Domingo 15 del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo XV del Tiempo Ordinario (ciclo B)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2018 y 2021 - Homilías en Santa Marta
  • BENEDICTO XVI – Homilía y Ángelus 2012
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Jordi SOTORRA i Garriga (Sabadell, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

ME MANDÓ A PROFETIZAR

Am 7, 12-15; Ef 1, 3-14; Mc 6, 7-13

Jesús advierte a sus discípulos de la posibilidad de no ser escuchados a la hora que realicen su misión como proclamadores del Reino. La sordera y la indiferencia ante un mensaje tan inesperado como desconcertante, podrían ser la respuesta de los galileos ante el anuncio de esos misioneros, que no parecían más que burdos pescadores. No obstante, Jesús no los lanza a una batalla perdida. No los envía solamente como transmisores de palabras sino como sus emisarios; disponen de su autoridad para sanar y aliviar el dolor de enfermos y afligidos por tantos años de adversidades. Estos misioneros marchan con deliberada debilidad. No llevan insignias de poder ni disponen de armas o dinero. Van en el nombre y con la fuerza de Dios presente en la persona de Jesús. Esa aparente debilidad será su fortaleza. A esos profetas, tan débiles y poderosos como el profeta Amós, es a quien quieren silenciar los que adueñan del poder en el nombre de Dios.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 16, 15

Por serte fiel, yo contemplaré tu rostro, Señor, y al despertar, espero saciarme de gloria.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que muestras la luz de tu verdad a los que andan extraviados para que puedan volver al buen camino, concede a cuantos se profesan como cristianos rechazar lo que sea contrario al nombre que llevan y cumplir lo que ese nombre significa. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Ve y profetiza a mi pueblo.

Del libro del profeta Amós: 7, 12-15

En aquel tiempo, Amasías, sacerdote de Betel, le dijo al profeta Amós: “Vete de aquí, visionario, y huye al país de Judá; gánate allá el pan, profetizando; pero no vuelvas a profetizar en Betel, porque es santuario del rey y templo del reino”.

Respondió Amós: “Yo no soy profeta ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de higos. El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: ‘Ve y profetiza a mi pueblo, Israel’”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 84, 9ab-10.11-12.13-14.

R/. Muéstranos, Señor, tu misericordia.

Escucharé las palabras del Señor, palabras de paz para su pueblo santo. Está ya cerca nuestra salvación y la gloria del Señor habitará en la tierra. R/.

La misericordia y la verdad se encontraron, la justicia y la paz se besaron, la fidelidad brotó en la tierra y la justicia vino del cielo. R/.

Cuando el Señor nos muestre su bondad, nuestra tierra producirá su fruto. La justicia le abrirá camino al Señor e irá siguiendo sus pisadas. R/.

SEGUNDA LECTURA

Dios nos eligió en Cristo antes de crear el mundo.

De la carta del apóstol san Pablo a los efesios: 1, 3-14

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en él con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables a sus ojos, por el amor, y determinó, porque así lo quiso, que, por medio de Jesucristo, fuéramos sus hijos, para que alabemos y glorifiquemos la gracia con que nos ha favorecido por medio de su Hijo amado.

Pues por Cristo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Él ha prodigado sobre nosotros el tesoro de su gracia, con toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad. Éste es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegara la plenitud de los tiempos: hacer que todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, tuvieran a Cristo por cabeza.

Con Cristo somos herederos también nosotros. Para esto estábamos destinados, por decisión del que lo hace todo según su voluntad: para que fuéramos una alabanza continua de su gloria, nosotros, los que ya antes esperábamos en Cristo.

En él, también ustedes, después de escuchar la palabra de la verdad, el Evangelio de su salvación, y después de creer, han sido marcados con el Espíritu Santo prometido. Este Espíritu es la garantía de nuestra herencia, mientras llega la liberación del pueblo adquirido por Dios, para alabanza de su gloria. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Ef 1, 17-18

R/. Aleluya, aleluya.

Que el Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine nuestras mentes para que podamos comprender cuál es la esperanza que nos da su llamamiento. R/.

EVANGELIO

Envió a los discípulos de dos en dos.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 6, 7-13

En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce, los envió de dos en dos y les dio poder sobre los espíritus inmundos. Les mandó que no llevaran nada para el camino: ni pan, ni mochila, ni dinero en el cinto, sino únicamente un bastón, sandalias y una sola túnica.

Y les dijo: “Cuando entren en una casa, quédense en ella hasta que se vayan de ese lugar. Si en alguna parte no los reciben ni los escuchan, al abandonar ese lugar, sacúdanse el polvo de los pies, como una advertencia para ellos”.

Los discípulos se fueron a predicar el arrepentimiento. Expulsaban a los demonios, ungían con aceite a los enfermos y los curaban. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Mira, Señor, los dones de tu Iglesia suplicante, y concede que, al recibirlos, sirvan a tus fieles para crecer en santidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr Sal 83, 4-5

El gorrión ha encontrado una casa, y la golondrina un nido donde poner sus polluelos; junto a tus altares, Señor de los ejércitos, Rey mío y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa y pueden alabarte siempre.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Alimentados con los dones que hemos recibido, te suplicamos, Señor, que, participando frecuentemente de este sacramento, crezcan los efectos de nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

No soy profeta ni hijo de profeta (Am 7, 12-15)

1ª lectura

El sacerdote Amasías, secuaz del rey Jeroboam, ve en Amós un profeta peligroso para el orden establecido en el reino del Norte: no le interesa entender el mensaje de Amós, que es una denuncia de las injusticias y falsedades en las que Amasías está implicado.

Amasías denomina a Amós «vidente», uno de los términos hebreos con que se llama a los profetas. Pero Amós no se considera a sí mismo un profeta al uso, un «hijo de profeta» (v. 14), esto es, perteneciente a un grupo o cofradía de profetas de los muchos que hubo en Israel, al menos desde los tiempos del rey Saúl (cfr 1 S 10, 10-13; 19, 20-24), ni es un profeta «de oficio», al servicio de la casa real. La respuesta de Amós es clara: es un nôqer, un ganadero o boyero y cultivador (bôles) de sicomoros. Pero el Señor le envió a «profetizar» a Israel (v. 15). Amós, pues, era un hombre corriente —ni profeta, ni sacerdote— que recibió de Dios un mensaje inesperado que debía proclamar.

La vocación, la llamada de Dios, es algo tan imperativo que nadie puede rehusar (cfr Am 3, 8), pero, al mismo tiempo, da fuerza y sentido a la existencia: la conciencia de Amós le lleva a estar por encima de las instituciones —el Templo o el rey— porque se sabe enviado por el Señor. La vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestros iguales los hombres y llevar todas las cosas hacia Dios. La vo­cación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada, y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 45).

Nos eligió para que fuésemos santos (Ef 1, 3-14)

2ª lectura

Primero se entona un himno de alabanza (vv. 3-10) donde se enumeran los beneficios, o bendiciones, que contiene el designio salvífico de Dios, llamado «el misterio» en esta y otras car­tas del corpus paulinum. Abarca desde la elección eterna de cada criatura humana por parte de Dios hasta la recapitulación de todas las cosas en Jesucristo, pasando por la obra de la Redención. A continuación se expone cómo ese plan divino de salvación se ha realizado sobre los judíos (vv. 11-12) y sobre los gentiles (vv. 13-14).

