Domingo 11 del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo XI del Tiempo Ordinario (ciclo B)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilía en Santa Marta, 13.XI.14
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2012
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • UNA CITA CON DIOS – Pablo Cardona
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Fr. Faust BAILO (Toronto, Canadá) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com.

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DEL MISAL MENSUAL

LOS TIEMPOS DE LA SALVACIÓN

Ez, 17, 22-24; 2 Cor 5, 6-10; Mc 4, 26-34

La profecía de Ezequiel y las parábolas del Evangelio tienen en común la referencia a las imágenes del-mundo de las plantas y los árboles. Esquejes de cedro vástagos, semillas de mostaza que van creciendo lentamente, pero que finalmente se convierten en nidos acogedores para las aves silvestres. De ambas figuras extraemos un par de rasgos; en primer lugar, el reinado de Dios comienza con unos modestos orígenes, al punto que resultan casi imperceptibles: “nadie sabe cómo va creciendo la semilla”. La fuerza y el dinamismo del amor de Dios en el corazón humano no causan estridencia. Es una corriente profunda que se mueve con suma quietud. En segundo lugar, la colaboración de cada persona es importante, de ahí que la libertad de decir sí o no es decisiva. Sin embargo, no podemos explicar cómo se conjuntan el plan de Dios con los anhelos de la persona. Estamos en el terreno del misterio. La esperanza nos hace creer que es una fuerza eficaz y transformadora.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 26. 7 9

Oye, Señor, mi voz y mis clamores. Ven en mi ayuda no me rechaces, ni me abandones, Dios, salvador mío.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, fortaleza de los que en ti esperan, acude bondadoso, a nuestro llamado y puesto que sin ti nada puede nuestra humana debilidad, danos siempre la ayuda de tu gracia, para que, en cumplimiento de tu voluntad, te agrademos siempre con nuestros deseos y acciones. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Elevaré los árboles pequeños.

Del libro del profeta Ezequiel: 17, 22-24

Esto dice el Señor Dios: “Yo tomaré un renuevo de la copa de un gran cedro, de su más alta rama cortaré un retoño. Lo plantaré en la cima de un monte excelso y sublime. Lo plantaré en la montaña más alta de Israel. Echará ramas, dará fruto y se convertirá en un cedro magnifico. En él anidarán toda clase de pájaros y descansarán al abrigo de sus ramas.

Así, todos los árboles del campo sabrán que yo, el Señor, humillo los árboles altos y elevo los árboles pequeños; que seco los árboles lozanos y hago florecer los árboles secos. Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 91

R/. ¡Qué bueno es darte gracias, Señor!

¡Qué bueno es darte gracias, Dios altísimo, y celebrar tu nombre, pregonando tu amor cada mañana y tu fidelidad, todas las noches! R/.

Los justos crecerán como las palmas, como los cedros en los altos montes; plantados en la casa del Señor, en medio de sus atrios darán flores. R/.

Seguirán dando fruto en su vejez, frondosos y lozanos como jóvenes, para anunciar que en Dios, mi protector, ni maldad ni injusticia se conocen. R/.

SEGUNDA LECTURA

En el destierro o en la patria, nos esforzamos por agradar al Señor.

De la segunda carta del apóstol san Pablo a los corintios: 5, 6-10

Hermanos: Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos en el cuerpo, estamos desterrados, lejos del Señor. Caminamos guiados por la fe, sin ver todavía. Estamos, pues, llenos de confianza y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor.

Por eso procuramos agradarle, en el destierro o en la patria. Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir el premio o el castigo por lo que hayamos hecho en esta vida.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO

R/. Aleluya, aleluya.

La semilla es la palabra de Dios y el sembrador es Cristo; todo aquel que lo encuentra vivirá para siempre. R/.

EVANGELIO

El hombre siembra su campo sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 4, 26-34

En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: “El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha”.

Les dijo también: “¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra”.

Y con otras muchas parábolas semejantes les estuvo exponiendo su mensaje, de acuerdo con lo que ellos podían entender. Y no les hablaba sino en parábolas; pero a sus discípulos les explicaba todo en privado.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Tú que con este pan y este vino que te presentamos das al género humano el alimento que lo sostiene y el sacramento que lo renueva, concédenos, Señor, que nunca nos falte esta ayuda para el cuerpo y el alma. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 17, 11

Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que, como nosotros, sean uno, dice el Señor.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Señor, que esta santa comunión, que acabamos de recibir, así como significa la unión de los fieles en ti, así también lleve a efecto la unidad en tu Iglesia. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

El cedro (Ez 17,22-24)

1ª lectura

Lo peculiar de esta imagen del cedro que describe la restauración final es la insistencia en la acción de Dios mediante la repetición explícita del pronombre de primera persona «Yo» («Yo voy a llevarme…», «Yo, el Señor, he humillado…», «Yo, el Señor, lo digo…»). Tras los desastres del destierro de Babilonia, descritos en los versículos anteriores, el Señor interviene directamente para devolver la esperanza de salvación.

El «renuevo» de las ramas del cedro (v. 22) alude al retoño del árbol de David (cfr Is 11,1) y simboliza la instauración del reino mesiánico.

Las palabras del v. 23 evocan el relato del diluvio. Allí se dice que «todos los pájaros y seres alados» entraron en el arca (Gn 7,14), indicando así que la salvación alcanzó a todas las especies. En el poema del cedro enseñan que el reino mesiánico, el nuevo Israel, es universal y todas las naciones participarán de la salvación traída por el Mesías. No es extraño por eso que nuestro Señor Jesucristo utilizara una imagen semejante para describir el Reino de Dios: el reino es como un grano de mostaza que crece y que «llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas» (Mt 13,32).

«Yo, el Señor, he humillado al árbol elevado» (v. 24). El Señor, una vez más, es el protagonista de la historia del pueblo. Él es el autor de la vida, que da vigor a lo que está seco, y de la muerte, haciendo que lo más lozano perezca. Él se muestra inflexible ante los arrogantes que no le aceptan (cfr 31,10-14). El Nuevo Testamento repetirá de mil maneras el valor de la humildad: «El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado» (Mt 23,12).

Nos empeñamos en agradar a Dios (2 Co 5,6-10)

2ª lectura

A la vez que la esperanza de bienes tan grandes hace a San Pablo desear con ansia vivir junto al Señor (5,8), no pierde de vista que ahora ha de esforzarse por agradar a Dios, pensando en su encuentro con Cristo (5,9-10). El pasaje nos habla de la existencia del juicio particular: «Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1022). La sentencia de premio o castigo depende de los merecimientos del alma durante su vida en la tierra, ya que con la muerte termina el tiempo y la posibilidad de merecer. Las palabras de San Pablo nos exhortan a esforzarnos en esta vida por ser gratos al Señor: ¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar? (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 746).

La semilla y el grano de mostaza (Mc 4,26-34)

Evangelio

La sencillez de las parábolas de la semilla y del grano de mostaza podría velarnos su trasfondo. Contienen la idea de crecimiento, con diversas posibilidades de aplicación: la de la semilla habla de la eficacia intrínseca del Reino y de su desarrollo progresivo (v. 27); la del grano de mostaza, de la desproporción entre el origen, cuando es la más pequeña de las semillas (v. 31), y el final, cuando es como un árbol grandioso (v. 32). La semilla es fecunda, pero necesita que nosotros seamos la buena tierra que la acoge; después, vendrá el fruto de la virtud: «Cuando concebimos buenos deseos, echamos las semilla en la tierra; cuando comenzamos a obrar bien, somos hierba, y cuando, progresando en el buen obrar, crecemos, llegamos a espigas, y cuando ya estamos firmes en obrar el bien con perfección, ya llevamos en la espiga el grano maduro» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Ezechielem 2,3,5).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

El grano de mostaza

Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I)

¿A qué es semejante el Reino de Dios y a qué lo compararé? Es semejante a un grano de mostaza que toma un hombre y lo arroja en el huerto, y crece y se convierte en un árbol y las aves del cielo anidan en sus ramas. La presente lectura nos enseña que en las comparaciones hemos de atender a la naturaleza y no a la apariencia. Veamos, pues, por qué el sublime reino de los cielos se compara a un grano de mostaza; pues recuerdo que también el grano de mostaza es comparado, en otro pasaje, a la fe, cuando dice el Señor: Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: arrójate al mar (Mt 12,20). Y, realmente, no es mezquina, sino verdaderamente grande esa fe que tiene tal potencia, que es capaz de imperar a un monte para que cambie de lugar; el Señor tampoco exige una fe mediocre a sus apóstoles, porque sabe que ellos deben combatir contra la potencia y soberbia del espíritu del mal. ¿Quieres saber por qué hace falta una gran fe? Lee lo que dice el Apóstol: Y si yo tuviera una fe tal que fuera capaz de trasladar los montes (1 Cor 13,2).

Luego, si tanto al reino de los cielos como a la fe se les compara al grano de mostaza, no se puede dudar que la fe es el reino de los cielos, y el reino de los cielos es una realidad que en nada difiere de la fe. Por tanto, quien tiene la fe posee el reino de los cielos, reino que está dentro de nosotros como está dentro de nosotros la fe; y así leemos: El Reino de Dios está dentro de vosotros (Mc 11,22), y en otra parte: Guardad la fe en vuestro interior (Mt 16,19). Y por eso Pedro, que tanta fe tuvo, recibió las llaves del reino de los cielos y poder de abrir este reino también a los otros.

Ahora, a través de la naturaleza de la mostaza, examinemos el contenido de esta comparación. No hay duda de que su grano es algo vil y pequeñísimo; y solamente cuando se le tritura es cuando esparce su fuerza. También la fe parece al principio algo simple, pero, una vez puesta a prueba por la adversidad, expande la gracia de su valor, hasta tal punto que con su perfume embriaga a todos los que oyen o leen algo sobre ella. Grano de mostaza son nuestros mártires Félix, Nabor y Víctor, los cuales, aunque lo tenían oculto, llevaban en sí mismos el buen olor de la fe. Pero con la venida de la persecución depusieron sus armas, ofrecieron sus cuellos y, una vez muertos por la espada, derramaron por los confines de todo el mundo la belleza de su martirio; y por eso se dice con toda razón: Su eco se ha propagado por toda la tierra (Ps 18,5).

