Domingo 07 del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo VII del Tiempo Ordinario (ciclo B)

 

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Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

  • Rev. D. Xavier JAUSET i Clivillé (Lleida, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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DEL MISAL MENSUAL (www.laverdadcatolica.org)

MIREN QUE REALIZO ALGO NUEVO

La curación del paralítico conducido en una camilla es un nuevo comienzo. Un hombre, laico él, venido de una aldea insignificante como Nazaret, recita un mensaje esperanzador Dios llega para ocuparse de la gente olvidada Los enfermos, lisiados y desempleados que no son recibidos ni atendidos por las autoridades prepotentes de Jerusalén, empezarían a vivir una vida, digna de un ser humano. Dios, fiel a sus promesas, rompería las ataduras del pecado y la enfermedad. Jesús aparece como el portador de una amnistía y un perdón sin condiciones. Esa era una novedad, una verdadera buena noticia. Las metáforas de Isaías no mienten: Jesús es agua en el desierto, es un río en el yermo, es agua fresca que apaga la sed. San Pablo lo dirá más concisamente. Jesús es el sí definitivo de Dios para su pueblo.

ANTÍFONA DE ENTRADA (Sal 12, 6)

Confío, Señor, en tu misericordia; alegra mi corazón con tu auxilio. Cantaré al Señor por el bien que me ha hecho.

ORACIÓN COLECTA

Concédenos, Señor, ser dóciles a las inspiraciones de tu Espíritu para que realicemos siempre en nuestra vida tu santa voluntad. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Yo soy el que ha borrado tus crímenes.

Del libro del profeta Isaías: 43, 18-19. 21-22. 24-25

Esto dice el Señor: “No recuerden lo pasado ni piensen en lo antiguo; yo voy a realizar algo nuevo. Ya está brotando. ¿No lo notan? Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los ríos en la tierra árida. Entonces el pueblo que me he formado proclamará mis alabanzas. Pero tú, Jacob, no me has invocado; no te has esforzado por servirme, Israel, sino que pusiste sobre mí la carga de tus pecados y me cansaste con tus iniquidades. Si he borrado tus crímenes y no he querido acordarme de tus pecados, ha sido únicamente por amor de mí mismo”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 40

R/. Sáname, Señor, pues he pecado contra ti.

Dichoso el que cuida de los pobres; en los momentos difíciles lo librará el Señor. Él lo cuidará y defenderá su vida, hará que viva feliz sobre la tierra y no lo entregará al odio de sus enemigos. El Señor lo confortará en el lecho del dolor y calmará sus sufrimientos. R/.

Apiádate de mí, Señor, te lo suplico; sáname, pues he pecado contra ti. Hazme recobrar la salud y vivir en tu amistad toda mi vida. Bendito sea el Señor, Dios de Israel, ahora y siempre. R/.

SEGUNDA LECTURA

Jesucristo no fue primero “sí” y luego “no”. Todo Él es un “sí”.

De la segunda carta del apóstol san Pablo a los corintios: 1, 18-22

Hermanos: Dios es testigo de que la palabra que les dirigimos a ustedes no fue primero “sí” y luego “no”. Cristo Jesús, el Hijo de Dios, a quien Silvano, Timoteo y yo les hemos anunciado, no fue primero “sí” y luego “no”. Todo Él es un “sí”. En Él, todas las promesas han pasado a ser realidad. Por Él podemos responder “Amén” a Dios, quien a todos nosotros nos ha dado fortaleza en Cristo y nos ha consagrado. Nos ha marcado con su sello y ha puesto el Espíritu Santo en nuestro corazón, como garantía de lo que vamos a recibir.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN (Lc 4, 18)

R/. Aleluya, aleluya.

El Señor me ha enviado para llevar a los pobres la buena nueva y anunciar la liberación a los cautivos. R/.

EVANGELIO

El Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 2, 1-12

Cuando Jesús volvió a Cafarnaúm, corrió la voz de que estaba en casa, y muy pronto se aglomeró tanta gente, que ya no había sitio frente a la puerta. Mientras Él enseñaba su doctrina, le quisieron presentar a un paralítico, que iban cargando entre cuatro. Pero como no podían acercarse a Jesús por la cantidad de gente, quitaron parte del techo, encima de donde estaba Jesús, y por el agujero bajaron al enfermo en una camilla.

Viendo Jesús la fe de aquellos hombres, le dijo al paralítico: “Hijo, tus pecados te quedan perdonados”. Algunos escribas que estaban allí sentados comenzaron a pensar: “¿Por qué habla éste así? Eso es una blasfemia. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”.

Conociendo Jesús lo que estaban pensando, les dijo: “¿Por qué piensan así? ¿Qué es más fácil, decirle al paralítico: ‘Tus pecados te son perdonados’ o decirle: ‘Levántate, recoge tu camilla y vete a tu casa’? Pues para que sepan que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados –le dijo al paralítico: Yo te lo mando: levántate, recoge tu camilla y vete a tu casa”.

El hombre se levantó inmediatamente, recogió su camilla y salió de allí a la vista de todos, que se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo: “¡Nunca habíamos visto cosa igual!”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Que este sacrificio de acción de gracias y de alabanza que vamos a ofrecerte, nos ayude, Señor, a conseguir nuestra salvación eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN (Jn 11, 27)

Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, que ha venido a este mundo.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Que el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que nos has dado, Señor, en este sacramento, sean para todos nosotros una prenda segura de vida eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Voy a hacer nuevas todas las cosas (Is 43,18-19.21-22.24b-25)

1ª lectura

Este oráculo forma parte del núcleo doctrinal del «Libro de la Consolación» (40,1-48,22), en donde el éxodo de Egipto es el prototipo de todas las liberaciones realizadas por el Señor. De modo más inmediato apunta a la vuelta de los desterrados de Babilonia. Aunque lo acontecido en la salida de Egipto fue grandioso y digno de ser ponderado, se quedará corto ante un éxodo que será realmente «nuevo» porque su grandeza supera a todo lo antiguo (cfr vv. 18-19). El vaticinio está construido con esmero. Comienza reconociendo a Dios mediante una enumeración abigarrada de los títulos divinos tantas veces repetidos: Señor, Redentor, Santo de Israel, creador y Rey (vv. 14-15); sigue el anuncio del nuevo éxodo teniendo como modelo la tradición del antiguo, sin nombrarlo (vv. 16-21); recuerda luego las infidelidades del pueblo con dolor pero con serenidad (vv. 22-24); y termina confesando el perdón divino en un esquema procesal (vv. 25-28). Con esta técnica rebuscada destaca la iniciativa y el protagonismo de Dios en la historia del pueblo.

Las palabras del profeta infunden esperanza en un pronto regreso y dan fuerzas para afrontar la gran tarea de la reconstrucción religiosa de Israel. Pero en todos los momentos de la historia recuerdan también que el Señor nunca abandona a sus elegidos, y constantemente los invita a recomenzar en sus empeños de fidelidad con ardor renovado. Sólo es necesario que, acudiendo a la misericordia de Dios, reconozcan sus culpas. Por eso San Gregorio Magno empleaba la referencia judicial del v. 26 como una imagen del examen de conciencia que lleva al reconocimiento de los pecados: «La conciencia acusa, la razón juzga, el temor ata, el dolor atormenta» (Moralia in Iob 25,7,12-13).

Nos dio el Espíritu en nuestros corazones (2 Co 1,18-22)

2ª lectura

San Pablo se había propuesto ir a Corinto, Macedonia, Corinto y Judea. Sin embargo, la visita a Corinto se retrasó por alguna razón que se desconoce, quizás por algún incidente desagradable ocurrido en una visita anterior (cfr 2 Co 2,5-11). San Pablo justifica su cambio de programa con tres razones adecuadas: la fidelidad a Dios y a Cristo que es el sí del Padre (v. 19), la obediencia a Dios a quien prestamos asentimiento y sumisión, cuando decimos el Amén (v. 20), y el deseo de no entristecer a los corintios (v. 23).

«Nos marcó con su sello» (v. 22). El sello es un símbolo cercano al de la unción, uno de los más significativos del Espíritu Santo: «Como la imagen del sello [sphragis] indica el carácter indeleble de la Unción del Espíritu Santo en los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden, esta imagen se ha utilizado en ciertas tradiciones teológicas para expresar el “carácter” imborrable impreso por estos tres sacramentos, los cuales no pueden ser reiterados» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 698). Como en otros lugares de la carta (cfr 3,3; 13,13) se mencionan aquí las tres personas de la Santísima Trinidad: Dios (Padre) que nos ha ungido (v. 21), el Hijo, Cristo, que nos sostiene y el Espíritu Santo que se nos da como primicia o arras.

