente en este campo? Sin pensar en elecciones de pobreza radical, (que también hoy son posibles y practicadas por no pocos, que se sienten llamados a ello) hay algo que todos podemos hacer: ¡la sobriedad, la moderación, no al derroche, no al consumismo, no al lujo desenfrenado, que es un insulto a tanta gente pobre!
Está claro que por sí misma no es la abundancia de los bienes materiales la que puede excluir del Reino sino el mal uso que se hace. Y no podría ser rico de bienes, pero «pobre en espíritu», esto es, no apegado a ellos sino pronto a usar los recursos también para el bien de los demás. Por ejemplo, creando nuevos puestos de trabajo, más que abriendo nuevas cuentas en el banco o construyéndose nuevas villas, chalets o posesiones rústicas.
Nosotros, los italianos, y también los españoles, sufrimos el complejo de quien ha tenido una infancia con dificultades y ha sufrido hambre de niño (y esto nos excusa, al menos en parte). Una persona del género, encontrándose en la abundancia, se lanza ávidamente sobre todo casi como para rehacerse o por miedo incluso a perderlo. Éramos «gente pobre»; ahora, somos contados entre las naciones ricas del mundo. Es claro, que esto es un bien, del que debemos dar gracias a Dios y a las generaciones, que con tantos sacrificios y tenacidad, lo han realizado después de la guerra. Pero, ahora es necesario que encontremos un equilibrio. El bienestar nos ha sacudido un poco a la cabeza.
Pero, aún quiero decir algo positivo. La elección de la pobreza y la simplicidad de vida, bien entendida, es una elección para la alegría. Jesús promete «dicha» a los pobres en el espíritu, esto es, felicidad, alegría de corazón, y no sólo en el otro mundo sino también en éste. Es muy significativo que san Francisco de Asís, el santo de la pobreza, sea conocido además como el santo de la perfecta alegría y de la fraternidad universal. No poseyendo nada, él sabía gozar de todo. Todo era suyo, el sol, la luna, las fuentes, los animales. Francisco y Clara eran un poco como Adán y Eva en la mañana siguiente de la creación. Gente que «no tiene nada y lo posee todo» (1 Corintios 6,10). Lo contrario de lo que le sucede al avaro insaciable. Queriendo poseerlo todo, no goza de nada; no encuentra gusto en contemplar una obra de arte en un museo o una puesta de sol sobre los montes Dolomitas. No encuentra interés alguno en aquello de lo que no puede decir: «¡Es mío! ¡Me pertenece!»
La sencillez y la sobriedad representan, en segundo lugar, una elección para la libertad y esto ya en el estricto plano humano. Las demasiadas cosas, las necesidades inútiles y artificiales crean costumbre y hacen incapaces de cualquier renuncia y adaptación al cambio. Sofocan los valores más profundos y hacen esclavos de la necesidad. La felicidad no consiste en poder satisfacer todas las necesidades sino en tener las menos necesidades posibles que satisfacer.
Me gusta recordar para permanecer en este plano humano y, por así decir, laico las palabras de un escritor inglés, Jerome K. Jerome, autor del famoso libro Tres hombres sobre una barca (un humorista, que en este caso, sin embargo, habla con seriedad): «Cuánta gente carga la propia barca de una infinidad de baratijas, que creen necesarias para que el mismo viaje resulte agradable, en el dilatado viaje en el río de la vida hasta casi hacerla sucumbir; pero, en realidad, todas son inútiles y sin importancia. Más bien, ¿por qué no hacer que la barca de nuestra vida sea ligera, cargada sólo de las cosas que verdaderamente son necesarias?: una cassette agradable, placeres sencillos, uno o dos amigos dignos de este nombre, alguno al que amar y alguno que te ama, un gato, un perro, una pipa o dos, y suficiente para comer y para cubrirse. Encontraremos de este modo que es mucho más fácil empujar la barca. Tendremos tiempo para pensar, para trabajar y, también, para beber algo estando relajados al sol».
Ciertamente no es el ideal evangélico de la pobreza por el Reino; pero, al menos, nos hace ver cómo eso no sea contrario a la felicidad humana sino más bien un potente aliado suyo.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Seguir el ejemplo de los santos
Los justos están en paz.
Dichosos los que creen en Cristo y viven en la esperanza del cumplimiento de su promesa del Paraíso y la vida eterna, cumpliendo la voluntad de Dios, compartiendo la alegría de los ángeles y los santos que interceden por ellos, para que venzan todas sus batallas, y lleguen al cielo para participar del gozo de la santidad.
Dichosos los que tienen fe, y alimentan su fe.
Dichosos los que predican el Evangelio, y hablan de Jesús sin miedo, llevando su luz a todos los rincones de la tierra para que el mundo crea.
Dichosos los que aman a Dios por sobre todas las cosas, y aman al prójimo como Jesús los amó, y por ese amor se santifican, cada uno según su vocación y en su propio ambiente, ahí en donde le tocó vivir, y el llamado a la santidad sentir, escuchar, aceptar, enseñar, compartir.
Dichosos los que abren su corazón para recibir la misericordia y la gracia de Dios, a través de los dones, frutos y carismas del Espíritu Santo.
Sigue tú el ejemplo de los santos. La santidad es para todos. Es posible alcanzar la santidad, porque no hay nada imposible para Dios.
Tú eres una creación de Dios, único e irrepetible, hecho a imagen y semejanza de Dios. No hay nadie igual que tú. De manera especial has sido creado para amar a Dios y participar eternamente de su gloria, si eres pobre de espíritu y crees en Jesucristo como tu Amo y Señor, Hijo de Dios vivo, que ha resucitado para darte vida eterna.