«Nos eligió» (v. 4). El término griego es el mismo que aparece en la versión de los Setenta para designar la elección de Israel. «En él», en Cristo, la elección para formar parte del pueblo de Dios se hace universal: todos somos llamados a la santidad. Y del mismo modo que en el Antiguo Testamento la víctima que se ofrecía a Dios debía ser perfecta, sin tara alguna (cfr Ex 12, 5; Lv 9, 3), la santidad a la que Dios nos ha destinado, ha de ser inmaculada, plena. San Jerónimo, distinguiendo entre «santos» y «sin mancha», comenta: «No siempre “santo” equivale a “inmaculado”. Los párvulos, por ejemplo, son inmaculados porque no hicieron pecado alguno con ninguna parte de su cuerpo, y sin embargo, no son santos, porque la santidad se adquiere con la voluntad y el esfuerzo. Y también puede decirse “inmaculado” el que no cometió pecado; “santo”, en cambio, es el que está lleno de virtudes» (Commentarii in Ephesios 1, 1, 4).

«Por el amor» (v. 4) se refiere al amor de Dios por nosotros, pero también a nuestro amor por Él, razón última de nuestro esfuerzo por llevar una vida sin mancha, porque «la virtud no hubiera salvado a ninguno, si no hay amor» (S. Juan Crisóstomo, In Ephesios 1, 1, 5, 14).

La santidad para la que hemos sido elegidos se hace posible a través de Cristo (cfr Ef 1, 5): Piensa en lo que dice el Espíritu Santo, y llénate de pasmo y de agradecimiento: elegit nos ante mundi constitutionem —nos ha elegido, antes de crear el mundo, ut essemus sancti in conspectu eius! —para que seamos santos en su presencia. —Ser santo no es fácil, pero tampoco es difícil. Ser santo es ser buen cristiano: parecerse a Cristo. —El que más se parece a Cristo, ése es más cristiano, más de Cristo, más santo (S. Josemaría Escrivá, Forja, n. 10).

El pueblo de Israel es tratado por Dios con afecto paterno, como un hijo: «Cuando Israel era niño, Yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo» (Os 11, 1). En Jesucristo, todos los hombres han sido elegidos para incorporarse al Pueblo de Dios y «ser sus hijos adoptivos» (vv. 5-6), ya no en sentido metafórico sino real: el Hijo único consustancial del Padre, ha asumido la naturaleza humana para hacer a los hombres hijos de Dios por adopción (cfr Rm 8, 15.29; 9, 4; Ga 4, 5). La gloria de Dios se ha manifestado a través de su amor misericordioso, por el que nos ha hecho sus hijos, según el proyecto eterno de su voluntad. Tal proyecto «dimana del “amor fontal” o caridad de Dios Padre (...), que creándonos libremente por un acto de su abundante y misericordiosa benignidad, y llamándonos, gratuitamente, a participar con Él en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad, y no cesa de difundir, la bondad divina, de suerte que el que es Creador de todas las cosas, ha venido a hacerse todo en todas las cosas (1 Co 15, 28), procurando a su vez su gloria y nuestra felicidad» (Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 2).

Jesucristo, el «Amado» del Padre (1, 6), llevó a cabo la Redención (vv. 7-8). Redimir significa liberar. Dios redimió al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto. Mediante la sangre del cordero rociada sobre los dinteles de las casas de los he­breos, sus primogénitos fueron liberados de la muerte (cfr Ex 12, 21-28). La redención de la esclavitud en Egipto, sin ­embargo, era figura de la Redención realizada por Cristo: «Esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo el Señor la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión» (Conc. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 5). Jesucristo, mediante su sangre derramada en la cruz, nos ha rescatado de la servidumbre del pecado: «Cuando reflexionamos que hemos sido redimidos, no con cosas perecederas, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo (cfr 1 P 1, 18s.), como cordero inocentísimo y purísimo, fácilmente juzgaremos que no pudo sobrevenirnos cosa más beneficiosa que esta potestad —recibida por la Iglesia— de perdonar los pecados, la cual pone de manifiesto la inexplicable providencia y la suma caridad de Dios con nosotros» (Catechismus Romanus 1, 11, 10).

El «misterio» (v. 9) es el designio o plan divino de salvar en Cristo a todos los hombres, que, oculto al principio en la voluntad de Dios, ha sido realizado y revelado de forma armónica, siguiendo diversas etapas o tiempos (kairoí) a lo largo de la historia. Ha comenzado por la «elección» (1, 4), continúa con la llamada a ser «hijos adoptivos» (1, 5-6), condu­ce a la «redención» (1, 7-8) y alcanza su plenitud en la recapitulación de todas las cosas en Cristo (v. 10), que reúne en torno a sí un pueblo en el que, junto a Israel (vv. 11-12), son acogidos todos los hombres y mujeres de cualquier raza y nación que han creído en el Evangelio y han sido sellados por el Espíritu Santo para compartir la herencia de los hijos (vv. 13-14).

«¿Qué es “recapitular”? —se pregunta San Juan Crisóstomo— Es unir una cosa a otra. Pero afanémonos en llegar incluso más cerca de la verdad misma. Entre nosotros, y de acuerdo con la costumbre, se dice que una recapitulación es concentrar en breve lo que se ha dicho por extenso y decir concisamente lo que se ha dicho con muchas palabras. Pues aquí sucede también lo mismo: lo dispuesto a lo largo de mucho tiempo fue recapitulado en Cristo mismo (...). Además, otra cosa es revelada. ¿Cuál es? [Dios] dispuso una sola cabeza para todos, tanto ángeles como hombres» (In Ephesios 1, 1, 10, 19).

La misión apostólica (Mc 6, 7-13)

Evangelio

Tras estar un tiempo con Jesús, los Doce son enviados a evangelizar. Esta misión debe entenderse a la luz del envío a todas las gentes (Mc 16, 15-18), de la que es como un anticipo, y teniendo presente la predicación de Cristo (Mc 1, 14-15), de la que es un eco. Hay varias notas que son comunes a los tres pasajes: como Jesús, que recorre caminos y aldeas enseñando (v. 6), los Apóstoles no deben quedarse en un sitio sino ir de uno a otro lugar (vv. 10-13; cfr 16, 15); como en el caso de Cristo, la acogida será desigual: unos los aceptarán y otros los rechazarán (vv. 10-11; cfr 16, 16); también los Apóstoles reciben la potestad que Jesús tiene sobre los demonios (v. 7; cfr 16, 17), etc.

Con todo, en el pasaje se destaca en especial el desprendimiento de todas las cosas: «Tanta debe ser la confianza en Dios del que predica —dice San Beda— que ha de estar seguro de que no ha de faltarle lo necesario para vivir, aunque él no pueda procurárselo; puesto que no debe ocuparse menos de las cosas eternas, por ocuparse de las temporales» (In Marci Evangelium, ad loc.). Sin embargo, como ya anotó San Agustín, «el Señor no dice en este precepto que los anunciadores del Evangelio no puedan vivir de otro modo que de lo que les den aquellos a quienes lo anuncian, sino que les da poder de obrar así, haciéndoles saber que tienen derecho a ello; de otra manera, el Apóstol [San Pablo] habría obrado contra este precepto, al querer vivir del trabajo de sus manos» (S. Agustín, De consensu Evangelistarum 2, 30, 73).

