Domingo 02 del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo II del Tiempo Ordinario (ciclo A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2014, 2017 y 2020
  • BENEDICTO XVI – Jesús de Nazareth I, 1
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Joaquim FORTUNY i Vizcarro (Cunit, Tarragona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

LA LUZ DE LAS NACIONES

Is 49, 3. 5-6; 1 Co 1, 1-3; Jn 1, 29-34

El Segundo cántico del Siervo es un llamado a la esperanza y a la reconciliación entre las naciones. El profeta Isaías no compartía en manera alguna una visión estrecha del amor de Dios, ni tenía pretensión alguna de apropiarse de Dios. El Dios de Israel no es propiedad del pueblo. Dios se desvive por todas sus criaturas, le duele y le preocupa la situación de todos sus hijos. Por eso mismo enviará a su Siervo a que en Babilonia, en Líbano o en Persia, testimonie con hechos y palabras la visión del Dios compasivo que ama a todos por igual. El profeta del Jordán logró discernir la singularidad del hombre recién venido de Nazaret y advirtió que éste que era el elegido, el Cordero de Dios. No era un hombre común y corriente, antes bien, estaba ungido por el Espíritu y por eso mismo, comunicaría esa vitalidad divina a cuantos se dispusieran a acoger su oferta de gracia.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 65, 4

Que se postre ante ti, Señor, la tierra entera; que todos canten himnos en tu honor y alabanzas a tu nombre.

ORACIÓN COLECTA

Dios todopoderoso y eterno, que gobiernas los cielos y la tierra, escucha con amor las súplicas de tu pueblo y haz que los días de nuestra vida transcurran en tu paz. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Te hago luz de las naciones, para que todos vean mi salvación.

Del libro del profeta Isaías: 49, 3. 5-6

El Señor me dijo: “Tú eres mi siervo, Israel; en ti manifestaré mi gloria”.

Ahora habla el Señor, el que me formó desde el seno materno, para que fuera su servidor, para hacer que Jacob volviera a él y congregar a Israel en torno suyo -tanto así me honró el Señor y mi Dios fue mi fuerza-. Ahora, pues, dice el Señor: “Es poco que seas mi siervo sólo para restablecer a las tribus de Jacob y reunir a los sobrevivientes de Israel; te voy a convertir en luz de las naciones, para que mi salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 39, 2 4ab. 7-8a. 8b-9.10

R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

Esperé en el Señor con gran confianza; él se inclinó hacia mí y escuchó mis plegarias. Él me puso en la boca un canto nuevo, un himno a nuestro Dios. R/.

Sacrificios y ofrendas no quisiste, abriste, en cambio, mis oídos a tu voz. No exigiste holocaustos por la culpa, así que dije: “Aquí estoy”. R/.

En tus libros se me ordena hacer tu voluntad; esto es, Señor, lo que deseo: tu ley en medio de mi corazón. R/.

He anunciado tu justicia en la gran asamblea; no he cerrado mis labios, tú lo sabes, Señor. R/.

SEGUNDA LECTURA

La gracia y la paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 1, 1-3

Yo, Pablo, apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios, y Sóstenes, mi colaborador, saludamos a la comunidad cristiana que está en Corinto. A todos ustedes, a quienes Dios santificó en Cristo Jesús y que son su pueblo santo, así como a todos aquellos que en cualquier lugar invocan el nombre de Cristo Jesús, Señor nuestro y Señor de ellos, les deseo la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Cristo Jesús, el Señor.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 1. 14. 12

R/. Aleluya, aleluya.

Aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. A todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios. R/.

EVANGELIO

Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 1, 29-34

En aquel tiempo, vio Juan el Bautista a Jesús, que venía hacia él, y exclamó: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo he dicho: ‘El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo’. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua, para que él sea dado a conocer a Israel”.

Entonces Juan dio este testimonio: “Vi al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y posarse sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que baja y se posa el Espíritu Santo, ése es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo’. Pues bien, yo lo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Concédenos, Señor, participar dignamente en estos misterios, porque cada vez que se celebra el memorial de este sacrificio, se realiza la obra de nuestra redención. Por Jesucristo nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN I Jn 4, 16

Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Infúndenos, Señor, el espíritu de tu caridad, para que, saciados con el pan del cielo, vivamos siempre unidos en tu amor. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Luz de las naciones (Is 49,3.5-6)

1ª lectura

Estas palabras forman parte del segundo canto del Siervo del Señor (Is 49,1-6). En el primero (Is 42,1-9) se presentaba al «siervo» y se hablaba de su tarea en la liberación del pueblo exiliado. Al comienzo del segundo, el siervo toma directamente la palabra y se dirige a las «islas, los pueblos lejanos» sabiéndose destinado por Dios desde el seno materno para efectuar, también en ellos, los designios divinos de salvación (cfr vv. 1-3).

Acerca de su misión se señalan ahora dos aspectos, que se irán desarrollando en los oráculos posteriores. En primer lugar, su protagonismo en la restauración de las tribus y en el regreso de los deportados a Sión (v. 5); después, la dimensión universal de su tarea para hacer que la salvación de Dios llegue hasta los confines de la tierra (v. 6).

En este poema cabe distinguir lo que el siervo dice de sí mismo (vv. 1-4) y lo que el Señor dice del siervo (vv. 5-6).

El fundamento de la actividad del siervo está en las palabras recibidas del Señor: «Tú eres mi siervo, Israel» (v. 3). Algunos comentaristas han supuesto que el término «Israel» es una interpolación tardía para corroborar la interpretación colectivista del siervo, que se impuso muy pronto entre los judíos; pero esta interpretación no tiene argumentos sólidos porque la palabra Israel sólo falta en un manuscrito de escasa importancia. De todos modos, la mención de Israel no se opone a la interpretación individual del siervo, porque en poesía cabe dirigirse a alguien por su nombre personal o por su patronímico. De hecho, tanto en el Israel bíblico como en nuestra cultura muchos personajes han tomado como sobrenombre el de su lugar de origen.

Lo que el Señor transmite es la misión del siervo (vv. 5-6): la restauración de las tribus tiene que ser tan eficaz que, también los no israelitas, puedan quedar iluminados y alcanzar la salvación. Aunque la misión universal del siervo no está aquí claramente definida, puesto que su labor ha de limitarse a las tribus de Jacob, no obstante la consecución de este objetivo, la reunión de Israel, será como una luz para que los pueblos paganos vean y reconozcan a Dios. La expresión «luz de las naciones» (v. 6) ha aparecido ya en el primer poema (42,6); allí podía entenderse en sentido social: obtener la liberación de los deportados y cautivos; aquí el sentido religioso es claro: extender la salvación a todas las naciones.

En resumen, el siervo del Señor ha sido elegido y amado con predilección por Dios, goza de las cualidades proféticas más relevantes y ha de mover a sus compatriotas con el fin de iluminar y salvar a los de fuera.

La interpretación mesiánica del siervo, a partir de este segundo canto, era común entre los judíos alejandrinos que lo tradujeron al griego en la versión de los Setenta, entre los miembros de la comunidad de Qumrán y entre algunos autores de la literatura intertestamentaria, como el Libro de Henoc. Todos ellos entendían que el siervo era, en sentido colectivo, el pueblo entero de Israel.

Sin embargo, el verdadero sentido del texto se hace patente con la venida de Cristo. En efecto, fueron los cristianos quienes desde el principio aplicaron a Jesús los cantos del Siervo y los vieron cumplidos en su vida. La expresión «luz de las naciones», o «de las gentes», (v. 6) es puesta en boca del anciano Simeón aplicado a Jesús (Lc 2,32). Incluso, en los Hechos de los Apóstoles se aplica a quienes, en continuidad con la predicación de Jesucristo y para colaborar en su obra salvífica, van a predicar a los gen­tiles, como lo atestiguan las palabras de Pablo y Bernabé en la sinagoga de Antioquía de Pisidia: «Era necesario anunciaros en primer lugar a vosotros la palabra de Dios, pero ya que la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo mandó el Señor: Te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta los confines de la tierra» (Hch 13,46-47). Por eso la Iglesia entiende su misión como un dar a conocer la verdad sobre Jesucristo, luz que ilumina a todo hombre: «La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, “imagen de Dios invisible” (Col 1,15), “resplandor de su gloria” (Hb 1,3), “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14): Él es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). (...) Jesucristo, “luz de los pueblos”, ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por Él para anunciar el Evangelio a toda criatura (cfr Mc 16,15). Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones, mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su Evangelio» (Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 2).

Llamados a ser santos (1 Co 1,1-3)

2ª lectura

La presentación que el Apóstol hace de sí mismo (vv. 1-2) contiene su nombre y tres rasgos que muestran su dignidad: la llamada divina, el oficio de apóstol de Jesucristo y el querer de Dios, como fundamento de su misión. San Pablo es «llamado», porque es consciente de que Cristo cambió su vida desde que se encontró con Él en el camino a Damasco (cfr Hch 9,1-9; Rm 1,1). Con el título «apóstol de Cristo Jesús» expresa su misión y prueba la autoridad con que Pablo alaba, enseña, amonesta o corrige de palabra o por escrito. El nombre de Cristo Jesús se repite hasta nueve veces en los primeros nueve versículos, indicando que Él es el centro de la vida cristiana y de la de los corintios. «Por voluntad de Dios» confirma la autoridad de su ministerio.

«Sóstenes». Por la forma de mencionarlo parece que debía de ser alguien bien conocido de los corintios, quizá porque acompañase frecuentemente a San Pablo. Pudo haber sido quien escribió materialmente la carta (cfr 16,21). No hay pruebas suficientes para indentificarlo con el jefe de la sinagoga de Corinto (cfr Hch 18,17).

«La Iglesia de Dios que está en Corinto» es la destinataria inmediata de la carta. La misma construcción gramatical pone de manifiesto que la Iglesia universal no es el conjunto o suma de las comunidades locales, sino que cada comunidad local, aquí la de Corinto, representa a toda la Iglesia, una e indivisible: «La llama el Apóstol Iglesia de Dios para designar que la unidad es el carácter esencial y necesario. La Iglesia de Dios es una en los miembros y no forma más que una sola Iglesia con todas las comunidades extendidas en el universo, porque la palabra Iglesia no es la designación del cisma, sino de la unidad, de la armonía, de la concordia» (S. Juan Crisóstomo, In 1 Corin­thios, 1, ad loc.).

«Los santificados en Cristo Jesús» (v. 2). La fórmula «en Cristo Jesús», repetida hasta 65 veces en el epistolario paulino, significa aquí que es en Cristo en quien los bautizados están enraizados como los sarmientos en la vid (cfr Jn 15,1ss.); este vínculo nos hace santos, es decir, partícipes de la santidad divina y llamados a un comportamiento moral perfecto: «Llámanse santos los fieles que se han constituido en pueblo de Dios, o que se han consagrado a Cristo al recibir la fe y el bautismo; a pesar de ofenderle en muchas cosas y de no cumplir lo que prometieron; a la manera que también los que profesan un arte, aunque no guarden sus reglas, conservan, sin embargo, el nombre de artistas. En virtud de esto, llama San Pablo santificados y santos a los de Corinto, entre los cuales es evidente que hubo algunos a quienes reprende duramente por deshonestos, y con epítetos aún más graves» (Catechismus Romanus 1,10,15).

El Apóstol modifica la fórmula epistolar de saludo habitual en el mundo grecorromano (chairein, «saludos») por una más personal y de más fuerza cristiana: «Gracia y paz» (v. 3). «No hay verdadera paz, como no hay verdadera gracia, sino las que vienen de Dios —enseña San Juan Crisóstomo—. Poseed esta paz divina y no tendréis nada que temer, aunque fuerais amenazados por los mayores peligros, ya sea por los hombres, ya sea incluso por los mismos demonios. Al contrario, para el hombre que está en guerra con Dios por el pecado, mirad cómo todo le da miedo» (In 1 Corinthios 1, ad loc.).

Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29-34)

Evangelio

Juan testimonia no sólo que Jesús es el Mesías, sino que Él, con su muerte sangrienta redime al mundo del pecado. Este testimonio del Bautista es presentado como modelo del que hemos de dar los cristianos de lo que hemos visto y experimentado al creer en Jesucristo: «Todos los cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo del que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación, de tal manera que todos los demás, al contemplar sus buenas obras, glorifiquen al Padre y perciban con mayor plenitud el sentido auténtico de la vida humana y el vínculo universal de comunión entre los hombres» (Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 11).