Glorifica a Dios con tu vida, y alcanzarás la dicha de la santidad y la vida eterna».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Felices, pero ante Dios
Consideremos en este domingo que Dios Nuestro Padre nos aguarda como todos los padres, deseando la alegría con Él de sus hijos. Queremos fijarnos, por eso, antes que nada, en Él; porque nuestro deseo es agradarle y únicamente sentirnos a gusto con la propia conducta, si cumplimos así su voluntad. Es muy conveniente que no olvidemos el objeto de ese afán nuestro cuando deseamos la santidad: deseamos amar a Dios. Siempre será Él el punto de referencia de la calidad de nuestra vida, de modo que las propias impresiones de bondad, de progreso, de optimismo..., será necesario que las maticemos a la luz de su Palabra hecha carne, que es Jesucristo.
No nos extrañe, por esto, la enseñanza que hoy ofrece la Iglesia para nuestra meditación. Contemplamos al Señor hablando al pueblo desde el monte. Parece que quiere que escuchemos más solemnemente su voz; parece decirnos que lo que va a indicar es importante para nosotros, ante todo porque de Él procede. Y pronuncia las Bienaventuranzas. Nos enseña quiénes son en realidad buenos; no buenos en cierto sentido, en algún aspecto en particular, sino buenos para Él: completamente buenos; y, por eso, dignos de premio eterno, aunque no les vayan bien las cosas, por el momento, en este mundo caduco.
Sin duda sorprendería esta lección a los contemporáneos de Jesús de Nazaret, habituados, como muchos hoy día, a valorar la calidad de la vida con criterios materiales de éxito o fracaso. Éxito o fracaso para la pobre criatura que somos los hombres. Porque se nos olvida, a pesar de que tenemos fe, que ha querido Dios destinarnos a ser, por la Gracia, mucho más grandiosos de lo que naturalmente somos capaces: el sentido de la vida nuestra sólo se entiende desde su infinitud: desde la eternidad de Dios. ¿Qué importa que nos vaya bien o mal para quien nos observa sin fe? Nuestra realidad no se capta únicamente con la luz de este mundo, con la sola razón natural. Si así fuera, harían bien en lamentarse los pobres, y los que sufren, y los que padecen persecución injustamente, provenga de donde provenga la injusticia.
Pero tenemos en Jesucristo el punto de referencia válido y exclusivo de nosotros mismos, no ya porque debamos imitar su conducta, sino porque los hombres estamos llamados a vivir su misma vida: he aquí la categoría humana, el fundamento de la dignidad propia de los hombres. No tendréis vida en vosotros, dirá a los que aspiran a vivir sólo para sí, y no según la vida abundante que ha venido a traernos: he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia, afirmaba. Se refiere Jesús a esa vida sobrenatural, que nace en el cristiano por el bautismo y es de relación con la Trinidad.
Dios es amor, concluye san Juan. Pero la vida del hombre no siempre lo es. Nuestra vida no puede ser en Dios, por tanto, sino mediante una entrega de Él mismo a su criatura. Así nos hace sus hijos y por ello es posible llevar una existencia plena, aunque no lo sea para nuestra corta mirada, porque humanamente tal vez no logramos una satisfacción completa. Los bienaventurados son, según las palabras del Señor, mujeres y hombres que, habiendo alcanzado la perfección ante Dios, no han logrado en muchos casos, sin embargo –no se han ocupado de ello–, una plenitud según este mundo. De ese modo, según el mundo, se sienten bienaventurados quizás los que viven para sus riquezas, los que triunfan según los criterios de moda y son aplaudidos por otros como ellos, y, en general, los que no sienten una preocupación especial por el Reino de Dios.
¡Que se alegre el corazón de los que buscan al Señor!, canta la Liturgia. Con todo derecho, en efecto, se llenan de alegría esos justos –que Dios contempla– que se afanan ante todo por establecer el Evangelio en el mundo. Casi no se preocupan de más, confiando en el Señor que dijo: es digno el trabajador de su salario y todo se os dará por añadidura, si buscáis primero el Reino de Dios y su justicia. Los cristianos debemos vivir de fe. No queremos pensar que nuestra vida es únicamente resultado de nuestro esfuerzo; pues, así como sin Dios pierde su sentido de la vida humana –como el sarmiento sin la vid, según las palabras de Cristo–, del mismo modo sin el auxilio divino no podemos agradarle. Tenemos razón, en cambio, al sentirnos tranquilos, a pesar de nuestros defectos, si confiamos en Nuestro Padre Dios. Nos acogemos a su amor omnipotente, esperando que nos hará santos a pesar de la debilidad que sentimos: no queremos ser flojos en su amor y nos dolemos –procurando mejorar– arrepentidos por las infidelidades cometidas.
Contemplar a la Madre de Dios, Madre nuestra, confirma nuestro optimismo. Y brota espontánea en cada uno la acción de gracias.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
“Felices los pacientes...”: Los cristianos y la violencia
Al ver la multitud Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles... Ese “entonces” se convierte en un “ahora”, ahora y aquí nos acercamos a Jesús, nos sentamos frente a él para escucharlo.
Su palabra de hoy comienza así: Felices los que tienen alma de pobres. Es una bienaventuranza que tendremos ocasión de comentar a menudo. En general, cuando se habla de las bienaventuranzas, es normal detenerse sólo en esta primera; en parte resulta correcto hacerla porque, en cierto sentido, allí están contenidas todas las demás. Sin embargo, entre las siete bienaventuranzas que siguen hay algunas que se han vuelto extremadamente actuales en nuestra época y que no podemos dejar de lado. Son sobre todo dos:
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Ellas nos plantean el problema de los cristianos frente a la violencia y a la lucha de clases. ¿Son compatibles estas cosas con el “felices los pacientes y felices los pacíficos”? Esas bienaventuranzas han entrado en crisis y ya muy pocos hablan de ellas, justamente porque no están de acuerdo con cierto clima de conflicto permanente, de desprecio juvenil, de propósitos revolucionarios, instaurado entre grandes estratos del pueblo cristiano.
