Domingo 06 del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo VI del Tiempo Ordinario (ciclo B)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2015, 2018 y 2021 - Homilía en Santa Marta (12.I.18)
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2006, 2009 y 2012
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Ferran JARABO i Carbonell (Girona) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

JESÚS ESTABA AIRADO

Lev 13, 1-2.44-46; Sal 31; 1 Cor 10, 31-11,1; Mc 1, 40-45

El libro del Levítico nos presenta una serie de casos referidos a enfermedades de la piel. Las leyes cúlticas que trataban estos casos y obligaban a los enfermos a mantener una medida de distanciamiento no faltaban de una cierta sensatez. Las afecciones pueden ser contagiosas y la comunidad en el culto podría ser un espacio ideal para la transmisión del contagio. Sin embargo, algunos empezaron a tergiversar las leyes para retratar a los enfermos como pecadores. Los consideraban excomulgados de la comunidad. El Evangelio, en cambio, muestra otra actitud. El leproso no duda en acercarse a Jesús. Este, en respuesta, rechaza la denigración que sufrían estos enfermos. De hecho, mientras nuestro texto dice que a Jesús “le dio lástima” algunos códices antiguos dicen que “estaba airado” acerca de tal denigración. Toca al leproso y lo cura, devolviéndolo a la comunidad.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 30, 3-4

Sírveme de defensa, Dios mío, de roca y fortaleza salvadoras; y pues eres mi baluarte y mi refugio, acompáñame y guíame.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que prometiste poner tu morada en los corazones rectos y sinceros, concédenos, por tu gracia, vivir de tal manera que te dignes habitar en nosotros. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

El leproso vivirá solo, fuera del campamento.

Del libro del Levítico: 13, 1-2. 44-46

El Señor dijo a Moisés y a Aarón: “Cuando alguno tenga en su carne una o varias manchas escamosas o una mancha blanca y brillante, síntomas de la lepra, será llevado ante el sacerdote Aarón o ante cualquiera de sus hijos sacerdotes. Se trata de un leproso, y el sacerdote lo declarará impuro. El que haya sido declarado enfermo de lepra, traerá la ropa descosida, la cabeza descubierta, se cubrirá la boca e irá gritando: ‘¡Estoy contaminado! ¡Soy impuro!’. Mientras le dure la lepra, seguirá impuro y vivirá solo, fuera del campamento”. 

Palabra de Dios. 

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 31,1-2.5.11.

R/. Perdona, Señor, nuestros pecados.

Dichoso aquel que ha sido absuelto de su culpa y su pecado. Dichoso aquel en el que Dios no encuentra ni delito ni engaño. R/.

Ante el Señor reconocí mi culpa, no oculté mi pecado. Te confesé, Señor, mi gran delito y tú me has perdonado. R/.

Alégrense con el Señor y regocíjense los justos todos, y todos los hombres de corazón sincero canten de gozo. R/.

SEGUNDA LECTURA

Sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 10, 31-11, 1

Hermanos: Todo lo que hagan ustedes, sea comer, o beber, o cualquier otra cosa, háganlo todo para gloria de Dios. No den motivo de escándalo ni a los judíos, ni a los paganos, ni a la comunidad cristiana. Por mi parte, yo procuro dar gusto a todos en todo, sin buscar mi propio interés, sino el de los demás, para que se salven. Sean, pues, imitadores míos, como yo lo soy de Cristo. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Lc 7, 16

R/. Aleluya, aleluya.

Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo. R/.

EVANGELIO

Se le quitó la lepra y quedó limpio.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 1, 40-45

En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: “Si tú quieres, puedes curarme”. Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “Sí quiero: ¡sana!”. Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio.

Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: “No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés”.

Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, a donde acudían a él de todas partes. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Que esta ofrenda, Señor, nos purifique y nos renueve, y se convierta en causa de recompensa eterna para quienes cumplimos tu voluntad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 77, 29-30

El Señor colmó el deseo de su pueblo; no lo defraudó. Comieron y quedaron satisfechos.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Saciados, Señor, por este manjar celestial, te rogamos que nos hagas anhelar siempre este mismo sustento por el cual verdaderamente vivimos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

La lepra (Lv 13,1-2.44-46)

1ª lectura

Hay diversos síntomas que, según los conocimientos de aquel tiempo, eran indicios de tan terrible enfermedad. Aunque algunos de los datos resultan interesantes para la historia de la medicina, había de ordinario una confusión con otras enfermedades meramente cutáneas que nada tenían que ver con la lepra. De todas formas, el aspecto repugnante que ofrecían dichas enfermedades, era motivo suficiente para declarar impuro al enfermo.

Al ser una enfermedad contagiosa, era preciso evitar su propagación. La opinión generalizada la consideraba como castigo por un pecado cometido. En alguna ocasión así se dice que sucedió, como en el caso de María, leprosa por algún tiempo por haber murmurado contra su hermano Moisés (cfr Nm 12,1-10). También el Siervo paciente de Yahwéh es presentado como un leproso, herido por Dios a causa de nuestros pecados (cfr Is 53,4). En el caso de Job, también leproso, es acusado por sus amigos de un pecado oculto y terrible que pueda explicar el estado en que se encuentra.

La situación del leproso resultaba muy penosa. Debía vivir en poblados o campamentos lejos de la ciudad. Al trasladarse debía avisar su paso gritando su condición de hombre impuro; llevaba sus vestidos desgarrados y el pelo sin peinar. De esa forma se podía distinguir fácilmente. En los Evangelios aparecen a menudo estos pobres enfermos, de los que Jesús se compadece con frecuencia y les limpia de tan terrible mal (cfr Mt 8,2-3; Lc 17,12-14), siendo la curación de los leprosos uno de los signos mesiánicos predichos en el Antiguo Testamento (Mt 11,5). También los apóstoles reciben del Señor el poder de curar a los leprosos (cfr Mt 10,8).

Haced todo para gloria de Dios (1 Co 10,31–11,1)

2ª lectura

Pablo, después de haber resuelto algunos casos concretos que se le habían planteado, ratifica el criterio dado: actuar en todo para la gloria de Dios (v. 31): «Cuando te sientes a la mesa, ora. Cuando comas pan, hazlo dando gracias al que es generoso (...). Del mismo modo, cuando sale el sol y cuando se pone, mientras duermas y estés despierto, da gracias a Dios, que creó y ordenó todas estas cosas para provecho tuyo, para que conozcas, ames y alabes al Creador» (S. Basilio, Homilia in martyrem Julittam).

Si quieres, puedes limpiarme (Mc 1,40-45)

Evangelio

En la lepra, enfermedad repugnante, se veía un castigo de Dios (cfr Lv 13,1ss.; Nm 12,1-15). El enfermo era declarado impuro por la Ley y por eso se le obligaba a vivir aislado para no transmitir la impureza a las personas y a las cosas que tocaba (Nm 5,2; 12,14ss.). La desaparición de esta enfermedad se consideraba una de las bendiciones del momento de la llegada del Mesías (cfr Is 35,8; Mt 11,5; Lc 7,22).

En los gestos y palabras del leproso que pide su curación a Jesús se percibe su oración, llena de fe, y el entusiasmo tras haber sido sanado; en los gestos y palabras de Jesús, su misericordia y majestad al curarle: «Aquel hombre se arrodilla postrándose en tierra —lo que es señal de humildad y de vergüenza— para que cada uno se avergüence de las manchas de su vida. Pero la vergüenza no ha de impedir la confesión: el leproso mostró la llaga y pidió el remedio. Su confesión está llena de piedad y de fe. Si quieres, dice, puedes: esto es, reconoció que el poder curarse estaba en manos del Señor» (S. Beda, In Marci Evangelium, ad loc.).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

Curación del leproso

1. Con razón en esta curación de leproso no se indica ninguna localidad, para mostrar que no ha sido el pueblo de una ciudad especial, sino los pueblos del universo los que han sido curados. Es, igualmente acertado que en San Lucas esta curación sea el cuarto prodigio después de la llegada del Señor a Cafarnaúm; pues si al cuarto día nos dio la luz del sol, y lo hizo más brillante que los demás astros, cuando aparecían los elementos del mundo, del mismo modo hemos de considerar esta obra como más brillante. Según San Mateo, nos lo presenta como la primera curación hecha por el Señor después de las Bienaventuranzas (Mt 8,3). El Señor había dicho: “No he venido a destruir la Ley, sino a cumplirla” (Mt 5,7), y este hombre, que estaba excluido por la Ley y se encontraba ahora purificado por el poder del Señor, pensaría que la gracia no viene de la Ley, sino que está por encima de la Ley, puesto que puede limpiar la mancha del leproso.

2. Más del mismo modo que aparece en el Señor el poder y la autoridad, así aparece en este hombre la constancia de la fe. Se postró en tierra, lo cual es signo de humildad y confusión, para que cada uno se avergüence de las afrentas de su vida. Mas la vergüenza no impidió la confesión: mostró la herida, pidió el remedio, y su misma confesión está llena de religión y de fe: “Si quieres, dice, puedes sanarme”. Atribuye el poder a la voluntad del Señor; al decir a la voluntad del Señor, no es que haya dudado, como un incrédulo, de su bondad, sino que, consciente de su bajeza, no se ha engreído. Y el Señor, con esa dignidad que le caracteriza, le responde: “Lo quiero, sé limpio”.

3. Y “al instante le dejó la lepra”. Pues no hay intervalo entre la obra de Dios y su orden: la misma orden incluye la obra: “Dijo y fue hecho” (Ps 32,9). Observa que no puede dudarse, porque la voluntad de Dios es poder. Si, pues, en El querer es poder, los que afirman la unidad de querer en la Trinidad afirman al mismo tiempo la unidad de poder. La lepra desapareció inmediatamente; para que conozcas la voluntad de curar, ha añadido la realización de tal obra.

4. Según San Marcos, el Señor tuvo piedad de él; es conveniente que esto sea notado. Existen rasgos que fueron anotados por los evangelistas, que quieren afirmarnos sobre dos puntos: han descrito los signos del poder en orden a la fe; y han referido las obras virtuosas con vistas a la imitación. Por eso, él toca sin designarse; manda sin vacilación; pues es un signo de su poder que, teniendo facultad para curar y autoridad para mandar, no ha rehusado el testimonio de su actividad. Por eso dice a causa de Fotino: “Yo quiero”; manda a causa de Arrio; toca a causa de los maniqueos.

5. No se ha curado la lepra a uno sólo, sino a todos aquellos a quienes se ha dicho: “Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado” (Io 15,3). Si, pues, la palabra es el remedio de la lepra, el desprecio de la palabra es, con razón, la lepra del alma. Mas para que la lepra no contagie al médico, cada uno, imitando la humildad del Señor, ha de evitar la vanagloria. ¿Por qué, en efecto, recomendó no comunicarlo a nadie, sino para que aprendamos nosotros a no divulgar nuestras buenas obras, sino ocultarlas, de forma que no sólo alejemos el salario del dinero sino el del agasajo? O, tal vez, la razón del silencio sea en atención a los que creyeron con una fe espontánea, lo cual es mejor que aquellos que lo hicieron con la esperanza del beneficio.

6. Luego le prescribe, conformándose a la Ley, que se presente al sacerdote, no para ofrecer una víctima, sino para ofrecerse él mismo a Dios como un sacrificio espiritual, a fin de que, limpio de las manchas de sus acciones pasadas, se consagre a Dios como una víctima agradable gracias al conocimiento de la fe y a la educación de la sabiduría; pues “toda víctima será sazonada con sal” (Mc 9,48). San Pablo dice a este propósito: “Os ruego, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios” (Rom 21,1).

