Domingo 12 del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo XII del Tiempo Ordinario (ciclo B)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO – Homilía XXVIII del Evangelio de San Mateo
  • FRANCISCO – Homilía  2 de julio de 2013 – Ángelus 2021
  • BENEDICTO XVI – Homilía 2009
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

***

Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com.

Para recibirlo por WhatsApp: https://chat.whatsapp.com/BfPOpiv1Tp02zK168vOLMd.

***

DEL MISAL MENSUAL

HASTA AQUÍ LLEGARÁS...

Jb 38, 1.8-11; 2 Co 5, 14-17; Mc 4, 35-41

El relato de la tempestad calmada no deja de ser provocador y sorprendente. Los discípulos están lidiando como pueden con una fuerte tormenta, sus fuerzas están al límite y Jesús se recuesta a dormir en la pequeña popa de la barca. Aparente insensibilidad de su parte, podría pensarse. El Señor se desconecta de la realidad para conocer la capacidad de respuesta de sus discípulos ante una situación imprevista y de difícil manejo. Jesús despierta, se impone con serena autoridad a la naturaleza desbocada y alecciona a los suyos sobre la calidad de su fe. El comentario final gira en torno de una pregunta, que prácticamente lleva implícita la respuesta: quien consigue doblegar la fuerza del viento y el oleaje, ha de estar muy cercano a Dios, que es el soberano que fija límites y dicta ordenes al mar, como lo explica el libro de Job.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 27, 8-9

El Señor es la fuerza de su pueblo, defensa y salvación para su Ungido. Sálvanos, Señor, vela sobre nosotros y guíanos siempre.

ORACIÓN COLECTA

Señor, concédenos vivir siempre en el amor y respeto a tu santo nombre, ya que jamás dejas de proteger a quienes estableces en el sólido fundamento de tu amor. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Aquí se romperá la arrogancia de tus olas.

Del libro de Job 38, 1. 8-11

El Señor habló a Job desde la tormenta y le dijo: “Yo le puse límites al mar, cuando salía impetuoso del seno materno; yo hice de la niebla sus mantillas y de las nubes sus pañales; yo le impuse límites con puertas y cerrojos y le dije: ‘Hasta aquí llegarás, no más allá. Aquí se romperá la arrogancia de tus olas’”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 106, 23-24. 25-26. 28-29. 30-31

R/. Demos gracias al Señor por sus bondades.

Los que la mar surcaban con sus naves, por las aguas inmensas negociando, el poder del Señor y sus prodigios en medio del abismo contemplaron. R/.

Habló el Señor y un viento huracanado las olas encrespó; al cielo y al abismo eran lanzados, sobrecogidos de terror. R/.

Clamaron al Señor en tal apuro y Él los libró de sus congojas. Cambió la tempestad en suave brisa y apaciguó las olas. R/.

Se alegraron al ver la mar tranquila y el Señor los llevó al puerto anhelado. Den gracias al Señor por los prodigios que su amor por el hombre ha realizado. R/.

SEGUNDA LECTURA

Ya todo es nuevo.

De la segunda carta del apóstol san Pablo a los corintios 5, 14-17

Hermanos: El amor de Cristo nos apremia, al pensar que si uno murió por todos, todos murieron. Cristo murió por todos para que los que viven ya no vivan para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.

Por eso nosotros ya no juzgamos a nadie con criterios humanos. Si alguna vez hemos juzgado a Cristo con tales criterios, ahora ya no lo hacemos. El que vive según Cristo es una creatura nueva; para él todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN Lc 7, 16

R/. Aleluya, aleluya.

Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo. R/.

EVANGELIO

¿Quién es éste, a quien hasta e viento y el mar obedecen?

+ Del santo Evangelio según san Marcos 4, 35-41

Un día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla del lago”. Entonces los discípulos despidieron a la gente y condujeron a Jesús en la misma barca en que estaba. Iban además otras barcas.

De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua.

Jesús dormía en la popa, reclinado sobre un cojín. Lo despertaron y le dijeron: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” Él se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: “¡Cállate, enmudece!” Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma. Jesús les dijo: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?” Todos se quedaron espantados y se decían unos a otros: “¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?”

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, este sacrificio de reconciliación y alabanza y concédenos que, purificados por su eficacia, podamos ofrecerte el entrañable afecto de nuestro corazón. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 144, 15

Los ojos de todos esperan en ti, Señor; y tú les das la comida a su tiempo.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Renovados, Señor, por el alimento del sagrado Cuerpo y la preciosa Sangre de tu Hijo, concédenos que lo que realizamos con asidua devoción, lo recibamos convertido en certeza de redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.

_________________________

BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Se romperá la arrogancia de tus olas (Jb 38, 1.8-11)

1ª lectura

El discurso del Señor, de enorme riqueza expresiva y perfecto en su construcción literaria, es sencillo en su enseñanza: Dios está presente donde nunca lo estuvo Job ni ningún otro hombre; ha intervenido e interviene donde nunca lo hizo ni lo puede hacer el ser humano; organiza sabiamente y cuida con esmero de las criaturas que quedan lejos del alcance de los hombres. En resumen, Dios es infinitamente más poderoso y más sabio que Job; y, sin embargo, entabla diálogo con él y le invita a admirar juntos las maravillas del cosmos.

La descripción del mar (vv. 8-11) contiene rasgos simbólicos dignos de tener en cuenta. El océano que se muestra bravío en alta mar se amansa en la orilla (vv. 8-11), como un bebé inquieto que se calma al sentirse vestido y arropado. «Las puertas de la Santa Iglesia, explica San Gregorio Magno en sentido místico, podrán ser combatidas por las olas de la persecución, pero nunca podrán ser quebrantadas; la ola de la persecución podrá moverlas por fuera, pero nunca puede penetrar lo de dentro de su corazón» (Moralia in Iob 6, 28, 18, 38).

Lo viejo pasó, ya ha llegado lo nuevo (2 Co 5, 14-17)

2ª lectura

San Pablo ofrece aquí un apretado resumen del contenido de la Redención: Dios ha reconciliado a los hombres con Él por medio de Jesucristo, que cargó sobre sí nuestros pecados y murió por todos los hombres. «Todo lo que el Hijo de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo, no lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también por la eficacia de lo que él realiza en el presente» (S. León Magno, Tractatus 63; cfr De passione Domini 12, 6). Además, como explicará poco más adelante, Dios ha constituido a los Apóstoles embajadores de Cristo para llevar a los hombres la palabra de la reconciliación (v. 19): «La Iglesia erraría en un aspecto esencial de su ser y faltaría a una función suya indispensable, si no pronunciara con claridad y firmeza, a tiempo y a destiempo, la “palabra de reconciliación” y no ofreciera al mundo el don de la reconciliación. Conviene repetir aquí que la importancia del servicio eclesial de reconciliación se extiende, más allá de los confines de la Iglesia, a todo el mundo» (S. Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 23). Éste es el conocimiento que Pablo posee de Jesucristo, frente al que poseía antes de convertirse, cuando sólo veía a Cristo «según la carne» (v. 16).

«La caridad de Cristo nos urge» (v. 14). También para todos los cristianos el amor de Cristo debe ser un poderoso estímulo para llevar a todas las almas la salvación ganada por Jesucristo. Nos urge la caridad de Cristo (cfr 2 Co 5, 14) para tomar sobre nuestros hombros una parte de esa tarea divina de rescatar las almas (...). De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas» (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, nn. 120s.).

Hasta el viento y el mar le obedecen (Mc 4, 35-40)

Evangelio

El mar, en muchos lugares de la Biblia, representa el lugar de las fuerzas maléficas que sólo Dios puede dominar (cfr. Sal 65, 8; 93, 4; 107, 23-30). Al someterlo con el imperio de su voz como quien domina a los demonios (v. 39; cfr. 1, 25), Jesús se presenta con el poder de Dios.

Las palabras que Jesús les dirige (v. 40; cfr. 5, 36) nos señalan una verdad perenne: la fe vence al miedo; con fe en Jesús no hay nada que pueda causar tribulación: «Cristiano, en tu nave duerme Cristo: despiértalo; dará orden a las tempestades para que todo recobre la calma. (...) Por eso fluctúas: porque Cristo está dormido, es decir, no logras vencer aquellos deseos que se levantan con el soplo de los que persuaden al mal, porque tu fe está dormida. ¿Qué significa que tu fe está dormida? Que te olvidaste de ella. ¿Qué es despertar a Cristo? Despertar la fe, recordar lo que has creído. Haz memoria pues de tu fe, despierta a Cristo. Tu misma fe dará órdenes a las olas que te turban y a los vientos de quienes te persuaden al mal y al instante desaparecerán» (S. Agustín, Sermones 361, 7).

_____________________

SAN JUAN CRISÓSTOMO - Homilía XXVIII del Evangelio de San Mateo

Tener confianza aun cuando se levanten grandes oleadas

Cuando hubo subido a la nave, lo siguieron sus discípulos. De pronto se alborotó bravamente el mar, tanto que las olas cubrían la embarcación. El, con todo eso, dormía (Mt 8, 23-24).

Lucas, para evitar que alguien le exigiera la cronología exacta, dice: Sucedió cierto día que subió en la navecilla con sus discípulos. Lo mismo hace Marcos. Mateo, en cambio, va siguiendo cierto orden del tiempo. Porque no todos lo cuentan todo de una misma manera, como ya anteriormente lo advertí, a fin de que nadie, por ciertas omisiones, piense que hay oposición o disonancia. Despachadas, pues, las turbas por delante, luego él tomó consigo a sus discípulos, pues así lo afirman los evangelistas. Y los tomó consigo, no a la ventura y en vano, sino para que fueran testigos del futuro milagro. A la manera de un excelente ejercitador en la palestra, los ejercitaba para ambas cosas. Para que en las adversidades permanecieran impertérritos y en los honores procedieran con moderación.

