Domingo V del Tiempo Ordinario (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN JERÓNIMO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2015, 2018 y 2021
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2009 y 2012
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Francesc CATARINEU i Vilageliu (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
DIOS Y EL MAL
Job 7, 1-4.6-7; Sal 146; 1 Cor 9, 16-19.22-23; Mc 1, 29-39
El sufrimiento, las calamidades no merecidas, y el sentido de la vida ante la muerte (en pocas palabras, el milenario misterio del mal), de esto trata el libro de Job. Nacido probablemente en Edom, un reino no judío en la región de Haurán, en Transjordania, el libro es todo un drama, alternando entre la fuerza del diálogo y la intensidad del dolor. Notable contraste es el comportamiento de Jesús. Con calma y confianza, Jesús toma la mano de la suegra agonizante de Pedro, se mueve entre la gente desesperada y agolpada en su puerta, expulsa a muchos demonios, se levanta temprano para hacer oración, y sale para predicar a otras partes. Así nos muestra la respuesta de Dios al mal: en vez de desvanecer o darse por vencido, lo enfrenta con tranquilidad y produce, desde sus profundidades dolorosas, frutos extraordinarios.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 94, 6-7
Entremos y adoremos de rodillas al Señor, creador nuestro, porque él es nuestro Dios
ORACIÓN COLECTA
Te rogamos, Señor, que guardes con incesante amor a tu familia santa, que tiene puesto su apoyo sólo en tu gracia, para que halle siempre en tu protección su fortaleza. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Se me han asignado noches de dolor.
Del libro de Job: 7, 1-4. 6-7
En aquel día, Job tomó la palabra y dijo: “La vida del hombre en la tierra es como un servicio militar y sus días, como días de un jornalero. Como el esclavo suspira en vano por la sombra y el jornalero se queda aguardando su salario, así me han tocado en suerte meses de infortunio y se me han asignado noches de dolor. Al acostarme, pienso: ‘¿Cuándo será de día?’. La noche se alarga y me canso de dar vueltas hasta que amanece.
Mis días corren más aprisa que una lanzadera y se consumen sin esperanza. Recuerda, Señor, que mi vida es un soplo. Mis ojos no volverán a ver la dicha”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 146, 1-2. 3-4. 5-6.
R/. Alabemos al Señor, nuestro Dios.
Alabemos al Señor, nuestro Dios, porque es hermoso y justo el alabarlo. El Señor ha reconstruido a Jerusalén y a los dispersos de Israel los ha reunido. R/.
El Señor sana los corazones quebrantados y venda las heridas, tiende su mano a los humildes y humilla hasta el polvo a los malvados. R/.
Él puede contar el número de estrellas y llama a cada una por su nombre. Grande es nuestro Dios, todo lo puede; su sabiduría no tiene límites. R/.
SEGUNDA LECTURA
¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio!
De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 9, 16-19. 22-23
Hermanos: No tengo por qué presumir de predicar el Evangelio, puesto que ésa es mi obligación. ¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por propia iniciativa, merecería recompensa; pero si no, es que se me ha confiado una misión. Entonces, ¿en qué consiste mi recompensa? Consiste en predicar el Evangelio gratis, renunciando al derecho que tengo a vivir de la predicación.
Aunque no estoy sujeto a nadie, me he convertido en esclavo de todos, para ganarlos a todos. Con los débiles me hice débil, para ganar a los débiles. Me he hecho todo a todos, a fin de ganarlos a todos. Todo lo hago por el Evangelio, para participar yo también de sus bienes.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 8, 17
R/. Aleluya, aleluya.
Cristo hizo suyas nuestras debilidades y cargó con nuestros dolores. R/.
EVANGELIO
Curó a muchos enfermos de diversos males.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 1, 29-39
En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama, con fiebre, y enseguida le avisaron a Jesús. Él se le acercó, y tomándola de la mano, la levantó. En ese momento se le quitó la fiebre y se puso a servirles.
Al atardecer, cuando el sol se ponía, le llevaron a todos los enfermos y poseídos del demonio, y todo el pueblo se apiñó junto a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios, pero no dejó que los demonios hablaran, porque sabían quién era él.
De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar. Simón y sus compañeros lo fueron a buscar, y al encontrarlo, le dijeron: “Todos te andan buscando”. Él les dijo: “Vamos a los pueblos cercanos para predicar también allá el Evangelio, pues para eso he venido”. Y recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando a los demonios.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Señor Dios nuestro, que has creado los frutos de la tierra sobre todo para ayuda de nuestra fragilidad, concédenos que también se conviertan para nosotros en sacramento de eternidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 106, 8-9
Demos gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace en favor de su pueblo; porque da de beber al que tiene sed y les da de comer a los hambrientos.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Señor Dios, que quisiste hacernos participar de un mismo pan y un mismo cáliz, concédenos vivir de tal manera, que, hechos uno en Cristo, demos frutos con alegría para la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
La vida del hombre sobre la tierra es milicia (Jb 7, 1-4.6-7)
1ª lectura
Consciente de que su caso particular no es una excepción de la condición de hombre, Job aplica las afirmaciones generales (vv. 1-2) a su situación concreta (7,3-10).
Las imágenes de la milicia y del asalariado son muy gráficas para expresar las penalidades que sufre el hombre durante su vida entera. Reflejan la enseñanza bíblica sobre la dramática situación en la que se encuentra el mundo como consecuencia del pecado original y de los pecados personales. Esta situación «hace de la vida del hombre un combate: “A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo” (GS 37,2)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 409). Nadie puede verse libre de este combate. Sin embargo, como muestra la experiencia, no todos luchan de la misma forma. La vida del hombre sobre la tierra es milicia, y sus días transcurren con el peso del trabajo. Nadie escapa a ese imperativo; tampoco los comodones que se resisten a enterarse: desertan de las filas de Cristo, y se afanan en otras contiendas para satisfacer su poltronería, su vanidad, sus ambiciones mezquinas; andan esclavos de sus caprichos.
Si la situación de lucha es connatural a la criatura humana, procuremos cumplir nuestras obligaciones con tenacidad, rezando y trabajando con buena voluntad, con rectitud de intención, con la mirada puesta en lo que Dios quiere. Así se colmarán nuestras ansias de Amor, y progresaremos en la marcha hacia la santidad, aunque al terminar la jornada comprobemos que todavía nos queda por recorrer mucha distancia (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 217).
En la súplica que comienza con la solemne fórmula –«recuerda»– (v.7), Job arguye que si su fin va a ser la muerte, no tiene sentido su dolor; se muestra aún obsesionado con la muerte como meta y fin de las angustias de la vida (cfr 3,11-19; 10,20-22; 14,1-22). Refleja una mentalidad que corresponde a un momento en el que todavía no estaba clara de la doctrina de la resurrección después de esta vida. Sin embargo, estas expresiones tampoco pueden entenderse como negación de la vida futura; únicamente evidencian la ansiedad del protagonista que, agobiado por el sufrimiento, desea que termine cuanto antes. «Estas palabras fueron pronunciadas por Job para confirmar la fragilidad de la vida; y, sobre todo, para enseñar que quien ha muerto ya no regresa a esta vida corruptible ni vuelve a sus funciones ordinarias» (Dídimo el Ciego, In Iob, ad locum).
¡Ay de mí si no evangelizara! (1 Co 9, 16-19.22-23)
2ª lectura
Anunciar a Jesucristo es una exigencia ineludible de todo cristiano (v. 18): «El verdadero apóstol busca ocasiones de anunciar a Cristo con la palabra: a los no creyentes para llevarlos a la fe; a los fieles, para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más fervorosa: Porque la caridad de Cristo nos urge (2 Co 5,14), y en el corazón de todos deben resonar las palabras del Apóstol: ¡Ay de mí si no evangelizara!» (Conc. Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 6).
«Me he hecho todo para todos» (v. 22). San Pablo nunca excluyó a nadie de su labor apostólica: El cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos –con su trato– la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de sacrificarse gustosamente por todos, sin distinciones, sin dividir las almas en departamentos estancos, sin ponerles etiquetas como si fueran mercancías o insectos disecados. No puede el cristiano separarse de los demás, porque su vida sería miserable y egoísta: debe hacerse todo para todos, para salvarlos a todos (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 124).
Curó a muchos enfermos (Mc 1, 29-39)
Evangelio
El poder de Jesús se manifiesta ahora sobre la enfermedad. Como en otras ocasiones (cfr 5,41; 9,27), Marcos recuerda que el Señor para curar a la mujer «la tomó de la mano y la levantó»: «Él es un médico egregio, el verdadero médico por excelencia. Médico fue Moisés, médico Isaías, médicos todos los santos, pero sólo Él es el médico por excelencia (...) Él mismo, que es médico y medicina al mismo tiempo. La toca Jesús y huye la fiebre. Que toque también nuestra mano para que sean purificadas nuestras obras, que entre en nuestra casa: levantémonos del lecho, no permanezcamos tumbados» (S. Jerónimo, Commentarium in Marcum 2).
Un breve resumen de la actividad de Jesús (vv. 32-34) recuerda que sus actos de poder no eran acciones puntuales: «De ninguno de los antiguos se lee que haya curado tantas deformidades, tantas enfermedades y tantas torturas humanas con un poder nunca semejante» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 91,3). Al final del pasaje (v. 34) se recoge la prohibición a los demonios de divulgar su identidad. Esta prohibición se repite, como un estribillo, en los primeros pasos de la actividad de Cristo: así, ordena silencio a los discípulos (8,30; 9,9), a los enfermos que cura (1,44; 5,43; 7,36; 8,26), y también a los demonios, que le reconocen (1,24-25.34; 3,12), pero de los que no acepta el testimonio. Cabe pensar, con algunos Santos Padres, que Jesús no quiere aceptar en favor de la verdad el testimonio de aquel que es el padre de la mentira (cfr Jn 8,44). El mandato de silencio a los discípulos puede explicarse como pedagogía divina, para purificar la idea del Mesías que tenían la mayoría de sus contemporáneos: Jesús quiere que se entienda a la luz de la cruz.
Tras una jornada agotadora, el Señor se levanta muy temprano (cfr v. 35) para orar. Son muchos los lugares en los que el Nuevo Testamento refiere la oración de Jesús, mostrando así el modelo de conducta para el cristiano. San Marcos presenta explícitamente la oración de Jesucristo «a solas» en tres momentos solemnes: aquí, al comienzo de su ministerio público (v. 35), en el centro de su actividad (6,46) y, al final, en Getsemaní (14,32). Al emprender cada jornada para trabajar junto a Cristo, y atender a tantas almas que le buscan, convéncete de que no hay más que un camino: acudir al Señor. – ¡Solamente en la oración, y con la oración, aprendemos a servir a los demás! (San Josemaría Escrivá, Forja, n. 72).