7. Es al mismo tiempo admirable que ha curado según el mismo modo de la petición: “Si quieres, puedes limpiarme”. —”Lo quiero, sé limpio”. Mira su voluntad, mira también su disposición a la ternura. — “Y extendiendo la mano, le tocó”. La Ley prohíbe tocar a los leprosos (Lev 13,3); pero el que es autor de la Ley no tiene obligación de seguirla, sino que hace la Ley. Ha tocado, no porque, si no toca, no hubiera podido curar, sino para mostrar que Él no estaba sujeto a la Ley, y que no temía ser contagiado como los hombres, porque ni podía serlo quien libraba a otros, sino, al contrario, el tacto del Señor hacía huir la lepra que suele contaminar a los que la tocan.

8. Le manda presentarse al sacerdote y hacer una ofrenda con motivo de su purificación; si se presenta al sacerdote, éste comprenderá que no ha sido curado según el procedimiento legal, sino por la gracia de Dios, que es superior a la Ley; y al prescribir un sacrificio según lo ha ordenado Moisés, mostraba el Señor que no había venido a destruir la Ley, sino a cumplirla; Él se comportaba según la Ley, aun cuando se le veía curar, por encima de la Ley, a los que los remedios de la Ley no habrían sanado. Con razón añade: Como “lo ha prescrito Moisés”; pues “la Ley es espiritual” (Rom 7,14), parece, por lo mismo, que El prescribió un sacrificio espiritual.

9. Finalmente, añadió: “Para que les sirva de testimonio”, es decir, si creéis en Dios, si la impiedad de la lepra se retira, si el sacerdote conoce lo que está oculto, si existe el testimonio de la pureza de vuestros sentimientos: esto es lo que verá el sacerdote, principalmente Aquel a quien no escapa ningún secreto, a quien se ha dicho: “Tú eres sacerdote eternamente, según el orden de Melquisedec” (Ps 109, 4).

(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), BAC, Madrid, 1966, pp. 230-234)

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FRANCISCO – Ángelus 2015, 2018 y 2021 - Homilía en Santa Marta (12.I.18)

Ángelus 2015

Instrumentos del amor misericordiosos de Jesús

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estos domingos el evangelista san Marcos nos está relatando la acción de Jesús contra todo tipo de mal, en beneficio de los que sufren en el cuerpo y en el espíritu: endemoniados, enfermos, pecadores... Él se presenta como aquel que combate y vence el mal donde sea que lo encuentre. En el Evangelio de hoy (cf. Mc 1, 40-45) esta lucha suya afronta un caso emblemático, porque el enfermo es un leproso. La lepra es una enfermedad contagiosa que no tiene piedad, que desfigura a la persona, y que era símbolo de impureza: el leproso tenía que estar fuera de los centros habitados e indicar su presencia a los que pasaban. Era marginado por la comunidad civil y religiosa. Era como un muerto ambulante.

El episodio de la curación del leproso tiene lugar en tres breves pasos: la invocación del enfermo, la respuesta de Jesús y las consecuencias de la curación prodigiosa. El leproso suplica a Jesús «de rodillas» y le dice: «Si quieres, puedes limpiarme» (v. 40). Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su espíritu: la compasión. Y «compasión» es una palabra muy profunda: compasión significa «padecer-con-el otro». El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por ese hombre, acercándose a él y tocándolo. Y este detalle es muy importante. Jesús «extendió la mano y lo tocó... la lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio» (v. 41-42). La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús tocó al leproso. Él no toma distancia de seguridad y no actúa delegando, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y precisamente así nuestro mal se convierte en el lugar del contacto: Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros de Él su humanidad sana y capaz de sanar. Esto sucede cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el Señor Jesús nos «toca» y nos dona su gracia. En este caso pensemos especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado.

Una vez más el Evangelio nos muestra lo que hace Dios ante nuestro mal: Dios no viene a «dar una lección» sobre el dolor; no viene tampoco a eliminar del mundo el sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de nuestra condición humana, a conducirla hasta sus últimas consecuencias, para liberarnos de modo radical y definitivo. Así Cristo combate los males y los sufrimientos del mundo: haciéndose cargo de ellos y venciéndolos con la fuerza de la misericordia de Dios.

A nosotros, hoy, el Evangelio de la curación del leproso nos dice que si queremos ser auténticos discípulos de Jesús estamos llamados a llegar a ser, unidos a Él, instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación. Para ser «imitadores de Cristo» (cf. 1 Cor 11, 1) ante un pobre o un enfermo, no tenemos que tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión, y de tocarlo y abrazarlo. He pedido a menudo a las personas que ayudan a los demás que lo hagan mirándolos a los ojos, que no tengan miedo de tocarlos; que el gesto de ayuda sea también un gesto de comunicación: también nosotros tenemos necesidad de ser acogidos por ellos. Un gesto de ternura, un gesto de compasión... Pero yo os pregunto: vosotros, ¿cuándo ayudáis a los demás, los miráis a los ojos? ¿Los acogéis sin miedo de tocarlos? ¿Los acogéis con ternura? Pensad en esto: ¿cómo ayudáis? A distancia, ¿o con ternura, con cercanía? Si el mal es contagioso, lo es también el bien. Por lo tanto, es necesario que el bien abunde en nosotros, cada vez más. Dejémonos contagiar por el bien y contagiemos el bien.

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Ángelus 2018

Limpiar la lepra del pecado con la confesión

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estos domingos el Evangelio, según el relato de Marcos, nos presenta a Jesús que cura a los enfermos de todo tipo. En tal contexto se coloca bien la Jornada mundial del enfermo, que se celebra precisamente hoy, 11 de febrero, memoria de la Santísima Virgen María de Lourdes. Por eso, con la mirada del corazón dirigida a la gruta de Massabielle, contemplamos a Jesús como verdadero médico de los cuerpos y de las almas, que Dios Padre ha mandado al mundo para curar a la humanidad, marcada por el pecado y por sus consecuencias.

La página del Evangelio de hoy (cf. Marcos 1, 40-45) nos presenta la curación de un hombre enfermo de lepra, patología que en el Antiguo Testamento se consideraba una grave impureza y que implicaba la marginación del leproso de la comunidad: vivían solos. Su condición era realmente penosa, porque la mentalidad de aquel tiempo lo hacía sentir impuro incluso delante de Dios, no solo delante de los hombres. Incluso delante de Dios. Por eso el leproso del Evangelio suplica a Jesús con estas palabras: «Si quieres, puedes limpiarme» (v. 40).

Al oír eso, Jesús sintió compasión (v. 41). Es muy importante fijar la atención en esta resonancia interior de Jesús, como hicimos largamente durante el Jubileo de la Misericordia. No se entiende la obra de Cristo, no se entiende a Cristo mismo si no se entra en su corazón lleno de compasión y de misericordia. Es esta la que lo empuja a extender la mano hacia aquel hombre enfermo de lepra, a tocarlo y a decirle: «Quiero; queda limpio» (v. 41). El hecho más impactante es que Jesús toca al leproso, porque aquello estaba totalmente prohibido por la ley mosaica. Tocar a un leproso significaba contagiarse también dentro, en el espíritu, y, por lo tanto, quedar impuro. Pero en este caso, la influencia no va del leproso a Jesús para transmitir el contagio, sino de Jesús al leproso para darle la purificación. En esta curación nosotros admiramos, más allá de la compasión, la misericordia, también la audacia de Jesús, que no se preocupa ni del contagio ni de las prescripciones, sino que se conmueve solo por la voluntad de liberar a aquel hombre de la maldición que lo oprime.

Hermanos y hermanas, ninguna enfermedad es causa de impureza: la enfermedad ciertamente involucra a toda la persona, pero de ningún modo afecta o le inhabilita para su relación con Dios. De hecho, una persona enferma puede permanecer aún más unida a Dios. En cambio, el pecado sí que te deja impuro. El egoísmo, la soberbia, la corrupción, esas son las enfermedades del corazón de las cuales es necesario purificarse, dirigiéndose a Jesús como se dirigía el leproso: «Si quieres, puedes limpiarme».

Y ahora, guardemos un momento de silencio y cada uno de nosotros —todos vosotros, yo, todos— puede pensar en su corazón, mirar dentro de sí y ver las propias impurezas, los propios pecados. Y cada uno de nosotros, en silencio, pero con la voz del corazón decir a Jesús: «Si quieres, puedes limpiarme». Hagámoslo todos en silencio.

«Si quieres, puedes limpiarme».

«Si quieres, puedes limpiarme».

Y cada vez que acudimos al sacramento de la reconciliación con el corazón arrepentido, el Señor nos repite también a nosotros: «Quiero, queda limpio». ¡Cuánta alegría hay en esto! Así, la lepra del pecado desaparece, volvemos a vivir con alegría nuestra relación filial con Dios y quedamos reintegrados plenamente en la comunidad.

Por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre Inmaculada, pidamos al Señor, que ha llevado también la salud a los enfermos, que sane nuestras heridas interiores con su infinita misericordia, para que nos dé otra vez la esperanza y la paz del corazón.

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Ángelus 2021

Aprender a ser “transgresores”

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de hoy (cf. Mc 1, 40-45) nos presenta el encuentro entre Jesús y un hombre enfermo de lepra. Los leprosos eran considerados impuros y, según la prescripción de la Ley, debían permanecer fuera de los lugares habitados. Eran excluidos de toda relación humana, social y religiosa. Por ejemplo, no podían entrar en la sinagoga, no podían entrar en el Templo, también religiosamente. Jesús, en cambio, deja que se le acerque aquel hombre, se conmueve, incluso extiende la mano y lo toca. Esto era impensable en aquel tiempo. De este modo, realiza la Buena Noticia que anuncia: Dios se ha hecho cercano a nuestra vida, tiene compasión de la suerte de la humanidad herida y viene a derribar toda barrera que nos impide vivir nuestra relación con Él, con los demás y con nosotros mismos. Se hizo cercano. Cercanía. Recuérdense bien de esta palabra: cercanía, compasión. El evangelio dice que Jesús al ver al leproso “tuvo compasión de él”. Ternura. Tres palabras que indican el estilo de Dios: cercanía, compasión, ternura. En este episodio podemos ver que se encuentran dos “transgresiones”: la transgresión del leproso que se acerca a Jesús, y no podía hacerlo, y Jesús que, movido por la compasión, se acerca y lo toca con ternura para curarlo, y no podía hacerlo. Ambos son transgresores, son dos transgresiones.

La primera transgresión es aquella del leproso: a pesar de las prescripciones de la Ley, sale del aislamiento y va a Jesús. Su enfermedad era considerada un castigo divino, pero en Jesús él pudo ver otro rostro de Dios: no el Dios que castiga, sino el Padre de la compasión y del amor, que nos libera del pecado y que nunca nos excluye de su misericordia. Así, aquel hombre puede salir de su aislamiento, porque en Jesús encuentra a Dios que comparte su dolor. La actitud de Jesús lo atrae, lo empuja a salir de sí mismo y a confiarle a Él su historia de dolor.

Permítanme aquí un pensamiento para tantos buenos sacerdotes, confesores, que tienen este comportamiento de atraer a la gente –hay tanta gente que se siente nada, se siente en el suelo por sus pecados– pero con ternura, con compasión. Son buenos aquellos confesores que no están con el látigo en la mano, sino para recibir, escuchar y decir que Dios es bueno, que Dios perdona siempre, que Dios no se cansa de perdonar. Para estos confesores misericordiosos, les pido hoy a todos ustedes, darles un aplauso aquí en la plaza. ¡Para todos!