Al llamar a Jesús Cordero de Dios (v. 29), Juan alude al sacrificio redentor de Cristo. Isaías había comparado los sufrimientos del Siervo doliente, el Mesías, con el sacrificio de un cordero (cfr Is 53,7). Por otra parte, también la sangre del cordero pascual, rociada sobre las puertas de las casas, había servido para librar de la muerte a los primogénitos de los israelitas en Egipto (cfr Ex 12,6-7). Tras la muerte y resurrección de Jesús, sus discípulos testimoniamos que Él es el verdadero Cordero Pascual. Lo hacemos antes de recibir a Cristo en la Sagrada Comunión, es decir, a la hora de participar en la «cena de las bodas del Cordero» (Ap 19,9).

Juan Bautista, al decir que Jesús existía ya antes que él (v. 30), indica su divinidad. Es como si dijese: «Aunque yo he nacido antes que Él, a Él no le limitan los lazos de su nacimiento; porque aun cuando nace de su madre en el tiempo, fue engendrado por el Padre fuera del tiempo» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 7). El testimonio de Juan sobre el Bautismo de Jesús revela, además, el misterio de la Santísima Trinidad (cfr vv. 32-34). La paloma es símbolo del Espíritu Santo, del que se dice en Gn 1,2 que revoloteaba sobre las aguas.

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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)

El Cordero de Dios

Al día siguiente ve a Jesús venir hacia él y dice: ‘He aquí al Cordero de Dios que carga sobre sí el pecado del mundo’. Dividieron el tiempo los evangelistas. Mateo, tras de tocar brevemente el que precedió al encarcelamiento del Bautista, se apresura a referir los sucesos subsiguientes, y en ellos se detiene largamente. El evangelista Juan no sólo no narra brevemente lo de ese tiempo, sino que en ello se alarga. Mateo, después que Jesús regresó del desierto, omitió los sucesos intermedios, por ejemplo lo que dijo el Bautista, lo que dijeron los enviados de los judíos y todo lo demás; y al punto pasa al encarcelamiento, y dice: Habiendo oído Jesús que Juan había sido aprisionado, se apartó de ahí .

No procede así el evangelista Juan, sino que omite la ida al desierto, pues ya Mateo la había referido y narró lo sucedido después que Jesús bajó del monte; y pasando en silencio muchas cosas, continuó: Pues Juan aún no había sido encarcelado . Preguntarás: ¿por qué ahora Jesús viene a Juan el Bautista no una sino dos veces? Porque Mateo por fuerza tenía que decir que vino para ser bautizado; y así lo declaró Jesús diciendo: Así conviene que cumplamos toda justicia

. Y Juan afirma que de nuevo fue Jesús al Bautista, después del bautismo. Así lo declara éste con las palabras Yo he visto al Espíritu descender del cielo como paloma y posarse sobre El. Pregunto yo: ¿Por qué vino de nuevo al Bautista? Porque no solamente vino, sino que se le hizo presente. Pues dice el evangelista: Como viniera a él, lo vio. ¿Por qué, pues, vino? Como el Bautista había bautizado a Jesús que se hallaba mezclado con la turba, de manera de que nadie pusiera sospecha en que El por la misma causa que los otros se había acercado a Juan, o sea para confesar sus pecados y con el bautismo en el río lavarlos para penitencia, ahora de nuevo se acerca a Juan para darle oportunidad de corregir semejante opinión y sospecha.

Porque al exclamar Juan: He aquí al Cordero de Dios que carga sobre sí el pecado del mundo, deshace toda esa imaginación. Puesto que quien es tan puro que puede lavar los pecados de todos los demás, como es manifiesto, no se acerca para confesar pecados suyos, sino para dar ocasión al eximio pregonero de que por segunda vez repita lo dicho en la primera, y así más profundamente se grabe en el ánimo de los oyentes. Y también para que añadiera otras cosas más.

Profirió la expresión: He aquí porque muchos y muchas veces y desde mucho tiempo antes, por lo que él había dicho, andaban en busca de Jesús. Por esto lo indica ahí presente y dice: He aquí, declarando ser aquel a quien de tiempo atrás andaban buscando. Este es el Cordero. Lo llama Cordero para recordar a los judíos la profecía de Isaías y también la sombra y figura del tiempo de Moisés; y así, mediante una figura mejor, llevarlos a la verdad. Aquel cordero antiguo no tomó sobre sí ningún pecado de nadie; mientras que éste otro cargó con todos los pecados de todo el orbe. Este arrancó rápidamente de la ira de Dios el mundo que ya peligraba.

A éste me refería cuando anunciaba: Viene en pos de mí un hombre que ha sido constituido superior a mí, porque existía antes que yo. ¿Observas cómo de nuevo interpreta aquí aquella palabra antes? Pues habiendo dicho: El Cordero, y que éste cargaba sobre sí el pecado del mundo, luego añadió: Ha sido constituido superior a mí, declarando de este modo que aquel antes se ha de entender en el sentido de superior, pues carga sobre sí el pecado del mundo y bautiza en el Espíritu Santo. Como si dijera: mi venida no tiene más valor que el haber predicado al común bienhechor del universo y haber administrado el bautismo de agua. En cambio la venida de Este tiene como empresa el limpiar a todos los hombres y darles a todos la operación del Espíritu Santo.

Fue constituido superior a mí, o sea, ha aparecido más resplandeciente que yo. Porque existía antes que yo. ¡Cúbranse de vergüenza todos cuantos siguen el loco error de Pablo de Samosata, el cual tan abiertamente pugna contra la verdad! Yo no lo conocía. Observa cómo con este testimonio quita toda sospecha, declarando que su discurso no ha dimanado de favoritismo ni de amistad, sino de divina revelación. Dice: Yo no lo conocía. Pero entonces ¿cómo puedes ser testigo digno de fe? ¿Cómo enseñarás a otros lo que tú ignoras? Es que no afirma: No lo conocí, sino: Yo no lo conocía, de manera que por aquí sobre todo aparece ser digno de fe. Porque ¿cómo iba a expresarse favorablemente y por favoritismo acerca de quien no conocía? Pero vine yo con mi bautismo de agua para preparar su manifestación a Israel.

De modo que no necesitaba Cristo semejante bautismo, ni hubo otro motivo para preparar ese baño, sino el que se facilitara a todos el camino para creer en Cristo. Pues no dijo: Para tornar puros a los bautizados; ni tampoco: He venido a bautizar para librar de los pecados, sino: Para preparar su manifestación a Israel. Por mi parte pregunto: entonces ¿qué? ¿Acaso sin ese bautismo no se podía predicar a Cristo y atraerle el pueblo? Sí se podía, pero no tan fácilmente. Si la predicación se hubiera hecho sin el bautismo, no habrían concurrido así todos, ni habrían comprendido, mediante la comparación, la preeminencia de Cristo. Porque aquella multitud iba a Juan no para escuchar su predicación, sino ¿para qué? Para confesar sus pecados y ser bautizados. Una vez así reunidos, se les enseñaba lo referente a Cristo y la diferencia de ambos bautismos. Porque el de Juan era superior a los lavatorios de los judíos, y por esto todos acudían a Juan; y sin embargo el bautismo de éste aún era imperfecto.

Pero ¡oh Juan! ¿Cómo conociste a Jesús? Por la bajada del Espíritu Santo, nos responde. Mas, para que nadie sospeche que Cristo necesitaba del Espíritu Santo, como lo necesitamos nosotros, oye cómo deshace semejante opinión, declarando que la bajada del Espíritu Santo fue únicamente para anunciar a Cristo. Pues habiendo dicho: Yo no lo conocía, añadió: Pero el que me envió a bautizar con agua me previno: Aquel sobre quien vieres descender el Espíritu Santo y reposar sobre El, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo. ¿Observas cómo para esto vino el Espíritu Santo, para manifestar a Cristo? Tampoco el testimonio de Juan era sospechoso; pero para hacerlo aún más digno de fe, lo añadió al de Dios y al del Espíritu Santo.

Habiendo Juan predicado algo tan grande y tan admirable, y tal que podía dejar estupefactos a los oyentes, como fue que Cristo y sólo El cargaría con el pecado del mundo, y que la grandeza del don bastaría para tan excelsa y universal redención, lo confirma de ese modo. Y lo confirma por tratarse del Hijo de Dios, que no necesita del Bautismo; de modo que el Espíritu Santo únicamente desciende para darlo a conocer. Juan no podía dar el Espíritu Santo; y lo declaran así los mismos que habían recibido el bautismo de Juan diciendo: Pero ni siquiera hemos oído que exista el Espíritu Santo. De manera que Cristo no necesitaba de bautismo alguno, ni del de Juan ni de ningún otro; más bien era el bautismo el que necesitaba de la virtud de Cristo. Puesto que le faltaba precisamente al bautismo de Juan lo que era lo principal de todos los bienes y origen de ellos; o sea que al bautizado le confiriera el Espíritu Santo. Este don del Espíritu Santo lo añadió Cristo cuando vino.

Y dio testimonio Juan: He visto al Espíritu descender del cielo como paloma y posarse sobre El. Yo no lo conocía; pero el que me envió a bautizar con agua me previno: Aquel sobre quien vieres descender el Espíritu Santo y reposar sobre El, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios. Con frecuencia usa Juan de esa expresión: Y yo no lo conocía. Y no es sin motivo, sino porque era pariente suyo según la carne. Pues dice el evangelista Lucas: He aquí que Isabel tu parienta ha concebido también ella un hijo

. De modo que para que no pareciera que hablaba movido por el parentesco, frecuentemente dice: Y yo no lo conocía. Así era en efecto, pues por toda su vida había morado en el desierto, fuera de la casa paterna. Pero entonces ¿cómo es que, si antes de la venida del Espíritu Santo no lo conocía, sino que entonces por vez primera lo conoció, ya antes de bautizarlo se negaba y decía: Yo debo ser bautizado por ti? Esto parece demostrar que ya lo conocía bien.

Sin embargo, no lo conocía de mucho tiempo atrás, y con razón. Porque los milagros hechos durante la infancia de Jesús, cuando la visita de los Magos y otros semejantes, habían acontecido muchos años antes, cuando también Juan era un niño. Y a causa de ese largo lapso, Jesús era desconocido de todos. Si todos lo hubieran conocido, no habría dicho Juan: Para que se manifieste El a Israel, yo vine a bautizar. Y por aquí queda manifiesto que los milagros que se atribuyen a Cristo niño son falsos e inventados por alguien. Si Cristo niño hubiera hecho milagros, Juan lo habría conocido; y tampoco la demás multitud habría necesitado de Juan, como maestro que se lo mostrara. Ahora bien: el mismo Bautista afirma haber venido: Para que Cristo se manifestara a Israel. Por la misma causa decía: Yo debo ser bautizado por ti. Después, por haberlo conocido con mayor claridad, lo anunciaba a las turbas diciendo: Este es aquel de quien os dije: Viene detrás de mí un hombre que ha sido constituido superior a mí. Porque el que me envió a bautizar en agua, y por lo mismo me envió para que Él se manifestara a Israel, ese mismo, antes de la bajada del Espíritu Santo, a él se lo reveló. Por tal motivo decía Juan antes de que Cristo llegara: Viene detrás de mí un hombre que ha sido constituido superior a mí.

De manera que Juan no conocía a Jesús antes de que Este bajara al Jordán y de que Juan bautizara a las turbas. En el momento en que Jesús iba a bautizarse lo conoció por revelación del Padre al profeta; y porque al tiempo de su bautismo el Espíritu Santo lo manifestó a los judíos, en favor de los cuales descendía. Para que no se menospreciara el testimonio de Juan que decía: Fue constituido superior a mí y que bautiza en el Espíritu y que juzgará al orbe de la tierra, el Padre da voces proclamando a Jesús por Hijo suyo; y el Espíritu Santo llega y habla sobre la cabeza de Cristo. Y pues Juan lo bautizaba y Cristo era bautizado, para que ninguno de los presentes pensara que la voz se refería a Juan, se presentó el Espíritu Santo, quitando así toda falsa opinión. Así que cuando Juan dice: Yo no lo conocía, esto debe entenderse del tiempo pasado y no del próximo al bautismo. De otro modo ¿cómo podía decir Juan: Yo debo ser bautizado por ti, apartándolo del bautismo? ¿Cómo habría podido decir de El cosas tan excelentes?

Preguntarás: entonces ¿por qué no creyeron los judíos? Pues no fue solamente Juan quien vio al Espíritu Santo en forma de paloma. Fue porque aun cuando también ellos lo habían visto, este género de cosas no necesita únicamente de los ojos corporales, sino mucho más de los ojos de la mente, para que se entienda que no se trata de simples fantasmagorías. Si viéndolo más tarde hacer milagros y tocando El con sus manos los cuerpos de los enfermos y de los muertos y dándoles por este medio la vida y la salud, andaban aquéllos tan presos de la envidia que se atrevían a afirmar lo contrario de lo que veían ¿cómo iban a dejar su incredulidad por el solo hecho de la bajada del Espíritu Santo?

