Domingo 10 del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo X del Tiempo Ordinario (ciclo B)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO – Homilía 42 del Evangelio de San Mateo
  • FRANCISCO – Homilía en Santa Marta, 11 de abril de 2014 y Ángelus 2018
  • BENEDICTO XVI – Catequesis sobre el pecado original en San Pablo
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Vicenç GUINOT i Gómez, (Sant Feliu de Llobregat, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

LA HOSTILIDAD Y LA DIVISIÓN

El relato del Génesis nos pinta de manera sencilla una de las raíces de nuestra conflictiva existencia. El afán de afirmar nuestra voluntad por encima de todo genera luchas y conflictos con quienes más deseamos evitarlos. La primera pareja que se reconoce con tanto entusiasmo al primer encuentro. tú eres carne de mi carne y sangre de sangre”, termina distanciándose y lastimándose con acusaciones sin sentido. El mismo Señor Jesús conoció en carne propia esta limitación humana. Sus vecinos y aún sus mismos parientes lo trataron con rudeza. No se diga las autoridades de Israel, tan celosas en su pretensión de ser los intérpretes autorizados de la voluntad de Dios. Jesucristo se sobrepone a esa hostilidad, piensa con rigurosa lógica y se enriquece con la fidelidad de una nueva familia: la de sus discípulos y seguidores.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 26, 1-2

El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Cuando me asaltan mis enemigos, tropiezan y caen.

ORACIÓN COLECTA

Señor, Dios, de quien todo bien procede, escucha nuestras súplicas y concédenos que comprendiendo, por inspiración tuya, lo que es recto, eso mismo, bajo tu guía lo hagamos realidad. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

El Señor puso enemistad entre la serpiente y la mujer.

Del libro del Génesis: 3, 9-15

Después de que el hombre y la mujer comieron del fruto del árbol prohibido, el Señor Dios llamó al hombre y le preguntó: “¿Dónde estás?”. Éste le respondió: “Oí tus pasos en el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo, y me escondí”. Entonces le dijo Dios: “y quién te ha dicho que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?”.

Respondió Adán: “La mujer que me diste por compañera me ofreció del fruto del árbol y comí”. El Señor Dios dijo a la mujer: “¿Por qué has hecho esto?”. Repuso la mujer: “La serpiente me engañó y comí”.

Entonces dijo el Señor Dios a la serpiente: “Porque has hecho esto, serás maldita entre todos los animales y entre todas las bestias salvajes. Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás polvo todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; y su descendencia te aplastará la cabeza, mientras tú tratarás de morder su talón”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 129

R/. Perdónanos, Señor, y viviremos

Desde el abismo de mis pecados clamo a ti; Señor, escucha mi clamor; que estén atentos tus oídos a mi voz suplicante. R/.

Si conservaras el recuerdo de las culpas, ¿quién habría, Señor, que se salvara? Pero de ti procede el perdón, por eso con amor te veneramos. R/.

Confío en el Señor, mi alma espera y confía en su palabra; mi alma aguarda al Señor, mucho más que a la aurora el centinela. R/.

Como aguarda a la aurora el centinela, aguarda Israel al Señor, porque del Señor viene la misericordia y la abundancia de la redención, y él redimirá a su pueblo de todas sus iniquidades. R/.

SEGUNDA LECTURA

Creemos por eso hablamos.

De la segunda carta del apóstol san Pablo a los corintios: 4, 13-5, 1

Hermanos: Como poseemos el mismo espíritu de fe que se expresa en aquel texto de la Escritura: Creo, por eso hablo, también nosotros creemos y por eso hablamos, sabiendo que aquel que resucitó a Jesús nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos colocará a su lado con ustedes. Y todo esto es para bien de ustedes, de manera que, al extenderse la gracia a más y más personas, se multiplique la acción de gracias para gloria de Dios.

Por esta razón no nos acobardamos; pues aunque nuestro cuerpo se va desgastando, nuestro espíritu se renueva de día en día. Nuestros sufrimientos momentáneos y ligeros nos producen una riqueza eterna, una gloria que los sobrepasa con exceso.

Nosotros no ponemos la mira en lo que se ve, sino en lo que no se ve, porque lo que se ve es transitorio y lo que no se ve es eterno. Sabemos que, aunque se desmorone esta morada terrena, que nos sirve de habitación, Dios nos tiene preparada en el cielo una morada eterna, no construida por manos humanas. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 12, 31-32 

R/. Aleluya, aleluya.

Ya va a ser arrojado el príncipe de este mundo. Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí, dice el Señor. R/.

EVANGELIO

Satanás ha llegado a su fin.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 3, 20-35

En aquel tiempo, Jesús entró en una casa con sus discípulos y acudió tanta gente, que no los dejaban ni comer. Al enterarse sus parientes, fueron a buscarlo, pues decían que se había vuelto loco.

Los escribas que habían venido de Jerusalén decían acerca de Jesús: “Este hombre está poseído por Satanás, príncipe de los demonios, y por eso los echa fuera”.

Jesús llamó entonces a los escribas y les dijo en parábolas: “¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Porque si un reino está dividido en bandos opuestos, no puede subsistir. Una familia dividida tampoco puede subsistir. De la misma manera, si Satanás se rebela contra sí mismo y se divide, no podrá subsistir, pues ha llegado su fin. Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse sus cosas, si primero no lo ata. Sólo así podrá saquear la casa.

Yo les aseguro que a los hombres se les perdonarán todos sus pecados y todas sus blasfemias. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón; será reo de un pecado eterno”. Jesús dijo esto, porque lo acusaban de estar poseído por un espíritu inmundo.

Llegaron entonces su madre y sus parientes; se quedaron fuera y lo mandaron llamar. En torno a él estaba sentada una multitud, cuando le dijeron: “Ahí fuera están tu madre y tus hermanos, que te buscan”.

Él les respondió: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Luego, mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Mira, Señor, con bondad nuestro servicio para que esta ofrenda se convierta para ti en don aceptable y para nosotros, en aumento de nuestra caridad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN 1 Jn 4,16

Dios es amor y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Señor, que la virtud medicinal de este sacramento nos cure por tu bondad de nuestras maldades y nos haga avanzar por el camino recto. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Establezco hostilidades entre tu estirpe y la de la mujer (Gn 3, 9-15.20)

1ª lectura

El texto que escuchamos en la primera lectura de la Santa Misa se enmarca en el relato del primer pecado. «El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre. La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 390).

La Biblia nos enseña aquí el origen del mal, de todos los males que padece la humanidad, y especialmente de la muerte. El mal no viene de Dios, que creó al hombre para que viviese feliz y en amistad con Él, sino del pecado, es decir, del hecho de que el hombre quebrantó el mandamiento divino, destruyendo así la felicidad para la que fue creado y la armonía con Dios, consigo mismo, y con la creación. «El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador (cfr Gn 3,1-11), y, abusando de su libertad desobedeció el mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cfr Rm 5,19). En adelante todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad» (ibidem, n. 397).

En la descripción de ese pecado de origen y de sus consecuencias el autor sagrado se sirve del lenguaje simbólico —así el jardín, el árbol, la serpiente— para expresar una gran verdad de orden histórico y religioso: que el hombre al comienzo de su andadura en la tierra desobedeció a Dios, y que ésa es la causa de que exista el mal. Se descubre, al mismo tiempo, el proceso y las consecuencias de todo pecado, en el que los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gn 3,15) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 6).

A partir del versículo 7 se van viendo los efectos del pecado de origen. El hombre y la mujer han conocido el mal y lo proyectan, antes que nada, a lo que les es más propio e inmediato: sus propios cuerpos. Se ha roto la armonía interior descrita en Gn 2,25, y surge la concupiscencia. Se rompe al mismo tiempo la amistad con Dios, y el hombre rehúye su presencia para no ser visto en su desnuda realidad. ¡Como si su Creador no le conociese! Se rompe también la armonía entre el hombre y la mujer: él echa la culpa a ella, y ella a la serpiente. Pero los tres han tenido su parte de responsabilidad, por lo que a los tres se les va a anunciar el castigo.

«La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cfr Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cfr Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cfr Gn 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cfr Gn 3,17.19). A causa del hombre la creación es sometida a la “servidumbre de la corrupción” (Rm 8,21). Por fin la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cfr Gn 2,17), se realizará: el hombre “volverá al polvo del que fue tomado” (Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cfr Rm 5,12)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 400).

El castigo que Dios impone a la serpiente (vv. 14-15) incluye el enfrentamiento permanente entre la mujer y el diablo, entre la humanidad y el mal, con la promesa de la victoria por parte del hombre. Por eso se ha llamado a este pasaje el «Protoevangelio»: porque es el primer anuncio que recibe la humanidad de la buena noticia del Mesías redentor. Es obvio que herir en la cabeza es producir una herida mortal, mientras que la herida en el talón es curable.

Como enseña el Concilio Vaticano II, «Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo (cfr Jn 1,3), da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas (cfr Rm 1,19-20), y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó además personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio. Después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación (cfr Gn 3,15) con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos cuantos buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras (cfr Rm 2,6-7)» (Dei Verbum, n. 3).

La victoria contra el diablo la llevará a cabo un descendiente de la mujer, el Mesías. La Iglesia siempre ha entendido estos versículos en sentido mesiánico, referidos a Jesucristo; y ha visto en la mujer, madre del Salvador prometido, a la Virgen María como nueva Eva. «Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos a la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz, es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros Padres, caídos en pecado (cfr Gn 3,15). (...) Por eso no pocos padres antiguos, en su predicación, gustosamente afirman: “El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe” (S. Ireneo, Adversus haereses 3,22,4); y, comparándola con Eva, llaman a María “Madre de los vivientes” (S. Epifanio, Adversus haereses Panarium 78,18), y afirman con mayor frecuencia: “la muerte vino por Eva, por María la vida” (S. Jerónimo, Epistula 22,21; etc.)» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, nn. 55-56).

En efecto, la mujer va a tener un papel importantísimo en esa victoria sobre el diablo, hasta el punto de que ya San Jerónimo, en su traducción de la Biblia al latín, la Vulgata, interpreta: «ella (la mujer) te pisará la cabeza». Esa mujer es la Santísima Virgen, nueva Eva y madre del Redentor, que participa de forma anticipada y preeminente en la victoria de su Hijo. En ella nunca hizo mella el pecado y la Iglesia la proclama como la Inmaculada Concepción.

Si Dios no impidió que el primer hombre pecara fue, según explica Santo Tomás, porque «Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Y el canto del Exultet: “¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!”» (Summa theologiae 3,1,3 ad 3; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 412).

Creemos, y por eso hablamos (2 Co 4,13—5,1)

2ª lectura

La esperanza de la resurrección y del Cielo (4,14) es estímulo para la fortaleza del Apóstol. Mientras el hombre exterior —el cuerpo corruptible— va consumiéndose por las tribulaciones y sufrimientos, el hombre interior —la vida del alma— crece y se renueva de día en día hasta alcanzar su plenitud en el Cielo. Es algo que se observa de manera evidente en la biografía de los santos: en medio de sufrimientos y enfermedades, y a la vez que su vida en la tierra se va consumiendo, la juventud de su alma y la alegría aumentan. «¿Y de qué manera? Por la fe, por la esperanza, por la caridad ardiente. Por tanto, hemos de ver los peligros con mirada intrépida. Cuanto mayores sean los males que consuman nuestro cuerpo, más lisonjeras esperanzas deberá concebir nuestra alma, más esplendor y brillo sacará de allí, como el oro toma un brillo más deslumbrante cuando está en el crisol encendido» (S. Juan Crisóstomo, In 2 Corinthios 9).

La mención de la tienda del desierto (5,1) resalta la caducidad de nuestro cuerpo frente a «las arras del Espíritu» (5,5) que garantizan y anticipan la vida definitiva, como la de Cristo resucitado: «Esta tierra no es nuestra patria; estamos en ella como de paso, cual peregrinos. (...) Nuestra patria es el Cielo, que hay que merecer con la gracia de Dios y nuestras buenas acciones. Nuestra casa no es la que habitamos al presente, que nos sirve tan sólo de morada pasajera; nuestra casa es la eternidad» (S. Alfonso Mª de Ligorio, Sermones abreviados 16,1,2).

Satanás ha llegado a su fin (Mc 3, 20-35)

Evangelio

La absorbente dedicación del Redentor al apostolado aparece a los ojos de algunos de sus parientes como una exageración, una locura. Así se presenta también en otros lugares (cfr 6,3 y par), de modo semejante a como fue vista muchas veces la actuación de los profetas (cfr p. ej. Jr 12,6). Al leer estas palabras del Evangelio, no podemos por menos de sentirnos afectados pensando en aquello a lo que se sometió Jesús por amor nuestro. Muchos santos, a ejemplo de Cristo, pasarán también por locos, pero serán locos de Amor a Jesucristo.

Peor que lo que piensan los parientes de Jesús es la acusación de los escribas bajados de Jerusalén (vv. 22-30). Ellos reconocen el poder de Jesús sobre los demonios, pero llegan a imputar al diablo lo que son obras de Dios (v. 22). Jesús explica, con unas comparaciones (vv. 23-27), el contrasentido de la acusación. En el razonamiento del Señor hay unas indicaciones muy sutiles: con su llegada al mundo, hay un conflicto entre dos reinos, el de Satanás y el Reino de Dios. Por tanto, si Satanás ha sido vencido por Jesús (cfr 1,24-27.34.39; 3,11-12) es imposible que Jesús tenga algo que ver con Satanás (vv. 24-26). Ciertamente, Satanás es fuerte, pero Jesús es más fuerte (v. 27).