Pero la fe unas veces es triturada, otras oprimida y otras sembrada. El mismo Señor es también un grano de mostaza. Él estaba lejos de cualquier clase de falta, pero, al igual que en el ejemplo del grano de mostaza, el pueblo, por no conocerlo, no tuvo contacto con Él. Y prefirió ser triturado, con el fin de que pudiéramos decir: Nosotros somos delante de Dios el buen olor de Cristo (2 Cor 2,15); prefirió también ser oprimido, y por eso dijo Pedro: Las turbas te oprimen (Lc 8,45); y, finalmente, prefirió ser sembrado como el grano que un hombre toma y lo arroja en su huerto. Y así fue, en efecto: Cristo fue apresado y sepultado en un huerto, en un huerto creció, y en un huerto resucitó y se hizo árbol, como está escrito: Como un manzano entre los árboles silvestres es mi amado entre los mancebos (Cant 2,3).

Por tanto, siembra tú también en tu huerto a Cristo —la realidad de un huerto no es otra que un lugar pletórico de gran variedad de flores y frutos—, en el cual florezca la belleza de tus obras y se respire el multiforme olor de las diversas virtudes. Y por eso, que allí donde haya algún fruto, esté presente Cristo. Siembra al Señor Jesús: Él es grano cuando es apresado, y en el momento de resucitar se convierte en ese árbol que da sombra al mundo; cuando es sepultado, es también grano, que se hace árbol cuando sube al cielo.

Coge también con Cristo la fe y siémbrala en ti. Siempre que creemos en Cristo crucificado, hemos cogido la fe. Pablo cogió cuando dijo: Y yo, hermanos, llegué a anunciaros el testimonio de Dios no con sublimidad de elocuencia o de sabiduría; ya que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna sino a Cristo, y éste crucificado (1 Cor 2,1ss). Y porque él aprendió a apresar la fe, aprendió también a elevarse, y así dijo: porque a Cristo crucificado ya no le conocemos (2 Cor 5,16).

Y, finalmente, sembramos la fe, cuando, a través de la lectura del Evangelio y de los escritos apostólicos y proféticos, creemos en la pasión del Señor. Sembramos, pues, la fe, cuando la sepultamos en la tierra abonada y preparada de la carne del Señor, para que esta fe, con el espíritu y la dulce opresión de su cuerpo divino, se propague por su propia virtud. Y así todo el que crea que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, creerá que murió y resucitó por nosotros. Yo, pues, siembro la fe cuando la entierro dentro de mí.

¿Quieres saber mejor por qué Cristo es como un grano y por qué fue sembrado? Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará consigo mucho fruto (Jn 12,24). Luego no nos hemos equivocado al decir que esto era algo que El mismo había dicho. Él es, a la vez un grano de trigo, porque fortalece el corazón del hombre (Ps 103,15), y de mostaza, porque infunde calor en el corazón del mismo hombre. Y aunque ambas especies de grano parecen cuadrar plenamente, sin embargo, resulta más exacto el grano de trigo cuando se trata de su resurrección; porque Él es el pan de Dios que ha bajado del cielo (Jn 6,33), y por eso, la palabra de Dios y la realidad de la resurrección alimenta las mentes, agudiza la esperanza, e intensifica el amor; mientras que el grano de mostaza, por ser más amargo y áspero, se aplica mejor a la pasión del Señor, puesto que ese amargor invita a las lágrimas y esa aspereza a la compasión. Así, cuando leemos u oímos que el Señor ayunó, que tuvo hambre, que lloró, que fue flagelado y que en el momento de su pasión dijo: Vigilad y orad para no caer en la tentación (Mt 26,4), agarrándonos, por así decirlo, al amargo sabor de su palabra y con su ayuda, lograremos renunciar aun a los más agradables placeres del cuerpo. Luego el que siembra el grano de mostaza, siembra el reino de los cielos.

Y no desprecies este grano de mostaza; es cierto que es el más pequeño de todos los granos, pero, cuando crece, llega a ser la mayor de todas las plantas. Si este grano de mostaza es Cristo, ¿cómo puede ser este Cristo el menor o estar sujeto a crecimiento? Realmente por naturaleza no puede crecer, pero lo hace según la apariencia. ¿Quieres saber en qué sentido es el más pequeño? Atiende: Le hemos visto y no tenía apariencia ni belleza (Is 53,2). Y mira ahora cómo es el mayor: Eres el más hermoso de los hijos de los hombres (Ps 44,3). En efecto, Aquel que no tenía apariencia ni belleza, ha venido a ser superior a los ángeles (Hebr 1,4), sobrepasando a toda la gloria de los profetas, a los que Israel, por estar enfermo, había comido como verduras; y es que unos no creyeron y otros no recibieron ese pan que fortalece los corazones.

Y Cristo es semilla, puesto que es descendiente de Abrahán; pues las promesas fueron hechas a Abrahán y a su descendencia. No dijo a sus descendencias, como hablando de muchas, sino de una sola. Y a tu descendencia que es Cristo (Gal 116). Pero no solamente Cristo es semilla, sino también la más pequeña entre todas, porque no vino con poder temporal, ni entre riquezas, ni poseyendo la sabiduría de este mundo. No obstante, pronto consiguió, como si se tratara de un árbol, la más elevada cima de poder, para que pudiéramos decir: A su sombra he anhelado sentarme (Cant 2,3). Y son muchas veces, al parecer, las que El aparece al mismo tiempo como grano y como árbol. El grano, cuando decían de El: ¿Acaso no es éste el hijo de José, el carpintero? (Mt 13,55; Lc 4,22). Pero pronto creció entre estas palabras, siendo testigos los mismos judíos, aunque no podían comprender las ramas de un árbol de tal altura, y por eso decían: ¿De dónde le viene esta sabiduría? (Mt 13,54).

Por eso el grano es como un símbolo, mientras que el árbol representa a la sabiduría, en cuyas frondosas ramas ha encontrado su morada segura no sólo el ave nocturna que ya tenía su nido, y el pájaro solitario que vivía en el tejado (Ps 101,7), sino también el que fue arrebatado al paraíso (2 Cor 12,4) y el que será transportado sobre el aire y las nubes (1 Tes 4,16). Allí también descansan las potestades, y los ángeles del cielo y todos los que merecieron subir por haber sometido su conducta a las normas del espíritu. Allí descansó Juan, cuando se recostó sobre el pecho de Jesús; y aún mejor es decir que aquél brotó como una rama alimentada con la savia de este árbol. Otra rama es Pedro y otra Pablo, que, olvidando lo que ya quedó atrás, se lanza en persecución de lo que tiene delante (Flp 3,13). Nosotros que nos hemos sentido angustiados durante tanto tiempo en el vacío de este mundo, por la tempestad y la agitación del espíritu del mal, una vez congregados de todas las naciones y después de tomar las alas de la virtud, nos hemos levantado hasta el propósito de cumplir no sólo lo esencial, sino también lo accidental de la predicación apostólica, de la que antes estuvimos tan lejos, y esto para que la sombra de los santos nos defienda del calor asfixiante de este mundo, y así, ya habitemos en la tranquilidad de una morada segura.

Y una vez que esa alma nuestra, encorvada antes, como aquella mujer, bajo el peso de los pecados, al sentirse libre ahora, como el pájaro que ha sido liberado de la red de los cazadores (Ps 123,7), podrá levantar su vuelo hacia las ramas y los montes del Señor (cf. Ps 10,1). Así, pues, antes estábamos cautivos de las superfluas observancias de la vanidad y la ligereza del vicio, pero ahora, por el contrario, desatadas nuestras manos por la fe de Cristo y libres de las cadenas de la ley del sábado, nos esforzamos por hacer buenas obras, por lo cual, aun en los mismos banquetes, respetamos nuestra libertad y evitamos la intemperancia, para que, ya que estamos libres de la ley, no seamos esclavos de los placeres. Porque es cierto que la Ley nos ligó a ella para que no ambicionásemos los placeres. Pero la gracia que suprime una esclavitud menor, ordena cosas mucho más arduas: Todo me es lícito, pero no todo conviene (1 Cor 6,12); pues resulta verdaderamente bochornoso usar del poder para volver a ser esclavo suyo. Deja, por tanto, de ser súbdito de la Ley para que, por medio de la virtud, puedas estar por encima de la Ley.

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FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilía en Santa Marta (13.XI.2014)

Ángelus 2015

El Reino de Dios requiere nuestra colaboración

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy está formado por dos parábolas muy breves: la de la semilla que germina y crece sola, y la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 26–34). A través de estas imágenes tomadas del mundo rural, Jesús presenta la eficacia de la Palabra de Dios y las exigencias de su Reino, mostrando las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso en la historia.

En la primera parábola la atención se centra en el hecho que la semilla, echada en la tierra, se arraiga y desarrolla por sí misma, independientemente de que el campesino duerma o vele. Él confía en el poder interior de la semilla misma y en la fertilidad del terreno. En el lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios, cuya fecundidad recuerda esta parábola. Como la humilde semilla se desarrolla en la tierra, así la Palabra actúa con el poder de Dios en el corazón de quien la escucha. Dios ha confiado su Palabra a nuestra tierra, es decir, a cada uno de nosotros, con nuestra concreta humanidad. Podemos tener confianza, porque la Palabra de Dios es palabra creadora, destinada a convertirse en «el grano maduro en la espiga» (v. 28). Esta Palabra si es acogida, da ciertamente sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar y de un modo que no conocemos (cf. v. 27). Todo esto nos hace comprender que es siempre Dios, es siempre Dios quien hace crecer su Reino —por esto rezamos mucho «venga a nosotros tu Reino»—, es Él quien lo hace crecer, el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se regocija por la acción creadora divina y espera con paciencia sus frutos.

La Palabra de Dios hace crecer, da vida. Y aquí quisiera recordaros otra vez la importancia de tener el Evangelio, la Biblia, al alcance de la mano —el Evangelio pequeño en el bolsillo, en la cartera— y alimentarnos cada día con esta Palabra viva de Dios: leer cada día un pasaje del Evangelio, un pasaje de la Biblia. Jamás olvidéis esto, por favor. Porque esta es la fuerza que hace germinar en nosotros la vida del Reino de Dios.

La segunda parábola utiliza la imagen del grano de mostaza. Aun siendo la más pequeña de todas las semillas, está llena de vida y crece hasta hacerse «más alta que las demás hortalizas» (Mc 4, 32). Y así es el Reino de Dios: una realidad humanamente pequeña y aparentemente irrelevante.

Para entrar a formar parte de él es necesario ser pobres en el corazón; no confiar en las propias capacidades, sino en el poder del amor de Dios; no actuar para ser importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes. Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que fermenta toda la masa del mundo y de la historia.