Hay quienes afirman que no todos lo vieron, sino solamente Juan y los mejor dispuestos. Pues aun cuando el Espíritu Santo al descender en figura de paloma, pudiera ser visto sensiblemente por cuantos estuvieran dotados de ojos, sin embargo no había necesidad de que aquello se hiciera manifiesto a todos. Zacarías vio muchas cosas en figuras sensibles y lo mismo Daniel y Ezequiel, más sin compañero alguno en la visión. Moisés vio también muchas cosas, y tales cuales nunca nadie había visto. Tampoco en la transfiguración del Señor en el monte se concedió a todos los discípulos el contemplar aquella visión. Más aún: no todos participaron en ver la resurrección, como lo dice claramente Lucas: A los testigos de antemano escogidos por Dios.

Y yo lo vi y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios. ¿Cuándo dio semejante testimonio de que Cristo era el Hijo de Dios? Lo llamó Cordero y dijo que bautizaría en el Espíritu Santo; pero en ninguna parte afirmó ser Cristo el Hijo de Dios. Y para después del bautismo, ninguno de los evangelistas escribe que lo haya dicho; sino que omitiendo todo eso que sucedió en el intermedio, pasan a referir los milagros obrados por Jesús tras del encarcelamiento de Juan. Lo que de aquí podemos deducir conjeturando es que tanto ese dicho de Juan como otras muchas cosas las pasaron en silencio, como lo significó nuestro evangelista al fin de su evangelio. Pues tan lejos están de inventar de El cosas grandes, que todos concordes y cuidadosamente narran lo que parecía ser oprobio; y no encontrarás que alguno de ellos haya callado nada de eso. En cambio, omitieron muchos milagros, refiriendo unos unos y otros otros; pero todos a la vez callaron muchos otros.

Y no sin motivo digo estas cosas, sino para rebatir la impudencia de los gentiles. Pues a la verdad, aun sólo esto es ya suficiente para demostrar la exactitud de los evangelistas en la materia, y que nada escribieron por simple favoritismo. Y vosotros, carísimos, armados de estos argumentos y de otros parecidos, podéis combatir contra los dichos gentiles. Pero... ¡atended! Sería un absurdo que el médico tan activamente luchara según su arte, lo mismo que el peletero y el tejedor y los demás profesionistas; y que en cambio el que es cristiano y como tal se profesa, no pudiera decir ni siquiera una palabra en defensa de su fe. Y eso que las artes de esos profesionistas, si se echan a un lado, solamente causan daño en el dinero; mientras que estas otras, si se desatienden, ponen en peligro el alma y la matan. Y sin embargo, tan míseros somos que todos los cuidados los ponemos en aquellas artes y en cambio despreciamos como cosas de ningún valor estas otras que son necesarias y operan nuestra salvación.

Esto es lo que impide que los gentiles fácilmente desprecien sus errores. Ellos, apoyados en mentiras, echan mano de todos los medios para encubrir la vergüenza de sus afirmaciones; y nosotros, los que profesamos la verdad, no nos atrevemos ni aun a abrir la boca. Resulta de aquí que ellos arguyen y condenan nuestros dogmas como cosas sin fundamento. Y tal es el motivo de que sospechen que lo nuestro se reduce a falacias y necedades. Por eso blasfeman de Cristo y lo tratan de engañador y charlatán, que se valió de la necedad de muchos para sus fraudes. Nosotros tenemos la culpa de semejante blasfemia, pues no queremos despertar para defender la religión con argumentos, sino que los hacemos a un lado como inútiles y nos ocupamos exclusivamente de los negocios terrenos.

Los encariñados con un bailarín o con un auriga o con uno que combate con las fieras, ponen todos los medios para que su preferido no salga vencido ni sea inferior en los certámenes; y lo colman de alabanzas y se preparan para defenderlo contra quienes lo vituperan, y a los contrarios los cargan de mil vituperios. Y cuando se trata de defender el cristianismo, todos agachan la cabeza, muestran flojedad, dudan; y si se les recibe con bromas y risas, se alejan. ¿De cuán grande indignación no es digno esto? Tenéis a Cristo en menos que a un bailarín, pues para defender a éste, preparáis miles de razones, aun cuando sea él hasta lo sumo desvergonzado; y cuando se trata de los milagros de Cristo que atrajeron la admiración del orbe todo, parece que ni aun pensáis en ellos ni para nada os cuidáis de ellos.

Creemos en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, en la resurrección de los cuerpos y en la vida eterna. De modo que si alguno de los gentiles pregunta: ¿Quién es ese Padre, quién es ese Hijo, quién es ese Espíritu Santo para que a nosotros nos acuséis de admitir multitud de dioses, qué le responderéis? ¿Cómo resolveréis esta cuestión? Y ¿qué si callando nosotros proponen ellos otra pregunta y dicen: En qué consiste esa resurrección? ¿Resucitaremos en nuestro cuerpo o en otro? Si en el nuestro ¿qué necesidad hay de que muera? ¿Qué responderéis a esto? Y ¿qué si se os objeta: por qué Cristo no vino en los tiempos anteriores? ¿Es que le pareció estar bien el acudir al género humano y cuidar de él ahora, pero lo descuidó en todos los siglos anteriores? Y ¿qué si el gentil os examina en otras muchas cosas semejantes? Porque no conviene aquí ahora amontonar otras muchas dificultades y pasar en silencio las respuestas, no sea que esto haga daño a las almas más sencillas. Las que acabamos de proponer son suficientes para sacudir vuestro sueño.

En fin ¿qué sucederá si os pregunta esas cosas a vosotros que ni siquiera queréis escuchar las que nosotros os decimos? Pregunto yo: ¿Acaso nos espera un castigo pequeño siendo nosotros causa tan señalada del error para quienes yacen sentados en las tinieblas? Quisiera yo, si me lo permitiera el tiempo de que disponéis, traer aquí un execrable libro de un filósofo gentil, escrito contra nosotros; y aun el de otro más antiguo aún, para por este medio suscitar vuestra atención y sacudir esa tan gran desidia vuestra. Pues si esos filósofos anduvieran tan despiertos para atacarnos ¿qué perdón mereceremos si ignoramos el modo de redargüir y rechazar los dardos en contra nuestra lanzados?

Mas ¿por qué nos hemos alargado en eso? ¿No escuchas al apóstol que dice: Siempre dispuestos a dar razón a quienes preguntan acerca de la esperanza que profesáis? Y la misma exhortación usa Pablo: Que la palabra de Cristo resida en vosotros opulentamente. Pero ¿qué objetan a esto los hombres más desidiosos que los zánganos?: ¡Bendita sea toda alma sencilla! Y también: Quien camina con sencillez va seguro. Esta es la causa de todos los males: que muchos no saben usar oportunamente los textos de la Sagrada Escritura. Pues en ese sitio no se entiende de un necio ni de un ignorante que nada sabe, sino de aquel que no es perverso ni doloso, sino prudente. Porque si el sentido fuera aquel otro, en vano nos diría: Sed prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas.

Mas ¿para qué continuar en este tema que de nada aprovechará? Porque aparte de lo ya indicado, hay otras cosas pertinentes a las costumbres y modo de vivir en que procedemos mal. En realidad, en todos aspectos somos míseros, somos ridículos. Siempre dispuestos a corregir a los demás, somos perezosos para enmendar aquello en que somos reprochables. Os ruego, pues, que atendiendo a nosotros mismos, no nos detengamos en sólo lanzar reproches. No basta eso para aplacar a Dios. Esforcémonos en mostrar en todos nuestros procederes un cambio en forma excelentísima; de modo que viviendo para glorificar a Dios, gocemos de la gloria futura también nosotros. Ojalá a todos nos acontezca conseguirla, por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, al cual sean la gloria y el poder por los siglos de los siglos. —Amén.

Explicación del Evangelio de San Juan (1), Homilía XVII (XVI), Tradición México 1981, p. 137-46

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FRANCISCO – Ángelus 2014, 2017 y 2020

2014

Jesús vino al mundo para liberarlo de la esclavitud del pecado

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Con la fiesta del Bautismo del Señor, celebrada el domingo pasado, hemos entrado en el tiempo litúrgico llamado “ordinario”. En este segundo domingo, el Evangelio nos presenta la escena del encuentro entre Jesús y Juan el Bautista, a orillas del río Jordán. Quien lo relata es el testigo ocular, Juan evangelista, quien antes de ser discípulo de Jesús era discípulo del Bautista, junto a su hermano Santiago, con Simón y Andrés, todos de Galilea, todos pescadores. El Bautista, por lo tanto, ve a Jesús que avanza entre la multitud e, inspirado desde lo alto, reconoce en Él al enviado de Dios, por ello lo indica con estas palabras: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).

El verbo que se traduce con “quita” significa literalmente “aliviar”, “tomar sobre sí”. Jesús vino al mundo con una misión precisa: liberarlo de la esclavitud del pecado, cargando sobre sí las culpas de la humanidad. ¿De qué modo? Amando. No hay otro modo de vencer el mal y el pecado si no es con el amor que impulsa al don de la propia vida por los demás. En el testimonio de Juan el Bautista, Jesús tiene los rasgos del Siervo del Señor, que “soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores” (Is 53, 4), hasta morir en la cruz. Él es el verdadero cordero pascual, que se sumerge en el río de nuestro pecado, para purificarnos.

El Bautista ve ante sí a un hombre que hace la fila con los pecadores para hacerse bautizar, incluso sin tener necesidad. Un hombre que Dios mandó al mundo como cordero inmolado. En el Nuevo Testamento el término “cordero” se le encuentra en más de una ocasión, y siempre en relación a Jesús. Esta imagen del cordero podría asombrar. En efecto, un animal que no se caracteriza ciertamente por su fuerza y robustez si carga en sus propios hombros un peso tan inaguantable. La masa enorme del mal es quitada y llevada por una creatura débil y frágil, símbolo de obediencia, docilidad y amor indefenso, que llega hasta el sacrificio de sí mismo. El cordero no es un dominador, sino que es dócil; no es agresivo, sino pacífico; no muestra las garras o los dientes ante cualquier ataque, sino que soporta y es dócil. Y así es Jesús. Así es Jesús, como un cordero.

¿Qué significa para la Iglesia, para nosotros, hoy, ser discípulos de Jesús Cordero de Dios? Significa poner en el sitio de la malicia, la inocencia; en el lugar de la fuerza, el amor; en el lugar de la soberbia, la humildad; en el lugar del prestigio, el servicio. Es un buen trabajo. Nosotros, cristianos, debemos hacer esto: poner en el lugar de la malicia, la inocencia, en el lugar de la fuerza, el amor, en el lugar de la soberbia, la humildad, en el lugar del prestigio el servicio. Ser discípulos del Cordero no significa vivir como una “ciudadela asediada”, sino como una ciudad ubicada en el monte, abierta, acogedora y solidaria. Quiere decir no asumir actitudes de cerrazón, sino proponer el Evangelio a todos, testimoniando con nuestra vida que seguir a Jesús nos hace más libres y más alegres.

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2017

La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma 

Queridos hermanos y hermanas:

En el centro del Evangelio de hoy (Juan 1, 29-34) está la palabra de Juan Bautista: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (v. 29). Una palabra acompañada por la mirada y el gesto de la mano que le señalan a Él, Jesús. Imaginamos la escena. Estamos en la orilla del río Jordán. Juan está bautizando; hay mucha gente, hombres y mujeres de distintas edades, venidos allí, al río, para recibir el bautismo de las manos de ese hombre que a muchos les recordaba a Elías, el gran profeta que nueve siglos antes había purificado a los israelitas de la idolatría y les había reconducido a la verdadera fe en el Dios de la alianza, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.

Juan predica que el Reino de los cielos está cerca, que el Mesías va a manifestarse y es necesario prepararse, convertirse y comportarse con justicia; e inicia a bautizar en el Jordán para dar al pueblo un medio concreto de penitencia (cf Mateo 3, 1-6). Esta gente venía para arrepentirse de sus pecados, para hacer penitencia, para comenzar de nuevo la vida. Él sabe, Juan sabe, que el Mesías, el Consagrado del Señor ya está cerca, y el signo para reconocerlo será que sobre Él se posará el Espíritu Santo; de hecho Él llevará el verdadero bautismo, el bautismo en el Espíritu Santo (cf Juan 1, 33).