Al final (vv. 28-30), ante la ceguera de sus corazones, Jesús, que había mostrado su misericordia perdonando a los pecadores y comiendo con ellos, advierte cuán difícil será el perdón para quienes voluntariamente se cierran al conocimiento de la verdad. En esa actitud consiste precisamente la gravedad especial de la blasfemia contra el Espíritu Santo: atribuir a Satanás las obras de bondad realizadas por el mismo Dios. Quien actuara así vendría a ser como un enfermo que, en el colmo de su desconfianza, repeliera al médico como a un enemigo, y rechazara como un veneno la medicina que le podría salvar. Por eso dice Nuestro Señor que el que blasfema contra el Espíritu Santo no tendrá perdón: no porque Dios no pueda perdonar todos los pecados, sino porque ese hombre, en su obcecación frente a Dios, rechaza y desprecia las gracias del Espíritu Santo (cfr nota a Mt 12,22-37).

En los vv. 31-35 se distingue explícitamente a la Madre y a los «hermanos» de Jesús (v. 31) de los otros parientes (3,21) que le tomaban por loco. La escena aquí relatada señala una característica primordial del cristiano: el cumplimiento de la voluntad de Dios supone un parentesco con Cristo más estrecho que el parentesco natural de sangre. Por eso la inclusión aquí de la Madre de Jesús es muy significativa ya que Ella, con su correspondencia al querer de Dios, prefiguró lo que sería la vida de los discípulos: «¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre la Virgen María, Ella, que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe, que fue elegida para que de Ella naciera entre los hombres el que había de ser nuestra salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado en Ella? Ciertamente, cumplió Santa María, con toda perfección, la voluntad del Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo. Por esto, María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno» (S. Agustín, Sermones 25,7).

Como en otras ocasiones, aparece aquí la expresión «hermanos» de Jesús (v. 31). La Iglesia confiesa la perpetua virginidad de María, y, por tanto, lo razonable es intentar aclarar el significado de este término: «La Escritura menciona unos hermanos y hermanas de Jesús (cfr Mc 3,31; 6,3; 1 Co 9,5; Ga 1,19). La Iglesia siempre ha entendido estos pasajes como no referidos a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José “hermanos de Jesús” (Mt 13,55) son los hijos de una María discípula de Cristo (cfr Mt 27,56) que se designa de manera significativa como “la otra María” (Mt 28,1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión conocida del Antiguo Testamento (cfr Gn 13,8; 14,16; 29,15; etc.)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 500).

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SAN JUAN CRISÓSTOMO – Homilía 42 del Evangelio de San Mateo

Penetrando él sus pensamientos les dijo: Todo reino en sí dividido será desolado; y toda ciudad o casa en sí dividida no subsistirá. Si Satanás arroja a Satanás, está dividido contra sí: ¿cómo, pues, subsistirá su reino? (Mt 12, 25-26).

Ya antes habían acusado a Jesús de que lanzaba los demonios en nombre de Beelzebul. Pero en esa otra ocasión no los increpó, sino que mediante muchos milagros les dio facilidad para llegar a comprender su poder y mediante su doctrina les demostró su excelsa grandeza. Pero como perseveraban en repetir lo mismo, finalmente los increpa; y con un primer argumento les prueba su divinidad; es a saber: descubriendo los secretos arcanos de sus corazones. Luego, con otro más, que fue la facilidad con que arrojaba los demonios.

Por lo demás, la acusación era demasiado impudente. Pues como anteriormente dije, la envidia no examina lo que dice, sino que habla a la ventura. A pesar de esto, Cristo no disimula, sino que, con la moderación debida se justifica, enseñándonos la mansedumbre para con los enemigos, aun cuando nos acusen de cosas de que no tenemos conciencia; y que no nos perturbemos sino que con tranquilidad les expongamos nuestros motivos. Así lo hizo entonces El, procediendo preclaramente, y dando así un testimonio excelentísimo de que ellos hablaban falsedades: puesto que no era propio de un endemoniado dar muestras de tan profunda mansedumbre. Ni tampoco era propio de un poseso conocer los arcanos secretos de las conciencias.

Por ser tan impudente la acusación y porque temían al pueblo, los judíos no se atrevían a proferirla en público, sino que la mantenían en su pensamiento. Pero Jesús, demostrándoles que la conocía, a pesar de todo, no comienza por declarar esa acusación que ellos le hacían en su interior, ni hace pública la perversidad de ellos, sino que procede a dar la solución, dejando a sus conciencias el aplicarse la refutación. Todo porque el único cuidado que tenía era el de ayudar a los pecadores y no el de sacar al público sus pecados. Si hubiera querido alargar su discurso y ponerlos en ridículo y aun sujetarlos a peores castigos, nada se lo impedía. Pero haciendo a un lado todo eso, no llevaba más finalidad que la de no tornarlos más querellosos, sino más mansos y así disponerlos mejor a la enmienda.

¿Cómo se justifica? Nada alega tomado de las Escrituras (pues ni le habrían atendido y aun lo habrían interpretado perversamente), sino que les habla de cosas vulgares y que a diario suceden: Todo reino dividido en sí, será desolado; y toda ciudad o casa en sí dividida, no subsistirá. Porque no dañan tanto las guerras externas con los extraños, como las disensiones internas. Así sucede en los cuerpos y en todas las cosas. Pero desde luego, les pone ejemplos de cosas más conocidas. ¿Qué hay sobre la tierra más poderoso que un reino? ¡Nada! Y sin embargo, las internas disensiones lo destruyen. Y si en el reino deja entender Jesús que la causa es la mole de negocios, ya que pelea el reino contra sí mismo ¿qué se habrá de decir acerca de una ciudad y de una casa? Pues ya sea grande la casa, ya sea pequeña, si contra sí misma pelea, perece.

Es como si les dijera Jesús: si yo, por estar poseso, con el auxilio de los demonios arrojo los demonios, hay entre ellos pugna y disensión y andan en divisiones y enemistades. De modo que unos luchan contra otros y entonces su poderío se ha acabado, se ha derrumbado. Por esto dice: Si Satanás arroja a Satanás (y advierte que no dijo arroja los demonios, para dar a entender que hay entre ellos concordia), está dividido contra sí. Y si se ha dividido, se ha debilitado; y si ha perecido ¿cómo puede arrojar a otros? ¿Observas lo ridículo de la acusación, lo necio, lo contradictorio? Porque nadie puede lógicamente afirmar que Satanás al mismo tiempo permanece firme y arroja los demonios; ni que porque los arroja permanece firme, cuando ya él mismo se derribó.

Esta es la primera solución. La segunda trata de los discípulos. Porque Jesús no resuelve las dificultades de solo un modo, sino de dos y de tres, pues quiere reprimir abundantemente y en absoluto la impudencia de los judíos acusadores. Lo mismo hizo cuando se trataba del sábado, trayendo al medio a David y a los sacerdotes y el testimonio de la Ley que dice: Prefiero la misericordia a los sacrificios, y finalmente la causa de haberse instituido el sábado: Porque el sábado, dice, ha sido instituido para el hombre. Lo mismo hace ahora. Tras de la primera solución procede a la segunda con mayor claridad. Porque dice: Si yo arrojo los demonios con el poder de Beelzebul ¿con qué poder los arrojan vuestros hijos? Advierte también aquí su mansedumbre. Porque no dice: mis discípulos ni mis apóstoles, sino vuestros hijos, para que si quieren levantarse hasta esta dignidad, de aquí tomen ocasión; o si, como ingratos, persisten en sus mismas acusaciones, no puedan presentar excusa alguna aun cuando ella fuera impudente. Quiere, pues, decir: ¿Con qué poder los apóstoles echan los demonios? Porque ya los habían arrojado cuando Él les confirió esa potestad, y sin embargo a los apóstoles no los acusan. Es que no combatían la cosa sino a la persona de Jesús. Para demostrarles, pues, que únicamente por envidia decían lo que decían, trae al medio el asunto de los apóstoles. Como si dijera: si yo en esa forma echo los demonios, mucho más lo harán así los que de mí han recibido ese poder; y sin embargo, nada habéis dicho de ellos. Entonces ¿cómo me acusáis a mí que les he dado ese poder y no a ellos, sino que los hacéis libres del crimen? Esto no os librará a vosotros del castigo, antes bien os sujetará a mayor tormento.

Por esto añadió: Por tal motivo serán ellos vuestros jueces. Puesto que de vosotros han nacido y tales obras hacen y a mí me obedecen y se sujetan, es manifiesto que condenarán a los que dicen y hacen lo contrario de ellos. Pero si yo arrojo los demonios con el Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios. ¿Qué es ese reino? Mi advenimiento. Observa cómo de nuevo los atrae y medicina y los empuja a su conocimiento y les demuestra que pelean contra su propio bien y litigan en contra de su salvación. Como si les dijera: cuando convenía gozarse y dar saltos de júbilo, pues ha venido el que os dará aquellos bienes inefables y grandes que antiguamente anunciaron los profetas y ha llegado para vosotros el tiempo de la bienandanza, vosotros hacéis lo contrario y no sólo no recibís los bienes, sino que os dedicáis a calumniar y a revolver y a lanzar culpas que no existen.

Mateo dice: Pues si yo arrojo los demonios en el Espíritu de Dios. Lucas en cambio dice: Si yo arrojo los demonios en el dedo de Dios. Pone así en claro que semejante obra es propia del sumo Poder, o sea el echar los demonios, y de una no vulgar gracia. Y de aquí quiere deducir por raciocinio que siendo eso así, luego vino ya el Hijo de Dios. Pero no lo dice claro, sino oscuramente; a fin de que a los judíos no les resulte molesto, lo deja entender diciendo: Luego ha llegado a vosotros el reino de Dios. ¿Observas su eximia sabiduría? Por las mismas cosas que le objetaban, les declara manifiestamente su venida.

Luego, para atraerlos, no dice simplemente: Ha llegado el reino, sino que añade: a vosotros. Como si dijera: llegan para vosotros los bienes. Entonces ¿por qué tratándose de vuestros propios bienes no tenéis cordura? ¿Por qué lucháis contra vuestra salvación? Este es el tiempo que los profetas predijeron; esta es la señal del advenimiento por ellos celebrado, es a saber: las obras llevadas a cabo con el divino Poder. Que sean hechas, vosotros lo sabéis; que lo sean por el divino Poder, las obras mismas lo proclaman. Porque no puede ser que ahora Satanás sea más poderoso, sino que necesariamente es más débil, pues uno que sea débil no podrá echar al demonio que es fuerte. Decía’ esto para manifestar la fuerza de la caridad y la debilidad de los litigantes y adversarios. Por tal motivo El con frecuencia exhorta a los discípulos a la caridad y declara cómo el demonio hace cuanto puede para hacerla desaparecer.

Tras de la segunda solución introduce una tercera diciendo: ¿Cómo podrá entrar uno en la casa de un fuerte y arrebatarle sus enseres, si no logra primero sujetar al fuerte? Ya entonces podrá saquear su casa. Que no sea posible que Satanás arroje a Satanás, queda claro por lo que precede; y que en absoluto nadie pueda arrojarlo si de antemano no lo vence no necesita demostración. Entonces ¿qué se deduce de aquí? Lo mismo que ya se dijo, pero con mucha mayor fuerza. Como si dijera Jesús: Tan lejos está eso de que yo me valga del demonio para que me ayude, que, por el contrario, yo lo ato y lo combato; y la prueba y señal es que arrebato sus enseres. Observa cómo se demuestra lo contrario de lo que los judíos antes trataban de establecer. Porque ellos querían demostrar que Cristo no arrojaba los demonios por virtud propia. El en cambio les prueba que no sólo a los demonios sino al príncipe de ellos lo tiene atado, y que El, con su propio poder, primero lo venció.

Y eso se comprueba con los hechos. Si Satanás es el príncipe y los demonios son sus súbditos cómo podía suceder que éstos no fueran robados si su príncipe no hubiera sido vencido y hubiera dejado el campo? Paréceme que hay aquí una profecía en lo que dice. Porque enseres de Satanás son no solamente los demonios, sino también los hombres que obran conforme a las leyes de Satanás. De modo que claramente en este pasaje se dice que Cristo no sólo echa los demonios, sino que eliminará del orbe entero el error y acabará con las hechicerías del demonio e inutilizará todas las artimañas que ahora usa. Y no dijo arrebatará, sino saqueará, indicando que lo hace con plena potestad. Llama al demonio fuerte, no porque lo sea por naturaleza contra el hombre: ¡lejos tal cosa!, sino para significar la anterior tiranía sostenida e impuesta por nuestra desidia.

El que no está conmigo, está contra mí; y el que conmigo no recoge, desparrama. He aquí la cuarta respuesta. Como si dijera: ¿Qué es lo que yo quiero? Acercar a Dios, enseñar la virtud, anunciar el reino. ¿Qué es lo que quieren Satanás y los demonios? Todo lo contrario. Entonces ¿cómo el que no recoge conmigo ni está conmigo, obrará junto conmigo? Mas ¡qué digo obrar junto conmigo! Al contrario: lo que anhela es disipar lo mío. En consecuencia, quien no sólo no obra conmigo, sino que desparrama lo que Yo junto ¿podría tener tan gran concordia conmigo que hasta arrojara conmigo los demonios? Es verosímil que esto lo afirmara no únicamente del diablo, sino también de sí mismo, pues su lucha es contra el diablo y va desparramando éste lo que El amontona.

Preguntarás: ¿cómo es eso de que quien no está conmigo está contra mí? Pues por el hecho mismo de que no recoge. Siendo esto verdad, mucho más lo será que quien está en su contra no obra juntamente con Él. Si quien no obra juntamente con Él es su enemigo, mucho más lo será, quien además lo combate.