¿Pero es de veras tan simple su sentido y su aplicación? ¿Qué quiso decir Jesús al exaltar la paciencia? Pacientes, pacíficos, dóciles son, en la Biblia, los humildes y los pobres. Es decir, aquellos que no tienen los medios o la voluntad para hacerse justicia por su cuenta. Aquellos que no confían ni en los carros ni en los caballos, sino que sienten que su fuerza está en el nombre del Señor (Sal. 19, 8). En el Antiguo Testamento, los profetas les prometen la salvación en las horas de angustia, de guerra y de deportación. Son “el resto de Israel” del que hoy escuchamos hablar en la primera lectura. También san Pablo, en la segunda lectura, piensa en esta categoría de personas. Él invita a los primeros cristianos a que miren a su alrededor para constatar que Dios reclutó justamente entre ellos a su pueblo, al nuevo resto de Israel: No hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que tiene por débil, para confundir a los fuertes.
Jesús es el prototipo de estos pacientes, tanto como para poder exclamar: Aprendan de mí porque soy paciente y humilde de corazón (Mt. 11, 29). Paciencia y docilidad indican, además de una actitud interior del corazón, una determinada actitud ante el uso de la fuerza y de la violencia. Jesús es la más luminosa manifestación de ello. A él aplica el evangelista las palabras mesiánicas de Isaías: No quebrará la caña doblada y no apagará la mecha humeante (Mt. 12, 20). En su época, Palestina era recorrida por temblores de rebelión de los celotes contra las clases ricas del lugar y contra los dominadores romanos. De vez en cuando, dicha rebelión se manifestaba a través de episodios de violencia y de terrorismo. Y Jesús lo sabe, porque en cierta ocasión habla de la represión sangrienta por parte de Pilatos de una tentativa de levantamiento (cfr. Lc. 12, 1 ssq.). Uno de sus discípulos, Simón el Celote, provenía quizás de ese entorno. No se excluye que algunos grupos de estos revolucionarios hayan intentado atraer a Jesús hacia ellos. Sin embargo, él rechazó de plano cualquier propuesta en ese sentido; huyó cuando llegaron para hacerla rey, es decir, jefe de un movimiento de resistencia armada (Jn. 6, 15). A Pedro, en el Getsemaní, le dijo: Guarda tu espada, porque el que a hierro mata a hierro muere (Mt. 26, 32), renunciando así a oponer cualquier tipo de resistencia a su captura. A la violencia él respondió con el martirio, es decir, con el testimonio: Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad (Jn. 18, 37).
Los intentos hechos por algunos estudiosos para incluir a Jesús entre los revolucionarios de su época carecen de fundamento y, en realidad, han sido abandonados. El rechazo de la violencia es total en Jesús, tanto en su vida como en su palabra. La última de las bienaventuranzas escuchadas hoy dice: Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. No hay una bienaventuranza en contrario: felices ustedes, cuando sepan hacerse valer, cuando devuelvan ojo por ojo y diente por diente. No se termina de formular esa idea y ya nos parece absurda en el Evangelio.
Sin embargo, debemos estar atentos para no falsear la palabra de Jesús. Él -lo dijimos- rechaza la violencia en todas sus formas: no, entonces, sólo la violencia de reacción, sino también la de quien “hace violencia” primero, tal vez escondiendo el puño de hierro debajo de un guante de terciopelo. Si hay un “¡No a los violentos!” en el Evangelio -como creo que lo hay de un extremo al otro-, ataca antes que nada a ellos: a quienes humillan y esclavizan, a quienes mandan al exilio, como él fue mandado a Egipto por Herodes, a quienes suscriben sentencias injustas, como hicieron con él el sanedrín y Pilatos, a quienes hacen matar para satisfacer a una bailarina... Jesús no ignoraba que también existe esta violencia entre los hombres y, si dijo un “no” a la violencia de quien es golpeada en la mejilla, elijo un “no” mucho más terrible a quien golpea en la mejilla.
Al llegar aquí, estoy seguro de que ustedes, por conocer el Evangelio, ya piensan esto: ¿y entonces cómo se explica al Jesús que echa a los mercaderes del templo; al Jesús que con tono ardoroso grita: “¡Malditos sean, fariseos y escribas!”; al Jesús que dice: “He venido a traer la espada y el fuego sobre la tierra”? (cfr. Lc. 12). ¿Cómo se explican estas cosas?
Resulta saludable esta reacción, que ha sido la reacción de muchos lectores modernos del Evangelio, sobre todo de jóvenes y cristianos comprometidos con los conflictos de la sociedad. En efecto, ella nos llevó a descubrir algo: con la paciencia y el pacifismo Jesús no pretendió apagar todo resentimiento injusto del hombre, ni dejarlo inerme frente a la injusticia; no quiso ocultar lo incorrecto y, en un último análisis, dejar a los pobres y a los débiles a merced de los poderosos. Si la religión fue alguna vez en la historia “el opio del pueblo”, verdaderamente no lo fue en el fundador del cristianismo, en consecuencia no lo es en la religión cristiana. ¡Cuántas tonterías fueron dichas en el pasado (por ejemplo, por F. Nietzsche) acerca de la presunta resignación pasiva predicada en el Evangelio! Nadie desnudó tan despiadadamente como Jesús el poder que se aprovecha de sus súbditos y que, además, simula erigirse en benefactor de los hombres (cfr. Lc. 22, 25). Jesús no ha dicho nada contra el cambio; es más, la palabra clave de su Evangelio -conversión- significa justamente cambio.