Mateo dice solamente que Él se durmió. Lucas añade que lo hizo en el cabezal, demostrando con esto cuán lejos estaba del fausto, y para enseñarnos gran sabiduría. Levantada, pues, la tempestad y enfurecido el mar, los discípulos lo despiertan diciéndole: ¡Señor! ¡Sálvanos que perecemos! Y El increpó primero a ellos y luego al mar. Pues como ya dije, todo aquello lo permitió para ejercitarlos y era figura de las tentaciones que los habían de acometer. Porque más tarde permitió que cayeran en más terribles tempestades prácticas, pero entonces tardó en socorrerlos. Por lo cual Pablo decía: No queremos, hermanos, que ignoréis la tribulación grande que nos sobrevino, pues fue muy sobre nuestras fuerzas, tanto que ya desesperábamos de salir con vida. Y poco después: que nos sacó [Dios] de tan mortal peligro.

Comienza por increpar a los discípulos, para demostrar que conviene tener confianza aun cuando se levanten grandes oleadas; y que Él todo lo dispone para nuestra utilidad. A ellos les fue útil padecer turbación, a fin de que el milagro pareciera mayor y quedara en perpetua memoria. Cuando va a suceder algo que no se espera, se preparan muchas cosas necesarias para conservar su recuerdo, a fin de que el inesperado y maravilloso suceso no caiga en el olvido. Así, en el caso de Moisés, éste primero tuvo miedo de la serpiente; y no sólo le tuvo miedo sino grande terror; pero enseguida contempló el estupendo milagro.

Lo mismo sucedió con los discípulos: cuando ya desesperaban de salir con vida, fueron liberados; para que, confesando el peligro en que estuvieron, advirtieran la magnitud del prodigio. Por lo mismo Él duerme. Si esto hubiera sucedido estando Él despierto, o ellos no habrían temido o les habría venido al pensamiento que Cristo no podía hacer el milagro. Duerme, pues, para darles ocasión de temer y para despertar en ellos una más poderosa sensación del peligro presente. Nadie estima lo mismo lo que ve suceder en cuerpo ajeno que lo que en el propio experimenta. Viendo todos el beneficio que todos habían recibido, pero estando cada cual como si no hubiera recibido el beneficio él en particular, andaban embobados. No estaban ellos antes cojos, ni sufrían alguna otra enfermedad semejante; pero convenía que cayeran bien en la cuenta del actual beneficio. Por esto permitió Cristo que se levantara la tempestad, para que, librados ellos de ella, tuvieran una más clara percepción del beneficio.

Y por tal motivo no hace el milagro delante de las turbas, para que no los fueran a condenar como hombres de poca fe, sino que allá aparte los corrige; y luego, increpándolos, antes aplaca la tempestad de sus pensamientos que la de las aguas, diciéndoles: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Juntamente les enseña cómo el temor no nace de la tentación misma, sino de la poca firmeza del alma. Y si alguno dijera que los discípulos habían despertado al Señor no por temor, sino por falta de fe, responderé que esto sobre todo es señal de que no tenían de Cristo la debida idea. Sabían que Él, una vez despierto, podía increpar a los vientos; pero aún no les venía al pensamiento que pudiese hacerlo también estando dormido. Pero ¿por qué te admiras de que ahora teman, siendo así que después de muchos milagros todavía eran débiles? Por esto con frecuencia Cristo los increpa, como cuando les dijo: ¿Tampoco vosotros entendéis?

No te admires, pues, de que siendo los discípulos tan débiles en la fe, las turbas no pensaran nada grande acerca de Cristo. Ciertamente se admiraban y decían: ¿Quién es éste a quien hasta los vientos y el mar obedecen? Pero Cristo no les corrigió que pensaran de Él ser sólo hombre, sino que esperó; y mientras, les iba enseñando mediante los milagros que era falsa la opinión que de él tenían. Mas ¿de dónde colegían ser Él simplemente hombre? Por su aspecto, su sueño, el uso de la nave para cruzar el lago. Por esto caían en estupor y decían: ¿Quién es éste? El sueño y todas las apariencias demostraban ser Él un hombre; pero el mar y la tranquilidad que en él se hizo, lo comprobaban como Dios.

Aun cuando en otro tiempo Moisés había hecho algo semejante, sin embargo, en este paso se demostraba la excelencia de Cristo. Aquél, como siervo, Cristo como Señor hacían los milagros. Cristo no tendió su vara, como Moisés, ni levantó sus manos al cielo, ni necesitó suplicar; pues así como es propio del Señor mandar a los esclavos y del Creador a su criatura, así Cristo con sola su palabra y precepto apaciguó y enfrenó el mar. Y en tal forma y tan repentinamente se disolvió la tempestad, que no quedó ni rastro de ella. Así lo declaró el evangelista cuando dijo: Y sobrevino una gran calma. Lo que el evangelista dijo acerca del Padre como una obra excelente, eso Cristo lo llevó a cabo ahora. Pero ¿qué se dijo del Padre?: Habló y se contuvo el viento de tempestad. Lo mismo en este pasaje: Y sobrevino una gran calma. Por tales motivos, las turbas sumamente lo admiraban, pero no lo habrían admirado en tan sumo grado si hubiera procedido como Moisés.

_____________________

FRANCISCO – Homilía 2 de julio de 2013 – Ángelus 2021

Homilía 2.VII.13

Valientes en la debilidad

La tentación, la curiosidad, el miedo y por último la gracia. Cuatro situaciones que se pueden verificar en la dificultad. De ello habló el Papa en la misa del martes 2 de julio, por la mañana, en la capilla de la Domus Sanctae Marthae.

El Santo Padre inició su homilía destacando la singularidad de la liturgia del día, que hace pensar en ciertas situaciones “conflictivas”, difíciles de afrontar. Reflexionar en ellas, precisó, “nos hará bien”.

La primera actitud: la lentitud con la que Lot responde a la invitación del ángel que le pide apresurarse a dejar la ciudad antes de que sea destruida. Así, se refirió al episodio de la destrucción de Sodoma y Gomorra y de la salvación que Abrahán obtuvo para Lot y su familia.

Estaba muy decidido, pero cuando llega el momento de huir “va despacio, no se apresura”. Lot “quería marcharse, pero despacio”, incluso cuando el ángel le dice que huya. La actitud de Lot, según el Pontífice, representa “la incapacidad de apartarse del pecado. Queremos salir, estamos decididos; pero hay algo que nos tira hacia atrás”. En efecto, “es muy difícil cortar con una situación pecaminosa”. Pero “la voz de Dios nos dice: “huye”“. Se trata, precisó el Pontífice, de “huir para ir adelante en el camino de Jesús”.

La segunda actitud. “El ángel –recordó el Papa– dice que no se mire atrás: “huye y no mires atrás, sigue adelante”. También esto es un consejo para superar la nostalgia del pecado”. Un consejo recurrente en la Palabra de Dios. El Santo Padre mencionó la huida del pueblo de Dios en el desierto. Un pueblo que, tras huir, continuaba teniendo nostalgia “de las cebollas de Egipto”, olvidando que esas cebollas las comían “en la mesa de la esclavitud”. Ante el pecado es necesario huir sin nostalgia y recordar que “la curiosidad no sirve, hace mal”. Huir y no mirar atrás porque “somos débiles todos y debemos defendernos”.

La tercera actitud: el miedo. La referencia es el episodio de la barca en la que estaban los apóstoles y que improvisamente es embestida por la tempestad (Mt 8, 23-27). “La barca estaba cubierta por las olas –recordó el Pontífice–. “¡Sálvanos Señor que perecemos!”, dicen ellos. El miedo, también ésta, es una tentación del demonio. Tener miedo de ir adelante por el camino del Señor”. “Jesús muchas veces lo dijo: “no tengáis miedo”. El miedo no nos ayuda”, dijo el Papa.

La cuarta actitud: la gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta “cuando Jesús hace volver la calma sobre el mar. Y todos quedan llenos de estupor”. Por lo tanto, ante el pecado, la nostalgia y el miedo –destacó el Pontífice– es necesario “mirar al Señor, contemplar al Señor”. Concluyó exhortando: “No seamos ingenuos ni cristianos tibios: seamos audaces, valientes. Sí, somos débiles pero debemos ser valientes en nuestra debilidad”.

+++

Ángelus 2021

Valientes en la debilidad

En la liturgia de hoy se narra el episodio de la tempestad calmada por Jesús (Mc 4, 35-41). La barca en la que los discípulos atraviesan el lago es asaltada por el viento y las olas y ellos temen hundirse. Jesús está con ellos en la barca, sin embargo, se queda en la popa durmiendo sobre un cabezal. Los discípulos, llenos de miedo, le gritan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38).

Y muchas veces también nosotros, asaltados por las pruebas de la vida, hemos gritado al Señor: “¿Por qué te quedas en silencio y no haces nada por mí?”. Sobre todo cuando parece que nos hundimos, porque el amor o el proyecto en el que habíamos puesto grandes esperanzas desvanece; o cuando estamos a merced de las persistentes olas de la ansiedad; o cuando nos sentimos sumergidos por los problemas o perdidos en medio del mar de la vida, sin ruta y sin puerto. O incluso, en los momentos en los que desaparece la fuerza para ir adelante, porque falta el trabajo o un diagnóstico inesperado nos hace temer por nuestra salud o la de un ser querido. Son muchos los momentos en los que nos sentimos en tempestad, nos sentimos casi acabados.

En estas situaciones y en muchas otras, también nosotros nos sentimos ahogados por el miedo y, como los discípulos, corremos el riesgo de perder de vista lo más importante. En la barca, de hecho, incluso si duerme, Jesús está, y comparte con los suyos todo lo que está sucediendo. Su sueño, por un lado nos sorprende, y por el otro nos pone a prueba. El Señor está ahí, presente; de hecho, espera —por así decir— que seamos nosotros los que le impliquemos, le invoquemos, le pongamos en el centro de lo que vivimos. Su sueño nos provoca el despertarnos. Porque, para ser discípulos de Jesús, no basta con creer que Dios está, que existe, sino que es necesario involucrarse con Él, es necesario también alzar la voz con Él. Escuchad esto: es necesario gritarle a Él. La oración, muchas veces, es un grito: “¡Señor, sálvame!”. Hoy, Día del Refugiado, estaba viendo en el programa “A sua immagine” (A su imagen), muchos que vienen en pateras y cuando se van a ahogar gritan: “¡Sálvanos!”. También en nuestra vida sucede lo mismo: “¡Señor, sálvanos!”, y la oración se convierte en un grito.