El trato con Jesús ha cautivado a todos. Pedro y los demás parece que quieren retenerle allí (vv. 36-37). Pero Jesucristo vive para su misión (v. 38): predicar y evangelizar, porque para esto ha sido enviado (cfr Lc 4,43). Los discípulos son también invitados a acompañar a Jesús como después serán enviados a predicar (3,14; 16,15). La predicación es el medio elegido por Dios para llevar a cabo la salvación (1 Co 1,21; 2 Tm 4,1-2), ya que la fe nos viene por el oído (Rm 10,17; cfr Is 53,1). Jesús hace y enseña (Hch 1,1): su predicación no consiste sólo en palabras, sino que es una doctrina acompañada con la autoridad y eficacia de unos hechos. También la Iglesia ha sido enviada a predicar la salvación, y a realizar la obra salvífica que proclama. Esta obra la ejerce mediante los sacramentos y, especialmente, a través de la renovación del sacrificio del Calvario en la Santa Misa (cfr Conc. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 6).
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SAN JERÓNIMO (www.iveargentina.org)
Jesús, el médico divino
Luego, saliendo de la sinagoga, vinieron a casa de Simón y Andrés con Santiago y Juan. Había instruido el Señor a su cuadriga y era ensalzado por encima de los querubines. Y entra en la casa de Pedro. Digna era su alma para recibir a un huésped tan grande. «Vinieron–dice el Evangelio–a casa de Simón y Andrés».
La suegra de Simón estaba acostada con fiebre. ¡Ojalá venga y entre el Señor en nuestra casa y con un mandato suyo cure las fiebres de nuestros pecados! Porque todos nosotros tenemos fiebre. Tengo fiebre, por ejemplo, cuando me dejo llevar por la ira. Existen tantas fiebres como vicios. Por ello, pidamos a los apóstoles que intercedan ante Jesús, para que venga a nosotros y nos tome de la mano, pues si él toma nuestra mano, la fiebre huye al instante. Él es un médico egregio, el verdadero protomédico. Médico fue Moisés, médico Isaías, médicos todos los santos, mas éste es el protomédico. Sabe tocar sabiamente las venas y escrutar los secretos de las enfermedades. No toca el oído, no toca la frente, no toca ninguna otra parte del cuerpo, sino la mano. Tenía la fiebre, porque no poseía obras buenas. En primer lugar, por tanto, hay que sanar las obras, y luego quitar la fiebre. No puede huir la fiebre, si no son sanadas las obras. Cuando nuestra mano posee obras malas, yacemos en el lecho, sin podernos levantar, sin poder andar, pues estamos sumidos totalmente en la enfermedad.
Y acercándose a aquella, que estaba enferma... Ella misma no pudo levantarse, pues yacía en el lecho, y no pudo, por tanto, salirle al encuentro al que venía. Más, este médico misericordioso acude él mismo junto al lecho; el que había llevado sobre sus hombros a la ovejita enferma, él mismo va junto al lecho. «Y acercándose...» Encima se acerca, y lo hace además para curarla. «Y acercándose...» Fíjate en lo que dice. Es como decir: hubieras debido salirme al encuentro, llegarte a la puerta, y recibirme, para que tu salud no fuera sólo obra de mi misericordia, sino también de tu voluntad. Pero, ya que te encuentras oprimida por la magnitud de las fiebres y no puedes levantarte, yo mismo vengo. Y acercándose, la levantó. Ya que ella misma no podía levantarse, es tomada por el Señor. Y la levantó, tomándola de la mano. La tomó precisamente de la mano. También Pedro, cuando peligraba en el mar y se hundía, fue cogido de la mano y levantado. «Y la levantó tomándola de la mano». Con su mano tomó el Señor la mano de ella. ¡Oh feliz amistad, oh hermosa caricia! La levantó tomándola de la mano: con su mano sanó la mano de ella. Cogió su mano como un médico, le tomó el pulso, comprobó la magnitud de las fiebres, él mismo, que es médico y medicina al mismo tiempo. La toca Jesús y huye la fiebre. Que toque también nuestra mano, para que sean purificadas nuestras obras, que entre en nuestra casa: levantémonos por fin del lecho, no permanezcamos tumbados. Está Jesús de pie ante nuestro lecho, ¿y nosotros yacemos? Levantémonos y estemos de pie: es para nosotros una vergüenza que estemos acostados ante Jesús.
Alguien podrá decir: ¿dónde está Jesús? Jesús está ahora aquí. «En medio de vosotros –dice el Evangelio– está uno a quien no conocéis». «El reino de Dios está entre vosotros». Creamos y veamos que Jesús está presente. Si no podemos tocar su mano, postrémonos a sus pies. Si no podemos llegar a su cabeza, al menos lavemos sus pies con nuestras lágrimas. Nuestra penitencia es ungüento del Salvador. Mira cuán grande es su misericordia. Nuestros pecados huelen, son podredumbre y, sin embargo, si hacemos penitencia por los pecados, si los lloramos, nuestros pútridos pecados se convierten en ungüento del Señor. Pidamos, por tanto, al Señor que nos tome de la mano.
Y al instante –dice– la fiebre la dejó. Apenas la toma de la mano, huye la fiebre. Fijaos en lo que sigue. «Al instante la fiebre la dejó». Ten esperanza, pecador, con tal de que te levantes del lecho. Esto mismo ocurrió con el santo David, que había pecado, yaciendo en la cama con Betsabé, la mujer de Urías el hitita y sintiendo la fiebre del adulterio, después que el Señor le sanó, después que había dicho: «Ten piedad de mí, oh Dios por tu gran misericordia», así como: «Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí». «Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios mío...» Pues él había derramado la sangre de Urías, al haber ordenado derramarla. «Líbrame, dice, de la sangre, oh Dios, Dios mío, y un espíritu firme renueva dentro de mí». Fíjate en lo que dice: «renueva». Porque en el tiempo en que cometí el adulterio y perpetré el adulterio y perpetré el homicidio, el Espíritu Santo envejeció en mí. ¿Y qué más dice? «Lávame y quedaré más blanco que la nieve». Porque me has lavado con mis lágrimas. Mis lágrimas y mi penitencia han sido para mí como el bautismo. Fijaos, por tanto, de penitente en qué se convierte. Hizo penitencia y lloró, por ello fue purificado. ¿Qué sigue inmediatamente después? «Enseñaré a los inicuos tus caminos y los pecadores volverán a ti». De penitente se convirtió en maestro.
¿Por qué dije todo esto? Porque aquí está escrito: Y al instante la fiebre la dejó y se puso a servirles. No basta con que la fiebre la dejase, sino que se levanta para el servicio de Cristo. «Y se puso a servirles». Les servía con los pies, con las manos, corría de un sitio a otro, veneraba al que le había curado. Sirvamos también nosotros a Jesús. Él acoge con gusto nuestro servicio, aunque tengamos las manos manchadas: él se digna mirar lo que sanó, porque él mismo lo sanó. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Comentario al evangelio de San Marcos, Ciudad Nueva Madrid 1988, pág. 44-47
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FRANCISCO – Ángelus 2015, 2018 y 2021
Ángelus 2015
Curar a un enfermo, acogerlo, servirlo, es servir a Cristo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Mc 1, 29-39) nos presenta a Jesús que, después de haber predicado el sábado en la sinagoga, cura a muchos enfermos. Predicar y curar: esta es la actividad principal de Jesús en su vida pública. Con la predicación anuncia el reino de Dios, y con la curación demuestra que está cerca, que el reino de Dios está en medio de nosotros.
Al entrar en la casa de Simón Pedro, Jesús ve que su suegra está en la cama con fiebre; enseguida le toma la mano, la cura y la levanta. Después del ocaso, al final del día sábado, cuando la gente puede salir y llevarle los enfermos, cura a una multitud de personas afectadas por todo tipo de enfermedades: físicas, psíquicas y espirituales. Jesús, que vino al mundo para anunciar y realizar la salvación de todo el hombre y de todos los hombres, muestra una predilección particular por quienes están heridos en el cuerpo y en el espíritu: los pobres, los pecadores, los endemoniados, los enfermos, los marginados. Así, Él se revela médico, tanto de las almas como de los cuerpos, buen samaritano del hombre. Es el verdadero Salvador: Jesús salva, Jesús cura, Jesús sana.
Tal realidad de la curación de los enfermos por parte de Cristo nos invita a reflexionar sobre el sentido y el valor de la enfermedad. A esto nos llama también la Jornada mundial del enfermo, que celebraremos el próximo miércoles 11 de febrero, memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes. Bendigo las actividades preparadas para esta Jornada, en particular, la vigilia que tendrá lugar en Roma la noche del 10 de febrero.
La obra salvífica de Cristo no termina con su persona y en el arco de su vida terrena; prosigue mediante la Iglesia, sacramento del amor y de la ternura de Dios por los hombres. Enviando en misión a sus discípulos, Jesús les confiere un doble mandato: anunciar el Evangelio de la salvación y curar a los enfermos (cf. Mt 10, 7-8). Fiel a esta enseñanza, la Iglesia ha considerado siempre la asistencia a los enfermos parte integrante de su misión.
«Pobres y enfermos tendréis siempre con vosotros», advierte Jesús (cf. Mt 26, 11), y la Iglesia los encuentra continuamente en su camino, considerando a las personas enfermas una vía privilegiada para encontrar a Cristo, acogerlo y servirlo. Curar a un enfermo, acogerlo, servirlo, es servir a Cristo: el enfermo es la carne de Cristo.
Esto sucede también en nuestro tiempo, cuando, no obstante las múltiples conquistas de la ciencia, el sufrimiento interior y físico de las personas suscita fuertes interrogantes sobre el sentido de la enfermedad y del dolor y sobre el porqué de la muerte. Se trata de preguntas existenciales, a las que la acción pastoral de la Iglesia debe responder a la luz de la fe, teniendo ante sus ojos al Crucificado, en el que se manifiesta todo el misterio salvífico de Dios Padre que, por amor a los hombres, no perdonó ni a su propio Hijo (cf. Rm 8, 32). Por lo tanto, cada uno de nosotros está llamado a llevar la luz de la palabra de Dios y la fuerza de la gracia a quienes sufren y a cuantos los asisten, familiares, médicos y enfermeros, para que el servicio al enfermo se preste cada vez más con humanidad, con entrega generosa, con amor evangélico y con ternura. La Iglesia madre, mediante nuestras manos, acaricia nuestros sufrimientos y cura nuestras heridas, y lo hace con ternura de madre.
Pidamos a María, Salud de los enfermos, que toda persona experimente en la enfermedad, gracias a la solicitud de quien está a su lado, la fuerza del amor de Dios y el consuelo de su ternura materna.
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Ángelus 2018
El camino del cristiano es el alegre anuncio del Evangelio
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo prosigue la descripción de una jornada de Jesús en Cafarnaúm, un sábado, fiesta semanal para los judíos (cf. Marcos 1, 21-39). Esta vez el evangelista Marcos destaca la relación entre la actividad taumatúrgica de Jesús y el despertar de la fe en las personas que encuentra. De hecho, con los signos de curación que realiza para los enfermos de todo tipo, el Señor quiere suscitar como respuesta la fe.