En el sumario final San Marcos recoge la unción con óleo a los enfermos (v. 13). La Iglesia ve «insinuado» en este gesto el sacramento de la Unción de los enfermos, instituido por el Señor, y más tarde, «recomendado y promulgado a los fieles por Santiago apóstol (cfr St 5, 14ss.)» (Conc. de Trento, De Extrema Unctione, cap. 1).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

Misión de los apóstoles

“Cuanto a los que no quieran recibirlos, saliendo de aquella ciudad, sacudíos el polvo de los pies en testimonio contra ellos”.

Los preceptos del Evangelio indican qué debe hacer el que anuncia el reino de Dios: sin báculo, sin alforja, sin calzado, sin pan, sin dinero, es decir, no buscando la ayuda de los auxilios mundanos, abandonado a la fe y pensando que, mientras menos anhelen los bienes temporales, más podrán conseguirlos. Si se quiere, puede entenderse todo esto en el sentido siguiente: este pasaje parece tener por fin formar un estado de alma enteramente espiritual, que parece se ha despojado del cuerpo como de un vestido, no sólo renunciando al poder y despreciando las riquezas, sino también apartando aun los atractivos de la carne,

Ante todo, les hace una recomendación general a la paz y a la constancia: para que aporten la paz, guarden la constancia, observen las normas del derecho de hospitalidad; no conviene al predicador del reino de los cielos ir de casa en casa ni modificar las leyes inviolables de la hospitalidad. Pero, para que se piense que se les ofrece el beneficio de la hospitalidad, sino son recibidos, se les ordena que se sacudan el polvo y salgan de la ciudad: lo cual nos enseña que una buena hospitalidad no es poco recompensada: no sólo procuramos la paz a nuestros huéspedes, sino que, si ellos están cubiertos con el polvo de faltas ligeras, se les limpia al recibir los pasos de los predicadores apostólicos. No sin razón en San Mateo se ordena a los apóstoles que elijan la casa en que han de entrar, a fin de que no tengan que cambiar y violar los derechos de la hospitalidad. Sin embargo, no se recomienda la misma precaución al que recibe al huésped, no sea que al escogerlo se disminuya la hospitalidad.

Mas si nosotros ahí, en el sentido literal, vemos la forma de un precepto venerable que atañe al carácter religioso de la hospitalidad, la interpretación mistérica y espiritual también nos sonríe. Cuando se elige una casa, se busca un huésped digno. Veamos si no será la Iglesia y Cristo los que son dignos de nuestras preferencias. ¿Existe una mansión más digna que la Iglesia para acoger al predicador evangélico? ¿Quién puede ser preferido a todos con mayor título que Cristo? El acostumbra a lavar los pies a sus huéspedes, y desde el momento que El recibe en su casa, no soporta que permanezcan con los pies sucios, sino que, aunque los tengan manchados por su vida pasada, Él se digna limpiarlos para el resto del viaje. Este, pues, es el único a quien nadie debe dejar, nadie debe cambiar; con razón se ha dicho, refiriéndose a Él: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos (Jn 6, 69-70). Observa cómo ejecuta los preceptos celestiales el que, por no cambiar de hospedaje (San Pedro), ha merecido tener parte en la consagración celestial.

Ante todo prescribe que se enriquezca la fe de una Iglesia: si Cristo habita en ella, sin duda alguna hay que elegir ésa; pero, si un pueblo de mala fe o un doctor desfigura la morada, se le ordena evitar la comunión con los herejes y huir de esta sinagoga. Es necesario sacudir el polvo de los pies, no sea que la sequedad agrietada de una fe mala y estéril manche, como una tierra árida y arenosa, la señal de tu espíritu. Pues, si el predicador del Evangelio ha de tomar sobre sí las debilidades corporales del pueblo fiel, arrancar y hacer desaparecer con sus pies las acciones vanas, comparables a la basura —según está escrito: ¿Quién enferma y no enfermo yo? (Cor 11, 29) —, igualmente él debe abandonar toda Iglesia que rehúye la fe y no posee los fundamentos de la predicación apostólica, no sea que sea salpicado y manchado con una fe errónea. El Apóstol, a su vez, lo afirma claramente: Evita, dice, al hereje después de una sola corrección (Tit 3, 10).

(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), BAC, Madrid, 1966, pp. 319-321)

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FRANCISCO – Ángelus 2018 y 2021 - Homilías en Santa Marta

Ángelus 2018

El estilo misionero: el centro Jesús y el rostro de la pobreza de medios

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy (cf. Marcos 6, 7-13) narra el momento en el que Jesús envía a los Doce en misión. Después de haberles llamado por su nombre uno por uno, «para que estuvieran con él» (Marcos 3, 14) escuchando sus palabras y observando sus gestos de sanación, entonces les convoca de nuevo para «enviarlos de dos en dos» (6, 7) a los pueblos a los que Él iba a ir. Son una especie de «prácticas» de lo que serán llamados a hacer después de la Resurrección del Señor con el poder del Espíritu Santo. El pasaje evangélico se detiene en el estilo del misionero, que podemos resumir en dos puntos: la misión tiene un centro; la misión tiene un rostro.

El discípulo misionero tiene antes que nada su centro de referencia, que es la persona de Jesús. La narración lo indica usando una serie de verbos que tienen Él por sujeto —«llama», «comenzó a mandarlos», «dándoles poder», «ordenó», «les dijo» (vv. 7.8.10)—, así que el ir y el obrar de los Doce aparece como el irradiarse desde un centro, el reproponerse de la presencia y de la obra de Jesús en su acción misionera. Esto manifiesta cómo los apóstoles no tienen nada propio que anunciar, ni propias capacidades que demostrar, sino que hablan y actúan como «enviados», como mensajeros de Jesús.

Este episodio evangélico se refiere también a nosotros, y no solo a los sacerdotes, sino a todos los bautizados, llamados a testimoniar, en los distintos ambientes de vida, el Evangelio de Cristo. Y también para nosotros esta misión es auténtica solo a partir de su centro inmutable que es Jesús. No es una iniciativa de los fieles ni de los grupos y tampoco de las grades asociaciones, sino que es la misión de la Iglesia inseparablemente unida a su Señor. Ningún cristiano anuncia el Evangelio «por sí», sino solo enviado por la Iglesia que ha recibido el mandado de Cristo mismo. Es precisamente el bautismo lo que nos hace misioneros. Un bautizado que no siente la necesidad de anunciar el Evangelio, de anunciar a Jesús, no es un buen cristiano.

La segunda característica del estilo del misionero es, por así decir, un rostro, que consiste en la pobreza de medios. Su equipamiento responde a un criterio de sobriedad. Los Doce, de hecho, tienen la orden de «que nada tomasen para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja» (v. 8). El Maestro les quiere libres y ligeros, sin apoyos y sin favores, seguros solo del amor de Él que les envía, fuerte solo por su palabra que van a anunciar. El bastón y las sandalias son la dotación de los peregrinos, porque tales son los mensajeros del reino de Dios, no gerentes omnipotentes, no funcionarios inamovibles, no divas de gira.

