Domingo XIV del Tiempo Ordinario (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2018 y 2021 - Homilías en Santa Marta
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2012
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- P. Joaquim PETIT Llimona (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
LA DIFICULTAD DE ESCUCHAR
Ez 2, 2-5; 2 Cor 12, 7-10; Mc 6, 1-6
El relato de vocación del profeta Ezequiel se vincula estrechamente con el episodio del desencuentro de Jesús con los habitantes de Nazaret. El paralelismo notable que encontramos en el texto de Ezequiel no tiene desperdicio: te escuchen o no te escuchen, no les tengas miedo. Las dos hipérboles son muy expresivas –rodeado de espinas o sentado sobre alacranes– y describen la situación de permanente adversidad con la que se enfrentan los verdaderos profetas de Israel. El pasaje evangélico nos ilustra lo anterior al presentarnos a Jesús siendo cuestionado sobre el origen y la legitimidad de su autoridad para enseñar. Les parece un campesino iletrado, incapaz de manejar con acierto la palabra. No sabiendo cómo responder con argumentos a su enseñanza, pretenden deshonrarlo, propagando sus prejuicios contra sus modestos orígenes familiares.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 47, 10-11
Meditamos, Señor, los dones de tu amor, en medio de tu templo. Tu alabanza llega hasta los confines de la tierra como tu fama. Tu diestra está llena de justicia.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo reconstruiste el mundo derrumbado, concede a tus fieles una santa alegría, para que, a quienes rescataste de la esclavitud del pecado, nos hagas disfrutar del gozo que no tiene fin. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Esta raza rebelde sabrá que hay un profeta en medio de ellos
Del libro del profeta Ezequiel: 2, 2-5
En aquellos días, el espíritu entró en mí, hizo que me pusiera en pie y oí una voz que me decía:
“Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, a un pueblo rebelde, que se ha sublevado contra mí. Ellos y sus padres me han traicionado hasta el día de hoy. También sus hijos son testarudos y obstinados. A ellos te envió para que les comuniques mis palabras. Y ellos, te escuchen o no, porque son una raza rebelde, sabrán que hay un profeta en medio de ellos”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 122, 1-2a. 2bcd. 3-4
R/. Ten piedad de nosotros, ten piedad.
En ti, Señor, que habitasen lo alto, fijos los ojos tengo, como fijan sus ojos en las manos de su señor, los siervos. R/.
Así como la esclava en su señora tiene fijos los ojos, fijos en el Señor están los nuestros, hasta que Dios se apiade de nosotros. R/.
Ten piedad de nosotros, ten piedad, porque estamos, Señor, hartos de injurias; saturados estamos de desprecios, de insolencias y burlas. R/.
SEGUNDA LECTURA
Me glorío de mis debilidades, para que se manifieste en mí el poder de Cristo.
De la segunda carta del apóstol san Pablo a los corintios: 12, 7-10
Hermanos: Para que yo no me llene de soberbia por la sublimidad de las revelaciones que he tenido, llevo una espina clavada en mi carne, un enviado de Satanás, que me abofetea para humillarme. Tres veces le he pedido al Señor que me libre de esto, pero él me ha respondido: “Te basta mi gracia, porque mi poder se manifiesta en la debilidad”.
Así pues, de buena gana prefiero gloriarme de mis debilidades, para que se manifieste en mí el poder de Cristo. Por eso me alegro de las debilidades, los insultos, las necesidades, las persecuciones y las dificultades que sufro por Cristo, porque cuando soy más débil, soy más fuerte.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO cfr. Lc 4, 18
R/. Aleluya, aleluya.
El Espíritu del Señor está sobre mí; él me ha enviado para anunciar a los pobres la buena nueva. R/.
EVANGELIO
Todos honran a un profeta, menos los de su tierra
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 6, 1-6
En aquel tiempo, Jesús fue a su tierra en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba se preguntaba con asombro:
“¿Dónde aprendió este hombre tantas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? ¿Qué no es éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿No viven aquí, entre nosotros, sus hermanas?”. Y estaban desconcertados.
Pero Jesús les dijo: “Todos honran a un profeta, menos los de su tierra, sus parientes y los de su casa”. Y no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y estaba extrañado de la incredulidad de aquella gente. Luego se fue a enseñar en los pueblos vecinos.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
La oblación que te ofrecemos, Señor, nos purifique, y nos haga participar, de día en día, de la vida del reino glorioso. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 33,9
Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados, y yo los aliviaré, dice el Señor.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Señor, que nos has colmado con tantas gracias, concédenos alcanzar los dones de la salvación y que nunca dejemos de alabarte. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Dureza del corazón (Ez 2,2-5)
1ª lectura
«Un espíritu que me puso en pie» (v.2). En la visión de la gloria del Señor la palabra «espíritu» tiene tres significados. Como elemento material designa el viento huracanado (1,4; cfr 13,11). De aquí se deriva el segundo significado: el espíritu esfuerza interior y sobrehumana que dirige a los seres vivientes y querubines marcándoles cuándo y hacia dónde deben moverse (cfr 1,12.20.21). Pero, en el relato de la vocación, espíritu tiene un tercer sentido: es la fuerza vital, que recuerda el «aliento de vida» que Dios insufló al hombre en el momento de la creación (cfr Gn 2,7); este significado será más claro en la visión de los huesos revitalizados (cfr 37,5.6.8.10). Como fuerza vital, siempre que en Ezequiel el espíritu está relacionado con el profeta, es para «ponerlo en pie» (2,1), para «elevarlo» con el fin de que pueda escuchar mejor la palabra de Dios (3,12. 14.24) y ver lo que ocurre en el Templo de Jerusalén (cfr 8,3; 11,1; 43,5) o en Babilonia (cfr 11,24). Es, por tanto, la fuerza interior que le transforma en profeta y le facilita escuchar o ver lo que por la simple capacidad humana (por «hijo de hombre») no podría alcanzar.
Israel es un «pueblo de rebeldes» (v.3) o, como se dice poco después (cfr 2,8), «casa rebelde». El libro define al pueblo con esta expresión negativa (cfr 2,5.6.8; 3,9), que resume la historia pecaminosa de los antiguos y la actitud hostil de los contemporáneos. La rebeldía lleva consigo volverse contra Dios, el rechazo de sus mandamientos y la negación a escuchar sus palabras. Como consecuencia aparece la dureza de corazón (2,4), que hasta llega a reflejarse en la expresión adusta del rostro. Ezequiel insiste una y otra vez en la gravedad del pecado, precisamente por ser voluntario. El pueblo «no quiere escucharte a ti porque no quiere escucharme a Mí» (3,7). Precisamente porque el pecado requiere un acto libre de la voluntad, el profeta enseña con claridad extraordinaria la responsabilidad personal. Cada uno será castigado por sus propios pecados no por los de sus predecesores (cfr 18,1-32). Frente a la rebeldía del pueblo, Dios exige al profeta una especial docilidad: «No seas rebelde» (2,8). El Señor pide la escucha y la acogida gozosa de la palabra de Dios. La acción de comer el libro muestra de forma expresiva el alcance de la docilidad. Aunque el mensaje sea crudo, «lamentos, elegías y gemidos» (2,10), resultará «dulce como la miel» (3,3) en el paladar del profeta que lo acoge con docilidad.
«Esto dice el Señor Dios» (v.4). Esta expresión pone de relieve que el profeta no habla por cuenta propia. Suele llamarse «fórmula del mensajero», y es frecuente también en otros profetas, sobre todo en Isaías y Jeremías. Sin embargo, en Ezequiel, donde aparece casi ciento treinta veces, el nombre de Dios está reforzado —Señor Dios—, indicando la majestad infinita del Señor que habla imperiosamente. La obstinación en rechazar su palabra es en verdad un acto de rebeldía por parte del pueblo, y la docilidad del profeta, un acto de sumisión casi obligada. De hecho Ezequiel no opone resistencia a la voz del Señor ni presenta ninguna dificultad personal como lo hicieron Isaías y Jeremías. Al contrario, sabiendo que transmite un mensaje divino, que no es suyo, debe hacerlo con fortaleza y perseverancia, aunque sus oyentes no lo acepten, o lo rechacen (cfr 2,6-7; 3,11). «Los profetas de Dios —dice San Agustín— son aquellos que dicen lo que escuchan de Dios, y un profeta de Dios no es otro que aquel que expresa las palabras de Dios a los hombres que, por su parte, no pueden o no merecen entender a Dios» (Quaestiones in Heptateuchum 2,17).
«Sabrán que hay un profeta en medio de ellos» (v.5). Con frase solemne se subraya la condición de Ezequiel como profeta. En un momento en que no hay rey —puesto que está prisionero bajo Nabucodonosor—, ni Templo —pues está profanado y a punto de ser destruido—, ni instituciones sociales o religiosas, la figura del profeta cobra mayor relieve. Es el único representante de Dios en medio del pueblo; es quien tiene autoridad para exigir a sus conciudadanos atención a su mensaje.
Te basta mi gracia (2 Co 12,7b-10)
2ª lectura
«Me fue clavado un aguijón en la carne» (v. 7). San Juan Crisóstomo ve en esta expresión las tribulaciones y continuas persecuciones padecidas por el Apóstol. San Agustín, por su parte, piensa que se trata de una enfermedad física, crónica y molesta. Sólo a partir de San Gregorio Magno comenzó a hablarse de tentaciones de concupiscencia. En todo caso, este gesto de sencillez por parte del Apóstol y la consiguiente respuesta divina «te basta mi gracia» (v. 10) son fuente de innumerables enseñanzas para la lucha ascética, pues enseñan que la actitud cristiana ante la propia debilidad es confiar en la ayuda divina. «Porque Dios libra de las tribulaciones no cuando las hace desaparecer (...), sino cuando con la ayuda de Dios no nos abatimos al sufrir tribulación» (Orígenes, De oratione 30,1).
Nadie es profeta en su tierra (Mc 6,1-6)
Evangelio
Este episodio culmina una serie de pasajes en torno al poder de la fe: la fe de Jairo y de la hemorroísa (5,21-43) se ha puesto en contraste con la fe aún débil de sus discípulos (4,35-41) y se contrasta ahora con la de sus paisanos de Nazaret (v. 6). El evangelista señala de nuevo la dificultad para entender quién es verdaderamente Jesús: no lo han sabido los discípulos (4,41), no lo han descubierto, sin duda, los gerasenos (5,17) y, aquí, se equivocan sus paisanos (vv. 2-3).
Con todo, el pasaje deja entrever lo que fue la mayor parte de la existencia terrena de Jesús: la vida corriente de un artesano, con su familia, que comparte con sus conciudadanos las condiciones ordinarias de la vida (v. 3). En esa vida oculta de Cristo descubriremos el valor de la vida cotidiana como camino de santidad: Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Ésta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esa profesión u oficio que llena vuestros días, que da fisonomía peculiar a vuestra personalidad humana, que es vuestra manera de estar en el mundo (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 46).
Jesús es designado «el hijo de María» (v. 3). No es seguro si detrás de esta expresión hay que suponer que San José ya ha muerto, o si el evangelista la utiliza para aludir a la concepción virginal de Jesús. La expresión «hermanos» de Jesús (v. 3) se refiere a sus parientes. En los idiomas antiguos, hebreo, arameo, árabe, etc., era normal que se utilizara este término para indicar a los pertenecientes a una misma familia, clan, o incluso tribu. Siempre la Iglesia ha profesado con plena certeza que Jesucristo no ha tenido hermanos de sangre en sentido propio: es el dogma de la perpetua virginidad de María.
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
Un profeta no es rechazado sino en su patria y entre los suyos
¿Por qué razón dice el evangelista estas parábolas? Porque aún tenía que decir otras más. ¿Por qué el Señor cambia de lugar? Porque quería sembrar por todas partes su doctrina. Y, viniendo a su propia patria, les enseñaba en la sinagoga. ¿A qué pueblo llama ahora el evangelista patria de Jesús? —A mi parecer, a Nazaret, pues allí —dice— no hizo muchos milagros, y en Cafarnaúm sí que los hizo. De ahí que Él mismo dijera: Y tú, Cafarnaúm, que te has levantado hasta el cielo, tú serás abatida hasta el infierno; porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti se han realizado, Sodoma estaría en pie hasta el día de hoy (Mt 11, 23).