La jornada de Jesús en Cafarnaúm empieza con la sanación de la suegra de Pedro y termina con la escena de la gente de todo el pueblo que se agolpa delante de la casa donde Él se alojaba, para llevar a todos los enfermos. La multitud, marcada por sufrimientos físicos y miserias espirituales, constituye, por así decir, «el ambiente vital» en el que se realiza la misión de Jesús, hecha de palabras y de gestos que resanan y consuelan. Jesús no ha venido a llevar la salvación en un laboratorio; no hace la predicación de laboratorio, separado de la gente: ¡está en medio de la multitud! ¡En medio del pueblo! Pensad que la mayor parte de la vida pública de Jesús ha pasado en la calle, entre la gente, para predicar el Evangelio, para sanar las heridas físicas y espirituales. Es una humanidad surcada de sufrimientos, cansancios y problemas: a tal pobre humanidad se dirige la acción poderosa, liberadora y renovadora de Jesús. Así, en medio de la multitud hasta tarde, se concluye ese sábado. ¿Y qué hace después Jesús? Antes del alba del día siguiente, Él sale sin que le vean por la puerta de la ciudad y se retira a un lugar apartado a rezar. Jesús reza. De esta manera quita su persona y su misión de una visión triunfalista, que malinterpreta el sentido de los milagros y de su poder carismático. Los milagros, de hecho, son «signos», que invitan a la respuesta de la fe; signos que siempre están acompañados de palabras, que las iluminan; y juntos, signos y palabras, provocan la fe y la conversión por la fuerza divina de la gracia de Cristo.
La conclusión del pasaje de hoy (vv. 35-39) indica que el anuncio del Reino de Dios por parte de Jesús encuentra su lugar más propio en el camino. A los discípulos que lo buscan para llevarlo a la ciudad —los discípulos fueron a buscarlo donde Él rezaba y querían llevarlo de nuevo a la ciudad—, ¿qué responde Jesús? «Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique» (v. 38). Este ha sido el camino del Hijo de Dios y este será el camino de sus discípulos. Y deberá ser el camino de cada cristiano. El camino. Como lugar del alegre anuncio del Evangelio, pone la misión de la Iglesia bajo el signo del «ir», del camino, bajo el signo del «movimiento» y nunca de la quietud. Que la Virgen María nos ayude a estar abiertos a la voz del Espíritu Santo, que empuja a la Iglesia a poner cada vez más la propia tienda en medio de la gente para llevar a todos la palabra sanadora de Jesús, médico de las almas y de los cuerpos.
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Ángelus 2021
Cercanía, ternura, compasión
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
¡De nuevo en la plaza! El Evangelio de hoy (cf. Mc 1,29-39) presenta la sanación, por parte de Jesús, de la suegra de Pedro y después de otros muchos enfermos y sufrientes que se agolpaban junto a Él. La de la suegra de Pedro es la primera sanación física contada por Marcos: la mujer se encontraba en la cama con fiebre; la actitud y el gesto de Jesús con ella son emblemáticos: «Se acercó y, tomándola de la mano, la levantó» (v. 31), señala el Evangelista. Hay mucha dulzura en este sencillo acto, que parece casi natural: «La fiebre la dejó y ella se puso a servirles» (ibid.). El poder sanador de Jesús no encuentra ninguna resistencia; y la persona sanada retoma su vida normal, pensando enseguida en los otros y no en sí misma, y esto es significativo, ¡es signo de verdadera salud!
Ese día era un sábado. La gente del pueblo espera el anochecer y después, terminada la obligación del descanso, sale y lleva donde Jesús a todos los enfermos y los endemoniados. Y Él les sana, pero prohíbe a los demonios revelar que Él es el Cristo (cfr vv. 32-34). Desde el principio, por tanto, Jesús muestra su predilección por las personas que sufren en el cuerpo y en el espíritu: es una predilección de Jesús acercarse a las personas que sufren tanto en el cuerpo como en el espíritu. Es la predilección del Padre, que Él encarna y manifiesta con obras y palabras. Sus discípulos han sido testigos oculares, han visto esto y después lo han testimoniado. Pero Jesús no les ha querido solo espectadores de su misión: les ha involucrado, les ha enviado, les ha dado también a ellos el poder de sanar a los enfermos y de expulsar a los demonios (cf. Mt 10,1; Mc 6,7). Y esto ha proseguido sin interrupción en la vida de la Iglesia, hasta hoy. Y esto es importante. Cuidar de los enfermos de todo tipo no es para la Iglesia una “actividad opcional”, ¡no! No es algo accesorio, no. Cuidar de los enfermos de todo tipo forma parte integrante de la misión de la Iglesia, como lo era de la de Jesús. Y esta misión es llevar la ternura de Dios a la humanidad sufriente. Nos lo recordará dentro de pocos días, el 11 de febrero, la Jornada Mundial del Enfermo.
La realidad que estamos viviendo en todo el mundo a causa de la pandemia hace particularmente actual este mensaje, esta misión esencial de la Iglesia. La voz de Job, que resuena en la Liturgia de hoy, una vez más se hace intérprete de nuestra condición humana, tan alta en la dignidad —nuestra condición humana, altísima en la dignidad— y al mismo tiempo tan frágil. Frente a esta realidad, siempre surge en el corazón la pregunta: “¿por qué?”.
Y Jesús, Verbo Encarnado, responde a este interrogante no con una explicación —a este porqué somos tan altos en la dignidad y tan frágiles en la condición—, Jesús no responde a este porqué con una explicación, sino con una presencia de amor que se inclina, que toma de la mano y hace levantarse, como hizo con la suegra de Pedro (cf. Mc 1,31). Inclinarse para hacer que el otro se levante. No olvidemos que la única forma lícita de mirar a una persona de arriba hacia abajo es cuando tú tiendes la mano para ayudarla a levantarse. La única. Y esta es la misión que Jesús ha encomendado a la Iglesia. El Hijo de Dios manifiesta su Señorío no “de arriba hacia abajo”, no a distancia, sino inclinándose, tendiendo la mano; manifiesta su Señorío en la cercanía, en la ternura y en la compasión. Cercanía, ternura, compasión son el estilo de Dios. Dios se hace cercano y se hace cercano con ternura y con compasión. Cuántas veces en el Evangelio leemos, delante de un problema de salud o cualquier problema: “tuvo compasión”. La compasión de Jesús, la cercanía de Dios en Jesús es el estilo de Dios. El Evangelio de hoy nos recuerda también que esta compasión tiene sus raíces en la íntima relación con el Padre. ¿Por qué? Antes del alba y después del anochecer, Jesús se apartaba y permanecía solo para rezar (v. 35). De allí sacaba la fuerza para cumplir su ministerio, predicando y sanando.
Que la Virgen Santa nos ayude a dejarnos sanar por Jesús —siempre lo necesitamos, todos— para poder ser a nuestra vez testigos de la ternura sanadora de Dios.
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BENEDICTO XVI - Ángelus 2009 y 2012
2009
El valor de la enfermedad
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy el Evangelio (cf. Mc 1, 29-39) –en estrecha continuidad con el domingo precedente– nos presenta a Jesús que, después de haber predicado el sábado en la sinagoga de Cafarnaúm, curó a muchos enfermos, comenzando por la suegra de Simón. Al entrar en su casa, la encontró en la cama con fiebre e, inmediatamente, tomándola de la mano, la curó e hizo que se levantara. Después de la puesta del sol, curó a una multitud de personas afectadas por todo tipo de enfermedades. La experiencia de la curación de los enfermos ocupó gran parte de la misión pública de Cristo, y nos invita una vez más a reflexionar sobre el sentido y el valor de la enfermedad en todas las situaciones en las que el ser humano pueda encontrarse. También la Jornada mundial del enfermo, que celebraremos el miércoles próximo, 11 de febrero, memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, nos ofrece esta oportunidad.
Aunque la enfermedad forma parte de la experiencia humana, no logramos habituarnos a ella, no sólo porque a veces resulta verdaderamente pesada y grave, sino fundamentalmente porque hemos sido creados para la vida, para la vida plena. Justamente nuestro “instinto interior” nos hace pensar en Dios como plenitud de vida, más aún, como Vida eterna y perfecta. Cuando somos probados por el mal y nuestras oraciones parecen vanas, surge en nosotros la duda y, angustiados, nos preguntamos: ¿cuál es la voluntad de Dios? El Evangelio nos ofrece una respuesta precisamente a este interrogante. Por ejemplo, en el pasaje de hoy leemos que “Jesús curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios” (Mc 1, 34); en otro pasaje de san Mateo se dice que “Jesús recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mt 4, 23).
Jesús no deja lugar a dudas: Dios –cuyo rostro él mismo nos ha revelado– es el Dios de la vida, que nos libra de todo mal. Los signos de este poder suyo de amor son las curaciones que realiza: así demuestra que el reino de Dios está cerca, devolviendo a hombres y mujeres la plena integridad de espíritu y cuerpo. Digo que estas curaciones son signos: no se quedan en sí mismas, sino que guían hacia el mensaje de Cristo, nos guían hacia Dios y nos dan a entender que la verdadera y más profunda enfermedad del hombre es la ausencia de Dios, de la fuente de verdad y de amor. Y sólo la reconciliación con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida sin amor y sin verdad no sería vida. El reino de Dios es precisamente la presencia de la verdad y del amor; y así es curación en la profundidad de nuestro ser. Por tanto, se comprende por qué su predicación y las curaciones que realiza siempre están unidas. En efecto, forman un único mensaje de esperanza y de salvación.
Gracias a la acción del Espíritu Santo, la obra de Jesús se prolonga en la misión de la Iglesia. Mediante los sacramentos es Cristo quien comunica su vida a multitud de hermanos y hermanas, mientras cura y conforta a innumerables enfermos a través de las numerosas actividades de asistencia sanitaria que las comunidades cristianas promueven con caridad fraterna, mostrando así el verdadero rostro de Dios, su amor. Es verdad: ¡cuántos cristianos –sacerdotes, religiosos y laicos– han prestado y siguen prestando en todas las partes del mundo sus manos, sus ojos y su corazón a Cristo, verdadero médico de los cuerpos y de las almas! Oremos por todos los enfermos, especialmente por los más graves, que de ningún modo pueden valerse por sí mismos, sino que dependen totalmente de los cuidados de otros: que cada uno de ellos experimente, en la solicitud de quienes están a su lado, la fuerza del amor de Dios y la riqueza de su gracia, que nos salva. Que María, Salud de los enfermos, ruegue por nosotros.
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2012
El valor de la fe ante la enfermedad
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús que cura a los enfermos: primero a la suegra de Simón Pedro, que estaba en cama con fiebre, y Él, tomándola de la mano, la sanó y la levantó; y luego a todos los enfermos en Cafarnaún, probados en el cuerpo, en la mente y en el espíritu; Él “curó a muchos... y expulsó muchos demonios” (Mc 1,34). Los cuatro evangelistas coinciden en testimoniar que la liberación de enfermedades y padecimientos de cualquier tipo, constituían, junto con la predicación, la principal actividad de Jesús en su vida pública. De hecho, las enfermedades son un signo de la acción del mal en el mundo y en el hombre, mientras que las curaciones demuestran que el Reino de Dios −y Dios mismo−, está cerca. Jesucristo vino para vencer el mal desde la raíz, y las curaciones son un anticipo de su victoria, obtenida con su muerte y resurrección.