Sin embargo, él dio al cambio y a la lucha un cariz totalmente nuevo: no el odio, sino el amor; no la violencia, sino, en todo caso, el martirio. Su revolución no es “contra” alguien, como casi todas las revoluciones humanas, sino “por” alguien.
En el fondo, también nosotros los cristianos podemos suscribir la afirmación de que “el mundo no será salvado sino por rebeldes”, y de que “los rebeldes son la sal de la tierra” (A. Gide). Todo reside en saber contra qué se debe rebelar uno y por qué cosa se debe convertir en rebelde: si por amor o por odio, o peor aún, por orgullo.
La elección del Evangelio -se sabe- es la primera: el amor. Pero no un amor vacío, o sólo “de palabra”, como lo llama san Juan, sino más bien un amor que actúa, que empuja a compartir: ¡quien tiene dos túnicas que le dé una a quien no la tiene; quien tiene cinco panes que los comparta con los cinco mil hermanos que no los tienen!
Sin embargo, se nos pregunta: ¿este amor de veras produce cambios? La historia parece decirnos que no, porque hay tanto que cambiar a nuestro alrededor, a tal punto que incluso algunos cristianos entran en crisis consigo mismos y empiezan a mirar con simpatía la violencia y la lucha revolucionaria, a aquello que san Pablo llamaba “las cosas fuertes del mundo”. Cristo los mandó en calidad de corderos entre los lobos, pero ellos a veces están tentados de hacerse lobos contra los lobos.
No debemos vacilar en la fe. Si es poco y demasiado lento el cambio, es porque todavía hay demasiado poco amor cristiano en el mundo, no porque haya demasiado. Sólo él está capacitado para producir cambios con el fin de mejorar, cambios reales e irreversibles, a nivel no sólo de estructuras, sino también de conciencias y de personas. Jesús usó sólo el arma del amor y de la no violencia y, sin embargo, hoy todos admiten que él hizo más por los pobres y que contribuyó más a cambiar su suerte que todas las rebeliones proletarias de su época, fueran las de los celotes o las de los esclavos. Él les dio a los hombres una razón más para luchar, justamente aquella que desprecian los ateos: la esperanza de la vida eterna. Porque está más dispuesto a dar la vida por la causa de la justicia y de los pobres quien sabe que esta vida que perdió la volverá a encontrar después de la muerte, que aquel que sólo tiene esta vida para ilusionarse. La tierra que Jesús promete en calidad de herencia a los pacientes no es la tierra material, es la tierra prometida, el reino de los cielos, capaz, sin embargo, de instaurarse en su corazón desde esta vida y de hacerlos felices. ¡Felices los pacientes, porque heredarán la tierra!
En una sociedad de coléricos, de violencia continua, de intolerancia, de gente que habla a los gritos, nuestro maestro nos volvió a proponer hoy su elección, tan distinta de la del mundo. A nosotros, sus discípulos, nos pide no ser así; nos pide, al contrario, ser hombres de paz aunque fuertes, justamente porque somos hombres fuertes. Sólo los fuertes pueden permitirse ser pacientes y pacíficos.
Sin embargo, sabemos que hoy hemos tocado un punto difícil del Evangelio: uno de aquellos en los cuales el impacto con la realidad es más duro; uno que planea interrogantes y problemas angustiosos, que a menudo el cristiano se ve obligado a resolver a solas con su conciencia. Roguemos al Señor -que ahora se hace presente entre nosotros en persona con los signos eucarísticos- que nos ayude, él que fue paciente y humilde de corazón, a ser, a nuestra vez, pacientes y trabajadores por la paz en una generación que no tiene paz.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en la parroquia de San José Cafasso (1-II-1981)
– La vida eterna, base de las bienaventuranzas
“Dichosos vosotros...” (Mt. 5,11). Con estas palabras, que acabamos de escuchar, deseo saludaros a todos.
“Dichosos vosotros...”. Son las palabras del “sermón de la montaña”, con las que Jesús trató de delinear la esencia de su mensaje. Algunos han calificado como la “carta magna” del Reino de Cristo. Son palabras revolucionarias, porque proponen un radical trueque de los valores, en los que se inspira la mentalidad corriente: la de los tiempos de Jesús no menos que la de nuestros tiempos. Efectivamente, la gente ha creído siempre mucho en el dinero, en el poder en sus varias formas, en los placeres sensuales, en la victoria sobre el otro a cualquier precio, en el éxito y en el reconocimiento mundano. Se trata de “valores” que se sitúan, como aparece claramente, dentro del horizonte limitado de las realidades terrenas.
Jesús rompe este círculo limitado y limitante: impulsa la visual sobre realidades que escapan a la comprobación de los sentidos, porque transcienden la materia y se colocan, más allá del tiempo en el ámbito de lo eterno. El habla de “reino de los cielos”, de “tierra prometida”, de “filiación divina”, de “recompensa celeste”, y en esta perspectiva afirma la preeminencia de la “pobreza en espíritu”, de la “mansedumbre”, de la “pureza de corazón”, del “hambre de justicia”, que se manifiesta no en la violencia, sino en soportar valientemente la “persecución”.
– Vocación cristiana
“Considerad vuestra llamada, hermanos”, nos ha repetido oportunamente San Pablo (1 Cor 1,26). Estas palabras nos invitan a reflexionar sobre una dimensión fundamental de nuestra existencia: nuestra vida forma parte del designio amoroso de Dios. San Pablo es explícito a este respecto. Por tres veces, en la lectura de hoy, afirma que “Dios ha elegido” a cada uno de nosotros, de manera que “somos en Cristo Jesús”, el cual “se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención” (cfr. 1 Cor 1,27-30).