Viniendo, pues, allí, se abstuvo de obrar milagros, a fin de no encender más la envidia y tenerlos que condenar más duramente por su incredulidad, que así hubiera aumentado. Sí, en cambio, les expone su doctrina, que no era menos maravillosa que sus milagros. Porque aquellos insensatos—unos completos insensatos—, cuando debieran admirarle y pasmarse de la virtud de sus palabras, hacen lo contrario, que es vilipendiarle por la humildad del que pasaba por padre suyo. Y, sin embargo, muchos ejemplos tenían en lo antiguo de hijos ilustres nacidos de padres oscuros. Así, David, hijo fue de Jessé, que no pasaba de humilde labrador, y Amós lo fue de un cabrero, y cabrero él mismo; y Moisés, el famoso legislador, tuvo un padre muy inferior a lo que él mismo era. Más bien, pues, debieran haber admirado al Señor de que, siendo de quienes se imaginaban, hablaba tan maravillosamente, pues era evidente que ello no podía ser obra de diligencia humana, sino de la gracia de Dios. Mas, por lo que debieran admirarle, ellos le desprecian.
Por otra parte, el Señor frecuenta su sinagoga, pues de haber vivido constantemente en el desierto, hubieran tenido pretexto para acusarle como a solitario y enemigo del trato humano. Sorprendidos, pues, y perplejos, decían sus paisanos: ¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esas virtudes? Virtudes llaman aquí o a sus milagros o a su misma sabiduría. ¿No es éste el hijo del carpintero? Luego mayor es la maravilla y mayor debiera ser vuestra admiración. ¿No se llama María su madre? ¿Y sus hermanos no se llaman Santiago y José y Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros? ¿De dónde le viene a éste eso? Y se escandalizaban en ÉI. ¿Veis cómo es Nazaret en donde hablaba? ¿No son —dicen— hermanos suyos fulano y zutano? ¿Y qué tiene eso que ver? Ésa debiera ser para vosotros la mejor razón para creer en Él. Pero no. La envidia es cosa mala y muchas veces se contradice a sí misma. Lo que era sorprendente y maravilloso, lo mismo que debiera haber bastado a arrastrarlos al Señor, eso les escandalizaba. ¿Qué les contesta, pues, Cristo? Un profeta—les dice—no es despreciado sino en su propia patria y en su propia casa. Y no hizo—prosigue el evangelista—muchos milagros entre ellos por causa de su incredulidad. Lucas dice también: No hizo allí muchos milagros (Lc 4, 16ss). —Y, sin embargo —dirás—, era natural que los hubiera hecho. Porque si todavía tenía éxito para ser admirado (y, en efecto, también entonces se le admiraba), ¿por qué razón no los hizo? —Porque no miraba a su propia ostentación, sino al provecho de ellos. Ahora bien, como éste no se daba, prescindió también el Señor de su propia manifestación, a fin de no aumentar el castigo de sus paisanos. Y, sin embargo, mirad después de cuánto tiempo, después de cuántos milagros, volvió a ellos. Y ni aun así le soportaron, sino que se encendió más vivamente su envidia.
Mas ¿por qué, si no muchos, todavía hizo algunos milagros? —Porque no le dijeran: Médico, cúrate a ti mismo (Lc 4, 23). Porque no dijeran tampoco: Es nuestro enemigo, nos tiene declarada la guerra, y desprecia a los de su propia casa. Porque, en fin, no pudieran decir: “Si hubiera hecho entre nosotros milagros, también nosotros hubiéramos creído”. De ahí que los hizo y se detuvo entre ellos: por una parte, para cumplir lo que a Él le tocaba; por otra, para no condenarlos a ellos con más razón. Mas considerad la fuerza de sus palabras, cuando, aun dominados por la envidia, todavía le admiraban. Sin embargo, así como en sus milagros no ponen tacha en cuanto a los hechos, pero se inventan causas fantásticas, diciendo, por ejemplo: En virtud de Belcebú, príncipe de los demonios, expulsa los demonios; así ahora, no pudiendo poner tacha en su doctrina, le desprecian por lo humilde de su origen. Mas considerad, os ruego, la modestia del maestro, que no los vitupera, sino que con toda mansedumbre les responde: Un profeta no es despreciado sino en su propia patria. Y no se detuvo aquí, sino que prosiguió: Y en su propia casa. Con lo que, a mi parecer, aludía a sus propios hermanos.
Por lo demás, en el evangelio de Lucas el Señor aduce ejemplos semejantes y les dice que tampoco Elías fue a los suyos, sino a una viuda extranjera; ni fue otro leproso alguno curado por Eliseo, sino el extranjero Naamán. No fueron, pues, los israelitas quienes recibieron los beneficios y quienes a ellos correspondieron, sino los extraños. Al hablarles así no hace sino revelar su mala costumbre de siempre y que no era nuevo lo que con Él hacían.
(Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, Homilía 48, BAC Madrid 1956, pp. 30-33)
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FRANCISCO – Ángelus 2018 y 2021 - Homilías en Santa Marta
Ángelus 2018
Estar abiertos para acoger la realidad divina que viene a nuestro encuentro
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La página evangélica del día (cf. Marcos 6, 1-6) presenta a Jesús cuando vuelve a Nazaret y un sábado comienza a enseñar en la sinagoga. Desde que había salido de Nazaret y comenzó a predicar por las aldeas y los pueblos vecinos, no había vuelto a poner un pie en su patria.
Ha vuelto. Por lo tanto, irá todo el vecindario a escuchar a aquel hijo del pueblo cuya fama de sabio maestro y de poder sanador se difundía por toda la Galilea y más allá. Pero lo que podría considerarse como un éxito, se transformó en un clamoroso rechazo, hasta el punto que Jesús no pudo hacer ningún prodigio, tan solo algunas curaciones (cf. v. 5).
La dinámica de aquel día está reconstruida al detalle por el evangelista Marcos: la gente de Nazaret primero escucha y se queda asombrada; luego se pregunta perpleja: «¿de dónde vienen estas cosas?», ¿esta sabiduría?, y finalmente se escandaliza, reconociendo en Él al carpintero, el hijo de María, a quien vieron crecer (vv. 2-3).
Por eso, Jesús concluye con la expresión que se ha convertido en proverbial: «un profeta solo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio» (v. 4). Nos preguntamos: ¿Por qué los compatriotas de Jesús pasan de la maravilla a la incredulidad? Hacen una comparación entre el origen humilde de Jesús y sus capacidades actuales: es carpintero, no ha estudiado, sin embargo, predica mejor que los escribas y hace milagros.
Y en vez de abrirse a la realidad, se escandalizan: ¡Dios es demasiado grande para rebajarse a hablar a través de un hombre tan simple! Es el escándalo de la encarnación: el evento desconcertante de un Dios hecho carne, que piensa con una mente de hombre, trabaja y actúa con manos de hombre, ama con un corazón de hombre, un Dios que lucha, come y duerme como cada uno de nosotros.
El Hijo de Dios da la vuelta a cada esquema humano: nos son los discípulos quienes lavaron los pies al Señor, sino que es el Señor quien lavó los pies a los discípulos (cf. Juan 13, 1-20). Este es un motivo de escándalo y de incredulidad no solo en aquella época, sino en cada época, también hoy. El cambio hecho por Jesús compromete a sus discípulos de ayer y de hoy a una verificación personal y comunitaria. También en nuestros días, de hecho, puede pasar que se alimenten prejuicios que nos impiden captar la realidad. Pero el Señor nos invita a asumir una actitud de escucha humilde y de espera dócil, porque la gracia de Dios a menudo se nos presenta de maneras sorprendentes, que no se corresponden con nuestras expectativas. Pensemos juntos en la Madre Teresa di Calcuta, por ejemplo. Una hermana pequeña —nadie daba diez liras por ella— que iba por las calles recogiendo moribundos para que tuvieran una muerte digna. Esta pequeña hermana, con la oración y con su obra hizo maravillas. La pequeñez de una mujer revolucionó la obra de la caridad en la Iglesia. Es un ejemplo de nuestros días. Dios no se ajusta a los prejuicios. Debemos esforzarnos en abrir el corazón y la mente, para acoger la realidad divina que viene a nuestro encuentro. Se trata de tener fe: la falta de fe es un obstáculo para la gracia de Dios.
Muchos bautizados viven como si Cristo no existiera: se repiten los gestos y signos de fe, pero no corresponden a una verdadera adhesión a la persona de Jesús y a su Evangelio. Cada cristiano —todos nosotros, cada uno de nosotros— está llamado a profundizar en esta pertenencia fundamental, tratando de testimoniarla con una conducta coherente de vida, cuyo hilo conductor será la caridad. Pidamos al Señor, que por intercesión de la Virgen María, deshaga la dureza de los corazones y la estrechez de las mentes, para que estemos abiertos a su gracia, a su verdad y a su misión de bondad y misericordia, dirigida a todos, sin exclusión.
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Ángelus 2021
Reconocer a Jesús
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio que leemos en la liturgia de este domingo (Mc 6, 1-6) nos habla de la incredulidad de los paisanos de Jesús. Él, después de haber predicado en otros pueblos de Galilea, vuelve a Nazaret, donde había crecido con María y José; y, un sábado, se pone a enseñar en la sinagoga. Muchos, escuchándolo, se preguntan: “¿De dónde le viene toda esta sabiduría dada? Pero, ¿no es el hijo del carpintero y de María, es decir, de nuestros vecinos a los que conocemos bien?” (cfr. Vv. 1-3). Delante de esta reacción, Jesús afirma una verdad que ha entrado a formar parte también de la sabiduría popular: «Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio» (v. 4). Lo decimos muchas veces.
Detengámonos en la actitud de los paisanos de Jesús. Podemos decir que ellos conocen a Jesús, pero no lo reconocen. Hay diferencia entre conocer y reconocer. De hecho, esta diferencia nos hace entender que podemos conocer varias cosas de una persona, hacernos una idea, fiarnos de lo que dicen los demás, quizá de vez en cuando verla por el barrio, pero todo esto no basta. Se trata de un conocer diría ordinario, superficial, que no reconoce la unicidad de esa persona. Es un riesgo que todos corremos: pensamos que sabemos mucho de una persona, y lo peor es que la etiquetamos y la encerramos en nuestros prejuicios. De la misma manera, los paisanos de Jesús lo conocen desde hace treinta años y ¡piensan que lo saben todo! “¿Pero este no es el joven que hemos visto crecer, el hijo del carpintero y de María? ¿Pero de dónde le vienen estas cosas?”. La desconfianza. En realidad, no se han dado nunca cuenta de quién es realmente Jesús. Se detienen en la exterioridad y rechazan la novedad de Jesús.
Y aquí entramos precisamente en el núcleo del problema: cuando hacemos que prevalezca la comodidad de la costumbre y la dictadura de los prejuicios, es difícil abrirse a la novedad y dejarse sorprender. Nosotros controlamos, con la costumbre, con los prejuicios. Al final sucede que muchas veces, de la vida, de las experiencias e incluso de las personas buscamos solo confirmación a nuestras ideas y a nuestros esquemas, para nunca tener que hacer el esfuerzo de cambiar. Y esto puede suceder también con Dios, precisamente a nosotros creyentes, a nosotros que pensamos que conocemos a Jesús, que sabemos ya mucho sobre Él y que nos basta con repetir las cosas de siempre. Y esto no basta con Dios. Pero sin apertura a la novedad y sobre todo —escuchad bien— apertura a las sorpresas de Dios, sin asombro, la fe se convierte en una letanía cansada que lentamente se apaga y se convierte en una costumbre, una costumbre social. He dicho una palabra: el asombro. ¿Qué es el asombro? El asombro es precisamente cuando sucede el encuentro con Dios: “He encontrado al Señor”. Leemos en el Evangelio: muchas veces, la gente que encuentra a Jesús y lo reconoce, siente el asombro. Y nosotros, con el encuentro con Dios, tenemos que ir en este camino: sentir el asombro. Es como el certificado de garantía que ese encuentro es verdad, no es costumbre.