Y el momento llega: Jesús se presenta en la orilla del río, en medio de la gente, de los pecadores —como todos nosotros—. Es su primer acto público, la primera cosa que hace cuando deja la casa de Nazaret, a los treinta años: baja a Judea, va al Jordán y se hace bautizar por Juan. Sabemos qué sucede —lo hemos celebrado el domingo pasado—: sobre Jesús baja el Espíritu Santo en forma de paloma y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (cf Mateo 3, 16-17). Es el signo que Juan esperaba. ¡Es Él! Jesús es el Mesías. Juan está desconcertado, porque se ha manifestado de una forma impensable: en medio de los pecadores, bautizado como ellos, es más, por ellos. Pero el Espíritu ilumina a Juan y le hace entender que así se cumple la justicia de Dios, se cumple su diseño de salvación: Jesús es el Mesías, el Rey de Israel, pero no con el poder de este mundo, sino como Cordero de Dios, que toma consigo y quita el pecado del mundo.

Así Juan lo indica a la gente y a sus discípulos. Porque Juan tenía un numeroso círculo de discípulos, que lo habían elegido como guía espiritual, y precisamente algunos de ellos se convertirán en los primeros discípulos de Jesús. Conocemos bien sus nombres: Simón, llamado después Pedro, su hermano Andrés, Santiago y su hermano Juan. Todos pescadores, todos galileos como Jesús.

Queridos hermanos y hermanas: ¿Por qué nos hemos detenido mucho en esta escena? ¡Porque es decisiva! No es una anécdota, es un hecho histórico decisivo. Es decisiva por nuestra fe; es decisiva también por la misión de la Iglesia. La Iglesia, en todos los tiempos, está llamada a hacer lo que hizo Juan el Bautista, indicar a Jesús a la gente diciendo: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Él es un el único Salvador, Él es el Señor, humilde, en medio de los pecadores. Pero es Él. Él, no es otro poderoso que viene. No, no. Él.

Y estas son las palabras que nosotros sacerdotes repetimos cada día, durante la misa, cuando presentamos al pueblo el pan y el vino convertidos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este gesto litúrgico representa toda la misión de la Iglesia, la cual no se anuncia a sí misma. Ay, ay cuando la Iglesia se anuncia a sí misma. Pierde la brújula, no sabe dónde va. La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma, lleva a Cristo. Porque es Él y solo Él quien salva a su pueblo del pecado, lo libera y lo guía a la tierra de la vida y de la libertad.

La Virgen María, Madre del Cordero de Dios, nos ayude a creer en Él y a seguirlo.

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2020

El testimonio de Juan el Bautista

Queridos hermanos y hermanas: ¡buenos días!

Este segundo domingo del tiempo ordinario supone una continuación a la Epifanía y la fiesta del Bautismo de Jesús. El pasaje evangélico (cf. Juan 1, 29-34) nos habla aún de la manifestación de Jesús. En efecto, después de haber sido bautizado en el río Jordán, Jesús fue consagrado por el Espíritu Santo que se posó sobre Él y fue proclamado Hijo de Dios por la voz del Padre celestial (cf. Mateo 3, 16-17 y siguientes). El evangelista Juan, a diferencia de los otros tres, no describe el evento, sino que nos propone el testimonio de Juan el Bautista. Fue el primer testigo de Cristo. Dios lo había llamado y preparado para esto.

El Bautista no puede frenar el urgente deseo de dar testimonio de Jesús y declara: «Y yo lo he visto y doy testimonio» (v. 34). Juan vio algo impactante, es decir, al Hijo amado de Dios en solidaridad con los pecadores; y el Espíritu Santo le hizo comprender la novedad inaudita, un verdadero cambio de rumbo. De hecho, mientras que en todas las religiones es el hombre quien ofrece y sacrifica algo para Dios, en el caso de Jesús es Dios quien ofrece a su Hijo para la salvación de la humanidad. Juan manifiesta su asombro y su consentimiento ante esta novedad traída por Jesús, a través de una expresión significativa que repetimos cada día en la misa: «¡He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» (v. 29).

El testimonio de Juan el Bautista nos invita a empezar una y otra vez en nuestro camino de fe: empezar de nuevo desde Jesucristo, el Cordero lleno de misericordia que el Padre ha dado por nosotros. Sorprendámonos una vez más por la elección de Dios de estar de nuestro lado, de solidarizarse con nosotros los pecadores, y de salvar al mundo del mal haciéndose cargo de él totalmente.

Aprendamos de Juan el Bautista a no dar por sentado que ya conocemos a Jesús, que ya lo conocemos todo de Él (cf. v. 31). No es así. Detengámonos en el Evangelio, quizás incluso contemplando un icono de Cristo, un “Rostro Santo”. Contemplemos con los ojos y más aún con el corazón; y dejémonos instruir por el Espíritu Santo, que dentro de nosotros nos dice: ¡Es Él! Es el Hijo de Dios hecho cordero, inmolado por amor. Él, sólo Él ha cargado, sólo Él ha sufrido, sólo Él ha expiado el pecado de cada uno de nosotros, el pecado del mundo, y también mis pecados. Todos ellos. Los cargó todos sobre sí mismo y los quitó de nosotros, para que finalmente fuéramos libres, no más esclavos del mal. Sí, todavía somos pobres pecadores, pero no esclavos, no, no somos esclavos: ¡somos hijos, hijos de Dios!

Que la Virgen María nos otorgue la fuerza de dar testimonio de su Hijo Jesús; de anunciarlo con alegría con una vida liberada del mal y palabras llenas de fe maravillada y gratitud.

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BENEDICTO XVI – Jesús de Nazaret I, 1

La universalidad de la misión de Jesús

El bautismo de Jesús se entiende así como compendio de toda la historia, en el que se retoma el pasado y se anticipa el futuro: el ingreso en los pecados de los demás es el descenso al “infierno”, no sólo como espectador, como ocurre en Dante, sino compadeciendo y, con un sufrimiento transformador, convirtiendo los infiernos, abriendo y derribando las puertas del abismo. Es el descenso a la casa del mal, la lucha con el poderoso que tiene prisionero al hombre (y ¡cómo es cierto que todos somos prisioneros de los poderes sin nombre que nos manipulan!). Este poderoso, invencible con las meras fuerzas de la historia universal, es vencido y subyugado por el más poderoso que, siendo de la misma naturaleza de Dios, puede asumir toda la culpa del mundo sufriéndola hasta el fondo, sin dejar nada al descender en la identidad de quienes han caído. Esta lucha es la “vuelta” del ser, que produce una nueva calidad del ser, prepara un nuevo cielo y una nueva tierra. El sacramento –el Bautismo– aparece así como una participación en la lucha transformadora del mundo emprendida por Jesús en el cambio de vida que se ha producido en su descenso y ascenso.

Con esta interpretación y asimilación eclesial del bautismo de Jesús, ¿nos hemos alejado demasiado de la Biblia? Conviene escuchar en este contexto el cuarto Evangelio, según el cual Juan el Bautista, al ver a Jesús, pronunció estas palabras: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Mucho se ha hablado sobre estas palabras, que en la liturgia romana se pronuncian antes de comulgar. ¿Qué significa “cordero de Dios”? ¿Cómo es que se denomina a Jesús “cordero” y cómo quita este “cordero” los pecados del mundo, los vence hasta dejarlos sin sustancia ni realidad?

Joachim Jeremias ha aportado elementos decisivos para entender correctamente esta palabra y poder considerarla –también desde el punto de vista histórico– como verdadera palabra del Bautista. En primer lugar, se puede reconocer en ella dos alusiones veterotestamentarias. El canto del siervo de Dios en Is 53, 7 compara al siervo que sufre con un cordero al que se lleva al matadero: “Como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca”. Más importante aún es que Jesús fue crucificado durante una fiesta de Pascua y debía aparecer por tanto como el verdadero cordero pascual, en el que se cumplía lo que había significado el cordero pascual en la salida de Egipto: liberación de la tiranía mortal de Egipto y vía libre para el éxodo, el camino hacia la libertad de la promesa. A partir de la Pascua, el simbolismo del cordero ha sido fundamental para entender a Cristo. Lo encontramos en Pablo (cf. 1Co 5, 7), en Juan (cf. Jn 19, 36), en la Primera Carta de Pedro (cf. 1P 1, 19) y en el Apocalipsis (cf. por ejemplo, Ap 5, 6).

Jeremías llama también la atención sobre el hecho de que la palabra hebrea taljá’ significa tanto “cordero” como “mozo”, “siervo”. Así, las palabras del Bautista pueden haber hecho referencia ante todo al siervo de Dios que, con sus penitencias vicarias, “carga” con los pecados del mundo; pero en ellas también se le podría reconocer como el verdadero cordero pascual, que con su expiación borra los pecados del mundo. “Paciente como un cordero ofrecido en sacrificio, el Salvador se ha encaminado hacia la muerte por nosotros en la cruz; con la fuerza expiatoria de su muerte inocente ha borrado la culpa de toda la humanidad”. Si en las penurias de la opresión egipcia la sangre del cordero pascual había sido decisiva para la liberación de Israel, Él, el Hijo que se ha hecho siervo –el pastor que se ha convertido en cordero– se ha hecho garantía ya no sólo para Israel, sino para la liberación del “mundo”, para toda la humanidad.

Con ello se introduce el gran tema de la universalidad de la misión de Jesús. Israel no existe sólo para sí mismo: su elección es el camino por el que Dios quiere llegar a todos. Encontraremos repetidamente el tema de la universalidad como verdadero centro de la misión de Jesús. Aparece ya al comienzo del camino de Jesús, en el cuarto Evangelio, con la frase del cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

La expresión “cordero de Dios” interpreta, si podemos decirlo así, la teología de la cruz que hay en el bautismo de Jesús, de su descenso a las profundidades de la muerte. Los cuatro Evangelios indican, aunque de formas diversas, que al salir Jesús de las aguas el cielo se “rasgó” (Mc), se “abrió” (Mt y Lc), que el espíritu bajó sobre Él “como una paloma” y que se oyó una voz del cielo que, según Marcos y Lucas, se dirige a Jesús: “Tú eres...”, y según Mateo, dijo de él: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto” (Mt 3, 17). La imagen de la paloma puede recordar al Espíritu que aleteaba sobre las aguas del que habla el relato de la creación (cf. Gn 1, 2); mediante la partícula “como” (como una paloma) ésta funciona como “imagen de lo que en sustancia no se puede describir...”. Por lo que se refiere a la “voz”, la volveremos a encontrar con ocasión de la transfiguración de Jesús, cuando se añade sin embargo el imperativo: “Escuchadle”.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo

Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal

604. Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8).

605. Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: “De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños” (Mt 18, 14). Afirma “dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: “no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Cc Quiercy en el año 853: DS 624).

III. CRISTO SE OFRECIO A SU PADRE POR NUESTROS PECADOS

Toda la vida de Cristo es ofrenda al Padre

606. El Hijo de Dios “bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado” (Jn 6, 38), “al entrar en este mundo, dice: ... He aquí que vengo... para hacer, oh Dios, tu voluntad... En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús “por los pecados del mundo entero” (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: “El Padre me ama porque doy mi vida” (Jn 10, 17). “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14, 31).

607. Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: “¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (Jn 12, 27). “El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?” (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que “todo esté cumplido” (Jn 19, 30), dice: “Tengo sed” (Jn 19, 28).

“El cordero que quita el pecado del mundo”

608. Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la Redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: “Servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).

Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre

609. Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, “los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1) porque “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).

I. LA MISION CONJUNTA DEL HIJO Y DEL ESPIRITU

689. Aquel al que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Ga 4, 6) es realmente Dios. Consubstancial con el Padre y el Hijo, es inseparable de ellos, tanto en la vida íntima de la Trinidad como en su don de amor para el mundo. Pero al adorar a la Santísima Trinidad vivificante, consubstancial e indivisible, la fe de la Iglesia profesa también la distinción de las Personas. Cuando el Padre envía su Verbo, envía también su aliento: misión conjunta en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos pero inseparables. Sin ninguna duda, Cristo es quien se manifiesta, Imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo revela.

690. Jesús es Cristo, “ungido”, porque el Espíritu es su Unción y todo lo que sucede a partir de la Encarnación mana de esta plenitud (cf. Jn 3, 34). Cuando por fin Cristo es glorificado (Jn 7, 39), puede a su vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en él: Él les comunica su Gloria (cf. Jn 17, 22), es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica (cf. Jn 16, 14). La misión conjunta se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en él:

    La noción de la unción sugiere... que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. En efecto, de la misma manera que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite ni la razón ni los sentidos conocen ningún intermediario, así es inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu... de tal modo que quien va a tener contacto con el Hijo por la fe tiene que tener antes contacto necesariamente con el óleo. En efecto, no hay parte alguna que esté desnuda del Espíritu Santo. Por eso es por lo que la confesión del Señorío del Hijo se hace en el Espíritu Santo por aquellos que la aceptan, viniendo el Espíritu desde todas partes delante de los que se acercan por la fe (San Gregorio Niceno, Spir. 3, 1).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

¡Este es el cordero de Dios!