Todo esto lo dice para demostrar que hay una enemistad máxima entre Él y Satanás. Yo te pregunto: si cuando se hace necesario pelear, alguno se niega a ayudar ¿acaso por el mismo hecho no está en contra de ti? Y si en otra parte dice: El que no está contra vosotros, está con vosotros, esto no contradice a lo dicho. Porque aquí se trata de un adversario absoluto y en todo; mientras que en Lucas habla de los que sólo lo son en parte. Porque dice: En tu nombre echan los demonios. Más aún, creo que en nuestro caso se refiere a los judíos, a quienes pone en el bando de Satanás. Pues también los judíos le eran adversos e iban desparramando y disgregando lo que Él iba congregando. Y que dejara entender que a ellos se refería se ve por las siguientes palabras: Por esto os digo: Todo pecado y blasfemia les será perdonado a los hombres.

Así, una vez que les hubo contestado y resuelto su objeción, y les hubo demostrado que en vano e impudentemente procedían, ahora por fin les pone terror. Parte, y no despreciable, de quien aconseja y corrige es no sólo responder a lo que se le objeta y tratar de persuadir al oyente, sino además amenazar: cosa que Cristo con frecuencia hace cuando legisla y cuando da consejos. Lo que acaba de decir parece oscuro; pero si atendemos, la solución es fácil. Ante todo debemos escuchar sus palabras: Todo pecado y blasfemia les será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada. Quien hablare contra el Hijo del hombre será perdonado; pero quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero. ¿Qué quiere decir con esto? Muchas cosas habéis dicho contra Mí. Me habéis llamado engañador y enemigo de Dios. Si os arrepentís os lo perdono y no os castigo. Pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no se perdona ni aun a los que se arrepienten.

Pero ¿cómo puede sostenerse semejante sentencia? Porque aun este pecado se ha perdonado a los arrepentidos. Muchos que dijeron iguales cosas, fueron perdonados una vez que creyeron. ¿Qué es, pues, lo que dice? Que semejante pecado es el que, por encima de todos, menos merece perdón. ¿Por qué? Porque los que así blasfemaban ignoraban quién era Cristo, mientras que ya tenían suficiente noticia del Espíritu Santo, pues por El habían hablado los profetas y todos habían recibido muchos datos acerca de El en el Antiguo Testamento. Quiere, pues, decir Cristo: Pase que os hayáis escandalizado en Mí a causa de mi carne que tomé; pero ¿diréis que tampoco habéis conocido al Espíritu Santo? Por esto no se os perdonará la blasfemia contra Él, sino que aquí y en lo futuro seréis castigados. Muchos a la verdad sólo aquí han sido castigados como el fornicario aquel, como entre los corintios los que se habían acercado indignamente a los sagrados misterios. Pero vosotros aquí y allá seréis castigados; de modo que todo lo que habéis blasfemado contra Mí, antes de ser Yo crucificado, os lo perdono, y aun a los que me crucificarán, y no serán condenados por sola la incredulidad. Pues los mismos que antes de la crucifixión creyeron no tenían plena fe. Y El mismo en muchos sitios amonesta a los beneficiados a que declaren quién es El, antes de la Pasión; y en la cruz suplicaba que a ésos se les perdonara. Pero, como si dijera, lo que contra el Espíritu Santo habéis dicho, no os será perdonado.

Y que lo entienda de lo que se dijo antes de la crucifixión, lo declara al añadir: Quien hablare contra el Hijo del hombre, será perdonado; pero quien hablare contra el Espíritu Santo, no.

¿Por qué? Porque el Espíritu Santo ya os es conocido, de modo que procedéis impudentemente contra una verdad conocida. Al fin y al cabo, si decís que no me conocéis, cierto no ignoráis que el echar los demonios y el curar a los enfermos es obra propia del Espíritu Santo. De modo que no me injuriáis a Mí sólo, sino también al Espíritu Santo. Por lo cual sin perdón alguno sufriréis el castigo en esta vida y en la otra. Porque unos hombres sufren castigo aquí y allá; otros tan sólo aquí; otros tan sólo allá; otros ni aquí ni allá. Los hay, pues, que sufrirán el castigo aquí y allá, como esos judíos blasfemos.

Los judíos sufrieron aquí el castigo cuando hubieron de pasar por los horrores indecibles de la destrucción de Jerusalén. Y en el siglo futuro soportarán gravísimos tormentos, como los sodomitas y otros muchos. Otros sufren sólo allá, como el rico Epulón, que puesto en el tormento de las llamas, no tuvo ni el refrigerio de una gota de agua. Otros lo sufren acá, como aquel que fornicó entre los, corintios. Otros, en fin, ni aquí ni allá sufren castigo, como los apóstoles, los profetas y el bienaventurado Job; porque lo que éstos padecieron no era castigo, sino combate y certamen.

Procuremos, pues, estar entre éstos; o si no entre éstos, a lo menos entre los que acá expiaron sus pecados. Porque el juicio aquél es terrible y las penas son intolerables y el suplicio inevitable. Si no quieres sufrir aquí el castigo, júzgate a ti mismo, exígete cuentas a ti mismo. Oye a Pablo que dice: Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos condenados. Si así procedes, poco a poco avanzando, llegarás a la corona. Preguntarás: ¿en qué forma vamos a juzgar de nosotros mismos y a tomarnos cuentas? Llora, gime amargamente, humíllate, aflígete, recuerda tus pecados en particular. Esto te será no pequeña angustia para el alma Quien haya ejercitado la compunción, sabe por experiencia que semejante recuerdo es grande pena para el alma. Si alguno ha hecho memoria de sus pecados, conoce ya el dolor que de esto el alma concibe. Por tal motivo, a este género de penitencia Dios le asignó como premio la justificación, diciendo: Habla tú y di el primero tus pecados para que seas justificado. Porque no, es, no, no es pequeño motivo para enmendarse el que revuelvas y consideres en tu ánimo en particular el conjunto de tus pecados. Quien lo haga se compungirá hasta tal punto que aun se juzgará indigno de vivir. Y quien llegue a estimarse así, se ablandará más que una cera.

Ni me hables únicamente de las fornicaciones o de los adulterios o de otros pecados como ésos, que todos ven y confiesan ser graves; sino reúne también las ocultas asechanzas al prójimo, las calumnias, maldiciones, vanagloria, envidias y todos los demás. Tales pecados serán castigados con grave suplicio. El querelloso caerá en la gehenna; el ebrio nada tiene que ver, con el reino, de los cielos; el que no ama al prójimo, ofende a Dios en tal grado que aun el martirio de nada le sirve. El que olvida a sus parientes cercanos, ha negado la fe; el que desprecia al pobre, será arrojado al fuego. Así pues, no tengáis por pequeños esos pecados; sino reunidlos en un haz, escribidlos como en un libro. Si tú los escribes, Dios los borra; si no, Dios los tendrá contados y te impondrá el castigo. Pero es mucho mejor que nosotros los escribamos y se borren allá arriba, que no el que los ocultemos nosotros y Dios los ponga ante nuestros ojos el día del juicio.

Para que esto no suceda, cuidadosamente recojamos en un haz todas nuestras faltas; y hallaremos que somos reos de muchas. ¿Quién se halla libre de avaricia? Ni te excuses diciendo que sólo eres medianamente avaro, pues también por lo poco seremos castigados. Piensa en esto y haz penitencia. ¿Quién no es reo de alguna injuria? Pues también eso lleva a la gehenna. ¿Quién no ha hablado mal a ocultas de su prójimo? También esto echa del reino. ¿Quién no se ha hinchado con la soberbia? Pues esto es lo más inmundo. ¿Quién no ha mirado con ojos no castos? Pues este tal ciertamente ha caído en la fornicación. ¿Quién no se ha irritado sin motivo contra su hermano? Pues es reo que ha de llevarse al Consejo. ¿Quién no ha jurado? Pues esto proviene del Malo. ¿Quién no ha servido a las riquezas? Pues ese tal cayó de la servidumbre de Cristo. ¿Quién no ha perjurado? Pues esto mucho más proviene del Malo.

Podría yo decir otras cosas más graves que éstas; pero con ellas basta para llevar a la compunción aun a quien tenga un corazón de piedra y carezca de todo sentimiento de vergüenza. Pues si cada uno de esos pecados conduce a la gehenna ¿qué no harán todos reunidos? Preguntarás: pero entonces ¿cómo podremos conseguir la salvación? Pues empleando los remedios que a tales pecados se oponen, como son la limosna, las oraciones, la compunción, la penitencia, la humildad, el corazón contrito, el desprecio de las cosas presentes. Porque Dios nos ha abierto infinitos caminos de salvación, con tal de que pongamos atención. Apliquemos, pues, la mente y el ánimo; y mediante todos esos recursos, curemos las heridas, haciendo limosna, conteniendo la cólera contra los que nos han hecho algún daño, dando gracias a Dios por sus beneficios, ayunando según nuestras fuerzas, suplicando de todo corazón, procurándonos amigos con las riquezas de la iniquidad. Así podremos alcanzar la remisión de nuestros pecados y los bienes prometidos. Ojalá a todos se nos concedan por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, a quien sean la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

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FRANCISCO – Homilía en Santa Marta, 11 de abril de 2014 y Ángelus 2018

Homilía 11.IV.14

Seguramente el diablo

“El diablo existe también en el siglo XXI y debemos aprender del Evangelio cómo luchar” contra él para no caer en la trampa. Para hacerlo no hay que ser “ingenuos”, por ello se deben conocer sus estrategias para las tentaciones, que siempre tienen “tres características”: comienzan despacio, luego crecen por contagio y al final encuentran la forma para justificarse. El Papa alertó acerca del considerar que hablar del diablo hoy sea cosa “de antiguos” y en esto centró su meditación.

El Pontífice habló expresamente de “lucha”. Por lo demás, explicó, también “la vida de Jesús fue una lucha: Él vino para vencer el mal, para vencer al príncipe de este mundo, para vencer al demonio”. Jesús luchó con el demonio que lo tentó muchas veces y “sintió en su vida las tentaciones y también las persecuciones”. Así “también nosotros cristianos que queremos seguir a Jesús, y que por medio del Bautismo estamos precisamente en la senda de Jesús, debemos conocer bien esta verdad: también nosotros somos tentados, también nosotros somos objeto del ataque del demonio”. Esto sucede “porque el espíritu del mal no quiere nuestra santidad, no quiere el testimonio cristiano, no quiere que seamos discípulos de Jesús”.

Pero, se preguntó el Papa, “¿cómo hace el espíritu del mal para alejarnos del camino de Jesús con su tentación?”. La respuesta a este interrogante es decisiva. “La tentación del demonio -explicó el Pontífice- tiene tres características y nosotros debemos conocerlas para no caer en las trampas”. Ante todo “la tentación comienza levemente pero crece, siempre crece”. Luego “contagia a otro”: se “transmite a otro, trata de ser comunitaria”. Y “al final, para tranquilizar el alma, se justifica”. De este modo las características de la tentación se expresan en tres palabras: “crece, se contagia y se justifica”.

Pero si “se rechaza la tentación”, luego “crece y vuelve más fuerte”. Jesús lo dice en el Evangelio de Lucas y advierte que “cuando se rechaza al demonio, da vueltas y busca algunos compañeros y vuelve con esta banda”. Y he aquí que “la tentación es más fuerte, crece. Pero crece incluso involucrando a otros”. Es precisamente eso lo que sucedió con Jesús, como relata el pasaje evangélico de Juan (Jn 10, 31-42) propuesto por la liturgia. “El demonio involucra a estos enemigos de Jesús que, a este punto, hablan con Él con las piedras en las manos”, listos para matarlo.

La tercera característica de la tentación del demonio es que “al final se justifica”. El Papa Francisco, al respecto, recordó la reacción del pueblo cuando Jesús volvió “por primera vez a su casa en Nazaret” y fue a la sinagoga. Primero todos quedaron asombrados por sus palabras, luego, inmediatamente, la tentación: “¿Pero no es éste el hijo de José, el carpintero, y de María? ¿Con qué autoridad habla si nunca fue a la universidad y jamás estudió?”. De este modo buscaron justificar su propósito de “matarlo en ese momento, lanzarlo desde el monte”.

También en el pasaje de Juan los interlocutores de Jesús querían matarlo, tanto que “tenían las piedras en las manos y discutían con Él”. Así, “la tentación implicó a todos en contra de Jesús”; y todos “se justificaban” por esto. Para el Papa Francisco “el punto más alto, más fuerte de la justificación es el del sacerdote” que dice: “Pero acabemos con Él de una vez, vosotros no entendéis nada. ¿No sabéis que es mejor que un hombre muera por el pueblo? Debe morir para salvar al pueblo”. Y todos los demás le daban la razón: es “la justificación total”.

También nosotros “cuando somos tentados, vamos por este mismo camino. Tenemos una tentación que crece y contagia a otro”. Basta pensar en las habladurías: si tenemos “un poco de envidia”, no la mantenemos dentro, sino que la compartimos. Y es así que la crítica “trata de crecer y contagia a otro y a otro...”. Precisamente “este es el mecanismo de las habladurías y todos nosotros hemos sido tentados de criticar”, reconoció el Papa, confesando: “¡También yo he sido tentado de criticar! Es una tentación cotidiana”, que “comienza así, suavemente, como el hilo de agua”.

He aquí por qué, afirmó una vez más el Papa, se debe estar “atentos cuando en nuestro corazón sintamos algo que acabará por destruir a las personas, destruir la fama, destruir nuestra vida, llevándonos a la mundanidad, al pecado”. Se debe estar “atentos porque si no detenemos a tiempo ese hilo de agua, cuando crece y contagia llega a ser una marea tal que llevará a justificarnos del mal”.