Tus pecados te son perdonados (Mc 2,1-12)

Evangelio

La descripción de San Marcos se puede ilustrar con los descubrimientos arqueológicos de Cafarnaún. Casas pequeñas, cuadradas, de unos seis metros de lado —hechas de piedra basáltica, con techos de juncos, paja y tierra—, que daban a un patio casi de las mismas dimensiones. Teniendo esto presente, la narración del evangelista nos permite revivir la escena: el eco que despierta la llegada de Jesús (v. 1), la aglomeración de la gente, tan ensimismados con la palabra del Señor, que hacen imposible el acceso a Jesús (v. 2), el ingenio de los que llevan al paralítico, abriendo un boquete en el techo (v. 4), etc. Con las palabras de Jesús, el evangelio nos descubre de una manera nueva el sentido salvador de su actuación: sana al cuerpo de las enfermedades y al espíritu de los pecados. Además, se destacan con fuerza algunas enseñanzas: el poder divino de Jesús que perdona los pecados, conoce los pensamientos de los escribas y cura al paralítico (vv. 8.11), y la fe operativa de los amigos del paralítico que lo llevan hasta Jesús venciendo los obstáculos (vv. 3-5). «El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo, quiso que su Iglesia continuase, con la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Ésta es la finalidad de los dos sacramentos de curación: del sacramento de la Penitencia y de la Unción de los enfermos» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1421).

En la expresión: «Hijo, tus pecados te son perdonados», se deja notar la pedagogía de Jesús. No dice: «Yo te perdono tus pecados», sino que recurre a un circunloquio común de aquel tiempo, que utiliza la voz pasiva, para no usar el nombre propio de Dios. De esta manera se descubre la potestad de Jesús, que se manifiesta en lo que es visible: la curación. «Cuando hay que castigar o premiar, o perdonar los pecados, o determinar una ley, o hacer cosas mucho más importantes, no encontrarás jamás al Señor llamando a su padre o suplicándole, sino que hace todas estas cosas con propia autonomía» (S. Juan Crisóstomo, De Christi precibus 10,165-171).

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SAN AMBROSIO (www.homiletica.com.ar)

La curación del paralítico

“Y he aquí que unos hombres que traían en una camilla un paralítico, buscaban introducirle y presentárselo, pero, no encontrando por dónde meterlo, a causa de la muchedumbre, subieron al terrado y por el techo le bajaron en la camilla y le pusieron en medio delante de Jesús”.

La curación de este paralítico no es común ni carece de sentido, puesto que nos dice que antes el Señor ha orado: no para ser ayudado, sino para ejemplo; pues Él nos ha dado un modelo para imitarlo, no ha recurrido a una actuación de menesteroso. Y como estaban allí reunidos los doctores de la Ley de Galilea, Judea y Jerusalén, entre otras curaciones de enfermos, se nos describe cómo fue curado este paralítico.

Ante todo, como ya lo hemos dicho, cada enfermo ha de recurrir a intercesores que piden para él la salud: gracias a ellos la osamenta dislocada de nuestra vida y la cojera de nuestras acciones serán restauradas por el remedio de la palabra celestial. Luego existen consejeros del alma que, no obstante la debilidad del cuerpo, elevan más alto el espíritu humano. Más aún, por su ministerio, de elevarse y abatirse, él será colocado ante Jesús, digno de ser visto por los ojos del Señor; pues el Señor mira la humildad: “Porque Él ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,48).

Viendo su fe, dice. El Señor es grande: a causa de unos perdona a los otros, y mientras prueba a unos, a otros perdona sus faltas. ¿Por qué, ¡oh hombre!, tu compañero no puede nada en ti, mientras que ante el Señor su siervo tiene un título para intervenir y un derecho para impetrar? Aprende, tú que juzgas, a perdonar; aprende, tú que estás enfermo, a implorar. Si no esperas el perdón de faltas graves, recurre a los intercesores, recurre a la Iglesia, que ora por ti, y, en atención a ella, el señor te otorgará lo que Él ha podido negar.

Y aunque nunca debemos descuidar la realidad histórica y creer que el cuerpo de este paralítico ha sido curado verdaderamente, reconoce, sin embargo, la curación del hombre interior, a quien han sido perdonados sus pecados. Afirmando que sólo el Señor puede perdonarlos, los judíos confesaron vigorosamente su divinidad, y su juicio traiciona su mala fe, puesto que exaltan la obra y niegan la persona Más aún, el Hijo de Dios les ha exigido el testimonio sobre sus obras, sin pedir la adhesión a sus palabras; pues la mala fe puede admitir, mas no creer; luego no falta el testimonio a la divinidad, mas sí la fe para la salvación. Pues es más válido para la fe que se den testimonios involuntariamente, y es una falta más perniciosa negar una cosa cuando se está convencido de ella por sus propias afirmaciones. Es, pues, gran locura que este pueblo infiel, habiendo conocido que sólo Dios puede perdonar los pecados, no crea en El cuando perdona los pecados. En cuanto al Señor, que quiere salvar a los pecadores, El demuestra su divinidad por su conocimiento de las cosas ocultas y por sus acciones prodigiosas; añadió: “¿Qué es más fácil: Decir que tus pecados han sido perdonados, o decir: Levántate y anda?”.

En este lugar hace ver una imagen completa de la resurrección, puesto que, sanando las heridas del alma y del cuerpo, perdona los pecados del alma y ahuyenta la enfermedad del cuerpo, lo cual quiere decir que todo el hombre ha sido curado. Aunque es grande perdonar los pecados a los hombres — ¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios, el cual los perdona también por aquellos a los que ha dado la potestad de perdonarlos?—, sin embargo, es mucho más divino resucitar los cuerpos, siendo el mismo Señor la resurrección.

Este lecho que se manda transportar, ¿qué otra cosa significa sino que se manda levantar el cuerpo humano? Es ese lecho que David lava cada noche, como leemos: “Todas las noches inundo mi lecho, y con mis lágrimas humedezco mi estrado” (Ps 6,7). Este es el lecho del sufrimiento donde yacía nuestra alma, víctima de los graves tormentos de su conciencia. Más cuando se conduce según los preceptos de Cristo, no es un lecho de sufrimiento, sino de reposo. La misericordia del Señor ha cambiado en reposo lo que era muerte: es El quien ha cambiado para nosotros el sueño de la muerte en gracia de delicias.

Y no sólo ha recibido la orden de transportar su lecho, sino también de llevarlo a su casa, es decir, de retornar al paraíso; pues es la verdadera casa, la primera que acogió al hombre; y que fue perdida no por derecho, sino por fraude. Con razón se restituye la casa a la venida de Aquel que debía desatar los nudos del fraude y restaurar el derecho.

No media ningún intervalo antes de la curación: en el mismo instante de las palabras se tiene la curación. Los incrédulos lo ven levantarse, se admiran de su salida, y desean más temer las maravillas de Dios que creer; pues, si ellos hubieran creído, no hubieran temido, sino amado; pues “el amor perfecto excluye todo temor” (1Io 4,18). Entonces éstos, que no amaban, calumniaban. A estos calumniadores les dice: “¿Por qué pensáis mal en vuestro corazón?” ¿Quién habla así? El Sumo Sacerdote. El veía la lepra en el corazón de los judíos; muestra que son peores que los leprosos. Aquél, una vez purificado, recibió la orden de presentarse ante el sacerdote; éstos son repudiados por el sacerdote, no sea que con su lepra contagien a otros.

(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), BAC Madrid 1966, pp. 234-237)

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BENEDICTO XVI – Angelus de 2006 y 2009

ÁNGELUS 

Domingo 19 de febrero de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

En estos domingos la liturgia presenta en el Evangelio el relato de varias curaciones realizadas por Cristo. El domingo pasado, el leproso; hoy un paralítico, al que cuatro personas llevan en una camilla a la presencia de Jesús, que, al ver su fe, dice al paralítico: “Hijo, tus pecados quedan perdonados” (Mc 2, 5). Al obrar así, muestra que quiere sanar, ante todo, el espíritu. El paralítico es imagen de todo ser humano al que el pecado impide moverse libremente, caminar por la senda del bien, dar lo mejor de sí.

En efecto, el mal, anidando en el alma, ata al hombre con los lazos de la mentira, la ira, la envidia y los demás pecados, y poco a poco lo paraliza. Por eso Jesús, suscitando el escándalo de los escribas presentes, dice primero: “Tus pecados quedan perdonados”, y sólo después, para demostrar la autoridad que le confirió Dios de perdonar los pecados, añade: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mc 2, 11), y lo sana completamente. El mensaje es claro: el hombre, paralizado por el pecado, necesita la misericordia de Dios, que Cristo vino a darle, para que, sanado en el corazón, toda su existencia pueda renovarse.

También hoy la humanidad lleva en sí los signos del pecado, que le impide progresar con agilidad en los valores de fraternidad, justicia y paz, a pesar de sus propósitos hechos en solemnes declaraciones. ¿Por qué? ¿Qué es lo que entorpece su camino? ¿Qué es lo que paraliza este desarrollo integral? Sabemos bien que, en el plano histórico, las causas son múltiples y el problema es complejo. Pero la palabra de Dios nos invita a tener una mirada de fe y a confiar, como las personas que llevaron al paralítico, a quien sólo Jesús puede curar verdaderamente.