En el Evangelio de este segundo Domingo del así llamado Tiempo Ordinario escuchamos a Juan el Bautista, quien, presentando a Jesús al mundo, exclama:

«Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo».

El cordero en la Biblia como en otras culturas (piénsese, por ejemplo, en la fábula clásica del lobo y del cordero, que beben en un riachuelo) es el símbolo del ser inocente, que no puede hacer mal a nadie sino sólo recibido. Permaneciendo con este simbolismo, la primera lectura de Pedro llama a Cristo el «cordero sin tacha y sin mancilla», que, «al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia» (1 Pedro 2, 23). Jesús, en otras palabras, es por excelencia el Inocente, que sufre.

Se ha escrito que el dolor de los inocentes «es la roca del ateísmo». Esto es, verdaderamente es «el hueso duro» de toda religión. En la novela Los hermanos Karamazov de Dostoevskij, el rebelde Iván exclama: «Si también el sufrimiento inocente debiera servir para construir una humanidad mejor, ¿pueden los hombres aceptar una felicidad construida sobre sangre inocente? No estoy con ello. ¡Les devuelvo el billete!»

Después de Auschwitz, el problema se ha planteado de una manera aún más penetrante. Son innumerables los libros y dramas escritos en torno a este tema. Parece como estar en un proceso y escuchar la voz del juez, que ordena levantarse al imputado. El imputado en este caso es Dios, la fe.

La fe, ¿qué tiene que responder a todo esto? Ante todo, es necesario que nos pongamos todos, creyentes y no creyentes, en una actitud de humildad, porque si la fe no está en disposición de «explicar» el dolor aún lo está menos la razón. El dolor de los inocentes es algo demasiado puro y misterioso para poderlo encerrar dentro de nuestras pobres «explicaciones». De la historia de Job yo he aprendido una cosa: no querer hacer o representar la parte de los «amigos» de Job, los que pretenden saberlo todo sobre el sufrimiento y sobre el castigo, y quieren hacerse a toda costa como los defensores de oficio de Dios. Al final, aparece Dios mismo en aquella historia ¿y qué dice? Le da la razón a Job, que le ha importunado con los «¿por qué?, ¿por qué?» (Job 7, 20ss.), hasta casi la rebeldía, y ¡les quita la razón a los que (sin haber pasado a través del sufrimiento) han hablado en su defensa!

Jesús, que de explicaciones a dar tenía muchas más que nosotros, ante el dolor de la viuda de Naím y de las hermanas de Lázaro, no supo hacer nada mejor que emocionarse y llorar (cfr. Lucas 7, 11ss.; Juan 11).

Yo quisiera, sin embargo, poner por delante una observación. ¿Quién lleva el dolor de los inocentes lejos de Dios?, ¿quién lo sufre sobre su piel?, o ¿quién sólo escribe novelas y frases en una pequeña mesa sobre él? Me parece ejemplar el caso de Anna Frank. A esta jovencita hebrea, escondida para huir de los nazis durante dos años en una buhardilla, le bastaba un pequeño trozo de cielo, contemplado desde una pequeña ventana, o el retorno de la primavera, para cantar himnos a la vida ya Dios. Entre los que han escrito sobre ella en el calor de casas reconstruidas ha habido quien ha encontrado en su caso un «obstáculo insuperable» para creer en Dios. No es la incapacidad de explicar el dolor lo que hace perder la fe sino más bien es la pérdida de la fe la que hace inexplicable el dolor.

La respuesta cristiana al problema del dolor inocente está confinada en un nombre: ¡Jesucristo! Ante la palabra de Iván, el hermano menor de Karamazov, Alioscia responde: «Tú has dicho: «¿Hay en el mundo entero un solo Ser, que pueda perdonar, y que tenga derecho a ello?» Pues bien, este Ser existe, y Él puede perdonarlo todo y a todos y por cuenta de todos, porqué Él mismo ha dado su sangre inocente por todos y para todos».

Jesús no ha venido a darnos doctas explicaciones sobre el dolor, sino que ha venido a asumirlo silenciosamente sobre sí. Tomándolo sobre sí, sin embargo, lo ha cambiado desde su interior: de signo de maldición lo ha hecho instrumento de redención.

Más aún: lo ha hecho el supremo valor, el orden de nobleza más alto en este mundo. Después del pecado, la verdadera grandeza de una criatura humana se mide por el hecho de llevar sobre sí el mínimo posible de culpa y el máximo posible de pena del mismo pecado. Esto es, no cometer el mal y aún aceptar cargar con los resultados de él. En consecuencia, no está tanto ni en una ni en la otra cosa, aceptadas separadamente (esto es, o en la inocencia o en el sufrimiento), cuanto en la presencia a la vez de las dos cosas en la misma persona. Éste es un tipo de sufrimiento que nos acerca a Dios. Sólo Dios, en efecto, sufre y sufre en sentido absoluto como inocente.

En el vértice de esta nueva escala de nobleza está Jesús de Nazaret, «cordero sin tacha y sin mancilla» (1 Pedro 1, 19), porque, sin haber cometido ninguna culpa, él ha llevado sobre sí la pena de todas las culpas. «Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» (Isaías 53, 5ss.). Lo que a los ojos del mundo es el mayor escándalo (el dolor de los inocentes) es ante Dios la perla más preciosa del mundo. Es «la sal de la tierra» (Mateo 5, 13) lo que rescata a este nuestro mundo delirante de tantas maldades y compromisos.

Jesús, sin embargo, no ha dado sólo un sentido al dolor inocente, le ha conferido igualmente un poder nuevo, una misteriosa fecundidad. Todo el dolor inocente de cualquier modo ya «hace masa» con el de Cristo, lo «completa» (así nos empuja a decirlo san Pablo) y recibe de él la capacidad de engendrar esperanza y vida en tomo a él. «Sufrir, ha escrito Juan Pablo 11 en su carta sobre el “Dolor que salva”, significa llegar a ser particularmente sensibles en la obra de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo».

A propósito del dolor inocente, la fe nos invita, por lo tanto, a no pararnos tanto en sus causas, en el «porqué» se sufre, cuanto en sus efectos: qué nace de tal sufrimiento. Un día, presentándole a un muchacho ciego de nacimiento, algunos expusieron a Jesús:

«“Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?” Respondió Jesús: “Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios”» (Juan 9, 2-3).

Cuántas veces también nosotros nos preguntamos: «¿qué mal he hecho yo para que Dios me castigue así?», como si el dolor fuese un castigo o una maldición y no, por el contrario, como nos dice san Pablo: «Si hemos muerto con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él» (2 Timoteo 2, 11-12); esto es, es «una participación en los sufrimientos de Cristo» (Romanos 8, 17), que permite anunciarnos a nosotros también la gloria y la alegría de la resurrección.

Decía yo que, para no perderse, no debemos mirar tanto a las causas del dolor inocente cuanto a sus efectos, a lo que surge de ello. Miremos qué surgió del sufrimiento de Cristo: la resurrección y la esperanza para todo el género humano. ¡Por él mismo, cuánta gloria! En la primera lectura de este Domingo, proféticamente Dios dice a su Cristo: «Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra». Y, después de dos mil años, sabemos que así ha sido.

Pero, miremos además a lo que sucede hoy en tomo a nosotros. ¡Cuántas energías y heroísmos suscita frecuentemente en una pareja la aceptación de un hijo minusválido, clavado al lecho durante años! ¡Cuánta solidaridad insospechada en tomo a él! ¡Cuánta capacidad de amor de otro modo desconocida!

Pero, antes de concluir, debo añadir una observación. Lo más importante, cuando se habla del dolor inocente, no es entenderlo o explicarlo; ¡es no acrecentarlo! Mucho de este dolor, en efecto, no es fruto de la fatalidad o de la naturaleza; se inicia desde nosotros, de nuestra libertad, de la voluntad de prevalecer sobre los demás o simplemente de nuestras omisiones. Jesús quería que sus discípulos fuesen en el mundo «corderos en medio de lobos» (cfr. Mateo 7,15); pero, cuántas veces sucede lo contrario y somos lobos en medio de otros lobos o, peor, lobos en medio de corderos.

¡La prepotencia! (o sentirse más poderoso que otros). Es necesario sellar sin piedad esta tendencia que envenena las relaciones humanas más que todas, frecuentemente dentro de los mismos muros domésticos. La fábula del lobo y del cordero, que he recordado, se propone precisamente poner al desnudo lo absurdo y lo odioso de la prepotencia. Ella no es signo de fuerza sino de debilidad. Quién está inseguro dentro de sí y lleno de complejos es más dado a rehacerse sobre los demás. Siente la necesidad de anular cualquier otra voluntad en tomo a sí. Es de igual forma signo frecuente de villanía. El prepotente acostumbra a ser fuerte con los débiles y débil con los fuertes. Si puedo permitirme una palabra a los jóvenes es ésta: sabed escoger a vuestros héroes y modelos. No emuléis a los prepotentes y no tengáis sugestión alguna por ellos: son pobrecillos, frecuentemente más enfermos que culpables.

No basta ni siquiera aumentar el dolor inocente: ¡es necesario además buscar de aliviar el que haya! Ante el espectáculo de una niñita titiritando de frío, que lloraba por los mordiscos del hambre, un día, un hombre gritó a Dios en su corazón: «Oh Dios, ¿dónde estás? ¿Por qué no haces algo por aquella niña inocente?» Y Dios le respondió: «Cierto que he hecho algo por ella: ¡te he hecho a ti!»

Aprendamos bien esta respuesta y repitámosla dentro de nosotros, cuando estemos tentados de dirigirle a Dios la misma pregunta.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Apostolado

Yo he visto y he dado testimonio. Con estas sencillas palabras, que Juan Bautista pronuncia refiriéndose a su modo de actuar, queda definida a la perfección la personalidad apostólica. Fijémonos en el ejemplo del Precursor que hoy nos brinda la Liturgia. Como nosotros, fue testigo del mensaje evangélico –ese Anuncio Nuevo–: que los hombres estamos llamados, a partir de Jesucristo, a ser hijos de Dios. No se queda Juan indiferente o pasivo ante la noticia. Comprende de inmediato la trascendencia que tiene para todos, y a todos quiere hacer partícipes de lo que supone la presencia de Cristo entre los hombres.

Es inseparable del verdadero cristiano la actitud apostólica. Si el mandamiento por excelencia es la caridad, el amor a los hermanos como manifestación más notoria de amor a Dios, parece claro que los queremos de verdad sólo en la medida en que procuramos lo mejor para ellos. Y no olvidemos que es participar de la filiación divina lo que más puede engrandecernos a los hombres. Mucho más que cualquier otro talento o riqueza que podríamos desear o imaginar. Para ser hijos suyos nos creó Dios: ser buenos hijos de Dios es el único fin que consuma nuestra vida. Ser apóstoles, pues, supone algo tan elemental como procurar que los demás, nuestros iguales, reconozcan su condición de hijos Dios y quieran ser consecuentes con su filiación divina.

Aunque se trata de una tarea fácil, que no plantea apenas problemas entre gentes sencillas, como es el caso de los niños; puede no resultar tan elemental en muchos otros casos; en particular cuando el hombre ha perdido la confianza en Dios y lo considera, más que como un Padre amoroso al que debe la vida y todo lo que es y tiene, como un obstáculo para la propia autonomía, o incluso un rival de la libertad personal. A veces, en efecto, hay quien considera a Dios como una complicación incómoda, que lamentablemente existe, y que dificulta más aún la vida de los hombres, ya de suyo difícil.

¿Cómo es Dios para los hombres? Se hace necesario asegurar nuestra fe en la Revelación que hemos recibido de Jesucristo, pues, nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo. Jesucristo, Hijo único del Padre, nos ha revelado que Dios es Amor, como dice san Juan, el apóstol amado. Pensemos, por ejemplo, en la conocida parábola del “hijo pródigo”, en la que estamos representados –en aquel hombre que se marcha de la casa paterna y malgasta su herencia– los pecadores de todos los tiempos; y Dios, en aquel Padre que perdona, que espera cada día la vuelta del hijo, dispuesto a restituirle su favor apenas regrese arrepentido. No en vano se ha llamado también a ésta, la parábola del “padre misericordioso”.