Al final, ¿por qué los paisanos de Jesús no lo reconocen y no creen en Él? ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo? Podemos decir, en pocas palabras, que no aceptan el escándalo de la Encarnación. No lo conocen, este misterio de la Encarnación, pero no aceptan el misterio. No lo saben, pero el motivo es inconsciente y sienten que es escandaloso que la inmensidad de Dios se revele en la pequeñez de nuestra carne, que el Hijo de Dios sea el hijo del carpintero, que la divinidad se esconda en la humanidad, que Dios habite en el rostro, en las palabras, en los gestos de un simple hombre. He aquí el escándalo: la encarnación de Dios, su concreción, su “cotidianidad”. Y Dios se ha hecho concreto en un hombre, Jesús de Nazaret, se ha hecho compañero de camino, se ha hecho uno de nosotros. “Tú eres uno de nosotros”: decirlo a Jesús, ¡es una bonita oración! Y porque es uno de nosotros nos entiende, nos acompaña, nos perdona, nos ama mucho. En realidad, es más cómodo un dios abstracto, distante, que no se entromete en las situaciones y que acepta una fe lejana de la vida, de los problemas, de la sociedad. O nos gusta creer en un dios “de efectos especiales”, que hace solo cosas excepcionales y da siempre grandes emociones. Sin embargo, queridos hermanos y hermanas, Dios se ha encarnado: Dios es humilde, Dios es tierno, Dios está escondido, se hace cercano a nosotros habitando la normalidad de nuestra vida cotidiana. Y entonces, a nosotros nos sucede como a los paisanos de Jesús, corremos el riesgo de que, cuando pase, no lo reconozcamos. Vuelvo a decir una bonita frase de San Agustín: “Tengo miedo de Dios, del Señor, cuando pasa”. Pero, Agustín, ¿por qué tienes miedo? “Tengo miedo de no reconocerlo. Tengo miedo del Señor cuando pasa. Timeo Dominum transeuntem”. No lo reconocemos, nos escandalizamos de Él. Pensemos en cómo está nuestro corazón respecto a esta realidad.
Ahora, en la oración, pidamos a la Virgen, que ha acogido el misterio de Dios en la cotidianidad de Nazaret, tener ojos y corazón libres de los prejuicios y tener ojos abiertos al asombro: “¡Señor, haz que te encuentre!”. Y cuando encontramos al Señor se da este asombro. Lo encontramos en la normalidad: ojos abiertos a las sorpresas de Dios, a Su presencia humilde y escondida en la vida de cada día.
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El Evangelio en el bolsillo
1 de septiembre de 2014
“Jesús está presente en la Palabra de Dios y nos habla”. He aquí por qué “la Palabra de Dios es distinta incluso de la palabra humana más elevada”. Y nosotros debemos acercarnos a ella “con el corazón abierto de las bienaventuranzas y con humildad”. Por ello el Papa Francisco volvió a proponer la sugerencia de llevar siempre consigo una pequeña edición de bolsillo del Evangelio para leerlo cuando sea posible y “encontrar” así a Jesús. Lo propuso de nuevo en la misa que celebró el lunes 1 de septiembre, en la capilla de la Casa Santa Marta.
Retomando las celebraciones eucarísticas de la mañana abiertas a grupos de fieles −tras el período de pausa de julio y agosto− el Pontífice hizo una reflexión sobre la Palabra de Dios centrada en las dos lecturas propuestas por la liturgia, tomadas respectivamente de la primera carta de san Pablo a los Corintios (1Co 2, 1-5) y del Evangelio de Lucas (Lc 4, 16-30).
En la primera, destacó, san Pablo “recuerda a los Corintios cómo había sido su predicación, cómo él había anunciado el Evangelio”. Y explica: “Mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu”. Pablo, añadió el Papa, sigue diciendo que no se presentó para convencer a sus interlocutores “con discursos, con palabras, incluso con hermosas figuras”. El apóstol, en cambio, eligió “otro modo, otro estilo”, es decir “la manifestación del Espíritu y su poder”.
En esencia, continuó el Pontífice, el apóstol recuerda que “la Palabra de Dios es algo distinto, algo que no es igual a una palabra humana, a una palabra sabia, a una palabra científica, a una palabra filosófica”. La Palabra de Dios, en efecto, “es otra cosa, viene de otro modo”: es “distinta” porque “así habla Dios”.
Lo confirma san Lucas en el pasaje evangélico que relata sobre Jesús en la sinagoga de Nazaret, “donde se había criado” y donde todos “lo conocían desde pequeño”. En ese contexto, explicó el Papa, Él “comenzó a hablar y la gente lo escuchaba”, comentando: “¡Qué interesante!”. Luego “daban testimonio: estaban maravillados por las palabras que decía”. Y entre ellos comentaban: “Míralo, mira a este. ¡Qué bien lo hace este muchachito que nosotros conocemos! (...) ¿Dónde habrá estudiado?”.
Pero, destacó el Pontífice, Jesús “los detiene” y les dice: “En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo”. Así, pues, a cuantos lo escuchaban en la sinagoga “al inicio” les parecía “algo hermoso y aceptaban ese estilo de conversación y de acogida”. Pero “cuando Jesús comenzó a dar la Palabra de Dios se enfurecieron y querían matarlo”. Así, “se pasaron de una parte a la otra, porque la Palabra de Dios es algo distinto respecto a la palabra humana, incluso de la palabra humana más elevada, la palabra humana más filosófica”.
Y entonces, se preguntó el Papa Francisco, “¿cómo es la Palabra de Dios?”. La Carta a los Hebreos (Hb 1, 1), afirmó, “comienza diciendo que, en los tiempos antiguos, Dios nos habló y habló a nuestros padres por los profetas. Pero en estos tiempos, en la etapa final de este mundo, nos ha hablado en el Hijo”. O sea, “la Palabra de Dios es Jesús, Jesús mismo”. Es lo que predica Pablo diciendo: “Hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado”.
Esta es “la Palabra de Dios, la única Palabra de Dios”, explicó el Papa. Y “Jesucristo es motivo de escándalo: la Cruz de Cristo escandaliza. Y ella es la fuerza de la Palabra de Dios: Jesucristo, el Señor”.
Por ello es tan importante, según el Pontífice, preguntarse: “¿Cómo debemos recibir la Palabra de Dios?”. La respuesta es clara: “Como se recibe a Jesucristo. La Iglesia nos dice que Jesús está presente en la Escritura, en su Palabra”. Por este motivo, añadió, “yo aconsejo muchas veces que se lleve siempre un pequeño Evangelio” −además, comprarlo “cuesta poco”, añadió sonriendo− para tenerlo “en la mochila, en el bolsillo, y leer durante el día un pasaje del Evangelio”. Un consejo práctico, dijo, no tanto “para aprender” algo, sino “para encontrar a Jesús, porque Jesús está precisamente en su Palabra, en su Evangelio”. Así, “cada vez que leo el Evangelio, encuentro a Jesús”.
¿Y cuál es la actitud necesaria para recibir esta Palabra? “Se debe recibir −afirmó el obispo de Roma− como se recibe a Jesús, es decir, con el corazón abierto, con el corazón humilde, con el espíritu de las bienaventuranzas. Porque Jesús vino así, con humildad: vino pobre, vino con la unción del Espíritu Santo”. Tal es así que “Él mismo comenzó su discurso en la sinagoga de Nazaret” con estas palabras: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor”.
En definitiva, “Él es fuerza, es Palabra de Dios, porque está ungido por el Espíritu Santo”. Así, recomendó el Papa Francisco, “también nosotros, si queremos escuchar y recibir la Palabra de Dios, tenemos que rezar al Espíritu Santo y pedir esta unción del corazón, que es la unción de las bienaventuranzas”. Así, pues, tener “un corazón como el corazón de las bienaventuranzas”.
Si “Jesús está presente en la Palabra de Dios” y “nos habla en la Palabra de Dios, nos hará bien hoy durante el día −sugirió el Pontífice− preguntarnos: ¿cómo recibo yo la Palabra de Dios?”. Una pregunta esencial, concluyó el Papa Francisco, renovando el consejo de llevar siempre consigo el Evangelio para leer un pasaje cada día.
Donde está prohibido rezar
4 de abril de 2014
Hoy los cristianos mártires y perseguidos son más que en los primeros tiempos de la Iglesia. Tanto que en algunos países está prohibido incluso rezar juntos. Sobre esta dramática realidad el Papa Francisco basó su meditación el viernes 4 de abril.
También Jesús fue perseguido. Querían matarlo, como revela el Evangelio de la liturgia (Jn 7, 1-2.10.25-30). Él ciertamente “sabía cuál sería su fin”. Las persecuciones comienzan enseguida, cuando “al inicio de su predicación regresa a su país, va a la sinagoga y predica”. Entonces, “inmediatamente después de una gran admiración, comienzan” las murmuraciones, como refiere el Evangelio.
En una palabra, es la misma actitud de siempre: “desacreditan al Señor, desacreditan al profeta para quitarle autoridad”. Y “el profeta lucha contra las personas que enjaulan al Espíritu Santo”. Precisamente por esto “siempre es perseguido”.
En la Iglesia, en efecto, están los “perseguidos desde fuera y los perseguidos desde dentro”. Los santos mismos “han sido perseguidos”. En efecto, notó el obispo de Roma, “cuando leemos la vida de los santos” nos encontramos ante muchas “incomprensiones y persecuciones”. Porque, siendo profetas, decían cosas que resultaban “demasiado duras”. De esta manera “también muchos pensadores en la Iglesia fueron perseguidos”. Y al respecto el Papa afirmó: “Pienso en uno ahora, en este momento, no muy lejano de nosotros: un hombre de buena voluntad, un profeta de verdad, que con sus libros reprochaba a la Iglesia de alejarse del camino del Señor. Enseguida fue llamado, sus libros fueron colocados en el índice, le quitaron la cátedra y este hombre terminó así su vida, no hace mucho tiempo. Ha pasado el tiempo y hoy es beato”. ¿Pero cómo −se podría objetar− “ayer fue un herético y hoy es beato?”. Sí, “ayer los que tenían el poder querían silenciarlo porque no agradaba lo que decía. Hoy la Iglesia, que gracias a Dios sabe arrepentirse, dice: no, este hombre es bueno. Aún más, está en el camino de la santidad”.
De este modo, la historia nos testimonia que “todas las personas que el Espíritu Santo elige para decir la verdad al pueblo de Dios sufren persecuciones”. Y aquí el Pontífice recordó “la última bienaventuranza de Jesús: bienaventurados vosotros cuando os persigan por mi nombre”. He aquí que “Jesús es precisamente el modelo, el icono: ha sufrido mucho el Señor, ha sido perseguido”; y al actuar así “ha asumido todas las persecuciones de su pueblo”.
Pero “aún hoy los cristianos son perseguidos”, advirtió el Papa. Y son perseguidos “porque a esta sociedad mundana, a esta sociedad tranquila que no quiere problemas, dicen la verdad y anuncian a Jesucristo”. De verdad “hoy hay mucha persecución”.
Incluso hoy en algunas partes “existe la pena de muerte, existe la prisión por tener el Evangelio en casa, por enseñar el catecismo”, destacó el Papa, confiando luego: “Me decía un católico de estos países que ellos no pueden rezar juntos: ¡está prohibido! Sólo se puede rezar a solas y en secreto”. Si quieren celebrar la Eucaristía organizan “una fiesta de cumpleaños, aparentan celebrar el cumpleaños y allí tienen la Eucaristía antes de la fiesta”. Y si, como “ha sucedido, ven llegar a la policía, enseguida ocultan todo, continúan la fiesta” entre “alegría y felicidad”; luego, cuando los agentes “se van, terminan la Eucaristía”.
En efecto, reafirmó el Pontífice, “esta historia de persecución, de incomprensión”, continúa “desde el tiempo de los profetas hasta hoy”. Este, por lo demás, es también “el camino del Señor, el camino de quienes siguen al Señor”. Un camino que “termina siempre como para el Señor, con una resurrección, pero pasando por la cruz”. Así, pues, el Papa recomendó “no tener miedo a las persecuciones, a las incomprensiones”, incluso si por causa de ellas “siempre se pierden muchas cosas”.
Para los cristianos “siempre habrá persecuciones, incomprensiones”. Pero hay que afrontarlas con la certeza de que “Jesús es el Señor y éste es el desafío y la cruz de nuestra fe”. Así, recomendó el Santo Padre, “cuando esto suceda en nuestras comunidades o en nuestro corazón, miremos al Señor y pensemos” en el pasaje del libro de la Sabiduría que habla de las acechanzas que los impíos ponen a los justos. Y concluyó pidiendo al Señor “la gracia de seguir por su camino y, si sucede, también con la cruz de la persecución”
Las ancianitas y el teólogo
2 de septiembre de 2014
Es el Espíritu quien da “la identidad” al cristiano. Por ello −dijo el Papa− “tú puedes tener cinco licenciaturas en teología, pero no tener el Espíritu de Dios”. Y “quizá tú serás un gran teólogo, pero no eres un cristiano”, precisamente “porque no tienes el Espíritu de Dios”.