La segunda transgresión es la de Jesús: mientras la Ley prohibía tocar a los leprosos, Él se conmueve, extiende su mano y lo toca para curarlo. Alguno podría decir: “¡Ha pecado! ¡Ha hecho aquello que la Ley prohíbe! Es un transgresor”. Es verdad, es un transgresor. No se limita a las palabras, sino que lo toca. Y tocar con amor significa establecer una relación, entrar en comunión, implicarse en la vida del otro hasta el punto de compartir incluso sus heridas. Con este gesto, Jesús muestra que Dios, que no es indiferente, no se mantiene a una “distancia segura”; se acerca, es más, se acerca con compasión y toca nuestra vida para sanarla con ternura. Es el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura. La transgresión de Dios. Es un gran transgresor en este sentido.

Hermanos y hermanas, aún hoy en el mundo tantos de nuestros hermanos sufren de esta enfermedad, del mal de Hansen, o de otras enfermedades y condiciones a las que, lamentablemente, se asocian prejuicios sociales: “Este es un pecador”. Piensen en aquel momento en que entró en el banquete aquella mujer, derramó sobre los pies de Jesús aquel perfume. Los otros decían: “pero si este fuera profeta sería consciente, sabría quién es esta mujer, una pecadora”. El desprecio. Por el contrario, Jesús recibe, es más, agradece: “te son perdonados tus pecados”. ¡La ternura de Jesús!”. El prejuicio social de alejar a la gente con la palabra “este es un impuro”, “este es un pecador”, “este es un estafador”. Sí, a veces es verdad, pero no prejuzguen.

Pero a cada uno de nosotros nos puede ocurrir experimentar heridas, fracasos, sufrimientos, egoísmos que nos cierran a Dios y a los demás, porque el pecado nos encierra en nosotros mismos, por vergüenza, por humillación, pero Dios quiere abrir el corazón. Frente a todo esto, Jesús nos anuncia que Dios no es una idea o una doctrina abstracta, sino que Dios es Aquel que se “contamina” con nuestra humanidad herida y que no teme entrar en contacto con nuestras heridas. Pero, padre, ¿qué está diciendo? ¿Que Dios se contamina? No lo digo yo, lo ha dicho san Pablo: “se ha hecho pecado” (2 Cor 5, 21). Él que no era pecador, que no podía pecar, se ha hecho pecado. Mira cómo se ha contaminado Dios para acercarse a nosotros, para tener compasión y para hacer comprender su ternura. Cercanía, compasión y ternura.

Para respetar con las reglas de la buena reputación y las costumbres sociales, a menudo silenciamos el dolor o usamos máscaras para disimularlo. Con el fin de conciliar los cálculos de nuestro egoísmo o las leyes internas de nuestros temores, no nos implicamos demasiado en los sufrimientos de los demás. Por el contrario, pidamos al Señor la gracia de vivir estas dos “transgresiones”, estas dos transgresiones del Evangelio de hoy. La del leproso, para que tengamos la valentía de salir de nuestro aislamiento y, en lugar de quedarnos allí a quejarnos o a llorar por nuestros fracasos, con lamentaciones, vayamos a Jesús tal como somos. Señor, yo soy así. Sentiremos aquel abrazo, aquel abrazo de Jesús tan hermoso. Y luego la transgresión de Jesús, que es un amor que nos hace ir más allá de las convenciones, que nos hace superar los prejuicios, el miedo a mezclarnos con la vida del otro. Aprendamos a ser transgresores como estos dos, como el leproso y como Jesús.

Que en este camino nos acompañe la Virgen María, a la que ahora invocamos en la oración del Ángelus.

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Homilía en Santa Marta, 12 de enero de 2018

Valentía en la oración

¿Cómo es, en el Evangelio, la oración de los que logran del Señor lo que le piden? El Evangelio de San Marcos, tanto ayer como hoy, nos cuenta dos curaciones, la del leproso y la del paralítico de hoy. Ambos piden, y los dos lo hacen con fe: el leproso hasta se atreve a retar a Jesús con valentía, diciendo: “¡Si quieres puedes limpiarme!”. Y la respuesta del Señor es inmediata: “Quiero, queda limpio”. Y es que, como enseña el Evangelio, “todo es posible para el que cree”.

Siempre, cuando nos acercamos al Señor para pedirle algo, se debe partir de la fe y hacerlo con fe: “Yo tengo fe es que tú puedes curarme, creo que tú puedes hacerlo”, y tener el valor de desafiarlo, como el leproso de ayer, o este hombre de hoy, el paralítico de hoy. La oración con fe.

El Evangelio nos lleva, pues, a preguntarnos sobre nuestro modo de rezar. No lo hacemos como “papagayos” ni sin interés en lo que pedimos; si acaso, suplicamos al Señor que ayude nuestra poca fe, también ante las dificultades. Son tantos los episodios del Evangelio en los que es difícil acercarse al Señor para quien pasa una necesidad, y esto nos sirve de ejemplo a cada uno de nosotros. El paralítico, en el Evangelio de hoy, por ejemplo, es descolgado del techo para que la camilla llegue hasta el Señor, que está predicando entre una inmensa multitud. La voluntad hace encontrar una solución, hace ir más allá de las dificultades.

Valentía para tener fe, al principio: “Si quieres puedes curarme. Si quieres, yo creo”. Y valentía también para acercarme al Señor, cuando haya dificultades. ¡Valentía! Muchas veces hace falta paciencia y saber esperar un tiempo, pero sin aflojar, siguiendo siempre adelante. Pero si, con fe, me acerco al Señor y le digo: “Si quieres, puedes darme esta gracia”, y luego, al ver que la gracia no llega en tres días, me olvido, entonces…

Santa Mónica, madre de san Agustín, rezó y lloró mucho por la conversión de su hijo, y lo consiguió: fue una santa que tuvo gran valentía en su fe. Valentía para desafiar al Señor, valor para “jugársela”, aunque no se consiga en seguida lo que se pida, porque en la oración se juega fuerte, y si la oración no es valiente no es cristiana.

La oración cristiana nace de la de Jesús y va siempre con fe más allá de las dificultades. Una frase para llevarla hoy en nuestro corazón nos ayudará, de nuestro padre Abraham, al que se le prometió una herencia, es decir, que tendría un hijo a los 100 años. Dice el apóstol Pablo: “Creyó y, por eso, fue justificado”. Con fe se puso en camino: fe y hacer lo que sea para lograr la gracia que estoy pidiendo. El Señor nos dijo: “Pedid y se os dará”. Tomemos también estas palabras y tengamos confianza, pero siempre con fe y poniéndonos en juego. Esa es la valentía que tiene la oración cristiana. Si una oración no es valiente no es cristiana.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2006, 2009 y 2012

2006

En un gesto, toda la historia de la salvación

Ayer, 11 de febrero, memoria litúrgica de la bienaventurada Virgen de Lourdes, celebramos la Jornada mundial del enfermo (…). La enfermedad es un rasgo típico de la condición humana, hasta el punto de que puede convertirse en una metáfora realista de ella, como expresa bien san Agustín en una oración suya: “¡Señor, ten compasión de mí! ¡Ay de mí! Mira aquí mis llagas; no las escondo; tú eres médico, yo enfermo; tú eres misericordioso, yo miserable” (Confesiones, X, 39).

Cristo es el verdadero “médico” de la humanidad, a quien el Padre celestial envió al mundo para curar al hombre, marcado en el cuerpo y en el espíritu por el pecado y por sus consecuencias. Precisamente en estos domingos, el evangelio de san Marcos nos presenta a Jesús que, al inicio de su ministerio público, se dedica completamente a la predicación y a la curación de los enfermos en las aldeas de Galilea. Los innumerables signos prodigiosos que realiza en los enfermos confirman la “buena nueva” del reino de Dios.

Hoy el pasaje evangélico narra la curación de un leproso y expresa con fuerza la intensidad de la relación entre Dios y el hombre, resumida en un estupendo diálogo: “Si quieres, puedes limpiarme”, dice el leproso. “Quiero: queda limpio”, le responde Jesús, tocándolo con la mano y curándolo de la lepra (Mc 1, 40-42). Vemos aquí, en cierto modo, concentrada toda la historia de la salvación: ese gesto de Jesús, que extiende la mano y toca el cuerpo llagado de la persona que lo invoca, manifiesta perfectamente la voluntad de Dios de sanar a su criatura caída, devolviéndole la vida “en abundancia” (Jn 10, 10), la vida eterna, plena, feliz.

Cristo es “la mano” de Dios tendida a la humanidad, para que pueda salir de las arenas movedizas de la enfermedad y de la muerte, apoyándose en la roca firme del amor divino (cf. Sal 39, 2-3).

Hoy quisiera encomendar a María, Salus infirmorum, a todos los enfermos, especialmente a los que, en todas las partes del mundo, además de la falta de salud, sufren también la soledad, la miseria y la marginación. Asimismo, dirijo un saludo en particular a quienes en los hospitales y en los demás centros de asistencia atienden a los enfermos y trabajan por su curación. Que la Virgen santísima ayude a cada uno a encontrar alivio en el cuerpo y en el espíritu gracias a una adecuada asistencia sanitaria y a la caridad fraterna, que se traduce en atención concreta y solidaria.

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2009

“Quiero, queda limpio”

En estos domingos, el evangelista san Marcos ha ofrecido a nuestra reflexión una secuencia de varias curaciones milagrosas. Hoy nos presenta una muy singular, la de un leproso sanado (cf. Mc 1, 40-45), que se acercó a Jesús y, de rodillas, le suplicó: “Si quieres, puedes limpiarme”. Él, compadecido, extendió la mano, lo tocó y le dijo: “Quiero: queda limpio”. Al instante se verificó la curación de aquel hombre, al que Jesús pidió que no revelara lo sucedido y se presentara a los sacerdotes para ofrecer el sacrificio prescrito por la ley de Moisés. Aquel leproso curado, en cambio, no logró guardar silencio; más aún, proclamó a todos lo que le había sucedido, de modo que, como refiere el evangelista, era cada vez mayor el número de enfermos que acudían a Jesús de todas partes, hasta el punto de obligarlo a quedarse fuera de las ciudades para que la gente no lo asediara.

Jesús le dijo al leproso: “Queda limpio”. Según la antigua ley judía (cf. Lv 13-14), la lepra no sólo era considerada una enfermedad, sino la más grave forma de “impureza” ritual. Correspondía a los sacerdotes diagnosticarla y declarar impuro al enfermo, el cual debía ser alejado de la comunidad y estar fuera de los poblados, hasta su posible curación bien certificada. Por eso, la lepra constituía una suerte de muerte religiosa y civil, y su curación una especie de resurrección.

En la lepra se puede vislumbrar un símbolo del pecado, que es la verdadera impureza del corazón, capaz de alejarnos de Dios. En efecto, no es la enfermedad física de la lepra lo que nos separa de él, como preveían las antiguas normas, sino la culpa, el mal espiritual y moral. Por eso el salmista exclama: “Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado”. Y después, dirigiéndose a Dios, añade: “Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: “Confesaré al Señor mi culpa”, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado” (Sal 32, 1.5).

Los pecados que cometemos nos alejan de Dios y, si no se confiesan humildemente, confiando en la misericordia divina, llegan incluso a producir la muerte del alma. Así pues, este milagro reviste un fuerte valor simbólico. Como había profetizado Isaías, Jesús es el Siervo del Señor que “cargó con nuestros sufrimientos y soportó nuestros dolores” (Is 53, 4). En su pasión llegó a ser como un leproso, hecho impuro por nuestros pecados, separado de Dios: todo esto lo hizo por amor, para obtenernos la reconciliación, el perdón y la salvación.

En el sacramento de la Penitencia Cristo crucificado y resucitado, mediante sus ministros, nos purifica con su misericordia infinita, nos restituye la comunión con el Padre celestial y con los hermanos, y nos da su amor, su alegría y su paz.