Pensemos, por ejemplo, en esta diócesis de la cual yo soy Obispo. Pensemos en algunos santos de esta diócesis de Roma: san Felipe Neri, san Benito José Labre, san Alejo, santa Ludovica Albertoni, santa Francisca Romana, san Gaspar del Búfalo y muchos otros. No eran funcionarios o empresarios, sino humildes trabajadores del reino. Tenían este rostro. Y a este «rostro» pertenece también la forma en la que es acogido el mensaje: puede, de hecho, suceder no ser escuchados o acogidos (cf. v. 11). También esto es pobreza: la experiencia del fracaso. La situación de Jesús, que fue rechazo y crucificado, prefigura el destino de su mensajero. Y solo si estamos unidos a Él, muerto y resucitado, conseguimos encontrar la valentía de la evangelización.

Que la Virgen María, primera discípula y misionera de la Palabra de Dios, nos ayude a llevar al mundo el mensaje del Evangelio en un júbilo humilde y radiante, más allá de todo rechazo, incomprensión o tribulación.

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Ángelus 2021

Cercanía con los enfermos

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Me alegra poder mantener la cita dominical del Ángelus también aquí desde el Hospital Gemelli. Os doy las gracias a todos: he sentido vuestra cercanía y el apoyo de vuestras oraciones. Gracias de todo corazón. El Evangelio que se lee hoy en la Liturgia narra que los discípulos de Jesús, enviados por Él, «ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6, 13). Este “aceite” nos hace pensar también en el sacramento de la Unción de los enfermos, que da consuelo al espíritu y al cuerpo. Pero este “aceite” es también la escucha, la cercanía, la atención, la ternura de quien cuida a la persona enferma: es como una caricia que hace que nos sintamos mejor, que calma el dolor y anima. Todos nosotros, todos, necesitamos tarde o temprano, esta “unción”, la cercanía y la ternura, y todos podemos dársela a alguien, con una visita, una llamada telefónica, una mano tendida a quien necesita ayuda. Recordemos que, en el protocolo del Juicio Final (Mateo, 25) una de las cosas que nos preguntarán será la cercanía a los enfermos.

En estos días de hospitalización, he experimentado una vez más lo importante que es un buen servicio sanitario, accesible a todos, como el que hay en Italia y en otros países. Un servicio sanitario gratuito que garantice un buen servicio accesible para todos. No debemos perder este bien tan precioso. ¡Tenemos que mantenerlo! Y para ello debemos esforzarnos todos, porque sirve a todos y requiere la contribución de todos. También en la Iglesia pasa a veces que alguna institución sanitaria, debido a una gestión inadecuada, no va bien económicamente, y el primer pensamiento que se nos ocurre es venderla. Pero la vocación, en la Iglesia, no es tener dinero, es hacer un servicio, y el servicio es siempre gratuito. No os olvidéis de esto: salvar las instituciones gratuitas.

Quiero expresar mi aprecio y mi aliento a los médicos, a los sanitarios y a todo el personal de este hospital y de otros hospitales. ¡Cuánto trabajan! Y recemos por todos los enfermos. Aquí hay algunos pequeños amigos enfermos... ¿por qué sufren los niños? Por qué sufren los niños es una pregunta que toca el corazón. Acompañarlos con la oración y rezar por todos los enfermos, especialmente por los que se encuentran en las condiciones más difíciles: que no se deje a nadie solo, que todos reciban la unción de la escucha, de la cercanía, de la ternura y del cuidado. Lo pedimos por intercesión de María, nuestra Madre, Salud de los Enfermos.

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12 de julio de 2015 

Cristiano es aquel que aprendió a hospedar

«El Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto», así dice el Salmo (84, 13). Esto estamos invitados a celebrar, esa misteriosa comunión entre Dios y su Pueblo, entre Dios y nosotros. La lluvia es signo de su presencia en la tierra trabajada por nuestras manos. Una comunión que siempre da fruto, que siempre da vida. Esta confianza brota de la fe, saber que contamos con su gracia, que siempre transformará y regará nuestra tierra.

Una confianza que se aprende, que se educa. Una confianza que se va gestando en el seno de una comunidad, en la vida de una familia. Una confianza que se vuelve testimonio en los rostros de tantos que nos estimulan a seguir a Jesús, a ser discípulos de Aquel que no decepciona jamás. El discípulo se siente invitado a confiar, se siente invitado por Jesús a ser amigo, a compartir su suerte, a compartir su vida. «A ustedes no los llamo siervos, los llamo amigos porque les di a conocer todo lo que sabía de mi Padre» (Jn 15, 15). Los discípulos son aquellos que aprenden a vivir en la confianza de la amistad de Jesús.

Y el Evangelio nos habla de este discipulado. Nos presenta la cédula de identidad del cristiano. Su carta de presentación, su credencial.

Jesús llama a sus discípulos y los envía dándoles reglas claras, precisas. Los desafía con una serie de actitudes, comportamientos que deben tener. Y no son pocas las veces que nos pueden parecer exageradas o absurdas; actitudes que sería más fácil leerlas simbólicamente o «espiritualmente». Pero Jesús es bien claro. No les dice: «Hagan como que…» o «hagan lo que puedan».

Recordemos juntos esas recomendaciones: «No lleven para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero... permanezcan en la casa donde les den alojamiento» (cf. Mc 6, 8-11). Parecería algo imposible.

Podríamos concentrarnos en las palabras: «pan», «dinero», «alforja», «bastón», «sandalias», «túnica». Y es lícito. Pero me parece que hay una palabra clave, que podría pasar desapercibida frente a la contundencia de las que acabo de enumerar. Una palabra central en la espiritualidad cristiana, en la experiencia del discipulado: hospitalidad. Jesús como buen maestro, pedagogo, los envía a vivir la hospitalidad. Les dice: «Permanezcan donde les den alojamiento». Los envía a aprender una de las características fundamentales de la comunidad creyente. Podríamos decir que cristiano es aquel que aprendió a hospedar, que aprendió a alojar.

Jesús no los envía como poderosos, como dueños, jefes o cargados de leyes, normas; por el contrario, les muestra que el camino del cristiano es simplemente transformar el corazón. El suyo, y ayudar a transformar el de los demás. Aprender a vivir de otra manera, con otra ley, bajo otra norma. Es pasar de la lógica del egoísmo, de la clausura, de la lucha, de la división, de la superioridad, a la lógica de la vida, de la gratuidad, del amor. De la lógica del dominio, del aplastar, manipular, a la lógica del acoger, recibir y cuidar.

Son dos las lógicas que están en juego, dos maneras de afrontar la vida y de afrontar la misión.

Cuántas veces pensamos la misión en base a proyectos o programas. Cuántas veces imaginamos la evangelización en torno a miles de estrategias, tácticas, maniobras, artimañas, buscando que las personas se conviertan en base a nuestros argumentos. Hoy el Señor nos lo dice muy claramente: en la lógica del Evangelio no se convence con los argumentos, con las estrategias, con las tácticas, sino simplemente aprendiendo a alojar, a hospedar.