De estas dos parábolas nos llega una enseñanza importante: el Reino de Dios requiere nuestra colaboración, pero es, sobre todo, iniciativa y don del Señor. Nuestra débil obra, aparentemente pequeña frente a la complejidad de los problemas del mundo, si se la sitúa en la obra de Dios no tiene miedo de las dificultades. La victoria del Señor es segura: su amor hará brotar y hará crecer cada semilla de bien presente en la tierra. Esto nos abre a la confianza y a la esperanza, a pesar de los dramas, las injusticias y los sufrimientos que encontramos. La semilla del bien y de la paz germina y se desarrolla, porque el amor misericordioso de Dios hace que madure.

Que la santísima Virgen, que acogió como «tierra fecunda» la semilla de la divina Palabra, nos sostenga en esta esperanza que nunca nos defrauda.

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Ángelus 2018

El Señor nos exhorta a una actitud de fe que supera nuestros proyectos

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

En la página del Evangelio de hoy (cf. Marcos 4, 26-34), Jesús habla a la multitud del Reino de Dios y de los dinamismos de su crecimiento, y lo hace contando dos breves parábolas.

En la primera parábola (cf. vv. 26-29), el Reino de Dios se compara con el crecimiento misterioso de la semilla, que se lanza al terreno y después germina, crece y produce trigo, independientemente del cuidado cotidiano, que al finalizar la maduración se recoge. El mensaje de esta parábola lo que nos enseña es esto: mediante la predicación y la acción de Jesús, el Reino de Dios es anunciado, irrumpe en el campo del mundo y, como la semilla, crece y se desarrolla por sí mismo, por fuerza propia y según criterios humanamente no descifrables. Esta, en su crecer y brotar dentro de la historia, no depende tanto de la obra del hombre, sino que es sobre todo expresión del poder y de la bondad de Dios, de la fuerza del Espíritu Santo que lleva adelante la vida cristiana en el Pueblo de Dios. A veces la historia, con sus sucesos y sus protagonistas, parece ir en sentido contrario al designio del Padre celestial, que quiere para todos sus hijos la justicia, la fraternidad, la paz. Pero nosotros estamos llamados a vivir estos periodos como temporadas de prueba, de esperanza y de espera vigilante de la cosecha. De hecho, ayer como hoy, el Reino de Dios crece en el mundo de forma misteriosa, de forma sorprendente, desvelando el poder escondido de la pequeña semilla, su vitalidad victoriosa. Dentro de los pliegues de eventos personales y sociales que a veces parecen marcar el naufragio de la esperanza, es necesario permanecer confiados en el actuar tenue pero poderoso de Dios. Por eso, en los momentos de oscuridad y de dificultad nosotros no debemos desmoronarnos, sino permanecer anclados en la fidelidad de Dios, en su presencia que siempre salva. Recordad esto: Dios siempre salva. Es el salvador.

En la segunda parábola (cf. vv. 30-32), Jesús compara el Reino de Dios con un grano de mostaza. Es un semilla muy pequeña, y sin embargo se desarrolla tanto que se convierte en la más grande de todas las plantas del huerto: un crecimiento imprevisible, sorprendente. No es fácil para nosotros entrar en esta lógica de la imprevisibilidad de Dios y aceptarla en nuestra vida. Pero hoy el Señor nos exhorta a una actitud de fe que supera nuestros proyectos, nuestros cálculos, nuestras previsiones. Dios es siempre el Dios de las sorpresas. El Señor siempre nos sorprende. Es una invitación a abrirnos con más generosidad a los planes de Dios, tanto en el plano personal como en el comunitario. En nuestras comunidades es necesario poner atención en las pequeñas y grandes ocasiones de bien que el Señor nos ofrece, dejándonos implicar en sus dinámicas de amor, de acogida y de misericordia hacia todos. La autenticidad de la misión de la Iglesia no está dada por el éxito o por la gratificación de los resultados, sino por el ir adelante con la valentía de la confianza y la humildad del abandono en Dios. Ir adelante en la confesión de Jesús y con la fuerza del Espíritu Santo. Es la consciencia de ser pequeños y débiles instrumentos, que en las manos de Dios y con su gracia pueden cumplir grandes obras, haciendo progresar su Reino que es «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Romanos 14, 17). Que la Virgen María nos ayude a ser sencillos, a estar atentos, para colaborar con nuestra fe y con nuestro trabajo en el desarrollo del Reino de Dios en los corazones y en la historia.

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Homilía (13.XI.14)

En el Reino de Dios con un euro

¿Cómo debe ser nuestra fe? Es la pregunta de los apóstoles y es también la nuestra. La respuesta es:una fe enmarcada en el servicioa Dios y al prójimo. Un servicio humilde, gratuito, generoso, nuncapor la mitad.

Ya está aquí el Reino de Dios en la santidad escondida de todos los días que viven esas familias que llegan a finales de mes con menos de un euro solamente. Pero que no ceden a la tentación de pensar que el Reino de Dios sea sólo un espectáculo. Quizás como esos que hacen del sacramento una caricatura, transformándolo en una feria de vanidad y de hacerse ver. Así el Papa Francisco, en la misa del jueves 13, volvió a relanzar el compromiso de vivir la fe con perseverancia, día tras día, dejando campo libre al Espíritu Santo en el silencio, en la humildad y en la adoración; y proponiendo las verdaderas características del Reino de Dios.

Precisamente el hecho de que Jesús hablase mucho del Reino de Dios había convertido encuriosostambién a los fariseos. Tanto que -se lee en el Evangelio de san Lucas (Lc 17, 20-25)- llegan a preguntarle:¿Cuándo va a llegar el Reino de Dios?. YJesús responde claro: el Reino de Dios no viene aparatosamente; ni dirán:Está aquíoEstá allí, porque, mirad, el Reino de Dios está en medio de vosotros.

En efecto, señaló el Papa,Cuando Jesús explicaba en las parábolas cómo era el Reino de Dios, utilizaba siempre palabras serenas, tranquilasy utilizabatambién figuras que decían que el Reino de Dios estaba escondido. Así, Jesús compara el reino aun mercader que busca perlas finas aquí y alláo bien, aotro que busca un tesoro escondido en la tierra. O decía que eracomo una red que acoge a todos o como la semilla de mostaza, pequeñita, que luego llega a ser un árbol grande.

En definitiva, puntualizó el Papa,el Reino de Dios no es un espectáculo. Precisamenteel espectáculo, muchas veces, es la caricatura del Reino de Dios. En cambio,el Reino de Dios es silencioso, crece dentro; lo hace crecer el Espíritu Santo con nuestra disponibilidad. Perocrece lentamente, silenciosamente.

En el relato de san Lucas, Jesús vuelve a lanzar su discurso y pregunta:¿vosotros queréis ver el Reino de Dios?. Y explica:Os dirán: ¡está allá! o ¡está aquí! ¡No vayáis! ¡No les sigáis! Porque el Reino de Dios vendrá como el fulgor del relámpago, en un instante. Sí,se manifestará al instante, está dentro. Pero, destacó el Pontífice,pienso en cuántos son los cristianos que prefieren el espectáculo en vez del silencio del Reino de Dios.

Al respecto, el Papa sugirió un breve examen de conciencia para no caer en la tentación del espectáculo preguntando:¿Tú eres cristiano? ¡Sí! ¿tú crees en Jesucristo? ¡Sí! ¿Crees en los sacramentos? ¡Sí! ¿Crees que Jesús está allí y que ahora viene aquí? ¡Sí, sí, sí!. Y, entonces,¿por qué no vas a adorarlo, por qué no vas a la misa, por qué no comulgas, por qué no te acercas al Señor, para que su reinocrezcadentro de ti? Por lo demás, afirmó,el Señor jamás dice que el Reino de Dios es un espectáculo. Cierto, explicó,es una fiesta, pero es distinto. Es una fiesta bellísima, una gran fiesta. Y el cielo será una fiesta, pero no un espectáculo.

Y es lo que sucede, a veces,en las celebraciones de algunos sacramentos, dijo invitando a pensar especialmente en las bodas. Tanto que tenemos que preguntarnos:¿Esta gente vino a recibir un Sacramento, a hacer fiesta como en Caná de Galilea, o vino hacer el espectáculo de la moda, de hacerse ver, de la vanidad?. Pero, se lee en san Lucas,el día que haya ruido, será como el fulgor que brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su día, el día que en que habrá ruido.

Al contrario del espectáculo, estála perseverancia de muchos cristianos que llevan adelante la familia: hombres, mujeres que se preocupan por sus hijos, que llegan a finales de mes con menos de un euro solamente, pero oran. Y el Reino de Diosestá allí, escondido en esa santidad de la vida cotidiana, esa santidad de todos los días. Porqueel Reino de Dios no está lejos de nosotros, está cerca.

Precisamente lacercanía es una de las característicasdel reino. Cercanía que quiere decirtodos los días. Por esoJesús aparta de la mente de los discípulos una imagen espectacular del Reino de Dios. Ycuando quiere hablar de los últimos tiempos, cuando vendrá en su gloria, el último día, dice: así será el Hijo del hombre en su día, como el fulgor del relámpago, pero primero es necesario que padezca mucho y sea reprobado por esta generación.

Del Reino de Dios, por lo tanto,forma parte también el sufrimiento, la cruz; la cruz cotidiana de la vida, la cruz del trabajo, de la familia. Asíel Reino de Dios es humilde, como la semilla: humilde; pero se hace grande por el poder del Espíritu Santo. Ya nosotros nos toca dejarlo crecer en nosotros, sin gloriarnos. Dejar que el Espíritu venga, nos cambie el alma y nos lleve adelante en el silencio, la paz, la quietud, la cercanía a Dios, a los demás, sin espectáculos. El Papa concluyó invitando a pediral Señor esta gracia de cuidar el Reino de Dios que está dentro de nosotros y en medio de nosotros y de nuestras comunidades: cuidarlo con la oración, la adoración, el servicio de la caridad, silenciosamente.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2012

La semilla de mostaza, imagen del Reino de Dios

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia de hoy nos ofrece dos breves parábolas de Jesús: la de la semilla que crece por sí misma y la del grano de mostaza (cf. Mc. 4, 26-34). A través de imágenes del mundo de la agricultura, el Señor presenta el misterio de la Palabra y del Reino de Dios, e indica las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso.