Un día Jesús dijo: “No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal” (Mc. 2,17). En aquella ocasión se refería a los pecadores, que Él había venido a llamar y a salvar. Sigue siendo cierto que la enfermedad es una condición típicamente humana, en la cual experimentamos realmente que no somos autosuficientes, sino que necesitamos de los demás. En este sentido podríamos decir, de modo paradójico, que la enfermedad puede ser un momento que restaura, en el cual experimentar la atención de los otros y ¡prestar atención a los otros! Sin embargo, esta será siempre una prueba, que puede llegar a ser larga y difícil. Cuando la curación no llega y el sufrimiento se alarga, podemos permanecer como abrumados, aislados, y entonces nuestra vida se deprime y se deshumaniza. ¿Cómo debemos reaccionar ante este ataque del mal? Por supuesto que con la cura apropiada −la medicina en las últimas décadas ha dado grandes pasos, y estamos agradecidos−, pero la Palabra de Dios nos enseña que hay una actitud determinante y de fondo para hacer frente a la enfermedad, y es la fe en Dios, en su bondad. Lo repite siempre Jesús a la gente que sana: Tu fe te ha salvado (cf. Mc 5,34.36). Incluso de frente a la muerte, la fe puede hacer posible lo que es humanamente imposible. ¿Pero fe en qué? En el amor de Dios. He aquí la respuesta verdadera, que derrota radicalmente al mal. Así como Jesús se enfrentó al Maligno con la fuerza del amor que viene del Padre, así nosotros podemos afrontar y vencer la prueba de la enfermedad, teniendo nuestro corazón inmerso en el amor de Dios. Todos conocemos personas que han soportado terribles sufrimientos, debido a que Dios les daba una profunda serenidad. Pienso en el reciente ejemplo de la beata Chiara Badano, segada en la flor de la juventud de un mal sin remedio: cuantos iban a visitarla, ¡recibían de ella luz y confianza! Pero en la enfermedad, todos necesitamos del calor humano: para consolar a una persona enferma, más que palabras, cuenta la cercanía serena y sincera.
Queridos amigos, este próximo sábado 11 de febrero, fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, se celebra la Jornada Mundial del Enfermo. Hagamos también como la gente en tiempos de Jesús: presentémosle espiritualmente a todos los enfermos, confiando en que Él quiere y puede curarlos. E invoquemos la intercesión de Nuestra Señora, en especial por las situaciones de mayor sufrimiento y abandono. María, Salud de los enfermos, ¡ruega por nosotros!
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Las curaciones, signo del tiempo mesiánico
547. Jesús acompaña sus palabras con numerosos “milagros, prodigios y signos” (Hch 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en El. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf, Lc 7, 18-23).
548. Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10, 38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5, 25-34; 10, 52; etc.). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquél que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser “ocasión de escándalo” (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3, 22).
549. Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. LC 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.
550. La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): “Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre “el príncipe de este mundo” (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: “Regnavit a ligno Deus” (“Dios reinó desde el madero de la Cruz”, himno “Vexilla Regis”).
Cristo, el que cura
El enfermo ante Dios
1502. El hombre del Antiguo Testamento vive la enfermedad de cara a Dios. Ante Dios se lamenta por su enfermedad (cf Sal 38) y de él, que es el Señor de la vida y de la muerte, implora la curación (cf Sal 6,3; Is 38). La enfermedad se convierte en camino de conversión (cf Sal 38,5; 39,9.12) y el perdón de Dios inaugura la curación (cf Sal 32,5; 107,20; Mc 2,5-12). Israel experimenta que la enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal; y que la fidelidad a Dios, según su Ley, devuelve la vida: “Yo, el Señor, soy el que te sana” (Ex 15,26). El profeta entrevé que el sufrimiento puede tener también un sentido redentor por los pecados de los demás (cf Is 53,11). Finalmente, Isaías anuncia que Dios hará venir un tiempo para Sión en que perdonará toda falta y curará toda enfermedad (cf Is 33,24).
Cristo, médico
1503. La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase (cf Mt 4,24) son un signo maravilloso de que “Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados (cf Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan (Mc 2,17). Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: “Estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25,36). Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren.
1504. A menudo Jesús pide a los enfermos que crean (cf Mc 5,34.36; 9,23). Se sirve de signos para curar: saliva e imposición de manos (cf Mc 7,32-36; 8, 22-25), barro y ablución (cf Jn 9,6s). Los enfermos tratan de tocarlo (cf Mc 1,41; 3,10; 6,56) “pues salía de él una fuerza que los curaba a todos” (Lc 6,19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa “tocándonos” para sanarnos.
1505. Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: “Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades” (Mt 8,17; cf Is 53,4). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal (cf Is 53,4-6) y quitó el “pecado del mundo” (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con él y nos une a su pasión redentora.
La necesidad de la predicación
875. “¿Cómo creerán en aquél a quien no han oído? ¿cómo oirán sin que se les predique? y ¿cómo predicarán si no son enviados?” (Rm 10, 14-15). Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio. “La fe viene de la predicación” (Rm 10, 17). Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él los obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el “poder sagrado”) de actuar in persona Christi Capitis, los diáconos las fuerzas para servir al pueblo de Dios en la “diaconía” de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el Obispo y su presbiterio. Este ministerio, en el cual los enviados de Cristo hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar, la tradición de la Iglesia lo llama “sacramento”. El ministerio de la Iglesia se confiere por medio de un sacramento específico.
III. LOS SACRAMENTOS DE LA FE
1122. Cristo envió a sus Apóstoles para que, “en su Nombre, proclamasen a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados” (Lc 24,47). “De todas las naciones haced discípulos bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). La misión de bautizar, por tanto, la misión sacramental está implicada en la misión de evangelizar, porque el sacramento es preparado por la Palabra de Dios y por la fe que es consentimiento a esta Palabra:
El pueblo de Dios se reúne, sobre todo, por la palabra de Dios vivo... necesita la predicación de la palabra para el ministerio de los sacramentos. En efecto, son sacramentos de la fe que nace y se alimenta de la palabra (PO 4).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Curó a muchos enfermos
El fragmento evangélico de este Domingo nos ofrece el resumen fiel de una jornada-tipo de Jesús. Habiendo salido de la sinagoga, donde había enseñado, Jesús se acercó primeramente a casa de Pedro, en donde curó a la suegra, que estaba en la cama con fiebre; llegada la tarde, le trajeron a todos los enfermos y él curó a muchos, desalentados por varias enfermedades; por la mañana, se levantó, cuando aún estaba oscuro, y se retiró a un lugar solitario a orar; después, partió para ir a predicar el Reino en otras aldeas.
De este relato de primera mano (Marcos recoge los recuerdos de Pedro, en casa del cual habían sucedido en parte los hechos) deducimos que la jornada de Jesús consistía en un trenzado entre curaciones de enfermos, oración y predicación del Reino. En esta ocasión, dedicamos nuestra reflexión al amor de Jesús por los enfermos y, más en general, a la experiencia de la enfermedad; también, porque de costumbre en este período del año tiene lugar la Jornada mundial del enfermo (precisamente el 11 febrero, con la memoria de la Virgen de Lourdes).
Cerca de una tercera parte del Evangelio habla de Jesús, que se preocupa de los enfermos. Junto al anuncio del Reino, el cuidado de los enfermos ocupa un puesto fijo en el mandato, que él da a sus discípulos:
«Los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar».
Jesús se muestra en verdad «médico de las almas y de los cuerpos». La Iglesia ha continuado esta misión de Cristo de dos modos: de un modo espiritual, orando por lo enfermos y ungiéndolos con la unción de los enfermos; de un modo material y práctico, instituyendo hospitales, leproserías y toda clase de fundaciones en favor de los enfermos.
Las transformaciones sociales de nuestro siglo han cambiado profundamente la condición del enfermo. La medicina ha llegado a ser capaz de curar un gran número de enfermedades, que durante algún tiempo rápidamente llevaban a la muerte. En muchas situaciones, la ciencia da una esperanza razonable de curación o, al menos, alarga con mucho los tiempos de la evolución del mal, en el caso de males incurables. Asimismo, indirectamente, la medicina es un don de Dios, que le ha dado la inteligencia al hombre. «Honra al médico por los servicios que presta, que también a él lo creó el Señor», dice la Escritura (Sirácida 38, 1). Pero, la enfermedad, como la muerte, no está aún y no lo estará nunca reducida del todo. Forma parte de la condición humana. Veamos qué puede hacer la fe cristiana para aliviar esta condición y darle a ella además un sentido y un valor. Es necesario hacer dos disertaciones distintas: una para los enfermos mismos y otra para quien, en casa o en el hospital, debe prestar cuidado a los enfermos. Una sobre la enfermedad y otra sobre la asistencia a los enfermos.
Por lo tanto, antes de todo, a los enfermos. La venida de Cristo, asimismo, ha traído una gran novedad en este campo. Antes de Cristo, la enfermedad era considerada como ligada estrechamente con el pecado. No sólo en sentido general, según aquella opinión de que las enfermedades, el dolor y la muerte son, de algún modo, consecuencia del pecado, sino, igualmente, en un sentido inmediato. En otras palabras, se estaba convencido que la enfermedad fuese siempre la consecuencia de cualquier pecado personal a expiar. «Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?» (Juan 9, 2). La enfermedad más temida, la lepra, era considerada en efecto como una explosión externa de un estado interior de pecado (hoy, sabemos que es una enfermedad como todas las demás, también ella curable en parte).
Con Jesús a este respecto algo ha cambiado. «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mateo 8, 17). En la cruz ha dado un sentido nuevo al dolor humano, comprendida la misma enfermedad: ya no más castigos, sino más redención. La enfermedad nos une a él, nos santifica, perfecciona el alma, prepara el día en que Dios secará toda lágrima y ya no habrá más enfermedad, ni llanto, ni dolor. Después de la larga permanencia en la cama, seguida al atentado en la plaza de San Pedro, el papa Juan Pablo II escribió una carta sobre el dolor, en la que, entre otras cosas, decía: «Sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo» (Salvifici doloris, 23: 11 febrero 1984). Es como si la enfermedad y el sufrimiento abriesen en la cruz entre nosotros y Jesús un canal de comunicación del todo especial.
La enfermedad ha hecho santos a muchos. San Ignacio de Loyola se convirtió a continuación de una herida, que le tuvo inmovilizado en la cama durante mucho tiempo. Una pausa debida a la enfermedad es frecuentemente la ocasión para pararse, hacer como el punto y seguido a la propia vida, rencontrarse a sí mismo y aprender a distinguir las cosas que verdaderamente cuentan. El escritor Italo Alighiero Chiusano describía así el asomarse la enfermedad a su vida (y muchos, estoy seguro, que se reconocerán en su análisis): «Te cae encima una enfermedad y de un día para otro, incluso si es breve, debes hacer las cuentas con la inactividad; con el sufrimiento, también, si es limitado; con la muerte igualmente si está aparentemente lejana. Llegas a ser un objeto, más que un sujeto; una «cosa» gestionada por otros; un «paciente», aunque bien poco paciente. Y, entonces, comienzas desde la perspectiva de Dios, si antes no lo has hecho, a examinarte a fondo, hasta sin saberlo bien».