La Iglesia es madre de corazón abierto que sabe acoger, recibir, especialmente a quien tiene necesidad de mayor cuidado, que está en mayor dificultad. La Iglesia, como la quería Jesús, es la casa de la hospitalidad. Y cuánto bien podemos hacer si nos animamos a aprender este lenguaje de la hospitalidad, este lenguaje de recibir, de acoger. Cuántas heridas, cuánta desesperanza se puede curar en un hogar donde uno se pueda sentir recibido. Para eso hay que tener las puertas abiertas, sobre todo las puertas del corazón.

Hospitalidad con el hambriento, con el sediento, con el forastero, con el desnudo, con el enfermo, con el preso (cf. Mt 25, 34-37), con el leproso, con el paralítico. Hospitalidad con el que no piensa como nosotros, con el que no tiene fe o la ha perdido. Y, a veces, por culpa nuestra. Hospitalidad con el perseguido, con el desempleado. Hospitalidad con las culturas diferentes, de las cuales esta tierra paraguaya es tan rica. Hospitalidad con el pecador, porque cada uno de nosotros también lo es.

Tantas veces nos olvidamos que hay un mal que precede a nuestros pecados, que viene antes. Hay una raíz que causa tanto, pero tanto, daño, y que destruye silenciosamente tantas vidas. Hay un mal que, poco a poco, va haciendo nido en nuestro corazón y «comiendo» nuestra vitalidad: la soledad. Soledad que puede tener muchas causas, muchos motivos. Cuánto destruye la vida y cuánto mal nos hace. Nos va apartando de los demás, de Dios, de la comunidad. Nos va encerrando en nosotros mismos. De ahí que lo propio de la Iglesia, de esta madre, no sea principalmente gestionar cosas, proyectos, sino aprender la fraternidad con los demás. Es la fraternidad acogedora, el mejor testimonio que Dios es Padre, porque «de esto sabrán todos que ustedes son mis discípulos, si se aman los unos a los otros» (Jn 13, 35).

De esta manera, Jesús nos abre a una nueva lógica. Un horizonte lleno de vida, de belleza, de verdad, de plenitud.

Dios nunca cierra horizontes, Dios nunca es pasivo a la vida, nunca es pasivo al sufrimiento de sus hijos. Dios nunca se deja ganar en generosidad. Por eso nos envía a su Hijo, lo dona, lo entrega, lo comparte; para que aprendamos el camino de la fraternidad, el camino del don. Es definitivamente un nuevo horizonte, es una nueva palabra, para tantas situaciones de exclusión, disgregación, encierro, aislamiento. Es una palabra que rompe el silencio de la soledad.

Y cuando estemos cansados, o se nos haga pesada la tarea de evangelizar, es bueno recordar que la vida que Jesús nos propone responde a las necesidades más hondas de las personas, porque todos hemos sido creados para la amistad con Jesús y para el amor fraterno (cf. Evangelii gaudium, 265).

Hay algo que es cierto: no podemos obligar a nadie a recibirnos, a hospedarnos; es cierto y es parte de nuestra pobreza y de nuestra libertad. Pero también es cierto que nadie puede obligarnos a no ser acogedores, hospederos de la vida de nuestro Pueblo. Nadie puede pedirnos que no recibamos y abracemos la vida de nuestros hermanos, especialmente la vida de los que han perdido la esperanza y el gusto por vivir. Qué lindo es imaginarnos nuestras parroquias, comunidades, capillas, donde están los cristianos, no con las puertas cerradas sino como verdaderos centros de encuentro entre nosotros y con Dios. Como lugares de hospitalidad y de acogida.

La Iglesia es madre, como María. En ella tenemos un modelo. Alojar como María, que no dominó ni se adueñó de la Palabra de Dios, sino que, por el contrario, la hospedó, la gestó, y la entregó.

Alojar como la tierra, que no domina la semilla, sino que la recibe, la nutre y la germina.

Así queremos ser los cristianos, así queremos vivir la fe en este suelo paraguayo, como María, alojando la vida de Dios en nuestros hermanos con la confianza, con la certeza que «el Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto». Que así sea.

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5 de febrero de 2015

Yo cuidaré de ti

La verdadera misión de la Iglesia no es poner en funcionamiento una eficiente máquina de ayudas, siguiendo el modelo de una ONG. El perfil del apóstol -que anuncia con sencillez y pobreza el Evangelio con el único auténtico poder que viene de Dios- se reconoce, en cambio, en la clara expresión de Jesús a los discípulos que volvían felices de la misión: «somos siervos inútiles». Y, así, el Papa -en la misa celebrada el jueves 5 de febrero, en la capilla de la Casa Santa Marta- reafirmó que la verdadera «misión de la Iglesia es curar las heridas del corazón, abrir puertas, liberar, decir que Dios es bueno, perdona todo, es padre, Dios es afectuoso y nos espera siempre».

En el pasaje evangélico de Marcos (Mc 6, 7-13) propuesto por la liturgia, recordó el Pontífice, «hemos escuchado cómo Jesús llama a sus discípulos» y los envía a «llevar el Evangelio: es Él quien llama». El Evangelio dice «que los llamó, los envió y les dio autoridad: en la vocación de los discípulos, el Señor da el poder: el poder de expulsar los espíritus impuros para liberar, para curar. Este es el poder que da Jesús». Él, en efecto, «no da el poder de proyectar o hacer grandes empresas»; sino «el poder, el mismo poder que tenía Él, el poder que Él había recibido del Padre, se lo entrega». Y lo hace con un «consejo claro: id en comunidad, pero para el viaje no llevéis nada más que un bastón, ni pan, ni alforja, ni dinero: ¡siendo pobres!».

«El Evangelio es tan rico y tan poderoso que no necesita formar grandes compañías, grandes empresas para ser anunciado». Porque el Evangelio «se debe anunciar siendo pobres, y el verdadero pastor es el que va como Jesús: pobre, a anunciar el Evangelio, con ese poder». Y «cuando el Evangelio se custodia con esta sencillez, con esta pobreza, se ve claramente que la salvación no es una teología de la prosperidad» sino que «es un don, el mismo don que Jesús había recibido para darlo».

El Papa Francisco volvió a proponer «esa escena tan hermosa de la sinagoga, cuando Jesús se presenta a los suyos: “He sido enviado para traer la salvación, para traer la buena noticia a los pobres, a los presos la liberación, a los ciegos el don de la vista. La liberación a todos los que están oprimidos y para anunciar el año de gracia, el año de alegría”». Precisamente este, dijo, «es el objetivo del anuncio evangélico, sin muchas cosas extrañas, mundanas». Jesús «envía así».

Y «¿qué manda hacer» a los discípulos? ¿Cuál es su programa pastoral?». Sencillamente el de «atender, curar, levantar, liberar, expulsar los demonios: este es el programa sencillo». Que coincide, destacó el Papa Francisco, con «la misión de la Iglesia: la Iglesia que atiende, que cura». Tanto es así, recordó, que «algunas veces hablé de la Iglesia como de un hospital de campaña: ¡es verdad! ¡Cuántos heridos hay, cuántos heridos! ¡Cuánta gente necesita que sus heridas sean curadas!».

Por lo tanto, continuó el Papa, «esta es la misión de la Iglesia: curar las heridas del corazón, abrir puertas, liberar, decir que Dios es bueno, que Dios perdona todo, que Dios es padre, que Dios es afectuoso, que Dios nos espera siempre».