En la primera parábola, la atención se centra en el dinamismo del sembrado: la semilla que se echa en la tierra, sea que el agricultor duerma o sea que esté despierto, crece por sí misma. El hombre siembra con la confianza de que su trabajo no será infructuoso. Lo que sostiene al agricultor en su trabajo diario es precisamente la creencia en el poder de la semilla y en la bondad de la tierra. Esta parábola se refiere al misterio de la creación y de la redención, del trabajo fecundo de Dios en la historia. Él es el Señor del Reino, el hombre su humilde colaborador, el que contempla y disfruta de la acción creadora divina y espera pacientemente los frutos. La cosecha final nos recuerda la intervención final de Dios al final de los tiempos, cuando Él establecerá a plenitud su Reino. El momento actual es el momento de la siembra, y el crecimiento de la semilla está asegurada por el Señor. Todo cristiano, por tanto, sabe que debe hacer todo lo posible, pero que el resultado final depende de Dios: este conocimiento lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles. En este sentido, escribe san Ignacio de Loyola: “Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo muy bien que en realidad todo depende de Dios” (cfr. Pedro de Ribadeneira, Vita di S. Ignazio di Loyola, Milán, 1998).

La segunda parábola utiliza también la imagen de la semilla. Aquí, sin embargo, es una semilla particular, el grano de mostaza, considerado el más pequeño de todas las semillas. A pesar de lo pequeño, sin embargo, está lleno de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el suelo, de salir a la luz solar y de crecer hasta convertirse en “la más grande de todas las plantas del jardín” (cfr. Mc. 4,32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su fuerza. Así es el Reino de Dios: una realidad humana pequeña, compuesta por quien es pobre de corazón, por quien no confía solo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quien no es importante a los ojos del mundo; no obstante, a través de ellos irrumpe el poder de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante.

La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa claramente el misterio del Reino de Dios. En las dos parábolas de hoy esto representa un “crecimiento” y un “contraste”: el crecimiento que se produce debido al dinamismo presente en la semilla misma y el contraste que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce. El mensaje es claro: el Reino de Dios, incluso si requiere nuestra cooperación, es ante todo un don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si entra en aquella de Dios no teme a los obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace que todas las semillas germinen y hace crecer cada semilla de bien diseminada en el suelo. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios. La Virgen María, quien ha escuchado como “tierra buena” la semilla de la Palabra de Dios, fortalezca en nosotros esta fe y esta esperanza.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

El anuncio del Reino de Dios

543. Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8, 11; 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:

«La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega» (LG 5).

544. El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para “anunciar la Buena Nueva a los pobres” (Lc 4, 18; cf. Lc 7, 22). Los declara bienaventurados porque de “ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3); a los “pequeños” es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).

545. Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: “No he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa “alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta” (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida “para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

546. Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino (cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para “conocer los Misterios del Reino de los cielos” (Mt 13, 11). Para los que están “fuera” (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).

Escuchar la Palabra acrecienta el Reino de Dios

2653. La Iglesia «recomienda insistentemente a todos sus fieles [...] la lectura asidua de la Escritura para que adquieran “la ciencia suprema de Jesucristo” (Flp 3,8) [...]. Recuerden que a la lectura de la sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (DV 25; cf. San Ambrosio, De officiis ministrorum, 1, 88).

2654. Los Padres espirituales parafraseando Mt 7, 7, resumen así las disposiciones del corazón alimentado por la palabra de Dios en la oración: “Buscad leyendo, y encontraréis meditando; llamad orando, y se os abrirá por la contemplación” (Guido El Cartujano, Scala claustralium, 2, 2).

2660. Orar en los acontecimientos de cada día y de cada instante es uno de los secretos del Reino revelados a los “pequeños”, a los servidores de Cristo, a los pobres de las bienaventuranzas. Es justo y bueno orar para que la venida del Reino de justicia y de paz influya en la marcha de la historia, pero también es importante impregnar de oración las humildes situaciones cotidianas. Todas las formas de oración pueden ser la levadura con la que el Señor compara el Reino (cf Lc 13, 20-21).

Resumen

2716. La oración contemplativa es escucha de la palabra de Dios. Lejos de ser pasiva, esta escucha es la obediencia de la fe, acogida incondicional del siervo y adhesión amorosa del hijo. Participa en el “sí” del Hijo hecho siervo y en el “fiat” de su humilde esclava.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Ha llegado la siega

Escuchemos algunas palabras de Jesús en el Evangelio de hoy:

«Dijo Jesús a la gente: El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega».

El ciclo del grano comporta tres fases: la siembra, el crecimiento y la siega. Todas las tres fases vienen recordadas en la parábola, que hemos escuchado, para hablarnos del Reino de Dios. Durante un Domingo de Cuaresma hemos comentado el Evangelio en donde Jesús habla del grano, que cae en tierra y muere para dar fruto. De cualquier modo, por lo tanto, ya nos hemos ocupado una vez de la semilla y de su crecimiento. Detengámonos, ahora, en la tercera fase, la siega. Ella es asimismo la que corresponde a la estación que estamos viviendo. «Junio, la hoz en un puño», dice el refrán ciudadano.

Qué representa la siega en el plano espiritual, nos lo dice Jesús mismo comentando la parábola del grano y de la cizaña:

«La siega es el fin del mundo... El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su Reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego... Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mateo 13, 39-43).

La siega indica, por lo tanto, el acto conclusivo de la historia, el juicio final. La liturgia de este Domingo orienta nuestra reflexión precisamente en esta dirección. En la segunda lectura, en efecto, se nos hace escuchar un fragmento de san Pablo que dice:

«Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho mientras teníamos este cuerpo».

La idea del juicio final suscita instintivamente en nosotros pensamientos de temor, de angustia, de severidad. El canto del Dies irae ha contribuido a crear esta asociación de ideas. «Dies irae, dies illa: día de ira será aquel día... ¡Qué temor habrá cuando el juez aparecerá para cribarnos con rigor!» También, Miguel Ángel, en su famoso juicio universal de la Capilla Sixtina, contempla el juicio desde esta luz severa. Él ha plasmado el momento en el que Cristo dice a los réprobos: «Apartaos de mí, malditos!» (Mateo 25,41). Mirándolo, nos ha impresionado mucho más lo que sucede allá abajo, en el infierno, que lo que sucede en lo alto, entre los bienaventurados.

Pero, todo esto es muy parcial. Lo más importante del juicio no es el «Apartaos de mí, malditos!», sino el «Venid, benditos de mi Padre» (Mateo 25, 34). La verdad del juicio final está hecha para animar, no para asustar. «Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mateo 13,43), nos ha dicho Jesús. La imagen misma de la siega, como la semejante de la vendimia, no sugiere tristeza y miedo sino al contrario alegría, fiesta. En todo caso, esta vez, nosotros sigamos esta pista exclusivamente positiva. Quizás consigamos reconciliarnos con esta verdad de fe y, es más, hacerla resplandecer como antorcha dentro de nosotros.

Un día san Francisco de Asís se encontraba en la fortaleza o castillo de san León, entre las regiones de la Romagna y las Marcas (Italia). Había gran animación en aquel castillo por la investidura de un nuevo caballero y toda la población estaba en fiesta. San Francisco quería invitar a la gente a una fiesta distinta. Entonces, Francisco, dicen las Florecillas, se subió sobre un pequeño muro y se puso a cantar con gran entusiasmo diciendo: «Tanto es el bien que yo espero que toda pena ya me es querida».

Por lo tanto, la esperanza. «Lo que ni el ojo vio, decía san Pablo a los primeros cristianos, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman» (cfr.] Corintios 2, 9). Decía incluso: «Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Romanos 8,18). La siega, de la que habla Jesús, es el momento en el que Dios:

«Enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Apocalipsis 21,4).

Si recientemente habéis tenido algún luto en familia así es como debéis pensar en la persona querida: que está con Dios Padre, que la esperaba más allá del umbral celeste para secarle la última lágrima de sus ojos.

El pintor, que mejor que todos ha sabido expresar este carácter gozoso del acto final de la historia humana, ha sido el beato Angélico. También, él ha pintado un famoso juicio universal. No pone a los bienaventurados en lo alto y a los condenados en lo bajo, como Miguel Ángel, sino que, siguiendo el Evangelio, pone a los condenados a la izquierda ya los elegidos a la derecha del Juez. De igual forma, aquí está el peligro de fijarnos sólo en algunas particularidades impresionantes referentes a los condenados. Debiéramos, más bien, mirar a lo que está a la derecha del Juez, en lo alto y por todas partes: danzas, afables abrazos, como de personas que se reencuentran en un lugar seguro, después de haber superado un gran cataclismo y se preparan para un tranquilo reposo.

Cuando se habla de la felicidad de los bienaventurados en el paraíso, la objeción más frecuente, que se escucha de las personas, es ésta: «¿Qué haremos en el cielo durante toda la eternidad? ¿Contemplaremos a Dios cara a cara? De acuerdo. Pero ¿no nos aburriremos haciendo esto para siempre?» Es normal que pensemos así, porque nosotros vivimos entre las cosas materiales y sabemos por experiencia que ninguna cosa, ningún espectáculo o acontecimiento, ninguna criatura, por bella y perfecta que sea, es capaz de retener sin fin nuestra atención y mantener inalterado el goce.

Pero, en la vida eterna no será así. A quien le planteaba en su tiempo la misma pregunta, respondía san Agustín: «Que nadie tenga temor de aburrirse, que nadie crea que también allí habrá aburrimiento. ¿Quizás, ahora, te aburres de estar bien? Todas las cosas en esta vida al final cansan; la salud, sin embargo, no cansa nunca. ¿Si la salud no te cansa, te cansará la inmortalidad?»

Hay dos deseos humanos que por naturaleza no se agotan nunca: el conocimiento y el amor. Nosotros nos podemos cansar de una cosa, que conocemos; pero, no de conocer; nos podemos cansar de la persona, que amamos; pero, no de amar. Acá abajo, cuando nos cansamos de una cosa, nos dirigimos a otra, y, después, a otra (hay personas que a este paso coleccionan en la vida un matrimonio después de otro, encontrándose cada vez más insatisfechas y vacías que antes). Pero, supongamos que haya un ser, que incluya en sí mismo toda la verdad que hay para conocer y todo el amor que se pueda desear: ¿no habrá en este caso una felicidad eterna sin cansancio alguno? Este «ser» existe: es Dios. En el momento de la alegría más intensa y de la vida más plena ¿quién no pondría la firma si se le propusiese hacer eterno ese instante? ¿Tendría quizás miedo de aburrirse? El pensamiento ni siquiera lo deshoja. La vida eterna es precisamente esto. ¡Un instante eterno!

Hay un canto espiritual negro, que habla del ingreso de los santos en el cielo. Su estribillo dice: «Cuando al cielo llegará la gran hilera de tus santos, oh Señor, ¡cómo quisiera que hubiese un puesto para mí!» Lo esencial está precisamente aquí: en formar parte de aquella hilera en fiesta, que en el cuadro del beato Angélico entra danzando en el paraíso.