Este es, en efecto, el maravilloso mensaje de la fe: en los orígenes de nuestra vida hay un acto de amor de Dios, una elección eterna, libre y gratuita, mediante la cual, Él, al llamarnos a la existencia, ha hecho de cada uno de nosotros su interlocutor: “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios” (G et S,19).
Este diálogo, como es sabido, lo interrumpió el hombre con el pecado. Dios, en su misericordia, ha querido abrirlo de nuevo, dirigiéndose nuevamente a nosotros con la Palabra misma de su amor eterno, el Verbo consustancial, que, haciéndose hombre y muriendo por nosotros, nos ha puesto de nuevo en comunicación con el Padre. He aquí porqué San Pablo dice que estamos llamados “en Cristo Jesús”: la esencia de la vocación cristiana está precisamente en “ser en Cristo”. Esto es obra de Dios mismo, es don de su amor y de su gracia. Por esto, justamente concluye San Pablo que cada uno de nosotros puede “gloriarse en el Señor” (cfr. 1 Cor 1,31).
– Respuesta personal a Dios
Sin embargo, a la llamada de Dios debe corresponder, por nuestra parte, una respuesta adecuada. ¿Qué respuesta? La que tiene su raíz fundamental en el bautismo y que se hace consciente y responsable en el acto de fe personal, suscitado por la escucha de la Palabra, alimentado por la participación en los sacramentos, testimoniado por una vida que se inspira en las bienaventuranzas de Cristo y se extiende al cumplimiento generoso de sus mandamientos, entre los cuales el más grande es el mandamiento del amor.
En el ámbito de esta vocación común, que Dios dirige a cada uno de los hombres, destacan las vocaciones específicas, mediante las cuales Dios “elige” a cada una de las personas para una tarea particular.
“Dios ha elegido la flaqueza del mundo, nos recuerda San Pablo, para confundir a los fuertes”. En el designio misterioso de Dios, la acción renovadora de la gracia pasa a través de la debilidad humana: por esto, pasa, de modo particular, a través de estas situaciones de sufrimiento y abandono.
Al terminar esta meditación sobre la vocación cristiana quiero dirigiros dos deseos. El primero está tomado del profeta:
“Buscad al Señor los humildes, que cumplís sus mandamientos; buscad la justicia, buscad la moderación” (Sof.2,3)
Si os comprometéis a buscarla, como dice el Profeta o, mejor aún, como dice Cristo en el “sermón de la montaña”, entonces podrá realizarse en vosotros el segundo deseo: “Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Mt. 5,12).
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Si hay una página del NT ante la que convendría guardar silencio para no privarse del encanto y profundidad que encierra, es ésta. Deberíamos meditar estas declaraciones de Jesús, permitiendo que sean ellas las que resuenen en nuestro corazón y despierten en él lo que Jesús quiere decirnos.
La Palabra de Dios, que resonó con fuerza en el Sinaí para dar a Moisés la Ley, es la que se hace oír ahora con una autoridad y plenitud nueva en el monte de las Bienaventuranzas. Ellas son como la carta magna del cristianismo. El espíritu que emerge de ellas traza el perfil del cristiano. Jesús hace un canto a la sobriedad, la dulzura, la solidaridad, la sencillez de corazón el dolor soportado con entereza, el hambre de justicia, la paz, asegurando también que no le faltarán las críticas y la oposición, a veces hasta crueles, a quienes hagan suyas esta enseñanza. Con todo, la recompensa será muy grande en el Cielo.
Las Bienaventuranzas sitúan los bienes del espíritu por encima de los materiales. Sanos y enfermos, ricos y pobres, poderosos y débiles..., todos son invitados, por encima de estas circunstancias, a la dicha eterna que Jesús promete. Es difícil resistirse ante el aplomo y seguridad con que Jesús va exponiendo su programa. Sus palabras no adolecen de inseguridad o duda, no expresan una opinión. Tienen la toda la autoridad de Dios y así lo percibió el pueblo.
También nosotros nos sentimos atraídos por la autoridad y la altura de miras de estas propuestas. Sin embargo, todo esto se nos antoja “poco práctico” en una sociedad en la que la riqueza, el éxito, el poder, el bienestar, es lo realmente importante. Reconozcamos, no obstante, que a pesar de nuestro aire satisfecho no somos felices ni nos sentimos seguros. Hay demasiadas diferencias, antagonismos, sufrimientos... Todavía hay hambre y discriminaciones sangrantes; hombres que dominan a otros, depredadores y no colaboradores en la tarea de organizar este mundo. No existe sólo el sol. Hay también nieblas, noches cerradas, temporales y vientos devastadores. El mismo sol que calienta a unos puede ser sofocante y duro para otros. La muerte es una realidad.
Y, sin embargo, tenemos derecho a soñar con un mundo donde la libertad, la paz..., no sean palabras que se usan en los discursos pero que, en la práctica, no significan nada. Las Bienaventuranzas van más allá de ese anhelo. No debemos dudarlo. Pidamos al Señor que nos aumente la fe y nos ayude a vivir según este programa.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Cristo llama bienaventurados a los que el mundo desprecia»
I. LA PALABRA DE DIOS
So 2,3;3,12-13: «Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde»
Sal 145,7-8.9-10: «Dichosos los pobres de espíritu...»
1Co 1,1-12: «Dios ha escogido lo débil del mundo»
Mt 5,1-12: «Dichosos los pobres de espíritu»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
Como Moisés en el Sinaí, Cristo en la montaña proclama el Código de la Nueva Alianza.