Hoy podemos preguntarnos: ¿cuáles son los vientos que se abaten sobre mi vida, cuáles son las olas que obstaculizan mi navegación y ponen en peligro mi vida espiritual, mi vida de familia, mi vida psíquica también? Digamos todo esto a Jesús, contémosle todo. Él lo desea, quiere que nos aferremos a Él para encontrar refugio de las olas anómalas de vida. El Evangelio cuenta que los discípulos se acercan a Jesús, le despiertan y le hablan (cfr. v. 38). Este es el inicio de nuestra fe: reconocer que solos no somos capaces de mantenernos a flote, que necesitamos a Jesús como los marineros a las estrellas para encontrar la ruta. La fe comienza por el creer que no bastamos nosotros mismos, con el sentir que necesitamos a Dios. Cuando vencemos la tentación de encerrarnos en nosotros mismos, cuando superamos la falsa religiosidad que no quiere incomodar a Dios, cuando le gritamos a Él, Él puede obrar maravillas en nosotros. Es la fuerza mansa y extraordinaria de la oración, que realiza milagros.

Jesús, implorado por los discípulos, calma el viento y las olas. Y les plantea una pregunta, una pregunta que nos concierne también a nosotros: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» (v. 40). Los discípulos se habían dejado llevar por el miedo, porque se habían quedado mirando las olas más que mirar a Jesús. Y el miedo nos lleva a mirar las dificultades, los problemas difíciles y no a mirar al Señor, que muchas veces duerme. También para nosotros es así: ¡cuántas veces nos quedamos mirando los problemas en vez de ir al Señor y dejarle a Él nuestras preocupaciones! ¡Cuántas veces dejamos al Señor en un rincón, en el fondo de la barca de la vida, para despertarlo solo en el momento de la necesidad! Pidamos hoy la gracia de una fe que no se canse de buscar al Señor, de llamar a la puerta de su Corazón. La Virgen María, que en su vida nunca dejó de confiar en Dios, despierte en nosotros la necesidad vital de encomendarnos a Él cada día.

_________________________

BENEDICTO XVI – Homilía 2009

Queridos hermanos y hermanas:

En el corazón de mi peregrinación a este lugar, donde todo habla de la vida y de la santidad del padre Pío de Pietrelcina, tengo la alegría de celebrar para vosotros y con vosotros la Eucaristía, (…)

Acabamos de escuchar el pasaje evangélico de la tempestad calmada, que ha ido acompañado por un breve pero incisivo texto del libro de Job, en el que Dios se revela como el Señor del mar. Jesús increpa al viento y ordena al mar que se calme, lo interpela como si se identificara con el poder diabólico. En la Biblia, según lo que nos dicen la primera lectura y el Salmo 107, el mar se considera como un elemento amenazador, caótico, potencialmente destructivo, que sólo Dios, el Creador, puede dominar, gobernar y silenciar.

Sin embargo, hay otra fuerza, una fuerza positiva, que mueve al mundo, capaz de transformar y renovar a las criaturas: la fuerza del “amor de Cristo” (2 Co 5, 14), como la llama san Pablo en la segunda carta a los Corintios; por tanto, esencialmente no es una fuerza cósmica, sino divina, trascendente. Actúa también sobre el cosmos, pero, en sí mismo, el amor de Cristo es “otro” tipo de poder, y el Señor manifestó esta alteridad trascendente en su Pascua, en la “santidad” del “camino” que eligió para liberarnos del dominio del mal, como había sucedido con el éxodo de Egipto, cuando hizo salir a los judíos atravesando las aguas del mar Rojo. “Dios mío —exclama el salmista—, tus caminos son santos (...). Te abriste camino por las aguas, un vado por las aguas caudalosas” (Sal 77, 14.20). En el misterio pascual, Jesús pasó a través del abismo de la muerte, porque Dios quiso renovar así el universo: mediante la muerte y resurrección de su Hijo, “muerto por todos”, para que todos puedan vivir “por aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15), y para que no vivan sólo para sí mismos.

El gesto solemne de calmar el mar tempestuoso es claramente un signo del señorío de Cristo sobre las potencias negativas e induce a pensar en su divinidad: “¿Quién es este —se preguntan asombrados y atemorizados los discípulos—, que hasta el viento y las aguas le obedecen?” (Mc 4, 41). Su fe aún no es firme; se está formando; es una mezcla de miedo y confianza; por el contrario, el abandono confiado de Jesús al Padre es total y puro. Por eso, por este poder del amor, puede dormir durante la tempestad, totalmente seguro en los brazos de Dios. Pero llegará el momento en el que también Jesús experimentará miedo y angustia: cuando llegue su hora, sentirá sobre sí todo el peso de los pecados de la humanidad, como una gran ola que está punto de abatirse sobre él. Esa sí que será una tempestad terrible, no cósmica, sino espiritual. Será el último asalto, el asalto extremo del mal contra el Hijo de Dios.

Sin embargo, en esa hora Jesús no dudó del poder de Dios Padre y de su cercanía, aunque tuvo que experimentar plenamente la distancia que existe entre el odio y el amor, entre la mentira y la verdad, entre el pecado y la gracia. Experimentó en sí mismo de modo desgarrador este drama, especialmente en Getsemaní, antes de ser arrestado y, después, durante toda la Pasión, hasta su muerte en la cruz. En esa hora Jesús, por una parte, estaba totalmente unido al Padre, plenamente abandonado en él; y, por otra, al ser solidario con los pecadores, estaba como separado y se sintió como abandonado por él.

Algunos santos han vivido personalmente de modo intenso esta experiencia de Jesús. El padre Pío de Pietrelcina es uno de ellos. Un hombre sencillo, de orígenes humildes, “conquistado por Cristo” (Flp 3, 12) —como escribe de sí el apóstol san Pablo— para convertirlo en un instrumento elegido del poder perenne de su cruz: poder de amor a las almas, de perdón y reconciliación, de paternidad espiritual y de solidaridad activa con los que sufren. Los estigmas que marcaron su cuerpo lo unieron íntimamente al Crucificado resucitado. Auténtico seguidor de san Francisco de Asís, hizo suya, como el Poverello, la experiencia del apóstol san Pablo, tal como la describe en sus cartas: “Estoy crucificado con Cristo: y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 19-20); o también: “La muerte está actuando en nosotros, y la vida en vosotros” (2 Co 4, 12).

Esto no significa alienación, pérdida de la personalidad: Dios no anula nunca lo humano, sino que lo transforma con su Espíritu y lo orienta al servicio de su designio de salvación. El padre Pío conservó sus dones naturales, y también su temperamento, pero ofreció todo a Dios, que pudo servirse libremente de él para prolongar la obra de Cristo: anunciar el Evangelio, perdonar los pecados y curar a los enfermos en el cuerpo y en el alma.

Como sucedió con Jesús, el padre Pío tuvo que librar la verdadera lucha, el combate radical, no contra enemigos terrenos, sino contra el espíritu del mal (cf. Ef 6, 12). Las “tempestades” más fuertes que lo amenazaban eran los asaltos del diablo, de los cuales se defendió con “la armadura de Dios”, con “el escudo de la fe” y “la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios” (Ef 6, 11. 16. 17). Permaneciendo unido a Jesús, siempre tuvo ante sí la profundidad del drama humano; por eso se entregó a sí mismo y ofreció sus numerosos sufrimientos, y se gastó por el cuidado y el alivio de los enfermos, signo privilegiado de la misericordia de Dios, de su reino que viene, más aún, que ya está en el mundo, de la victoria del amor y de la vida sobre el pecado y la muerte. Guiar a las almas y aliviar el sufrimiento: así se puede resumir la misión de san Pío de Pietrelcina, como dijo de él también el siervo de Dios Papa Pablo VI: “Era un hombre de oración y de sufrimiento” (Discurso a los padres capitulares capuchinos, 20 de febrero de 1971) (…).

Ante todo, la oración. Como todos los grandes hombres de Dios, el padre Pío se convirtió él mismo en oración, en cuerpo y alma. Sus jornadas eran un rosario vivido, es decir, una continua meditación y asimilación de los misterios de Cristo en unión espiritual con la Virgen María. Así se explica la singular presencia en él de dones sobrenaturales y de sentido práctico humano. Y todo tenía su culmen en la celebración de la santa misa: en ella se unía plenamente al Señor muerto y resucitado.

De la oración, como de una fuente siempre viva, brotaba la caridad. El amor que llevaba en su corazón y transmitía a los demás rebosaba ternura, siempre atento a las situaciones reales de las personas y de las familias. Sentía la predilección del Corazón de Jesús especialmente por los enfermos y los que sufrían, y precisamente de esa predilección surgió y tomó forma el proyecto de una gran obra dedicada al “alivio del sufrimiento”. No se puede entender ni interpretar adecuadamente esa institución si se la separa de su fuente inspiradora, que es la caridad evangélica, animada a su vez por la oración.

Queridos hermanos, hoy el padre Pío vuelve a proponer todo esto a nuestra atención. Los peligros del activismo y la secularización están siempre presentes; por eso, mi visita también tiene la finalidad de confirmaros en la fidelidad a la misión heredada de vuestro amadísimo padre. Muchos de vosotros, religiosos, religiosas y laicos, estáis tan absorbidos por las miles de tareas que conlleva el servicio a los peregrinos o a los enfermos del hospital, que corréis el riesgo de descuidar lo único verdaderamente necesario: escuchar a Cristo para cumplir la voluntad de Dios. Cuando os deis cuenta de que corréis este riesgo, mirad al padre Pío: su ejemplo, sus sufrimientos; e invocad su intercesión, para que os obtenga del Señor la luz y la fuerza que necesitáis para proseguir su misma misión impregnada de amor a Dios y de caridad fraterna. Y que desde el cielo siga ejerciendo la exquisita paternidad espiritual que lo caracterizó durante su existencia terrena; que siga acompañando a sus hermanos, a sus hijos espirituales y toda la obra que inició.