De su misión, destacó el Pontífice refiriéndose al Evangelio de Lucas (Lc 10, 17-20), «los discípulos volvieron felices» porque «no creían ser capaces de poder lograrlo». Y «decían al Señor: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”». Estaban justamente «felices porque este poder de Jesús, realizado con sencillez, con pobreza, con amor, daba buen resultado».

Precisamente la frase que los discípulos felices dirigieron a Jesús, según lo relatado en el Evangelio, «nos explica todo». Ellos decían: «Hemos hecho esto, y esto, y esto, y esto...». Así, después de escucharlos, Jesús cerró los ojos y dijo: «Estaba viendo a Satanás caer del cielo». Un frase que revela cuál es «la guerra de la Iglesia: es verdad, tenemos que recoger ayudas y formar organizaciones que ayuden porque el Señor nos da los dones para esto»; pero, advirtió el Papa, «cuando olvidamos esta misión, olvidamos la pobreza, olvidamos el celo apostólico y ponemos la esperanza en estos medios, la Iglesia lentamente cae hacia una ONG y se convierte en una hermosa organización: poderosa pero no evangélica, porque falta ese espíritu, esa pobreza, esa fuerza de sanar».

Hay algo más: al regresar, Jesús lleva consigo a los discípulos «a descansar un poco, a pasar un día en el campo, a comer bocadillos con un refresco». En definitiva, el Señor quería «pasar juntos un poco de tiempo para festejar». Y juntos hablan de la misión que acababan de realizar. Pero Jesús no les dice: «Sois geniales. En la próxima salida, ahora, organizad mejor las cosas». Se limita a recomendar: «Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “somos siervos inútiles”» (Lc 17, 10).

En estas palabras del Señor, destacó el Papa Francisco, está el perfil del apóstol. Y, en efecto, «¿cuál sería la alabanza más bella para un apóstol?». He aquí la respuesta: «Ha sido un obrero del reino, un trabajador del reino». Precisamente «esta es la alabanza más grande, porque va por este camino del anuncio de Jesús, va a curar, a custodiar, a proclamar esta buena noticia y este año de gracia. A hacer que el pueblo vuelva a encontrar al Padre, a llevar la paz al corazón de la gente».

Como conclusión, el Papa invitó a leer este pasaje del Evangelio, subrayando «cuáles son las cosas más importantes para Jesús, para el anuncio del Evangelio: son estas, estas pequeñas virtudes». Y «luego es Él, es el Espíritu Santo quien lo hace todo».

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11 de junio de 2013

Los signos de la gratuidad

Pobreza y alabanza de Dios: son las dos coordenadas principales de la misión de la Iglesia, los “signos” que revelan al pueblo de Dios si “un apóstol vive la gratuidad”. Lo indicó el Papa Francisco el 11 de junio partiendo de las lecturas del día –de los Hechos de los apóstoles (Hch 11, 21-26; Hch 13, 1-3) y del Evangelio de Mateo (Mt 10, 7-13)–. “La predicación evangélica nace de la gratuidad, del estupor de la salvación que llega; y eso que he recibido gratuitamente, debo darlo gratuitamente”, expresó; esto se ve cuando Jesús envía a sus apóstoles y les da las instrucciones para la misión que les espera. “Son indicaciones muy sencillas: no os procuréis oro, ni plata, ni dinero”. Esta misión de salvación, como añade Jesús, consiste en curar a los enfermos, resucitar a los muertos, purificar a los leprosos y expulsar los demonios. Se trata de una misión –especificó el Papa Francisco– para acercar a los hombres al Reino de Dios. Y el Señor quiere para los apóstoles “sencillez” de corazón y disponibilidad para dejar espacio “al poder de la Palabra de Dios”.

La frase clave de las consignas de Cristo a sus discípulos es precisamente “gratuitamente habéis recibido, gratuitamente dad”: palabras en las que se comprende toda “la gratuidad de la salvación”. Porque –aclaró el Pontífice– “no podemos predicar, anunciar el Reino de Dios, sin esta certeza interior de que todo es gratuito, todo es gracia”. Es lo que afirmaba san Agustín: Quaere causam et non invenies nisi gratiam. Cuando actuamos sin dejar espacio a la gracia –afirmó el Papa– entonces “el Evangelio no tiene eficacia”.

Entre los muchos signos de la gratuidad, el Papa Francisco indicó especialmente la pobreza y la alabanza a Dios. De hecho el anuncio del Evangelio debe pasar por el camino de la pobreza y su testimonio: “No tengo riquezas, mi riqueza es sólo el don que he recibido de Dios. Esta gratuidad es nuestra riqueza”. Es una pobreza que “nos salva de convertirnos en organizadores, empresarios”. El Papa admitió que “se deben llevar adelante obras de la Iglesia” y que “algunas son un poco complejas”, pero es necesario hacerlo “con corazón de pobreza, no con corazón de inversión o como un empresario, porque la Iglesia no es una ONG. Es algo más importante. Nace de esta gratuidad recibida y anunciada”.

En cuanto a la capacidad de alabar, el Santo Padre aclaró que cuando un apóstol no vive la gratuidad, pierde también la capacidad de alabar al Señor, “porque alabar al Señor es esencialmente gratuito. Es una oración gratuita. No sólo pedimos, alabamos”. En cambio –concluyó– “cuando encontramos apóstoles que quieren hacer una Iglesia rica, una Iglesia sin la gratuidad de la alabanza”, la Iglesia “envejece, se convierte en una ONG, no tiene vida”.

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BENEDICTO XVI – Homilía y Ángelus 2012

Homilía

Formar a los formadores

Queridos hermanos y hermanas:

(…) En el Evangelio de este domingo, Jesús toma la iniciativa de enviar a los doce apóstoles en misión (cf. Mc 6, 7-13). En efecto, el término «apóstoles» significa precisamente «enviados, mandados». Su vocación se realizará plenamente después de la resurrección de Cristo, con el don del Espíritu Santo en Pentecostés. Sin embargo, es muy importante que desde el principio Jesús quiere involucrar a los Doce en su acción: es una especie de «aprendizaje» en vista de la gran responsabilidad que les espera. El hecho de que Jesús llame a algunos discípulos a colaborar directamente en su misión, manifiesta un aspecto de su amor: esto es, Él no desdeña la ayuda que otros hombres pueden dar a su obra; conoce sus límites, sus debilidades, pero no los desprecia; es más, les confiere la dignidad de ser sus enviados. Jesús los manda de dos en dos y les da instrucciones, que el evangelista resume en pocas frases. La primera se refiere al espíritu de desprendimiento: los apóstoles no deben estar apegados al dinero ni a la comodidad. Jesús además advierte a los discípulos de que no recibirán siempre una acogida favorable: a veces serán rechazados; incluso puede que hasta sean perseguidos. Pero esto no les tiene que impresionar: deben hablar en nombre de Jesús y predicar el Reino de Dios, sin preocuparse de tener éxito. El éxito se lo dejan a Dios.