El Maestro que proclama las Bienaventuranzas, las ha realizado perfectamente en su vida. Son el resumen del Evangelio y de la vida misma de Jesús. Todas se reducen a la pobreza por la que uno sale de sí mismo para entregarse plenamente a Dios y a los demás.
Esa pobreza es la característica de la Antigua Alianza en la que Dios realiza su designio a través «de un pueblo pobre y humilde» (1ª Lect.). Es también la característica de la Iglesia en la que no hay muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas porque Dios ha escogido lo necio y lo débil del mundo (2ª Lect.).
III. SITUACIÓN HUMANA
La tendencia del hombre es a absolutizar valores que son por sí mismos relativos. Y no es que primero los destaque y luego los use, sino que, al hacer imprescindible su uso, los absolutiza.
El pobre del Evangelio no es el inútil que, por no usar nada, desprecia todo. Es el que no pone nada por encima de Dios. Es el que espera a ver qué dice Dios acerca de algún valor para aceptarlo. Sabe que los valores que Cristo ha proclamado, son antes conducta del propio Cristo.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– Las Bienaventuranzas: «Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos...» (1716).
– Los que esperan de Dios la justicia: “El Pueblo de los «pobres», los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, todo esto es, finalmente, la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las promesas para preparar la venida de Cristo. Esta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor «un pueblo bien dispuesto»” (716).
La respuesta
– «La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas, las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor» (1723).
El testimonio cristiano
– “«Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios». Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable gloria, «nadie verá a Dios y seguirá viviendo», porque el Padre es inasequible; pero su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llegan hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a Dios... porque lo que es imposible para los hombres es posible para Dios (San Ireneo, haer.4,20,5)” (1722).
Las Bienaventuranzas nos conducen a reconocer nuestra insuficiencia, a identificarnos con Jesucristo, a construir un mundo nuevo con los valores del Reino y a conseguir la bienaventuranza de Dios.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
El camino de las Bienaventuranzas.
− Las bienaventuranzas, camino de santidad y de felicidad.
I. Una inmensa multitud venida de todas partes rodea al Señor. De Él esperan su doctrina salvadora, que dará sentido a sus vidas. Viendo Jesús este gentío subió a un monte, donde, habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos, y abriendo su boca les enseñaba.
Y es ésta la ocasión que aprovecha el Señor para dar una imagen profunda del verdadero discípulo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran...
No resulta difícil imaginar la impresión −quizá de desconcierto y, en algunos de los oyentes, incluso de decepción− que estas palabras del Señor debieron de causar en quienes le escuchaban. Jesús acababa de formular el espíritu nuevo que había venido a traer a la tierra; un espíritu que constituía un cambio completo de las usuales valoraciones humanas, como la de los fariseos, que veían en la felicidad terrena la bendición y premio de Dios y, en la infelicidad y desgracia, el castigo. En general, “el hombre antiguo, aun en el pueblo de Israel, había buscado la riqueza, el gozo, la estimación, el poder, considerando todo esto como la fuente de toda felicidad. Jesús propone otro camino distinto. Exalta y beatifica la pobreza, la dulzura, la misericordia, la pureza y la humildad”.
Al volver a meditar ahora, en nuestra oración, estas palabras del Señor, vemos que aún hoy día se insinúa en las personas el desconcierto ante ese contraste: la tribulación que lleva consigo el camino de las Bienaventuranzas y la felicidad que Jesús promete. “El pensamiento fundamental que Jesús quería inculcar en sus oyentes era éste: sólo el servir a Dios hace al hombre feliz. En medio de la pobreza, del dolor, del abandono, el verdadero siervo de Dios puede decir con San Pablo: Sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones. Y, por el contrario, un hombre puede ser infinitamente desgraciado aunque nade en la opulencia y viva en posesión de todos los goces de la tierra”. No en vano aparecen en el Evangelio de San Lucas, después de las Bienaventuranzas, aquellas exclamaciones del Señor: ¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestra consolación! ¡Ay de vosotros, los que os saciáis ahora (...). ¡Ay de vosotros, todos lo que sois aplaudidos por los hombres, porque así hicieron sus padres con los falsos profetas!
Quienes escuchaban al Señor entendieron bien que aquellas Bienaventuranzas no enumeraban distintas clases de personas, no prometían la salvación a determinados grupos de la sociedad, sino que señalaban inequívocamente las disposiciones religiosas y la conducta moral que Jesús exige a todo el que quiera seguirle. “Es decir, los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran (...) no indican personas distintas entre sí, sino que son como diversas exigencias de santidad dirigidas a quien quiere ser discípulo de Cristo”.
El conjunto de todas las Bienaventuranzas señala el mismo ideal: la santidad. Hoy, al escuchar de nuevo, en toda su radicalidad, las palabras del Señor, reavivamos el afán de santidad como eje de toda nuestra vida. Porque Jesucristo Señor Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin distinción alguna. Un solo puchero y un solo alimento: mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado, y dar cumplimiento a su obra (Jn 4, 34). A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén. Cualesquiera que sean las circunstancias que atraviese nuestra vida, hemos de sabernos invitados a vivir la plenitud de la vida cristiana. No puede haber excusas, no podemos decirle al Señor: espera a que se solucione este problema, a que me reponga de esta enfermedad, a que deje de ser calumniado o de ser perseguido..., y entonces comenzaré de verdad a buscar la santidad. Sería un triste engaño no aprovechar esas circunstancias duras para unirnos más al Señor.
− Nuestra felicidad viene de Dios.