La opción de fondo de mis predecesores, especialmente del amado Juan Pablo II, fue guiar a los hombres de nuestro tiempo hacia Cristo Redentor para que, por intercesión de María Inmaculada, volviera a sanarlos. También yo he escogido proseguir por este camino. De modo particular, con mi primera encíclica, Deus caritas est, he querido indicar a los creyentes y al mundo entero a Dios como fuente de auténtico amor. Sólo el amor de Dios puede renovar el corazón del hombre, y la humanidad paralizada sólo puede levantarse y caminar si sana en el corazón. El amor de Dios es la verdadera fuerza que renueva al mundo.

Invoquemos juntos la intercesión de la Virgen María para que todos los hombres se abran al amor misericordioso de Dios, y así la familia humana pueda sanar en profundidad de los males que la afligen.

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ÁNGELUS

Domingo 22 de febrero de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

La página evangélica que la liturgia presenta para nuestra meditación en este séptimo domingo del tiempo ordinario refiere el episodio del paralítico perdonado y curado (cf. Mc 2, 1-12). Mientras Jesús estaba predicando, entre los numerosos enfermos que le llevaban se encontraba un paralítico en una camilla. Al verlo, el Señor dijo: “Hijo, tus pecados quedan perdonados” (Mc 2, 5). Y puesto que al oír estas palabras algunos de los presentes se habían escandalizado, añadió: “Pues, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados –dijo al paralítico–, a ti te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mc 2, 10-11). Y el paralítico se fue curado.

Este relato evangélico muestra que Jesús no sólo tiene el poder de curar el cuerpo enfermo, sino también el de perdonar los pecados; más aún, la curación física es signo de la curación espiritual que produce su perdón. Efectivamente, el pecado es una suerte de parálisis del espíritu, de la que solamente puede liberarnos la fuerza del amor misericordioso de Dios, permitiéndonos levantarnos y reanudar el camino por la senda del bien.

Este domingo se celebra también la fiesta de la Cátedra de san Pedro, importante conmemoración litúrgica que pone de relieve el ministerio del Sucesor del Príncipe de los Apóstoles. La Cátedra de Pedro simboliza la autoridad del Obispo de Roma, llamado a desempeñar un servicio peculiar a todo el pueblo de Dios. En efecto, inmediatamente después del martirio de san Pedro y san Pablo, a la Iglesia de Roma se le reconoció el papel de primacía en toda la comunidad católica, papel ya atestiguado al inicio del siglo II por san Ignacio de Antioquía (A los Romanos, pref.: Funk I, 252) y por san Ireneo de Lyon (Contra las herejías, III, 3, 2-3). Este ministerio singular y específico del Obispo de Roma fue reafirmado por el concilio Vaticano II. “Dentro de la comunión eclesial –leemos en la constitución dogmática sobre la Iglesia–, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones, sin quitar nada al primado de la Sede de Pedro. Esta preside toda la comunidad de amor (cf. san Ignacio de Antioquía, Ad Rom., pref.), defiende las diferencias legítimas y al mismo tiempo se preocupa de que las particularidades no sólo no perjudiquen a la unidad, sino que más bien la favorezcan” (Lumen gentium, 13).

Queridos hermanos y hermanas, esta fiesta me brinda la ocasión para pediros que me acompañéis con vuestras oraciones a fin de que pueda cumplir fielmente la elevada misión que la Providencia divina me ha encomendado como Sucesor del apóstol san Pedro. Con este fin invoquemos a la Virgen María, a quien ayer aquí, en Roma, celebramos con el hermoso título de Virgen de la Confianza. A ella le pedimos, además, que nos ayude a entrar con las debidas disposiciones de espíritu en el tiempo de la Cuaresma, que comenzará el miércoles próximo con el sugestivo rito de la ceniza. Que María nos abra el corazón a la conversión y a la escucha dócil de la palabra de Dios.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Tus pecados te son perdonados

El Evangelio de hoy es la mejor demostración de cómo en la vida de Jesús la palabra y la acción se compenetran entre sí y los mismos milagros sirven para llevar a cabo la manifestación de su misión y de su persona.

Un día se supo que Jesús estaba «en casa». Se trata casi con seguridad de la casa de Simón Pedro, en donde cuando trabajaba en Cafarnaún Jesús estaba como «en su casa». Se congregó tanta muchedumbre de gente que no se podía en modo alguno entrar por la puerta. Un pequeño grupo de personas, que tenían un pariente o un amigo paralítico, pensó superar el obstáculo descubriendo el techo y dejando caer, cogido por los extremos de una sábana, poco a poco al enfermo delante de Jesús. La cosa no es inverosímil si pensamos en la casas palestinas de la época (y, en parte, también hoy); todas eran de una sola planta y con un techo de madera y tierra amasada. Jesús, habiendo visto su fe, dice al paralítico: «Hijo, tus pecados quedan perdonados». Unos escribas, que estaban allí sentados, pensaron para sus adentros: «¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, fuera de Dios?» Escuchemos el resto en el Evangelio:

«Jesús se dio cuenta de lo que pensaban y les dijo: “¿Por qué pensáis eso? ¿Qué es más fácil: decide al paralítico tus pecados quedan perdonados o decide levántate, coge la camilla Y echa a andar? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados”. Entonces le dijo al paralítico: “Contigo hablo: Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa”».

Los adversarios han obtenido dos pruebas para creer que Jesús tiene el poder de hacer lo que hace: ha leído lo que ellos pensaban en sus corazones (y ellos sabían bien que era verdad) y ha curado físicamente al paralítico de su mal. Jesús no desmiente su afirmación de que sólo Dios puede perdonar los pecados; pero, con el milagro les demuestra a ellos tener el mismo poder de Dios en la tierra. Es, en el Evangelio de Marcos, uno de los momentos más valiosos de revelación acerca de la persona de Jesucristo.

Ahora, sin embargo, debemos dejar el plano de la historia y pasar al plano de la actualidad, para damos cuenta de que de lo que se trata es sobre nosotros; que lo que sucedió aquel día en casa de Simón es lo que Jesús continúa haciendo hoy en la «casa de Simón», que es la Iglesia. Nosotros somos aquel paralítico cada vez que nos presentamos ante Dios para recibir el perdón de los pecados.

En esta ocasión, la verdad sobre la que queremos reflexionar es precisamente la cuestión formulada por los escribas y que implícitamente confirma Jesús: sólo Dios puede perdonar los pecados. El hombre puede «cometer» el pecado; pero, sólo Dios puede «perdonarlo». La pretensión del hombre moderno de absolverse a sí mismo (« Yo mismo hoy me acuso y sólo yo puedo también absolverme», grita un personaje de Sartre) o de negar hasta que exista un problema, llamado «pecado», es el signo más alarmante en nuestra cultura de la pérdida del sentido moral.

Esta verdad –la de que sólo Dios puede destruir el pecado– vale no sólo para los pecados actuales, sino también para el pecado más profundo, que es, al mismo tiempo, el resultado y la raíz de todos los pecados que cometemos. Es a esta pecaminosidad difusa y proclive hacia el pecado, a lo que se refiere la Escritura cuando habla del pecado en singular, como de un poder escondido en nuestros miembros, que nos obliga a hacer lo que nosotros mismos desaprobamos, como de un déspota malvado, que reina tranquilo «en nuestros cuerpos mortales» (cfr. Romanos 6,12).

Una imagen sacada de la naturaleza nos ayudará (por lo menos, a mí me ha ayudado) a entender cómo sucede esto; esto es, cómo Dios destruye en nosotros este pecado de fondo junto con los pecados actuales y nos libera de nuestra parálisis espiritual. Se trata de las imágenes de las estalagmitas. La estalagmita es una de las colonias calcáreas, que se forman en el fondo de ciertas grutas milenarias por la caída de gotas de agua calcárea desde el techo de la gruta. La columna, que pende del techo de la gruta, se llama estalactita y la que se forma abajo, en el punto en donde la gota cae, estalagmita. Lo más notable no es que el agua se escurra hacia el exterior, sino que en cada gota de agua haya una pequeña porcentual de caliza, que se deposita y hace una masa junto con la precedente; así que en la trayectoria de miles de años se forman aquellas columnas de reflejos iridiscentes, hermosas para ver; pero, que, al vedas mejor, se asemejan a los barrotes de una jaula o a los dientes afilados de una fiera con las fauces abiertas de par en par.

Sucede la misma cosa en nuestra vida. Nuestros pecados actuales, en el transcurso de los años, han caído en el fondo de nuestro corazón como tantas gotas de agua calcárea. Cada uno ha depositado un poco de caliza, esto es, de opacidad, de dureza y de resistencia a Dios, que va a hacer masa con lo dejado en el pecado precedente. Como acontece con la naturaleza, lo gordo resbalaba hacia afuera, gracias a las confesiones, a las eucaristías, a la oración. Pero, cada vez va permaneciendo algo de lo no disuelto y esto porque el arrepentimiento y el propósito no habían sido totales y absolutos; como se dice, no eran perfectos. Y así nuestra personal estalagmita ha ido creciendo como una columna de caliza, como un rígido busto de yeso, que enjaula nuestra voluntad. Hemos llegado a ser, asimismo nosotros, espiritualmente paralíticos. Entonces, se entiende de pronto qué es el famoso «corazón de piedra» del que habla Dios en Ezequiel, cuando dice: «Quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (36,26). El corazón de piedra es el corazón, que nosotros nos hemos creado por sí solos a fuerza de responsabilidades y de pecados.