Así, hizo hincapié, “muchas veces nos encontramos, entre nuestros fieles, ancianitas sencillas que quizá no terminaron la escuela primaria, pero que te hablan de las cosas mejor que un teólogo, porque tienen el Espíritu de Cristo”. Y propuso el ejemplo de san Pablo, que para sus eficaces predicaciones no poseía particulares referencias académicas −no había tenido cursos de “sabiduría humana en la Lateranense o en la Gregoriana”, dijo− sino que hablaba según el Espíritu de Dios.
“Dos veces”, destacó el Papa, en el pasaje evangélico de Lucas propuesto por la liturgia (Lc 4, 31-37) se encuentra la palabra “autoridad”. La gente “se quedaba asombrada de la enseñanza de Jesús porque su palabra estaba llena de autoridad”, afirmó el Pontífice. Y después, al final del pasaje, el evangelista de nuevo escribe que “quedaron todos asombrados y comentaban entre sí: ¿Qué clase de palabra es esta? Pues da órdenes con autoridad”. En definitiva, continuó, “la gente se asombraba porque Jesús cuando hablaba, cuando predicaba, tenía una autoridad que no tenían los otros predicadores, que no tenían los doctores de la ley, los que enseñaban al pueblo”.
La pregunta que hay que hacerse es: “¿qué es esta autoridad de Jesús, esa doctrina nueva que asombra a la gente, esto que es diferente al modo de hablar, de enseñar de los doctores de la ley?”. Y la respuesta es decisiva. “Esta autoridad −explicó el Pontífice− es precisamente la identidad singular y especial de Jesús”. En efecto, “Jesús no era un predicador común; Jesús no era uno que enseñaba la ley como todos los demás: lo hacía de modo diverso, de un modo nuevo, porque Él tenía la fuerza del Espíritu Santo”.
El Papa recordó que “ayer, en la liturgia, leímos el pasaje en el que Jesús se presenta, visita la sinagoga y refiriéndose a sí mismo, dice aquellas palabras del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a hacer esto”“. Confirmando que “la autoridad que tiene Jesús −explicó− viene precisamente de esta unción especial del Espíritu Santo: Jesús es el ungido, el primer ungido, el verdadero ungido”. Y “esta unción da autoridad a Jesús”.
“La identidad propia de Jesús es el ser ungido”, recalcó el Pontífice. Él es “el Hijo de Dios ungido y enviado, mandado para traer la salvación, la libertad”. Así, pues, “esta es la identidad de Jesús y por eso la gente decía: ‘Este hombre tiene una autoridad especial, que no tienen los doctores de la ley’”. Pero, añadió el Papa, “algunos se escandalizaban de esa modalidad de Jesús, de ese estilo de Jesús”.
Nada de espectáculo
9 de marzo de 2015
El estilo de Dios es la “sencillez”: inútil buscarlo en el “espectáculo mundano”. También en nuestra vida Él obra siempre “en la humildad, en el silencio, en las cosas pequeñas”. Esta es la reflexión cuaresmal que el Papa Francisco quiso proponer en la homilía de la misa celebrada en Santa Marta el lunes 9 de marzo.
Como de costumbre, el Pontífice partió de la liturgia de la palabra en la que, observó, “existe una palabra común” en las dos lecturas: “la ira; la indignación”. En el Evangelio de san Lucas (Lc 4, 24-30) se narra el episodio donde “Jesús vuelve a Nazaret, va a la sinagoga y comienza a hablar”. En un primer momento “toda la gente lo escuchaba con amor, feliz” y estaba asombrada de las palabras de Jesús: “estaban contentos”. Pero Jesús prosigue con su discurso “y reprende la falta de fe de su pueblo; recuerda cómo esta falta es también histórica” haciendo referencia al tiempo de Elías (cuando −recordó el Papa− “había tantas viudas”, pero Dios envió al profeta “a una viuda de un país pagano”) y a la purificación de Naamán el sirio, narrada en la primera lectura tomada del segundo libro de los Reyes (2R 5, 1-15).
Inicia así la dinámica entre las expectativas de la gente y la respuesta de Dios que estuvo en el centro de la homilía del Pontífice. En efecto, explicó el Papa Francisco, mientras la gente “escuchaba con gusto lo que decía Jesús”, a alguien “no le gustó lo que decía” y “quizá algún hablador se alzó y dijo: ¿pero este de qué viene a hablarnos? ¿Dónde estudió para que nos diga estas cosas? Que nos haga ver su licenciatura. ¿En qué universidad estudió? Este es el hijo del carpintero y lo conocemos bien”.
Explotan así “la furia” y “la violencia”: se lee en el Evangelio que “lo echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta un precipicio del monte” para despeñarlo. Pero, se preguntó el Pontífice, “la admiración, el estupor” ¿cómo pasaron “a la ira, a la furia, a la violencia?”. Es lo que sucede también al general sirio de quien se escribe en el segundo libro de los Reyes: “Este hombre tenía fe, sabía que el Señor lo curaría. Pero cuando el profeta le dice “ve, báñate”, se indigna”. Tenía otras expectativas, explicó el Papa, y en efecto pensaba en Eliseo: “Al estar de pie, invocará el nombre del Señor su Dios, agitará su mano hacia la parte enferma y me quitará la lepra... Pero nosotros tenemos ríos más hermosos que el Jordán”. Y así se marcha. Sin embargo, “los amigos le hacen entrar en razón” y, tras regresar, se cumple el milagro.
Dos experiencias distantes en el tiempo, pero muy similares: “¿Qué quería esta gente, estos de la sinagoga, y este sirio?” preguntó el Papa Francisco. Por una parte “a los de la sinagoga Jesús les reprende la falta de fe”, tanto que el Evangelio subraya cómo “Jesús allí, en ese lugar, no hizo milagros, por la falta de fe”. Por otro, Naamán “tenía fe, pero una fe especial”. En cualquier caso, destacó el Papa Francisco, todos buscaban lo mismo: “Querían el espectáculo”. Pero “el estilo del buen Dios no es hacer espectáculo: Dios actúa en la humildad, en el silencio, en las cosas pequeñas”. No por casualidad, al sirio, “la noticia de la posible curación le llega de una esclava, una joven, que era la criada de su mujer, de una humilde jovencita”. Al respecto comentó el Papa: “Así va el Señor: por la humildad. Y si vemos toda la historia de la salvación, encontraremos que siempre el Señor obra así, siempre, con las cosas sencillas”.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2012
Jesús es el milagro más grande: todo el amor de Dios contenido en un corazón humano
Queridos hermanos y hermanas:
Voy a reflexionar brevemente sobre el pasaje evangélico de este domingo, un texto del que se tomó la famosa frase «Nadie es profeta en su patria», es decir, ningún profeta es bien recibido entre las personas que lo vieron crecer (cf. Mc 6, 4). De hecho, Jesús, después de dejar Nazaret, cuando tenía cerca de treinta años, y de predicar y obrar curaciones desde hacía algún tiempo en otras partes, regresó una vez a su pueblo y se puso a enseñar en la sinagoga. Sus conciudadanos «quedaban asombrados» por su sabiduría y, dado que lo conocían como el «hijo de María», el «carpintero» que había vivido en medio de ellos, en lugar de acogerlo con fe se escandalizaban de él (cf. Mc 6, 2-3). Este hecho es comprensible, porque la familiaridad en el plano humano hace difícil ir más allá y abrirse a la dimensión divina. A ellos les resulta difícil creer que este carpintero sea Hijo de Dios. Jesús mismo les pone como ejemplo la experiencia de los profetas de Israel, que precisamente en su patria habían sido objeto de desprecio, y se identifica con ellos. Debido a esta cerrazón espiritual, Jesús no pudo realizar en Nazaret «ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos» (Mc 6, 5). De hecho, los milagros de Cristo no son una exhibición de poder, sino signos del amor de Dios, que se actúa allí donde encuentra la fe del hombre, es una reciprocidad. Orígenes escribe: «Así como para los cuerpos hay una atracción natural de unos hacia otros, como el imán al hierro, así esa fe ejerce una atracción sobre el poder divino» (Comentario al Evangelio de Mateo 10, 19).
Por tanto, parece que Jesús —como se dice— se da a sí mismo una razón de la mala acogida que encuentra en Nazaret. En cambio, al final del relato, encontramos una observación que dice precisamente lo contrario. El evangelista escribe que Jesús «se admiraba de su falta de fe» (Mc 6, 6). Al estupor de sus conciudadanos, que se escandalizan, corresponde el asombro de Jesús. También él, en cierto sentido, se escandaliza. Aunque sabe que ningún profeta es bien recibido en su patria, sin embargo, la cerrazón de corazón de su gente le resulta oscura, impenetrable: ¿Cómo es posible que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de Dios, que quiso compartir nuestra humanidad? De hecho, el hombre Jesús de Nazaret es la transparencia de Dios, en él Dios habita plenamente. Y mientras nosotros siempre buscamos otros signos, otros prodigios, no nos damos cuenta de que el verdadero Signo es él, Dios hecho carne; él es el milagro más grande del universo: todo el amor de Dios contenido en un corazón humano, en el rostro de un hombre.
Quien entendió verdaderamente esta realidad es la Virgen María, bienaventurada porque creyó (cf. Lc 1, 45). María no se escandalizó de su Hijo: su asombro por él está lleno de fe, lleno de amor y de alegría, al verlo tan humano y a la vez tan divino. Así pues, aprendamos de ella, nuestra Madre en la fe, a reconocer en la humanidad de Cristo la revelación perfecta de Dios.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Los profetas y la conversión del corazón
2581. Para el pueblo de Dios, el Templo debía ser el lugar donde aprender a orar: las peregrinaciones, las fiestas, los sacrificios, la ofrenda de la tarde, el incienso, los panes de “la proposición”, todos estos signos de la santidad y de la gloria de Dios, Altísimo pero muy cercano, eran llamamientos y caminos para la oración. Sin embargo, el ritualismo arrastraba al pueblo con frecuencia hacia un culto demasiado exterior. Era necesaria la educación de la fe, la conversión del corazón. Esta fue la misión de los profetas, antes y después del destierro.
2582. Elías es el padre de los profetas, de la raza de los que buscan a Dios, de los que van tras su rostro (cf Sal 24, 6). Su nombre, “El Señor es mi Dios”, anuncia el grito del pueblo en respuesta a su oración sobre el monte Carmelo (cf 1 R 18, 39). Santiago nos remite a él para incitarnos a orar: “La oración ferviente del justo tiene mucho poder” (St 5, 16; cf St 5, 16-18).
2583. Después de haber aprendido la misericordia en su retirada al torrente de Kérit, Elías enseña a la viuda de Sarepta la fe en la palabra de Dios, fe que confirma con su oración insistente: Dios devuelve la vida al hijo de la viuda (cf 1 R 17, 7-24).
En el sacrificio sobre el Monte Carmelo, prueba decisiva para la fe del pueblo de Dios, el fuego del Señor es la respuesta a su súplica de que se consume el holocausto [...] “a la hora de la ofrenda de la tarde”: “¡Respóndeme, Señor, respóndeme!” son las palabras de Elías que las liturgias orientales recogen en la epíclesis eucarística (cf 1 R 18, 20-39).
Finalmente, volviendo a andar el camino del desierto hacia el lugar donde el Dios vivo y verdadero se reveló a su pueblo, Elías se recoge como Moisés “en la hendidura de la roca” hasta que “pasa” la presencia misteriosa de Dios (cf 1 R 19, 1-14; Ex 33, 19-23). Pero solamente en el monte de la Transfiguración se dará a conocer Aquél cuyo Rostro buscan (cf. Lc 9, 30-35): el conocimiento de la Gloria de Dios está en el rostro de Cristo crucificado y resucitado (cf 2 Co 4, 6).
2584. A solas con Dios, los profetas extraen luz y fuerza para su misión. Su oración no es una huida del mundo infiel, sino una escucha de la palabra de Dios, es, a veces, un debatirse o una queja, y siempre una intercesión que espera y prepara la intervención del Dios salvador, Señor de la historia (cf Am 7, 2. 5; Is 6, 5. 8. 11; Jr 1, 6; 15, 15-18; 20, 7-18).