“Todos somos tentados porque la ley de nuestra vida espiritual, de nuestra vida cristiana, es una lucha”. Y lo es en consecuencia del hecho que “el príncipe de este mundo no quiere nuestra santidad, no quiere que sigamos a Cristo”.

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Ángelus 2018

Acoger la palabra de Jesús nos hace hermanos entre nosotros

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 3, 20-35) nos enseña dos tipos de incomprensión que Jesús debió afrontar: la de los escribas y la de sus propios familiares.

La primera incomprensión. Los escribas eran hombres instruidos en las Sagradas Escrituras y encargados de explicarlas al pueblo. Algunos de ellos fueron enviados desde Jerusalén a Galilea, donde la fama de Jesús comenzaba a difundirse, para desacreditarlo a los ojos de la gente: para hacer el oficio de chismoso, desacreditar al otro, quitar la autoridad, esa cosa fea. Y aquellos fueron enviados para hacer esto. Y estos escribas llegan con una acusación precisa y terrible —estos no ahorran medios, van al centro y dicen así: «Está poseído por Beelzebul y por el príncipe de los demonios expulsa los demonios» (v. 22). Es decir, el jefe de los demonios es quien le empuja a Él; que equivale a decir más o menos: «Este es un endemoniado». De hecho, Jesús sanaba a muchos enfermos y ellos quieren hacer creer que lo hacía no con el espíritu de Dios —como lo hacía Jesús—, sino con el del Maligno, con la fuerza del diablo.

Jesús reacciona con palabras fuertes y claras, no tolera esto, porque esos escribas, quizás sin darse cuenta están cayendo en el pecado más grave: negar y blasfemar el Amor de Dios que está presente y obra en Jesús. Y la blasfemia, el pecado contra el Espíritu Santo, es el único pecado imperdonable —así dice Jesús—, porque comienza desde el cierre del corazón a la misericordia de Dios que actúa en Jesús. Pero este episodio contiene una advertencia que nos sirve a todos. De hecho, puede suceder que una envidia fuerte por la bondad y por las buenas obras de una persona pueda empujar a acusarlo falsamente. Y aquí hay un verdadero veneno mortal: la malicia con la que, de un modo premeditado se quiere destruir la buena reputación del otro. ¡Que Dios nos libre de esta terrible tentación! Y si al examinar nuestra conciencia, nos damos cuenta de que esta hierba maligna está brotando dentro de nosotros, vayamos inmediatamente a confesarlo en el sacramento de la penitencia, antes de que se desarrolle y produzca sus efectos perversos, que son incurables. Estad atentos, porque este comportamiento destruye las familias, las amistades, las comunidades e incluso la sociedad.

El Evangelio de hoy también habla de otro malentendido, muy diferente con Jesús: el de sus familiares, quienes estaban preocupados porque su nueva vida itinerante les parecía una locura. (cf. v 21). De hecho, Él se mostró tan disponible para la gente, sobre todo para los enfermos y pecadores, hasta el punto de que ya ni siquiera tenía tiempo para comer. Estaba para la gente. No tenía tiempo ni siquiera para comer. Sus familiares, por lo tanto, decidieron llevarlo de nuevo a Nazaret, a casa. Llegan al lugar donde Jesús está predicando y lo mandan llamar. Le dicen: «He aquí, tu madre, tus hermanos y hermanas están afuera y te buscan» (v.32) y Él responde: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» y mirando a las personas que le rodeaban para escucharlo, añade: «¡He aquí mi madre y mis hermanos! Porque quien cumpla la voluntad de Dios, es mi hermano, mi hermana y mi madre» (vv. 33-34). Jesús ha formado una nueva familia, que ya no se basa en vínculos naturales, sino en la fe en Él, en su amor que nos acoge y nos une entre nosotros, en el Espíritu Santo. Todos aquellos que acogen la palabra de Jesús son hijos de Dios y hermanos entre ellos. Acoger la palabra de Jesús nos hace hermanos entre nosotros y nos hace ser la familia de Jesús. Hablar mal de los demás, destruir la fama de los demás nos vuelve la familia del diablo.

Aquella respuesta de Jesús no es una falta de respeto por su madre y sus familiares. Más bien, para María es el mayor reconocimiento, porque precisamente ella es la perfecta discípula que ha obedecido en todo a la voluntad de Dios. Que nos ayude la Virgen Madre a vivir siempre en comunión con Jesús, reconociendo la obra del Espíritu Santo que actúa en Él y en la Iglesia, regenerando el mundo a una vida nueva.

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BENEDICTO XVI – Catequesis sobre el pecado original en San Pablo

El mal no es intrínseco al hombre, Cristo ha triunfado sobre él

3 de diciembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy nos detendremos en las relaciones entre Adán y Cristo, delineadas por san Pablo en la conocida página de la Carta a los Romanos (5,12-21), en la que le entrega a la Iglesia las líneas esenciales de la doctrina sobre el pecado original. En verdad, ya en la primera Carta a los Corintios, tratando de la fe en la resurrección, Pablo había introducido la relación entre el primer padre y Cristo: “Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo... Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida” (1 Cor 15,22.45). Con Romanos 5,12-21 la confrontación entre Cristo y Adán se hace más articulada e iluminadora: Pablo recorre la historia de la salvación desde Adán a la Ley y de ésta a Cristo. En el centro de la escena se encuentran tanto Adán, con las consecuencias del pecado sobre la humanidad, como Jesús y la gracia que, mediante él, ha sido derramada abundantemente sobre la humanidad. La repetición del “cuanto más” respecto a Cristo subraya cómo el don recibido en Él sobrepasa totalmente al pecado de Adán y a las consecuencias de éste en la humanidad, tanto que Pablo puede llegar a la conclusión: “Pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Por tanto, la confrontación que Pablo traza entre Adán y Cristo ilumina la inferioridad del primer hombre respecto a la superioridad del segundo.

Por otro lado, para poner en evidencia el inconmensurable don de la gracia, en Cristo, Pablo insiste en el pecado de Adán: se diría que si no hubiera sido para demostrar la centralidad de la gracia, él no se habría entretenido en hablar del pecado que “a causa de un solo hombre entró en el mundo y, con el pecado, la muerte” (Rm 5,12). Si en la fe de la Iglesia ha madurado la conciencia del dogma del pecado original, es porque éste está ligado inseparablemente con otro dogma, el de la salvación y la libertad en Cristo. Como consecuencia, nunca deberíamos hablar sobre el pecado de Adán y de la humanidad separándolo del contexto de la salvación, es decir, sin comprenderlo en el horizonte de la justificación en Cristo.

Pero como hombres de hoy, debemos preguntarnos: ¿qué es el pecado original? ¿Qué enseñan Pablo y la Iglesia? ¿Es sostenible hoy aún esta doctrina? Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la doctrina de un primer pecado, que después se difundiría en toda la historia de la humanidad. Y, en consecuencia, también la cuestión de la Redención y del Redentor perdería su fundamento. Por tanto: ¿existe el pecado original o no? Para poder responder debemos distinguir dos aspectos de la doctrina sobre el pecado original. Existe un aspecto empírico, es decir, una realidad concreta, visible, diría yo, tangible para todos. Es un aspecto misterioso, que afecta al fundamento ontológico de este hecho. El dato empírico es que existe una contradicción en nuestro ser. Por una parte, el hombre sabe que debe hacer el bien e íntimamente también lo quiere realizar. Pero, al mismo tiempo, siente también otro impulso a hacer lo contrario, a seguir el camino del egoísmo, de la violencia, a hacer sólo lo que le apetece aun sabiendo que así actúa contra el bien, contra Dios y contra el prójimo. San Pablo en su Carta a los Romanos ha expresado esta contradicción en nuestro ser con estas palabras: “querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (7, 18-19). Esta contradicción interior de nuestro ser no es una teoría. Cada uno de nosotros la experimenta todos los días. Y sobre todo vemos siempre en torno a nosotros la superioridad de esta segunda voluntad. Basta pensar en las noticias diarias sobre injusticias, violencia, mentira, lujuria. Cada día lo vemos: es un hecho.

Como consecuencia de este poder del mal en nuestras almas, se ha desarrollado en la historia un río sucio, que envenena la geografía de la historia humana. El gran pensador francés Blaise Pascal habló de una “segunda naturaleza”, que se superpone a nuestra naturaleza original, buena. Esta “segunda naturaleza” presenta el mal como normal para el hombre. Así también la típica expresión: “es humano” tiene un doble significado. “Es humano” puede querer decir: este hombre es bueno, realmente actúa como debería actuar un hombre. Pero “es humano” puede también querer decir lo contrario: el mal es normal, es humano. El mal parece haberse convertido en una segunda naturaleza. Esta contradicción del ser humano, de nuestra historia, debe provocar, y provoca también hoy, el deseo de redención. En realidad, el deseo de que el mundo cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien, está presente en todas partes: en la política, por ejemplo, todos hablan de la necesidad de cambiar el mundo, de crear un mundo más justo. Y precisamente esto es expresión del deseo de que haya una liberación de la contradicción que experimentamos en nosotros mismos.

Por tanto, el hecho del poder del mal en el corazón humano y en la historia humana es innegable. La cuestión es: ¿cómo se explica este mal? En la historia del pensamiento, prescindiendo de la fe cristiana, existe un modelo principal de explicación, con variaciones diversas. Este modelo dice: el ser mismo es contradictorio, lleva en sí tanto el bien como el mal. En la antigüedad esta idea implicaba la opinión de que existían dos principios igualmente originarios: un principio bueno y un principio malo. Este dualismo sería insuperable: los dos principios están al mismo nivel, y por ello existirá siempre, desde el origen del ser, esta contradicción. La contradicción de nuestro ser, por tanto, reflejaría solo la contrariedad de los dos principios divinos, por así decirlo. En la versión evolucionista, atea, del mundo, vuelve de nuevo una visión semejante. Aunque, en esta concepción, la visión del ser es monista, se supone que el ser como tal desde el principio lleva en sí el bien y el mal. El ser mismo no es simplemente bueno, sino abierto al bien y al mal. El mal es tan originario como el bien. Y la historia humana repetiría solamente el modelo ya presente en toda la evolución precedente. Lo que los cristianos llaman pecado original sería en realidad sólo el carácter mixto del ser, una mezcla de bien y mal que, según esta teoría, pertenecería a la misma materia del ser. Es una visión en el fondo desesperada: si es así, el mal es invencible. Al final solo cuenta el propio interés. Y todo progreso habría que pagarlo necesariamente con un río de mal, y quien quisiera servir al progreso debería aceptar pagar este precio. La política, en el fondo, se basa sobre estas premisas: y vemos los efectos de ellas. Este pensamiento moderno, al final, sólo puede traer tristeza y cinismo.

Y así preguntamos de nuevo: ¿qué dice la fe, atestiguada por san Pablo? Como primer punto, ésta confirma el hecho de la competición entre ambas naturalezas, el hecho de este mal cuya sombra pesa sobre toda la creación. Hemos escuchado el capítulo 7 de la Carta a los Romanos, pero podríamos añadir el capítulo 8. El mal existe, sencillamente. Como explicación, en contraste con los dualismos y los monismos que hemos considerado brevemente y encontrado desoladores, la fe nos dice: existen dos misterios de luz y un misterio de noche, que, sin embargo, está rodeado de los misterios de la luz. El primer misterio de la luz es éste: la fe nos dice que no hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, sólo bueno, sin sombra de mal. Y por ello también el ser no es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por ello es bueno existir, es bueno vivir. Éste es el alegre anuncio de la fe: sólo hay una fuente buena, el Creador. Y por esto vivir es un bien, es algo bueno ser un hombre, una mujer, es buena la vida. Después sigue un misterio de oscuridad, de noche. El mal no viene de la fuente del mismo ser, no es igualmente originario. El mal viene de una libertad creada, de una libertad abusada.

¿Cómo ha sido posible, cómo ha sucedido? Esto permanece oscuro. El mal no es lógico. Sólo Dios y el bien son lógicos, son luz. El mal permanece misterioso. Se le representa con grandes imágenes, como hace el capítulo 3 del Génesis, con aquella visión de los dos árboles, de la serpiente, del hombre pecador. Una gran imagen que nos hace adivinar, pero que no puede explicar lo que es en sí mismo ilógico. Podemos adivinar, no explicar; ni siquiera podemos narrarlo como un hecho junto a otro, porque es una realidad más profunda. Queda como un misterio oscuro, de noche. Pero se le añade inmediatamente un misterio de luz. El mal viene de una fuente subordinada. Dios con su luz es más fuerte. Y por eso, el mal puede ser superado. Por eso la criatura, el hombre, es curable. Las visiones dualistas, también el monismo del evolucionismo, no pueden decir que el hombre sea curable; pero si el mal procede solo de una fuente subordinada, es cierto que el hombre puede curarse. Y el libro de la Sabiduría dice: “las criaturas del mundo son saludables” (1, 14). Y finalmente, el último punto, el hombre no sólo se puede curar, está curado de hecho. Dios ha introducido la curación. Ha entrado personalmente en la historia. A la permanente fuente del mal ha opuesto una fuente de puro bien. Cristo crucificado y resucitado, nuevo Adán, opone al río sucio del mal un río de luz. Y este río está presente en la historia: vemos a los santos, los grandes santos pero también los santos humildes, los simples fieles. Vemos que el río de luz que procede de Cristo está presente, es fuerte.