Sin duda, que muchos de nuestros iguales, seguros de sí mismos y, sin embargo, tristes; porque, habiendo sido creados para Dios lo desconocen y –como declaró san Agustín– no hallarán descanso sino en Él; esperan sin saberlo que les contemos la experiencia nuestra: que, más de una vez, hicimos de “hijo pródigo” y que hemos experimentado siempre el amor de Dios como la riqueza mayor que se puede pensar. En cada ocasión –cada vez que animamos a otro a “volver”– se cumplen las palabras con las que concluye Santiago su carta a una joven comunidad de fieles: si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su extravío, salvará su alma de la muerte y cubrirá sus muchos pecados.

Si amamos a Dios de verdad nos dolerá –también por ellos– que otros le ofendan, aunque no sepan que lo hacen. En todo caso, querremos que muchos más le amen para que crezca más y más su gloria en el mundo. Pidamos al Señor la luz de la fe, también con nuestra mortificación, para tantos que le buscan sin saberlo, porque intentan alcanzar la felicidad plena, pero donde no está: fuera de Dios. La ilusión por acercar almas a Dios es manifestación clara de rectitud en el propio camino: de que amamos a Dios como Jesucristo, que con su corazón de hombre nos quiere a todos felices junto a Dios. Con tal fuerza desea nuestro bien, que empeña su vida por nuestra eterna salvación, que es la única felicidad completa y definitiva para los hombres.

Juan Bautista habló de Jesucristo a los hombres de su tiempo para que la salvación de Dios, la vida plena de la Trinidad, se extendiera de modo más completo que con la ley de Moisés. En el tiempo nuestro, aunque ha sido ya anunciado y extendido en cierta medida el Evangelio, se hace necesaria una nueva evangelización, que recuerde a todos el ideal divino –no humano– que Cristo vino a recuperar para los hombres, el que quiso Dios otorgarnos desde el principio. En Jesucristo, como enseña San Pablo, nos eligió antes de la constitución del mundo para que seamos santos y sin mancha en su presencia por el amor.

La Reina de los Apóstoles, nuestra Madre del Cielo, recibió una especial luz para penetrar en el misterio de la economía salvífica en favor de los hombres, decretado por Dios desde la constitución del mundo. Nos encomendamos a Ella, para que sepamos hacer partícipes a muchos de la inmensa riqueza salvadora de Dios.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

“Este es el cordero de Dios...”

Uno de aquellos discípulos de Juan Bautista que escuchó el saludo “Este es el Cordero de Dios, este es el que quita el pecado del mundo”, y se unió a Jesús, era justamente quien escribió más tarde estas cosas para la Iglesia: Juan el evangelista, Él no se nombra, pero lo sabemos por muchos indicios, Incluso el breve relato escuchado en el Evangelio de hoy tiene el sabor de un recuerdo personal, celosamente mantenido vivo en el corazón, A distancia de tantos años, él recuerda todavía la hora exacta de su primer encuentro con Jesús a orillas del río Jordán: Era alrededor de las cuatro de la tarde. ¡El primer acercamiento es tan verdadero y natural! Los dos discípulos tímidamente comienzan a seguir a Jesús, quien, al darse cuenta, se vuelve y les dice: ¿Qué quieren? Y ellos, sorprendidos y avergonzados, como sucede en tales ocasiones, salen del paso con una pregunta cualquiera, quizás la menos necesaria: ¿Dónde vives?

Aquella primera presentación de Jesús: “Este es el Cordero de Dios…” se imprimió en la mente del evangelista, a tal punto que luego él siguió viéndolo y llamándolo así. “Cordero de Dios” se convirtió en uno de los nombres predilectos para llamar al Maestro, aquel con que se trata de penetrar con más profundidad en la personalidad y en la obra de Jesús.

Hay una parte, en realidad una gran parte del Evangelio, que está como coagulada alrededor de este título del Señor, y nosotros debemos disolverla para comprenderla y nutrirnos con ella. Si somos capaces de hacerla, hoy volveremos a casa con un fragmento vivo del Evangelio en el corazón.

¿Qué nos dice de Jesús el título “Cordero de Dios”? El Antiguo Testamento conocía dos figuras de cordero: uno verdadero y uno metafórico. El cordero real era aquel que, en la noche del éxodo, por orden de Dios, fue inmolado en Egipto, y cuya sangre liberó al pueblo de la esclavitud y lo hizo pasar a la libertad de la tierra prometida. Luego de ese hecho, cada año, en Pascua, el pueblo hebreo, familia por familia, inmolaba un cordero y después, durante la noche, lo consumía en forma comunitaria, en recuerdo de la liberación de la esclavitud en Egipto.

El cordero metafórico o figurativo era “el cordero mudo conducido a la muerte” del que había hablado el profeta Isaías en el contexto de la lección de hoy, al anunciar al siervo de Yavé que salvaría a Israel. Se dice algo nuevo de este cordero con respecto al precedente, algo que aumenta en forma desmesurada su misión: Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades... y por sus heridas fuimos sanados (Is. 53, 5). Por lo tanto, ya no un cordero que rescata un solo pueblo y lo hace libre, sino un cordero que libera a todos los pueblos de la perdición, tomando sobre sí todos sus pecados.

Cuando los que lo rodeaban oyeron exclamar a Juan Bautista: “Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”, comprendieron esto: que por fin había aparecido en el mundo aquel que Dios había enseñado a esperar como al liberador, el redentor de todos los hombres, aquel que está ante Dios en representación de todos y paga por todos. Al recoger ese grito al inicio de su Evangelio, Juan anticipa y preanuncia el destino final de Jesús; ya pone a todos bajo la Cruz. Aquel cordero, según la profecía, deberá ser aniquilado por nuestros pecados. Por eso, en el Calvario, en el momento de la muerte, Juan se preocupará por recordarnos una vez más que él es el Cordero de Dios. Lo hará aplicándole la prescripción del Éxodo 12, 46 (No quiebres los huesos de la víctima) que se refería justamente al cordero pascual, y evocando implícitamente el cordero místico de Isaías 53, traspasado por nuestras rebeldías.

Jesús no dejó de lado su título y sus características de Cordero ni siquiera con su muerte. Él había sido esperado, en el Antiguo Testamento, como el cordero inmaculado que debía venir (1 Ped. 1, 19); ahora, después de su resurrección, espera a la humanidad como el Cordero sentado en el trono. La espera y la acompaña desde lo alto hasta que estén reunidos alrededor de su trono todos los signados de la tierra, es decir, todos aquellos que llevan el sello de su sangre. Así, el mismo Juan nos representa al Señor en el Apocalipsis como el Cordero inmolado y de pie (Apoc. 5), vale decir muerto y resucitado, que espera a la esposa para las bodas eternas: Felices los que han sido invitados al banquete de bodas del Cordero (Apoc. 19, 9), aquellos, entonces, que irán a reencontrarse con el Señor en los cielos nuevos; felices porque allá será secada toda lágrima, no habrá más muerte, más dolor, más llanto (Apoc. 21, 4).

La palabra de Dios nos ofrece, por lo tanto, una síntesis de nuestra fe en la cual el pasado confirma el futuro. Las promesas y las profecías antiguas fielmente realizadas en Jesús, verdadero Cordero de Dios, se convierten en la garantía de que también la parte todavía no cumplida de sus promesas se cumplirá en forma infalible.

Pero también una demostración de vida, algo que requiere nuestra voluntad y nuestra mentalidad. Jesús es el Cordero de Dios que quita los pecados. Es decir, él salva a los pecadores. Para ser salvados por él, entonces, es necesario reconocerse y sentirse pecadores. Él no ha venido para los justos; con ellos no tiene nada que hacer. No es un complejo de culpa que debemos crearnos antes, con el fin de sentir luego el alivio del perdón, o para permitirle a Cristo que nos salve. Somos pecadores por naturaleza, por nacimiento: Todos faltamos de muchas maneras, dicen las Escrituras (Sant. 3, 2). Es necesario no dar vuelta la cara ante esta realidad y no huir de ella como Adán. Es necesario alzarse como el pródigo e ir al Señor para decirle: “Padre, he pecado”. Para quienes lo hagan, Jesús es el Cordero que saca los pecados; los otros, dice Juan en el Apocalipsis, conocerán solamente la ira del Cordero (Apoc. 6, 16). ¿Cómo puede salvar Jesús a quien cree ser siempre acreedor de Dios y de los hombres, como el fariseo del templo? Es por esto que la Iglesia hace de todo por educarnos en un sano sentimiento de la culpa, es decir, en sentirnos lo que realmente somos, pecadores. No por nada la invitación: “Hermanos, reconozcamos nuestros pecados”, constituye ahora el portal de ingreso a la Misa.

Esta tentación de no reconocerse pecadores está siempre al acecho, incluso desde la época de Adán, quien se excusa y huye antes que confesar: he pecado. Hoy se ha agregado una más letal. Se siente, se admite la culpa, pero se la llama complejo, ya no pecado, y para sacársela del alma ya no se recurre más, en ciertos ambientes, al Cordero que quita los pecados, sino al que cura el alma, al psicoanalista, que quita las inhibiciones y elimina los complejos. Por cierto, hay una función muy noble que puede desarrollar el psiquiatra y el psicoanalista con respecto a nosotros, hijos de un siglo de alma perturbada y enferma, pero no realmente la de convencer al hombre de que no tiene pecados. Si lo hace, lo engaña. Nosotros sabemos −si no lo sabemos, quiere decir que la fe ha desaparecido de nuestro horizonte− que para aquella enfermedad del alma que se llama pecado hay un solo médico: Jesucristo nuestro Señor (Ignacio de Antioquía). El murió en la Cruz para adquirir el derecho de considerarse así, para podernos perdonar siempre todo.

La Eucaristía que ahora celebramos recoge en una unidad todo lo que hemos dicho hasta aquí. Hace estar presente entre nosotros al cordero liberador del Éxodo, al cordero redentor de Isaías traspasado por nuestras rebeldías, al Cordero que un día Juan Bautista señaló a quienes lo rodeaban, al Cordero de la Cruz y al Cordero que nos espera en el trono. Hace presente y vivo todo esto para nosotros. He aquí por qué, en el momento de recibir la Eucaristía, saludaremos también hoy a Jesús con las palabras con las cuales, a esta misma hora, hacia el mediodía de hace tantos siglos, Juan Bautista lo presentó al mundo: “Este es el Cordero de Dios, éste es el que quita los pecados del mundo”.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la parroquia de San José, en la Vía del Triunfo (18-I-1981)

– El misterio de Dios hecho Hombre

“La gracia y la paz delante de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo” (1 Cor 1,3).

El tiempo de Navidad, que hemos vivido hace poco, ha renovado en nosotros la conciencia de que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Esta conciencia no nos abandona jamás; sin embargo, en este período se hace particularmente viva y expresiva. Se convierte en el contenido de la liturgia, pero también en el contenido de la vida cristiana, familiar y social. Nos preparamos siempre para esta santa noche del nacimiento temporal de Dios mediante el Adviento, tal como lo proclama hoy el Salmo responsorial: “Yo esperaba con ansia al Señor: Él se inclinó y escuchó mi grito” (Sal 39/40,2).

Es admirable este inclinarse del Señor sobre los hombres. Haciéndose hombre, y ante todo como Niño indefenso, hace que más bien nos inclinemos sobre Él, igual que María y José, como los pastores, y luego los tres Magos de Oriente. Nos inclinamos con veneración, pero también con ternura. ¡En el nacimiento terreno de su Hijo, Dios se “adapta” al hombre tanto, que incluso se hace hombre!

Y precisamente este hecho se nos recuerda ahora, si seguimos el hilo del Salmo: nos “puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios” (Sal 39/40,4). ¡Qué candor se trasluce en nuestros cantos navideños! ¡Cómo expresan la cercanía de Dios, que se ha hecho hombre y débil niño! ¡Que jamás perdamos el sentido profundo de este misterio! Que lo mantengamos siempre vivo, tal como lo han transmitido los grandes santos.

Lo expresa también el Profeta Isaías cuando proclama hoy en la primera lectura: “Mi Dios fue mi fuerza” (Is 49,5). Y en la segunda lectura San Pablo se dirige a los Corintios −y al mismo tiempo indirectamente a nosotros− como a “los consagrados por Jesucristo, al pueblo santo que Él llamó” (1 Cor 1,2).

– Llamada a la santidad

El reciente Concilio nos ha recordado la vocación de todos a la santidad. ¡Esta es precisamente nuestra vocación en Jesucristo! Y es don esencial del nacimiento temporal de Dios. ¡Al nacer como hombre el Hijo de Dios confiesa la dignidad del ser humano, y a la vez le hace una nueva llamada, la llamada a la santidad!

¿Quién es Jesucristo?