Cristo, el profeta
436. Cristo viene de la traducción griega del término hebreo “Mesías” que quiere decir “ungido”. Pasa a ser nombre propio de Jesús porque Él cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Este era el caso de los reyes (cf. 1 S 9, 16; 10, 1; 16, 1. 12-13; 1 R 1, 39), de los sacerdotes (cf. Ex 29, 7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente, de los profetas (cf. 1 R 19, 16). Este debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino (cf. Sal 2, 2; Hch 4, 26-27). El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor (cf. Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote (cf. Za 4, 14; 6, 13) pero también como profeta (cf. Is 61, 1; Lc 4, 16-21). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey.
La perseverancia en la fe
162. La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
El poder se hace perfecto en la debilidad
268. De todos los atributos divinos, sólo la omnipotencia de Dios es nombrada en el Símbolo: confesarla tiene un gran alcance para nuestra vida. Creemos que esa omnipotencia es universal, porque Dios, que ha creado todo (cf. Gn 1,1; Jn 1,3), rige todo y lo puede todo; es amorosa, porque Dios es nuestro Padre (cf. Mt 6,9); es misteriosa, porque sólo la fe puede descubrirla cuando “se manifiesta en la debilidad” (2 Co 12,9; cf. 1 Co 1,18).
273. Sólo la fe puede adherir a las vías misteriosas de la omnipotencia de Dios. Esta fe se gloría de sus debilidades con el fin de atraer sobre sí el poder de Cristo (cf. 2 Co 12,9; Flp 4,13). De esta fe, la Virgen María es el modelo supremo: ella creyó que “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37) y pudo proclamar las grandezas del Señor: “el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es Santo” (Lc 1,49).
1508. El Espíritu Santo da a algunos un carisma especial de curación (cf 1 Co 12,9.28.30) para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni siquiera las oraciones más fervorosas obtienen la curación de todas las enfermedades. Así san Pablo aprende del Señor que “mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2 Co12,9), y que los sufrimientos que tengo que padecer, tienen como sentido lo siguiente: “Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Habiendo salido de allí, se fue a su tierra
Cuando ya había llegado a ser popular y famoso por sus milagros y su enseñanza, Jesús volvió un día a su lugar de origen, Nazaret, y, como de costumbre, se puso a enseñar en la sinagoga. Pero, esta vez, ¡nada de entusiasmos, nada de «hosanna»! Más que escuchar lo que decía y juzgarlo en base a ello, la gente se puso a hacer consideraciones extrañas: «¿De dónde saca este todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María?» «y esto les resultaba escandaloso», esto es, encontraban un obstáculo para creerle en el hecho de que le conocían bien. Jesús comentó amargamente:
«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».
Esta frase ha llegado a ser proverbial en su forma abreviada: nadie es profeta en su tierra. Pero, no nos detenemos en esto. El Evangelio de hoy tiene otras muchas cosas que decimos en el plano de la fe. Lo podemos resumir así: ¡estad atentos en no cometer el mismo error que los nazarenos! En un cierto sentido, Jesús vuelve a su tierra, cada vez que su Evangelio viene anunciado en los países, que fueron en un tiempo la cuna del cristianismo.
Marcos dice concisamente que, llegado a Nazaret un día de sábado, Jesús «empezó a enseñar en la sinagoga». Pero, el Evangelio de Lucas detalla, además, qué dijo en la sinagoga aquel sábado:
«El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (4, 18-19).
Todas las cosas que enumera Jesús constituyen los contenidos del jubileo. Según la ley mosaica, cada cincuenta años debía haber un año especial, anunciado por el sonido de un cuerno, llamado jobel, y, por ello, llamado jubileum, jubileo. En dicho año, la tierra debía volver en posesión de su antiguo propietario; los esclavos debían ser dejados en libertad; las deudas, condonadas. Un año, en suma, de gracia, de reconciliación y de perdón general.
Lo que Jesús proclamó en la sinagoga de Nazaret era, por lo tanto, el primer jubileo cristiano de la historia; el primer gran «año de gracia», del que todos los jubileos y los «años santos» no son más que una conmemoración. ¡Cuántas personas experimentaron los frutos de este «año de gracia» en el ministerio de Jesús! ¡Cuánta vida, cuánta alegría nueva para las aldeas de Galilea! Y los nazarenos, los primeros a quienes Jesús les había ofrecido todo esto, excluidos por sí mismos del gran banquete mesiánico. ¡Ellos rechazaron la gracia del jubileo!
Sería trágico si nosotros cometiésemos el mismo error. Italia, y en general Europa, son para el cristianismo, lo que era Nazaret para Jesús: «el lugar donde había sido criado»: Lucas 4,16. (El cristianismo ha nacido en Asia, pero ha crecido en Europa; un poco como Jesús había nacido en Belén, ¡pero fue criado en Nazaret!). Estos pueblos corren el mismo riesgo que los nazarenos: no reconocer a Jesús.
Al lanzar el programa del primer año de preparación inmediata al jubileo del año 2000 («Jesucristo único salvador, ayer, hoy y siempre»), fueron registrados sobre él los comentarios de distintas personas. Uno de ellos, que vive sin demora fija y duerme sobre los bancos de las grandes ciudades, en suma «un barbudo», dio una respuesta sencillísima, que, sin embargo, dicha por él, adquiere un significado particular: «¿Jesucristo? ¡Creo que es el único que pueda salvar a alguno!»
Es justo, asimismo, que afrontemos una vez más la cuestión: ¿por qué nosotros, los cristianos, afirmamos que Jesús es el único salvador? ¿Sobre qué basamos una afirmación tan atrevida? La respuesta es ésta: Jesucristo, según nuestra fe, es Dios y hombre a la vez. Como hombre nos representa; lo que hace nos pertenece, nos afecta, es un bien de familia, al que todo miembro de la casa puede acceder; como Dios, lo que hace tiene un valor infinito y, por ello, puede salvar no sólo a los hombres de una generación o de una cultura, sino también a todos los hombres de todos los tiempos. «¿Hay algo imposible o demasiado grande para Dios?» (cfr. Lucas 18,27).
Si me seguís un instante, hagamos una lección de alta teología, comprensible, también, sin embargo, para las personas más sencillas. Después del pecado de Adán, la situación era ésta: el hombre debía luchar y vencer a Satanás, ante el que se había subordinado; pero, no podía hacerlo (¿cómo liberarse de alguien, mientras se es todavía esclavo de él y en su poder?). Por el contrario, Dios podía vencer; pero, no debía luchar; porque no era él quien había pecado. Se estaba, pues, en un callejón sin salida y el pecado dominaba y trajinaba a la humanidad en ruinas. Uno debía luchar, pero no podía vencer; el otro podía vencer, pero no debía luchar. Con Cristo se sale de esta situación de espera. En él, verdadero Dios y verdadero hombre, aquel que debía luchar y vencer al enemigo, se encuentra con que sólo él podía hacerlo. Y así es cómo la salvación ha venido al mundo. Se entiende la alegría y el entusiasmo del Apóstol que, volviendo a recordar estas cosas, exclama: «Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús» (Romanos 8,1). ¡Estamos redimidos, salvados, perdonados, hemos sido hechos nuevas criaturas! ¡Dios proclama su gran jubileo, la condonación de todas las deudas, el retorno del esclavo a la casa del Padre, no siendo ya más esclavo sino hijo!
Sin embargo, hay que comprender una cosa fundamental. Todo esto, Cristo lo ha hecho «por mí», singularmente por mí, por los hombres concretos, no genéricamente por la humanidad. Jesús no es sólo el único salvador del mundo; es mi salvador personal. Ha muerto por mí. Es todo entero para mí. Cuando se llega a estar verdaderamente convencidos de esto, la vida cambia, se enciende una gran luz, nace una confianza inaudita, un brío nuevo e inamovible. La religión cambia de aspecto; ya no es más lo «de los sacerdotes», sino un hecho íntimo y personal. Jesús quiere realizar, en cada persona, que lo acoge, aquellas cosas que predicó en la sinagoga de Nazaret: proclamarles su buena noticia; sanar sus corazones, si están abatidos; volverles a dar la vista; liberarles de toda prisión...
Existen dos modos de vivir las grandes ocasiones de gracia. Hay un modo exterior y hay un modo interior o del corazón. El exterior consiste en grandes celebraciones, grandes iniciativas religiosas y festividades civiles. El interior consiste en hacer la experiencia de todas las cosas enumeradas por Jesús y que se resumen en una palabra: «un año de gracia». La celebración externa debe servir para la interior, para la del corazón; si no, es tiempo y dinero malgastado. A Dios no le interesa renovar las calles (para esto basta el Ministerio de Fomento) sino los corazones.
Debemos, por lo tanto, dar un seguimiento al jubileo del año 2000 de modo que permanezca como un acontecimiento de gracia para nosotros, una ocasión irrepetible para descubrir a Jesús como nuestro Señor y Salvador personal. Como «mío», como algo que me pertenece, que yo poseo y del que estoy poseído. Dios no obstante repite otra vez a los hombres lo que dijo cuando envió a Cristo por primera vez a la tierra:
«En el tiempo favorable te escuché, y en el día de salvación te ayudé. Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación» (2 Corintios 6, 2).
Nos falta también una breve consideración a hacer. Para que todo esto se realice para nosotros, es necesario que asimismo nosotros demos un paso hacia Dios. El episodio evangélico nos enseña una cosa importante. Jesús nos deja libres; propone, no impone sus dones. Aquel día, ante el rechazo de sus paisanos, Jesús no se lanzó con amenazas e invectivas. No dijo, indignado, como lo que se cuenta de Publio Escipión, el Africano, que dijo abandonando Roma: «¡Ingrata patria, tú no tendrás mis huesos!» Simplemente, se marchó a otra parte. Una vez que no había sido acogido en otro sitio y los discípulos indignados le proponían que hiciera descender fuego del cielo sobre aquella ciudad, Jesús se volvió y les reprendió (cfr. Lucas 9,54).
Así, hace también hoy. «Dios es tímido». Tiene mucho respeto a nuestra libertad y a cuanto tenemos nosotros mismos los unos para con los otros. Esto crea una gran responsabilidad. San Agustín decía: «Tengo miedo de Jesús que pasa» (Timeo Jesum transeuntem). Podría, en efecto, pasar sin que yo me dé cuenta; pasar sin que yo esté dispuesto a ampararlo o acogerlo. Como sucedió aquel día a los nazarenos.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Recibir con alegría la palabra del profeta
¡Cuánta incredulidad hay en los hombres!
¡Cuánta desconfianza y egoísmo, que les entorpece el entendimiento y la voluntad, para aceptar que Dios se quiera manifestar en su propia casa, y se haya dignado a elegir a uno de los suyos como profeta para transmitir su mensaje de amor y esperanza, y obrar sus maravillas!
¡Qué difícil es reconocer que Dios elige a los más pequeños, para revelarse y mostrarse al mundo tal cual es: un Dios enamorado de los hombres, que quiere vivir en medio de ellos!
¡Qué difícil es para un profeta hablar de Dios en su propia tierra, y ser escuchado y aceptado!
Es más fácil llamarlo loco, porque se comporta como un enamorado de Dios que desprecia al mundo y renuncia hasta a sí mismo para seguir a Cristo.
Qué fácil es hablar a sus espaldas y burlarse de él, negando la veracidad de sus palabras, porque comprometen y atraviesan el alma. Prefieren seguir viviendo en la oscuridad y rechazan la luz.
Al mundo le falta fe, al mundo le falta amor. Si no fueran incrédulos, sino creyentes; si no cerraran su corazón y comprendieran el lenguaje del amor, recibirían con alegría el mensaje de Dios en su propia casa, y Él obraría milagros admirado de su fe, y vivirían en paz y armonía, agradeciendo al Señor por obrar en ellos sus maravillas.
Persevera tú, cumpliendo tu misión como buen cristiano, sostenido por la fe, por la esperanza y el amor, a pesar del ambiente adverso, de las persecuciones y contrariedades.
Haz el bien sin esperar reconocimiento ni recompensa, antes bien, reconociendo a Cristo ante los hombres, sabiendo que tu mayor recompensa será que Él te reconocerá ante su Padre que está en el cielo.
Anuncia la Buena Nueva del Evangelio, confiando que, quien no crea por tus palabras, creerá por tu ejemplo.
Acude a la intercesión de la Madre de Dios, sigue adelante, reza, y no te preocupes, porque el Espíritu Santo obrará en ellos».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Ser santos en la vida corriente
Por los versículos de san Marcos que nos ofrece para considerar en este domingo la Liturgia de la Iglesia, podemos saber que los paisanos de Jesús lo tenían, en efecto, como un hombre corriente. Pero sucedía entonces, como en nuestros días, que la gran mayoría de las personas tenían escaso conocimiento de las verdades reveladas. También hoy sucede con frecuencia que quienes se dedican junto a colegas, compañeros y amigos a ocupaciones corrientes de trabajo, familia, diversión, etc. son poco versados en la ciencia de Dios. Resulta, de eso, también hoy admirable encontrarse a un cristiano corriente que tiene una buena formación doctrinal católica.