Queridos hermanos y hermanas, invoquemos a la Virgen María, a quien Dios preservó de toda mancha de pecado, para que nos ayude a evitar el pecado y a acudir con frecuencia al sacramento de la Confesión, el sacramento del perdón, cuyo valor e importancia para nuestra vida cristiana hoy debemos redescubrir aún más.

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2012

El amor es más fuerte que cualquier mal

¡Queridos hermanos y hermanas!

El domingo pasado vimos que Jesús, en su vida pública sanó a muchos enfermos, revelando que Dios quiere para el hombre la vida y la vida en abundancia. El evangelio de este domingo (Mc. 1,40-45) nos muestra a Jesús en contacto con una forma de enfermedad considerada en ese momento como la más seria, tanto que volvía a la persona “impura” y la excluía de las relaciones sociales: hablamos de la lepra. Una ley especial (cf. Lv 13-14) reservaba a los sacerdotes la tarea de declarar a la persona leprosa, es decir impura; y también correspondía al sacerdote declarar la curación y readmitir al enfermo sanado a la vida normal.

Mientras Jesús estaba predicando en las aldeas de Galilea, un leproso se le acercó y le dijo: “Si quieres, puedes limpiarme”. Jesús no evade el contacto con este hombre, sino, impulsado por una íntima participación de su condición, extiende su mano y le toca −superando la prohibición legal−, y le dice: “Quiero, queda limpio.” En ese gesto y en esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, donde está incorporada la voluntad de Dios de sanarnos y purificarnos del mal que nos desfigura y que arruina nuestras relaciones. En aquel contacto entre la mano de Jesús y el leproso, fue derribada toda barrera entre Dios y la impureza humana, entre lo sagrado y su opuesto, no para negar el mal y su fuerza negativa, sino para demostrar que el amor de Dios es más fuerte que cualquier mal, incluso de lo más contagioso y horrible. Jesús tomó sobre sí nuestras enfermedades, se convirtió en “leproso” para que nosotros fuésemos purificados.

Un maravilloso comentario existencial a este Evangelio es la famosa experiencia de san Francisco de Asís, que lo resume al principio de su Testamento: “El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: cuando estaba en el pecado, me parecía algo demasiado amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me quedé un poco, y salí del mundo” (FF 110). En los leprosos, que Francisco encontró cuando todavía estaba “en el pecado” −como él dice−, Jesús estaba presente, y cuando Francisco se acercó a uno de ellos, y, venciendo la repugnancia que sentía lo abrazó, Jesús lo sanó de su lepra, es decir de su orgullo, y lo convirtió al amor de Dios. ¡Esta es la victoria de Cristo, que es nuestra sanación profunda y nuestra resurrección a una vida nueva!

Queridos amigos, dirijámonos en oración a la Virgen María, a quien hemos celebrado ayer por el recuerdo de sus apariciones en Lourdes. A santa Bernardita, la Virgen le dio un mensaje siempre actual: la llamada a la oración y a la penitencia. A través de su Madre, está siempre Jesús que viene a nuestro encuentro para liberarnos de toda enfermedad del cuerpo y del alma. ¡Dejémonos tocar y purificar por Él, y seamos misericordiosos con nuestros hermanos!

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Vivir en Cristo reúne a todos los creyentes en Él

1474. El cristiano que quiere purificarse de su pecado y santificarse con ayuda de la gracia de Dios no se encuentra solo. “La vida de cada uno de los hijos de Dios está ligada de una manera admirable, en Cristo y por Cristo, con la vida de todos los otros hermanos cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, como en una persona mística” (Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina, 5).

La solidaridad humana

1939. El principio de solidaridad, expresado también con el nombre de “amistad” o “caridad social”, es una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana (cf SRS 38-40; CA10):

Un error capital, “hoy ampliamente extendido y perniciosamente propalado, consiste en el olvido de la caridad y de aquella necesidad que los hombres tienen unos de otros; tal caridad viene impuesta tanto por la comunidad de origen y la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, cualquiera que sea el pueblo a que pertenezca, como por el sacrificio de redención ofrecido por Jesucristo en el altar de la cruz a su Padre del cielo, en favor de la humanidad pecadora” (Pío XII, Carta enc. Summi pontificatus).

1940. La solidaridad se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente su solución negociada.

1941. Los problemas socioeconómicos sólo pueden ser resueltos con la ayuda de todas las formas de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos. La solidaridad internacional es una exigencia del orden moral. En buena medida, la paz del mundo depende de ella.

1942. La virtud de la solidaridad va más allá de los bienes materiales. Difundiendo los bienes espirituales de la fe, la Iglesia ha favorecido a la vez el desarrollo de los bienes temporales, al cual con frecuencia ha abierto vías nuevas. Así se han verificado a lo largo de los siglos las palabras del Señor: “Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mt 6, 33):

«Desde hace dos mil años vive y persevera en el alma de la Iglesia el sentido de responsabilidad colectiva a favor de todos, que ha impulsado e impulsa todavía a las almas hasta el heroísmo caritativo de los monjes agricultores, de los libertadores de esclavos, de los que atienden enfermos, de los mensajeros de fe, de civilización, de ciencia, a todas las generaciones y a todos los pueblos con el fin de crear condiciones sociales capaces de hacer posible a todos una vida digna del hombre y del cristiano (Pío XII, Mensaje radiofónico del 1 de junio de 1941).

El respeto de la salud

2288. La vida y la salud física son bienes preciosos confiados por Dios. Debemos cuidar de ellos racionalmente teniendo en cuenta las necesidades de los demás y el bien común.

El cuidado de la salud de los ciudadanos requiere la ayuda de la sociedad para lograr las condiciones de existencia que permiten crecer y llegar a la madurez: alimento y vestido, vivienda, cuidados de la salud, enseñanza básica, empleo y asistencia social.

2289. La moral exige el respeto de la vida corporal, pero no hace de ella un valor absoluto. Se opone a una concepción neopagana que tiende a promover el culto del cuerpo, a sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo. Semejante concepción, por la selección que opera entre los fuertes y los débiles, puede conducir a la perversión de las relaciones humanas.

2290. La virtud de la templanza conduce a evitar toda clase de excesos, el abuso de la comida, del alcohol, del tabaco y de las medicinas. Quienes en estado de embriaguez, o por afición inmoderada de velocidad, ponen en peligro la seguridad de los demás y la suya propia en las carreteras, en el mar o en el aire, se hacen gravemente culpables.

2291. El uso de la droga inflige muy graves daños a la salud y a la vida humana. Fuera de los casos en que se recurre a ello por prescripciones estrictamente terapéuticas, es una falta grave. La producción clandestina y el tráfico de drogas son prácticas escandalosas; constituyen una cooperación directa, porque incitan a ellas, a prácticas gravemente contrarias a la ley moral.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Vino ante Jesús un leproso

En las lecturas de hoy suena muchas veces la palabra que, sólo al oírla nombrar, ha suscitado angustia y espanto durante milenios: ¡la lepra! Dos factores extraños han contribuido a acrecentar el pánico frente a esta enfermedad, hasta el punto de llegar a hacerla el símbolo de la mayor desgracia, que le pueda tocar a una persona humana, y también el aislar a los pobres desgraciados de los modos más inhumanos (recintos con hilos espinosos, prisiones, bosques, cementerios, manicomios, desierto). El primero era la convicción, hoy en gran parte revelada como errónea, de que esta enfermedad fuese de tal modo contagiosa que podía infectar a cualquiera, que se pusiese en contacto con el enfermo; el segundo, asimismo privado de todo fundamento, era que la lepra fuese un castigo por el pecado. Todo esto añadía al sufrimiento físico igualmente el sufrimiento moral del juicio y del desprecio de la sociedad.

Quien más que cualquier otro ha contribuido a hacer cambiar la actitud y la legislación hacia los leprosos ha sido Raoul Follereau, muerto en 1973. Hizo instituir, en 1954, la Jornada mundial de los leprosos; ha promocionado congresos científicos; y, en fin, ha conseguido que se revocase la legislación sobre la segregación de los leprosos.

Sobre el fenómeno de la lepra, las lecturas de este Domingo nos permiten conocer el planteamiento tal como estaba antes de la ley mosaica y después del Evangelio de Cristo. En el párrafo, sacado del Levítico, se dice que la persona sospechosa de lepra debe ser conducida al sacerdote, el cual, confirmada la enfermedad, «declarará a aquel hombre inmundo». Desde aquel momento:

«El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: “¡Impuro, impuro!” Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento».

El pobre leproso, arrojado fuera de la compañía humana, además de eso, él mismo debe estar lejos del resto de las personas advirtiéndoles del peligro. La única preocupación de la sociedad ha de ser la de protegerse a sí misma. Mas, ahora, veamos cómo se comporta Jesús en el Evangelio:

«Se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Quiero: queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio».

Jesús no tiene miedo de contraer el contagio; permite acercarse al leproso junto a él y ponérsele delante de rodillas. Más aún, en una época en que se creía que sólo el acercamiento de un leproso era suficiente para que se trasmitiese el contagio, él «extendió la mano y lo tocó». No debemos pensar que todo esto sucediese de una forma espontánea y que no le costase nada a Jesús. Como hombre, él compartía en esto como en otros puntos las persuasiones de su tiempo y de la sociedad en que vivía. Pero, en él la compasión por el leproso es más fuerte que el miedo a la lepra.

Jesús en esta circunstancia pronuncia una frase entre las más sublimes y divinas, aún en su exagerada síntesis: «Quiero: queda limpio». «Si quieres, puedes» había dicho el leproso, manifestando así su fe en el poder de Cristo. Jesús demuestra poder hacerla efectuándolo. Con ello, él revela implícitamente su trascendencia divina. Ningún taumaturgo, al realizar un milagro, puede hablar de este modo, porque sabe bien que él puede sólo interceder, implorar, no realizar el milagro por su voluntad, lo cual depende sólo de Dios.

Jesús sólo puede decir, en primera persona: «Quiero», porque sabe que él es «una sola cosa» con Dios.

Esta comparación sobre el caso de la lepra entre la ley mosaica y el Evangelio nos obliga a planteamos la pregunta: ¿yo en cuál de los dos planteamientos me inspiro? Es verdad que la lepra ya no es la enfermedad, que da más miedo (a pesar de que existen aún unos veinte millones de leprosos en el mundo), puesto que, si bien tomada a tiempo, se puede curar completamente y en la mayoría de los países ya está del todo vencida; pero, otras enfermedades han usurpado su lugar. Desde hace tiempo se habla de las «nuevas lepras» y «nuevos leprosos». Con estos términos no se entienden tanto las enfermedades incurables de hoy, cuanto las enfermedades (SIDA y droga), de las que la sociedad se defiende, como hacía con la lepra, aislando al enfermo y dejándolo al margen de sí misma.

Hay barrios que se movilizan y reaccionan contra el levantamiento o construcción de una casa de acogida para estos enfermos en su interior o en sus alrededores. No juzguemos a estas personas demasiado ligeramente, como si la cosa no presentase efectivamente algún problema y se tratase sólo de egoísmo. Más bien, como decía san Pablo «que cada uno se examine a sí mismo» (1 Corintios 11,28), para ver qué es lo que prevalece en su corazón: si el rigor de la ley o la compasión del Evangelio. Nosotros no podemos decir como Jesús: «Quiero: queda limpio»; sin embargo, podemos, al menos, «extender la mano y tocar» a estos hermanos en su desgracia. Hay infinitos modos con que se puede hacer esto. A veces, el simple gesto material de extender la mano puede ser de gran consuelo y ayuda, porque les hace sentirse aún igual que las demás como personas humanas. Lo que Raoul Follereau había sugerido hacer para con los leprosos tradicionales y que tanto ha contribuido a aliviar su aislamiento y sufrimiento se debiera hacer (y, gracia a Dios, muchos lo hacen) en las relaciones con los nuevos leprosos.