Es lícito, en caso de enfermedad, pedir por la propia curación. A veces, Dios decide la curación en respuesta a la oración y se sabe que es por nuestro bien eterno. Pero, lo mejor es conformarse con la voluntad divina, diciendo como Jesús en Getsemaní:
«Padre, si quieres, aparta de mí esta copa o cáliz; pero no se haga mí voluntad, sino la tuya».
De este modo, los enfermos ya no son más miembros pasivos en la Iglesia, sino los miembros más activos, más preciosos. A los ojos de Dios, una hora de su sufrimiento, soportado con paciencia, puede valer más que todas las actividades del mundo, si son hechas sólo para sí mismos. Todos nosotros, los sacerdotes, reconocemos que, al predicar la palabra de Dios, nos viene como una ayuda inestimable para sostener nuestro ministerio por el ofrecimiento, que hacen de sí mismas tantas buenas personas enfermas.
Mas, ahora, dediquemos igualmente una palabra para los que deben tomarse el cuidado de los enfermos; esto es, en la práctica, para todos; porque no creo que exista una familia, en la que no haya alguna persona enferma. Por no hablar, después, de quienes tienen como profesión o como vocación el servicio a los enfermos: personal médico y sanitario, enfermeros, voluntarios, hermanas religiosas de los hospitales. Debo decir que he tenido muchas veces ocasión de admirar la dedicación sincera y la sensibilidad de tantos médicos. No siempre es así; lo sé; pero, no debemos generalizar e ignorar tanto amor y sacrificio, que viene prodigado en los lugares de curación. A través de los muchos, que se dedican a la asistencia de los enfermos, es como si Jesús mismo continuase inclinándose aún con amor sobre ellos. ¡Hay tantos médicos, que no son creyentes, pero que se prodigan con gran empeño por los enfermos! Jesús de igual forma les dice a ellos: «A mí me lo habéis hecho» (cfr. Mateo 25, 35ss.).
Hay un par de cosas, sin embargo, que quisiera recordar. El enfermo ciertamente tiene necesidad de cuidados, de competencia científica; pero, tiene también más necesidad aún de esperanza. Ninguna medicina levanta más al enfermo cuanto la esperanza de su médico, al oír decirle a él: «Tengo buenas esperanzas para ti».
Cuando es posible hacerla sin engaño, es necesario dar esperanza. La esperanza es la mejor «tienda de oxígeno» para un enfermo. Y, después, el amor. El célebre elogio de la caridad, que se lee en san Pablo, está dirigido a todos los cristianos; pero, se aplica de un modo del todo especial a quienes deben tratar con los enfermos:
«La caridad es paciente, es amable... no se engríe... no se irrita... Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Corintios 13, 4ss.).
No conviene dejar al enfermo en su soledad. Una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos y Jesús nos ha advertido que uno de los puntos del juicio final tratará precisamente sobre esto: «Estaba... enfermo, y me visitasteis... estaba... enfermo... y no me visitasteis» (Mateo 25, 36.43). Éste es un campo en el que es necesario aplicar aquella máxima: «¡No abandonar lo importante por lo más urgente!» Visitar a una persona enferma, hasta sólo por algún instante, es una cosa importante. Pero, dado que frecuentemente no es urgente, se deja para más tarde, terminando por decidirse quizás cuando ya no sirve para nada.
Una cosa que podemos hacer todos, para con los enfermos, es orar por ellos. Casi todos los enfermos son curados en el Evangelio porque alguien les ha presentado a Jesús y ha rogado por él. La oración más sencilla, y que todos podemos hacer nuestra, es la que las hermanas Marta y María dirigieron a Jesús con ocasión de la enfermedad de su hermano Lázaro: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo» (Juan 11,3). No añadieron nada más.
Termino con el deseo para todos los enfermos de curarse pronto y volver de nuevo a su actividad, al cariño de sus seres queridos, con un motivo más para ser agradecidos a Dios y apreciar la vida.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
La cruz de servir con alegría
«La Cruz es la evangelización perfecta, la Palabra de Dios puesta en obra con el ejemplo.
En la Cruz se consuma la predicación de Jesús, el Hijo de Dios que vino al mundo para evangelizar a los pueblos, manifestando su misericordia.
En la Cruz se pone a prueba toda virtud, y expresa el gran amor de Dios, que los hombres no tienen capacidad de comprender, pero que queda de manifiesto, porque nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
La Cruz es el signo del servicio, en la que el Hijo de Dios cumple su misión, donándose completamente a los hombres por amor, renunciando a su propia humanidad, para hacer parte con Él a toda la humanidad, sirviéndolos, derramando su sangre para que puedan la salvación alcanzar, porque Él no vino a ser servido, sino a servir, entregando el espíritu en las manos de su Padre, sirviendo como mediador entre Dios y los hombres, haciéndose camino y medio de salvación, revelándose al mundo a través de la Palabra y la evangelización con el ejemplo, para que todos los hombres conozcan la verdad y, muriendo al mundo, resuciten con Él a la verdadera vida.
Recibe la misericordia del Señor, humíllate ante Él y déjate lavar los pies, para que puedas tener parte con Él en su Paraíso. Y luego levántate y sirve a tus hermanos, porque es así como lo sirves a Él.
Contempla la Cruz. Jesús ha dado su vida por amor a ti, para servirte a ti.
Enriquece tu espíritu orando en soledad, meditando todas estas cosas en tu corazón, y recibe como fruto la gracia de crecer en el amor, la fortaleza para dar la vida por Cristo cada día, a través del servicio en tu familia, en tu trabajo, en tu apostolado, llevando la misericordia derramada de la Cruz a los más necesitados, enseñándoles que Dios los ha amado, no porque ellos lo amen, sino porque Él los amó primero, porque por amor los ha creado, se ha compadecido de su pueblo y lo ha sanado.
Que tu cruz de cada día sea servir con alegría».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Verdadera caridad
Aparte del hecho milagroso que contemplamos de la curación de la suegra de Pedro y los otros milagros que obró el Señor aquel día, en estos pocos versículos de san Marcos notamos también el amor de Jesús por todos. Un amor verdadero –no únicamente hecho de sentimientos– que le lleva a procurar eficazmente el bien de cuantos le rodean; incluso a organizar su actividad para llegar a muchos otros que no le hubieran conocido si Jesús no se les hubiera acercado.
Como siempre, nos situamos mentalmente junto al Señor y sus discípulos con el deseo de asimilar sus divinas palabras, de aprender cada enseñanza suya, pues tenemos claro que vino y se prodigó generosamente para nuestro bien. Queremos, así, incorporar a la vida nuestra los modos de Jesús, esas conductas que de Él habían aprendido los suyos. Y el Evangelio será entonces una realidad viva en nosotros. La enseñanza redentora del Hijo de Dios encarnado estará presente en nuestras vidas, y hasta que llegaremos a ser, como diría san Pablo, otros Cristos.
¿Es el trato con los demás ocasión que aprovecho para procurar su bien expresamente? Porque quizá nos quedamos a veces en una relación con nuestros parientes, amigos y conocidos, demasiado fría, técnica, oficial; correcta, sí, pero sin amor; y, en el fondo, a veces indiferente, porque nos interesa poco más que mantener una pacífica convivencia (cuando no lo que obtendremos de ellos), más que ellos mismos. No nos imaginamos, en cambio, a Jesús buscando algo para sí en el trato con la gente, con sus amigos, con sus discípulos, o sólo con la pobre preocupación de que no haya problemas. La suegra de Pedro estaba enferma y, nada más saberlo, acercándose, la tomó de la mano y la levantó. Era su actitud ordinaria. Y después le dieron las “tantas” atendiendo a muchos más. El bien del otro –lo que más nos puede enriquecer, aunque no lo parezca– es lo que interesa Jesús.
Que queramos primeramente lo mejor para cuantos nos rodean, imitando así la conducta habitual de Cristo. Así se ama con obras, de verdad. Será imprescindible para ello imitarle antes que nada en su oración perseverante. La invocación a su Padre celestial llena la vida de Cristo, antecede y sigue a cada una de sus acciones, que, en sí mismas, también son una oración a Dios llena de eficacia en favor nuestro. Sólo en la intimidad de ese coloquio sincero se entiende que nuestro Creador y Padre cuenta con cada uno para difundir su Amor.
Quiere nuestro Dios que, siguiendo los pasos de su divino Hijo, propaguemos su amor, procurando lo mejor para el resto de los hombres, sus hijos. Y en esa misma intimidad de la oración, que colma de bien como del más precioso tesoro a la persona, encontramos el optimismo, un apasionado por todos, la fuerza para poder, la paz. También en la oración nos sentimos exigidos, nos vemos responsables ante tanto bien por hacer, notamos la maldad de cada pecado nuestro, de cada falta de amor a Él en el mundo. Y nos duele. Es el dolor de amor. Dolor que es –o, en todo caso, acaba siendo– optimista, lleno de paz, como la oración misma.
Es en la oración precisamente donde se siente –como una lamentable carencia que compromete la propia conducta– la falta de ideales grandes, sobrenaturales, de tantos que, tal vez muy cerca de nosotros, van y vienen ignorantes de lo que se pierden por no tratar a Cristo, por no vivir con Él. Es parte del dolor de amor propio de la oración. Además de dolernos por ver a Dios olvidado y ofendido, nos pesan cada vez más las almas. Así se expresaba san Josemaría:
¡Qué compasión te inspiran!... Querrías gritarles que están perdiendo el tiempo... ¿Por qué son tan ciegos, y no perciben lo que tú –miserable– has visto? ¿Por qué no han de preferir lo mejor?
–Reza, mortifícate, y luego –¡tienes obligación!– despiértales uno a uno, explicándoles –también uno a uno– que, lo mismo que tú, pueden encontrar un camino divino, sin abandonar el lugar que ocupan en la sociedad.
Esa compasión, esos deseos de gritar al mundo y los propósitos de mortificación y acción en favor de cada uno, los pone Dios en el corazón de los que rezan de verdad, junto al deseo ardiente de extender el Evangelio como Cristo: Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero, sino que ya arda?, exclamaba Jesús, ante la tarea apostólica aún por realizar.
La Madre de Dios y Madre nuestra nos colmará de la urgencia por ser buenos hijos, dignos hermanos de Jesús.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Evangelización y promoción humana
Hagamos una rápida recorrida por las tres lecturas de hoy. La primera de ellas nos hizo escuchar un fragmento del lamento de Job; lo podríamos titular: la miseria de la condición humana. La vida del hombre –dice– es un duro trabajo, sus días transcurren con la velocidad de una lanzadera que teje una tela; la vida es un soplo. Existen otras definiciones pesimistas del hombre (Pascal: “El hombre es una caña”; Calderón de la Barca: “La vida es sueño”); pero la de Job las supera a todas: “un soplo” es algo que, apenas emitido, se pierde sin dejar rastros; está caracterizado por la inconsistencia y la brevedad.