¿Qué hacer ante esta situación? Yo no puedo eliminar la piedra con sola mi voluntad, porque está precisamente en mi voluntad.

Llegados a este punto casi se toca con la mano la verdad de que «sólo Dios puede perdonarte tus pecados» y se entiende el don que representa la redención realizada por Cristo. Escribe san Juan:

«La sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado... Pero si alguno peca, tenemos un abogado ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 1, 7; 2,1-2).

    La sangre de Cristo es el gran «disolvente» que, gracias al poder del Espíritu Santo, que obra en él, puede destruir lo que el Apóstol llama «el cuerpo del pecado» (Romanos 6,6). Esto sucede cada vez que, desde la fe, invocamos la potencia sanadora de la sangre de Cristo sobre nosotros o lo recibimos en la Eucaristía. La Iglesia ha reconocido siempre en la Eucaristía una eficacia general para la liberación del pecado. En ella, nosotros nos acercamos a la fuente misma de la remisión de los pecados; el pecado emerge cada vez un poco más consumido, como un bloque de hielo cuando se le acerca al fuego. «Cada vez que tú bebes esta sangre, escribe san Ambrosio, tú recibes el perdón de los pecados y te atiborras del Espíritu»; y aún más: «Este pan es el perdón de los pecados». En el momento de distribuir el cuerpo de Cristo para la comunión, la liturgia nos recuerda esta verdad con las palabras: «Éste es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo».

De muchos modos, por lo tanto, Cristo continúa su obra de remisión de los pecados. Hay, sin embargo, un modo específico, al que es obligatorio recurrir cuando se trata de fracturas graves con Dios; y es el sacramento de la penitencia, que los Padres llamaban «la segunda tabla de salvación, ofrecida a quien naufraga después del bautismo» (Tertuliano, Sobre la penitencia 4, 2; 12,9). Sin embargo, nuestro modo de acercamos al sacramento de la penitencia igualmente debe ser renovado para que sea verdaderamente eficaz y resolutivo en nuestra lucha contra el pecado. Renovar el sacramento en el Espíritu significa vivirlo no como un rito o un hábito o una obligación, sino como una necesidad del alma, como un encuentro personal con Cristo resucitado, que nos comunica a través de la Iglesia la fuerza sanadora de su sangre y nos repite a cada uno de nosotros las palabras dichas aquel día al paralítico: «Ánimo, hijo, tus pecados quedan perdonados» .

Es sabido que en la primera lectura se pretende darnos una especie de clave con la que leer el fragmento evangélico. En ella hoy leemos:

«Así dice el Señor: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed del pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza”».

Por lo tanto, la cosa más importante que la Biblia tiene que decimos acerca del pecado no es que nosotros somos pecadores, sino que tenemos a un Dios, que nos perdona el pecado, y, una vez perdonado, lo olvida, lo cancela, nos hace una cosa nueva, nos da como un folio en blanco sobre el que podemos escribir una nueva página de nuestra vida. No nos hace cargar con el pecado cometido, no nos lo echa en cara durante todo el tiempo. Debemos transformar el remordimiento en alabanza y en acción de gracias. Entre todos los motivos que tenemos para alabar a Dios, éste, según la Biblia, es el más grande de todos: él es Dios. «¿Qué Dios hay como tú, que perdone el pecado y absuelva al resto de su heredad? No mantendrá para siempre su cólera pues ama la misericordia» (Miqueas 7, 18). Fue lo que hicieron aquel día, en Cafarnaún, los hombres, que habían asistido al milagro del paralítico:

«Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo: “Nunca hemos visto una cosa igual”».

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Interceder por los enfermos

Jesús tiene el poder para perdonar los pecados de todos los hombres. Esa es su misión, para eso ha venido al mundo. No ha venido a buscar a los justos, sino a los pecadores. Ha venido a curar no a los sanos, sino a los enfermos. Él manifestó su poder haciendo milagros ante la mirada de los hombres, que admirados decían: “no hemos visto cosa igual”.

Y, en medio de las murmuraciones de los incrédulos, para convertirlos en creyentes, expulsando demonios y devolviendo a los enfermos la salud del alma y del cuerpo.

El Hijo del hombre manifiesta su poder haciendo milagros también en estos tiempos, que son los últimos, porque hay muchos que aún no creen, y es necesario que crean, para que se arrepientan, se conviertan, pidan perdón, sean perdonados y se salven.

El Señor cuenta con el testimonio de los que tienen fe, para que, los que teniendo ojos no ven y oídos no oyen, crean, al menos, por las obras. Y cuenta con la caridad de los que ante Él presentan a los paralíticos de cuerpo y de espíritu, que no pueden caminar para llegar a Él, ya sea porque no tienen fuerzas o porque les falta el valor de acudir a Él, porque les falta fe.

Intercede tú por los enfermos. Reza pidiendo su salud, mostrándole al Señor tu fe en Él, presentando ante Él a tus hermanos necesitados, con la certeza de que el Señor se compadecerá de sus miserias, y derramará sobre ellos su misericordia.

Une tus súplicas a la omnipotencia suplicante de la Madre de Dios, para que consigas para ellos las gracias de conversión que necesitan, para creer, por la fe, que el Hijo de Dios tiene el poder para sanar sus cuerpos, para perdonar sus pecados, para salvarlos. Ruega por ellos para que escuchen y, atentos a la voz del Señor, obedezcan cuando Él les diga: “levántate, toma tu camilla y anda”.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Fe y obras de fe

Entre las muchas enseñanzas que nos ofrece hoy el pasaje evangélico, en este caso de san Marcos, que se considera en la Liturgia de la Palabra, podemos fijarnos en la actitud de aquellos cuatro que llevan la camilla con el enfermo. Podría parecer accesorio este hecho en el conjunto de la situación que meditamos, que culmina en la absolución de los pecados de aquel hombre y en su curación corporal. Sin embargo, vale la pena, sin duda, que nos detengamos en lo que, según el Evangelista, provocó la reacción primera de Jesús. Al ver Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico:

—Hijo, tus pecados te son perdonados.

Dios es Amor, según lo define san Juan, y así se manifiesta en Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre, con un permanente e inagotable interés por procurar el bien de los hombres. Nos ama porque siempre quiere lo mejor para nosotros. En todo caso, somos capaces de entender ese amor divino –hasta donde nos es posible con nuestra limitada capacidad–, si tenemos fe. Únicamente reconociendo a Jesús como Dios infinitamente Bueno y Todopoderoso, mediante la fe, entendemos su Amor ilimitado por el hombre.

Jesús pide en bastantes ocasiones la fe explícita de aquellos a quienes auxilia. En otras ocasiones, como ésta que hoy consideramos, la fe se manifiesta ya en el modo de hacer de quienes actúan. Recordemos, por ejemplo, a Bartimeo, el ciego de Jericó, a la mujer sirofenicia, al leproso que recordábamos la semana anterior, a la hemorroisa y tantos otros. Era necesario que Jesús fuera reconocido como Dios, capaz por tanto –a pesar de su apariencia simplemente humana– de lo que sólo Dios puede hacer. Se manifestaba así el sentido de su vida entre los hombres: hacernos saber que Dios, por la Encarnación, Muerte y Resurrección gloriosa del Verbo, desea que participemos de su misma divinidad como hijos suyos, siendo, como somos, simples hombres.

En la curación de este paralítico podemos observar en detalle la fuerza de la verdadera fe. Constatamos, asimismo, la respuesta coherente del Señor, protagonista siempre de una misión plenamente salvadora para los hombres. Podemos aprovechar la circunstancia favorable de estos versículos que se ofrecen a nuestra meditación, para reflexionar, en el silencio secreto de la propia intimidad, sobre la potencia efectiva de nuestra fe y en el bien que, ante todo, esperamos alcanzar de Dios.

¿Se nota en mi conducta ordinaria de cada día que, con medios quizá desproporcionados para la mayoría de la gente, intento agradar a Dios y lograr una eficacia insólita? Sacar al paralítico de su casa, únicamente porque ha llegado Jesús, perseverar en el empeño de ponerlo ante Él –a como dé lugar–, hasta el extremo de no regatear medio alguno, hasta romper incluso el techo de la casa (dispuestos, sin duda, a correr con las consecuencias económicas del siniestro provocado) con tal de lograr su propósito: esto es verdadera fe. Es una fe eficaz, pues las obras visibles responden de ella. De otro modo, la fe, si no va acompañada de obras, está realmente muerta, como afirma el apóstol Santiago.

El cristiano coherente con su fe ha de sorprender con su conducta, sobre todo cuando el ambiente en que se desenvuelve no está impregnado de los ideales del Evangelio, como hoy por hoy suele suceder. El modo de organizar la familia, la forma de divertirse, el empleo del dinero, la ocupación del tiempo, son aspectos, entre otros muchos que se podrían mencionar de una vida corriente, que uno organiza según determinados criterios. Todos esos aspectos quedan poderosamente afectados en algún sentido cuando se viven con fe. Y, hasta tal punto, que si no se notara en lo concreto de la conducta y en lo que es valioso para una persona su condición de cristiano, habría que entender que cristiano es sólo de nombre, pero no de hecho.