Posiblemente también en el círculo de nuestros familiares, amigos y conocidos les llamaría la atención –si no les ha sorprendido ya– vernos piadosos, además de buenos trabajadores; conocedores del evangelio –sin vergüenzas–, además te enterados de los vaivenes de la política local e internacional; con tiempo para ellos –para cada uno–, y con tiempo también para la frecuencia de sacramentos y para la oración. Y todo eso a costa, eso sí, de la propia comodidad, del ocio y de las pérdidas de tiempo, que para muchos se han convertido hoy en un derecho. En este sentido las cosas parece que han cambiado poco en veinte siglos.
Hoy como ayer, salir de la mediocridad que reina en el saber y en el hacer –porque la comodidad excesiva o pereza es un pecado capital que a todos nos tienta– es logro victorioso de algunos luchadores. Toda una “industria” sabe aprovechar la debilidad humana y mantenerla, para manejar mejor a las personas, uniformadas así por la ley del mínimo esfuerzo. Los beneficios de la hábil explotación de los aburguesados son ingentes, gracias a la comercialización de cientos de artículos que nutren y activan más y más los apetitos meramente humanos del gusto y el confort. A la vista de todos está el lujo y el placer que disfrutan algunos pocos y que muchos más pretenden: capricho superfluo y, sin embargo, nuevo dios que acapara la mente, el corazón y la sensibilidad de tantos y tantos.
Los criterios de éxito, de poder, de categoría y calidad de vida o de dignidad y grandeza humanas de esa cultura, incluyen valores solamente terrenos. Pocas veces, en efecto, se piensa en un gran hombre justo, heroico, generoso, valiente, esforzado, humilde y discreto... Si no es famoso de algún modo, si no triunfa con un éxito reconocido, es difícil que en la sociedad en que vivimos se le considere un ejemplo a seguir. Un “gran hombre” es famoso, desata la admiración de las multitudes, incluso pone de moda su forma de ser por alguna razón exitosa, aunque personalmente esté cargado de vicios –que puede no estalo–, con independencia, en cualquier caso, de su calidad humana y espiritual. Algo tan poco meritorio como la caprichosa fortuna o unas condiciones naturales físicas extraordinarias, puede hacer a alguien admirable e incluso envidiable para algunos.
Deberíamos habituarnos –si es que reconocemos que podemos ser en ocasiones un poco superficiales en el modo de valorar las personas– a calar en el fondo auténtico de la gente en la medida de lo posible. Sin duda, es necesario primero y ante todo conocernos bien la nosotros mismos. Contemplar nuestra vida y su conducta –como contenido que da valor y categoría al ser persona de cada uno– desde una conciencia sobrenatural, divina. Con esa luz nos será fácil juzgar de nosotros mismos, ante todo, y de los demás de modo secundario, pero acertadamente, ya que nos interesa, por muy diversas razones, saber cómo son en realidad nuestros semejantes.
Las palabras de san Marcos que hoy se nos ofrecen, ponen de manifiesto que Jesús, en aquella ocasión, siendo como siempre la perfección misma de categoría humana, no cayó bien a sus paisanos. Fue, según parece, porque esperaban de Él algo llamativo: el éxito clamoroso como condición para que sea reconocida la virtud. No se deja Jesús impresionar por las pretensiones de aquéllos: no muda su conducta para ganarse seguidores. Desde luego que no sería más más cierto lo que acababa de enseñarles por hacer, además, algún prodigio extraordinario como esperaban. Por la elocuencia de sus palabras y la coherencia incontestable de sus razonamientos ya habían reconocido la verdad de su doctrina: ¿De dónde sabe éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado...? Sólo quedaba ya –y por parte de ellos– el asentimiento a sus palabras pues las reconocían cargadas de verdad, aunque Jesús les pareciera sólo –por el momento– el artesano, el hijo de María. Además, claro está, había poner por obra su enseñanza.
También nosotros queremos actuar siempre con esa sencillez de Jesús, pues es suficiente con que contemple Dios nuestras buenas obras para sentirnos llenos de paz. No queramos sentir sobre todo el beneplácito de los hombres. No necesitemos una justificación ante ellos de nuestra conducta: basta con que la recta conciencia no nos acuse ante Dios. Del mundo no pocas veces sentiremos incomprensión, cargada como está la sociedad de ideales e intereses de mero confort, útiles a corto plazo, plausibles e interesantes para una mayoría poco dada al esfuerzo.
La Madre de Dios y de los hombres, que en su admirable y humilde sencillez todo lo refiere a su Creador, nos asista a cada paso para permanecer sólo atentos a lo que a Él le agrada.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Por qué un profeta no es recibido en su tierra
En el centro de la palabra de Dios de este domingo, se encuentra aquel dicho tan conocido de Jesús: “Ningún profeta es recibido en su tierra”. En el texto de Marcos: Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa. Una palabra que es reivindicada en los Evangelios; con pocas variantes, es transmitida por los cuatro evangelistas (cfr. Mt. 13, 57; Lc. 4, 24; Jn. 4, 44).
En tiempos de Jesús, esta palabra ya circulaba como proverbio; Jesús se adueñó de ella para expresar la suerte que le había tocado en su tierra. Detrás de aquella palabra, hay un acontecimiento bien preciso en su vida: el regreso a Nazaret, acaecido después de haber comenzado su ministerio público, es decir, no en calidad del simple carpintero de algunos meses antes, con quien se estaba habituado a hablar de mesas, yugos para los bueyes y arados para hacer o reparar, sino en calidad de maestro que habla con autoridad y convoca a la fe.
La escena se desarrolla en la sinagoga, en el centro local del culto y de la oración, lugar de reunión para leer la Biblia y escuchar las explicaciones de los rabinos. Sucedió, por decirlo así, en la iglesia parroquial de Nazaret. Uniformándose con la praxis religiosa de su pueblo, Jesús va a la sinagoga y, una vez leído un pasaje de la Biblia (cfr. Lc. 4,17 ssq), comienza a enseñar. Podemos imaginar la expectativa y la curiosidad de los habitantes de Nazaret. Ellos esperaban que, como los otros rabinos de la época, Jesús diera prueba de su capacidad con sutiles distinciones exegéticas y aplicaciones jurídicas del texto. En lugar de eso, se sienten como embestidos por un ciclón: El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia. (A juzgar por el contexto –(cfr. Mc. 1, 15)– ésta fue la primera savia de la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret). El resultado fue un fracaso total, y resulta conmovedor y alentador que sea el mismo Evangelio el portavoz de este fracaso de Jesús. Todo lo que él pudo hacer fue, al salir, imponer las manos sobre algunos enfermos que tal ‘vez se encontraban en los alrededores de la sinagoga para pedir limosna, y curarlos’. De acuerdo con el relato de Lucas, el hecho concluyó en forma dramática; entre gritos y amenazas, Jesús fue empujado fuera de la sinagoga y echado de la ciudad (cfr. Lc. 4, 28 ssq.). Este acontecimiento de su vida es simbólico ya que tiene un significado que va más allá del episodio; puede ser considerado como símbolo de toda la vida terrenal de Cristo. De hecho, así lo vio Juan en su Evangelio, al hablar de la Palabra: Vino a los suyos y los suyos no la recibieron (Jn. 1, 11). Nazaret es el pueblo hebreo (“su tierra”); Nazaret es el mundo (Jn. 1, 10: Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció).
Frente a la escena de Jesús echado de Nazaret y empujado hasta un lugar escampado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad (Lc. 4, 29), ¿quién no piensa enseguida en la escena de Jesús que sale de Jerusalén y es conducido al Calvario llevando su cruz?
Ante ese resultado, la pregunta que surge naturalmente es: ¿por qué los “suyos” no lo recibieron? Y, en forma más general, ¿por qué un profeta no es recibido en su tierra? Ésta es la respuesta que da Juan: porque los hombres aman las tinieblas más que la luz; tienen miedo de la luz porque les revela que sus obras son malas (cfr. Jn. 1, 5; 3, 19 sq.). Pero tratemos de entender también a los habitantes de Nazaret: ellos no querían rechazar la luz y elegir las tinieblas, al menos no lo querían conscientemente; no tenían miedo de la luz. ¿De qué tenían miedo y qué rechazaban? ¡Rechazaban lo nuevo! Jesús se había presentado como profeta. El profeta es un hombre incómodo; a veces (como en el caso de Ezequiel descrito en la primera lectura), constituye un desafío enviado por Dios al pueblo. El profeta es Dios que impone su estilo y su “paso” al hombre, obligándolo a “romper” su propio paso; por lo tanto, el profeta es la novedad de Dios, es lo imprevisto, es el cambio. La palabra que debió perturbar más que ninguna otra a los habitantes de Nazaret, fue: ¡Con viértanse!, es decir, cambien de mentalidad y de forma de vida.
A los hombres no les gusta lo nuevo, o, mejor dicho, les gusta lo nuevo pero “alrededor” de ellos, no “en” ellos. Entonces, con tal de no cuestionarse y de no cambiar, ¿qué hacen? Se remiten al pasado, a la sensación de tranquilidad y de seguridad dada por las cosas que se hicieron siempre. ¿Quién es éste que quiere revolucionar todo? ¿Qué necesidad hay de cambiar? ¡Siempre se hizo así! Poco importa si, haciendo siempre así, uno se sentía descontento, infeliz y esclavizado; también nos acostumbramos a ser infelices y nos encariñamos con la esclavitud. Es de esa manera como se llega a ser hombres “obstinados” y “de corazón endurecido” (lectura 1ª).
Le había pasado al pueblo hebreo. En los largos siglos posteriores al exilio, había perdido la familiaridad con los profetas y, en compensación, se había ligado más que nunca a las instituciones: los rabinos, los sacerdotes, la sinagoga, el sábado. Lo que repetían los rabinos y lo que siempre se había hecho (las llamadas “tradiciones de los padres”), estaba bien. No se excluye que los habitantes de Nazaret hubieran sido prevenidos contra Jesús por los escribas enviados por las autoridades de Jerusalén con el fin de desacreditar sus milagros entre la gente, diciendo que expulsaba a los demonios en nombre de Belcebul (cfr. 3, 22). Las autoridades se habían pronunciado y la gente de Nazaret encontraba más seguro estar de acuerdo con ellas antes que con el profeta.
Lo delicado de todo esto es que no se trata de una elección neta y clara como la de la luz y las tinieblas; también la autoridad es un bien y está establecida por Dios (¡cuando es establecida por Dios!); la fidelidad hacia la tradición también es un valor, especialmente cuando esa tradición está entretejida con intervenciones de Dios. ¿Cuándo se arruina esa fidelidad y se convierte en resistencia y rebelión contra Dios? Cuando se transforma en “un velo” para cubrir la propia pereza; cuando es un pretexto para no ponerse en camino, aceptando el riesgo, el abandono y la disponibilidad propios de la fe. Los habitantes de Nazaret –y en mayor escala, el pueblo hebreo– tenían signos para reconocer que en Jesús era Dios quien interpelaba a su pueblo: el Evangelio proclamado con fuerza a los pobres, los ciegos que veían, los rengos que caminaban, los leprosos que eran curados. (Jn. 10, 37: Crean en las obras, aunque no me crean a mí).
Todo lo que hemos dicho ya es terriblemente actual, pero debemos esforzarnos por actualizarlo todavía más. Antes que nada, ¿quiénes son hoy para Jesús los “suyos”, cuál es “su tierra” y “su casa” sino nosotros y la Iglesia? Una vez más, es a nosotros a quienes se dirige la palabra de Dios. Estamos obligados a admitir que también entre nosotros Jesús realiza “muchas maravillas” y que su palabra a menudo resulta ligada. Si nos preguntamos el por qué, a la luz del Evangelio de hoy una palabra se destaca enseguida en primer plano: causa de la falta de fe de esa gente (Mt. 13, 58). Sin embargo, ahora ya hemos entendido en qué consiste ese tipo de incredulidad. Consiste en la pereza, en la adhesión obstinada a nuestras costumbres y seguridades materiales que vienen del pasado, que nos impiden abrirnos con fe a la potencia del Espíritu de Dios, el cual siempre hace “cosas nuevas” (aun si son coherentes con las antiguas); consiste en rechazar la idea de que también los buenos cristianos, incluso los que observan la ley a la perfección (¡suponiendo que los haya!), incluso los “maestros en Israel”, puedan tener necesidad de una conversión radical y continua; que también las iglesias locales con un pasado glorioso puedan tener necesidad de aprender de otras iglesias, sin excluir a las del tercer mundo.