La primera lectura proclamada nos presenta la misma perspectiva, mostrándonos que los enviados de Dios a menudo no son bien recibidos. Este es el caso del profeta Amós, enviado por Dios a profetizar en el santuario de Betel, un santuario del reino de Israel (cf. Am 7, 12-15). Amós predica con gran energía contra las injusticias, denunciando sobre todo los abusos del rey y de los notables, abusos que ofenden al Señor y hacen vanos los actos de culto. Por ello Amasías, sacerdote de Betel, ordena a Amós que se marche. Él responde que no ha sido él quien ha elegido esta misión, sino que el Señor ha hecho de él un profeta y le ha enviado precisamente allí, al reino de Israel. Por lo tanto, ya se le acepte o rechace, seguirá profetizando, predicando lo que Dios dice y no lo que los hombres quieren oír decir. Y esto sigue siendo el mandato de la Iglesia: no predica lo que quieren oír decir los poderosos. Y su criterio es la verdad y la justicia aunque esté contra los aplausos y contra el poder humano.

Igualmente, en el Evangelio Jesús advierte a los Doce que podrá ocurrir que en alguna localidad sean rechazados. En tal caso deberán irse a otro lugar, tras haber realizado ante la gente el gesto de sacudir el polvo de los pies, signo que expresa el desprendimiento en dos sentidos: desprendimiento moral —como decir: el anuncio os ha sido hecho, vosotros sois quienes lo rechazáis— y desprendimiento material —no hemos querido y nada queremos para nosotros (cf. Mc 6, 11). La otra indicación muy importante del pasaje evangélico es que los Doce no pueden conformarse con predicar la conversión: a la predicación se debe acompañar, según las instrucciones y el ejemplo de Jesús, la curación de los enfermos; curación corporal y espiritual. Habla de las sanaciones concretas de las enfermedades, habla también de expulsar los demonios, o sea, purificar la mente humana, limpiar, limpiar los ojos del alma que están oscurecidos por las ideologías y por ello no pueden ver a Dios, no pueden ver la verdad y la justicia. Esta doble curación corporal y espiritual es siempre el mandato de los discípulos de Cristo. Por lo tanto, la misión apostólica debe siempre comprender los dos aspectos de predicación de la Palabra de Dios y de manifestación de su bondad con gestos de caridad, de servicio y de entrega.

Queridos hermanos y hermanas: doy gracias a Dios que me ha enviado hoy a re-anunciaros esta Palabra de salvación. Una Palabra que está en la base de la vida y de la acción de la Iglesia, también de esta Iglesia que está en Frascati. Vuestro obispo me ha informado del empeño pastoral que más le importa, que en esencia es un empeño formativo, dirigido ante todo a los formadores: formar a los formadores. Es precisamente lo que hizo Jesús con sus discípulos: les instruyó, les preparó, les formó también mediante el «aprendizaje» misionero, para que fueran capaces de asumir la responsabilidad apostólica en la Iglesia. En la comunidad cristiana éste es siempre el primer servicio que ofrecen los responsables: a partir de los padres, que en la familia cumplen la misión educativa con los hijos; pensemos en los párrocos, que son responsables de la formación en la comunidad; en todos los sacerdotes, en los distintos ámbitos de trabajo: todos viven una dimensión educativa prioritaria; y los fieles laicos, además del ya recordado papel de padres, están involucrados en el servicio formativo con los jóvenes o los adultos, como responsables en Acción Católica y en otros movimientos eclesiales, o comprometidos en ambientes civiles y sociales, siempre con una fuerte atención en la formación de las personas.

El Señor llama a todos, distribuyendo diversos dones para diversas tareas en la Iglesia. Llama al sacerdocio y a la vida consagrada, y llama al matrimonio y al compromiso como laicos en la Iglesia misma y en la sociedad. Importante es que la riqueza de los dones encuentre plena acogida, especialmente por parte de los jóvenes; que se sienta la alegría de responder a Dios con uno mismo por entero, donando esa alegría en el camino del sacerdocio y de la vida consagrada o en el camino del matrimonio, dos caminos complementarios que se iluminan entre sí, se enriquecen recíprocamente y juntos enriquecen a la comunidad. La virginidad por el Reino de Dios y el matrimonio son en ambos casos vocaciones, llamadas de Dios a las que responder con y para toda la vida. Dios llama: es necesario escuchar, acoger, responder. Como María: «Heme aquí, que se cumpla en mí según tu palabra» (cf. Lc 1, 38) (…).

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Ángelus

Toda la historia tiene como centro a Cristo

Queridos hermanos y hermanas:

En el calendario litúrgico el 15 de julio es la memoria de san Buenaventura de Bagnoregio, franciscano, doctor de la Iglesia, sucesor de san Francisco de Asís en la guía de la Orden de los Frailes Menores. Escribió la primera biografía oficial del «Poverello. En una carta suya, Buenaventura escribe: «Confieso ante Dios que la razón que me ha hecho amar más la vida del beato Francisco es que ésta se parece a los inicios y al crecimiento de la Iglesia» (Epistula de tribus quaestionibus). Estas palabras nos remiten directamente al Evangelio de este domingo, que nos presenta el primer envío en misión de los doce apóstoles por parte de Jesús: «Llamó a los Doce —narra san Marcos— y los fue enviando de dos en dos... Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto» (Mc 6, 7-9).

Francisco de Asís, después de su conversión, practicó a la letra este Evangelio, llegando a ser un testigo fidelísimo de Jesús; y asociado de modo singular al misterio de la Cruz, fue transformado en «otro Cristo», como lo presenta precisamente san Buenaventura. Toda la vida de san Buenaventura, igual que su teología, tienen como centro inspirador a Jesucristo. Esta centralidad de Cristo la encontramos en la segunda lectura de la misa de hoy (cf. Ef 1, 3-14), el célebre himno de la carta de san Pablo a los Efesios, que comienza así: «Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo». El apóstol muestra entonces cómo se ha realizado este proyecto de bendición en cuatro pasajes que empiezan todos con la misma expresión «en Él», referida a Jesucristo. «En Él» el Padre nos ha elegido antes de la creación del mundo; «en Él» hemos sido redimidos por su sangre; «en Él» hemos sido constituidos herederos, predestinados a ser «alabanza de su gloria»; «en Él» cuantos creen en el Evangelio reciben el sello del Espíritu Santo. Este himno paulino contiene la visión de la historia que san Buenaventura contribuyó a difundir en la Iglesia: toda la historia tiene como centro a Cristo, quien garantiza también novedad y renovación en cada época. En Jesús, Dios ha dicho y dado todo, pero dado que Él es un tesoro inagotable, el Espíritu Santo jamás termina de revelar y de actualizar su misterio. Por ello la obra de Cristo y de la Iglesia no retrocede nunca, sino que siempre progresa.

Queridos amigos: invoquemos a María Santísima, a quien mañana celebraremos como la Virgen del Carmen, para que nos ayude, como san Francisco y san Buenaventura, a responder generosamente a la llamada del Señor para anunciar su Evangelio de salvación con las palabras y ante todo con la vida.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino

Los discípulos comparten la misión curativa de Cristo

1506. Cristo invita a sus discípulos a seguirle tomando a su vez su cruz (cf Mt 10, 38). Siguiéndole adquieren una nueva visión sobre la enfermedad y sobre los enfermos. Jesús los asocia a su vida pobre y humilde. Les hace participar de su ministerio de compasión y de curación: “Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban” (Mc 6, 12-13).