Aquí se refugia la llamada, que se deduce de nuestra reflexión, el propósito concreto a realizar. «Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe» (Gálatas 6, 10). Se sabe que las últimas semanas antes de la siega o de la vendimia son las más admirables para el grano y para la uva. Cada jornada de sol incide reciamente en la calidad del grano y en la graduación del vino. Un día vale como una semana. Lo mismo sucede en el plano espiritual de la vida humana. Los años de la madurez y de la ancianidad son preciosos. Son años todo lo contrario que «improductivos».

Recordemos la fábula de los dos mulos. Puede servir para animarnos a llevar con más serenidad el paso de la vida, sabiendo que él, no sólo acabará pronto, sino que nos preparará una eterna corona de gloria.

Dos mulos vuelven del mercado con su amo. Uno está cargado con dos pesadas alforjas de sal y el otro con dos grandes sacos de esponjas. El que estaba cargado de sal avanza penosamente, lleno de sudor; mientras que el otro, cargado de ligeras esponjas, va al trote, ligero, burlándose o tomándole el pelo al compañero cansado. Llegan a un río, el cual es necesario pasar por el vado. Los dos mulos entran en el agua. El que estaba cargado de esponjas comienza continuamente a sentirse cada vez más pesado por su carga. Las esponjas se van llenando de agua, hasta que desdichado, agotado, cae bajo su peso. El que iba cargado de sal, a medida que avanza en el agua, se siente más ligero; porque la sal se va disolviendo, hasta que, con un último salto, se encuentra sobre la otra orilla, libre y eliminado de todo peso.

El vado del río indica lo mismo que la siega en la parábola de Jesús: el momento de la verdad. Se entiende enseguida qué representa el mulo cargado de esponjas (el hombre que vive de vanidades, que en su vida busca sólo el placer y las comodidades y descarga voluntariamente el peso sobre todos los demás).

Pero, por una vez, dejemos aparte, decía yo, el triunfo negativo. Pensemos, por el contrario, en el mulo cargado de sal. Éste representa a los que toman la vida seriamente, que no sólo no descargan sobre los demás su peso u obligaciones, sino que buscan ayudar igualmente a los demás a llevar las propias. Vendrá un día en el que todas sus cargas se disolverán; entonces, se acordarán de ellas como de agua pasada. Permanecerá, por el contrario, el mérito de haberlas soportado.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Instrumentos de Dios para sembrar

El Reino de Dios ha sido instaurado en el mundo por el Hijo de Dios, que ha sido enviado al mundo para nacer como hombre y morir como Cordero, para expiación de los pecados de todos los hombres, en un único y eterno sacrificio agradable al Padre.

Él es el Salvador, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, el Sembrador que ha venido a sembrar la semilla de la Palabra en los corazones renovados de los hombres, que, con la gracia derramada de los sacramentos, fruto de la cruz, son transformados en tierra fértil, en donde brote la vida, germinando la semilla, y con la lluvia de la gracia santificante crezca, se fortalezca y dé fruto abundante.

La cruz es el árbol de vida que extiende sus ramas para acoger a todos los hijos de Dios en una sola familia: la Santa Iglesia Católica y Apostólica, en donde anidan como las aves del cielo, bajo la sombra del Espíritu Santo.

Déjate transformar en instrumento de Dios, para labrar la tierra en la que Él siembra su semilla, y seas, con Él, sembrador.

Procura hacer todo lo que puedas, esforzándote en cada pequeña labor, para cumplir con tus deberes y tu trabajo cada día mejor, uniendo tus sacrificios a la Cruz, para que sea agradable a Dios y, ayudado de su gracia, vive cumpliendo la ley del amor, llevando la caridad a los más necesitados haciendo las catorce obras de misericordia, santificando tu trabajo, sembrando la semilla del Señor con su palabra y tus buenas obras, de manera que, al orar con toda humildad, puedas decirle: “Señor, he cumplido con mi deber, te he servido, he hecho lo que me has pedido. Ahora te toca a ti hacer llover”.

Entonces espera con paciencia que pasen noches y días y, sin que te des cuenta, germinarán las semillas, las plantas crecerán, fruto abundante darán, y por tus frutos te reconocerán.

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UNA CITA CON DIOS – Pablo Cardona

El Reino de Dios

1º. Jesús, Tú has dicho: «El Reino de Dios está ya en medio de vosotros» (Lucas 17,21).

¿Qué es ese Reino de Dios que crece en mí sin que yo sepa cómo?

El «Reino de Dios» expresa la realidad de la gracia de Dios en el mundo y en cada persona.

El hombre tiene que buscar este Reino, entrar en él y participar en su desarrollo.

«El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Última Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre» (Catecismo de la Iglesia Católica, n.2816).

Jesús, el Reino que traes al mundo, que está presente en la Eucaristía y que culminará con tu segunda venida, es el reino de la gracia: esa vida sobrenatural que nos has ganado con tu muerte y tu Resurrección.

«Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Juan 10,10).

«¿A qué asemejaremos el Reino de Dios?»

Es como una semilla pequeña que, si arraiga, va creciendo casi sin que me dé cuenta y va llenándolo todo dando sentido y consuelo a mi vida: es fruto maduro que me sustenta en el camino, y sombra que me cobija en las dificultades.

2º. Servir a los demás, por Cristo, exige ser muy humanos. Si nuestra vida es deshumana, Dios no edificará nada en ella, porque ordinariamente no construye sobre el desorden, sobre el egoísmo, sobre la prepotencia. Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien. Así Cristo reinará en nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean.

Intentan algunos construir la paz en el mundo, sin poner amor de Dios en sus propios corazones, sin servir por amor de Dios a las criaturas. ¿Cómo será posible efectuar de ese modo, una misión de paz? La paz de Cristo es la del reino de Cristo; y el reino de nuestro Señor ha de cimentarse en el deseo de santidad, en la disposición humilde para recibir la gracia, en una esforzada acción de justicia, en un divino derroche de amor (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 182).

El Reino de Dios, en el fondo, es dejar vivir a Dios en mi alma: dejar que reines Tú, Jesús.

Y ese reino se ha de cimentar en mi deseo de santidad, de vivir en gracia y de darme a los demás.

Vivir en este Reino significa servir a los demás, por Cristo.

Comprender a todos, convivir con todos, perdonar a todos: llenarse de paz para poder darla a los demás, con una esforzada acción de justicia, con un divino derroche de amor.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

El milagro del reino

Con el pasaje de hoy hemos entrado en la parte del Evangelio de Marcos que está totalmente dominada por la enseñanza de Jesús en parábolas. El hecho le parece relevante al mismo evangelista quien, al finalizar la perícopa, anota: con muchas palabras como éstas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo.

Según el evangelista, al empezar su ministerio en Galilea, Jesús le habla a la gente con parábolas porque no la considera preparada para recibir la revelación imprevista de un Reino de Dios tan distinto del que estaba acostumbrada a esperar. La parábola es una forma que, al mismo tiempo, ilumina y vela la verdad; la acerca a la gente más simple, pero, al decir las cosas en forma indirecta, la protege también de fáciles malos entendidos y de instrumentaciones. Hace que el que pueda entender –quien tiene el corazón dispuesto a recibir la verdad– que entienda (Mt. 19, 12), y los otros, los adversarios que buscan pretextos, no los puedan encontrar con facilidad. Apenas Jesús se encuentra a solas con sus discípulos, explicita sus parábolas y les descubre abiertamente el misterio del Reino de Dios (cfr. Mc. 4, 11).

La parábola es un género literario preferido por los orientales. Se trata de una similitud o de una comparación, pero no de una similitud abstracta y cerebral sino concreta, sacada de la vida de todos. Permite fijar una enseñanza con imágenes vivas que se imprimen en los ojos, en la fantasía, en la memoria; asume de alguna manera la tarea que significan hoy para nosotros la escritura y la ilustración. La parábola permite que una idea crezca dentro de uno, que vuelva a estimular el espíritu en tiempos sucesivos y en circunstancias distintas, dando significados cada vez más ricos. Cuántas cosas nuevas se leyeron, después de la Pascua, en las parábolas de Jesús; cosas que antes no podían entenderse (cfr., por ejemplo, la parábola de los viñadores: Mc. 12, 1 ssq.). Esto también asegura la perenne actualidad y la juventud de las parábolas evangélicas.

Hay dos modos fundamentales de leer las parábolas de Jesús: uno histórico (o escatológico) y uno espiritual (o moral). La lectura histórica consiste en interpretar la parábola con referencia a la situación inmediata en la que Jesús la pronunció (en general, para empujar a sus oyentes hacia la decisión con respecto a él y al Reino). La lectura espiritual pasa a través de la histórica y la trasciende, o mejor dicho, la actualiza, haciendo que la apelación a la decisión, contenida en la parábola, resuene viva y actual, hoy y aquí, para la Iglesia y para el creyente individual.

Tratemos de leer las dos parábolas de hoy con estos dos modos.

¿Qué quería comunicar Jesús a sus oyentes de entonces?

Las dos parábolas escuchadas hoy tienen un fondo común: un campo, una semilla y sembradores. En la primera parábola, el acento recae sobre el crecimiento milagroso de la semilla; una vez echada en la tierra, libera de sí una fuerza incontenible, frente a la cual el sembrador no puede hacer otra cosa que mirar y permanecer atónito. En la segunda parábola, el acento recae sobre desproporción entre el inicio del proceso (una pequeñísima semilla de mostaza) y su resultado final (una planta que puede acoger bajo su sombra a los pájaros del cielo).

Podríamos sintetizar así el sentido de las dos parábolas: Jesús expresa su estupor frente a la obra que el Padre está cumpliendo por medio de él. ¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios o con qué parábola podemos describirlo? Es como decir: ¡no hay comparaciones para algo tan prodigioso! ¡Qué pequeño e irrelevante era todo alrededor de Jesús, cuando, pocos meses antes, había comenzado a hablar del Reino, en especial si se lo compara con los fastos de otros reinos, como el de Herodes y los romanos! Y ahora, he aquí que eso ha prendido; se ha implantado firmemente en los hombres de corazón puro y del espíritu de pobres y muestra en ellos toda la fuerza de su arraigo.