Entre otras profundas convicciones, el hijo de Dios que intenta vivir cada día como tal, tiene la de que su máximo bien es la santidad y su mayor mal el pecado. En absoluto sorprende, pues, que Jesús limpie de sus pecados primeramente al paralítico. En realidad, el pecado es, para cualquiera, un mal inmensamente mayor que la peor de las desgracias en el orden físico, como sería la parálisis de aquel hombre. El pecado, apartamiento de Dios por ser oposición a su voluntad, supone un fracaso del hombre en cuanto tal, no ya en el orden físico como la enfermedad. El hombre en pecado es un contrasentido por naturaleza. Pues estamos hechos para amar a Dios y sólo en eso está el pleno desarrollo del hombre.

Santa María es maestra de fe. De fe manifestada en obras, desde el anuncio del Ángel hasta la Cruz de su Hijo. También por esto la llamamos bienaventurada todas las generaciones.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

“Tus pecados te son perdonados”

En estos domingos, la liturgia nos está haciendo recorrer un pequeño itinerario penitencial; de hecho, la palabra de Dios insiste sobre el tema del pecado, del arrepentimiento y del perdón. Algunas etapas importantísimas de este itinerario –en la práctica, todo el trecho que depende de nosotros– las recorrimos el domingo pasado: consisten en reconocer el propio pecado, en creer que el poder de Dios cura (“Si quieres, puedes purificarme”), y en mostrarse al sacerdote. Hoy, la palabra de Dios nos hace hacer la segunda parte del camino, la que ya no depende de nosotros, sino exclusivamente de Dios. Todo en esta liturgia nos habla de la respuesta dada por Dios al pecado del hombre, cuando éste lo reconoce y lo confiesa.

Primera lectura: Pero soy yo, sólo yo, el que borro tus crímenes por consideración a mí (Dios logra hacer eso que los hombres encuentran tan difícil: ¡olvidarse del mal recibido!).

Salmo responsorial: “Renuévanos, Señor, con tu perdón”. Aclamación al Evangelio: El Señor me mandó a proclamar la liberación a los cautivos.

Con esta última palabra, pasamos del régimen teológico del Antiguo Testamento al régimen cristológico del Nuevo Testamento, de la promesa a la realidad. Cristo ahora es el agente del perdón de Dios para los hombres, a él le fue dado “todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt. 28, 18) y, en primer lugar, el de perdonar los pecados.

De este poder nos habla precisamente el texto evangélico de hoy, el del paralítico curado. Se trata de una narración compuesta, resultado –parece– de la fusión (realizada en la comunidad primitiva) entre un hecho de Jesús –la curación del paralítico– y un dicho: el que se refiere al perdón de los pecados. Nosotros leemos toda la página como palabra inspirada de Dios, sin preocuparnos de qué es lo que se remonta a Jesús ni de qué es obra de la fe de la comunidad primitiva; en uno y otro caso, es el Espíritu Santo quien garantiza la verdad de lo escrito.

¿Qué nos dice entonces Jesús? Que el Hijo del hombre tiene el poder de perdonar los pecados en la tierra. Hay muchas y grandes novedades en esta frase. La primera consiste en que el poder de perdonar los pecados ya se encuentra “en la tierra”, es decir, deja de ser un poder ejercitado en forma oculta por Dios en el cielo, del cual el hombre no tiene otra certeza –cuando la tiene– que la palabra del profeta. Ahora se trata de algo que suena a oídos del hombre con lo concreto y dulce de una voz humana: Hijo (Lucas dice hombre), tus pecados te son perdonados (al paralítico del Evangelio de hoy); Vete en paz y no peques más (a la adúltera).

La segunda novedad es que tal poder de juzgar y perdonar pertenece al Hijo del hombre, es decir, a Jesús, precisamente “porque es el Hijo del hombre” (Jn. 5, 27). Para quien conoce el significado que Jesús daba a este título suyo, eso significa que él puede perdonar todos los pecados porque es el siervo obediente de Yavé que cargó sobre sí todos los pecados (cfr. 1s.53, 4 ssq.) para expiarlos, ya que llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo (1 Pedro 2, 24).

El título de Hijo del hombre expresa entonces, en este texto, el “yo” de Cristo, ese “yo” cargado de autoridad que no se limita a declarar la voluntad de Dios, como hacían los profetas, sino que la personifica al ordenar al paralítico: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Ya no: “Dice Dios...”, sino: “Yo te digo”. Esto es de veras hablar “como quien tiene autoridad” (cfr. Mt. 7, 29).

Mateo termina el relato del mismo episodio diciendo que, aquel día, la multitud quedó atemorizada y glorificaba a Dios por haber dado semejante poder a los hombres (Mt. 9,8). ¿Por qué “a los hombres” y no “al hombre” en singular, si se trata de Jesús? La razón es doble: porque ese poder se ejercita “para” los hombres (propter nos); segundo, porque tal poder se ejercita “a través” de los hombres. El título de Hijo del hombre tiene un valor colectivo; dice solidaridad y dice comunidad; lleva a la verdad de la Encarnación y del misterio pascual, gracias a los cuales el Hijo de Dios se convirtió en Primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8, 29) Y en Cabeza de la Iglesia (cfr. Col. 1, 18). En las palabras dichas por Jesús ante el paralítico, ya se perfila el “mandato” confiado a los apóstoles y a la Iglesia después de la Pascua: Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen... (Jn. 20, 23).

Tenemos entonces los elementos para una catequesis completa sobre el perdón de los pecados: Dios – Cristo – la Iglesia e, implícitamente, el Espíritu Santo. Es la ocasión propicia para intentar una visión de conjunto, a través de la Biblia, de este dogma fundamental de nuestra fe: “Creo en el perdón de los pecados”.

El discurso acerca del perdón de los pecados se basa en tres certezas de la revelación y en otros tantos pilares.

Primera certeza: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es un Dios misericordioso y grande en el perdón. Es la verdad proclamada en uno de los momentos más altos de la revelación bíblica: El Señor es un Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse, y pródigo en amor y fidelidad. Él mantiene su amor a lo largo de mil generaciones y perdona la culpa, la rebeldía y el pecado (Ex. 34, 6-7).

Las características de este perdón. Es un perdón radical, sin disminuciones: Pero soy yo, sólo yo, el que borro tus crímenes por consideración a mí, y ya no me acordaré de tus pecados (lectura 1). Ante eso, ningún perdón humano puede llamarse perdón; el hombre debe volver a perdonar muchas veces a la misma persona, señal de que nunca la ha perdonado del todo.

Es un perdón creador, en el sentido de que hace nueva a la criatura, le restituye todas sus posibilidades. De esa manera, manifiesta en su punto máximo la omnipotencia de Dios. Un texto de la liturgia dice: “Dios, tú que manifiestas tu omnipotencia sobre todo perdonando y, haciendo uso de la misericordia”. Tal vez, todavía más que la creación, el perdón manifiesta la omnipotencia de Dios, porque arranca a la criatura de una nada que es más nada que la de la no existencia; la arranca de la nada del pecado, porque el pecado es un entregarse a la nada, al no-sentido. David no se equivoca cuando usa para el perdón el mismo verbo usado en Gn. 1. 1 para la creación: Crea en mí, Dios mío, un corazón puro (Sal. 51. 12).

Es un perdón hecho de misericordia, es decir, al pie de la letra, hecho de una compasión del corazón: sabe de qué estamos hechos (cfr. Sal. 103, 14). Un perdón motivado sobre todo por el amor: ¿puede una madre olvidar a su hijo? ¿Puede un padre resignarse a perder a su criatura? ¿Cómo voy a abandonarte, Efraín... Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura (Os. 11. 8): un texto conmovedor que nos ofrece una especie de drama en el corazón de Dios.

Segunda certeza: Jesucristo vino a la tierra a proclamar y a demostrar este amor de perdón del Padre: Él me envió...a vendar los corazones heridos (Is. 61, 1; cfr. Lc. 4, 18); Porque yo no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores (cfr. Mt. 9, 13); Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores, y yo soy el peor de ellos (1 Tim. 1. 15).

Jesús concibe su vida y su muerte como gesto supremo del perdón de Dios y como absolución universal de los pecados (cfr. Mt. 26, 28). No una purificación limitada a sí misma, es decir, no sólo negativa, sino positiva, fecunda, porque está al alcance de la vida nueva Y de la Alianza (cfr. Lc. 22. 20), hasta llegar a la comunión con Dios. Cristo –dice Pablo– lavó a la Iglesia con su sangre para que pudiera comparecer ante él santa e inmaculada Y ser digna de recibir su abrazo nupcial (cfr. Ef. 5, 25 ssq.). Si en el Antiguo Testamento se hablaba del perdón como de una creación, en el Nuevo Testamento, a la luz del misterio pascual, se debe hablar de él como de una resurrección: el hombre perdonado es uno de aquellos que han resucitado con Cristo (Col. 3, 1). En el episodio de hoy, eso se expresa con particular evidencia a través de las palabras: Levántate, dijo Jesús al paralítico, y el hombre se levantó.