Frecuentemente, un gesto del género, especialmente si es hecho teniendo que vencerse a sí mismo, para quien lo hace sella el inicio de una verdadera conversión. El caso más célebre es el de Francisco de Asís, cuyo comienzo de su nueva vida le hizo salir al encuentro de un leproso: «Cuando estaba en los pecados, así comienza en su Testamento, me parecía algo demasiado desabrido el ver a los leprosos; pero, el Señor mismo me condujo junto a ellos y usé con ellos misericordia. Y acercándome a ellos, lo que me parecía áspero se me fue cambiando en dulzura de ánimo y de cuerpo». Las fuentes históricas narran cómo tuvo lugar este encuentro, que le cambió la vida. Iba a caballo por la llanura de Asís cuando de lejos vio a un leproso. Estuvo a punto por la repugnancia y el hastío de ponerse al galope y huir; pero, un acto contrario de voluntad le detiene (es en este momento cuando se decide la verdadera conversión); es más, desciende del caballo y corre a besarle (cfr. Celano, Vida segunda, V, 9). Desde aquel día llegó a ser el amigo de los leprosos, a los que llamaba con respeto y afecto: «los hermanos cristianos»; les visitaba frecuentemente, lavándoles las llagas y dándoles de comer. Lo más singular es que este contacto, que antes le parecía la cosa más amarga y repugnante, que hubiese en el mundo, le llegó a ser una fuente de alegría no sólo espiritual sino también humana o «del cuerpo», como dice él.

Pero, debemos manifestar igualmente otra enseñanza, incluida en el episodio evangélico. Ésta se presta mejor que todo razonamiento para favorecer la diferencia entre la ley y el Evangelio en comparación con aquella enfermedad verdaderamente «mortal», de la que todos, ninguno excluido, estamos afectados y de la que (la lepra) era considerada (si bien erróneamente) un símbolo del pecado. La ley antigua no curaba del pecado, no concedía la vida; se limitaba a clarificar la transgresión, a dar a conocer si uno era justo o pecador, como se hacía con la lepra; sin embargo, la gracia de Cristo libera del pecado, da la vida, como hace Jesús con el leproso. La ley dice lo que hay que hacer, la gracia da lo que hay que hacer. «Nadie será justificado ante él por las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del pecado» (Romanos 3,20). La curación del leproso llega a ser, por lo tanto, la ocasión para tomar conciencia de la curación más grandiosa aún, que ha tenido lugar en nosotros mismos, cuando hemos sido «justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús» (Romanos 3, 24). Lo más consolador es saber que este milagro se realiza una sola vez en la vida; por lo cual, si se debiese contraer de nuevo la lepra, ya no habría más remedio. Cada vez que, arrepentidos, nos ponemos también nosotros «de rodillas» a los pies de Cristo y de la Iglesia reconociendo nuestro pecado, nosotros podemos escuchar aquella palabra: «Yate absuelvo de tus pecados», que es la equivalente en el plano espiritual a la de: «Quiero: queda limpio».

¿Qué es necesario para que todo esto llegue a ser una realidad vivida y no sólo una hermosa teología? Lo primero, reconocer nuestro mal y mostrar nuestras llagas a quien puede curarlas. A veces, para hacer esto, es necesario superar no sólo la propia resistencia íntima, sino también el respeto humano frente a una cultura y a una sociedad, que niega el pecado, y, encima, se burla y tienta de todos los modos posibles para convencernos de que esto, además, no es el tan gran mal que se dice. El leproso del Evangelio obtuvo el milagro porque se había atrevido a transgredir el tabú y, mientras, todos los demás leprosos se escondían por miedo y vergüenza; él había venido desenmascarado. Un día Jesús con tristeza observó:

«Muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio» (Lucas 4,27).

Solamente Naamán, el sirio, fue curado; porque sólo él tuvo fe y salió de su país para pedir ayuda al profeta. Igualmente, hoy hay muchos «leprosos» en el mundo (de la lepra más grave, de la que ya hemos hablado); pero, no todos son curados sino sólo los que se dan cuenta de cuán peligrosa es esta lepra y buscan la curación de quien puede darla.

Se cuenta que el rey san Luis IX, dijo públicamente un día que habría preferido treinta veces ser un leproso que caer más bien en un solo pecado mortal. A lo que el barón de Joinville, presente, rebatió horrorizado diciendo que él prefería haber cometido treinta pecados mortales, más bien que llegar a ser un leproso. Volviendo a recordar el hecho, el poeta Péguy comenta (aunque como de costumbre es Dios el que habla): «¡Ah, si Joinville con los ojos del alma hubiese visto qué sea la lepra del alma, que no en vano llamamos pecado mortal; si con los ojos del alma hubiese visto aquella soberbia reseca del alma infinitamente peor, infinitamente más perniciosa, infinitamente más maligna, infinitamente más odiosa, él mismo habría entendido de inmediato cuán absurda era su soflama y que la cuestión ni siquiera se planteaba! Pero, no todos ven con los ojos del alma. Yo entiendo esto, dice Dios, no todos son santos, es así mi cristiandad» (El misterio de los Santos Inocentes). El episodio evangélico nos presenta una conclusión extraña, si no, asimismo, insólita:

«Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”».

Jesús manda al leproso curado que no lo diga a nadie, sino que se presente al sacerdote, como prescribía la ley de Moisés. Así, él demuestra que no ha venido a abolir la ley sino a «darle cumplimiento»; esto es, a realizar lo que la ley prescribía hacer, aunque no daba la capacidad para hacerla. Quiere igualmente ofrecer a los sacerdotes una ocasión para creer, viendo que en él se cumplen los signos esperados por el Mesías, entre los que, precisamente, estaba el «curar a los leprosos» (cfr. Mateo 11,5).

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Confiar en el Señor

El Señor es misericordioso. El Hijo de Dios ha venido al mundo a traer su misericordia para manifestar el amor de Dios por la humanidad. Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su único Hijo para que todo el que crea en Él tenga vida eterna.

La esencia de Dios es el amor. Por tanto, las manifestaciones de Dios son de amor. De Él proviene todo bien: el perdón, la salud, la paz, la vida, la felicidad, el gozo, la alegría, el don, la gracia, la misericordia, la ternura, la seguridad, la protección, la belleza, la unidad, la comunión, la amistad, el paraíso, la efusión del amor del Padre y del Hijo, que es el Espíritu Santo. Quien en Él confía nunca se verá defraudado.

Confía tú en la infinita misericordia del Hijo de Dios, en su bondad y en su amor por ti, en que te mira, en que te escucha, en que te conoce y sabe lo que necesitas, antes de que se lo pidas.

Confía en que Él quiere para ti siempre el bien mayor.

Confía en que Él es dueño de la vida. Con su muerte en la Cruz ha destruido la muerte para darte vida.

Confía y acércate a Él, abriendo tu corazón para que vea en ti a la oveja perdida, se compadezca de tus miserias y cure tus heridas.

Pídele que sane tu alma y que sane tu cuerpo, convencido por tu fe de que Él puede hacerlo, y dile: “Señor, si tú quieres, puedes curarme”.

Pero muéstrale tu disposición a recibir lo que Él quiera darte, manifestando tu fe, tu esperanza y tu amor, en una súplica constante, atento y paciente a escuchar su voz diciendo: “sí quiero”, porque no hay nada imposible para Dios».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Hacer y desaparecer

Podemos meditar hoy en este rasgo tan constante de la conducta de Jesús, que le llevaba a ocultarse de la gente después de los grandes milagros. En esta ocasión a Jesús sólo le interesa, una vez que ha sanado al leproso, que el curado de lepra cumpla con lo prescrito en la ley, para que pueda ser admitido de nuevo en la vida civil. El Señor busca con ese consejo –preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés por tu curación, para que les sirva de testimonio– el restablecimiento social de quien había sido un proscrito, quizá durante años. Remata, por así decir, su buena acción en favor de aquel hombre, devolviéndole no sólo la salud corporal sino también su condición de ciudadano normal. La lepra que, como es sabido, se consideraba entonces una maldición, obligaba a quien la padecía a vivir aislado, fuera del pueblo, y a hacer ostensible su desgracia. Se hacía necesaria, por consiguiente, una rehabilitación social pública en caso de curación. De ahí la obligación de presentarse al sacerdote y ofrecer un sacrificio.

¡Cuántas veces los hombres actuamos bien, pero tenemos demasiado en cuenta que otros nos ven! Hasta, no pocas veces, hemos de reconocer que actuaríamos de modo diverso si nuestra conducta pasara inadvertida. Es inevitable que nos contemplen, al vivir ordinariamente entre nuestros iguales; no pocas veces, además, convendrá que nuestras obras sirvan de ejemplo, y hasta es posible que tengamos la obligación de enseñar, cuando no la de no escandalizar. Sin embargo, tal vez, más de una vez, quitamos rectitud a nuestra caridad por pretender también algo personal, humano, para nosotros.

Jesús enseña a todos la obligación de ser luz. El resplandor de nuestra vida cuajada en buenas obras debe ser estímulo para otros; y antes reflejo admirable de la bondad de Dios: Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos, nos anima el Señor. Y para que nos quede muy claro el daño que podemos hacer por nuestra mala vida, los evangelios nos transmiten estas palabras del Señor, quizá las más duras e intransigentes: Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y lo arrojasen al fondo del mar. Hemos de vigilar –cara a los demás– por la rectitud de nuestra conducta. Los que nos rodean, de modo particular los que nos son más próximos por parentesco, por amistad, o si, por alguna razón, les debemos buen ejemplo, deben ser un estímulo de exigencia. Un estímulo positivo de buena conducta con el que cuenta Dios, y que el mismo Jesucristo alienta; así como reprueba enérgicamente el mal ejemplo.

No está el mal, evidentemente, en buscar la perfección, como tampoco en que otros admiren esas buenas obras; ni siquiera en intentar ser un buen ejemplo. El mal estaría en buscar una gloria humana por haber ejercitado unos talentos que nos ha concedido Dios para cumplir su voluntad y para su gloria. Es por Él por quien tenemos obligación de esmerarnos, buscando la perfección en cada detalle de nuestro quehacer. Sólo Dios reclama y merece todo nuestro esfuerzo, nuestro cuidado, nuestro primor, todo nuestro entusiasmo y nuestra energía, todo el interés nuestro por acabar a la perfección lo que tenemos entre manos. Los demás también, pero ordenadamente: de modo, por así decir, secundario; es razonable que nos admiren por el resplandor de nuestras buenas obras, y que adivinen las cualidades –dones de Dios son–, quizá excepcionales, que hemos ejercitado. Por nuestra parte, intentaremos vigilar, para no incurrir en la injusticia de recibir una gloria que nada más pertenece a Dios.

Por una parte, es necesario que quede claro –que se sepa–, que si intentamos actuar con tanta perfección es, ante todo, por agradar a Dios; aunque deseemos también ayudar a otros en nuestra actuación y con nuestro ejemplo. Además, como notamos fácilmente el halago de la gente o podría condicionarnos el miedo a las críticas, será necesario que, casi de continuo, nos ejercitemos en rectificar la intención. “Señor, esto por ti”, le diremos; sin querer acoger la complacencia que tal vez se nos insinúa al ver que hemos actuado bien. Somos unos siervos inútiles, sólo hicimos lo que debíamos hacer, diremos en nuestros adentros, siguiendo el consejo del Señor. Y mientras, le daremos gracias porque es siempre con su ayuda como somos capaces de superar la permanente tendencia al mal que nos oprime, consecuencia del pecado original.