II. No desagrada a Dios que pongamos los medios oportunos para evitar el dolor, la enfermedad, la pobreza, la injusticia..., pero las Bienaventuranzas nos enseñan que el verdadero éxito de nuestra vida está en amar y cumplir la voluntad de Dios sobre nosotros. Nos muestran, a la vez, el único camino capaz de llevar al hombre a vivir con la plena dignidad humana que conviene a su condición de persona. En una época en que tantas cosas empujan hacia el envilecimiento y la degradación personal, las Bienaventuranzas son una invitación a la rectitud y a la dignidad de vida. Por el contrario, intentar a toda costa −como si se tratara de un mal absoluto− sacudir el peso del dolor, de la tribulación, o buscar el éxito humano como un fin en sí mismo, son caminos que el Señor no puede bendecir y que no conducen a la felicidad.
“Bienaventurado” significa “feliz”, “dichoso”, y en cada una de las Bienaventuranzas “comienza Jesús prometiendo y señalando los medios de conseguirla. ¿Por qué comenzará Nuestro Señor hablando de la felicidad? Porque en todos los hombres existe una tendencia irresistible a ser felices; éste es el fin que todos sus actos se proponen; pero muchas veces buscan la felicidad donde no se encuentra, donde no hallarán sino miseria”.
El Señor nos señala aquí los caminos para ser felices sin límites y sin fin en la vida eterna, y también para serlo en esta vida, viviendo con plena dignidad, como conviene a la condición de persona. Son caminos bien diferentes a los que, con frecuencia, suele escoger el hombre.
Buscad al Señor los humildes que cumplís sus mandamientos (...). Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor, se nos dice en la Primera lectura de la Misa.
La pobreza de espíritu, el hambre de justicia, la misericordia, la limpieza de corazón y el soportar ser rechazados por causa del Evangelio manifiestan una misma actitud del alma: al abandono en Dios. Y ésta es la actitud que nos impulsa a confiar en Dios de un modo absoluto e incondicional. Es la postura de quien no se contenta con los bienes y consuelos de las cosas de este mundo, y tiene puesta su esperanza última más allá de estos bienes, que resultan pobres y pequeños para una capacidad tan grande como es la del corazón humano.
Bienaventurados los pobres de espíritu... Y en el Magnificat de la Virgen escuchamos: Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada. ¡Cuántos se transforman en hombres vacíos, porque se sienten satisfechos con lo que ya tienen! El Señor nos invita a no contentarnos con la felicidad que nos pueden dar unos bienes pasajeros, y nos anima a desear aquellos que Él tiene preparados para nosotros.
− No perderemos la alegría si buscamos en todo al Señor.
III. Dice Jesús a quienes le siguen −en aquel tiempo y ahora− que no será obstáculo para ser felices el que los hombres os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Así como ninguna cosa de la tierra puede dar la felicidad que todo hombre busca, tampoco nada, si estamos unidos a Dios, puede quitárnosla. Nuestra felicidad y nuestra plenitud vienen de Dios. “¡Oh vosotros que sentís más pesadamente el peso de la cruz! Vosotros que sois pobres y desamparados, los que lloráis, los que estáis perseguidos por la justicia, vosotros sobre los que se calla, vosotros los desconocidos del dolor, tened ánimo; sois los preferidos del reino de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; sois los hermanos de Cristo paciente, y con Él, si queréis, salváis el mundo”.
Pidamos al Señor que transforme nuestras almas, que realice un cambio radical en nuestros criterios sobre la felicidad y la desgracia. Somos necesariamente felices si estamos abiertos a los caminos de Dios en nuestras vidas, y si aceptamos la buena nueva del Evangelio.
Y esto, también en el caso de que otras gentes parezcan conseguir todos los bienes que se pueden alcanzar en esta corta vida. No se debe tener al rico por dichoso sólo por sus riquezas −dice San Basilio−; ni al poderoso por su autoridad y dignidad; ni al fuerte por la salud de su cuerpo; ni al sabio por su gran elocuencia. Todas estas cosas son instrumentos de la virtud para los que las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no contienen la felicidad. Sabemos que, muchas veces, estos mismos bienes se convierten en males y en desgracia para la persona que los posee y para los demás, cuando no están ordenados según el querer de Dios. Sin el Señor, el corazón se sentirá siempre insatisfecho y desgraciado.
Cuando para encontrar esa felicidad los hombres ensayamos otros caminos que no son los de la voluntad de Dios, que no son los que nos ha trazado el Maestro, al final sólo se encuentra soledad y tristeza. La experiencia de todos lo que no quisieron entender a Dios que les hablaba de distintas maneras, ha sido siempre la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay felicidad estable y duradera. Lejos del Señor sólo se recogen frutos amargos y, de una forma u otra, se acaba como el hijo pródigo fuera de la casa paterna: comiendo bellotas y apacentando puercos.
Son dichosos quienes buscan a Cristo, quienes piden y fomentan el deseo de santidad. En Cristo están ya presentes todos los bienes que constituyen la verdadera felicidad. Laetetur cor quaerentium Dominum −Alégrese el corazón de los que buscan al Señor.
− Luz, para que investigues en los motivos de tu tristeza.
Cuando falta la alegría, ¿no estará la causa en que, en esos momentos, no buscamos de verdad al Señor en el trabajo, en quienes nos rodean, en las contradicciones? ¿No será que no estamos todavía desprendidos del todo? ¡Que se alegren los corazones que buscan al Señor!
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Rev. D. Pablo CASAS Aljama (Sevilla, España) (www.evangeli.net)
Bienaventurados los pobres de espíritu…
Hoy leemos este Evangelio tan conocido para todos nosotros, pero siempre tan sorprendente. Con este fragmento de las bienaventuranzas, Jesús nos ofrece un modelo de vida, unos valores, que según Él son los que nos pueden hacer felices de verdad.