Hermanos y hermanas, es tiempo de Adviento. En el lenguaje de la Iglesia la palabra Adviento tiene dos significados: presencia y espera. Presencia: la luz está presente, Cristo es el nuevo Adán, está con nosotros y en medio de nosotros. Ya brilla la luz y debemos abrir los ojos del corazón para verla y para introducirnos en el río de la luz. Sobre todo, estar agradecidos al hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia como nueva fuente de bien. Pero Adviento quiere decir también espera. La noche oscura del mal es aún fuerte. Y por ello rezamos en Adviento con el antiguo pueblo de Dios: “Rorate caeli desuper”. Y oramos con insistencia: ven Jesús; ven, da fuerza a la luz y al bien; ven donde domina la mentira, la ignorancia de Dios, la violencia, la injusticia; ven, Señor Jesús, da fuerza al bien en el mundo y ayúdanos a ser portadores de tu luz, operadores de la paz, testigos de la verdad. ¡Ven Señor Jesús!

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

El Proto-evangelio

410. Tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, Dios lo llama (cf. Gn 3,9) y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída (cf. Gn 3,15). Este pasaje del Génesis ha sido llamado “Protoevangelio”, por ser el primer anuncio del Mesías redentor, anuncio de un combate entre la serpiente y la Mujer, y de la victoria final de un descendiente de ésta.

411. La tradición cristiana ve en este pasaje un anuncio del “nuevo Adán” (cf. 1 Co 15,21-22.45) que, por su “obediencia hasta la muerte en la Cruz” (Flp 2,8) repara con sobreabundancia la desobediencia de Adán (cf. Rm 5,19-20). Por otra parte, numerosos Padres y doctores de la Iglesia ven en la mujer anunciada en el “protoevangelio” la madre de Cristo, María, como “nueva Eva”. Ella ha sido la que, la primera y de una manera única, se benefició de la victoria sobre el pecado alcanzada por Cristo: fue preservada de toda mancha de pecado original (cf. Pío IX: Bula Ineffabilis Deus: DS 2803) y, durante toda su vida terrena, por una gracia especial de Dios, no cometió ninguna clase de pecado (cf. Concilio de Trento: DS 1573).

412. Pero, ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? S. León Magno responde: “La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio” (serm. 73,4). Y S. Tomás de Aquino: “Nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después de pecado. Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de S. Pablo: ‘Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia’ (Rm 5,20). Y el canto del Exultet: ‘¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!’” (s.th. 3,1,3, ad 3).

El hombre en el Paraíso

374. El primer hombre fue no solamente creado bueno, sino también constituido en la amistad con su creador y en armonía consigo mismo y con la creación en torno a él; amistad y armonía tales que no serán superadas más que por la gloria de la nueva creación en Cristo.

375. La Iglesia, interpretando de manera auténtica el simbolismo del lenguaje bíblico a la luz del Nuevo Testamento y de la Tradición, enseña que nuestros primeros padres Adán y Eva fueron constituidos en un estado “de santidad y de justicia original” (Concilio de Trento: DS 1511). Esta gracia de la santidad original era una “participación de la vida divina” (LG 2).

376. Por la irradiación de esta gracia, todas las dimensiones de la vida del hombre estaban fortalecidas. Mientras permaneciese en la intimidad divina, el hombre no debía ni morir (cf. Gn 2,17; 3,19) ni sufrir (cf. Gn 3,16). La armonía interior de la persona humana, la armonía entre el hombre y la mujer (cf. Gn 2,25), y, por último, la armonía entre la primera pareja y toda la creación constituía el estado llamado “justicia original”.

377. El “dominio” del mundo que Dios había concedido al hombre desde el comienzo, se realizaba ante todo dentro del hombre mismo como dominio de sí. El hombre estaba íntegro y ordenado en todo su ser por estar libre de la triple concupiscencia (cf. 1 Jn 2,16), que lo somete a los placeres de los sentidos, a la apetencia de los bienes terrenos y a la afirmación de sí contra los imperativos de la razón.

378. Signo de la familiaridad con Dios es el hecho de que Dios lo coloca en el jardín (cf. Gn2,8). Vive allí “para cultivar la tierra y guardarla” (Gn 2,15): el trabajo no le es penoso (cf.Gn 3,17-19), sino que es la colaboración del hombre y de la mujer con Dios en el perfeccionamiento de la creación visible.

379. Toda esta armonía de la justicia original, prevista para el hombre por designio de Dios, se perderá por el pecado de nuestros primeros padres.

385. Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas. Sin embargo, nadie escapa a la experiencia del sufrimiento, de los males en la naturaleza —que aparecen como ligados a los límites propios de las criaturas—, y sobre todo a la cuestión del mal moral. ¿De dónde viene el mal? Quaerebam unde malum et non erat exitus (“Buscaba el origen del mal y no encontraba solución”) dice san Agustín (Confessiones, 7,7.11), y su propia búsqueda dolorosa sólo encontrará salida en su conversión al Dios vivo. Porque “el misterio [...] de la iniquidad” (2 Ts 2,7) sólo se esclarece a la luz del “Misterio de la piedad” (1 Tm 3,16). La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del mal y la sobreabundancia de la gracia (cf. Rm 5,20). Debemos, por tanto, examinar la cuestión del origen del mal fijando la mirada de nuestra fe en el que es su único Vencedor (cf. Lc11,21-22; Jn 16,11; 1 Jn 3,8).

I Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia

La realidad del pecado

386. El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia.

387. La realidad del pecado, y más particularmente del pecado de los orígenes, sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina. Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer claramente el pecado, y se siente la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc. Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente.

El pecado original: una verdad esencial de la fe

388. Con el desarrollo de la Revelación se va iluminando también la realidad del pecado. Aunque el Pueblo de Dios del Antiguo Testamento conoció de alguna manera la condición humana a la luz de la historia de la caída narrada en el Génesis, no podía alcanzar el significado último de esta historia que sólo se manifiesta a la luz de la muerte y de la resurrección de Jesucristo (cf. Rm 5,12-21). Es preciso conocer a Cristo como fuente de la gracia para conocer a Adán como fuente del pecado. El Espíritu-Paráclito, enviado por Cristo resucitado, es quien vino “a convencer al mundo en lo referente al pecado” (Jn 16,8) revelando al que es su Redentor.

389. La doctrina del pecado original es, por así decirlo, “el reverso” de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo (cf. 1 Cor 2,16) sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo.

Para leer el relato de la caída

390. El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre (cf. GS 13,1). La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres (cf. Concilio de Trento: DS 1513; Pío XII, enc. Humani generis: ibíd, 3897; Pablo VI, discurso 11 de julio de 1966).

II La caída de los ángeles

391. Detrás de la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gn 3,1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sb 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali (“El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos”) (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS, 800).

392. La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 P 2,4). Esta “caída” consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: “Seréis como dioses” (Gn 3,5). El diablo es “pecador desde el principio” (1 Jn 3,8), “padre de la mentira” (Jn 8,44).

393. Es el carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la infinita misericordia divina lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser perdonado. “No hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte” (San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, 2,4: PG 94, 877C).

394. La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama “homicida desde el principio” (Jn 8,44) y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre (cf. Mt 4,1-11). “El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo” (1 Jn 3,8). La más grave en consecuencias de estas obras ha sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a Dios.

395. Sin embargo, el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause graves daños —de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física—en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero “nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm8,28).

III El pecado original

La prueba de la libertad

396. Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció en su amistad. Criatura espiritual, el hombre no puede vivir esta amistad más que en la forma de libre sumisión a Dios. Esto es lo que expresa la prohibición hecha al hombre de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, “porque el día que comieres de él, morirás sin remedio” (Gn 2,17). “El árbol del conocimiento del bien y del mal” evoca simbólicamente el límite infranqueable que el hombre en cuanto criatura debe reconocer libremente y respetar con confianza. El hombre depende del Creador, está sometido a las leyes de la Creación y a las normas morales que regulan el uso de la libertad.

El primer pecado del hombre

397. El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gn 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.

398. En este pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien. El hombre, constituido en un estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente “divinizado” por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso “ser como Dios” (cf. Gn 3,5), pero “sin Dios, antes que Dios y no según Dios” (San Máximo el Confesor, Ambiguorum liber: PG 91, 1156C).

399. La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera desobediencia. Adán y Eva pierden inmediatamente la gracia de la santidad original (cf. Rm 3,23). Tienen miedo del Dios (cf. Gn 3,9-10) de quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus prerrogativas (cf. Gn 3,5).

400. La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gn 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gn3,17.19). A causa del hombre, la creación es sometida “a la servidumbre de la corrupción” (Rm 8,21). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cf. Gn 2,17), se realizará: el hombre “volverá al polvo del que fue formado” (Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cf. Rm 5,12).

401. Desde este primer pecado, una verdadera invasión de pecado inunda el mundo: el fratricidio cometido por Caín en Abel (cf. Gn 4,3-15); la corrupción universal, a raíz del pecado (cf. Gn 6,5.12; Rm 1,18-32); en la historia de Israel, el pecado se manifiesta frecuentemente, sobre todo como una infidelidad al Dios de la Alianza y como transgresión de la Ley de Moisés; e incluso tras la Redención de Cristo, entre los cristianos, el pecado se manifiesta de múltiples maneras (cf. 1 Co 1-6; Ap 2-3). La Escritura y la Tradición de la Iglesia no cesan de recordar la presencia y la universalidad del pecado en la historia del hombre:

«Lo que la Revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia. Pues el hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas» (GS 13,1).

Consecuencias del pecado de Adán para la humanidad

402. Todos los hombres están implicados en el pecado de Adán. San Pablo lo afirma: “Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores” (Rm 5,19): “Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron...” (Rm 5,12). A la universalidad del pecado y de la muerte, el apóstol opone la universalidad de la salvación en Cristo: “Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo (la de Cristo) procura a todos una justificación que da la vida” (Rm5,18).

403. Siguiendo a san Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es “muerte del alma” (Concilio de Trento: DS 1512). Por esta certeza de fe, la Iglesia concede el Bautismo para la remisión de los pecados incluso a los niños que no han cometido pecado personal (cf. ibíd., DS 1514).

404. ¿Cómo el pecado de Adán vino a ser el pecado de todos sus descendientes? Todo el género humano es en Adán sicut unum corpus unius hominis (“Como el cuerpo único de un único hombre”) (Santo Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae de malo, 4,1). Por esta “unidad del género humano”, todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo. Sin embargo, la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente. Pero sabemos por la Revelación que Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo sino para toda la naturaleza humana: cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído (cf. Concilio de Trento: DS 1511-1512). Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado “pecado” de manera análoga: es un pecado “contraído”, “no cometido”, un estado y no un acto.

405. Aunque propio de cada uno (cf. ibíd., DS 1513), el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada “concupiscencia”). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.

406. La doctrina de la Iglesia sobre la transmisión del pecado original fue precisada sobre todo en el siglo V, en particular bajo el impulso de la reflexión de san Agustín contra el pelagianismo, y en el siglo XVI, en oposición a la Reforma protestante. Pelagio sostenía que el hombre podía, por la fuerza natural de su voluntad libre, sin la ayuda necesaria de la gracia de Dios, llevar una vida moralmente buena: así reducía la influencia de la falta de Adán a la de un mal ejemplo. Los primeros reformadores protestantes, por el contrario, enseñaban que el hombre estaba radicalmente pervertido y su libertad anulada por el pecado de los orígenes; identificaban el pecado heredado por cada hombre con la tendencia al mal (concupiscentia), que sería insuperable. La Iglesia se pronunció especialmente sobre el sentido del dato revelado respecto al pecado original en el II Concilio de Orange en el año 529 (cf. Concilio de Orange II: DS 371-372) y en el Concilio de Trento, en el año 1546 (cf. Concilio de Trento: DS 1510-1516).

Un duro combate...

407. La doctrina sobre el pecado original —vinculada a la de la Redención de Cristo— proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña “la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo” (Concilio de Trento: DS 1511, cf. Hb 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social (cf. CA 25) y de las costumbres.

408. Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de san Juan: “el pecado del mundo” (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres (cf. RP 16).

409. Esta situación dramática del mundo que “todo entero yace en poder del maligno” (1 Jn5,19; cf. 1 P 5,8), hace de la vida del hombre un combate:

«A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo (GS 37,2).

Cristo, el exorcista

517. Toda la vida de Cristo es misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz (cf. Ef 1, 7; Col 1, 13-14; 1 P 1, 18-19), pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo: ya en su Encarnación porque haciéndose pobre nos enriquece con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9); en su vida oculta donde repara nuestra insumisión mediante su sometimiento (cf. Lc 2, 51); en su palabra que purifica a sus oyentes (cf. Jn15,3); en sus curaciones y en sus exorcismos, por las cuales “él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades” (Mt 8, 17; cf. Is 53, 4); en su Resurrección, por medio de la cual nos justifica (cf. Rm 4, 25).

550. La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): “Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre “el príncipe de este mundo” (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: Regnavit a ligno Deus (“Dios reinó desde el madero de la Cruz”, [Venancio Fortunato,Hymnus “Vexilla Regis”: MGH 1/4/1, 34: PL 88, 96]).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

¿Quién te informó que estabas desnudo?

Escojamos de la primera lectura el diseño para nuestra reflexión. Ésta toca un tema demasiado actual y demasiado importante para pasarlo bajo silencio. Leámoslo juntos del libro del Génesis:

«Después que Adán comió del árbol, el Señor llamó al hombre: “¿Dónde estás?” Él contestó: “Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí”. El Señor le replicó: “¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?”»

Hay una palabra, que se repite varias veces en este fragmento, y es la palabra desnudo. A ella se han añadido ajustadamente otras dos palabras: miedo, vergüenza. Se sabe que el relato bíblico de los orígenes del mundo usa un lenguaje simbólico y sencillo para expresar verdades perennes sobre el hombre y sobre el mundo. En este caso, viene explicado el problema de la desnudez y del porqué ella tiene el poder de turbar tan profundamente al ser humano. La desnudez no era un problema antes de la culpa. Poco antes, en el mismo libro del Génesis, se lee:

«Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro» (Génesis 2, 25).