Bueno es que descubramos las faltas de rectitud de intención que, casi sin querer, cometemos a diario. Nos podemos dar cuenta de que nos movía la vanidad, el qué dirán: si nos sentimos superiores porque tuvimos éxito o muy desgraciados por nuestros notorios errores; si actuamos excesivamente movidos por el gusto o si no fuimos capaces de descubrir la voluntad de Dios, quizá por comodidad, en lo que nos suponía más esfuerzo. Es bueno, entonces, que sepamos pedir perdón al Señor, y que le pidamos su luz para, en lo sucesivo, no caer en esos engaños o, al menos, rectificar con más prontitud, cuando nos hayamos movido sin buscar amarle.

Santa María, esclava del Señor, vive siempre atenta a lo que de Ella espera Dios en todos sus instantes y le pedimos esa delicadeza de conciencia.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

“¡Si quieres, puedes curarme!”

Hay una diferencia notable entre las dos escenas descritas, respectivamente, por la primera lectura y por el Evangelio. En la primera lectura vimos cómo se comportaba, frente a un desventurado enfermo de lepra, la ley de Moisés. Son prescripciones aterradoras: el infeliz debe alejarse de la sociedad, vivir “fuera del campamento” y gritar “¡Inmundo!” a fin de que nadie se acerque a él; la sociedad se defiende del leproso antes que ayudar al leproso. En la lectura evangélica, vemos cómo se comporta Jesús frente a un leproso: se conmueve, extiende la mano, lo toca y lo cura. Todo esto, en un tiempo en el cual existía el convencimiento de que tocar a un leproso significaba exponerse al contagio seguro, a la contaminación; significaba volverse inmundo con el inmundo y excluirse también del culto a Dios.

La actitud aparentemente despiadada de la ley de Moisés está inspirada en la preocupación por la santidad de Dios y de su pueblo; nada impuro y corrupto debe contaminar esa santidad; todo lo que tiene que ver con la muerte debe mantenerse alejado del Dios de la vida. Y la lepra es, por antonomasia, corrupción, impureza, principio de descomposición y de muerte. Se trata de un concepto de santidad que tiene como elemento esencial la pureza externa y ritual; antes de la enérgica reacción de los profetas, era la concepción de la santidad y de la pureza al llevar estas cosas a su verdadera raíz, que es la intención del hombre: ni lo que el hombre toca, ni lo que entra en él, ni las manos sucias pueden mancharlo, sino lo que piensa, lo que sale de su corazón (cfr. Mt. 15, 22ss.).

En el momento en que, históricamente, tuvo lugar el episodio narrado en el Evangelio de hoy, todo lo que los discípulos entendieron fue que Jesús era un taumaturgo (el episodio cae en medio de una intensa actividad de curaciones llevada a cabo por él), O que era el Mesías, puesto que la curación de los leprosos era uno de los signos de la llegada de la era mesiánica (cfr. Mt. 11, 5). En todo caso, lo que más los impresionó fue la popularidad que empezó a crecer alrededor de Jesús; ya no pudo entrar públicamente en una ciudad debido al entusiasmo de las multitudes, a pesar de su esfuerzo por mantener, ante esas multitudes, su secreto mesiánico.

Sin embargo, cuando, más tarde, después de la muerte-resurrección de Jesús, el evangelista Marcos ponía por escrito este relato, la comunidad ya podía leer allí una enseñanza más profunda y espiritual; eso se advierte incluso en la colocación del episodio: en el Evangelio de Marcos, está ubicado entre una serie de episodios que hablan del poder sanador de Jesús (1, 29-38) y el episodio del paralítico donde se habla del perdón de los pecados concedido por Jesús (2, 1-12). Esta enseñanza espiritual y universal está encerrada en aquellas dos exclamaciones: por un lado, el hombre que grita a Jesús” ¡Si quieres, puedes curarme!’: por el otro, Jesús que le responde “¡Lo quiero, quedas curado!”

A este nivel, lo sucedido ya no se refiere solamente a cierto leproso que un día, en un lugar de Galilea, encontró a Jesús; se refiere también a toda la Iglesia y a cada uno de nosotros. Nosotros somos, o debemos ser, aquel leproso que le grita a Jesús “¡Si quieres, puedes curarme!” ¿Por qué? ¿Acaso también nosotros somos leprosos e inmundos y necesitamos curación? El Evangelio de hoy quiere convencernos precisamente de esta dura y desagradable verdad.

Para los hombres del Antiguo Testamento y de la época de Jesús, la lepra estaba ligada estrechamente a la idea de pecado, casi era considerada su proyección externa, el signo y la consecuencia. ¿Qué puede hacer la ley contra el pecado? ¡Nada!, dice Pablo. Puede sólo darlo a conocer, pero no puede quitado (cfr. Rom. 7). He aquí por qué la ley mosaica se limitaba a fichar al leproso, a alejarlo de la comunidad y basta. En la parábola del buen samaritano, ella –la ley mosaica– está simbolizada por el levita que pasa junto al moribundo, en la ruta que lleva de Jerusalén a Jericó, lo ve y sigue su camino (cfr. Lc. 10, 32).

Sin embargo, Jesús sobrepasa a la ley con la misericordia: la ley fue dada por medio de Moisés, pero por medio de Cristo vino la gracia (cfr. Jn. 1, 17). Él cura la lepra, es decir, perdona los pecados y cura al hombre: es el buen samaritano que no pasa sin más junto al herido, sino que se detiene, siente compasión por él, lo hace subir a su jumento y se ocupa de él. ¡Es una cosa muy distinta!

Hoy también Jesús es nuestro buen samaritano; hoy también es él quien dice: ¡Lo quiero, cúrate! Era esto lo que experimentaba la primera comunidad que nos transmitió el relato de hoy: Jesús salva del mal, y salva cargando sobre sí todos nuestros padecimientos y debilidades (cfr. Is. 53, 4 = Mt. 8, 17; Pedro 2, 24; 1 Jn. 3, 5). Algunas veces, salva incluso del mal físico y de la muerte, y lo hace para decirnos que está en condiciones de salvarnos de aquel mal más profundo y más radical de todos que es el pecado: “Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados –dijo al paralítico– levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Él se levantó y se fue a su casa” (Mt. 9, 6-7).

Pero hay una parte esencial del texto evangélico que hasta ahora permaneció lejos de nuestra atención. Aquel hombre “fue a Jesús”, se arrodilló ante él, le gritó “¡Si quieres, puedes purificarme!” Tal vez había muchos leprosos escondidos allí cerca, pero se avergonzaron de hacerse ver. Éste venció la vergüenza y el miedo inveterado de infringir una ley, aunque fuera injusta; sabía que todos lo señalarían como un pecador porque la lepra era –se decía– sinónimo y consecuencia de pecado. Por eso, era como si fuese a mostrar a todos su pecado y a hacer una especie de confesión pública. “También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Elíseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio” (Lc. 4, 27); éste fue sanado porque lo pidió, porque se puso en camino y creyó en el poder del Señor, porque se humilló al aceptar ir a lavarse en el Jordán (cfr. 2 Rey. 5, 14). El sentido de todos estos gestos es revelado por Jesús en la parábola del hijo pródigo, cuando dice que vino a casa del padre, “se le echó a los pies y gritó: ¡Padre, pequé contra el cielo y contra ti!” (Lc. 15, 21).

Ya hemos entendido qué nos pide el Evangelio de hoy: reconocernos pecadores, confesar nuestros pecados, pedirle a Jesús que nos cure y nos purifique. Purifícame, Señor, y seré más blanco que la nieve... Reconozco mis faltas... Hice lo que es malo a tus ojos (cfr. Sal. 51, 5 ssq.). Son palabras que desde hace casi tres mil años –desde el día en que el rey David cometió su enorme pecado− sirven para expresar ese sentimiento, genuinamente religioso y humano del hombre, que se llama arrepentimiento.

Hoy debemos superar un grave obstáculo para repetir esas palabras con la sinceridad de David. La cultura moderna trata de decirnos que es un error reconocernos pecadores, crearse complejos de culpa; nos dice que debemos dejar de golpearnos el pecho, que aquello que llamamos pecado –cuando es cuestión de sexo– es sólo un tabú, condicionamientos e inhibiciones arrastrados desde la infancia; nos dice que no debemos ir a Jesús sino, en todo caso, a un psicoanalista, o expresar nuestras angustias en una de esas “cartas al Director” que se leen en los semanarios, especialmente los femeninos. Frente al pecado, ya no temblamos; a veces, incluso nosotros los cristianos, guiñamos el ojo como si se tratara de un muchachito con quien se puede bromear. De hecho, la conciencia de la penitencia ha caído en forma peligrosa, especialmente la sacramental.

¿Qué se puede hacer? Por cierto, no culpar a la cultura moderna o al psicoanálisis que, cuando es serio (¡a menudo, por desgracia, no lo es!), tiene un papel importante en el ámbito de ayudar a los hombres de una época como la nuestra, de psicología oscura y enferma. Debemos sí volver a descubrir el auténtico significado bíblico de la conciencia del pecado y del pedido de perdón. Estas cosas forman parte de la psicología más sana del hombre. No hay nada más falso que el “superhombre” incapaz de admitir ni siquiera un error pequeño. El hombre fuerte, consciente y honesto, sabe que es de verdad pecador, sabe que se equivoca, que tiene necesidad de ser perdonado, que “es propio del hombre equivocarse”. El hombre que actúa así está en la verdad, no en la mentira. Nadie excluye que en este terreno pueda haber neurosis, pero éstas se manifiestan con características muy distintas de aquellas propias de una valiente autocrítica y de la fuerza de pedir perdón, distintas de la capacidad para levantarse con el fin de volver a empezar. Esto es exactamente opuesto a lo que se entiende por neurosis o actitud patológica.

Frente a Dios, no estaremos nunca en la verdad si no admitimos el reconocimiento de nuestros pecados. Al soberbio, al fariseo, lo mantiene a distancia, lo deja en sus pecados: “Yo he venido a salvar a los pecadores” (Aclamación al Evangelio), es decir, a aquellos que se consideran pecadores. Descubrimos entonces la alegría de ir hacia Dios para decirle con humildad: Padre, yo pequé; si quieres, puedes curarme. Damos significado a lo que decimos al principio de la Misa: “Hermanos, reconozcamos nuestros pecados... Confieso a Dios que pequé mucho” y, en la comunión, “Señor, no soy digno”.

Sin embargo, este reconocimiento no siempre basta por sí solo. Jesús le dijo a aquel leproso: Anda, preséntate al sacerdote. Si sabemos escuchar bien su voz, puede ser que a alguno de nosotros hoy le diga: Anda, preséntate al sacerdote. En palabras pobres y habituales: ¡Confiésate! ¡Reconcíliate con Dios por medio de la Iglesia!

Me agrada pasar de este escuchar la palabra de Jesús a la celebración de su Eucaristía con un pensamiento: ya oímos hablar del leproso echado del campamento; y bien, Jesús fue ese leproso para nosotros (cfr. Is. 53, 4 = Mt 8, 17), él fue de veras expulsado “del campamento” (cfr. Heb. 13, 13); cubierto de llagas y de dolor, fue sacado de su lugar entre los hombres. Él asumió nuestra lepra, es decir, nuestros pecados, y la curó. Por eso, ahora puede sanar a todos aquellos que se le acerquen con fe, habiéndose convertido en el médico de almas y cuerpos. Su Eucaristía, que ahora recibimos, es el “remedio de la inmortalidad” que libera de la corrupción.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la Parroquia de Santa María de la Perseverancia (17-II-1985)

– Los leprosos en el Antiguo Testamento

“Jesús recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del reino y curando en el pueblo toda enfermedad y toda dolencia” (Mt 4,23).