Este tema de la mísera existencia del hombre aflora de algún modo en el fragmento evangélico, no en forma de reflexión sino en forma de realidades concretas y empíricas. Allí encontramos una especie de muestrario de las cosas que hacen sufrir al hombre y vuelven su existencia, como decía Job, similar a la de un esclavo. Especialmente las enfermedades: se habla de fiebre y de todo tipo de enfermedades y, además, de ese mal oscuro, el más tremendo de todos, que es, para el Evangelio, la posesión diabólica. El pasaje evangélico de hoy está considerado en forma unánime como el relato fiel (recogido por la viva voz de Pedro, en casa de quien, en parte, se desarrollaron los hechos), de una jornada de Jesús, durante su primer ministerio en Galilea. De ahí deducimos que la jornada de Jesús consistía, normalmente, en un entrelazamiento de curaciones de enfermos, oración y predicación del Reino. De hecho, el pasaje evangélico no nos habla sólo de las curaciones realizadas por Jesús sino también de su oración antes del alba, en un lugar solitario, y de su predicación por los pueblos vecinos. Haciendo uso de palabras que se nos volvieron familiares, podríamos decir que este Evangelio nos habla de evangelización y promoción humana.
La segunda lectura de san Pablo se inserta en este momento como un desarrollo vigoroso del tema de la evangelización: ¡Ay de mí si no evangelizo!
Es una ocasión que la liturgia nos crea (no sé si a propósito o no) para reflexionar sobre el tema –convertido desde hace algún tiempo en algo tan vital para los cristianos– de evangelización y promoción humana. Reflexionar, sin embargo, como conviene en el curso de una asamblea eucarística, es decir, en actitud de escuchar y anunciar la palabra de Dios más que de propiciar doctos análisis y discusiones.
El punto de partida es justamente el de la experiencia, recordada a nosotros por Job en tono acongojado: la vida del hombre sobre la tierra es un duro trabajo; es una batalla; fuera y dentro de su cuerpo hay enfermedades, dolores, hambre, muerte; adentro, está el desaliento que puede llegar a hacer maldecir el día del propio nacimiento (cfr. Jb. 3, 3ss). Esta situación no es querida por Dios, no es originaria. Lo que el hombre debería ser, de acuerdo con el plan originario de Dios, es otra cosa: es el hombre hecho poco inferior a los ángeles, coronado de gloria y honor, al cual todo se le somete en el cielo, en el mar y en la campiña (cfr. Sal. 8, 6ss.).
¿Por qué entonces existe este abismo entre nuestro “deber ser” y nuestro “ser”? La Biblia responde: ¡el pecado! Esta respuesta no se opone a la que nos da la crítica social, la cual nos acostumbró a ver, en muchos de los males que pesan sobre la convivencia humana, los efectos del acaparamiento injusto, de la opresión de los pobres, de la explotación de los más débiles, de la poco equitativa distribución de bienes y servicios, más que los efectos de un remoto pecado original. No se opone porque esas cosas, para nosotros los creyentes, derivan justamente del pecado y son pecado.
Si la salvación del hombre consistiera en un puro volver atrás, a la condición paradisíaca, bastaría con eliminar del mundo el sudor y el dolor, con todo lo que implican estas palabras; en otros términos, bastaría con la promoción humana. Y de hecho, ¡cuántos proyectos de elevación humana avanzan precisamente en esa dirección, en especial los que prescinden de Dios! El hombre –se dice– en el origen era bueno y sano; la sociedad, al crear desigualdades entre hombre y hombre, lo volvió malvado o esclavo, es decir, opresor u oprimido, pero, en ambos casos, infeliz. Por eso, la salvación estaría “atrás”, en la destrucción de las superestructuras y en la vuelta al estado de igualdad originaria, en la paridad de los derechos (Rousseau), o en la igualdad de los bienes de consumo (Marx).
Pero para el creyente, la salvación está “adelante”, no atrás. No consiste en volver a entrar en el paraíso perdido, sino en entrar en el Reino de Dios anunciado por Cristo; no es un restablecimiento de lo antiguo y natural sino “una renovación para mejor”. De repente, la promoción humana adquiere para nosotros otro significado; está en función del reino; es “preparación evangélica”, es decir, un elevar al hombre a fin de que sea apto para entrar en el Reino de Dios (cfr. Lc. 9, 62). Por eso, no puede dejar de lado la evangelización. Más aún, es un construir, indirectamente, el mismo Reino de Dios porque, así como la gracia supone la naturaleza, así también el cumplimiento del Reino supone el cumplimiento humano; los “cielos nuevos” y la “tierra nueva” no carecen de un íntimo nexo con esta tierra y con estos cielos, aun cuando se nos escape la naturaleza precisa de ese nexo. El esfuerzo por la promoción humana debe “preparar la materia para el reino de los cielos” (Gaudium et spes, 38). La redención corona así –no anula– la creación.
Podríamos ver reflejado ese nexo entre promoción humana y evangelización en la misma narración evangélica de hoy, como, por otra parte, en tantas otras páginas evangélicas: Jesús cura a los enfermos y, al mismo tiempo, predica el Reino; multiplica el pan material y promete el pan del cielo (cfr. Jn. 6); promueve al evangelizar y evangeliza al promover. La salvación de la enfermedad y del hambre es premisa y signo de la salvación más profunda y total que se realiza al creer en el Evangelio. El Evangelio usa el mismo verbo (sozo) tanto para indicar la curación del cuerpo (el sanar), cuanto para indicar la liberación del alma (el salvar). Cristo –y sólo él– puede hacer al hombre “sano y salvo”. En esta vida, para empezar, a modo de señal, de promesa y de esperanza (Rom. 8, 24: spe salvati); en la vida eterna, en forma plena y definitiva.
El tema “evangelización y promoción humana” no se agota en el buscar, estáticamente, la relación recíproca entre ellas. Se trata de ver, dinámicamente, de acuerdo con la praxis, qué significa la una para la otra: en particular, qué significa el Evangelio para la promoción humana, y la acción de Cristo para la acción de la Iglesia. “La obra de la redención de Cristo tiene como fin, por su naturaleza, la salvación de los hombres, pero abraza también la instauración de todo el orden temporal. En consecuencia, la misión de la Iglesia no es sólo llevar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también animar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu evangélico” (Apost. actuosit. 5).
De dos maneras, la evangelización –es decir, el anuncio del reino de Dios que viene– puede actuar en calidad de fermento para mejorar las estructuras sociales y la calidad de la vida humana: a) mediante una crítica radical; b) mediante un imperativo radical.
Con la primera, el Evangelio –por ejemplo el Evangelio de las bienaventuranzas– pone en crisis todo el orden político y social del mundo al desenmascarar las injusticias y al decir que “cuando él venga, probará al mundo dónde está el pecado” (cfr. Jn. 16, 8), y esto no sólo en forma genérica sino también referido a puntos concretos que se vinculan con las relaciones humanas. Con el imperativo radical –que en la práctica se identifica con el “Amarás al prójimo como a ti mismo”– se propone un principio absolutamente radical que, a la luz del nuevo significado de la palabra “prójimo’’ (cfr. la parábola del samaritano), se resuelve siempre en favor del más necesitado y, por lo tanto, en favor de la igualdad y de la solidaridad humana.
Sobre ese imperativo se fundamenta en gran parte la actualidad y la universalidad del Evangelio con respecto a la promoción humana. El amor al prójimo no está ligado a un tipo determinado de realización histórica. Si en el pasado, en un cierto contexto social, se traducía en beneficencia, en asistencia y en compartir espontáneamente los bienes, esto no quiere decir que sea ésa la única realización histórica posible del Evangelio. Hoy, podría dar lugar a distintas formas de promoción humana, más adecuadas a la comprensión que tenemos de los mecanismos socio-económicos; así nos permitiría atacar de raíz al generador mismo de tantos males sociales, representado por el egoísmo con su lógica del más fuerte.
El móvil social del Evangelio no es la limosna en sí misma (como lo es para el Corán), sino el amor al prójimo y, en cuanto tal, es un móvil radical, siempre actual. Aplicarlo significa hacer cada vez una auténtica promoción humana, no sólo con respecto a quien recibe, sino también con respecto a quien da, porque se es más hombre en la medida en que se ayuda a los otros a serlo.
El Concilio dirige particularmente a los laicos el discurso acerca de la promoción humana (cfr. la Constitución sobre el Apostolado de los laicos), y al clero el de la evangelización. Pero debe haber un punto de encuentro en el cual la promoción humana hecha por el laico se convierta, por su testimonio de fe, en anuncio del Reino, y el anuncio del Reino hecho por los sacerdotes se convierta en promoción humana (Pablo en la segunda lectura: ¡anunciar gratuitamente el Evangelio, hacerse débil con los débiles, y pobre con los pobres!).
¿Qué esperamos obtener con nuestro esfuerzo evangélico por la promoción humana? ¿Tal vez, que la vida del hombre en la tierra no sea más “un duro trabajo” y un “soplo”, sino, como se acostumbra decir, una felicidad? ¡No!
Sólo queremos testimoniar que “la vida ya no está destinada a ser un peso para muchos y una fiesta para algunos, sino para todos una función de la cual cada uno rendirá cuentas” (A. Manzoni, Los novios, c. 22).
Por otra parte, no olvidemos que en el Evangelio también está escrito –y la Antífona de la comunión de esta Misa nos lo recuerda–: ¡Bienaventurados los que lloran porque serán consolados!
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la parroquia romana de S. Joaquín (7-II-1982)
– Ministros de Jesucristo
“¡Ay de mí si no evangelizara!” (1 Cor 9,16).
“El hecho de predicar no es para mí motivo de soberbia. No tengo más remedio” (1 Cor 9,16)... ¡cumplo solamente los deberes del ministerio! Así, pues: ¡no por gloria, pero tampoco por recompensa! Es más, la paga es el hecho mismo de dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde.
Y luego escribe: “siendo del todo libre, me hago siervo de todos” (1 Cor 9,19). Sería difícil encontrar palabras que dijesen más: predicar el Evangelio quiere decir hacerse “siervo de todos para ganar a algunos, sea como sea” (1 Cor 9,19). Y desarrollando la misma idea: “Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo para todos para ganar, como sea, a algunos. Y hago todo esto por el Evangelio, para participar yo también de sus bienes” (1 Cor 9, 22-23).
El tema que estamos invitados a meditar con ocasión del encuentro de hoy es, pues, la evangelización.
Nos encontramos en Cafarnaún. Sale Cristo de la sinagoga y con Santiago y Juan se dirige a la casa de Simón y Andrés. Allí sana a la suegra de Simón (Pedro) de modo que ésta puede levantarse enseguida a servirles.
Tras la puesta del sol, llevan a Cristo a “todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta” (Mc 1,32-33). Jesús no habla pero lleva a cabo la curación: “Curó a muchos de diversos males y expulsó a muchos demonios”. Al mismo tiempo, una observación significativa: “y como los demonios le conocían no les permitía hablar” (Mc 1,34). Seguramente todo ello duró hasta entrada la noche.
Muy de mañana, Jesús está ya en oración. Llega Simón con sus compañeros y le dice: “Todo el mundo te busca” (Mc 1,27). Pero Jesús responde: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí: que para eso he venido” (Mc 1,38).
Leemos a continuación: “Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios” (Mc 1,39).