Que, juntamente con san Francisco y la Virgen, a la que tanto amó e hizo amar en este mundo, vele sobre todos vosotros y os proteja siempre. Y entonces, incluso en medio de las tempestades que puedan levantarse repentinamente, podréis experimentar el soplo del Espíritu Santo, que es más fuerte que cualquier viento contrario e impulsa la barca de la Iglesia y a cada uno de nosotros. Por eso debemos vivir siempre con serenidad y cultivar en el corazón la alegría, dando gracias al Señor. “Es eterna su misericordia” (Salmo responsorial). Amén.

_________________________

DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Jesús verdadero Dios y verdadero hombre

423. Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador César Augusto I; de oficio carpintero, muerto crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha “salido de Dios” (Jn 13, 3), “bajó del cielo” (Jn 3, 13; 6, 33), “ha venido en carne” (1 Jn 4, 2), porque “la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad [...] Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia” (Jn 1, 14. 16).

464. El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban.

465. Las primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad verdadera (docetismo gnóstico). Desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, “venido en la carne” (cf. 1 Jn 4, 2-3; 2 Jn 7). Pero desde el siglo III, la Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo de Samosata, en un Concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es Hijo de Dios por naturaleza y no por adopción. El primer Concilio Ecuménico de Nicea, en el año 325, confesó en su Credo que el Hijo de Dios es «engendrado, no creado, “de la misma substancia” [en griego homousion] que el Padre» y condenó a Arrio que afirmaba que “el Hijo de Dios salió de la nada” (Concilio de Nicea I: DS 130) y que sería “de una substancia distinta de la del Padre” (Ibíd., 126).

466. La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella san Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio Ecuménico reunido en Efeso, en el año 431, confesaron que “el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre” (Concilio de Efeso: DS, 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el concilio de Efeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: “Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional [...] unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne” (DS 251).

467. Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta herejía, el cuarto Concilio Ecuménico, en Calcedonia, confesó en el año 451:

«Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad, “en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad.

Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona» (Concilio de Calcedonia; DS, 301-302).

468. Después del Concilio de Calcedonia, algunos concibieron la naturaleza humana de Cristo como una especie de sujeto personal. Contra éstos, el quinto Concilio Ecuménico, en Constantinopla, el año 553 confesó a propósito de Cristo: “No hay más que una sola hipóstasis [o persona] [...] que es nuestro Señor Jesucristo, uno de la Trinidad” (Concilio de Constantinopla II: DS, 424). Por tanto, todo en la humanidad de Jesucristo debe ser atribuido a su persona divina como a su propio sujeto (cf. ya Concilio de Éfeso: DS, 255), no solamente los milagros sino también los sufrimientos (cf. Concilio de Constantinopla II: DS, 424) y la misma muerte: “El que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la Santísima Trinidad” (ibíd., 432).

469. La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero Hombre. Él es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor:

Id quod fuit remansit et quod non fuit assumpsit (“Sin dejar de ser lo que era ha asumido lo que no era”), canta la liturgia romana (Solemnidad de la Santísima Virgen María, Madre de Dios, Antífona al «Benedictus»; cf. san León Magno, Sermones 21, 2-3: PL 54, 192). Y la liturgia de san Juan Crisóstomo proclama y canta: “¡Oh Hijo unigénito y Verbo de Dios! Tú que eres inmortal, te dignaste, para salvarnos, tomar carne de la santa Madre de Dios y siempre Virgen María. Tú, Cristo Dios, sin sufrir cambio te hiciste hombre y, en al cruz, con tu muerte venciste la muerte. Tú, Uno de la Santísima Trinidad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu, ¡sálvanos! (Oficio Bizantino de las Horas, Himno O’ Monogenés”).

La fe, don de Dios y la respuesta de los hombres

1814. La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Por la fe “el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. “El justo [...] vivirá por la fe” (Rm 1, 17). La fe viva “actúa por la caridad” (Ga 5, 6).

1815. El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Concilio de Trento: DS 1545). Pero, “la fe sin obras está muerta” (St 2, 26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.

1816. El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos [...] vivan preparados para confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo [...] aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33).

Mantener la fe en las adversidades

671. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Ts 2, 7), a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no [...] haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20; cf. 1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).

672. Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tribulación” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).

_________________________

RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Se levantó una gran tempestad

El Evangelio de este Domingo es el de la tempestad calmada. Reconstruyamos rápidamente lo acontecido. Una tarde, después de una jornada de intenso trabajo, Jesús sube a una barca y les invita a los apóstoles a pasar a la otra orilla. Deshecho por el cansancio, él se duerme en popa. Mientras tanto, se levanta una gran tempestad, que arroja agua dentro de la barca, tanto que hasta casi se llena (el lago de Galilea es un pequeño lago; pero, es famoso por las borrascas, que de improviso se desencadenan a causa de la particular configuración geográfica de las montañas del entorno). Muy preocupados, los apóstoles, despiertan a Jesús, gritándole:

«Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»

Habiéndose despertado, Jesús ordena al mar calmarse: «¡Silencio, cállate!» El viento cesó e hizo una gran bonanza. Después les dijo:

«¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»

Detengámonos aquí. Tenemos ya lo necesario para nuestra reflexión de hoy. ¿En qué ha consistido la falta de fe de los apóstoles? No tanto en el hecho de que han dudado del poder de Jesús, cuanto en que han dudado de su amor. Han puesto en duda que en verdad a Jesús le importase de ellos, de su vida y de su seguridad. «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos o que muramos?» Nosotros sabemos qué terrible reproche se dirige a una persona amada cuando se le dice: «¡No te importa nada de mí!» y qué pena profunda se le procura gritándole a la cara: «¡No me importa nada de ti!» Es crear como una distancia, excavar un abismo entre sí y el otro: el abismo de la indiferencia.

Un filósofo, Martín Heidegger, ha analizado ampliamente la idea del «preocuparse» o «tomarse cuidado» de alguien, viendo en ello el ideal más noble y desinteresado al que el hombre pueda aspirar. Es verdad. La estatura moral de una persona se mide por la capacidad que tiene de hacerse cargo de las personas y de las situaciones especialmente en los momentos difíciles. Nosotros mismos permanecemos admirados, cuando vemos a alguien hacerse cargo de un subalterno suyo, defenderlo públicamente, arriesgar algo por él. Reconocemos todo esto como una verdadera grandeza moral. Especialmente, si quien actúa así consigue olvidar asimismo sus personales dificultades para pensar en los demás. Por este camino, se alcanza lo que llamamos heroísmo.

Con aquella su petición, los apóstoles han puesto en duda precisamente esta capacidad o voluntad de Cristo de preocuparse o tomarse cuidado de las personas a él confiadas, su altruismo, su prontitud para los demás. Precisamente, aquello que se observaba en su vida como el grado máximo y que constituye uno de los rasgos más bellos de su personalidad. Una vez, Jesús se comparaba con el buen pastor, que se enfrenta al lobo para defender a su rebaño (cfr. Juan 10, 11 ss.). En el momento en que vinieron para arrestarlo en el Huerto de los olivos, su única preocupación fue por sus discípulos: «Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos» (Juan 18, 8).

Ahora, intentemos acoger el mensaje contenido hoy para nosotros en la página del Evangelio. Desde este punto de vista, la travesía del mar de Galilea revela la travesía de la vida. El mar es mi familia, mi comunidad, mi mismo corazón. Son pequeños mares; pero, lo sabemos, en los que se pueden desencadenar grandes e imprevistas tempestades. ¿Quién no ha conocido alguna de estas tempestades, cuando todo se nos oscurece y la barquilla de nuestra vida comienza a hacer agua por todas partes, mientras que nos parece como que Dios está ausente o dormido? Una respuesta alarmante del médico y henos aquí ya en plena tempestad. Un hijo, que toma un mal camino y hace hablar de sí, y he aquí a los padres en plena tempestad. Un cambio financiero, la pérdida del trabajo, del amor del novio o del cónyuge, y henos aquí en plena tempestad. ¿Qué hacer? ¿A quién agarrarse y de qué parte echar el áncora? Jesús no nos da una receta mágica sobre cómo deshacer todas las tempestades en la vida. No nos ha prometido evitamos todas las dificultades; nos ha prometido, por el contrario, si se la pedimos, la fuerza para superarlas.

San Pablo nos habla de un problema serio, que ha debido afrontar en su vida, porque dice que «me fue dado un aguijón a mi carne» (2 Corintios 12, 7). «Tres veces, esto es, infinitas veces, continúa san Pablo, rogué al Señor que se alejase de mí» (2 Corintios 12, 8) y, finalmente, me ha respondido. ¿Qué le ha respondido? Leámoslo juntos:

«Mi gracia te basta, que mi fuerza se realiza en la flaqueza» (2 Corintios 12, 9).

Desde aquel día, nos dice, comenzó sin más a vanagloriarse de sus enfermedades, persecuciones y angustias, tanto que pudo decir: «Con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso, me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Corintios 12, 9-10).

En I Promessi Sposi de Manzoni tenemos un caso típico de una tempestad, que se abate de improviso un día en la vida. No hay por qué maravillarse si citamos frecuentemente esta obra. I Promessi Sposi ha sido definido como el «Evangelio en acción». El autor no hace predicaciones, sino que todo el argumento está caracterizado en el espíritu y los valores del Evangelio: la atención a los humildes, a la pobre gente, la confianza en Dios, la justicia, la caridad, el perdón. El Evangelio ha inspirado a Manzoni y, por ello, precisamente ahora la lectura de Manzoni nos ayuda a explicar el Evangelio.