¿Qué será de eso? Jesús nos hace entrever dos salidas: por un lado, la cosecha del fruto maduro; por el otro, la planta que, en toda su lozanía, recibe a los pájaros entre sus ramas. Dos imágenes, ambas de mediodía y de estación plena. ¿Es ésta una constatación o una profecía? ¿Jesús piensa que ya llegó el tiempo de la cosecha o expresa la certeza de que ahora nada podrá impedir que la semilla siga creciendo hasta la próxima siega? En el primer caso, el acento recae sobre la escatología (¡el tiempo –y el Reino– está cumplido! ¡Estamos en la conclusión de la historia!); en el segundo caso, el acento recae sobre el misterio pascual y sobre la Iglesia.

La primera hipótesis agrada a quienes no admiten para el Evangelio la posibilidad de una doble iluminación, escatológica y moral a la vez. Pero ella no es suficiente. En estas dos parábolas, hay una evidente perspectiva eclesial y, por lo tanto, profética; la comparación con la parábola del grano y de la cizaña lo con firma (Mt. 13, 39: ¡la cosecha es el fin del mundo!). Entre la siembra y la cosecha queda, por lo tanto, el tiempo de la Iglesia, en el cual la buena semilla crece mezclada con la cizaña. Jesús, en la parábola del grano de mostaza, se remite a la profecía de Ezequiel (1ª. lectura), pero en esa profecía, el brote que se convierte en un cedro magnífico y que recibe bajo su sombra a los pájaros, representa el resto de Israel, es decir, una comunidad que vive en la historia y, en ella, de pequeño residuo se convierte en pueblo.

Sin embargo, aun cuando se la interprete con perspectiva eclesial, la parábola no pierde nada de su urgencia escatológica en boca de Jesús: el Reino ya empezó a trabajar; lo más importante no es quedarse mirando cómo se desarrollará, sino entrar para no quedar excluidos: en efecto, el hombre pasa (¡lo siega la muerte!) y el Reino permanece. Por otra parte, ¡la cosecha ya ha empezado porque Cristo resucitó! Estupor, entonces, de Jesús frente al milagro del Reino, pero también apelación a los oyentes para no faltar a una cita que profetas y reyes, antes que ellos, desearon ver y no vieron (cfr. Lc. l0, 24).

Ahora pasamos a la lectura que llamamos actual o espiritual. Debe ser ubicada –se decía– dentro y no junto a la lectura histórica: ¡el espíritu no debe anular la letra!

¿Qué nos dice hoy este conjunto de parábolas de Jesús? (También la parábola del sembrador forma parte de este conjunto en el Evangelio de Marcos). ¿Qué impresión espiritual produce? La misma de entonces: ¡estupor! El estupor ante este Reino de Dios entre los hombres que no ha terminado de crecer, que siempre se renueva, que a veces es obligada a volver bajo tierra –a las catacumbas– para volver a surgir de nuevo más fuerte que antes. Este Reino de Dios que crece incluso cuando el agricultor duerme, es decir, incluso cuando los hombres de la Iglesia no son capaces de emparejar su paso con el de su crecimiento Y chapucean alrededor de la semilla, o echan a los pájaros del árbol en lugar de atraerlos. Un prodigio que se renueva cotidianamente ante nuestros ojos.

La Iglesia hace suyo el estupor de Sión: ¿Quién me engendró estos hijos? Yo estaba sin hijos, estéril, desterrada y dejada de lado; y a éstos ¿quién los crio? (Is. 49, 21). ¿Quién ha puesto en mi seno a tantos pueblos, quién ha hecho crecer al Reino entre ellos y en el corazón de cada uno? La respuesta de Dios, que viene de las dos parábolas evangélicas, es: No la habilidad de tus agricultores o de tus pastores, no tu organización humana, tu diplomacia, tus códigos Y tus armas, ¡sino mi Espíritu! Esa semilla, al principio (¡en la muerte y resurrección de Cristo!), se cargó con tanta energía que nada ni nadie podrá detener su crecimiento hasta la cosecha.

Hoy, la palabra de Dios nos llama con fuerza hacia el interior de la Iglesia, hacia su verdadera esencia, hacia su linfa vital; nos hace entender dónde debemos volcar toda la esperanza misional de la Iglesia; de dónde sacar fuerzas para crecer, y nos brinda también tanta alegría al pensar que aquella esencia está al alcance de todos y que el Reino crece también en nuestro corazón.     

Ahora, la primicia de aquella prodigiosa siembra del Reino –el grano caído en la tierra y vuelto a surgir como grano abundante en la espiga– viene a nosotros en forma de pan. El sembrador se hace semilla. ¡Continúa en nosotros el prodigio del Reino!

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

El crecimiento del Reino de Dios según las parábolas evangélicas

Audiencia General, miércoles 25 de septiembre de 1991

1. Como dijimos en la catequesis anterior, no es posible comprender el origen de la Iglesia sin tener en cuenta todo lo que Jesús predicó y realizó (cf. Hch 1, 1). Precisamente de este tema habló a sus discípulos, y nos ha dejado su enseñanza fundamental en las parábolas del Reino de Dios. Entre éstas, revisten importancia particular las que enuncian y nos permiten descubrir el carácter de desarrollo histórico y espiritual que es propio de la Iglesia según el proyecto de su mismo Fundador.

2. Jesús dice: «El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega» (Mc 4, 26-29). Por tanto, el Reino de Dios crece aquí en la tierra, en la historia de la humanidad, en virtud de una siembra inicial, es decir, de una fundación que viene de Dios, y de uno obrar misterioso de Dios mismo, que la Iglesia sigue cultivando a lo largo de los siglos. En la acción de Dios en relación con el Reino también está presente la «hoz» del sacrificio: el desarrollo del Reino no se realiza sin sufrimiento. Éste es el sentido de la parábola que narra el evangelio de Marcos.

3. Volvemos a encontrar el mismo concepto también en otras parábolas, especialmente en las que están agrupadas en el texto de Mateo (13, 3-50).

«El reino de los cielos ―leemos en este evangelio― es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas» (Mt 13, 31-32). Se trata del crecimiento del Reino en sentido «extensivo».

Por el contrario, otra parábola muestra su crecimiento en sentido «intensivo» o cualitativo, comparándolo a la «levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo» (Mt 13, 33).

4. En la parábola del sembrador y la semilla, el crecimiento del Reino de Dios se presenta ciertamente como fruto de la acción del sembrador; pero la siembra produce fruto en relación con el terreno y con las condiciones climáticas: «una ciento, otra sesenta, otra treinta» (Mt 13, 8). El terreno representa la disponibilidad interior de los hombres. Por consiguiente, a juicio de Jesús, también el hombre condiciona el crecimiento del Reino de Dios. La voluntad libre del hombre es responsable de este crecimiento. Por eso Jesús recomienda que todos oren: «Venga tu Reino» (cf. Mt 6, 10; Lc 11, 2). Es una de las primeras peticiones del Pater noster.

5. Una de las parábolas que narra Jesús acerca del crecimiento del Reino de Dios en la tierra, nos permite descubrir con mucho realismo el carácter de lucha que entraña el Reino a causa de la presencia y la acción de un «enemigo» que «siembra cizaña (gramínea) en medio del grano». Dice Jesús que cuando «brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña». Los siervos del amo del campo querrían arrancarla, pero éste no se lo permite, «no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero» (Mt 13, 24-30). Esta parábola explica la coexistencia y, con frecuencia, el entrelazamiento del bien y del mal en el mundo, en nuestra vida y en la misma historia de la Iglesia. Jesús nos enseña a ver las cosas con realismo cristiano y a afrontar cada problema con claridad de principios, pero también con prudencia y paciencia. Esto supone una visión trascendente de la historia, en la que se sabe que todo pertenece a Dios y que todo resultado final es obra de su Providencia. Como quiera que sea, no se nos oculta aquí el destino final ―de dimensión escatológica― de los buenos y los malos; está simbolizado por la recogida del grano en el granero y la quema de la cizaña.

6. Jesús mismo da la explicación de la parábola del sembrador a petición de sus discípulos (cf. Mt 13, 36-43). En sus palabras se transparenta la dimensión temporal y escatológica del Reino de Dios.

Dice a los suyos: «A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios» (Mc 4, 11). Los instruye acerca de este misterio y, al mismo tiempo, con su palabra y su obra «prepara un Reino para ellos, así como el Padre lo preparó para él [el Hijo]» (cf. Lc 22, 29). Esta preparación se lleva a cabo incluso después de su resurrección. En efecto, leemos en los Hechos de los Apóstoles que «se les apareció durante cuarenta días y les hablaba acerca de lo referente al Reino de Dios» (cf. Hch 1, 3) hasta el día en que «fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). Eran las últimas instrucciones y disposiciones para los Apóstoles sobre lo que debían hacer después de la Ascensión y Pentecostés, a fin de que comenzara concretamente el Reino de Dios en los orígenes de la Iglesia.

7. También las palabras dirigidas a Pedro en Cesarea de Filipo se inscriben en el ámbito de la predicación sobre el Reino. En efecto, le dice: «A ti te daré las llaves del reino de los cielos» (Mt 16, 19), inmediatamente después de haberlo llamado piedra, sobre la que edificará su Iglesia, que será invencible para las «puertas del Hades» (cf. Mt16, 18). Es una promesa que en ese momento se formula con el verbo en futuro, «edificaré», porque la fundación definitiva del Reino de Dios en este mundo todavía tenía que realizarse a través del sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Después de este hecho, Pedro y los demás Apóstoles tendrán viva conciencia de su vocación a «anunciar las alabanzas de Aquel que les ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (cf. 1 Pe 2, 9). Al mismo tiempo, todos tendrán también conciencia de la verdad que brota de la parábola del sembrador, es decir, que «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer», como escribió san Pablo (1 Cor 3, 7).

8. El autor del Apocalipsis da voz a esta misma conciencia del Reino cuando afirma en el canto al Cordero: «Porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes» (Ap 5, 9. 10). El apóstol Pedro precisa que fueron hechos tales «para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (cf. 1 P 2, 5). Todas éstas son expresiones de la verdad aprendida de Jesús quien, en las parábolas del sembrador y la semilla, del grano bueno y la cizaña, y del grano de mostaza que se siembra y luego se convierte en un árbol, hablaba de un Reino de Dios que, bajo la acción del Espíritu, crece en las almas gracias a la fuerza vital que deriva de su muerte y su resurrección; un Reino que crecerá hasta el tiempo que Dios mismo previó.

9. «Luego, el fin ―anuncia san Pablo― cuando [Cristo] entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad» (1 Cor 15, 24). En realidad, «cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15, 28).