¿Qué ha sucedido? La fractura del equilibrio y de la armonía entre el hombre y Dios ha determinado la quiebra dentro del hombre del equilibrio entre el cuerpo y el espíritu, entre los instintos y la razón. La desobediencia de la voluntad al Creador ha desencadenado la insubordinación de la carne a la voluntad. Como si un vasallo se negase hasta de obedecer a su jefe que, a su vez, se ha rebelado contra el propio soberano.

El pecado de Adán y de Eva no es, sin embargo, la única razón, que explica el malestar, que prueba el ser humano ante la propia desnudez y la de los demás. Hay, por encima, una explicación más profunda, que, al menos en parte, el no creyente puede igualmente compartir. Esa explicación ayuda también a entender por qué el sentido del pudor es tan universal y está igualmente presente fuera del mundo bíblico y cristiano. El hombre es un ser compuesto de materia y de espíritu, animalidad y racionalidad. Dios lo ha dotado de libertad y le ha situado como ante una encrucijada, diciéndole: «Te he creado libre; escoge tú mismo en qué dirección quieres desarrollarte y realizarte: si hacia abajo, hacia lo que te acomuna con los otros animales, o hacia arriba, hacia lo que te asemeja con los ángeles».

La turbación y la insatisfacción, que el ser humano siente cuando se abandona a la materia ya los sentidos, se explica como una advertencia que sale de su mismo ser para decirle que está haciendo una elección equivocada. Está perdiendo altura. Lo que llaman el «pecado original» no ha hecho más que agudizar y clarificar esta situación de fondo, creando una especie de tendencia hereditaria a repetir la elección equivocada de los primeros padres. Todo esto explica por qué nosotros tendemos a cubrir las partes, que más potentemente reclaman la atención del instinto, y, por el contrario, espontáneamente presentamos el rostro y los ojos, desde los que trasparenta más directamente nuestra interioridad espiritual, a la mirada de los demás. El pudor, por lo tanto, proclama por sí solo el misterio del cuerpo humano, que está unido a un alma inmortal. Manifiesta que hay en nuestro cuerpo algo que va más allá de él y lo trasciende. Allí donde se vence cualquier sentido del pudor, la misma sexualidad humana viene trivializada, despojada de todo reflejo espiritual y reducida a simple mercancía de consumo.

A la luz de estos principios bíblicos, ¿qué decir de nuestra cultura occidental, que pone en ridículo el pudor y hace gala de quien traspasa cada vez más lejos sus confines, creyendo prestar con ello un servicio a la causa de la libertad humana? Esto es, ante todo, un rechazo de la realidad; es un imponerse (e imponer a los demás) algo artificial, que no viene de lo natural, que es mucho menos natural, en todo caso, por el hecho contrario de cubrirse. Contiene un elemento de desafío, un querer demostrar algo a sí mismo y a los demás.

El «sentido común del pudor» de una cultura a otra cambia ciertamente en sus formas y expresiones. En su base, sin embargo, hay algo, que no depende sólo de la sociedad, sino que nace y se desarrolla con el desarrollarse de una conciencia de sí mismo como ser, además, espiritual.

Apenas el ser humano surge de la infancia o de un tipo de sociedad absolutamente primitiva, no tarda en manifestarse un cierto sentido de pudor en él. Esto no nace sólo con el aparecer de la malicia. El mal, es claro, no es la desnudez en sí misma (el cuerpo humano es obra de Dios y es un reflejo de su belleza); es, más bien, el uso instrumental y comercial, que se le hace, para seducir y hacer dinero. El uso, que se hace de la desnudez en la pornografía y frecuentemente también en la publicidad, no es otra cosa que una forma residual de prostitución, un vender el propio cuerpo.

Se cuenta que un discípulo del gran pintor griego Apeles había realizado el retrato de una mujer de Atenas, pintándola recargada de oro y de joyas. Cuando el maestro lo vio, comentó: «No habiendo sabido hacerla agraciada, la has hecho rica». Hoy, de muchos artistas, sería necesario decir que, no consiguiendo hacer un film y espectáculos bellos, los hacen... llenos de desnudos; y de muchas actrices sería necesario decir que no consiguiendo mostrarse valientes, se muestran... desnudas.

Pero, no incitemos a una denuncia estéril de cómo van las cosas en tomo a nosotros. La escucha de la palabra de Dios, más bien, nos da la ocasión para descubrir el valor positivo y la belleza del pudor. San Pedro dirigía a las mujeres de la primera comunidad cristiana estas palabras:

«Que vuestro adorno no esté en el exterior, en peinados, joyas y modas, sino en lo oculto del corazón, en la incorruptibilidad de un espíritu dulce y sereno: esto es, precioso ante Dios. Así se adornaban en otro tiempo las santas mujeres que esperaban en Dios» (1 Pedro 3,3-8).

No se trata de condenar cualquier adorno exterior del cuerpo y toda investigación sobre valorar la propia imagen para lo mejor y hacerla más bella, sino que se trata de acompañar todo esto con sentimientos limpios del corazón; de hacerlo para los demás (para el propio novio, para el propio marido y para los hijos o, también, para las artes, cuando se trata de una verdadera obra de arte), no para ser simplemente un modelo, por exhibicionismo o por dinero. Para dar alegría, no para seducir.

Pero, hemos de defendemos bien de no hacer del pudor un problema sólo femenino. Las chicas y las mujeres se rebelan justamente por el intento de hacer recaer sobre ellas la culpa de todas las cosas abominables, que se cometen en este campo, frecuente y precisamente contra ellas. Existe un problema del pudor, de igual forma, para los hombres. Especialmente, si se piensa que se puede faltar al pudor no sólo en el vestir, sino también en el hablar.

El mismo fragmento del Génesis, que estamos comentando, nos trae la excusa por la que Adán avanzó en su pecado:

«La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto, y comí».

¿Entendéis lo que se sobrentiende? La mujer que «tú me diste como compañera...», en otras palabras: la culpa es tuya porque ¡has creado a la mujer!

El pudor y el respeto al propio cuerpo son un espléndido testimonio que una joven o un joven cristiano pueden dar a Cristo en el mundo de hoy. De una de las primeras mártires cristianas, la joven Perpetua, se lee en las actas auténticas del martirio que, en la arena o circo, habiendo sido atada a una vaca enfurecida y lanzada al aire, al caer a tierra ensangrentada «se arreglaba el vestido, más preocupada por el pudor que por el dolor». Testimonios como éste contribuyeron a cambiar el mundo pagano y a introducir en él la estima por la pureza.

Hoy, ya no basta más una pureza hecha de miedos, de tabúes, de prohibiciones, de fuga recíproca entre el hombre y la mujer, como si una fuese, siempre y necesariamente, la zancadilla para el otro y un potencial enemigo, más que una «ayuda semejante a él», como dice la Biblia (Génesis 2, l8). En el pasado, tal vez, la pureza se había reducido, al menos en la práctica, precisamente a este conjunto de tabúes, de prohibiciones y de miedos, como si la virtud fuese la que se debiera avergonzar ante el vicio y no, al contrario, el vicio el que se debiera avergonzar ante la virtud.

No pudiendo cambiar a la sociedad en tomo a nosotros, debemos cambiar nosotros mismos. Comenzar con volver a curar la raíz, que está en el corazón; porque es de allí de donde sale todo lo que contamina verdaderamente la vida de una persona. «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mateo 5, 8). Esto es, tendrán ojos nuevos para ver la realidad, ojos limpios que saben distinguir lo que es hermoso y lo que es feo, lo que es verdad y lo que es mentira. Ojos, en suma, como los de Jesús, que le permitían hablar con libertad sobre todo: de los niños, de la mujer, de la gestación, del parto... Jesús es la demostración viviente del proverbio: «Todo es puro para los puros» (Tito 1, 15).

Precisamente, para mantener la casa limpia, debemos proteger...las ventanas. La ventana del alma es el ojo. Nosotros no podemos decidir qué hacer pasar sobre la pantalla de la televisión; podemos, sin embargo, decidir qué hacer de la pantalla ante nuestros ojos. Una vez uno me objetó: «Pero, padre, ¿no es Dios el que ha creado el ojo para ver todo lo que es bello, que hay en el mundo?» «Es verdad, le respondí; pero, el Dios que ha creado el ojo para mirar ha creado también las pupilas para cubrirlo cuando sea necesario».

A propósito de la custodia de la mirada, no podremos encontrar una palabra de Dios más apta con que dejaros, que la de san Pablo, que se lee en la segunda lectura de hoy:

«No nos fijemos en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno».

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Poder de María de dominar al demonio

El que expulsa demonios con el poder de la Cruz tiene el poder de Jesús. Pero necesita la gracia constante para ser sostenido y elevado en la Cruz, para expulsar a los demonios y atraer a todos a Cristo. La Virgen María pisa la cabeza de la serpiente, es la figura que nos recuerda que Jesús mantiene su promesa, y que la eficacia de la Cruz es constante, se mantiene siempre.

Un reino no puede estar dividido. Quiere decir que una persona no puede estar dividida con un pie en el reino del demonio, y con un pie en el Reino de Dios. Pide a Dios Padre, en el nombre de Jesús, que te libre de todo mal, rezando el Padre Nuestro y diciendo: Señor, líbrame del mal, perdóname, sáname, santifícame, purifícame, límpiame, sálvame, no permitas que me separe de ti. Derrama tu Espíritu Santo sobre mí, y hazme ir a ti, para que con tus ángeles y tus santos, acompañando a María, yo te alabe y te glorifique eternamente.

Y reza por los sacerdotes exorcistas, para que expulsen los demonios con el poder de Jesús, invocando la protección y la compañía de María. A ella se le ha dado el poder de dominar al demonio en el mundo. Quien acude a ella recibe su protección. Cuando el demonio escucha su nombre siente la fuerza del poder de Dios.

No hay nada más humillante para el demonio que ser expulsado por una creatura, en el nombre de Dios, protegido por la creatura más excelsa que pisa su cabeza: la Madre de Dios.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

El hombre dividido entre dos reinos

El pasaje evangélico escuchado ofrece uno de los mejores ejemplos para hacerse una idea de cómo nacieron los Evangelios. Nacieron de recuerdos vivos –personales o comunitarios de dichos y hechos del Señor, unidos no siempre según un orden cronológico (el orden en que efectivamente fueron dichos o hechos), pero sí, más a menudo, por asociación de ideas y temas. Reflejan la predicación oral de los apóstoles, quienes, al proclamar la fe de Jesucristo y al formar la comunidad, se remiten a lo que saben de Jesús y lo adaptan a la circunstancia o a la necesidad del momento.

Los Evangelios no nacieron entonces debido a la intención de hacer la “historia” o de escribir la “biografía” de Jesús, sino debido a la intención de alimentar la fe de los creyentes. Y, sin embargo, por un designio maravilloso del “inspirador” de los Evangelios –el Espíritu Santo– sucedió que, sin tener el fin de hacer historia, los evangelistas terminaron por darnos también una historia de Jesús, tanto más viva y convincente cuanto menos esquemática y preocupada por los detalles. Nosotros obstruimos la posibilidad de comprender el Evangelio, si planteamos esto en forma de dilema: “o es historia o no es historia”, entendiendo por historia sólo aquello que aprendimos en los libros de la escuela y que consiste en esencia en fechas, lugares, episodios y personajes. La historia evangélica es “verdadera” en el sentido más profundo de cualquier historia profana; fue escrita realmente” con el dedo de Dios”, es decir, con el Espíritu Santo, el cual conoce no sólo los secretos de Dios (cfr. 1 Cor. 2, 11) sino también los secretos del hombre y de la historia.

Decía que el pasaje de hoy nos permite ver cómo nacieron los Evangelios. Esto es consecuencia de, por lo menos, tres tradiciones orales unidas: 1. La intervención de algunos familiares para alejar a Jesús de su ministerio (vv. 20-21); 2. La acusación de pacto con Satanás y las palabras de Jesús acerca del encuentro entre el fuerte y el más fuerte (vv. 22-30); 3. El verdadero parentesco con Jesús. En cada uno de estos tres cuadros está fijado un momento histórico de la vida y de la prédica de Jesús; sin embargo, el que llega a nosotros no es un recuerdo empalidecido y debilitado en el pasaje de una “forma” a otra de la tradición oral; es, más bien, la forma que el Espíritu Santo quiso que asumiera el mensaje de Jesús para nosotros: es la palabra para nosotros: entonces, lo mejor que se puede pensar y no un conjunto de los restos de ciertas tradiciones a punto de irse a la deriva.

En este momento, no podemos desarrollar el significado de todos esos tres recuerdos; debemos limitamos a uno. Pero la elección no la hacemos nosotros, la ha hecho la liturgia: con la primera lectura y con el Salmo responsorial, ella ha entendido conducir nuestra reflexión acerca de la parte central del Evangelio de hoy: la que habla del choque entre los dos reinos, de la lucha mortal y de la victoria del “más fuerte”.

Es un anuncio dramático como pocos. Nos conduce, en efecto, hacia el corazón del drama más grande y universal de la humanidad, que se llama el mal. El origen de este drama está descrito en la primera lectura. El hombre es un ser turbado, lleno de zozobra dentro de sí (se avergüenza de su desnudez), turbado en sus relaciones con la mujer (Adán y Eva, antes que defenderse, se acusan recíprocamente y se avergüenzan el uno del otro), turbado en las relaciones con su Dios (huye y se esconde de él).