Los habitantes de Nazaret encontraron el pretexto para su incredulidad en el hecho de que fuera uno de ellos quien predica se la conversión, un hijo de tal y hermano de tal otro, uno a quien habían visto comer, trabajar, sudar, dormir y andar por la calle. ¡Se escandalizaban de la Encarnación! Eso puede suceder también hoy, especialmente en las parroquias del campo. Se buscan razones para no escuchar al propio pastor porque se conocen sus costumbres y debilidades, porque en la vida cotidiana parece tan poco profeta... Pablo ha recordado una característica de la potencia de Dios: Me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades... porque cuando soy débil, entonces soy fuerte (lectura II). Para Jesús fue debilidad ser hombre como los otros, tener –él, Hijo de Dios– un nombre, parientes, patria. Para quienes proclaman hoy la nueva evangélica, es debilidad la separación inevitable entre la palabra y la vida, el cansancio, la pobreza de lenguaje o de cultura, alguna miseria dentro de la propia familia. Es necesario realizar un esfuerzo para ir más allá de estas cosas Y reconocer la palabra del Señor incluso a través de la voz ronca del anunciador humano.
Esto –podríamos decir– es la advertencia que el Evangelio de hoy da a los laicos con respecto al sacerdote. También hay una advertencia ofrecida a los sacerdotes con respecto a los laicos. Un motivo de escándalo para la gente de Nazaret fue éste: ¡Jesús era un “laico” que pretendía explicar la Biblia! ¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? Como decir: ¡pretende hablar de estas cosas sin haber hecho los estudios correspondientes! (¿Cómo conoce las Escrituras sin haber estudiado?: Jn. 7, 15). En este caso, ¡incluso conocer las Escrituras se hace sospechoso! Se da muy a menudo el hecho de rechazar una auténtica palabra de Dios o de conceder poco valor a una advertencia porque provienen de gente que no tiene títulos. Hay que disipar mucha desconfianza –a pesar del Concilio Vaticano II– acerca de la capacidad de los laicos de ser testigos y profetas de Jesús, incluso “entre los doctores”.
Ahora, en la Eucaristía, Jesús regresa a los “suyos”. A quienes lo reciben y creen en su nombre, les da el poder y la gloria de ser llamados hijos de Dios.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
En el Ángelus (4-VII-1982).
• En la vida corriente • Fortaleza • Colaborar con la gracia de Dios • La Virgen.
1. «A ti levanto mis ojos, oh Dios» (Sal 123 (122), 1).
La Iglesia pronuncia estas palabras en la liturgia del domingo de hoy. En ellas se expresa algo así como un ritmo interior de nuestra intimidad con Dios: levantamos los ojos a Dios con la oración. Lo hacemos interrumpiendo el trabajo tres veces al día a lo largo de la jornada y rezando el Ángelus.
Y así hacemos muchas veces cuando (como dice el mismo Salmo en el v. 4) «estamos saciados de sufrimientos, incertidumbres y penas. Entonces buscamos el apoyo de Dios. Comenzamos a orar hasta sin palabras: elevamos los ojos a Dios, elevamos el alma y todo nuestro ser. Con la oración se expresa enteramente la modalidad cristiana de nuestra existencia.
2. En la liturgia de este domingo nos habla el Apóstol Pablo y sus palabras merecen una reflexi6n de parte nuestra. «Muy a gusto presumo de mis debilidades porque así residirá en mi la fuerza de Cristo... Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12, 9-10).
Así escribe de sí mismo un hombre que experimentó personalmente y de modo particular el poder de la gracia de Dios. Orando en medio de las dificultades de la vida, oyó estas palabras del Señor: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12, 9).
La oración es la primera y fundamental condición de la colaboración con la gracia de Dios. Es menester orar para obtener la gracia de Dios y se necesita orar para poder cooperar con la gracia de Dios.
Este es el ritmo auténtico de la vida interior del cristiano. El Señor nos habla a cada uno como habló al Apóstol: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad».
3. Cuando rezamos el Ángelus, meditamos sobre el momento supremo de la colaboración con la gracia de Dios en la historia del hombre. María, al decir: He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38) y aceptar la maternidad del Verbo encarnado, une de modo particularísimo su debilidad humana con el poder de la gracia. Por ello, cuando manifiesta sus temores humanos, oye estas palabras: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35).
4. Al rezar el Ángelus admiramos la plenitud de la gracia y la plenitud de la colaboración con la gracia en la Virgen de Nazaret. AI recitar el Ángelus, pidamos colaborar constantemente con la gracia de Dios.
Pidámoslo para nosotros mismos y para cada hombre sin excepción. “¿Qué aprovecha al hombre (a todo hombre) ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26)
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
La Liturgia de la Palabra de hoy nos recuerda los dos grandes obstáculos a superar al dar a conocer a Jesucristo: la incredulidad y la propia debilidad. “Te envío para que les digas: Esto dice el Señor... te hagan caso o no te hagan caso (pues son un pueblo rebelde), sabrán que hubo un profeta en medio de ellos”, Y en la 2ª Lectura continúa S. Pablo su labor evangelizadora sobreponiéndose a su debilidad y apoyado en la gracia de Dios.
También el Señor al comienzo de su ministerio público encontró una gran resistencia para que aceptaran su mensaje. Los prejuicios pudieron más que la evidencia: “¿No es éste el carpintero, el hijo de María...? Y desconfiaban de él”. También hoy se mira con desconfianza a Jesucristo, a su Iglesia y a sus enseñanzas. Esta reserva inicial que es una dura prueba para nuestra fe, no debe ni retraernos de seguir difundiéndola entre nuestros familiares y amigos ni acomodarla para hacerla más atractiva a una mentalidad permisiva.
“¿Cómo callar, dice Juan Pablo II, ante la indiferencia religiosa que lleva a muchos hombres de hoy a vivir como si Dios no existiera o a conformarse con una religión vaga, incapaz de enfrentarse con el problema de la verdad y con el deber de la coherencia?”.
Debemos pedir al Señor que nos ayude a sobreponernos a la tentación del desaliento al detectar las resistencias o la débil respuesta que la verdad de Jesucristo encuentra tanto en nosotros mismos como en quienes nos rodean. La verdad tiene un enorme poder de convocatoria. Ella se abre paso por sí sola en la cabeza y el corazón de quienes la buscan sinceramente. Tomemos ejemplo del Señor en Nazaret donde sus paisanos le miran con desconfianza, como acabamos de oír en el Evangelio de la Misa de hoy, o en aquella entrevista con Pilato donde parece derrotado y frente a un mandatario escéptico: “Yo para esto he nacido y para eso vine al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18,37).
No nos dejemos impresionar por los obstáculos que encontremos en el camino. El futuro es de los que no se desaniman y continúan difundiendo entre sus iguales la doctrina salvadora de Cristo. Habrá dificultades, incomprensiones y hasta rechazos violentos, pero el éxito final está asegurado. “En el mundo tendréis tribulación; pero confiad: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Sabemos que hay un Profeta en medio de nosotros”
Llamado a ser profeta en medio de un pueblo obstinado y rebelde, Ezequiel es denominado “hijo de hombre”, destacando la debilidad humana, frente a la grandeza de Dios. Parece desprenderse de la expresión: “Sabrán que hubo un profeta en medio de ellos”, que hubiera alguna queja en el pueblo contra Dios.
Mientras Jesús va dándose a conocer, se suceden ocasiones de hostilidad. Al principio, en esta su tierra, hay “asombro” y “extrañeza”; luego, enemistad. Por eso el poder milagroso de Cristo parece quedar sin efecto ante la incredulidad de sus paisanos. Lo que san Marcos describe como “no pudo”, san Mateo lo suaviza con un “no hizo”; pero por idéntico motivo.
No es fácil reconocer que alguien, cuyos orígenes y pasos sean conocidos, intente un día enseñarnos algo. Sobre todo si ha ascendido de categoría social. Nuestra ramplona visión se retrotrae en el tiempo. Y, dejando de ver lo que tenemos ante los ojos, preferimos recordar lo que tenemos en la memoria. A Jesús le dolió la falta de fe de la gente de su tierra. Pero también le dolería que le trataran despectivamente con los títulos más “humillantes” que encontraron. Y no por Él, sino por María y José.
– “Cristo viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» que quiere decir «ungido». No pasa a ser nombre propio de Jesús sino porque Él cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Éste era el caso de los reyes, de los sacerdotes y, excepcionalmente, de los profetas. Éste debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino. El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor a la vez como rey y sacerdote pero también como profeta. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey” (436; cf. 3783, 1241).
– “Cuando Jesús confía abiertamente a sus discípulos el misterio de la oración al Padre, les desvela lo que deberá ser su oración, y la nuestra, cuando haya vuelto, con su humanidad glorificada, al lado del Padre. Lo que es nuevo ahora es «pedir en su Nombre» (Jn 14,13). La fe en Él introduce a los discípulos en el conocimiento del Padre porque Jesús es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). La fe da su fruto en el amor: guardar su Palabra, sus mandamientos, permanecer con Él en el Padre que nos ama en Él hasta permanecer en nosotros. En esta nueva Alianza, la certeza de ser escuchados en nuestras peticiones se funda en la oración de Jesús” (2614).
– “Cristo, que es Maestro y Señor nuestro, manso y humilde de corazón, atrajo e invitó pacientemente a los discípulos. Cierto que apoyó y confirmó su predicación con milagros para excitar y robustecer la fe de los oyentes, pero no para ejercer coacción sobre ellos. Cierto que reprobó la incredulidad de los que le oían, pero dejando a Dios el castigo para el día del Juicio. Al enviar a los Apóstoles al mundo, les dijo: «El que creyere y fuere bautizado, se salvará; mas el que no creyere, se condenará» (Mc 16,16)” (DH 11).
No ser reconocido como profeta en su tierra no significó para Cristo dejar de serlo. No ser reconocida la Iglesia como la voz legítima de Cristo, no quiere decir que no lo sea.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Te basta mi gracia.
– El Señor nos presta su ayuda para superar los obstáculos, las tentaciones y las dificultades.
I. En la Segunda lectura de la Misa nos muestra San Pablo su profunda humildad. Después de hablar a los de Corinto de sus trabajos por Cristo y de las visiones y revelaciones del Señor, les declara también su debilidad: para que no me engría, me fue clavado un aguijón en la carne, un ángel de Satanás, para que me abofetee, y no me engría.
No sabemos con seguridad a qué se refiere San Pablo cuando habla de este aguijón de la carne. Algunos Padres (San Agustín) piensan que se trata de una enfermedad física particularmente dolorosa; otros (San Juan Crisóstomo) creen que se refiere a las tribulaciones que le causan las continuas persecuciones de que es objeto; y algunos (San Gregorio Magno) opinan que se refiere a tentaciones especialmente difíciles de rechazar. De todas formas, es algo que humilla al Apóstol, que entorpece en cierto modo su tarea de Evangelizador.
San Pablo había pedido al Señor por tres veces que apartara de él ese obstáculo. Y recibió esta sublime respuesta: Te basta mi gracia, porque la fuerza resplandece en la flaqueza. Para superar esa dificultad le basta la ayuda de Dios, y sirve además para poner de manifiesto el poder divino que le permite superarla. Al contar con la ayuda de Dios es más fuerte, y esto le hace exclamar: por eso, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte. En nuestra debilidad experimentamos constantemente la necesidad de acudir a Dios y a la fortaleza que de Él nos viene. ¡Cuántas veces nos ha dicho el Señor en la intimidad de nuestro corazón: Te basta mi gracia, tienes mi ayuda para vencer en las pruebas y dificultades! Alguna vez quizá experimentemos de modo especialmente vivo la soledad, la flaqueza o la tribulación: Busca entonces el apoyo del que ha muerto y resucitado. Procúrate cobijo en las llagas de sus manos, de sus pies, de su costado. Y se renovará tu voluntad de recomenzar, y remprenderás el camino con mayor decisión y eficacia.