Desde el principio hasta el fin, la existencia de la Iglesia se inscribe en la admirable perspectiva escatológica del Reino de Dios, y su historia se despliega desde el primero hasta el último día.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Cuando estamos iniciando un nuevo milenio, una pregunta podría abrirse paso en medio de la alegría por la celebración de estos dos siglos de cristianismo: ¿para qué han servido tantos años de esfuerzos por difundir el mensaje de Jesucristo cuando observamos a tantos que no le conocen o viven como si no le conocieran? Querríamos disfrutar ya de un mundo más humano y justo, más cristiano, y al no ser así, aunque es mucho lo que se ha hecho en todos estos años, nos impacientamos y el desaliento nos quita la esperanza.

La Iglesia, sin embargo, nos recuerda hoy que la semilla cristiana tiene un dinamismo tan silencioso como imparable. Ella es como esa rama de la que habla el profeta Ezequiel en la 1ª Lectura que, plantada por el Señor, se convierte en un cedro frondoso en el que “anidarán aves de toda pluma”; o como esa semilla que crece sin que el hombre lo advierta a pesar de que su comienzo sea tan modesto como los diminutos granos de que está hecha la mostaza.

Vivimos en un tiempo en el que nos hemos acostumbrado a obtener las cosas en menos tiempo que antes, a acortar distancias, y así como hoy podemos acelerar procesos que en otro tiempo requerían un tratamiento más lento, así querríamos que las metas espirituales no fueran el fruto de largas esperas y pacientes esfuerzos. El Señor nos recuerda hoy que la paciencia es necesaria en esta labor que, en colaboración con el Espíritu Santo, hemos de hacer en nosotros mismos y en los que nos rodean. Hemos de trabajar para que Jesucristo sea conocido y querido con visión de eternidad, con sentido de futuro, y esto, sin paciencia, es imposible.

La paciencia es una virtud propia del que espera llegar a una meta, el requisito de cualquier logro valioso. Pretender obtener enseguida un resultado e impacientarse por no conseguirlo manifiesta una actitud parecida a la colérica. La diferencia está en que el colérico no se adapta a las personas y a las cosas con las que convive y el impaciente se queja de la tardanza en lograr algo de las personas o de las cosas. Es un inadaptado con respecto al tiempo como el colérico lo es a la realidad. La paciencia, en cambio, se acomoda al compás de las personas y de las cosas sin acelerarlo.

Un cristiano que viva la recia virtud de la paciencia no se desconcertará al advertir la indiferencia de algunos por las cosas de Dios porque sabe que hay personas que en capas subterráneas guardan, como en la bodega los buenos vinos, un ansia grande de Dios que es preciso sacar afuera a su debido tiempo, respetando sus ritmos, como el labrador respeta las estaciones. El hombre paciente se asemeja al labrador que acomoda su tarea al ritmo propio de la naturaleza, al arado, la siembra, el riego..., una serie de tareas que llevan meses hasta lograr el pan para los suyos y otros muchos. El impaciente querría comer sin sembrar. Si abandonamos la lucha por mejorar como cristiano y por ayudar a que otros mejoren porque no vemos resultados, estamos cediendo a la impaciencia, desconfiamos de Dios, de las personas y de nosotros mismos, que necesitan y necesitamos un tiempo para que la semilla del Reino de Dios se convierta en un árbol que da fruto.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“De la más alta rama del tronco de David suscitó el Señor un renuevo”

El profeta Ezequiel anuncia que Dios se ocupará de dejar una rama verde de la que brote el Mesías, plantada “en un monte elevado”. Y todos los pueblos se reunirán en Jerusalén (“aves de toda pluma”); y todas las naciones (“todos los árboles silvestres”) reconocerán que todo ha sido obra de Dios.

“La semilla germina y va creciendo sin que el labrador sepa cómo”. El Reino de Dios no llega de repente, sino que va creciendo a partir de unos comienzos ocultos. Pero siempre por obra divina. La presencia violenta del Reino de Dios habría sido interpretada como en consonancia con los medios soñados por los notables de Israel.

Lo importante no es el tamaño de la semilla, sino su desarrollo; ni lo diminuto que nace el Reino, sino lo enorme que llega a hacerse.

Cuando se intenta hoy explicarlo todo, incluso lo religioso, como un fenómeno surgido de situaciones comprensibles y humanas, no se puede encajar, pese a todo, ni el crecimiento de lo pequeño, ni la relevancia de lo que muchos desprecian. Sin embargo, lo pequeño tendrá sitio entre los hombres siempre que ellos sean sencillos.

— El anuncio del Reino de Dios:

“El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para «anunciar la Buena Nueva a los pobres» (Lc 4,18). Los declara bienaventurados porque de «ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5,3); a los «pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino” (544).

— “Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones. Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús” (543).

— Los cristianos y la búsqueda del Reino de Dios:

“La petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús. Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación, lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Esta cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo, que es ahora la de la Iglesia, es objeto de la oración de la comunidad apostólica. Es la oración de Pablo, el Apóstol por excelencia, que nos revela cómo la solicitud divina por todas las Iglesias debe animar la oración cristiana. Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino” (2632).

— “La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5)” (543).

Las ciencias explican la germinación y el crecimiento de una planta, pero el nacimiento y desarrollo del Reino de Dios sigue siendo cosa del Espíritu Santo.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

El grano de mostaza.

– El Señor se vale de lo pequeño para actuar en el mundo y en las almas.

I. Esto dice el Señor Dios: Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré. De sus ramas más altas arrancaré una tierna y la plantaré en la cima de un monte elevado: la plantaré en la montaña más alta de Israel, para que eche brotes y dé fruto y se haga un cedro noble. Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus ramas. Con estas bellas imágenes nos recuerda el profeta Ezequiel, en la Primera lectura de la Misa, cómo Dios se vale de lo pequeño para actuar en el mundo y en las almas. Es también la enseñanza que Jesús nos propone en el Evangelio. El Reino de Dios se parece a un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.

El Señor eligió a unos pocos hombres para instaurar su reinado en el mundo. Eran la mayoría de ellos humildes pescadores con escasa cultura, llenos de defectos y sin medios materiales: eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes. Con miras humanas es incomprensible que estos hombres llegaran a difundir la doctrina de Cristo por toda la tierra en tan corto tiempo y teniendo enfrente innumerables trabas y contradicciones. Con la parábola del grano de mostaza –comenta San Juan Crisóstomo– les mueve Jesús a la fe y les hace ver que la predicación del Evangelio se propagará a pesar de todo.

Somos nosotros también ese grano de mostaza en relación a la tarea que nos encomienda el Señor en medio del mundo. No debemos olvidar la desproporción entre los medios a nuestro alcance, nuestros escasos talentos y la magnitud del apostolado que hemos de realizar; pero tampoco debemos dejar a un lado que tendremos siempre la ayuda del Señor. Surgirán dificultades, y seremos entonces más conscientes de nuestra poquedad. Esto nos debe llevar a confiar más en el Maestro y en el carácter sobrenatural de la obra que nos encomienda. En las horas de lucha y contradicción, cuando quizá los buenos llenen de obstáculos tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de mostaza y de la levadura. –Y dile: edissere nobis parabolam– explícame la parábola.

Y sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo de tu apostolado, ahora incipiente; y toda la masa fermentada.

Si no perdemos de vista nuestra poquedad y la ayuda de la gracia, nos mantendremos siempre firmes y fieles a lo que Él espera de cada uno; si no mirásemos a Jesús, encontraríamos pronto el pesimismo, llegaría el desánimo y abandonaríamos la tarea. Con el Señor lo podemos todo.

– Las dificultades que encontremos en el apostolado no nos deben desanimar. El Señor cuenta con nosotros para transformar el lugar donde se desenvuelve nuestro vivir cotidiano.

II. Los Apóstoles y los cristianos de los comienzos encontraron una sociedad minada en sus cimientos, sobre la que era prácticamente imposible construir ningún ideal. San Pablo describe así la sociedad romana y el mundo pagano en general, que había oscurecido enormemente, en muchos aspectos, la luz natural de la razón y se había quedado como ciego para verla misma dignidad del hombre: Por lo cual, Dios los abandonó a los deseos de su corazón, a los vicios de la impureza (...). Por eso los entregó Dios a pasiones infames (...). Pues como no quisieron reconocer a Dios, los entregó a un réprobo sentido, de suerte que han hecho cosas indignas de hombre, quedando atestados de toda suerte de iniquidad, de malicia, de fornicación, de avaricia, de perversidad, llenos de envidia, homicidas, pendencieros, fraudulentos, malignos, chismosos, infamadores, enemigos de Dios, ultrajadores, soberbios, altaneros, inventores de vicios, desobedientes a sus padres, desgarrados, desamorados, desleales, despiadados. Y desde el seno de esta sociedad los cristianos la transformaron; allí cayó la semilla, y de ahí al mundo entero, y aunque era insignificante llevaba una fuerza divina, porque era de Cristo. Los primeros cristianos que llegaron a Roma no eran distintos de nosotros, y con la ayuda de la gracia ejercieron un apostolado eficaz, trabajando codo a codo, en las mismas profesiones que los demás, con los mismos problemas, acatando las mismas leyes, a no ser que fueran directamente en contra de las de Dios. Verdaderamente, la primitiva Cristiandad, en Jerusalén, Antioquía o Roma, era como un grano de mostaza, perdido en la inmensidad del campo.

Los obstáculos del ambiente no nos deben desanimar, aunque veamos en nuestra sociedad signos semejantes, o iguales, a los del tiempo de San Pablo. El Señor cuenta con nosotros para transformar el lugar donde se desenvuelve nuestro vivir cotidiano. No dejemos de llevar a cabo aquello que está en nuestra mano, aunque nos parezca poca cosa –tan poca cosa como unos insignificantes granos de mostaza–, porque el Señor mismo hará crecer nuestro empeño, y la oración y el sacrificio que hayamos puesto dará sus frutos. Quizá ese poco que sí está a nuestro alcance puede ser aconsejar a la vecina o al compañero de Facultad un buen libro que hemos leído; ser amable con el cliente, con el pasajero, con el subordinado; comentar un buen artículo del periódico; prestar esos pequeños servicios que entraña toda convivencia; rezar por el amigo enfermo (o por el hijo del amigo), pedir que recen por nosotros, facilitar la Confesión... y, siempre, una vida ejemplar y sonriente. Toda vida puede y debe ser apostolado discreto y sencillo, pero audaz. Y esto será posible, como quiere el Señor, si nos mantenemos bien unidos a Él, si procuramos huir seriamente del aburguesamiento, de la tibieza, de la desgana: Este tiempo que nos ha tocado vivir requiere de modo especialísimo que sintamos seriamente el deber de mantenernos siempre vibrantes y encendidos. Pero lo lograremos, únicamente, si luchamos. Sólo el que se esfuerza con tenacidad se hace idóneo para este servicio de paz –de la paz de Cristo– que hemos de prestar al mundo.