Todo comenzó cuando Adán y Eva, uno después de la otra, se acercaron a la serpiente, atraídos por la idea de experimentar una nueva libertad, y cayeron así bajo el dominio del “hombre fuerte”. Actuaron como el niño que, para provocar al padre y ver hasta dónde lo deja libre, sube al alféizar de la ventana y finge tirarse al vacío hasta que, debido al vértigo, cae de verdad. Las palabras de Satanás, hasta que sean conocedores del bien y del mal (Gn. 3, 5), recuerdan otras palabras suyas: Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo (Mt. 4, 6), es decir, ¡haz la prueba, desafía a Dios!

Desde ese día, el hombre está dividido entre dos reinos; más aún, él mismo es un “reino en sí dividido”. Se debate entre dos perteneceres; dos reclamos luchan en su corazón: el de Satanás y Dios. No hace lo que quiere y hace lo que no quiere (cfr. Rom. 7); es infeliz. La mitad de la Biblia está compuesta por el lamento que surge de este infeliz; es una “palabra de hombre”, un gemido, como el grito escuchado en el Salmo responsorial: Desde lo más profundo clamo a ti, Señor.

Quienes intentaron, a lo largo de los siglos –y fueron religiones enteras o grandes sistemas filosóficos– convencer al hombre de que su existencia es naturalmente libre, serena y sin dramas, y que sólo la sociedad o las clases son la causa de sus males, lo han engañado: “Ninguna religión, salvo la nuestra, enseñó que el hombre nace del pecado; ninguna secta filosófica lo escribió; ¡entonces ninguna dijo la verdad!” (Pascal). La mejor táctica del demonio siempre fue la de hacer creer que no existe. Él es la simulación hecha persona, el que actúa emboscado, el que no habla pero susurra; y por eso, tal vez, la Biblia pensó en el símbolo de la serpiente (basta con observar cómo se insinúa en nuestros pensamientos y hasta en nuestras mejores acciones). Cuando logra hacer creer a un pueblo o a una civilización (como logró hacerla en la civilización pagana clásica) que el hombre es sano, bello, soberanamente libre y autosuficiente. Y que la paz olímpica está hecha para él, en ese momento obtuvo todo lo que quiere; sustrajo al hombre una vez más a su enemigo, Dios.

Esta es la “situación” humana en perspectiva. Sin embargo, la palabra de Dios no se detiene tanto en describir una situación sino un suceso, más precisamente, la destrucción del reino de Satanás. Tal destrucción, prometida desde el principio (lectura: Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él [el linaje] te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón), se realiza ahora en Jesucristo. Éste es el sentido que surge de las palabras del Evangelio: Satanás está a punto de terminar; es encadenado y su casa, es decir, su reino, es saqueada por alguien más fuerte que él.

Pocos fragmentos del Evangelio consiguen dar, como éste, el sentido de la autoridad de Jesús, la convicción que él tuvo acerca de que con él la historia humana había llegado a la recta final y a su verdadera “crisis”. Es necesario remitirse a las palabras que se leen en el Evangelio de Juan: Ahora ha llegado el juicio (krysis) de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera (Jn. 12, 31).

El de hoy es, por lo tanto, un mensaje para nuestra fe; le dice a nuestro corazón de creyentes que nuestra esclavitud ha terminado (cfr. Is. 40, 2), que ya no somos prisioneros en la casa del hombre fuerte, que alguien vino, abrió las puertas y nos condujo afuera. Todo esto él lo llevó a cabo en su misterio pascual, cuando entró de verdad en la casa del fuerte –en los infiernos– y liberó a los espíritus que estaban prisioneros (1 Pd. 3, 19). Este acontecimiento nos alcanzó personalmente en el Bautismo, cuando nos arrancamos de Satanás y de sus seducciones para adherir a Cristo: Porque él nos libró del poder de las tinieblas y nos hizo entrar en el Reino de su Hijo muy querido (Col. 1, 13; cfr. también 1 Pedro 2, 9).

Pero el de hoy es también un mensaje para la vida. La batalla decisiva entre los dos reinos tuvo lugar con Cristo, pero la guerra no ha terminado; ¡la serpiente sigue acechando el talón de su linaje, que es el cuerpo de él, a sus miembros, a nosotros! Echado fuera de nosotros en el Bautismo, el espíritu inmundo trata continuamente de entrar de nuevo con otros siete espíritus peores para así hacer nuestra situación peor que la de antes (cfr. Mt. 12, 43-45).

Por lo tanto, para nosotros éste es tiempo de vigilancia y de decisión. La diferencia entre el ahora y el antes de Cristo consiste en que ahora podemos vencer, aún más, podemos obtener “una amplia victoria” (cfr. Rom. 8. 37); ¡antes –bajo la ley– no! Pero para vencer es necesario que nos empeñemos, que participemos de la lucha y de la victoria de Jesús, tomando nuestra cruz día a día y siguiéndolo (cfr. Lc. 9, 23; Mt. 16, 24; Mc. 8, 34). Debemos completar lo que falta en la victoria de Jesús. En la segunda lectura, san Pablo nos ha alentado para seguir este camino al recordamos que nuestra angustia, que es leve y pasajera, nos prepara una gloria eterna que supera toda medida. No nos quedemos en lo indeterminado; tratemos de “inventar” ocasiones de victoria. ¡Hoy mismo! Mejor aún, tratemos de percibirlas, porque esas ocasiones ya están en nuestra jornada y se llaman caridad, paciencia, humildad, tolerancia...

Ahora nos espera una cita importante: habiendo regresado de su victoria frente al “fuerte”, viene a nosotros “el más fuerte”; viene nuestro Redentor. Viene a resarcir nuestras pérdidas y a curar las heridas de nuestra batalla cotidiana; viene a alimentar nuestra fe y nuestro coraje. En este momento, ya no decimos Desde lo más profundo clamo a ti, Señor, pero sí decimos: El Señor es mi roca y mi fortaleza: es él; mi Dios, quien me libera y me ayuda (Antífona de comunión).

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Acabamos de escuchar en la 1ª Lectura el relato del origen del mal en el mundo. La original armonía de la persona humana, entre el hombre y la mujer y entre estos y toda la creación que Dios había establecido, quedó rota por un uso equivocado de la libertad y de la legítima autonomía del hombre al desear ser como Dios, legislador del bien y del mal. Pero Dios no abandona a sus criaturas y Cristo, que es más fuerte que el mal, con su victoria pascual nos renueva interiormente y resucitaremos con Él un día, aunque nuestro cuerpo se vaya desmoronando (2ª Lectura).

Las Lecturas de este Domingo se abren con la desobediencia de Eva, en la que coopera su marido, y se cierran con una alusión a la obediencia de María, la nueva Eva. Dios al crear al hombre lo colocó en un paraíso, “el jardín de Dios” (Ez 28,13), en el que “Yahveh Dios se paseaba a la hora de la brisa” (Gn 3,8). Ese paraíso se perdió por un engaño del Demonio y la desobediencia humana. Pero Jesucristo ha vencido con su obediencia a la serpiente antigua (cf. Ap 20,2) y nos ha abierto un nuevo Edén (cf. Mt 3,16), en el que está el árbol de la vida (cf. Ap 2,7). Por lo tanto, la obediencia a la voluntad de nuestro Padre Dios es la llave.

Jesús aprovecha la embajada de sus parientes para volver a recordar la primacía del cumplimiento del querer de Dios, asegurando que quien hace suyo ese querer entra a formar parte de su propia familia (cf. Ef 2,19). “El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre” La obediencia al querer bueno y sabio de Dios es lo que nos sitúa en el plano de la realidad, de la verdad, de la alegría, lo que libera realmente. El yugo del Señor es justamente la libertad, como el yugo del amor entre los que se quieren es el secreto y la posibilidad de su mutua felicidad.

No deberíamos entender el cristianismo como enemigo de todo lo que es alegría y libertad sino como el mejor aliado de ellas. Dios no quiere esclavos sino hijos, no quiere ver al hombre triste sino feliz. Él nos ha creado para el amor, la felicidad, la libertad, pero sabe que tenemos la triste posibilidad de confundir una medicina con un veneno; sabe que la sed de infinito con que todo corazón humano sueña corre el riesgo de ser apagada en una charca y no en la verdadera fuente.

La obediencia a la voluntad de Dios, a sus mandamientos, no recortan ni anulan nuestra libertad, sino que la hacen posible. La libertad no es un absoluto, es poder elegir entre distintas posibilidades, por eso lo que importa es elegir bien, y esto es justamente lo que Dios desea. La libertad absoluta, la libertad de la libertad, como la llaman los filósofos, conduce al capricho unas veces, al nihilismo otras, y a la esclavitud siempre. Esclavitud del yo, del error, del pecado. Es el amor de Dios el que señala el camino de la verdad y del bien. Como ha dicho S. Josemaría Escrivá, “cuando nos decidimos a contestar al Señor: Mi libertad para Ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas”. Tomemos buena nota de estas palabras de Cristo: “Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“Proclamamos una victoria sobre el mal y el pecado que no es nuestra; es de Cristo que nos la ha regalado”

Gn 3,9-15: “Establezco hostilidades entre tu estirpe y la de la mujer”

Sal 129,1-2.3-4.5-6.7-8: “Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa”

2 Co 4,13-5,1: “Creí, por eso hablé”

Mc 3,20-35: “Satanás está perdido”

El autor del Génesis presenta como un verdadero juicio la intervención de Dios ante el comportamiento de Adán y Eva en el paraíso. Éstos tras su pecado se disculpan, pero la sentencia se cumple exactamente en el mismo orden en que fue cometida la falta, es decir, primero la serpiente, luego la mujer y, por último, el varón. Parecería que la mujer y la serpiente, cómplices del pecado, mantendrían una cierta amistad. Sin embargo, la enemistad fue perpetua entre ambas descendencias, hasta que la estirpe de la mujer logró aplastar la cabeza de su enemigo.

El enfrentamiento entre Jesús y el pecado es una lucha permanente y sin cuartel. Ante la acusación “...expulsa a los demonios por arte del jefe de los demonios”, Cristo responde con facilidad. Incluso considera más “sensato” al diablo, que no lucha contra sí mismo, que al acusador. El gran pecado que “no tendrá perdón jamás” es atribuir a poderes que no sean el Espíritu Santo la victoria de Cristo sobre el demonio.

Es necesario convencerse de que la presencia del mal en el mundo no es una situación fatal e irremediable, por muy cercano que lo sintamos. El que siempre haya ocurrido, no significa que tenga que ser de la misma manera. Porque el mal es vencible. El amor y el perdón son más fuertes que el pecado.

— “El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre. La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres” (390).

— “Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto (cf. Sal 95,10), Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha «atado al hombre fuerte» para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3,27)” (539).

— “La victoria sobre el «príncipe de este mundo» (Jn 14,30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo está «echado abajo» (Jn 12,31).  «Él se lanza en persecución de la Mujer», pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, «llena de gracia» del Espíritu Santo es librada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen).  «Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos» (Ap 12,17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,17.20) ya que su Venida nos librará del Maligno” (2853).

— “Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo (MR Embolismo)” (2854).

Con el mal nos encontramos sin buscarlo; pero antes nos hemos encontrado con Cristo que lo ha vencido y nos hace fuertes.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Las raíces del mal.

– La naturaleza humana en estado de justicia y santidad original.

Puso Dios al hombre en la cima de la Creación, para que dominase sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven en ella. Por eso le dotó de inteligencia y de voluntad, de modo que libremente diera a su Creador una gloria mucho más excelente que la ofrecida por el resto de las criaturas. Pero, llevado de su amor, Dios decretó además elevar al hombre para que tomara parte en su vida divina y conociese de algún modo sus íntimos misterios, que superan absolutamente todas las exigencias naturales. Para este fin, Dios le revistió gratuitamente de la gracia santificante y de las virtudes y dones sobrenaturales, constituyéndole en santidad y justicia y dándole capacidad para obrar sobrenaturalmente. Mediante la gracia, el alma se transforma, de modo que, sin dejar de ser humana, se diviniza: como el hierro cuando se mete en el fuego, que se vuelve incandescente, transformándose en algo parecido al fuego mismo; aunque éste es un ejemplo imperfecto, pues la gracia realiza una transformación mucho más profunda que la que produce el fuego en el hierro.

Dios enriqueció además la naturaleza de Adán con los dones, también gratuitos, de la inmunidad de la muerte, de la concupiscencia y de la ignorancia, llamados dones preternaturales. Esta rectitud de la naturaleza humana en el estado de justicia original provenía de la sujeción perfecta, libre, de la voluntad del hombre a su Creador. El hombre, fortalecido con estos dones, no podía engañarse al conocer y era inmune a todo error. El cuerpo mismo gozaba de la inmortalidad, “no por virtud propia, sino por una fuerza sobrenatural impresa en el alma que preservaba el cuerpo de la corrupción mientras estuviese unido a Dios”. En Adán, Dios contempla a todo el género humano. El don de justicia y de la santidad originales “había sido dado al hombre, no como a persona singular, sino como principio general de toda la naturaleza humana, de modo que después de él se propagara mediante la generación a todos los hombres posteriores”. Todos hubiéramos nacido en amistad con Dios, y embellecidos alma y cuerpo con las perfecciones otorgadas por el Señor. Y llegado el momento, habría confirmado a cada uno en la gracia, arrebatándolo de la tierra sin dolor y sin pasar por el trance de la muerte, para hacerle gozar de su eterna felicidad en el Cielo.

Así derramó Dios su bondad sobre el primer hombre, y éste era el plan divino. Y para realizarlo, quiso Dios que el hombre cooperara libremente con la gracia, de modo semejante a como nos pide ahora a nosotros, durante este rato de oración, la correspondencia a tantas gracias que recibimos. Aquí en la tierra hemos de ganarnos el Cielo, para toda la eternidad.