Puede decirse que el tema principal de la liturgia de hoy es la misión de Jesucristo con los leprosos. Como acabamos de oír en la primera lectura del libro del Levítico, los leprosos eran personas consideradas impuras según la ley, intocables, y estaban obligadas a vivir al margen de la sociedad. En cambio, Jesús les acoge, toca y cura. Depositaria del mensaje traído por Jesús y continuadora de su misión salvífica, la Iglesia no ha cesado jamás, a lo largo de los siglos, de prodigar atenciones y cuidados a los enfermos, y en especial a los leprosos.

El libro del Levítico contiene normas particulares sobre la lepra. Como se ve en el texto se trata sobre todo de librar a los demás del peligro de contaminación: “Tendrá su morada fuera del campamento” (Lev 13,46).

Pero estas severas prohibiciones fueron superadas por Jesús de Nazaret.

Tenemos un ejemplo en el Evangelio de hoy (Mc 1,40-44): “Un leproso suplicándole de rodillas: ‘Si quieres puedes limpiarme’. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: ‘Quiero: queda limpio..., pero ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés’”. En este gesto de Jesús constantemente se supera la ley de Israel y a la vez es fiel a ella: “Ve a presentarte al sacerdote”. Así es el estilo de Jesús que vino a dar cumplimiento, no a destruir.

– Potencia de Dios ante el pecado

Al sanar, al curar de la lepra, Jesús realizó “signos grandes”. Estos signos grandes servían para manifestar la potencia de Dios ante las enfermedades del alma: ante el pecado. La misma reflexión se desarrolla en el Salmo responsorial que proclama precisamente la bienaventuranza del perdón de los pecados. Así dice el Salmo: “Dichoso el que está absuelto de su culpa,/ a quien le han sepultado su pecado./ Dichoso el hombre a quien el Señor no le imputa el delito/ y en cuya alma no hay mentira” (Salmo 31/32,1-2).

Jesús sana de la enfermedad física, pero al mismo tiempo libera del pecado. Se revela así el Mesías anunciado por los Profetas “que tomó sobre sí nuestras enfermedades” y “asumió nuestros pecados” para liberarnos de toda enfermedad espiritual y material (cfr. Is 53,3-12). En este sentido es Él en la Iglesia el Liberador por excelencia. El que cifró en rescatarnos toda la razón de su venida a la tierra.

No ha de haber en el hombre ninguna mentira si se le han de borrar los pecados. El perdón requiere arrepentimiento sincero y conversión verdadera. Así lo indican las palabras que siguen en el responsorio: “Había pecado, lo reconocí,/ no te encubrí mi delito:/ propuse: confesaré al Señor mi culpa,/ y tú perdonaste mi culpa y mi pecado”.

Esta contrición y confesión sincera y plena de los pecados producen purificación espiritual, y a éstas siguen gozo interior de la conciencia: “Alegraos, justos con el Señor,/ aclamadlo los de corazón sincero” (Sal 31/32,11).

Así, pues, un tema central de la liturgia de hoy es la purificación del pecado, que es como la lepra del alma.

– Sacramento de la Penitencia

En la Exhortación Apostólica sobre la reconciliación con Dios y sobre el Sacramento de la Penitencia, se repite claramente que “para un cristiano el Sacramento de la Penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de los pecados graves cometidos después del Bautismo”. Se afirma igualmente que, en su acción salvífica, el Salvador no está tan vinculado a un signo sacramental que no pueda otorgar la salvación fuera y por encima de los sacramentos, “pero ha querido y dispuesto que los humildes y preciosos sacramentos de la fe sean ordinariamente los medios eficaces por los que pasa y actúa su fuerza redentora. Sería pues insensato pretender recibir el perdón prescindiendo del Sacramento instituido por Cristo precisamente para el perdón”. (cfr. Reconciliatio et paenitentia, 31).

La invitación a la reconciliación con Dios, a purificarnos del pecado, se halla en la base del Evangelio del reino que predicaba Jesús de Nazaret.

Imitando a Cristo, dedicamos con Él toda nuestra vida a la gloria de Dios: toda, hasta las acciones más sencillas, como prosigue San Pablo: “cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Cor 10,31).

Madre de la Perseverancia: Ella intercede incesantemente por nosotros para que perseveremos en el bien, para que no nos dejemos “vencer por el mal” (Rom 12,21). ¡Qué gran estímulo y cuánta esperanza es Ella para mí y para la Iglesia! No cesa Ella de ser el mismo estímulo y esperanza para vuestra comunidad, para cada uno y para todos.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Se acercó a Jesús un leproso...” En la 1ª Lectura hemos escuchado que “mientras le dure la lepra, seguirá impuro: vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”. Por temor al contagio y a incumplir la Ley, las gentes, incluso los familiares, eludían su trato y se apartaban de él con miedo y repugnancia. Jesús, sin embargo, permitió que se acercara y, extendiendo la mano, le tocó para curarlo.

Los Padres de la Iglesia vieron en la lepra la imagen del pecado, tanto por su repugnancia como por la separación que ocasionaba entre quienes estaban cerca. El pecado va introduciendo en el corazón humano un principio de descomposición: el virus de la soberbia, la comodidad egoísta, la sensualidad... que poco a poco va agravando –como la lepra la piel humana– todo el comportamiento de la persona, tornándola molesta primero y repulsiva después, para familiares, amigos y conocidos.

Las flaquezas, errores y abusos deben llevarnos a acercarnos a Cristo en el Sacramento de la Confesión. Jesús aseguró que Él ha venido a por los pecadores: Es médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes curarme (San Josemaría Escrivá).

En el Salmo Responsorial hay un eco de la alegría que invadió a este leproso: Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito. Efectivamente, a pesar de que el Señor le encargó severamente que no se lo dijera a nadie, su alegría al verse curado no pudo guardársela y empezó a divulgar su curación con entusiasmo.

Sólo Dios puede eliminar la lepra del pecado y devolver a la criatura la salud perdida. “El perdón humano, por muy generoso que sea, nunca llega a disipar todas las sombras de la desconfianza. El recuerdo de la ofensa no se borra nunca definitivamente. Aun suponiendo que el que perdona pueda olvidar todo el mal y conceder de nuevo su confianza, el perdonado no podrá nunca olvidar su villanía. Le perseguirá siempre un sordo malestar y se encontrará incómodo ante la persona a la que ofendió” (G. Chevrot).

Cuando Dios perdona todo es distinto y mejor, como se ve en la acogida del Hijo pródigo o en ese mantener a Pedro al frente de su Iglesia a pesar de haberle negado delante de unos criados de casa grande. Dios perdona y permite que podamos sentirnos limpios, caminar con la cabeza bien alta y con el corazón rebosante de alegría y agradecimiento.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“El que cree en Cristo como vencedor del mal, nunca desaprovechará el paso del Señor”

Lv 13,1-2.44-46: “El leproso vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”

Sal 31,1-2.5.11: “Tú eres mi refugio; me rodeas de cantos de liberación”

1 Co 10,31-11,1: “Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo”

Mc 1,40-45: “La lepra se le quitó y quedó limpio”

Al leproso se le consideraba un castigado por Dios por pecados ocultos. Debía ser declarado “oficialmente impuro”. Por eso se llama a algunas intervenciones de Cristo “purificaciones”. Apartado del culto, no podía entrar en la sinagoga; si alguno mejoraba de su mal, se le permitía entrar y ponerse en un sitio aparte.

La lucha contra el pecado es manifestada por los evangelistas a través de las curaciones. Y cuando la enfermedad lleva consigo el apartamiento y la segregación social, es reintegrada la persona y devuelta a la comunidad como signo, no sólo de curación, sino de reconciliación. Entendiendo así los milagros, son verdaderas señales del Reino de Dios, y la victoria de Cristo como anticipo de la definitiva por la resurrección.

El modo de dirigirse a Jesús el leproso revela una gran fe. Sabe que puede ser curado y lo pide. La curación será consecuencia de la misma fe.

En nuestra sociedad se dan diferencias sociales, raciales, políticas, culturales, etc.: son siempre secuelas del mal inserto en el corazón del hombre del que difícilmente se libera.

Sin embargo, el hecho de que la humanidad luche contra estos males es señal de una gran sensibilidad al considerarlos como tales. Porque además del mal que se sufra puede haber otro mayor: que los demás no quieran enterarse.

— La providencia y el escándalo del mal:

“Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal” (309; cf. 310; 549).

— Y líbranos del mal:

“La última petición a nuestro Padre está también contenida en la oración de Jesús: «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno» (Jn 17,15). Esta petición concierne a cada uno individualmente, pero siempre quien ora es el «nosotros», en comunión con toda la Iglesia y para la salvación de toda la familia humana. La oración del Señor no cesa de abrirnos a las dimensiones de la economía de la salvación. Nuestra interdependencia en el drama del pecado y de la muerte se vuelve solidaridad en el Cuerpo de Cristo, en «comunión con los santos»“ (2850; cf. 2852).

— “El Señor que ha borrado vuestro pecado y perdonado vuestras faltas también os protege y os guarda contra las astucias del Diablo que os combate para que el enemigo, que tiene la costumbre de engendrar la falta, no os sorprenda. Quien confía en Dios, no tema al Demonio. «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?»” (San Ambrosio, sacr. 5, 30) (2852).

Superar el mal puede ser señal de lucha o de coraje; superar el pecado es signo de la salvación de Jesucristo.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

La lepra del pecado.

– El Señor viene a curar nuestros males más profundos. Curación de un leproso.

I. La curación de un leproso que narra el Evangelio de la Misa debió de conmover mucho a las gentes y fue objeto frecuente de predicación en la catequesis de los Apóstoles. Así nos lo hace ver el hecho de ser recogido con tanto detalle por tres Evangelistas. De ellos, San Lucas precisa que el milagro se realizó en una ciudad, y que la enfermedad se encontraba ya muy avanzada: estaba todo cubierto de lepra, nos dice.

La lepra era considerada entonces como una enfermedad incurable. Los miembros del leproso eran invadidos poco a poco, y se producían deformaciones en la cara, en las manos, en los pies, acompañadas de grandes padecimientos. Por temor al contagio, se les apartaba de las ciudades y de los caminos. Como se lee en la Primera lectura de la Misa, se les declaraba por este motivo legalmente impuros, se les obligaba a llevar la cabeza descubierta y los vestidos desgarrados, y habían de darse a conocer desde lejos cuando pasaban por las cercanías de un lugar habitado. Las gentes huían de ellos, incluso los familiares; y en muchos casos se interpretaba su enfermedad como un castigo de Dios por sus pecados. Por estas circunstancias, extraña ver a este leproso en una ciudad. Quizá ha oído hablar de Jesús y lleva tiempo buscando la ocasión para acercarse a Él. Ahora, por fin, le ha encontrado y, con tal de hablarle, incumple las tajantes prescripciones de la antigua ley mosaica. Cristo es su esperanza, su única esperanza.

La escena debió de ser extraordinaria. Se postró el leproso ante Jesús, y le dijo: Señor, si quieres puedes limpiarme. Si quieres... Quizá se había preparado un discurso más largo, con más explicaciones..., pero al final todo quedó reducido a esta jaculatoria llena de sencillez, de confianza, de delicadeza: Si vis, potes me mundare, si quieres, puedes... En estas pocas palabras se resume una oración poderosa. Jesús se compadeció; y los tres Evangelistas que relatan el suceso nos han dejado el gesto sorprendente del Señor: extendió la mano y le tocó. Hasta ahora todos los hombres habían huido de él con miedo y repugnancia, y Cristo, que podía haberle curado a distancia –como en otras ocasiones–, no sólo no se separa de él, sino que llegó a tocar su lepra. No es difícil imaginar la ternura de Cristo y la gratitud del enfermo cuando vio el gesto del Señor y oyó sus palabras: Quiero, queda limpio. El Señor siempre desea sanarnos de nuestras flaquezas y de nuestros pecados. Y no tenemos necesidad de esperar meses ni días para que pase cerca de nuestra ciudad, o junto a nuestro pueblo... Al mismo Jesús de Nazaret que curó a este leproso le encontramos todos los días en el Sagrario más cercano, en la intimidad del alma en gracia, en el sacramento de la Penitencia. Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus; todas las miserias de nuestra vida.