El que nació la noche de Belén. El que fue revelado a los pastores y a los Magos de Oriente. Pero el Evangelio de este domingo nos lleva una vez más a las riberas del Jordán, donde después de 30 años de su nacimiento, Juan Bautista prepara a los hombres para su venida. Y cuando ve a Jesús, “que venía hacia él”, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).

Juan afirma que bautiza en el Jordán “con agua para que −Jesús de Nazaret− sea manifestado a Israel” (Jn 1,31).

Nos habituamos a las palabras: “Cordero de Dios”. Y, sin embargo, éstas son simplemente palabras maravillosas, misteriosas, palabras potentes. ¡Cómo podían comprenderlas los oyentes inmediatos de Juan, que conocían el sacrificio del cordero ligado a la noche del éxodo de Israel de la esclavitud de Egipto!

¡El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!

Los versos siguientes del Salmo responsorial de hoy explican más plenamente lo que se reveló en el Jordán y a través de las palabras de Juan Bautista, y que ya había comenzado la noche de Belén. El salmo se dirige a Dios con las palabras del Salmista, pero indirectamente nos trae de nuevo las palabras del Hijo eterno hecho hombre: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: Aquí estoy −como está escrito en mi libro− para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero” (Sal 39/40,7-9).

Así habla, con las palabras del Salmo, el Hijo de Dios hecho hombre. Juan capta la misma verdad en el Jordán, cuando señalándolo, grita: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).

Hemos sido, pues, “santificados en Cristo Jesús”. Y estamos “llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo Señor nuestro” (1 Cor 1,2).

Jesucristo es el Cordero de Dios, que dice de Sí mismo: “Dios mío, quiero hacer tu voluntad, y llevo tu ley en las entrañas” (cf. Sal. 39/40, 9).

– Santidad: la alegría de hacer la voluntad de Dios

¿Qué es la santidad? Es precisamente la alegría de hacer la voluntad de Dios.

El hombre experimenta esta alegría por medio de una constante acción profunda sobre sí mismo, por medio de la fidelidad a la ley divina, a los mandamientos del Evangelio. E incluso con renuncias.

El hombre participa de esta alegría siempre y exclusivamente por medio de Jesucristo, Cordero de Dios. ¡Qué elocuente es que escuchemos las palabras pronunciadas por Juan en el Jordán, cuando debemos acercarnos a recibir a Cristo en nuestros corazones y en la comunión eucarística!

Viene a nosotros el que trae la alegría de hacer la voluntad de Dios. El que trae la santidad.

Escuchamos las palabras: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Y continuamente sentimos la llamada a la santidad.

Jesucristo nos trae la llamada a la santidad y continuamente nos da la fuerza de la santificación. Continuamente nos da “el poder de llegar a ser hijos de Dios”, como lo proclama la liturgia de hoy en el canto del Aleluya.

Esta potencia de santificación del hombre, potencia continua e inagotable, es el don del Cordero de Dios. Juan señalándolo en el Jordán, dice: “Éste es el Hijo de Dios” (Jn 1,34), “Ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo” (Jn 1,33), es decir, nos sumerge en ese Espíritu al que Juan vio, mientras bautizaba, “que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre Él” (Jn 1,32). Éste fue el signo mesiánico. En este signo, Él mismo, que está lleno de poder y de Espíritu Santo, se ha revelado como causa de nuestra santidad: el Cordero de Dios, el autor de nuestra santidad.

¡Dejemos que Él actúe en nosotros con la potencia del Espíritu Santo!

¡Dejemos que Él nos guíe por los caminos de la fe, de la esperanza, de la caridad, por el camino de la santidad!

¡Dejemos que el Espíritu Santo −Espíritu de Jesucristo− renueve la faz de la tierra a través de cada uno de nosotros!

De este modo, resuene en toda nuestra vida el canto de Navidad.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Juan ve venir al Señor lleno de sencillez y lo señala como el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Dios es un Padre cuya paciencia con nosotros, cuyas iniciativas e ingeniosidades son infinitamente mayores que nuestras debilidades y malicias. Él perdona siempre, liberando al hombre de la suciedad interior que le agobia y apaga la alegría. El Sacramento del Perdón es un recurso del amor de Dios que alivia la mala conciencia depositando en ella una paz que no es de este mundo.

Como el Bautista debemos dar testimonio del Hijo de Dios, un Dios que cura las heridas del alma. “Vosotros sois mis testigos” (Lc 24,48), dijo Jesús a los suyos, y ellos, junto a una cadena incontable de criaturas de todos los puntos cardinales, tras recibir por el Bautismo la fuerza del Espíritu Santo, “marcharon a predicar por todas partes” (Mc 15,20).

No debemos dispensarnos de la tarea de hacer que Jesucristo sea conocido y amado. Nadie debe vivir tranquilo si se desentiende de este deber. “Tal vez −dice S. Gregorio− no podamos socorrer al necesitado; pero el que tiene lengua dispone de un bien mayor que puede distribuir, pues vale más reanimar con el alimento de la palabra al alma que ha de vivir para siempre, que saciar con el pan terreno al cuerpo que ha de morir. Por tanto, hermanos, no neguéis al prójimo la limosna de vuestra palabra”. Pero, ¿quién me manda a mí meterme en la vida de los demás? ¿No estaré invadiendo el recinto de sus conciencias impertinentemente? ¡No son los demás! ¡Son mis familiares y amigos, con quienes deseo compartir la preocupación de poner remedio a tantos asuntos que, sin Cristo, no tienen remedio!

¡Hablar de Dios también con el testimonio de una vida cristiana coherente! Nos engañaríamos si creyéramos que ser ejemplares en medio de las realidades de cada día, empeñados en un trabajo que santifica también las realidades nobles de este mundo, sólo despierta una desdeñosa curiosidad admirativa en medio de una sociedad que valora tan solo el bienestar terreno. Este testimonio penetra en muchas almas rectas que buscan a Dios a tientas, que anhelan esa paz que el mundo no puede dar. La paz que viene del que quita los pecados del mundo, aliviando ese sentido de culpabilidad, tan

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Llamados a ser testigos de Cristo Salvador»

I. LA PALABRA DE DIOS

Is 49,5-6: «Te hago luz de las naciones para que seas mi salvación»

Sal 39,2.4ab.7-8a.8b-9.10: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad»

1Co 1,1-3: «Gracias y paz os dé Dios nuestro Padre, y Jesucristo, nuestro Señor»

Jn 1,29-34: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

El Bautista manifiesta que Jesucristo preexiste, que es el Hijo de Dios, el Ungido por el Espíritu, el que bautiza con el Espíritu. Proclama, sobre todo, que es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo», clara alusión a la Pasión (4.o Poema del Siervo de Yavé: Is 52,4).

El Siervo de Yavé, al que Dios hace luz de las naciones para salvarlas, (1ª Lect.) es Jesucristo.

La Iglesia se dirige hoy «a los santificados en Cristo-Jesús, llamados a ser santos». (2ª Lect.) y nos invita a predicar, como S. Pablo, a Jesucristo y éste crucificado, que salva al hombre liberándolo del pecado.

III. SITUACIÓN HUMANA

Para anunciarle a Jesucristo al hombre de nuestros días, a quien nada dicen ni las verdades abstractas ni los sucedáneos que puedan acompañar a la vida, han de estudiarse muy a fondo las necesidades y expectativas, los ideales y carencias de esta sociedad y las exigencias de nuestro mundo.

En medio de este mundo, los cristianos hemos de presentarnos limpios de pecado, llenos de Espíritu, servidores humildes de todos, para que la salvación alcance hasta el confín de la tierra.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

− La Iglesia, comunión con Jesús. La Iglesia es el sacramento de Jesucristo, por la comunicación de su Espíritu a los hombres reunidos de todos los pueblos, los constituye místicamente en su Cuerpo: “A ellos les dio parte en su misión, en su alegría y en sus sufrimientos. Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre Él y los que le sigan: «Permaneced en mí como yo en vosotros... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos». Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: «Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56)” (789; cf 798).

La respuesta

− Cristo, Cabeza del Cuerpo de la Iglesia: “Él nos une a su Pascua: Todos los miembros tienen que esforzarse en asemejarse a él «hasta que Cristo esté formado en ellos» «Por eso somos integrados en los misterios de su vida... nos unimos a sus sufrimientos como el cuerpo a su cabeza. Sufrimos con él para ser glorificados con él» (LG 7)” (793).

− Él provee a nuestro crecimiento: «Para hacernos crecer hacia Él, nuestra Cabeza, Cristo distribuye los bienes y servicios...»: 794.

El testimonio cristiano

− “«Ay de mí si no anuncio el Evangelio» Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Debo predicar su nombre. Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo.... Él como nosotros y más que nosotros fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente... Él instituyó el nuevo Reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre y sed de justicia son saciados, en el que todos somos hermanos” (Pablo VI, Homilía en Manila, 29.10.70).

En comunión con la Iglesia, abrazados a la Cruz de Cristo y haciéndonos entender por el mundo de hoy, hemos de proclamar, como el Bautista, que Jesucristo es el Salvador.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

El Cordero de Dios.

− Figura y realidad de este título con el que el Bautista designa a Jesús al comienzo de su vida pública.

I. Hemos contemplado a Jesús nacido en Belén, adorado por los pastores y por los Magos, “pero el Evangelio de este domingo nos lleva, una vez más, a las riberas del Jordán, donde, a los treinta años de su nacimiento, Juan el Bautista prepara a los hombres para su venida. Y cuando ve a Jesús que venía hacia él, dice: Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29) (...). Nos hemos habituado a las palabras Cordero de Dios, y, sin embargo, éstas son siempre palabras maravillosas, misteriosas, palabras poderosas”. ¡Qué resonancias tendrían en los oyentes que conocían el significado del cordero pascual, cuya sangre había sido derramada la noche en que los judíos fueron liberados de la esclavitud en Egipto! Además, todos los israelitas conocían bien las palabras de Isaías, que había comparado los sufrimientos del Siervo de Yahvé, el Mesías, con el sacrificio de un cordero. El cordero pascual que cada año se sacrificaba en el Templo era a la vez el recuerdo de la liberación y del pacto que Dios había estrechado con su pueblo. Todo ello era promesa y figura del verdadero Cordero, Cristo, Víctima en el sacrificio del Calvario en favor de toda la humanidad. Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida. Por su parte, San Pablo dirá a los primeros cristianos de Corinto que nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado, y les invita a una vida nueva, a una vida santa.

Esta expresión: “Cordero de Dios”, ha sido muy meditada y comentada por los teólogos y autores espirituales; se trata de un título “de rico contenido teológico. Es uno de esos recursos del lenguaje humano que intenta expresar una realidad plurivalente y divina. O mejor dicho, una de esas expresiones acuñadas por Dios, para revelar algo muy importante de Sí mismo”.

Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, anuncia San Juan Bautista; y este pecado del mundo es todo género de pecados: el de origen, que en Adán alcanzó también a sus descendientes, y los pecados personales de los hombres de todos los tiempos. En Él está nuestra esperanza de salvación. Él mismo es una fuerte llamada a la esperanza, porque Cristo ha venido para perdonar y curar las heridas del pecado. Cada día, antes de administrar la Sagrada Comunión a los fieles, los sacerdotes pronuncian estas palabras del Bautista, mientras muestran al mismo Jesús: Éste es el Cordero de Dios... La profecía de Isaías ya se cumplió en el Calvario y se vuelve a actualizar en cada Misa, como recordamos hoy en la oración sobre las ofrendas: cada vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo, se realiza la obra de nuestra redención. La Iglesia quiere que agradezcamos al Señor su entrega hasta la muerte por nuestra salvación, y el haber querido ser alimento de nuestras almas.

Desde los primeros tiempos el arte cristiano ha representado a Jesucristo, Dios y Hombre, en la figura del Cordero Pascual. Recostado a veces sobre el Libro de la vida, la iconografía quiere recordar lo que nos enseña la fe: es el que quita el pecado del mundo, el que ha sido sacrificado y posee todo el poder y la sabiduría; ante Él se postran en adoración los veinticuatro ancianos −según la visión del Apocalipsis−, preside la gran Cena de las bodas nupciales, recibe a la Esposa, purifica con su sangre a los bienaventurados..., y es el único que puede abrir el libro de los siete sellos: el Principio y el Fin, el Alfa y la Omega, el Redentor lleno de mansedumbre y el Juez omnipotente que ha de venir a retribuir a cada uno según sus obras.

“A perdonar ha venido Jesús. Es el Redentor, el Reconciliador. Y no perdona una vez sola; ni perdona a la abstracta humanidad, en su conjunto. Nos perdona a cada uno de nosotros, tantas cuantas veces, arrepentidos, nos acercamos a Él (...). Nos perdona y nos regenera: nos abre de nuevo las puertas de la gracia, para que podamos −esperanzadamente− proseguir nuestro caminar”. Agradezcamos al Señor tantas veces como ya nos ha perdonado. Pidámosle que nunca dejemos de acercarnos a esa fuente de la misericordia divina, que es la Confesión.