– Solidaridad de todos los hombres en Adán. Transmisión del pecado original y de sus consecuencias. La lucha contra el pecado.

“La presencia de la justicia original y de la perfección en el hombre, creado a imagen de Dios, que conocemos por la Revelación, no excluía que este hombre, en cuanto criatura dotada de libertad, fuera sometido desde el principio, como los demás seres espirituales, a la prueba de la libertad”. Puso Dios una sola condición al hombre: de todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirás. Conocemos por la Sagrada Escritura la triste trasgresión de este mandato, y hoy leemos en la Primera lectura de la Misa el estado en que quedó el hombre. El diablo mismo, bajo la figura de serpiente, incitó a la primera mujer a desobedecer el mandato divino: tomó de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también comió. Inmediatamente se rompió la sujeción al Creador y la armonía que había en sus potencias se desintegró, perdió la santidad y la justicia original, el don de la inmortalidad, y cayó “en el cautiverio de aquel que tiene el imperio de la muerte (Hebr 2, 14), es decir, del diablo; y toda la persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma”. Fue expulsado del paraíso y, aunque la naturaleza humana quedó íntegra en su propio ser, encuentra desde entonces graves obstáculos para realizar el bien, porque siente también la inclinación al mal. El pecado original, personalmente cometido por nuestros primeros padres en el comienzo de la historia, se propaga por generación a cada hombre que viene a este mundo. Es una verdad de fe declarada en ocasiones diversas por la Iglesia.

La realidad del pecado original y el conflicto que crea en la intimidad de cada hombre es un dato comprobable. La fe explica su origen, y todos experimentamos sus consecuencias. “Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en su santo Creador”. Sin la gracia, la criatura humana se percibe impotente para recuperar su propia dignidad.

Pablo VI enseña que el hombre nace en pecado, con una naturaleza caída, sin el don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte. Además, “el pecado original se transmite juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación”, y “se halla como propio en cada uno”.

Se da una misteriosa solidaridad de todos los hombres en Adán, de modo que “todos se pueden considerar como un solo hombre, en cuanto todos convienen en una misma naturaleza recibida del primer padre”. La solidaridad de la gracia que unía a todos los hombres en Adán antes de la desobediencia original se transformó en solidaridad en el pecado. “Por esto, de la misma manera que se hubiera transmitido a los descendientes la justicia original, se ha transmitido en cambio el desorden”.

El espectáculo que el mal presenta en el mundo y en nosotros, las tendencias y los instintos del cuerpo que no andan sujetos a la razón nos convencen de la profunda verdad contenida en la Revelación y nos mueven a luchar contra el pecado, único mal verdadero y raíz de todos los males que existen en el mundo. ¡Cuánta miseria! ¡Cuántas ofensas! Las mías, las tuyas, las de la humanidad entera...

Et in peccatis concepit me mater mea! (Sal 50, 7). Nací, como todos los hombres, manchado con la culpa de nuestros primeros padres. Después..., mis pecados personales: rebeldías pensadas, deseadas, cometidas...

Para purificarnos de esa podredumbre, Jesús quiso humillarse y tomar la forma de siervo (cfr. Flp 2, 7), encarnándose en las entrañas sin mancilla de Nuestra Señora, su Madre, y Madre tuya y mía. Pasó treinta años de oscuridad, trabajando como uno de tantos, junto a José. Predicó. Hizo milagros... Y nosotros le pagamos con una Cruz.

¿Necesitas más motivos para la contrición?.

– Orientar de nuevo a Dios las realidades humanas.

Dios expulsó a nuestros primeros padres del paraíso, indicando así que los hombres vendrían al mundo en un estado de separación de Dios: en lugar de los dones sobrenaturales, Adán y Eva transmitieron el pecado. Perdieron la herencia que después habrían de dejar a sus descendientes; ya entre los primeros hijos de Adán y Eva se dejaron sentir enseguida las consecuencias del pecado: Caín mata por envidia a Abel. Del mismo modo, todos los males, personales y sociales, tienen su origen en el primer pecado del hombre. Aunque el Bautismo perdona totalmente la culpa y la pena del pecado original y de los pecados personales que pudieran haberse cometido antes de recibirlo, sin embargo, no libra de los defectos del pecado: el hombre sigue sujeto al error, a la concupiscencia y a la muerte.

El pecado original fue un pecado de soberbia. Y cada uno de nosotros caemos también en la misma tentación de orgullo cuando buscamos ocupar en la sociedad, en la vida privada, en todo, el lugar de Dios: seréis como dioses; son las mismas palabras que oye el hombre en medio del desorden de sus sentidos y potencias. Como en los principios, busca también ahora –en muchas ocasiones– la autonomía que le convierta en árbitro del bien y del mal, y se olvida de su mayor bien, que consiste en el amor y sumisión a su Creador. Es en Él donde recupera la paz, la armonía de sus instintos y sentidos, y todos los demás bienes.

Nuestro apostolado en medio del mundo nos moverá a situar a cada hombre y a sus obras (el ordenamiento jurídico, el trabajo, la enseñanza...) en el legítimo lugar que les corresponde con relación a su Creador. Cuando Dios está presente en un pueblo, en una sociedad, la convivencia se torna más humana. No existe solución alguna para los conflictos que asolan el mundo, para una mayor justicia social, que no pase antes por un acercamiento a Dios, por una conversión del corazón. El mal está en la raíz –en el corazón del hombre–, y es ahí donde es necesario curarle. La doctrina sobre el pecado original operante hoy en el hombre y en la sociedad, es un punto fundamental en la catequesis y en toda formación que no conviene olvidar.

Ante un mundo que, en ocasiones, parece profundamente desquiciado, no podemos cruzarnos de brazos como el que nada puede ante una situación que le supera. No es necesario que intervengamos en las grandes decisiones, que quizá no nos competen, pero sí hemos de hacerlo en esos campos que Dios ha puesto a nuestro alcance para que les demos una orientación cristiana.

Nuestra Madre Santa María, que “fue preservada inmune de toda mancha de la culpa del pecado original en el primer instante de su concepción inmaculada por singular gracia y privilegio” de Dios, nos enseñará a ir a la raíz de los males que nos aquejan, fortaleciendo, ante todo, en cada situación, la amistad con Dios.

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Rev. D. Vicenç GUINOT i Gómez, (Sant Feliu de Llobregat, España) (www.evangeli.net)

«El que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca»

Hoy, al leer el Evangelio del día, uno no sale de su asombro —“alucina”, como se dice en el lenguaje de la calle—. «Los escribas que habían bajado de Jerusalén» ven la compasión de Jesús por las gentes y su poder que obra en favor de los oprimidos, y —a pesar de todo— le dicen que «está poseído por Beelzebul» y «por el príncipe de los demonios expulsa los demonios» (Mc 3,22). Realmente uno queda sorprendido de hasta dónde pueden llegar la ceguera y la malicia humanas, en este caso de unos letrados. Tienen delante la Bondad en persona, Jesús, el humilde de corazón, el único Inocente y no se enteran. Se supone que ellos son los entendidos, los que conocen las cosas de Dios para ayudar al pueblo, y resulta que no sólo no lo reconocen, sino que lo acusan de diabólico.

Con este panorama es como para darse media vuelta y decir: «¡Ahí os quedáis!». Pero el Señor sufre con paciencia ese juicio temerario sobre su persona. Como afirmó san Juan Pablo II, Él «es un testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre». Su condescendencia sin límites le lleva, incluso, a tratar de remover sus corazones argumentándoles con parábolas y consideraciones razonables. Aunque, al final, advierte con su autoridad divina que esa cerrazón de corazón, que es rebeldía ante el Espíritu Santo, quedará sin perdón (cf. Mc 3,29). Y no porque Dios no quiera perdonar, sino porque para ser perdonado, primero, uno ha de reconocer su pecado.

Como anunció el Maestro, es larga la lista de discípulos que también han sufrido la incomprensión cuando obraban con toda la buena intención. Pensemos, por ejemplo, en santa Teresa de Jesús cuando intentaba llevar a más perfección a sus hermanas.

No nos extrañe, por tanto, si en nuestro caminar aparecen esas contradicciones. Serán indicio de que vamos por buen camino. Recemos por esas personas y pidamos al Señor que nos dé aguante.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Unidos con Cristo

«Si un reino está dividido en bandos opuestos, no puede subsistir»

Eso dice Jesús.

La fuerza del ejército de Dios está centrada en la unidad de sus soldados.

Soldados que luchan no solos, y no por sí mismos, porque ellos no tienen la fuerza.

Soldados que luchan unidos con Cristo, porque Él es el centro, Él es la fuerza, y es con Cristo, por Él y en Él, que el ejército gana para Dios todas las batallas.

Sacerdote, tú eres un soldado de Dios, has sido elegido y has sido escogido para pertenecer al ejército del Rey de reyes y Señor de señores; has sido formado en las líneas delanteras, para luchar frente a frente con las líneas enemigas.

¿En dónde está, sacerdote, tu fidelidad?

¿En dónde está puesta tu amistad?

¿En quién tienes puesta tu confianza?

¿A quién le debes tu vida?

¿Por quién luchas, sacerdote, esta batalla?

¿Estás con Cristo o estás contra Él?

No puedes servir a dos amos. Decídete.

Él está contigo, y tú, ¿estás con Él?

Si estás con Cristo, sacerdote, entrégale tu voluntad y cumple el mandamiento nuevo que Él te vino a enseñar, y ama a tu prójimo como Él lo amó, porque ese es el mandamiento de tu Señor.

Unidad, sacerdote, unidad para permanecer en su amistad.

Una sola familia, un pueblo santo de Dios: ese es el mandato que has recibido de tu Señor.

Reúne, sacerdote, a tu rebaño, y cumple la Palabra del Señor, porque un pueblo dividido es un pueblo débil, frágil, fácilmente tentado, acechado y destruido.

Un pueblo dividido es un pueblo en donde falta fe, en donde no hay esperanza, en donde la caridad no se ve.

Sacerdote, tú eres la unión por el don que has recibido el día de tu ordenación, cuando el Espíritu Santo se posó sobre ti, manifestando, para el mundo y para el cielo, que Cristo te ha elegido para que vivas en Él, porque Él vive en ti y te hace una sola cosa para siempre.

Él une el cielo y la tierra, la humanidad y la divinidad, en el sacerdote.

Eres tú, sacerdote, ejemplo de unidad.

Permanece en la fidelidad y nunca te separes de quien es la Vida, porque caerías en la muerte.

Nunca te separes de quien es la Luz, porque vivirías en la oscuridad.

Nunca te separes de quien es la Verdad, porque tu vida sería una mentira.

Nunca te separes de quien es el Camino, porque vagarías perdido en un mundo que te ata, que te encadena, que te devora.

Permanece unido, sacerdote, a la fuente de vida, porque tú eres conductor del manantial de agua viva, por la que Dios mismo se derrama para el mundo dando vida y regresando a su amistad a todos los que no están con Él y se vuelven contra Él.

Es por ti, sacerdote, que tu Señor los atrae hacia Él, y los hace parte una y otra vez.

Satanás es la mentira, la división, la enemistad, las cadenas, la oscuridad. Él es quien divide a los hombres, quien promueve que se alejen de Dios, y que lo abandonen a través de las tentaciones del mundo del pecado, porque lo hace atractivo a los ojos del mundo, que son los ojos de los hombres que están divididos, que no están unidos a Dios, que no están con Él, sino contra Él.

Sacerdote: invoca al Espíritu Santo, que es el Espíritu de la verdad, y bautiza a los hombres con el Espíritu Santo, que es por quien se unen en filiación divina al Padre para permanecer con el Hijo.

Ten cuidado sacerdote, porque Satanás es como un león rugiente, buscando a quién devorar. Reconoce las señales que el Espíritu Santo te da a través del don de discernimiento, por el que tú tienes en tu poder, en tus manos, en tu boca, y en tu corazón, la verdad.

Permanece, sacerdote, en Cristo, porque Él ruega al Padre por ti, no para que te saque del mundo, porque tú, como Él, no eres del mundo; porque Él para eso te eligió, para que vivas fuera del mundo, para que vivas unido a Él. Y Él pide que te libre del maligno, porque tú vives en medio del mundo y el maligno vive ahí. Él es el príncipe del mundo, pero Él te ha dado ojos para que veas y oídos para que oigas, y Él te ha dado los mandamientos de la ley de Dios, para que los cumplas. Y te ha dado su Palabra, para que la escuches y la pongas en práctica.

Es así, sacerdote, como tú permaneces en Él. Es así como tú, soldado del ejército de Dios, luchas en las líneas del Rey contra el ejército enemigo, y demuestras que tú, sacerdote, eres su amigo, que estás con Él y no contra Él.

Invoca, sacerdote, al Espíritu Santo, para que permanezca en ti, porque Él es derramado a los corazones de los que aman a Dios.

El que permanece en la presencia del Espíritu Santo permanece en Dios.

Ten cuidado sacerdote, al usar tus palabras, porque puedes equivocarte, y Dios siempre va a perdonarte; pero el que blasfema contra el Espíritu Santo, ese no será parte, ese será condenado, porque ese no obedece la Palabra de Dios, y ese está en contra del amor, y el que está en contra del amor no puede ser aceptado como parte en el Reino de Dios, porque Dios es amor.

Sacerdote, tú has sido elegido, tú has sido llamado como soldado de Dios para proteger el tesoro de la fe, que une a los hombres a Dios a través del amor.

(Espada de Dos Filos III, n. 80)

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