Hoy debemos recordar que las mismas flaquezas y debilidades pueden ser la ocasión para acercarnos más a Cristo, como le ocurrió a este leproso. Desde aquel momento sería ya un discípulo incondicional de su Señor. ¿Nos acercamos nosotros con estas disposiciones de fe y de confianza a la Confesión? ¿Deseamos vivamente la limpieza del alma? ¿Cuidamos con esmero la frecuencia con que hayamos previsto recibir este sacramento?

– La lepra, imagen del pecado. Los sacerdotes perdonan los pecados in persona Christi.

II. Los Santos Padres vieron en la lepra la imagen del pecado por su fealdad y repugnancia, por la separación de los demás que ocasiona... Con todo, el pecado, aun el venial, es incomparablemente peor que la lepra por su fealdad, por su repugnancia y por sus trágicos efectos en esta vida y en la otra. “Si tuviésemos fe y si viésemos un alma en estado de pecado mortal, nos moriríamos de terror”. Todos somos pecadores, aunque por la misericordia divina estemos lejos del pecado mortal. Es una realidad que no debemos olvidar; y Jesús es el único que puede curarnos; sólo Él.

El Señor viene a buscar a los enfermos, y Él es quien únicamente puede calibrar y medir con toda su tremenda realidad la ofensa del pecado. Por eso nos conmueve su acercamiento al pecador. Él, que es la misma Santidad, no se presenta lleno de ira, sino con gran delicadeza y respeto. “Así es el estilo de Jesús, que vino a dar cumplimiento, no a destruir.

“Al sanar, al curar de la lepra, el Señor realiza grandes signos. Estos signos servían para manifestar la potencia de Dios ante las enfermedades del alma: ante el pecado. La misma reflexión se desarrolla en el Salmo responsorial, que proclama precisamente la bienaventuranza del perdón de los pecados: Dichoso el que ha sido absuelto de su culpa... (Sal 31, 1). Jesús sana de la enfermedad física, pero al mismo tiempo libera del pecado. Se revela de esta forma como el Mesías anunciado por los Profetas, que tomó sobre Sí nuestras enfermedades y asumió nuestros pecados (cfr. Is 53, 312) para liberarnos de toda enfermedad espiritual y material (...). Así, pues, un tema central de la liturgia de hoy es la purificación del pecado, que es como la lepra del alma”.

Jesús nos dice que ha venido para eso: para perdonar, para redimir, para librarnos de esa lepra del alma, del pecado. Y proclama su perdón como signo de omnipotencia, como señal de un poder que sólo Dios mismo puede ejercer. Cada Confesión es expresión del poder y de la misericordia de Dios; los sacerdotes ejercitan este poder no en virtud propia, sino en nombre de Cristo –in persona Christi–, como instrumentos en manos del Señor. “Jesús nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió –decía Juan Pablo II a los sacerdotes–, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que Él es quien actúa por medio de nosotros (...). Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: Tus pecados te son perdonados”. Oímos a Cristo en la voz del sacerdote.

En la Confesión nos acercamos, con veneración y agradecimiento, al mismo Cristo; en el sacerdote debemos ver a Jesús, el único que puede sanar nuestras enfermedades. Domine! –¡Señor!–, si vis, potes me mundare –si quieres, puedes curarme.

– ¡Qué hermosa oración para que la digas muchas veces con la fe del leprosito cuanto te acontezca lo que Dios y tú y yo sabemos! –No tardarás en sentir la respuesta del Maestro: volo, mundare! –quiero, ¡sé limpio!. Jesús nos trata con suprema delicadeza y amor cuando más necesitados nos encontramos a causa de las faltas y pecados.

– Apostolado de la Confesión.

III. Hemos de aprender de este leproso: con su sinceridad se pone delante del Señor, e hincándose de rodillas reconoce su enfermedad y pide que le cure.

Le dijo el Señor al leproso: Quiero, queda limpio. Y al momento desapareció de él la lepra y quedó limpio. Nos imaginamos la inmensa alegría del que hasta ese momento era leproso. Tanto fue su gozo que, a pesar de la advertencia del Señor, comenzó a proclamar y divulgar por todas partes la noticia del bien inmenso que había recibido. No se pudo contener con tanta dicha para él solo, y siente la necesidad de hacer partícipes a todos de su buena suerte.

Ésta ha de ser nuestra actitud ante la Confesión. Pues en ella también quedamos libres de nuestras enfermedades, por grandes que pudieran ser. Y no sólo se limpia el pecado; el alma adquiere una gracia nueva, una juventud nueva, una renovación de la vida de Cristo en nosotros. Quedamos unidos al Señor de una manera particular y distinta. Y de ese ser nuevo y de esa alegría nueva que encontramos en cada Confesión hemos de hacer partícipes a quienes más apreciamos, y a todos. No nos debe bastar el haber encontrado al Médico, debemos hacer llegar la noticia, a través de nuestro apostolado personal, a muchos que no saben que están enfermos o que piensan que sus males son incurables. Llevar a muchos a la Confesión es uno de los grandes encargos que Cristo nos hace en estos momentos en que verdaderas multitudes se han alejado de aquello que más necesitan: el perdón de sus pecados.

En ocasiones, tendremos que comenzar por una catequesis elemental, aconsejándoles quizá libros de fácil lectura y explicándoles, con un lenguaje que entiendan, los puntos fundamentales de la fe y de la moral. Les ayudaremos a ver que su tristeza y su vacío interior provienen de la ausencia de Dios en sus vidas. Con mucha comprensión les facilitaremos incluso el modo de hacer un examen de conciencia profundo, y les animaremos a que acudan al sacerdote, quizá el mismo con el que nosotros nos confesamos habitualmente, a que sean sencillos y humildes y cuenten todo lo que les aleja del Señor, que les está esperando. Nuestra oración, el ofrecer por ellos horas de trabajo y alguna mortificación, el confesarnos nosotros mismos con la frecuencia que tengamos prevista, atraerá de Dios nuevas gracias eficaces para esas personas que deseamos se acerquen al sacramento, a Cristo mismo.

Aquel día fue inolvidable para el leproso. Cada encuentro nuestro con Cristo es también inolvidable, y nuestros amigos, a quienes hemos ayudado en su caminar hasta Dios, jamás olvidarán la paz y la alegría de su encuentro con el Maestro. Y se convertirán a su vez en apóstoles que propagan la Buena Nueva, la alegría de confesarse bien. Nuestra Madre Santa María nos concederá, si acudimos a Ella, el gozo y la urgencia de comunicarlos grandes bienes que el Señor –Padre de las Misericordias– nos ha dejado en este sacramento.

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Rev. D. Ferran JARABO i Carbonell (Girona) (www.evangeli.net)

«Si quieres, puedes limpiarme»

Hoy, el Evangelio nos invita a contemplar la fe de este leproso. Sabemos que, en tiempos de Jesús, los leprosos estaban marginados socialmente y considerados impuros. La curación del leproso es, anticipadamente, una visión de la salvación propuesta por Jesús a todos, y una llamada a abrirle nuestro corazón para que Él lo transforme.

La sucesión de los hechos es clara. Primero, el leproso pide la curación y profesa su fe: «Si quieres, puedes limpiarme» (Mc 1,40). En segundo lugar, Jesús –que literalmente se rinde ante nuestra fe– lo cura («Quiero, queda limpio»), y le pide seguir lo que la ley prescribe, a la vez que le pide silencio. Pero, finalmente, el leproso se siente impulsado a «pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia» (Mc 1,45). En cierta manera desobedece a la última indicación de Jesús, pero el encuentro con el Salvador le provoca un sentimiento que la boca no puede callar.

Nuestra vida se parece a la del leproso. A veces vivimos, por el pecado, separados de Dios y de la comunidad. Pero este Evangelio nos anima ofreciéndonos un modelo: profesar nuestra fe íntegra en Jesús, abrirle totalmente nuestro corazón, y una vez curados por el Espíritu, ir a todas partes a proclamar que nos hemos encontrado con el Señor. Éste es el efecto del sacramento de la Reconciliación, el sacramento de la alegría.

Como bien afirma san Anselmo: «El alma debe olvidarse de ella misma y permanecer totalmente en Jesucristo, que ha muerto para hacernos morir al pecado, y ha resucitado para hacernos resucitar para las obras de justicia». Jesús quiere que recorramos el camino con Él, quiere curarnos. ¿Cómo respondemos? Hemos de ir a encontrarlo con la humildad del leproso y dejar que Él nos ayude a rechazar el pecado para vivir su Justicia.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

El poder de decir “sí quiero”

«¡Sí quiero: sana!» (Mc 1, 41)

Eso dijo Jesús.

Y ese es el poder de Dios que es Omnipotente, Omnipresente y Omnisciente.

Y con ese poder, siendo Dios, se hizo hombre, para morir por ti crucificado, y perdonar tus pecados, porque era necesario para darte vida. Y Él dijo: sí quiero.

Y tú, sacerdote, ¿crees en el poder de tu Señor, y que una sola Palabra suya basta para sanarte?

¿Confías en Él?

¿Le pides que te sane?

¿Pides con fe?

¿Qué tan grande es tu fe?

¿Crees que una sola gota de su preciosa sangre habría bastado para perdonar todos los pecados del mundo?

Pero los hombres le dieron su cruz, y Él dijo: sí quiero, y derramó hasta la última gota de su sangre por ti, sacerdote, para entregarse totalmente a ti, dándose completamente, todo, en cuerpo y en alma, para salvarte.

Tu Señor obró milagros, y derramó su misericordia sobre el mundo entero, solo porque dijo: sí quiero.

Tu Señor eligió a los que quiso y los llamó sus apóstoles, y ellos dijeron: sí quiero, y dejándolo todo, lo siguieron.

Y partió el pan, y compartió el vino con ellos, y les dio el poder de bajar el pan vivo del cielo, transformando el vino en la Sangre, y el pan en el Cuerpo de Dios vivo, solo porque dicen: sí quiero.

Tu Señor te ha llamado y te ha elegido, solo porque Él ha querido.

Él dijo: sígueme, y tú has dejado todo para seguirlo. Y Él te ha ordenado sacerdote, y te ha dado su poder, solo porque tú dijiste: sí quiero.

Tu Señor te ha enviado al mundo a continuar su misión, predicando su Palabra, y bautizando en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y te ha dado el poder para administrar su misericordia, haciendo milagros, expulsando demonios, curando enfermos, perdonando los pecados, llevando su luz y su paz al mundo entero.

Y tú, sacerdote, ¿haces todo esto?

¿Sigues a tu Señor, y le dices: sí quiero?

¿Crees en el poder que Él te ha dado para hacer sus obras y aun mayores?

¿Cumples con tu misión, aceptando su voluntad y asumiendo tu responsabilidad con visión sobrenatural, con los pies en la tierra y el corazón en el cielo?, ¿o le dices a tu Señor: no quiero?

Reconócete pecador, sacerdote, examina tu conciencia, y, sostenido por tu fe, acude a Él, con el corazón contrito y humillado, que Él no desprecia. Pide perdón en su presencia, regresa a su amistad, dile: Señor, sí quiero, y Él te dará su cielo.

Cree, sacerdote, que, aunque no seas digno de que tu Señor entre en tu casa, si acudes a Él con verdadera fe, Él se admirará, y te dirá como al ladrón arrepentido: yo te aseguro que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.

(Espada de Dos Filos III, n. 44)

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