Renzo, en consecuencia, todo feliz, el día fijado para las nupcias se acerca a la oficina parroquial para tomar los últimos acuerdos, cuando oye decir que su matrimonio «no se puede hacer». Es una verdadera tempestad para los dos jóvenes y las respectivas familias. Comienza una serie interminable de peripecias: la peste, el arresto, la fuga para Renzo; el alejamiento del país natal, la prisión, los espantosos encuentros para Lucía. Pero, lo que me interesa señalaren este momento es el balance que los dos, una vez reencontrados, casados y con distintos niños en torno intentan diseñar de su historia. Renzo hace un repertorio, según él, de todo lo que ha aprendido en su odisea: a no meterse en revueltas, a no predicar en la plaza, a fijarse bien con quien habla, y ciento y tantas cosas más. Lucía, dice Manzoni, no es que encontrase falsa la doctrina, sino que parecía que le faltase algo. «Yo, dice al marido, no he ido a buscar las dificultades: son ellas las que han venido a buscarme a mí». «A menos, añade con una sonrisa, que mi despropósito haya sido quereros bien y prometerme a vos».

Al final, después de mucho discutir, llegan a la siguiente conclusión, que, según el autor, constituye el «jugo de toda la historia». Vale la pena leerla juntos; porque, en el momento oportuno, nos puede ser útil traerla a la memoria. «Las dificultades vienen, muy frecuentemente, porque se nos ha dado algún motivo; pero, la conducta más cauta y más inocente no basta para tenerlas lejanas y, cuando aparecen o con culpa o sin culpa, la confianza en Dios las suaviza y las hace útiles para una vida mejor».

La confianza en Dios: es esto precisamente el mensaje del Evangelio. Aquel día lo que salvó a los discípulos del naufragio fue el hecho de que a Jesús, antes de iniciar la travesía, «se lo llevaron en barca consigo». Y ésta es, también, para nosotros la mejor garantía contra las tempestades de la vida. Tener con nosotros a Jesús. El medio para tener a Jesús dentro de la barca de la propia vida y de la propia familia es la fe, la oración y la observancia de los mandamientos.

Cuando se desencadena una tempestad en el mar los marineros, al menos en el pasado, solían arrojar aceite sobre las olas para aplacarlas. Nosotros también arrojemos el aceite de la confianza en Dios sobre las olas del miedo y de la angustia. San Pedro exhortaba a los primeros cristianos a tener confianza en Dios en las persecuciones diciendo:

«Confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros» (1 Pedro 5, 7).

Dios «cuida», a él le «importa» de nosotros y ¡cómo! Quiero terminar con una anécdota, que me gusta mucho. Un hombre tuvo un sueño. Veía como dos pares de huellas, que se gravaban sobre la arena del desierto, y entendía que un par de ellas eran las huellas de sus pies y el otro el de los pies de Jesús, que caminaba junto a él. Llegado a un cierto punto, el segundo par de huellas desaparece y juzga que esto precisamente tiene lugar en correspondencia a un momento difícil de su vida. Entonces, se lamenta de Cristo, que le ha dejado solo en el momento de la prueba: «¿Cómo estabas tú conmigo, si sobre la arena no había más que las huellas de mis dos pies?» «¡Eran las mías, responde Jesús; en aquellos momentos te he tomado sobre mis espaldas!»

Recordémoslo cuando seamos tentados también nosotros de lamentarnos contra el Señor porque nos deja solos.

_________________________

PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Confiar en el Señor

Jesucristo el Señor ha dicho “no tengan miedo, yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Él es el Hijo de Dios, que ha sido enviado al mundo para que todo el que crea en Él se salve.

El que cree en Él nada teme, porque sabe que Él es Todopoderoso.

El que lo conoce sabe que es por Él muy amado, porque por él su vida ha dado, y sabe que si permanece junto a Él está salvado, porque el mal no tiene ningún poder sobre Él.

El que tiene fe en Jesucristo no se acobarda ante los vientos fuertes y el mar embravecido, sino que se mantiene firme dentro de la barca, porque sabe que es donde está seguro y, aunque pareciera que el Señor está dormido, nada le pasará, porque Él está presente.

El que tiene fe cree en Cristo, en que tiene autoridad sobre todas las naciones, para crear y destruir, para atar y desatar, para edificar y plantar, y hasta el viento y el mar lo obedecen.

El que tiene fe y cree en Jesucristo acepta su voluntad y, sostenido por esa fe, sabe con paciencia esperar a que enmudezca el viento y se calme el mar, con la esperanza de que vendrán tiempos mejores y, en medio de la prueba, no pierde la paz.

Confía tú en el Señor y en su divina misericordia, protegido en el abrazo maternal de la Santa Iglesia, en donde está presente Cristo, que vive y reina por los siglos de los siglos.

Y si un día sintieras miedo, y te sintieras vulnerable en medio de la tormenta en el ancho mar, contempla la cruz, mira a Jesús, Él ha muerto para salvarte, ha resucitado para darte vida.

Él ha vencido al mundo. Permanece en su amor, Él es un amigo fiel. Reza, espera y no te preocupes, porque ¿qué puede temer el protegido del Rey?

_________________________

FLUVIUM (www.fluvium.org)

Dios es siempre la referencia

Aquel día y el acontecimiento que nos ofrece hoy la Iglesia por san Marcos, debió quedar singularmente grabado –por lo espectacular y porque afectó al conjunto de los Apóstoles– en la mente y en el corazón de aquellos primeros seguidores de Cristo. De hecho, pudieron morir, de no ser por la intervención milagrosa del Señor. Sin embargo ya se les nota acostumbrados –acuden prontamente a él en busca de remedio– a la acción prodigiosa de Jesús.

Aunque no alcancen todavía a entender la realidad profunda de Cristo –sería preciso para ello la acción singularmente santificadora del Paráclito, tras la Resurrección y Ascensión a los cielos del Señor–, ya tienen bastante experiencia de su poder extraordinario. Hasta se atreven a echarle en cara que no hubiese intervenido antes ante el peligro de naufragio. En efecto, ordena al viento y al mar y obedecen y vuelve la seguridad a la nave. Pero no se libran del reproche del Maestro, porque habían demostrado temor estando con Él.

Es posible que nos sintamos nosotros retratados en esa conducta contradictoria de los Apóstoles: confianza en Jesús y desconfianza, temor a lo agresivo de la vida, habiendo puesto en Dios –seguros– toda la confianza. También nosotros, en ocasiones, desconfiamos como los Apóstoles, a pesar de que en teoría parecen convencidos de la absoluta grandeza y omnipotencia del Señor: lo tenían claro, por la experiencia repetidamente demostrada de su poder y su bondad. Y hasta tal punto, que habían respondido a su llamada a compartir con él su vida. Pero el peligro de aquel día era demasiado notorio, el agua inundaba la embarcación y comenzaron a temer por sus vidas. Aquel convencimiento, por el que dejaron todo para seguirle, parecía haber desaparecido de pronto. Se diría que, a pesar de todo, aún no era la suya una fe que conformarse radicalmente sus vidas.

Y en nuestro caso, ¿cómo es la fe? Creemos, sí; estamos persuadidos de que no hay nada como la paz, la alegría y la seguridad de ser fieles a Dios. Le amamos sobre todas las cosas, aseguramos con sincero convencimiento; pero él cada día nos demuestra, con demasiada frecuencia, que necesitamos ver claro; sentir que podemos desenvolvernos en cada jornada con los medios a nuestro alcance; tener la confirmada experiencia de que aquello es posible. Si no, desistimos, no acometemos ese objetivo –la evangelización en un ambiente hostil– por Dios, por miedo al fracaso. Como aquellos Apóstoles, querríamos no estar embarcados entre olas impetuosas y agresivas. Porque hemos olvidado Quién está también en nuestra misma barca; con los mismos intereses que nosotros porque hemos asumido los suyos.

Maestro, ¿no te importa que perezcamos?, exclamaron los discípulos de Jesús. Que conocedores de nuestra incoherencia y de nuestra debilidad, no nos falte al menos la sencillez para invocar así a Nuestro Señor. Sin salir de la barca, sin abandonar la travesía, que sería mucho más sencillo para “terminar” con el problema y mucho más cómodo, pero también sería abandonar la tarea para la que el Señor nos llamó.

Así es la navegación en el mar mundo para los cristianos. Los océanos de la vida –de la vida de fe, del camino de la santidad– son tempestuosos. No es lo nuestro, claro está, quedarnos en la orilla, chapoteando en una especie de juego entretenido, divertido e irresponsable, habiendo tanto por hacer mar adentro. Habiendo tantos y tantas que no conocen a Jesucristo o viven como si no lo conocieran, mientras se pierden lo único verdaderamente relevante de la existencia humana. El Evangelio es la “gran noticia” de Dios al mundo, con la que nuestro Creador nos hizo saber sus designios de amor: que somos sus hijos, que lo nuestro es vivir para la eternidad en la intimidad incomparable de su amor.

Pero, antes que nada: ¿notamos el ímpetu del mar de nuestro mundo?; ¿apreciamos cansancio, tedio, la oposición de algunos, que nos falta el tiempo, o la salud, o los conocimientos, o de todo un poco...?; ¿tal vez sentimos que, a pesar de todos esos inconvenientes, sólo podemos ser leales a la llamada divina poniendo lo mejor de nosotros, confiados en Dios? Porque el Señor, que nos da su Gracia, no nos pide imposibles a nadie. Pero notar la oposición del ambiente, como aquellos Apóstoles notaron la bravura del mar, es buena señal; que sólo mar adentro está la tarea del cristiano. Por el contrario, una vida sin “problemas” no es posible que vaya de acuerdo con el ideal de Jesucristo que decimos haber asumido.