− La esperanza de ser perdonados. El examen, la contrición, y el propósito de enmienda.

II. ¡El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo! Jesús se convirtió en el Cordero inmaculado, ofrecido con docilidad y mansedumbre absolutas para reparar las faltas de los hombres, sus crímenes, sus traiciones; de ahí que resulte tan expresivo el título con que se le nombra, “porque −comenta Fray Luis de León− Cordero, refiriéndolo a Cristo, dice tres cosas: mansedumbre de condición, pureza e inocencia de vida, y satisfacción de sacrificio y ofrenda”.

Resulta muy notable la insistencia de Cristo en su constante llamada a los pecadores: Pues el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido. Él lavó nuestros pecados en su sangre. La mayor parte de sus contemporáneos le conocen precisamente por esa actitud misericordiosa: los escribas y los fariseos murmuraban y decían: Éste recibe a los pecadores y come con ellos. Y se sorprenden porque perdona a la mujer adúltera con estas sencillas palabras: Vete y no peques más. Y nos da la misma enseñanza en la parábola del publicano y del fariseo: Señor, ten piedad de mí que soy un pecador, y en la parábola del hijo pródigo... La relación de sus enseñanzas y de sus encuentros misericordiosos con los pecadores resultaría interminable, gozosamente interminable. ¿Podremos nosotros perder la esperanza de alcanzar el perdón, cuando es Cristo quien perdona? ¿Podremos perder la esperanza de recibir las gracias necesarias para ser santos, cuando es Cristo quien nos las puede dar? Esto nos llena de paz y de alegría.

En el sacramento del perdón obtenemos además las gracias necesarias para luchar y vencer en esos defectos que quizá se hallan arraigados en el carácter y que son muchas veces la causa del desánimo y del desaliento. Para descubrir hoy si alcanzamos todas las gracias que el Señor nos tiene preparadas en este sacramento, examinemos cómo son estos tres aspectos: nuestro examen de conciencia, el dolor de los pecados y el propósito firme de la enmienda. “Se podría decir que son, respectivamente, actos propios de la fe −el conocimiento sobrenatural de nuestra conducta, según nuestras obligaciones−; del amor, que agradece los dones recibidos y llora por la propia falta de correspondencia; y de la esperanza, que aborda con ánimo renovado la lucha en el tiempo que Dios nos concede a cada uno, para que se santifique. Y así como de estas tres virtudes la mayor es el amor, así el dolor −la compunción, la contrición− es lo más importante en el examen de conciencia: si no concluye en dolor, quizá esto indica que nos domina la ceguera, o que el móvil de nuestra revisión no procede del amor a Dios. En cambio, cuando nuestras faltas nos llevan a ese dolor (...), el propósito brota inmediato, determinado, eficaz”.

Señor, ¡enséñame a arrepentirme, indícame el camino del amor! ¡Que mis flaquezas me lleven a amarte más y más! ¡Muéveme con tu gracia a la contrición cuando tropiece!

− La Confesión frecuente, camino para la delicadeza de alma y para alcanzar la santidad.

III. “Jesucristo nos trae la llamada a la santidad y continuamente nos da las ayudas necesarias para la santificación. Continuamente nos da el poder de llegar a ser hijos de Dios, como proclama la liturgia de hoy en el canto del Aleluya. Esta fuerza de la santificación del hombre (...) es el don del Cordero de Dios”. Esta santidad se realiza en una purificación continua del fondo del alma, condición esencial para amar cada día más a Dios. Por eso, amar la Confesión frecuente es síntoma claro de delicadeza interior, de amor a Dios; y su desprecio o indiferencia −cuando aparecen con facilidad la excusa o el retraso− indica falta de finura de alma y, quizá, tibieza, tosquedad e insensibilidad para las mociones que el Espíritu Santo suscita en el corazón.

Es preciso que andemos ligeros y que dejemos a un lado lo que estorba, el lastre de nuestras faltas. Toda Confesión contrita nos ayuda a mirar adelante para recorrer con alegría el camino que todavía nos queda por andar, llenos de esperanza. Cada vez que recibimos este sacramento oímos, como Lázaro, aquellas palabras de Cristo: Desatadle y dejadle andar, porque las faltas, las flaquezas, los pecados veniales... atan y enredan al cristiano, y no le dejan seguir con presteza su camino. “Y así como el difunto salió aún atado, lo mismo el que va a confesarse todavía es reo. Para que quede libre de sus pecados dijo el Señor a los ministros: Desatadle y dejadle andar...”. El sacramento de la Penitencia rompe todas las ataduras con que el demonio intenta tenernos sujetos para que no vayamos deprisa hacia Cristo.

La Confesión frecuente de nuestros pecados está muy relacionada con la santidad, con el amor a Dios, pues allí el Señor nos afina y enseña a ser humildes. La tibieza, por el contrario, crece donde aparecen la dejadez y el abandono, las negligencias y los pecados veniales sin arrepentimiento sincero. En la Confesión contrita dejamos el alma clara y limpia. Y, como somos débiles, sólo una Confesión frecuente permitirá un estado permanente de limpieza y de amor; se convierte en el mejor remedio para alejar todo asomo de tibieza, de aburguesamiento, de desamor, en la vida interior.

“Precisamente, uno de los motivos principales para el alto precio de la Confesión frecuente es que, si se practica bien, es enteramente imposible un estado de tibieza. Esta convicción puede ser el fundamento de que la Santa Iglesia recomiende tan insistentemente (...) la Confesión frecuente o Confesión semanal”. Por esta razón debemos esforzarnos en cuidar su puntualidad y en acercarnos a ella cada vez con mejores disposiciones.

Cristo, Cordero inmaculado, ha venido a limpiarnos de nuestros pecados, no sólo de los graves, sino también de las impurezas y faltas de amor de la vida corriente. Examinemos hoy con qué amor nos acercamos al sacramento de la Penitencia, veamos si acudimos con la frecuencia que el Señor nos pide.

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Rev. D. Joaquim FORTUNY i Vizcarro (Cunit, Tarragona, España) (www.evangeli.net)

He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo

Hoy hemos escuchado a Juan que, al ver a Jesús, dice: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). ¿Qué debieron pensar aquellas gentes? Y, ¿qué entendemos nosotros? En la celebración de la Eucaristía todos rezamos: «Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros / danos la paz». Y el sacerdote invita a los fieles a la Comunión diciendo: «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo...».

No dudemos de que, cuando Juan dijo «he ahí el Cordero de Dios», todos entendieron qué quería decir, ya que el “cordero” es una metáfora de carácter mesiánico que habían usado los profetas, principalmente Isaías, y que era bien conocida por todos los buenos israelitas.

Por otro lado, el cordero es el animalito que los israelitas sacrifican para rememorar la pascua, la liberación de la esclavitud de Egipto. La cena pascual consiste en comer un cordero.

Y aun los Apóstoles y los padres de la Iglesia dicen que el cordero es signo de pureza, simplicidad, bondad, mansedumbre, inocencia... y Cristo es la Pureza, la Simplicidad, la Bondad, la Mansedumbre, la Inocencia. San Pedro dirá: «Habéis sido rescatados (...) con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1Pe 1,18.19). Y san Juan, en el Apocalipsis, emplea hasta treinta veces el término “cordero” para designar a Jesucristo.

Cristo es el cordero que quita el pecado del mundo, que ha sido inmolado para darnos la gracia. Luchemos para vivir siempre en gracia, luchemos contra el pecado, aborrezcámoslo. La belleza del alma en gracia es tan grande que ningún tesoro se le puede comparar. Nos hace agradables a Dios y dignos de ser amados. Por eso, en el “Gloria” de la Misa se habla de la paz que es propia de los hombres que ama el Señor, de los que están en gracia.

Juan Pablo II, urgiéndonos a vivir en la gracia que el Cordero nos ha ganado, nos dice: «Comprometeos a vivir en gracia. Jesús ha nacido en Belén precisamente para eso (...). Vivir en gracia es la dignidad suprema, es la alegría inefable, es garantía de paz, es un ideal maravilloso».

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Testimonio de la verdad

«Yo doy testimonio de que este es el Hijo de Dios» (Jn 1, 34).

Eso dice Juan, el Bautista.

Y también dice que él no lo conocía, pero que el que lo envió a bautizar con agua se lo ha revelado, y que viene detrás de él a bautizar, no con agua, sino con el Espíritu Santo.

Y él ha dado testimonio de todo esto, para que, el que tenga oídos oiga, y el que tenga fe crea.

Dichosos los que creen sin haber visto.

Dichosos los que no lo conocían, pero que les ha sido revelado, y tienen ojos y ven, y tienen oídos y escuchan, y tienen voz y proclaman la palabra del Señor, que les ha sido manifestada a través del Verbo que se ha hecho carne y habita entre los hombres.

Dichosos los que tienen fe, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen, porque ellos verán a Dios, porque serán salvados, y recibirán por heredad lo que el Hijo de Dios ha venido a ganar para ellos: su heredad.

Juan Bautista ha dicho bien, porque a pesar de tener un encuentro con el Hijo de Dios desde el seno de su madre, a pesar de ser su primo, de ser familia, de ser cercano, a pesar de tener ojos y verlo, él no lo conocía, porque el Hijo de Dios no se había revelado sino hasta que llegara su hora, y su hora había llegado.

Y es el Espíritu Santo quien lo ha manifestado, para que todos los hombres crean, para que la salvación de Dios llegue a través de su luz a todos los rincones del mundo.

Sacerdote: tú tampoco lo conocías, pero te han bautizado, y el Espíritu Santo te lo ha manifestado.

Él te ha llamado, y tú no eres digno de desatarle la correa de sus sandalias. Pero él, en su bondad te ha elegido, no para ser como Juan, que bautizaba con agua, sino para ser Cristo, y bautizar a todos los hombres del mundo con el Espíritu Santo, como él.

El Hijo de Dios se revela a través de ti, sacerdote, para que pidas perdón por todos aquellos que no saben lo que hacen, para que les lleves de beber, porque tienen sed, para que les des de comer el alimento de vida, el pan bajado del cielo, que sacia su hambre, y el que come de este alimento, y bebe de esta bebida, nunca más tenga hambre, y nunca más tenga sed, para que lleves la palabra de Dios y abras sus oídos, para que lo escuchen y lo conozcan, para que a través de ti aquel que te ha llamado les diga: “Este es mi Hijo amado, en quien pongo mis complacencias, escúchenlo”.

Pero si tú sacerdote, cierras tus oídos, y cierras tus ojos, si no quieres ver y no quieres oír, ¿cómo verás al Hijo de Dios manifestado en ti? Y si cierras tu boca, ¿cómo darás testimonio de lo que has visto y de lo que has oído?

Porque tú sacerdote sí sabes lo que haces, y no te envía solo. Mira: ahí tienes a tu Madre.

Agradece, sacerdote, que tus ojos han sido abiertos, que tienes oídos y que tienes voz.

Pide, sacerdote, la ayuda de tu Madre, para que des un buen testimonio del Hijo de Dios, que es a ti a quien ha llamado.

Es por ti que se ha manifestado.

Son tus manos las que hacen sus obras.

Es tu voz quien predica su palabra.

Y es por ti que los que no lo conocen lo conocerán.

Y es por ti que los que no creen en él creerán.

Y es por ti que los que no saben lo que hacen lo sabrán.

Porque tú, igual que Juan, no conocías la verdad.

Pero a ti, al igual que Juan, la verdad se te ha revelado.

Y es a ti, al igual que Juan, que Dios te pide dar testimonio de esa verdad, que es la única verdad, porque el Hijo de Dios está vivo, vive en ti y a través de ti. Esa es la verdad.

El Espíritu Santo que está con él está contigo, en una sola y Santísima Trinidad, en la cual participas, porque tú eres la Segunda Persona de la Trinidad.

Sacerdote: tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Verbo hecho carne, que habita entre los hombres, para manifestar la verdad, para revelar el amor de Dios a los hombres que tanto amó al mundo que envió a su único Hijo para salvarlos.

Y es a través de ti, sacerdote, que Cristo, que está sentado a la derecha de su Padre, se revela como la única verdad, para llevar a través de tu boca y su palabra la luz, para la salvación a todos los rincones del mundo, no con agua, sino con el Espíritu Santo.

Sacerdote: tú eres la revelación de Cristo vivo, y esa es la verdad que tú debes, con tu ejemplo y tu vida, revelar al mundo entero, para que todos los hombres se salven.

(Espada de Dos Filos III, n. 7)

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