Tercera certeza: este poder de perdonar los pecados que tiene Cristo en tanto Hijo del hombre, él lo transmite a su Iglesia a fin de que lo testimonie Y lo administre a todos los hombres: Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo (Mt. 18, 18). Lo que de esa manera le es entregado a la Iglesia, no es un abstracto poder jurídico (una competencia judicial): ¡es el Espíritu Santo para la absolución de los pecados! El evangelista Juan nos transmite así el mismo precepto de Jesús referido por Mateo: Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan (Jn. 20, 22-23). La fuerza de absolver los pecados, entonces, no está en la Iglesia sino en el Espíritu Santo que anima a la Iglesia y que se expresa con autoridad en los apóstoles y en sus sucesores. “Toda la Trinidad actúa por la absolución de los pecados y, sin embargo, ella le es atribuida como propia al Espíritu Santo... Puesto que no se da absolución de los pecados sino en el Espíritu Santo, la absolución de los pecados puede tener lugar sólo en la Iglesia, que posee al Espíritu Santo” (san Agustín, Serm. 71. 17.20; PL 38, 460 ssq.). El Espíritu Santo actualiza la eficacia de la sangre redentora de Cristo; hace de “vehículo”, por decirlo así, a través de los sacramentos, de la gracia y de la liberación obradas por Cristo. Él convence al mundo del pecado (cfr. Jn. 16, 8) Y libera al mundo del pecado.

El paso siguiente a todo esto –¡la cuarta certeza!– nos llevaría a ocuparnos del “sacramento” de la Penitencia en el cual, concretamente, se administra ‘este poder de absolver los pecados que la Iglesia ha recibido de Cristo. Pero hablaremos de ello en otra ocasión (cf. 2º domingo de Pascua, Ciclo C). Hoy, finalizamos volviendo al relato evangélico. En los poemas sobre el siervo de Yahvé, se entrecruzan siempre dos atributos: él –se dice– carga sobre sí nuestras culpas y carga sobre sí nuestros dolores y nuestros padecimientos (cf. Is. 53, 4-5); es decir, no sólo los pecados, sino también las enfermedades; toma ambas cosas para destruirlas. El Jesús del Evangelio de hoy es alguien que hace precisamente esto, dice al paralítico: Te son perdonados tus pecados, pero le dice también: Levántate y vete a tu casa. Él “saca” –es decir, elimina, cargándolos sobre sí mismo– tanto el pecado como la enfermedad.

Este Jesús, médico de la carne y del espíritu, viene ahora a nosotros en la Eucaristía a fin de ser también para nosotros una cosa y la otra: aquel que perdona y aquel que cura. Ambas cosas exigen mucha fe de nuestra parte.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por el Beato Juan Pablo II

Homilía en la Parroquia de San Gregorio Magno, de la Magdalena (18-II-1979)

– El mal del pecado

En el Evangelio de hoy leemos que en Cafarnaún, en la casa donde vivía Jesús “se juntaron tantos” (Mc. 2,2). La casa no podía dar cabida a todos, tan grande era el número de los que deseaban escuchar “la palabra que Él anunciaba” y ver lo que hacía.

En medio de esta muchedumbre Jesús hace una cosa significativa, cuando le ponen delante un paralítico a quien bajaron por una abertura en el tejado, por falta de espacio. Jesús ante todo dice a este hombre: “Hijo tus pecados te son perdonados” (Mc. 2,5). A estas palabras se levanta un murmullo entre los que han seguido la acción de Cristo con recelo. Estos son los escribas (por otra parte, justamente) afirman: “¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?” (Mc. 2,7). Pero era sólo la aversión hacia Cristo la que les dictaba esta objeción: “¿Cómo habla así éste? Blasfema” (Mc.2,7). Jesús, en cierto sentido, lee sus pensamientos y da una respuesta: “¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y vete?” (Mc.2,9). “Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados –se dirige al paralítico–, yo te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mc. 2,10-11).

Todo sucede como Jesús ha ordenado.

Jesús sana a un incurable.

Hace un milagro. Con esto prueba que tiene poder en la tierra para perdonar pecados. Y como los escribas afirmaron que sólo Dios tiene tal poder, deberían sacar ahora la conclusión de lo que ellos mismos han sostenido verbalmente.

Jesús reafirma la presencia de Dios entre la turba.

Jesús reafirma el poder divino de perdonar pecados que le es propio.

Jesús demuestra al mismo tiempo que el mal del pecado es más peligroso y preocupante que el mal físico (en este caso la grave enfermedad crónica). Él es el Salvador que viene ante todo para quitar este grave mal.

– Potencia salvífica de Cristo

(…) Jesucristo está presente en medio de todos vosotros para confirmar así cotidianamente la presencia salvífica de Dios. Aquí hay sin duda inmensas necesidades materiales, económicas, sociales; pero sobre todo hay la necesidad de esta fuerza salvífica que está en Dios y que sólo Cristo posee. Ésta es la fuerza que libera al hombre del pecado y lo dirige hacia el bien, a fin de que lleve una vida verdaderamente digna del hombre: a fin de que los esposos, los padres, den a sus niños no sólo la vida, sino también educación, buen ejemplo; a fin de que florezca aquí la vida cristiana, a fin de que no saquen ventaja el odio, la destrucción, la deshonestidad, el escándalo; a fin de que sea respetado el trabajo de los padres y también de las madres, y a fin de que este trabajo cree las condiciones indispensables para mantener la familia; a fin de que sean respetadas las exigencias fundamentales de la justicia social; a fin de que se desarrolle la verdadera cultura comenzando por la cultura de la vida cotidiana.

Para realizar todo esto es necesario mucho trabajo humano, mucha iniciativa, habilidad y buena voluntad. Pero, sobre todo, es necesaria la presencia de Cristo que puede decir a cada uno: “tus pecados te son perdonados”: esto es, que puede liberar a cada uno del mal interior y encauzar desde el interior la mente y el corazón hacia el bien. El hombre, en efecto, la vida humana y todo lo que es humano, se forma primero desde el interior. Y según aquello que hay “en el hombre”, en su conciencia, en su corazón, se modela después toda su vida exterior y la convivencia con los otros hombres. Si dentro del hombre hay el bien, el sentido de la justicia, el amor, la castidad, la benevolencia hacia los otros, un sano deseo de dignidad, entonces el bien irradia al exterior, forma el rostro de las familias, de los ambientes, de las instituciones.

– Hacer la voluntad de Dios

San Pablo nos dice en el pasaje de la Carta a los Corintios que “por Él (Cristo) decimos ‘Amén’ para gloria de Dios” (2 Cor 1,20). Precisamente se trata de esto: decir a Dios “Amén”, que quiere decir “sí”, y no decir jamás a Dios “no”. Esta es la tarea de la parroquia. Deseo a todos vosotros, que toda la parroquia, cada vez más coherentemente y cada vez más cordialmente, diga a Cristo y, en unión con Cristo-Redentor, diga al mismo Dios, “sí”. Para que el “no”, la negación de Dios y de lo que corresponde a su santa voluntad en nuestra vida humana, se pronuncie aquí cada vez menos en las palabras y en los hechos.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

En su libro Las grandes amistades, cuenta la mujer del filósofo francés J. Maritain, cómo fue gracias a la amistad que les unía al poeta L. Bloy, el que ambos se convirtieran al cristianismo. En sus encuentros, el poeta les leía con lágrimas en los ojos –cuenta ella– estas palabras de Jesús a Sta. Angela de Foligno: No te he amado en broma. Y añade: “A no ser por la amistad que teníamos con Leon Bloy ¿hubiéramos consentido nunca abrir uno de esos libros de santos con la mala reputación que tenían en la Sorbona?”

La amistad cristiana puede acercar a nuestros amigos a ese Jesús del que están alejados porque la reserva mental, los prejuicios, la confusión doctrinal o una incurable pereza los tiene postrados como al paralítico del que nos habla el Evangelio de hoy. Unos amigos le hablan de quien puede curarle y le llevan hasta donde está Jesús.

A cuantos familiares y amigos que está alejados de Dios y de su Iglesia podríamos decirles en el cálido dédalo de la amistad: ¿quién te ha dicho a ti que la doctrina, los sacramentos, la moral y el culto católico son cosas inoperantes en nuestro mundo y sólo tienen algún valor tonificante en las horas yermas, solitarias o crepusculares de la vida? Los amigos del enfermo, no sin la resistencia inicial de éste y la dificultad por la muchedumbre que se agolpaba en la casa, logran colocarlo a los pies del Señor. Imaginamos la mirada esperanzada del paralítico fija en quien podía devolver la vitalidad a su cuerpo inmóvil durante años. Viendo Jesús la fe del enfermo y la de sus amigos, dijo al enfermo: “Hijo, tus pecados quedan perdonados”. Cristo cura su cuerpo y su alma.

Viendo Jesús la fe que tenían”, se dice en esta hermosa página cuya enseñanza es, entre otras muchas, doble: 1) Si este hombre no hubiese tenido fe en que Jesús podía curarle y no hubiera dejado que sus amigos le llevasen hasta Él, no se habría operado su curación; y 2) si no hubiera creído en la orden: “levántate, coge tu camilla y vete a tu casa”, tampoco habría recuperado la salud espiritual.