Queramos escuchar, cuantas veces sea preciso y humildemente, ese reproche de Nuestro Señor: ¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe? Para que, rectificando como aquellos Apóstoles, nos sintamos tranquilos, aunque cansados –porque somos pobres hombres–, al notar la fortaleza y la seguridad de Dios mismo con nosotros.

La humildad y la fe de María la hicieron poderosa para vivir en la voluntad de su Señor. Que nosotros, con su auxilio, tengamos su mismo ideal.

_____________________

PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Jerusalén alaba a su Dios

La liturgia aprovecha hoy el episodio de la tempestad calmada, leído en el Evangelio, para organizar una reflexión acerca del dominio de Dios sobre todo lo creado, dominio que se manifestó a través de su soberanía sobre el mar. De ahí la elección de la primera lectura; al evocar el momento de la creación del mar, Job canta el imperio de Dios sobre las aguas. El Salmo responsorial también parece aludir a un episodio de tempestad calmada.

Sin embargo, la comunidad cristiana primitiva que leía el relato de Marcos, no se detenía en esta lección, por decirlo así, de teología natural; ella leía allí un gran anuncio cristológico. Todo el anuncio aparece en la interrogación final: ¿Quién es éste, que basta el viento y el mar le obedecen? La respuesta debía aflorar espontáneamente a los labios de todos: ¡nadie sino Dios en persona! Es entonces una invitación a la fe en Cristo como Hijo de Dios, que Marcos dirige a la comunidad. Antes que él, es el mismo Jesús quien hace a los presentes esa invitación, explicando el sentido de su milagro con una referencia explícita a la fe: ¿Cómo no tienen fe?

Al celebrar la Eucaristía, los miembros de la comunidad son llamados, con simplicidad y potencia, a profundizar quién es el que se hace presente entre ellos. (En el arte paleocristiano, la Eucaristía a menudo es representada con el símbolo de un pequeño cesto con panes que flota sobre las olas, encima de una barca).

Son llamados sobre todo a la confianza. Qué saludables y alentadoras debían resultar para los primeros cristianos, que ya habían conocido la persecución, aquellas palabras dirigidas por Jesús al mar tempestuoso: ¡Silencio! ¡Cállate!, como también aquel sobrevino una gran calma. Cuando el Señor lo quisiera, en el punto culminante del peligro y de la angustia, ante un gesto suyo la persecución terminaría. Pero aunque no terminara, los discípulos no dejarían de tener confianza en él, porque ni siquiera la muerte detenía su poder: ¡él había vencido al mar, pero, al resucitar, había vencido también a la muerte!

Este mensaje de confianza no ha perdido nada de su fuerza consoladora y resuena también en la Iglesia de hoy como una invitación a la esperanza. La Iglesia está golpeada por el viento de la contradicción y de la prueba; las olas del mar van más allá de las orillas y entran en la barca (hay discusiones y disputas incluso dentro de la Iglesia), haciendo estremecer a más de uno ante la idea del naufragio inminente. Pero el Maestro también nos dice a nosotros: ¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe? Él está dentro de la misma barca; lleva a la barca de la Iglesia así y es llevado por ella. Y él no puede perecer.

Cuando escucho a hombres considerados cultos dar por descontado el fin próximo de la Iglesia y la desaparición de la fe, a menudo tengo deseos de sonreír: hace milenios que esta profecía es repetida y puesta al día en forma sistemática. El mérito no es nuestro −de los hombres que formamos la Iglesia−; con lo poco hábiles que somos, habríamos hecho dar vuelta la barca. Éste es precisamente el signo de que hay algún otro al timón.

Sin embargo, tal vez no es a “los de afuera” a quienes se dirige de manera especial el reproche de Jesús “¡Hombres de poca fe!”, sino a quienes están en la barca, a nosotros creyentes y hasta a algunos pastores que se muestran perennemente pesimistas y temerosos acerca del porvenir de la Iglesia, como si la Iglesia fuera un barquito de papel que puede hundirse ante cualquier soplo de viento, o como si fuera una enferma siempre afiebrada o convaleciente. Una Iglesia que mira más las olas que la rodean que al Señor frente a ella.

Más a menudo que en la Iglesia, la tempestad está en nuestro corazón. (El de Tiberíades era un mar pequeño, apenas un lago, sin embargo, ¡allí se desató una gran tempestad!). Tentaciones, desaliento, rebelión: todo parece caernos encima. ¡Sálvame, Dios mío, porque el agua me llega a la garganta!, nos dan ganas de gritar con el salmista (Sal. 69, 2). Es el momento de despertar aquella fe que hoy la liturgia nos ha inculcado; el momento de despertar a Jesús que duerme en nuestra misma barca, y de gritarle “Señor, ¿no te importa que yo esté por hundirme?” Es el momento de encontrar el diálogo con él en la plegaria, de buscarlo a toda costa. Él espera hoy también ese grito para levantarse y dar a su Iglesia y a nosotros esa gran bonanza que no significa necesariamente el fin de todas las dificultades y de todas las contrariedades, sino más bien la paz y la certeza aun en medio de las contrariedades.

Junto a esta intención cristológica y eucarística, hay otra en la liturgia de hoy que no debemos pasar por alto: la doxológica, de la alabanza: Alaba, Jerusalén, a tu Dios (Aclamación al Evangelio); Den gracias al Señor por su misericordia y por sus maravillas en favor de los hombres (Salmo responsorial). Nos acercamos al verano, el mar está a punto de alcanzar un lugar importante en los pensamientos y en la vida de muchos. No podemos “envilecer” a tal punto a esta criatura de Dios como para estar echados durante horas enfrente, sin captar su anhelo silencioso de participar en la glorificación de Dios (cfr. Rom. 8, 11), es decir, sin elevar un pensamiento de alabanza a Dios, además de aquel del reposo o de las vacaciones.

El mar, con su inmensidad y su calma (o sus tempestades) es, para la Biblia, la criatura que mejor permite medir la ilimitada grandeza y fuerza de Dios: Los que viajaron en barco por el mar… contemplaron las obras del Señor, sus maravillas en el océano profundo (Salmo responsorial). Si tenemos la suerte de pasar un momento de calma, solos, frente a un mar azul y sereno, demos lugar a una oración de alabanza. Pero no sólo frente al mar, también frente a una cima imponente, a un lago, a un arroyo, a una flor, a un pájaro. Están allí por una razón: para que el hombre alabe a través de ellos a su Dios, como sabía hacerlo san Francisco de Asís.

Sin embargo, para esto no debemos esperar estar en el mar o de vacaciones. Debemos hacer surgir, ya de esta asamblea, la alabanza al Señor; debemos decir con un ímpetu nueva el “Gloria”, el “Gloria a ti, señor Jesús” al terminar el Evangelio, el prefacio, el “Santo”, la doxología final del canon, el Padre nuestro (“¡santificado sea tu nombre!”). “El mar es bello y sugiere elogios a Dios −decía san Basilio Magno−; pero cuánto más bella es esa asamblea de los creyentes en la cual el rumor mezclado de las voces es parecido al de la ola que llega a la playa: una sola voz de hombres, de mujeres, de niños, se eleva en medio de las plegarias que elevamos a Dios. Una calma profunda mantiene esta voz en la paz” (san Basilio, Hexaem. IV, 7).

La Mesa también es un sacrificium laudis, un sacrificio de alabanza. Con demasiada facilidad descuidamos esta dimensión de la Eucaristía para concentrarnos solamente en la dimensión de la enseñanza (liturgia de la palabra) y de la comunión. De esa manera, empobrecemos la celebración dominical que debería ser también y sobre todo celebración de la gloria del Señor, lugar de la doxología, fiesta de los hijos de Dios, evocación de las maravillas del Señor. Éste es el día que el Señor hizo, ¡y que hizo para su gloria! No lo arruinemos llenándolo con tantas cosas (deporte, fanatismo por un equipo, trabajo, televisión, visitas, charlas), sino con lo único verdaderamente “pertinente”, que es la acción de gracias y la acción de alabanza. Feliz el pueblo que sabe aclamarte, dice un salmo (89, 16); nosotros debemos ser el pueblo que sabe aclamar, que sabe proclamar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas (1 Ped 2, 9). Cada generación celebra tus acciones y les anuncia a las otras tus portentos, dice otro salmo (154, 4) Y el domingo está justamente para esto, para que una generación −la de los padres−, en el ambiente ideal de la familia, transmita a la generación siguiente −la de los hijos− el patrimonio de la fe y de la oración: De padres a hijos, se da a conocer tu fidelidad (Is. 38, 19).

Alaba, Jerusalén a tu Dios: solos, no sabemos alabar; nuestra alabanza de Dios está toda contaminada porque no logramos liberarnos de la idea y de la experiencia humana de la alabanza, que siempre está más o menos comprometida por la vanidad o por la adulación. La nuestra es una alabanza que no se eleva y que no entra en los cielos. ¡Pero tenemos a Jesús! Él es nuestro altoparlante viviente ante el Padre. Si yo, que les estoy hablando, me aparto un momento del micrófono, mi voz se pierde a pocos metros de mí; pero si hablo “dentro” del micrófono, mi voz llena la iglesia. Si decimos nuestra alabanza a Dios “por Cristo, con Cristo y en Cristo”, ¡llega hasta Dios Padre Omnipotente, entra en la Trinidad transportada por aquel “soplo” potente que es el Espíritu Santo!

Ahora, con la alabanza en el corazón, recibamos a aquel que se levantó un día para mandar al viento y al mar, y a quien el viento y el mar obedecieron.

_________________________

BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Tanto en la vida de la Iglesia como en la nuestra se desencadena en ocasiones una tormenta que amenaza con hundirla como a la barca de Pedro en el lago. Cuando, como a Job, nos visita el dolor, la desgracia; cuando la muerte nos arrebata a un ser querido; cuando sentimos la mordedura de la injusticia, la traición de colaboradores y amigos; cuando la Iglesia y su misión redentora del mundo es azotada por el mar enfurecido de las críticas y las burlas y parece que Dios duerme ajeno al peligro, brota esta queja: “¿Señor, no te importa que nos hundamos?”