La felicidad, seguramente, es la meta principal que todos buscamos en la vida. Y si preguntásemos a la gente cómo buscan ser felices, o dónde buscan su propia felicidad, nos encontraríamos con respuestas muy distintas. Algunos nos dirían que en una vida de familia bien fundamentada; otros que en tener salud y trabajo; otros, que en gozar de la amistad y del ocio..., y los más influidos quizá por esta sociedad tan consumista, nos dirían que en tener dinero, en poder comprar el mayor número posible de cosas y, sobre todo, en lograr ascender a niveles sociales más altos.
Estas bienaventuranzas que nos propone Jesús no son, precisamente, las que nos ofrece nuestro mundo de hoy. El Señor nos dice que serán «bienaventurados» los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de la justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que buscan la paz, los perseguidos por causa de la justicia... (cf. Mt 5,3-11).
Este mensaje del Señor es para los que quieren vivir unas actitudes de desprendimiento, de humildad, de deseo de justicia, de preocupación e interés por los problemas del prójimo, y todo lo demás lo deja en un segundo término.
¡Cuánto bien podemos hacer rezando, o practicando alguna corrección fraterna, cuando nos critiquen por creer en Dios y por pertenecer a la Iglesia! Nos lo dice claramente Jesús en su última bienaventuranza: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa» (Mt 5,11).
San Basilio nos dice que «no se debe tener al rico por dichoso sólo por sus riquezas; ni al poderoso por su autoridad y dignidad; ni al fuerte por la salud de su cuerpo... Todas estas cosas son instrumentos de la virtud para los que las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no contienen la felicidad».
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
La riqueza de la pobreza
«Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos».
Eso dice Jesús.
Eso promete Jesús.
Esa es la esperanza de los hombres.
Sacerdote: tú naciste para ser pobre.
Acepta, sacerdote, tu condición.
Eres esclavo, eres siervo, eres pobre, eres trabajador en la viña del Señor. Tu misión es servirlo, pero tú sirves al Señor, que es bondadoso y misericordioso, y Él paga un buen salario también a sus esclavos, a sus servidores, a sus trabajadores.
Tú recompensa, sacerdote, es el Reino de los Cielos. Esa es la promesa de tu Señor.
Bienaventurado seas, sacerdote, cuando te humillas a los pies de tu Señor, y pones a la disposición de su pueblo los dones que de Él has recibido para construir su Reino. Porque ese Reino, sacerdote, que tú construyes, esa es tu riqueza.
Persevera, sacerdote, en la pobreza: pobreza de espíritu, pobreza del corazón, pobreza de los bienes y de los placeres del mundo, al que tú no perteneces, porque tú, sacerdote, no eres del mundo, como Cristo tampoco es del mundo.
Tu riqueza, sacerdote, no es de este mundo. Tus tesoros están puestos en el cielo, en donde no hay ladrón que se los robe.
Conserva, sacerdote, la pureza en tu corazón. Porque esa pureza es la riqueza que recibes como don, para navegar en medio del mundo, en esta barca que es la Santa Iglesia Católica, de la que tú eres columna, eres pilar, eres cimiento, eres cemento.
Sacerdote: de ti depende la unidad. Entrega lo único que es tuyo, porque, sin merecerlo, te lo ha dado Dios: tu voluntad. Entrégasela a tu Señor y entonces serás verdaderamente libre. Y, cuando seas totalmente pobre, te habrás despojado de ti, para recibir, en tu pobreza, la verdadera riqueza a la que el espíritu aspira, que es el culmen de todo deseo, que es la felicidad en la plenitud de la vida eterna, alcanzada para ti por la cruz de tu Señor, que por ti entregó su vida, por su propia voluntad, para darte a ti su eternidad, la vida del Reino de los Cielos.
Sacerdote: dichoso seas por parecerte a tu Señor, cuando lloras, cuando sufres, cuando tienes hambre y sed de justicia, cuando obras con misericordia y pureza de corazón, cuando trabajas por la paz, cuando eres perseguido por causa de la justicia, cuando te injurien y te persigan, cuando digan cosas falsas de ti por la causa de Cristo. Alégrate, sacerdote, porque siendo pobre, eres el más rico entre los ricos, porque tú tienes para ti y para el mundo entero, la verdadera riqueza que es el Reino de los Cielos.
Sacerdote: da testimonio de todo esto, para que crean en ti, porque te entregas con tu propia voluntad al que siendo rico se hizo pobre, para conseguir tu pobreza, y a través de esa pobreza, conseguir tu voluntad para recibir su riqueza, para que, siendo pobre, seas dueño del Reino de los Cielos, y lleves ese Reino al mundo entero, compartiendo tu riqueza con los pobres que viven en medio del mundo, miserables, indignos, pecadores, porque para eso tu Señor te ha hecho pescador de hombres.
Lleva, sacerdote, la barca de tu pobreza a navegar mar adentro, despojado totalmente de ti, vacío, sin nada, para encontrar el tesoro de la fe, que te mantiene pobre, para que recibas la riqueza del Reino de Dios.
El Reino de Dios está en ti, sacerdote, y cuando eres pobre, entonces eres rico, porque cuando eres débil, entonces eres fuerte.
Bienaventurado seas, sacerdote, cuando cumples con tu misión, viviendo tu ministerio buscando la perfección en el único y verdadero Rey, que reina y que inunda, llena y desborda tu corazón: Cristo, de quién eres esclavo, siervo y obrero, pero Él no te llama esclavo, no te llama obrero, no te llama siervo, te llama amigo, y comparte desde ahora contigo su Reino, y te hace como Él: sacerdote, profeta y Rey, para que tú seas, para el mundo, Cristo en presencia, en carne, en sangre, en humanidad, en divinidad, en el cumplimiento de su Divina voluntad.
(Espada de Dos Filos III, n. 25)
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