– Servicio a los que sufren
Fundándonos en aquella jornada transcurrida en Cafarnaún, puede afirmarse en síntesis que la evangelización realizada por Cristo mismo consiste en la enseñanza sobre el reino de Dios y en el servicio a los que sufren. Jesús realizó signos y todos ellos formaban en conjunto un solo Signo. En este Signo los hijos y las hijas del pueblo, que conocían la imagen del Mesías descrito por los profetas y sobre todo por Isaías, pudieron descubrir sin dificultad que “el reino de Dios está cerca”: he aquí a Aquel que “tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores” (Is 53,4).
Jesús no sólo predica el Evangelio como lo han hecho después de Él, por ejemplo, el maravilloso Pablo, cuyas palabras hemos meditado hace poco. ¡Jesús es el Evangelio!
Un gran capítulo de su servicio mesiánico está dedicado a todos los tipos de sufrimiento humano: espirituales y físicos.
No sin motivo también leemos hoy un pasaje del libro de Job que pone de manifiesto la dimensión del sufrimiento humano: “Acaso pienso, ¿cuándo me levantaré?; se alarga la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba” (Job 7,4). Sabemos que, atravesando el abismo del sufrimiento, Job obtuvo la esperanza del Mesías.
De este Mesías habla el Salmista en las palabras de la liturgia de hoy: “El Señor reconstruye Jerusalén,/ reúne a los deportados de Israel./ Él sana los corazones destrozados,/ venda sus heridas.../ El Señor sostiene a los humildes,/ humilla hasta el polvo a los malvados” (Sal 147(146) 2.3.6).
Éste precisamente es Cristo. Éste precisamente es el Evangelio.
Pablo de Tarso, que ha sido uno de los más grandes anunciadores del Evangelio y conoce su historia, es plenamente consciente de que participa en él: “Y hago todo esto por el Evangelio, para participar yo también de sus bienes” (1 Cor 9,23).
Quisiera reflexionar con vosotros brevemente sobre tres momentos que podemos elegir de esta jornada de Cristo en Cafarnaún. En primer lugar, Él muestra profunda solicitud por los enfermos, que sufren en el cuerpo y en el espíritu; los sana mostrándose como Mesías liberador del mal. Ora largamente al Padre; en esta actitud de adoración lo encuentran sus discípulos por la mañana. Predica y anuncia la venida definitiva del reino de Dios en la historia.
– La parroquia
De modo análogo los cristianos deben encontrar en la parroquia una comunidad que ama, una comunidad que ora, una comunidad que evangeliza.
Hemos leído en el Evangelio de hoy que muy de mañana Jesús seguía en oración, y llegó a Él Simón Pedro y le dijo: “Todo el mundo te busca”.
Cual Sucesor lejano de este Pedro en la sede romana, deseo repetir a Cristo en medio de vuestra comunidad parroquial estas palabras: “¡Señor, todo el mundo te busca!”. Quede confirmado en estas palabras, amados hermanos y hermanas que vosotros hacéis “todo por el Evangelio, para participar de sus bienes”.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“El Señor sana los corazones destrozados, venda sus heridas”. Cristo es el remedio de nuestros males. Debemos acercarnos a Él y acercar a aquellas personas allegadas a nosotros como se nos dice el Evangelio de hoy: “Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos de diversos males y expulsó muchos demonios”.
Quien es consciente de que “nadie es bueno, sino uno, Dios” (Mc 10, 18), se acercará al Sacramento de la Penitencia y animará a que se acerquen quienes están a su lado: mis hijos, mis familiares, mis amigos..., porque “gracias a la medicina de la Confesión Sacramental la experiencia del pecado no degenera en desesperación” (S. Agustín, Com S. 102).
En ocasiones, las frecuentes capitulaciones en materia de sensualidad y amor propio o la falta de constancia en las prácticas de piedad, provocan una reacción despechada que se traduce en un “yo, para hacer las cosas así, mejor no las hago, medianías, no”. S. Tomás de Aquino decía que “es mejor andar el camino, aunque sea cojeando, que caminar rápidamente fuera de él. Porque quien va cojeando por el camino, aunque adelante poco, se va acercando al término; pero el que anda fuera de él, cuanto más corre tanto más se aleja de la meta” (Sobre Ev. S. Juan, 14, 2).
El desaliento, cuando invade el interior del hombre –como la humedad el muro y las paredes–, estropea todo intento de mejora. Es como enlucir y volver a reparar los desconchados, pintar y volver a pintar. La humedad no tarda en crear nuevas bolsas en la pared que irán arrancando la pintura. Si no se sanea el muro o las paredes, toda reparación será una pérdida de tiempo y de dinero. Hay que ir a la causa del desánimo. Hay que sanear el alma con las aguas de ese “segundo Bautismo”, como llaman los Padres de la Iglesia al Sacramento de la Reconciliación, que barre la suciedad acumulada en el corazón y nos devuelve la vida divina.
“El Señor sana los corazones destrozados, venda sus heridas”. Cristo es quien puede sanear el fondo del alma a través de los Sacramentos, particularmente con la Confesión y la Eucaristía. Sin los Sacramentos no hay verdadera vida cristiana. La confesión sacramental −dice San Josemaría Escrivá−, no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33, 11).
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Nuestros corazones sanan; nuestras heridas se curan: ha llegado a nosotros el Reino de Dios”
Jb 7,1-4.6-7: “Mis días se consumen sin esperanza”
Sal 146,1-2.3-4.5-6: “Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados”
1 Co 9,16-19.22-23: “¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio!”
Lc 1,29-39: “Curó a muchos enfermos de diversos males”
Elifaz le había dicho a Job que cada hombre tiene asignada una tarea; y éste reconoce que la suya está llena de sufrimiento y miseria. A pesar de lo cual, parece apelar al amor que Dios le tiene.
Jesús entra en casa de Pedro y Andrés en compañía de los discípulos habituales en estos casos. Ante ellos tienen lugar importantes autorrevelaciones, es una manera de subrayarlas precisamente delante de estos testigos.
La oración de Jesús suele estar vinculada a momentos importantes que tienen que ver con su mesianidad: momentos de aplauso público y reconocimiento masivo; instantes de compromiso radical con su entrega y pasión, etc. Las palabras “todo el mundo te busca” pueden aludir al primer motivo. Ha creado con sus milagros tales expectativas mesiánicas que la gente no para hasta encontrarlo.
Ocupado en miles de cosas, agobiado por miles de preocupaciones, el hombre de hoy acaba por estar desinteresado de casi todo. Cuanto más hace el hombre, menos se para a pensar en el sentido de la vida. Pero cuando encontramos a alguien que, además de vivir, se da cuenta de que vive, estamos ante una persona.
– “Jesús acompaña sus palabras con «milagros, prodigios y signos» (Hch 2,22) que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías” (547).
– “El Hijo de Dios hecho hombre aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. Y lo hizo de su madre que conservaba todas las «maravillas» del Omnipotente y las meditaba en su corazón. Lo aprende en las palabras y en los ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo. Pero su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo deja presentir a la edad de los doce años: «Yo debía estar en las cosas de mi Padre» (Lc 2,49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los tiempos: la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con y para los hombres” (2599; cf. 2601).
– “Cuando Jesús ora, ya nos enseña a orar. El camino teologal de nuestra oración es su oración a su Padre. Pero el Evangelio nos entrega una enseñanza explícita de Jesús sobre la oración. Como un pedagogo, nos toma donde estamos y, progresivamente, nos conduce al Padre. Dirigiéndose a las multitudes que le siguen, Jesús comienza con lo que ellas ya saben de la oración por la Antigua Alianza y las prepara para la novedad del Reino que está viniendo. Después les revela en parábolas esta novedad. Por último, a sus discípulos que deberán ser los pedagogos de la oración en su Iglesia, les hablará abiertamente del Padre y del Espíritu Santo” (2607).
– “La oración de fe no consiste solamente en decir «Señor, Señor», sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre (Mt 7,21). Jesús invita a sus discípulos a llevar a la oración esta voluntad de cooperar con el plan divino” (2616).
– “Jesús ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros” (San Agustín, Sal 85, 1) (2616).
Cuando cura a los enfermos, se manifiesta la fuerza libertadora de Jesús; cuando ora, enseña a los hombres el camino de la liberación.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Difundir la verdad.
– Urgencia y responsabilidad de llevar la doctrina del Señor a todos los ambientes.
I. Como en tantas ocasiones, Jesús se levantó de madrugada y se retiró fuera de la ciudad, para orar. Allí le encontraron los Apóstoles, y le dijeron: Todo el mundo te busca. Y el Señor les respondió: Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido.
La misión de Cristo es la de evangelizar, llevar la Buena Nueva hasta el último rincón de la tierra, a través de los Apóstoles y de los cristianos de todos los tiempos. Ésta es la misión de la Iglesia, que cumple así el mandato del Señor: Id y predicad a todas las gentes..., enseñándoles a cumplir todo cuanto os he mandado. Los Hechos de los Apóstoles narran muchos pormenores de aquella primera evangelización; el mismo día de Pentecostés, San Pedro predica la divinidad de Jesucristo, su Muerte redentora y su Resurrección gloriosa. San Pablo, citando al Profeta Isaías, exclama con entusiasmo: ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Nueva!. Y la Segunda lectura de la Misa nos habla de la responsabilidad de este anuncio gozoso de la verdad que salva: Porque si yo evangelizo, no es para mí motivo de gloria, porque es un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no evangelizara!.
Con estas mismas palabras de San Pablo, la Iglesia ha recordado con frecuencia a los fieles la llamada que el Señor les hace para llevar la doctrina de Cristo a todas partes, aprovechando cualquier ocasión.
San Juan Crisóstomo salía al paso de las posibles disculpas ante esta gratísima obligación: “Nada hay más frío que un cristiano que no se preocupe por la salvación de los demás (...). No digas: no puedo ayudarles, pues si eres cristiano de verdad es imposible que no lo puedas hacer. Las propiedades de las cosas naturales no se pueden negar: lo mismo sucede con esto que afirmamos, pues está en la naturaleza del cristiano obrar de esta forma (...). Es más fácil que el sol no luzca ni caliente que deje de dar luz un cristiano; más fácil que esto sería que la luz fuese tinieblas. No digas que es una cosa imposible; lo imposible es lo contrario (...). Si ordenamos bien nuestra conducta, todo lo demás seguirá como consecuencia natural. No puede ocultarse la luz de los cristianos, no puede ocultarse una lámpara que brilla tanto”. Preguntémonos si en nuestro ambiente, en el lugar donde vivimos y donde trabajamos, somos verdaderos transmisores de la fe, si acercamos a nuestros amigos a una mayor frecuencia de sacramentos. Examinemos si nos urge el apostolado como exigencia de nuestra vocación, si sentimos la misma responsabilidad de aquellos primeros, pues la necesidad no es hoy menor..., es un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no evangelizara!
– El apostolado y el proselitismo nacen del convencimiento de poseer la verdad, la única verdad salvadora. Cuando se pierde ese convencimiento no se encuentra sentido a la difusión de la fe.