Hay toda una literatura que resume las voces de quienes, si no rechazan a Dios, sí a ese mundo creado por Él y atravesado por tantos sufrimientos. El uso equivocado del don divino de la libertad humana, que es la causa de tantos dramas, se convierte en argumento para inculparle. Es inútil dirigirse a Dios –dicen− porque Dios calla o duerme y no se entera de lo que ocurre aquí en la Tierra; peor aún: o no quiere o no puede hacer nada contra el mal. El ateísmo o la falta de criterio cristiano se encrespan de modo blasfemo e histérico diciendo: exista o no Dios, más le valiera no existir así no tendría que avergonzarse de su incapacidad o imposibilidad ante nuestros problemas.

En el Evangelio de hoy, Jesús nos pide que no tengamos miedo y no perdamos la fe y la esperanza. “Al finalizar este segundo milenio, afirma Juan Pablo II, tenemos quizá más que nunca necesidad de estas palabras de Cristo resucitado: ‘¡No tengáis miedo!’... Tienen necesidad de esas palabras los pueblos y las naciones del mundo entero. Es necesario que en su conciencia resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa; Alguien que tiene las llaves de la muerte y de los infiernos (cf Ap 1, 18); Alguien que es el Alfa y el Omega de la historia del hombre (cf Ap 22, 13), sea la individual como la colectiva. Y ese Alguien es Amor... ‘¡No tengáis miedo!’.

Jesús dormido en la barca de Pedro es un signo de la Pasión de Cristo en la que la Iglesia y quienes pertenecemos a ella debemos participar en alguna medida porque el discípulo no es mayor que su maestro (cf Jn 15, 20). Pero su despertar calmando con una sencilla orden la galerna que ponía en peligro de muerte a los suyos verifica el señorío de su Resurrección. El paso de la tempestad a la calma, es como una pascua singular, el paso de la tribulación al gozo de su Iglesia que navega entre las tormentas de esta vida.

¡Firmes en la fe! Dios nos quiere serenos y esperanzados en las dificultades, en el dolor, en el trabajo, en las decisiones que debemos tomar cada día, en el esfuerzo por ser mejores, en la vida y en la muerte, persuadidos de que Él está en la barca de la Iglesia con nosotros. Entonces, si le llamamos como los discípulos, al miedo o la inquietud ante el peligro sucederá un religioso asombro: ¿quién es este que domina las fuerzas desencadenadas del mal?

***

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“No tememos aunque tiemble la tierra y los montes se desplomen en el mar”

Jb 38, 1.8-11: “Aquí se romperá la arrogancia de tus olas”

Sal 106, 23-24.25-26.28-29.30-31: “Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia”

2 Co 5, 14-17: “Lo antiguo ha parado, lo nuevo ha comenzado”

Mc 4, 35-40: “¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”

En el libro de Job, se van desmontando uno a uno los argumentos con los que los amigos de Job le habían atormentado. Los considera como personas que no saben lo que dicen, ya que han pretendido entrar en un círculo que es exclusivo de Dios.

La mención de la barca en medio de la tempestad es una clara alusión a la Iglesia y los avatares que habría de sufrir en la historia. Pero, sobre todo, había que subrayar la permanente presencia de Jesús en su favor.

San Mateo emplea el mismo término usado entre los profetas como turbación o desasosiego en el seno de Israel para describir la tempestad. Puede aplicarse a la Iglesia mediante el símil de la barca sacudida por las olas.

De vez en cuando llegan a nuestros oídos expresiones pesimistas y casi apocalípticas, en relación con la Iglesia y hasta hay amenazas de desmoronamiento por los pecados de los que la formamos. Es verdad que somos pecadores, que damos una imagen distorsionada o deforme de la Iglesia. Pero el mantenimiento en pie de la Iglesia no depende sólo de nosotros. Probablemente habría que interpelar a los pronosticadores de calamidades con la pregunta de Jesús: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”

— El Reino, objeto de los ataques de los poderes del mal:

“El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado «con gran poder y gloria» (Lc 21, 27) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido, y «mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios» (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía, que se apresure el retorno de Cristo cuando suplican: «Ven, Señor Jesús»” (671).

— Los cristianos y la venida del Reino:

“Mediante un vivir según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, «Reino de justicia, de verdad y de paz» (MR, Prefacio de Jesucristo Rey). Sin embargo, no abandonan sus tareas terrenas; fieles al Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor” (2046; cf. 2610).

— “Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: «¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?» (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino!” (Tertuliano, or. 5) (2817).

Temer por la Iglesia es no fiarse de la fuerza del Espíritu que Jesús nos dio; temer por nosotros mismos es fiarse sólo de la gracia.

___________________________

HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Serenidad ante las dificultades

– La tempestad en el lago. Nunca nos dejará solos el Señor en medio de las dificultades.

I. En dos ocasiones, según leemos en el Evangelio, sorprendió la tempestad a los Apóstoles en el lago de Genesaret, mientras navegaban hacia la orilla opuesta cumpliendo un mandato del Señor. En el Evangelio de la Misa de este domingo, San Marcos narra que Jesús estaba con ellos en la barca, y aprovechó aquellos momentos para descansar, después de un día muy lleno de predicación. Se recostó en la popa, reposando la cabeza sobre un cabezal, probablemente un saquillo de cuero embutido de lana, sencillo y basto, que para descanso de los marineros llevaban estas barcas. ¡Cómo contemplarían los ángeles del Cielo a su Rey y Señor apoyado sobre la dura madera, restaurando sus fuerzas! ¡El que gobierna el Universo está rendido de fatiga!

Mientras tanto, sus discípulos, hombres de mar muchos de ellos, presienten la borrasca. Y la tempestad se precipitó muy pronto con un ímpetu formidable: las olas se echaban encima, de manera que se inundaba la barca. Hicieron frente al peligro, pero el mar se embravecía más y más, y el naufragio parecía inminente. Entonces, como definitivo recurso, acuden a Jesús. Le despertaron con un grito de angustia: ¡Maestro, que perecemos!

No fue suficiente la pericia de aquellos hombres habituados al mar, tuvo que intervenir el Señor. Y levantándose, increpó a los vientos y dijo al mar: ¡calla, enmudece! Y se calmó el viento, y se produjo una gran bonanza. La paz llegó también a los corazones de aquellos hombres asustados.

Algunas veces se levanta la tempestad a nuestro alrededor o dentro de nosotros. Y nuestra pobre barca parece que ya no aguanta más. En ocasiones puede darnos la impresión de que Dios guarda silencio; y las olas se nos echan encima: debilidades personales, dificultades profesionales o económicas que nos superan, enfermedades, problemas de los hijos o de los padres, calumnias, ambiente adverso, infamias...; pero si tienes presencia de Dios, por encima de la tempestad que ensordece, en tu mirada brillará siempre el sol; y, por debajo del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en tu alma la calma y la serenidad.

Nunca nos dejará solos el Señor; debemos acercarnos a Él, poner los medios que se precisen... y, en todo momento, decirle a Jesús, con la confianza de quien le ha tomado por Maestro, de quien quiere seguirle sin condición alguna: ¡Señor, no me dejes! Y pasaremos junto a Él las tribulaciones, que dejarán entonces de ser amargas, y no nos inquietarán las tempestades.

– Debemos contar con incomprensiones si somos de verdad apóstoles en medio del mundo. No es el discípulo más que el maestro.

II. Jesús se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: ¡Silencio, cállate! Este milagro fue impresionante y quedó para siempre en el alma de los Apóstoles; sirvió para confirmar su fe y para preparar su ánimo en vista de las batallas, más duras y difíciles, que les aguardaban. La visión de un mar en absoluta calma, sumiso a la voz de Cristo, después de aquellas grandes olas, quedó grabada en su corazón. Años más tarde, su recuerdo durante la oración tuvo que devolver muchas veces la serenidad a estos hombres cuando se enfrentaron a todas las pruebas que el Señor les iba anunciando.

En otra ocasión, camino de Jerusalén, les había dicho Jesús que se iba a cumplir lo que habían vaticinado los profetas acerca del Hijo del Hombre; porque será entregado en manos de los gentiles, y escarnecido, y azotado, y escupido; y después que le hubieren azotado le darán muerte y al tercer día resucitará. Y a la vez les advierte que también ellos conocerán momentos duros de persecución y de calumnia, porque no es el discípulo más que el maestro, ni el siervo más que su amo. Si al amo de la casa le han llamado Beelzebul, cuánto más a los de su casa. Jesús quiere persuadir a aquellos primeros y también a nosotros de que entre Él y su doctrina y el mundo como reino del pecado no hay posibilidad de entendimiento; les recuerda que no deben extrañarse de ser tratados así: si el mundo os aborrece, sabed que antes que a vosotros me aborreció a mí. Y por eso, explica San Gregorio: “la hostilidad de los perversos suena como alabanza para nuestra vida, porque demuestra que tenemos al menos algo de rectitud en cuanto que resultamos molestos a los que no aman a Dios: nadie puede resultar grato a Dios y a los enemigos de Dios al mismo tiempo”. Por consiguiente, si somos fieles habrá vientos y oleaje y tempestad, pero Jesús podrá volver a decir al lago embravecido: ¡Silencio, cállate!

En los comienzos de la Iglesia, los Apóstoles experimentaron pronto, junto a frutos muy abundantes, las amenazas, las injurias, la persecución. Pero no les importó el ambiente, a favor o en contra, sino que Cristo fuera conocido por todos, que los frutos de la Redención llegaran hasta el último rincón de la tierra. La predicación de la doctrina del Señor, que humanamente hablando era escándalo para unos y locura para otros, fue capaz de penetrar en todos los ambientes, transformando las almas y las costumbres.