¡Interesarse por los demás, sus problemas, sus ideas y aficiones es asegurarse un círculo de gente que nos busca, nos aprecia, nos enriquece y nos brinda la oportunidad de influir cristianamente en sus vidas! Entre amigos es fácil una corriente de intercambios de puntos de vista, se confían modos de pensar, y se habla con toda naturalidad de temas que no se tratan con cualquiera. Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila –dice San Josemaría Escrivá–; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente...y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo... Todo eso es apostolado de la confidencia (Camino, nº 973).

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?”

Is 43,18-19.21-22.24b-25: “Por mi cuenta borraba tus crímenes”

Sal 40,2-3.4-5.13-14: “Sáname, Señor, porque he pecado contra ti”

2 Co 1,18-22: “En Jesús todo se ha convertido en un «sí»“

Mc 2,1-12: “El Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados”

Con todo lo importante que habían sido las intervenciones de Dios en favor de su pueblo, pide el profeta que no sean comparadas con lo que ahora se prepara. Era el retorno de la cautividad de Babilonia lo que estaba a punto de suceder. Si grande había sido el castigo de la deportación, mayor sería el gozo del retorno. Todo, como siempre, fruto de la gratuidad divina.

La “novedad” del perdón de Cristo no pasa inadvertida: “¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?” Quienes buscaban una cosa (la curación), se encontraron dos (curación y perdón). Los que no aceptaban el perdón, tuvieron que aceptar la evidencia de un paralítico que cogía la camilla y se iba a su casa. Así quien no acepta la posibilidad del perdón de Dios, andará buscando otras explicaciones a las maravillas divinas.

Los técnicos del mercado y los especialistas en publicidad tienen verdadero afán de presentarnos algo novedoso todos los días. Y con el paso del tiempo, vuelve a aparecer como novísimo lo que en otro tiempo apareció como atrasado o anacrónico. La novedad se nos ofrece como “última generación”. Esto tiene una consecuencia seria: que las generaciones actuales creen que la historia empezó el día que ellos empezaron a vivir. Y hacer tabla rasa del pasado es injusto.

— “Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos. Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores, los admitía al banquete mesiánico. Pero es especialmente, al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, «¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» (Mc 2,7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios” (589; cf. 1441-1445).

— “Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano. Nuestra petición empieza con una «confesión» en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, «tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados» (Col 1,14). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia” (2839; cf. 2841).

— “El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados, si tú también te acusas, te unes a Dios. El hombre y el pecador, son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del hombre, es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que él ha hecho... Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas” (San Agustín, ev. Jo. 12,13) (1458).

La gran novedad del perdón que Dios nos da en Jesucristo es el hombre nuevo que surge después de la reconciliación.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Cooperar al bien.

– Ayudar al bien espiritual y material de los demás.

I. En la humanidad entera se respiran ansias de liberación, de arrojar lejos toda opresión y cualquier forma de esclavitud. Hoy aparece Cristo en el Evangelio de la Misa como el único y verdadero libertador. Cuatro amigos conducen a un paralítico deseoso de verse libre de la enfermedad que lo tiene postrado en la camilla. Después de incontables esfuerzos para llevarle a donde está Jesús, oyen estas palabras dirigidas a su amigo: Tus pecados te son perdonados. Es muy posible que no fueran éstas las que esperaban oír al Maestro ante el enfermo, pero Cristo nos indica que la peor de todas las opresiones, la más trágica de las esclavitudes que puede sufrir un hombre, está ahí: el pecado, que no es uno más entre los males que padecen las criaturas, sino el que reviste mayor gravedad, el único que lo es de un modo absoluto.

Los amigos que llevaron al paralítico comprendieron que Jesús había otorgado al amigo postrado el bien más grande: la liberación de sus pecados. Y nosotros no podemos olvidar la gran cooperación al bien que significa poner todos los medios para desterrar el pecado del mundo. En muchas ocasiones, el mayor favor, el mayor beneficio que podemos otorgar aun amigo, al hermano, a los padres, a los hijos, es ayudarles a que tengan en mucho el sacramento de la misericordia divina. Es un bien para la familia, para la Iglesia, para la humanidad entera, aunque aquí en la tierra apenas se enteren unas pocas personas, o ninguna.

Cristo libera del pecado con su poder divino: ¿Quién puede perdonar los pecados fuera de Dios? A esto vino a la tierra: Dios, que es rico en misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos dio vida juntamente en Cristo. Después de perdonar los pecados al paralítico, el Señor le curó también de sus males físicos. Este hombre debió de comprender en esos instantes que la gran suerte de aquel día fue la primera: sentir su alma traspasada por la misericordia divina, y poder mirar a Jesús con un corazón limpio.

El paralítico sanó de alma y de cuerpo. Y sus amigos son ejemplo hoy para nosotros de cómo debemos estar dispuestos a prestar nuestra ayuda para el bien de las almas –con un apostolado de amistad principalmente, colaborando en iniciativas apostólicas...– y potenciando el bien humano de la sociedad con todos los medios a nuestro alcance: en toda obra a favor del bien, de la vida, de la cultura..., ofreciendo soluciones positivas ante el mal (desde el propio trabajo profesional hasta el ámbito muchas veces pequeño en el que nos movemos: vecindad, asociación de padres, parroquia...): cooperando positivamente siempre al bien y evitando cooperar al mal.

– No ser meros espectadores de la vida social. Iniciativas. No cooperar al mal: algunos ejemplos. Ofrecer soluciones.

II. No es raro observar cómo muchos en la vida social adoptan una postura de meros espectadores ante problemas que les afectan, a veces profundamente, a ellos o a sus hijos, a su entorno social... Tienen la impresión equivocada de que son “otros” quienes deberían tomar iniciativas para frenar el mal y para hacer el bien, y no ellos mismos; se contentan con un lamento ineficaz. Un cristiano no puede adoptar esa línea de conducta porque sabe que dentro de la sociedad debe ejercer una labor de fermento. En medio de las realidades humanas, “lo que el alma es en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo”. Tal es el “puesto que Dios les ha señalado y no les es lícito desertar de él”.

Existe una positiva obligación de cooperar al bien, que ha de llevar a todo cristiano a contribuir con todas sus fuerzas a informar con el mensaje de Cristo todos los campos de su actividad, también su actuación profesional, huyendo de planteamientos que se limiten a no realizar personalmente obras malas, desentendiéndose de la influencia que las obras propias pueden y deben tener en la acción ajena. Los amigos del paralítico de la escena evangélica no se limitan a no realizar el mal: están activos; ayudan positivamente a que aquel enfermo se acerque a Jesús; cooperan de modo eficaz a su deseo de curarse y hacen posible el milagro del Señor: Tus pecados te son perdonados. La cooperación al bien incluye, lógicamente, no cooperar al mal, no solamente en decisiones importantes, sino en aquel poco que está al alcance de nuestras manos: no gastar dinero –aunque sea poco– en revistas, periódicos, libros, espectáculos... que, por su carácter sectario anticristiano o inmoral, hacen daño a las almas; no comprar el periódico en aquel quiosco y sí en el otro, aunque tengamos que andar un poco más, porque en el primero se distribuyen publicaciones que atacan a nuestra Madre la Iglesia o a la moral; lo mismo en la farmacia que anuncia anticonceptivos...; o bien no comprar aquel producto –quizá de calidad– que patrocina un programa inmoral o anticatólico en la televisión o en la radio... Y si lo sugerimos a los amigos, mejor. Si los cristianos tibios dejaran de comprar determinadas revistas y publicaciones..., muchas no podrían subsistir. Da pena pensar que, en ocasiones, gran parte del inmenso daño que producen lo realizan gracias a los medios económicos de muchos cristianos flojos que, a su vez, se quejan de la ruina moral de la sociedad.

El cristiano debe cooperar al bien buscando y ofreciendo soluciones positivas a los problemas de siempre y a los que, por las condiciones particulares de la sociedad actual, se van planteando. La peor derrota sería el silencio y la inhibición, como si fueran asuntos que no nos concernieran; un buen cristiano no debe limitarse a no dar su voto a un partido o a un proyecto que ataca al ideal de la familia cristiana o a la libertad de enseñanza o a la vida desde su concepción. Esta actitud no es suficiente. Es preciso realizar, según las propias posibilidades, en el ámbito que a cada uno compete, un apostolado doctrinal constante, intenso, sin falsas prudencias, sin miedo a navegar contra corriente sobre esos temas vitales para la misma sociedad y sobre los que existe una completa desorientación o, en el mejor de los casos, una verdad parcial, que a veces confunde aún más por la parte de verdad que posee.

Ese apostolado doctrinal amable, queriendo a las personas, cada uno en su ámbito, haciendo llegar la doctrina de Cristo de una manera capilar, sin desaprovechar ninguna ocasión (amigos, viajes, clientes...), hace que la levadura transforme esa masa.

– Amparar y favorecer todo lo bueno. Espíritu de colaboración. Destacar lo positivo.