II. El apostolado y el proselitismo que atraen a la fe o a una mayor entrega a Dios nacen del convencimiento de poseer la Verdad y el Amor, la verdad salvadora, el único amor que colma las ansias del corazón, siempre insatisfecho. Cuando se pierde esta certeza no se encuentra sentido a la difusión de la fe. Entonces, incluso en ambientes cristianos, se llega a pensar que no se puede influir para que los no cristianos –por ejemplo, ante las leyes en favor del divorcio y del aborto– apoyen una ley recta, según el querer divino. También pierde sentido el llevar la doctrina de Cristo a otras regiones donde todavía no ha llegado o no está hondamente arraigada la fe; en todo caso, la misión apostólica se convierte en una mera acción social en favor de la promoción de esos pueblos, olvidando el tesoro más rico que podrían darles: la fe en Jesucristo, la vida de la gracia... Son cristianos en los que la fe se ha debilitado y han olvidado, quizá, que la verdad es una, que hace más humanos a los hombres y a los pueblos, y abre el camino del Cielo.
Es importante que la fe lleve a plantearse acciones sociales, pero “el mundo no puede contentarse simplemente con reformadores sociales. Tiene necesidad de santos. La santidad no es un privilegio de pocos; es un don ofrecido a todos... Dudar de esto significa no acabar de entender las intenciones de Cristo”, omitir la esencia de su mensaje.
La fe es la verdad, e ilumina nuestra razón, la preserva de errores, y sana las heridas y la facilidad que nos dejó el pecado original para desviarnos del camino. De aquí proviene la seguridad del cristiano, no sólo en lo que se refiere estrictamente a la fe, sino a todas aquellas cuestiones que están conexas con ella: el origen del mundo y de la vida, la dignidad intocable de la persona humana, la importancia de la familia... La fe es luz que ilumina el caminar del hombre. Esto nos lleva –enseña Pablo VI– a tener “una actitud dogmática, sí, que quiere decir que está fundada no en ciencia propia, sino en la Palabra de Dios (...). Actitud que no nos ensoberbece, como poseedores afortunados y exclusivos de la verdad, sino que nos hace fuertes y valientes para defenderla, amorosos para difundirla. Nos lo recuerda San Agustín: sine superbia de veritate praesumite, sin soberbia estad orgullosos de la verdad”.
Es un inmenso don haber recibido la fe verdadera, pero a la vez una gran responsabilidad. La vibración apostólica del cristiano que es consciente del tesoro recibido no es fanatismo: es amor a la verdad, manifestación de fe viva, coherencia entre el pensamiento y la vida. Proselitismo, en el sentido noble y verdadero de la palabra, no es de ninguna manera atraer a las almas con engaños o violencia, sino el esfuerzo apostólico por dar a conocer a Cristo y su llamada a todo hombre, querer que las almas conozcan la riqueza que Dios ha revelado y se salven, que reciban la vocación a una entrega plena a Dios, si ésta es la voluntad divina. Este proselitismo es una de las tareas más nobles que el Señor nos ha encomendado.
– Fidelidad a la doctrina que se ha de transmitir.
III. En este empeño por difundir la fe, siempre con respeto y aprecio por las personas, no cabe transmitir medias verdades por temor a que la plenitud de la verdad y las exigencias de una auténtica vida cristiana puedan chocar con el pensamiento de moda y con el aburguesamiento de muchos. La verdad no tiene términos medios, y el amor sacrificado no admite rebajas ni puede ser objeto de compromisos. Condición de todo apostolado es la fidelidad a la doctrina, aunque ésta se presente difícil de cumplir en algunos casos, e incluso exija un comportamiento heroico, o al menos lleno de fortaleza. No se pueden omitir temas como la generosidad al poner los medios para tener una familia numerosa, exigencias de la justicia social, entrega plena a Dios cuando Él llama a seguirle... No se puede pretender agradar a todos disminuyendo, según conveniencias humanas, las exigencias del Evangelio: Hablamos –escribía San Pablo a los tesalonicenses–, no como quien busca agradar a los hombres, sino sólo a Dios. No es buen camino pretender hacer fácil el Evangelio, silenciando o rebajando los misterios que se han de creer y las normas de conducta que han de vivirse. Nadie ha predicado ni predicará el Evangelio con mayor credibilidad, energía y atractivo que Jesucristo, y hubo quienes no le siguieron fielmente. Tampoco podemos olvidar que, hoy como siempre, predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero poder de Dios para los llamados, ya judíos, ya griegos. Sin embargo, nos debemos esforzar siempre en adaptarnos a la capacidad y circunstancias de quien pretendemos llevar hasta el Señor, como Él nos enseña a lo largo del Evangelio, que hizo asequible a todos.
La fidelidad a Cristo nos lleva a transmitir fiel y eficazmente lo que hemos recibido. Ahora, igual que en tiempos de los primeros cristianos, cuando comenzaba la primera evangelización de Europa y del mundo, debemos anunciar a nuestros amigos y conocidos, a los colegas... la Buena Nueva de la misericordia divina, la alegría de seguir muy de cerca a Cristo en medio de nuestros quehaceres. Y ese anuncio comporta la necesidad de cambiar de vida, de hacer penitencia, de renunciar a sí mismos, de estar desprendidos de los bienes materiales, de ser castos, de buscar con humildad el perdón divino, de corresponder a lo que Él quiere de cada uno de nosotros desde la eternidad.
El afán de que muchos sigan a Cristo debe empujarnos a vivir mejor la caridad con todos, a poner más medios para acercarlos antes al Señor, que los espera: ¡la caridad de Cristo nos urge!. Éste fue el motor de la incansable actividad apostólica de San Pablo, y será también lo que nos impulse a nosotros; el amor al Señor nos llevará a sentir la urgencia apostólica y a no desaprovechar ninguna ocasión que se nos presente. Es más, en muchas circunstancias seremos nosotros quienes provocaremos esas oportunidades, que de otra forma nunca tendrían lugar.
Todo el mundo te busca... El mundo tiene hambre y sed de Dios. Por eso, junto a la caridad, la esperanza. Nuestros amigos y conocidos, incluso los más alejados, también tienen necesidad y deseos de Dios, aunque muchas veces no los manifiesten. Y, sobre todo, el Señor los busca a ellos.
Pidamos a la Santísima Virgen el afán apostólico y proselitista que tuvieron los Apóstoles y los primeros cristianos.
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Rev. D. Francesc CATARINEU i Vilageliu (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
«Todos te buscan»
Hoy, contemplamos a Jesús en Cafarnaúm, el centro de su ministerio, y más en concreto en casa de Simón Pedro: «Cuando salió de la sinagoga se fue (...) a casa de Simón y Andrés» (Mc 1,29). Allí encuentra a su familia, la de aquellos que escuchan la Palabra y la cumplen (cf. Lc 8,21). La suegra de Pedro está enferma en cama y Él, con un gesto que va más allá de la anécdota, le da la mano, la levanta de su postración y la devuelve al servicio.
Se acerca a los pobres-sufrientes que le llevan y los cura solamente alargando la mano; sólo con un breve contacto con Él, que es fuente de vida, quedan liberados-salvados.
Todos buscan a Cristo, algunos de una manera expresa y esforzada, otros quizá sin ser conscientes de ello, ya que «nuestro corazón está inquieto y no encuentra descanso hasta reposar en Él» (San Agustín).
Pero, así como nosotros le buscamos porque necesitamos que nos libere del mal y del Maligno, Él se nos acerca para hacer posible aquello que nunca podríamos conseguir nosotros solos. Él se ha hecho débil para ganarnos a nosotros débiles, «se ha hecho todo para todos para ganar al menos algunos» (1Cor 9,22).
Hay una mano alargada hacia nosotros que yacemos agobiados por tantos males; basta con abrir la nuestra y nos encontraremos en pie y renovados para el servicio. Podemos “abrir” la mano mediante la oración, tomando ejemplo del Señor: «De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración» (Mc 1,35).
Además, la Eucaristía de cada domingo es el encuentro con el Señor que viene a levantarnos del pecado de la rutina y del desánimo para hacer de nosotros testigos vivos de un encuentro que nos renueva constantemente, y que nos hace libres de verdad con Jesucristo.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Predicar con el ejemplo
«Vamos a predicar el Evangelio, pues para eso he venido».
Eso dice Jesús.
Para eso ha venido al mundo Jesús.
Esa es la misión que tiene Jesús, para que crean en Él, para que lo escuchen y hagan lo que Él les diga.
Porque todo el que crea en Él tiene vida eterna, y todo el que ponga su fe por obra tiene una fe viva, porque una fe sin obras es una fe muerta.
Sacerdote: tú has escuchado el llamado y has puesto tu fe por obra acudiendo con prontitud, dejando todo, para seguir a Jesús y hacer lo que Él te diga.
Eres tú, sacerdote, a quien Él ha encomendado continuar con su misión salvadora.
Eres tú, sacerdote, quien debe predicar el Evangelio, que es la Palabra de Dios, porque a eso has sido enviado.
La Palabra de Dios es misericordia.
La Palabra alimenta, sacia la sed, reviste de sabiduría, sana, purifica, hace crecer.
La Palabra es el Verbo hecho carne.
La Palabra de Dios es espada de dos filos que penetra el alma y abre los corazones de los hombres.
La Palabra es el poder de Dios manifestado a través de tu boca.
La Palabra tiene el poder de curar, porque una sola palabra basta para sanar, y tiene el poder de expulsar demonios, de atar y desatar, y de abrir la puerta del cielo a través de los sacramentos.
La Palabra de Dios está viva y es eficaz.
La Palabra perdona y justifica.
La Palabra salva.
Sacerdote: tú has sido llamado para proclamar la Buena Nueva al mundo entero, a través de la Palabra.
Tú has sido llamado a evangelizar a todos los pueblos a través de la Palabra.
La Palabra te ha sido dada para ser proclamada y escuchada, para ponerla en práctica.
La Palabra es entonces misericordia.
Sacerdote: el que no predica limita la gracia, porque calla la voz de Dios, y trunca la misericordia que se derrama desde la cruz a través del Evangelio.
Predica con la Palabra, sacerdote, pero predica también con el ejemplo.
De nada te sirve decir una Palabra que tú mismo no cumples.
De nada te sirve profesar una verdad en la que tú mismo no crees.
De nada te sirve manifestar una fe que tú mismo no pones en obra.
Sigue el ejemplo de tu Maestro, porque Él se ha hecho hombre para ser en todo igual a ti, menos en el pecado. Se ha abajado para llegar a ti, para que el discípulo sea capaz de aprender de su Maestro.
No te calles, sacerdote, porque tú eres la voz de Cristo, y Cristo es el Verbo encarnado que trae al mundo la vida.
No te calles, sacerdote, porque tu Palabra es misericordia para las miserias de los hombres.
Cumple sacerdote tu misión, que es la continuación de la misión de aquel que vino al mundo para predicar la Palabra de Dios, y que te ha llamado para continuar su misión.
Participa, sacerdote, en la obra redentora de Cristo, porque a eso has sido enviado.
Pero cree, sacerdote, en lo que predicas, para que lleves al mundo tu fe, puesta en obras, para que des testimonio de que Cristo está vivo, porque es un Dios de vivos y no de muertos, que predica su Palabra no a unos cuantos, sino a todos los pueblos, y no lo hace Él solo, sino con sus amigos.
Él habla en plural uniendo a los pueblos, derramando para todos su misericordia, porque para eso ha venido.
(Espada de Dos Filos III, n. 35)
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