– El Señor es nuestra fortaleza. Empeño por rechazar los falsos respetos humanos que nos impidan dar a conocer la doctrina de Jesucristo.

III. El anuncio del Evangelio, realizado las más de las veces por compañeros de profesión, de oficio o de vecindad, significó para familias enteras un cambio radical de vida y la salvación eterna; para otros resultó escándalo y, para muchos, necedad. San Pablo declara a los cristianos de Roma que él no se avergüenza del Evangelio, porque es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree. Y comenta San Juan Crisóstomo: Si hoy alguien se te acerca y te pregunta: Pero ¿adoras a un crucificado?, lejos de agachar la cabeza y sonrojarte de confusión, saca de este reproche ocasión de gloria, y que la mirada de tus ojos y el aspecto de tu rostro muestren que no tienes vergüenza. Si vuelven a preguntarte al oído: ¡Cómo!, ¿adoras a un crucificado?, contesta: ¡Sí!, yo lo adoro (...). Yo adoro y me glorío de un Dios crucificado que, con su Cruz, redujo al silencio a los demonios y eliminó toda superstición: ¡para mí su Cruz es el trofeo inefable de su benevolencia y de su amor!. Es una bella respuesta, que podemos hacer nuestra.

De los primeros cristianos debemos aprender nosotros a no tener falsos respetos humanos, a no temer el qué dirán, a mantener viva la preocupación de dar a conocer a Cristo en cualquier situación en la que nos encontremos, con la conciencia clara de que es el tesoro que hemos hallado, la perla preciosa que encontramos después de mucho buscar. La lucha contra los respetos humanos no debe cesar en ningún momento, pues no será infrecuente el encontrar un clima adverso, cuando no escondemos nuestra condición de cristianos que siguen a Jesús de cerca y quieren ser consecuentes con la doctrina que profesan. Muchos que se dicen cristianos, pero con una postura poco valiente a la hora de dar testimonio de su fe, parecen valorar más la opinión de los demás que la de Jesucristo, o se dejan llevar por la fácil comodidad de seguir la corriente, de no significarse, etc. Esta actitud revela debilidad de carácter, falta de convicciones profundas, poco amor a Dios. Es lógico que alguna vez nos cueste comportarnos como somos, como cristianos que quieren vivir la fe que profesan en todos los momentos y situaciones de su vida; y ésas serán excelentes ocasiones para mostrar nuestro amor al Señor, dejando a un lado los respetos humanos, la opinión del ambiente, etc., pues no nos ha dado Dios un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza. No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor, exhortaba San Pablo a Timoteo, a quien él mismo había acercado a la fe.

Ésta fue siempre la actitud de quienes nos precedieron en la tarea de cristianizar el mundo. Y antes incluso. Tenemos el ejemplo de Judas Macabeo, en momentos muy difíciles, cuando el santuario quedó desolado como el desierto y muchos en Israel se acomodaron a este culto, sacrificando a los ídolos y profanando el sábado. Judas, al frente de sus hermanos, siguiendo el ejemplo de su padre, Matatías, se rebeló contra aquella iniquidad y, por el honor de Dios, supieron combatir alegremente los combates de Israel. Judas Macabeo nos dejó la razón de su victoria: Al cielo le da lo mismo salvar con muchos que con pocos; que en la guerra no depende la victoria de la muchedumbre del ejército, sino de la fuerza de unos cuantos. Siempre ha sido así en las cosas de Dios; desde los principios de la Iglesia hasta nuestros días. Dios se vale de lo poco para sus obras. Tampoco a nosotros nos faltará su ayuda. Él hará que lo poco se vuelva una fuerza grande allí donde estamos.

En la Cruz encontraremos también nosotros el poder y la valentía que necesitamos. Miramos a Santa María: No le arredra el clamor de la muchedumbre, ni deja de acompañar al Redentor mientras todos los del cortejo, en el anonimato, se hacen cobardemente valientes para maltratar a Cristo.

Invócala con fuerza: Virgo fidelis! –¡Virgen fiel!, y ruégale que los que nos decimos amigos de Dios lo seamos de veras y a todas las horas.

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Fr. Faust BAILO (Toronto, Canadá) (www.evangeli.net)

«El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra»

Hoy, Jesús nos ofrece dos imágenes de gran intensidad espiritual: la parábola del crecimiento de la semilla y la parábola del grano de mostaza. Son imágenes de la vida ordinaria que resultaban familiares a los hombres y mujeres que le escuchan, acostumbrados como estaban a sembrar, regar y cosechar. Jesús utiliza algo que les era conocido –la agricultura– para ilustrarles sobre algo que no les era tan conocido: el Reino de Dios.

Efectivamente, el Señor les revela algo de su reino espiritual. En la primera parábola les dice: «El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra» (Mc 4,26). E introduce la segunda diciendo: «¿Con qué compararemos el Reino de Dios (…)? Es como un grano de mostaza» (Mc 4,30).

La mayor parte de nosotros tenemos ya poco en común con los hombres y mujeres del tiempo de Jesús y, sin embargo, estas parábolas siguen resonando en nuestras mentes modernas, porque detrás del sembrar la semilla, del regar y cosechar, intuimos lo que Jesús nos está diciendo: Dios ha injertado algo divino en nuestros corazones humanos.

¿Qué es el Reino de Dios? «Es Jesús mismo», nos recuerda Benedicto XVI. Y nuestra alma «es el lugar esencial donde se encuentra el Reino de Dios». ¡Dios quiere vivir y crecer en nuestro interior! Busquemos la sabiduría de Dios y obedezcamos sus insinuaciones interiores; si lo hacemos, entonces nuestra vida adquirirá una fuerza e intensidad difíciles de imaginar.

Si correspondemos pacientemente a su gracia, su vida divina crecerá en nuestra alma como la semilla crece en el campo, tal como el místico medieval Meister Eckhart expresó bellamente: «La semilla de Dios está en nosotros. Si el agricultor es inteligente y trabajador, crecerá para ser Dios, cuya semilla es; sus frutos serán de la naturaleza de Dios. La semilla de la pera se vuelve árbol de pera; la semilla de la nuez, árbol de nuez; la semilla de Dios se vuelve Dios».

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Ser tierra buena

«Conviértanse, porque el Reino de los Cielos ha llegado».

Eso dice Jesús.

Sacerdote: tú eres el que construye el Reino de los Cielos en la tierra.

El Reino de los Cielos ha llegado a través de ti, sacerdote, y ya está aquí, para que todo el que crea que Jesús es el Hijo de Dios, que el Padre ha enviado, se salve.

Sacerdote: tú construyes el Reino de los Cielos en la tierra, y tú eres parte.

El Reino de los Cielos se construye con fe, y poniendo esa fe en obras, sembrando la semilla que es la Palabra de Dios, y que germina con su gracia en los corazones de aquellos que lo escuchan y que cumplen su Palabra.

Sacerdote: tú eres el sembrador, configurado con Cristo.

Tú eres quien siembra la semilla por Cristo, con Él y en Él. Y una vez sembrada, Dios mismo se encarga de hacer llover. Y tú, sacerdote, sin darte cuenta, haces crecer la semilla cuando preparas la tierra antes de plantar la semilla.

Sacerdote: tú eres sembrador y labrador de la tierra. Pero tú, sacerdote, también eres tierra.

En ti también debe ser sembrada la semilla por el único sembrador, que es Cristo.

Permite sacerdote, que tu tierra sea preparada, labrada, abonada, sembrada y regada, para que sea semilla en tierra fértil, de la que brote vida y crezcan tallos verdes, que se conviertan en arbustos fuertes, que tengan ramas en las que los pájaros puedan anidar.

Eres tú, sacerdote, fuente de vida, semilla sembrada en tierra preparada, para dar buen fruto.

Sacerdote: el buen fruto viene de la buena semilla, pero también de la buena siembra, en tierra bien preparada y bien dispuesta.

Pide, sacerdote a tu Señor, que, como buen sembrador, prepare tu tierra y plante la semilla con su propia mano, y que haga llover.

Entonces conseguirás para Él el Reino de los Cielos, construido en la tierra, y tú serás parte de él.

Conversión, sacerdote, conversión.

Pide a tu Señor que renueve tu tierra, y recibe el agua de la vida, como la tierra reseca recibe las gotas de lluvia, para que crezcas en estatura, en sabiduría y en gracia, ante Dios y ante los hombres.

Sacerdote: la semilla debe ser sembrada en ti, todos los días de tu vida, porque la semilla es la Palabra de Dios.

Pero si tú, sacerdote, no estás dispuesto a ser tierra buena y a recibir la semilla, ¿cómo crecerá la planta?, y ¿cómo dará fruto?

Dispón tu corazón, sacerdote, a recibir la Palabra de Dios, para alimentarte, para llenarte de su sabiduría y de su amor.

Fortalece y abona tu tierra con una vida de virtud, obrando con piedad y con misericordia, para que, cuando llegue a ti, la semilla sea bien recibida y, sin que te des cuenta, crezca y dé fruto, que a su vez produzca una buena semilla, con la que tú, convertido en sembrador, construyas el Reino de los Cielos, con la gracia de Dios.

Entonces vivirás con alegría, cumpliendo la voluntad de Dios, y prepararás el camino del Señor enderezando sus sendas, porque el Reino de los Cielos ya está aquí, está a la puerta y llama.

Si tú escuchas su voz y le abres la puerta, Él entrará y cenará contigo y tú con Él.

Sacerdote: prepara tu tierra, endereza el camino, conviértete y ábrele la puerta a tu Señor, recibiendo su Palabra, como espada de dos filos, que abre tu corazón y escruta hasta lo más íntimo de tus entrañas, para que obedezcas y hagas lo que Él te dice, para que Él mismo te prepare, porque el tiempo de la cosecha está cerca.

El que tenga oídos que oiga.

Persevera, sacerdote, en la fe, y cumple la voluntad de Dios, ejerciendo un ministerio santo para la gloria de Dios.

Entonces, sacerdote, alcanzarás las promesas de tu Señor.

Pide la gracia, sacerdote, de ser buen sembrador, para que tu semilla sea bien recibida y coseches frutos buenos y abundantes para el Reino de Dios.

(Espada de Dos Filos III, n. 89)

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