III. La tarea de recristianizar la sociedad actual se asemeja a la que emprendieron nuestros primeros hermanos en la fe, y supone poner medios análogos a los que ellos emplearon: la ejemplaridad en sus actuaciones privadas y públicas, la oración, la amistad y la nobleza humana, el propio prestigio, el compartir los afanes de los demás, el hondo deseo de hacerles felices, junto al convencimiento de que no existe paz –ni personal, ni familiar o social– al margen de Dios.

Los primeros cristianos encontraron un entorno social bien lejano de la doctrina que llevaban en el corazón, y, si bien no dejaron de hacer oír su voz contra aquellas costumbres en las que se había perdido hasta la misma dignidad humana, no gastaron sus mejores energías en la queja y en la denuncia del mal. Por el contrario, prefirieron emplearlas en difundir el tesoro que llevaban en su alma, con un testimonio alegre y fraternal, sirviendo a la sociedad con incontables iniciativas de cultura, de asistencia social, de enseñanza, de redención de cautivos, etc. Hubieran podido pasarse la vida fijándose en todo lo que no concordaba con una vida recta, y habrían dejado de dar al mundo la verdadera solución, que era entonces como un grano de mostaza, pero que encerraba en sí una fuerza portentosa.

Para percibir el mal no se requiere una gran agudeza; para lo que se requiere un espíritu cristiano es para descubrir la presencia de Dios en todo momento. Tengamos nosotros los ojos abiertos al bien, como estos verdaderos buenos amigos de los que nos habla San Marcos, y procuremos –nos lo aconseja San Pablo– vencer al mal con el bien.

En muchas ocasiones la misión del cristiano será precisamente señalar lo positivo que encuentra a su paso, pues lo bueno y las cosas humanas rectas bien realizadas empujan y animan a ser mejores y acercan a Dios. Destaquemos las virtudes de quienes viven cerca: la generosidad del amigo, la laboriosidad del compañero de trabajo, el espíritu de colaboración de la vecina, la paciencia del profesor... Y si alguna vez no podemos alabar, callaremos; en todo caso, procuraremos ayudar con una amable corrección y rezando. Fomentemos todo cuanto de positivo nace a nuestro alrededor: unas veces con una palabra de aliento, otras con una colaboración efectiva de tiempo y de dinero. Ante tanta lectura inútil o perjudicial, difundamos la noticia de la aparición de los libros buenos que se editan, de las revistas que pueden estar con dignidad en la sala de estar de un hogar, sin que los padres se sientan avergonzados ante sus hijos... Escribamos una pequeña carta alabando y agradeciendo un buen programa, un buen artículo...; cuesta poco y es siempre eficaz.

Dios no pide a sus hijos la ingenuidad ante los duros acontecimientos de la vida; sí les pide que no sean nunca resentidos, agrios, que tengan ojos para ver lo bueno de las personas y de las realidades sociales, que no pasen lo mejor de su vida con la queja o la denuncia, sino entregando el inmenso tesoro de su fe, que es capaz de transformar a las personas y a la sociedad. No olvidemos tampoco que el bien es atractivo y que engendra siempre mucha más felicidad que la tibieza: que una familia numerosa, por ejemplo, con todas sus exigencias y sacrificios, reporta siempre más felicidad que aquella que por puro egoísmo buscó la felicidad en una mayor comodidad, en un poco más de bienestar material. Y este gozo que se palpa es también una forma de cooperar al bien; con frecuencia, la más eficaz.

La Santísima Virgen, que marcha cum festinatione, deprisa, a ayudar a su prima, nos enseña a mantener el ánimo vigilante para ser en todo cooperadores del bien, para que su Hijo Jesús, con su gracia, continúe haciendo milagros en la tierra, en favor de los hombres todos.

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Rev. D. Xavier JAUSET i Clivillé (Lleida, España) (www.evangeli.net)

«Y le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro»

Hoy, leyendo el Evangelio, centramos nuestra atención en tres mementos concretos: un paralítico que no se vale por sí mismo, un grupo de amigos, y Jesús.

En el paralítico nos podemos ver reflejados cada uno de nosotros; todos podemos estar paralizados, ya que el pecado nos paraliza en nuestro camino hacia Dios. A veces, no nos damos cuenta o nos parece que ya estamos bien como estamos, o que ya solucionaremos o pondremos en orden nuestras relaciones con Dios en otra ocasión.

Entonces, «le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro» (Mc 2,3). Necesitamos verdaderos amigos que nos lleven a Dios, que venzan nuestra resistencia. El paralítico, después de ver el jaleo que estaban ocasionando los amigos, seguro que debía decirles que pararan, que ya habría más tiempo otro día, que había mucha gente... Y no digamos nada cuando «abrieron el techo encima de donde Él estaba» (Mc 2,4): el ruido que harían, el polvo, las molestias para todos los que estaban allí y los gritos que harían los asistentes, pues no les dejaban escuchar a Jesús, etc.

Pero los auténticos amigos no encuentran dificultades, aman de verdad y quieren lo mejor, porque «es propio del amigo hacer el bien a los amigos, principalmente a aquellos que se encuentran más necesitados» (Santo Tomás de Aquino). Preguntémonos hoy si nosotros tenemos verdaderos amigos que serán capaces de llevarnos a Dios. Preguntémonos, también, si somos amigos de verdad y nos esforzamos para llevar a quienes amamos a Dios. No conviene olvidar que también ellos pondrán resistencia. ¿Soy realmente amigo? ¿Pueden los otros confiar en que les ayudaré a estar cerca de Jesús?

¿Y Jesús? Viene a traernos la verdadera salvación, a liberarnos de la parálisis, viene a perdonarnos los pecados. ¿Ayudo a los otros a acercarse a la confesión?

Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos lleva y nos da a Jesús: ¡que con su ayuda también nosotros llevemos a todos a Jesús!

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

El poder de hacer milagros

«¿Qué es más fácil: decir se te perdonan tus pecados, o decir levántate y anda?»

Eso pregunta Jesús.

Tu Señor te hace una pregunta, sacerdote, y pone a prueba tu fe.

Tu Señor te ha dado el poder de expulsar demonios y de perdonar los pecados de los hombres, y también te ha dicho que el que crea en Él, hará él también las obras que Él hace, y aun mayores, porque Él está en el Padre, y el Padre está en Él, y te envía a dar testimonio de esta verdad, para que el mundo crea por tus obras.

Demuestra tu fe, sacerdote, y haz lo que tu Señor te dice, pidiéndole en su Nombre, confiando en que Él te dará todo lo que le pides, para que el Padre sea glorificado en el Hijo, a través de ti y de tu fe puesta en obras.

Confía, sacerdote, en el poder de tu Señor, que Él mismo ha confiado en ti para conquistar al mundo a través de sus obras y su Palabra. Pero si tú, sacerdote, a quien Él ha llamado “amigo”, no crees en su poder, ¿quién creerá en Él?

Y si tú, sacerdote, a quien Él ha hecho pastor de su rebaño, no crees en tu poder, ¿quién creerá en ti?

Y si tú no predicas con el ejemplo, haciendo la Palabra de Dios tu propia vida, y no eres digno de confianza porque no cumples sus mandamientos, ¿quién confiará en ti? ¿Quién confiará en la Palabra que predicas?,

Tu Señor vive en ti, sacerdote, y si al mundo le falta fe, que crean al menos por tus obras.

Tu Señor ha obrado milagros para que el mundo crea, y lo sigue haciendo para que conste que Él está vivo, que habita entre los hombres a través de ti, sacerdote, que obras cada día ante sus ojos un milagro patente, transformando un trozo de pan y un poco de vino, fruto del trabajo de los hombres, en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, en su alma, en su divinidad, que es don, alimento, comunión, gratuidad, ofrenda y vida, elevada en el altar: la presencia de Dios en la Eucaristía.

Y tú, sacerdote, ¿crees en los milagros?

¿Crees en el poder que te ha dado tu Señor, y en el poder de la intercesión de los santos?

¿Pides, en el nombre de tu Señor, beneficios, dones y gracias, para su pueblo?

¿Tienes caridad?

¿Tienes compasión?

¿Tienes encendido el corazón de celo apostólico, que te motiva a hacer las mismas obras que hizo tu Señor?

¿Le permites obrar por ti, contigo y en ti?, ¿o limitas la gracia por tu incredulidad y tu poca fe?

Recupera la confianza en tu Señor, sacerdote, teniendo visión sobrenatural, caminando con los pies en la tierra, pero con el corazón en el cielo, alimentando tu fe con su Palabra, en la oración, abriendo tu corazón, reconociendo que tú solo no puedes nada, pero que en cada encuentro tu Señor te fortalece y su gracia te basta.

Decídete, sacerdote, a obedecer a tu Señor, y haz lo que te manda. Pídele en su nombre, y haz sus obras, confiando en su poder, perdonando los pecados de su pueblo y derramando sobre él su misericordia.

Cree en ti, sacerdote, y cree en Cristo que vive en ti. Repara su Sagrado Corazón con tus obras de amor, y confía en que Él te ha dado el poder, la gracia y el don para que no seas incrédulo, sino creyente.

(Espada de Dos Filos III, n. 53)

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