Han cambiado muchas de aquellas circunstancias con las que se enfrentaron los Apóstoles, pero otras siguen siendo las mismas, y aun peores: el materialismo, el afán desmedido de comodidad y de bienestar, de sensualidad, la ignorancia, vuelven a ser viento furioso y fuerte marejada en muchos ambientes. A esto se ha de unir el ceder −por parte de muchos− a la tentación de adaptar la doctrina de Cristo a los tiempos, con graves deformaciones de la esencia del Evangelio.

Si queremos ser apóstoles en medio del mundo debemos contar con que algunos −a veces el marido, o la mujer, o los padres, o un amigo de siempre− no nos entiendan, y habremos de cobrar firmeza de ánimo, porque no es una actitud cómoda ir contra corriente. Habremos de trabajar con decisión, con serenidad, sin importarnos nada la reacción de quienes −en no pocos aspectos− se han identificado de tal manera con las costumbres del nuevo paganismo que están como incapacitados para entender un sentido trascendente y sobrenatural de la vida.

Con la serenidad y la fortaleza que nacen del trato íntimo con el Señor seremos roca firme para muchos. En ningún momento podemos olvidar que, particularmente en nuestros días, el Señor necesita almas recias y audaces, que no pacten con la mediocridad y penetren con paso seguro en todos los ambientes: en las asociaciones de padres de alumnos, en los colegios profesionales, en los claustros universitarios, en los sindicatos, en la conversación informal de una reunión... Como ejemplo concreto, es de especial importancia la influencia de las familias en la vida social y pública. “Ellas mismas deben ser “las primeras en procurar que las leyes no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y deberes de la familia” (cfr. Familiaris consortio, 44), promoviendo así una verdadera “política familiar” (ibídem). En este campo es muy importante favorecer la difusión de la doctrina de la Iglesia sobre la familia de manera renovada y completa, despertar la conciencia y la responsabilidad social y política de las familias cristianas, promover asociaciones o fortalecer las existentes para el bien de la familia misma”. No podemos permanecer inactivos mientras los enemigos de Dios quieren borrar toda huella que señale el destino eterno del hombre.

– Actitud ante las dificultades.

III.Las tres concupiscencias (cfr. 1 Jn 2, 16) son como tres fuerzas gigantescas que han desencadenado un vértigo imponente de lujuria, de engreimiento orgulloso de la criatura en sus propias fuerzas, y de afán de riquezas (San Josemaría Escrivá, Carta 14-III-974, n. 10). (...) Y vemos, sin pesimismo ni apocamientos, que (...) estas fuerzas han alcanzado un desarrollo sin precedentes y una agresividad monstruosa, hasta el punto de que “toda una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales” (ibídem)”. Ante esta situación no es lícito quedarse inmóviles. Nos apremia el amor de Cristo..., nos dice San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. La caridad, la extrema necesidad de tantas criaturas, es lo que no surge a una incansable labor apostólica en todos los ambientes, cada uno en el suyo, aunque encontremos incomprensiones y malentendidos de personas que no quieren o no pueden entender.

“Caminad (...) in nomine Domini, con alegría y seguridad en el nombre del Señor. ¡Sin pesimismos! Si surgen dificultades, más abundante llega la gracia de Dios; si aparecen más dificultades, del Cielo baja más gracia de Dios; si hay muchas dificultades, hay mucha gracia de Dios. La ayuda divina es proporcionada a los obstáculos que el mundo y el demonio pongan a la labor apostólica. Por eso, incluso me atrevería a afirmar que conviene que haya dificultades, porque de este modo tendremos más ayuda de Dios: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20)”.

Aprovecharemos la ocasión para purificar la intención, para estar más pendientes del Maestro, para fortalecernos en la fe. Nuestra actitud ha de ser la de perdonar siempre y permanecer serenos, pues está el Señor con cada uno de nosotros. “Cristiano, en tu nave duerme Cristo −nos recuerda San Agustín−, despiértale, que Él increpará a la tempestad y se hará la calma”. Todo es para nuestro provecho y para el bien de las almas. Por eso, basta estar en su compañía para sentirnos seguros. La inquietud, el temor y la cobardía nacen cuando se debilita nuestra oración. Él sabe bien todo lo que nos pasa. Y si es necesario, increpará a los vientos y al mar, y se hará una gran bonanza, nos inundará con su paz. Y también nosotros quedaremos maravillados, como los Apóstoles.

La Santísima Virgen no nos abandona en ningún momento: “Si se levantan los vientos de las tentaciones −decía San Bernardo− mira a la estrella, llama a María (...). No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en ella piensas. Si ella te tiende su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si ella te ampara”.

____________________________

Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Maestro, ¿no te importa que perezcamos?

Hoy −en estos tiempos de «fuerte borrasca»− nos vemos interpelados por el Evangelio. La humanidad ha vivido dramas que, como olas violentas, han irrumpido sobre hombres y pueblos enteros, particularmente durante el siglo XX y los albores del XXI. Y, a veces, nos sale del alma preguntarle: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4, 38); si Tú verdaderamente existes, si Tú eres Padre, ¿por qué ocurren estos episodios?

Ante el recuerdo de los horrores de los campos de concentración de la II Guerra Mundial, el Papa Benedicto se pregunta: «¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿Por qué permaneció callado? ¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción?». Una pregunta que Israel, ya en el Antiguo Testamento, se hacía: «¿Por qué duermes? (…). ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia?» (Sal 44, 24-25).

Dios no responderá a estas preguntas: a Él le podemos pedir todo menos el porqué de las cosas; no tenemos derecho a pedirle cuentas. En realidad, Dios está y está hablando; somos nosotros quienes no estamos [en su presencia] y, por tanto, no oímos su voz. «Nosotros −dice Benedicto XVI− no podemos escrutar el secreto de Dios. Sólo vemos fragmentos y nos equivocamos si queremos hacernos jueces de Dios y de la historia. En ese caso, no defenderíamos al hombre, sino que contribuiríamos sólo a su destrucción». 

En efecto, el problema no es que Dios no exista o que no esté, sino que los hombres vivamos como si Dios no existiera. He aquí la respuesta de Dios: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» (Mc 4, 40). Eso dijo Jesús a los apóstoles, y lo mismo le dijo a santa Faustina Kowalska: «Hija mía, no tengas miedo de nada, Yo siempre estoy contigo, aunque te parezca que no esté». 

No le preguntemos, más bien recemos y respetemos su voluntad y…, entonces habrá menos dramas… y, asombrados, exclamaremos: «¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mc 4, 41). −Jesús, en ti confío!

___________________________

EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Cristo es seguridad

«¿Por qué tienen miedo? ¿Por qué aún no tienen fe?»

Eso pregunta Jesús mientras disipa las tormentas de tu corazón, sacerdote, mientras abre tus oídos para que escuches su voz, mientras enmudece el mar y se calma el viento, mientras cesa la tempestad que calla tu lamento.

Sacerdote ¿por qué tienes miedo?

¿Acaso no conoces a tu Señor?

¿Acaso no sabes que Él está contigo todos los días de tu vida?

¿Acaso no eres testigo de su misericordia?

¿Acaso no das testimonio de su bondad?

¿Acaso, sacerdote, no vives en la verdad?

Sacerdote: Cristo es tu seguridad, y si tú vives en Él, como Él vive en ti, ¿a quién temerás?, ¿quién podría hacerte daño?

Él es la luz aun en medio de la oscuridad.

Él es la calma en medio de la tormenta.

Él es claridad en las tinieblas.

Él es la paz en medio de la guerra.

Él es el valor en medio de tu cobardía.

Él es la fe en medio de tus dudas.

Él es la presencia divina, perfecta compañía en medio de tu soledad.

Él es la fidelidad y la amistad, que permanece cuando tu infidelidad lo abandona.

Él es la palabra, el aliento, la esperanza, en medio de tu angustia, de tu desesperanza y de tu lamento.

Él es el camino.

Sacerdote: ¿por qué te sientes perdido?

¿Acaso no confías en tu Señor?

¿Acaso no te ha dado motivos para poner en Él tu confianza?

¿Acaso Él te ha abandonado alguna vez?

¿Acaso no te ha protegido?

¿Acaso se ha ido?

Sacerdote: si tienes duda, si te falta fe, si tienes miedo, si te falta creer, es que entonces no conoces la verdad de tu Señor.

Él es el Hijo único de Dios. El que cree en Él vive para siempre.

Esa, sacerdote, es la verdad.

¿Quién temería, quién dudaría, quién se acobardaría, quién se asustaría, si creyera firmemente esta verdad?

Viviría en la alegría, cambiaría su duda en confianza, su temor en esperanza y su tormenta en paz.

Obedece, sacerdote, obedece, porque la obediencia mantiene tranquila tu conciencia.

Y si un día la duda te asalta, el miedo te domina, la angustia te perturba, recurre a la paz de tu conciencia y pide fortaleza, perseverancia y fe, manteniendo la esperanza de que el Espíritu Santo se derrama sobre aquellos que le obedecen.

Pide fe, sacerdote, y conserva esa fe, alimentándola de buenas obras en la caridad, obrando con misericordia, amando a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.

Es así como obedeces, sacerdote, y es así como nunca te equivocas. Porque la fe te conduce al conocimiento de la verdad.

Confía sacerdote en esa verdad y reconoce en tu debilidad que Él es tu fortaleza, y pídele que te ayude.

No sientas vergüenza de tu impotencia. Humíllate ante Él, para que reconozcas su omnipotencia y nunca te gloríes si no es en la cruz de tu Señor.

Sacerdote: tú no eres digno, tú no mereces nada, tú no eres más que una criatura más del Señor, pero Él te ha elegido, has sido llamado, Él te ha escogido como su amigo, y su gracia te basta.

Sacerdote: tú eres ejemplo para el mundo. Ante la tempestad conserva la calma y vive en la alegría de tu Señor, en la fe, en la esperanza y en el amor. Entonces vivirás en la verdad y esa, sacerdote, será tu paz, para que la lleves a todos los rincones del mundo.

(Espada de Dos Filos III, n. 98)

(Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, - facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com)

_______________________