Las mismas debilidades y flaquezas se pueden convertir en un bien mayor. Santo Tomás de Aquino, al comentar este pasaje, explica que Dios puede permitir en ocasiones ciertos males de orden físico o moral para obtener bienes más grandes y más necesarios. Nunca nos dejará el Señor en medio de las pruebas. Nuestra misma debilidad nos ayuda a confiar más, a buscar con más presteza el refugio divino, a pedir más fuerzas, a ser más humildes: ¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos mira, porque Él no nos abandona, comprenderemos en toda su hondura las palabras del Apóstol: virtus in infirmitate perficitur (2 Cor 12, 9); con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias –mejor, con nuestras miserias–, seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará el poder divino, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza.
– “Si quieres, puedes”.
II. Me fue clavado un aguijón en la carne, un ángel de Satanás, para que me abofetee... Parece como si San Pablo sintiera aquí de una manera muy viva sus limitaciones, junto a las ocasiones en las que ha contemplado la grandeza de Dios y de su misión de Apóstol. También nosotros algunas veces hemos entrevisto en la vida “metas generosas, metas de sinceridad, metas de perseverancia..., y, sin embargo, tenemos como metida en el alma, como en lo más hondo de lo que somos, una especie de raíz de debilidad, de falta de fuerza, de oscura impotencia..., y esto algunas veces nos tiene tristes y decimos: no puedo”. Vemos lo que el Señor espera de nosotros en esa situación o en aquellas circunstancias, pero quizá nos encontramos débiles y cansados ante las pruebas y dificultades que debemos superar: “La inteligencia –iluminada por la fe– te muestra claramente no sólo el camino, sino la diferencia entre la manera heroica y la estúpida de recorrerlo. Sobre todo, te pone delante la grandeza y la hermosura divina de las empresas que la Trinidad deja en nuestras manos.
“El sentimiento, en cambio, se apega a todo lo que desprecias, incluso mientras lo consideras despreciable. Parece como si mil menudencias estuvieran esperando cualquier oportunidad, y tan pronto como –por cansancio físico o por pérdida de visión sobrenatural– tu pobre voluntad se debilita, esas pequeñeces se agolpan y se agitan en tu imaginación, hasta formar una montaña que te agobia y te desalienta: las asperezas del trabajo; la resistencia a obedecer; la falta de medios; las luces de bengala de una vida regalada; pequeñas y grandes tentaciones repugnantes; ramalazos de sensiblería; la fatiga; el sabor amargo de la mediocridad espiritual... Y, a veces, también el miedo: miedo porque sabes que Dios te quiere santo y no lo eres.
Permíteme que te hable con crudeza. Te sobran “motivos” para volver la cara, y te faltan arrestos para corresponder a la gracia que Él te concede, porque te ha llamado a ser otro Cristo, ipse Christus! –el mismo Cristo. Te has olvidado de la amonestación del Señor al Apóstol: “¡te basta mi gracia!”, que es una confirmación de que, si quieres, puedes.
Te basta mi gracia. Son palabras que hoy el Señor dirige a cada uno de nosotros para que nos llenemos de fortaleza y de esperanza ante las pruebas que tengamos delante. Nuestra misma debilidad nos servirá para gozarnos en el poder de Cristo, nos enseñará a amar y sentir la necesidad de estar siempre muy cerca de Jesús. Las mismas derrotas, los proyectos incumplidos nos llevarán a exclamar: Cuando soy débil, entonces soy fuerte, porque Cristo está conmigo.
Cuando la tentación o los contratiempos o el cansancio se hagan mayores, el demonio tratará de insinuarnos la desconfianza, el desánimo, el descamino. Por eso, hoy debemos aprender la lección que nos da San Pablo: Cristo está entonces especialmente presente con su ayuda; basta que acudamos a Él. Y también podremos decir con el Apóstol: Con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo.
– Medios que debemos poner en las tentaciones.
III. Sería temerario desear la tentación o provocarla, pero sería un error el temerla, como si el Señor no nos fuera a proporcionar su asistencia para vencerla. Podemos aplicarnos confiadamente las palabras del Salmo: Te enviará a sus ángeles para que te guarden en todos tus caminos, // y ellos te llevarán en sus manos para que no tropieces en las piedras. // Pisarás sobre áspides y víboras, y hollarás al león y al dragón. // Porque me amó, Yo le salvaré; Yo le defenderé porque confesó mi nombre. // Me invocará y Yo le oiré, estaré con él en la tribulación, le sacaré y le honraré. // Le saciaré de días y le daré a ver mi salvación.
Pero, a la vez, el Señor nos pide prevenir la tentación y poner todos los medios a nuestro alcance para vencerla: la oración y mortificaciones voluntarias; huir de las ocasiones de pecado, pues el que ama el peligro perecerá en él; llevar una vida laboriosa de trabajo continuo, cumpliendo ejemplarmente los deberes profesionales y cambiando de actividad en el descanso; fomentar un gran horror a todo pecado, por pequeño que parezca; y, sobre todo, esforzándonos por aumentar en nosotros el amor a Cristo y a Santa María.
Combatimos con eficacia abriendo el alma en la dirección espiritual cuando comienza a insinuarse la tentación de la infidelidad, “pues manifestarla es ya casi vencerla. El que revela sus propias tentaciones al director espiritual puede estar seguro de que Dios otorga a éste la gracia necesaria para dirigirle bien (...).
“No creamos nunca que la tentación se combate poniéndonos a discutir con ella, ni siquiera afrontándola directamente (...). Apenas se presente, apartemos de ella la mirada para dirigirla al Señor que vive dentro de nosotros y combate a nuestro lado, que ha vencido el pecado; abracémonos a Él en un acto de humilde sumisión a su voluntad, de aceptación de esa cruz de la tentación (...), de confianza en Él y de fe en su proximidad, de súplica para que nos transmita su fuerza. De este modo la tentación nos conducirá a la oración, a la unión con Dios y con Cristo: no será una pérdida, sino una ganancia. Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman (Rom 8, 28)”.
De las pruebas, tribulaciones y tentaciones podemos sacar mucho provecho, pues en ellas demostraremos al Señor que le necesitamos y que le amamos. Nos encenderán en el amor y aumentarán las virtudes, pues no sólo vuela el ave por el impulso de sus alas, sino también por la resistencia del aire: de alguna manera, necesitamos obstáculos y contrariedades para que crezca nuestro amor. Cuanto mayor sea la resistencia del ambiente o de las propias flaquezas para ir adelante en el camino, más ayudas y gracias nos dará Dios. Y Nuestra Madre del Cielo estará siempre muy cerca en esos momentos de mayor necesidad: no dejemos de acudir a su protección maternal.
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P. Joaquim PETIT Llimona (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
«Y se extrañó de su falta de fe»
Hoy la liturgia nos ayuda a descubrir los sentimientos del Corazón de Jesús: «Y se extrañó de su falta de fe» (Mc 6,6). Sin lugar a dudas, a los discípulos les debió impresionar la falta de fe de los conciudadanos del Maestro y la reacción del mismo. Parecía lo más normal que las cosas hubieran sucedido de otra manera: llegaban a la tierra donde había vivido tantos años, habían oído contar las obras que realizaba, y la consecuencia lógica era que le acogieran con cariño y confianza, más dispuestos que los demás a escuchar sus enseñanzas. Sin embargo, no fue así, sino todo lo contrario: «Y se escandalizaban a causa de Él» (Mc 6,3).
La extrañeza de Jesús por la actitud de los de su tierra, nos muestra un corazón que confía en los hombres, que espera una respuesta y al que no deja indiferente la falta de la misma, porque es un corazón que se da buscando nuestro bien. Lo expresa muy bien san Bernardo, cuando escribe: «Vino el Hijo de Dios e hizo tales maravillas en el mundo que arrancó nuestro entendimiento de todo lo mundano, para que meditemos y nunca cesemos de ponderar sus maravillas. Nos dejó unos horizontes infinitos para solaz de la inteligencia, y un río tan caudaloso de ideas que es imposible vadearlo. ¿Hay alguien capaz de comprender por qué quiso morir la majestad suprema para darnos la vida, servir Él para reinar nosotros, vivir desterrado para llevamos a la patria, y rebajarse hasta lo más vil y ordinario para ensalzarnos por encima de todo?».
Podría pensarse en lo que hubiera cambiado la vida de los habitantes de Nazareth si se hubieran acercado a Jesús con fe. Así, tenemos que pedirle día a día como sus discípulos: «Señor, aumenta nuestra fe» (Lc 17,5), para que nos abramos más y más a su acción amorosa en nosotros.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Corregir por amor
«Yo a los que amo los reprendo y los corrijo» (Apoc 3, 19).
Eso dice Jesús.
Eso te dice tu Señor, porque te ama, sacerdote.
Porque te ha dado oídos para que escuches su voz, y Él está a la puerta y llama.
Ábrele la puerta y déjalo entrar, para que cene contigo y tú con Él, porque el Señor te conoce, te corrige y te aconseja, mientras te sienta con Él a su mesa.
Sacerdote: Él comparte contigo el sufrimiento de tus errores, y te busca y te corrige como un padre hace a un hijo, porque te ama.
Arrepiéntete, acércate a su Palabra, para que lo escuches, porque Él te llama.
Sacerdote: no tengas miedo de abrirle las puertas a Cristo, porque tu vergüenza y tu indignidad son la llave que cierra tus puertas y bloquea tu entrega a su amistad, que se manifiesta en tu infidelidad.
Sacerdote: el Señor tu Dios está a la puerta y llama. Él siempre te espera.
No esperes tú, sacerdote, a recibir la reprensión en el último día de tu vida, cuando Él te pida cuentas y tú solo le entregues deudas. No seas injusto, sacerdote, Él ya pagó por ti con su vida. Corresponde tú cuando Él te reprima y te corrija. Endereza los caminos del Señor.
Sacerdote: Jesús te pide que ames a Dios por sobre todas las cosas, y que ames a los tuyos como Él los amó. Y Él a los que ama los reprende y los corrige. Esa, sacerdote, también es tu misión, aunque seas repudiado, burlado, desterrado, perseguido, injuriado, calumniado, juzgado, escupido, abofeteado, apedreado, maltratado o maldecido, porque nadie es profeta en su propia tierra.
Sacerdote: alégrate cuando te sucedan esas cosas por dejarlo todo y cargar tu cruz, siguiendo a Jesús, porque nadie es profeta en su tierra. Aun así, sacerdote, endereza los caminos del Señor y haz el bien, pero predica sacerdote con el ejemplo y déjate corregir por tu Señor.
Corresponde con tu obediencia, arrepintiéndote y pidiendo perdón, agradeciendo el amor que te demuestra tu Señor, y no desprecies, sacerdote, ninguna de sus palabras; escúchalas y ponlas en práctica, no sea que un día Él venga y te diga “amigo mío, yo vivía en tu casa pero me desterraste, me repudiaste, me apedreaste, me abofeteaste, me escupiste, me maltrataste y me crucificaste, porque tú eras mío, pero nadie es profeta en su propia tierra”.
Sacerdote: no hagas con tu Dios lo que otros hacen contigo; antes bien, haz con ellos el bien que tu Dios hace contigo, porque no te llama siervo, te llama amigo. Pero eres su siervo, para eso has sido elegido: para servir a tu Señor, para ir cuando Él te mande, y llevar su Palabra a través de tu voz, y llevar su misericordia a través de tus obras, porque Él ha dicho que tú, sacerdote, harás sus obras y aun mayores, y Él obra milagros, y Él expulsa demonios, y Él multiplica el pan para alimentar a su pueblo, pero depende de la voluntad de los hombres que quieran recibir su misericordia.
Esa también es tu misión, sacerdote: abrir los corazones de los hombres, para que acepten el amor de su Señor.
Corrige a tu pueblo, sacerdote, y cambia sus corazones de piedra por corazones de carne, para que se humillen y pidan perdón, porque para todos ellos ha sido crucificado y muerto tu Señor, que ha conseguido para su pueblo la salvación.
No te quedes sentado, no te resignes, no desperdicies el talento y el don.
Recibe la gracia y la misericordia a través de la corrección, con la humildad de pedir perdón y seguir los pasos de tu Maestro, corrigiendo a los tuyos y concediéndoles su perdón.
Sacerdote: a ti te llaman Padre. Ten valor y sigue los pasos de tu Maestro, y corrige, sacerdote, a tus hijos, y confírmalos en la fe. Entonces verán milagros aun en su propia casa.
Ama sacerdote a tu tierra, a los de tu casa y a tu rebaño.
(Espada de Dos Filos IV, n. 11)
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