1507. El Señor resucitado renueva este envío (“En mi nombre [...] impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”, Mc 16, 17-18) y lo confirma con los signos que la Iglesia realiza invocando su nombre (cf. Hch 9, 34; 14, 3). Estos signos manifiestan de una manera especial que Jesús es verdaderamente “Dios que salva” (cf Mt 1, 21; Hch 4, 12).

1508. El Espíritu Santo da a algunos un carisma especial de curación (cf 1 Co 12, 9.28.30) para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni siquiera las oraciones más fervorosas obtienen la curación de todas las enfermedades. Así san Pablo aprende del Señor que “mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2 Co 12, 9), y que los sufrimientos que tengo que padecer, tienen como sentido lo siguiente: “Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).

1509. “¡Sanad a los enfermos!” (Mt 10, 8). La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor e intenta realizarla tanto mediante los cuidados que proporciona a los enfermos, como por la oración de intercesión con la que los acompaña. Cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y de los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente a través de los sacramentos, y de manera especial por la Eucaristía, pan que da la vida eterna (cf Jn 6, 54.58) y cuya conexión con la salud corporal insinúa san Pablo (cf 1 Co 11, 30).

La Iglesia está llamada a proclamar y testimoniar

737. La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la comunión con Dios, para que den “mucho fruto” (Jn 15, 5. 8. 16).

738. Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad (esto será el objeto del próximo artículo):

«Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios. Ya que por mucho que nosotros seamos numerosos separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí [...] y hace que todos aparezcan como una sola cosa en él. Y de la misma manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual» (San Cirilo de Alejandría, Commentarius in Iohannem, 11, 11: PG 74, 561).

739. Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo (esto será el objeto de la Segunda parte del Catecismo).

740. Estas “maravillas de Dios”, ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu (esto será el objeto de la Tercera parte del Catecismo).

741. “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración (esto será el objeto de la Cuarta parte del Catecismo).

Origen y amplitud de la misión de la Iglesia

849. El mandato misionero. «La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser “sacramento universal de salvación”, por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres» (AG 1): “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20)

850. El origen la finalidad de la misión. El mandato misionero del Señor tiene su fuente última en el amor eterno de la Santísima Trinidad: “La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre” (AG 2). El fin último de la misión no es otro que hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su Espíritu de amor (cf RM 23).

851. El motivo de la misión. Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado en todo tiempo la obligación y la fuerza de su impulso misionero: “porque el amor de Cristo nos apremia...” (2 Co 5, 14; cf AA 6; RM 11). En efecto, “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2, 4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera.

852. Los caminos de la misión. “El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial” (RM 21). Él es quien conduce la Iglesia por los caminos de la misión. Ella continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres; “impulsada por el Espíritu Santo, debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo: esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección” (AG 5). Es así como la “sangre de los mártires es semilla de cristianos” (Tertuliano, Apologeticum, 50, 13).

853. Pero en su peregrinación, la Iglesia experimenta también “hasta qué punto distan entre sí el mensaje que ella proclama y la debilidad humana de aquellos a quienes se confía el Evangelio” (GS 43, 6). Sólo avanzando por el camino “de la conversión y la renovación” (LG 8; cf . ibíd., 15) y “por el estrecho sendero de la cruz” (AG 1) es como el Pueblo de Dios puede extender el reino de Cristo (cf RM 12-20). En efecto, “como Cristo realizó la obra de la redención en la pobreza y en la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación” (LG 8).

854. Por su propia misión, “la Iglesia [...] avanza junto con toda la humanidad y experimenta la misma suerte terrena del mundo, y existe como fermento y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios” (GS40, 2). El esfuerzo misionero exige entonces la paciencia. Comienza con el anuncio del Evangelio a los pueblos y a los grupos que aún no creen en Cristo (cf. RM 42-47), continúa con el establecimiento de comunidades cristianas, “signo de la presencia de Dios en el mundo” (AG 15), y en la fundación de Iglesias locales (cf RM 48-49); se implica en un proceso de inculturación para así encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos (cf RM 52-54); en este proceso no faltarán también los fracasos. “En cuanto se refiere a los hombres, grupos y pueblos, solamente de forma gradual los toca y los penetra y de este modo los incorpora a la plenitud católica” (AG 6).

855. La misión de la Iglesia reclama el esfuerzo hacia la unidad de los cristianos (cf RM 50). En efecto, “las divisiones entre los cristianos son un obstáculo para que la Iglesia lleve a cabo la plenitud de la catolicidad que le es propia en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Incluso se hace más difícil para la propia Iglesia expresar la plenitud de la catolicidad bajo todos los aspectos en la realidad misma de la vida” (UR 4).

856. La tarea misionera implica un diálogo respetuoso con los que todavía no aceptan el Evangelio (cf RM 55). Los creyentes pueden sacar provecho para sí mismos de este diálogo aprendiendo a conocer mejor “cuanto [...] de verdad y de gracia se encontraba ya entre las naciones, como por una casi secreta presencia de Dios” (AG 9). Si ellos anuncian la Buena Nueva a los que la desconocen, es para consolidar, completar y elevar la verdad y el bien que Dios ha repartido entre los hombres y los pueblos, y para purificarlos del error y del mal “para gloria de Dios, confusión del diablo y felicidad del hombre” (AG 9).

La vocación para la misión

1122. Cristo envió a sus Apóstoles para que, “en su Nombre, proclamasen a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados” (Lc 24, 47). “Haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). La misión de bautizar, por tanto, la misión sacramental, está implicada en la misión de evangelizar, porque el sacramento es preparado por la Palabra de Dios y por la fe que es consentimiento a esta Palabra:

«El pueblo de Dios se reúne, sobre todo, por la palabra de Dios vivo [...] Necesita la predicación de la palabra para el ministerio mismo de los sacramentos. En efecto, son sacramentos de la fe que nace y se alimenta de la palabra» (PO 4).

1533. El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía son los sacramentos de la iniciación cristiana. Fundamentan la vocación común de todos los discípulos de Cristo, que es vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo. Confieren las gracias necesarias para vivir según el Espíritu en esta vida de peregrinos en marcha hacia la patria.

El Espíritu Santo, la promesa y el sello de Dios

693. Además de su nombre propio, que es el más empleado en el libro de los Hechos y en las cartas de los Apóstoles, en San Pablo se encuentran los siguientes apelativos: el Espíritu de la promesa (Ga 3, 14; Ef 1, 13), el Espíritu de adopción (Rm 8, 15; Ga 4, 6), el Espíritu de Cristo (Rm 8, 11), el Espíritu del Señor (2 Co 3, 17), el Espíritu de Dios (Rm 8, 9.14; 15, 19; 1 Co 6, 11; 7, 40), y en San Pedro, el Espíritu de gloria (1 P 4, 14).

698. El sello es un símbolo cercano al de la unción. En efecto, es Cristo a quien “Dios ha marcado con su sello” (Jn 6, 27) y el Padre nos marca también en él con su sello (2 Co 1, 22; Ef 1, 13; 4, 30). Como la imagen del sello [sphragis] indica el carácter indeleble de la Unción del Espíritu Santo en los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden, esta imagen se ha utilizado en ciertas tradiciones teológicas para expresar el “carácter” imborrable impreso por estos tres sacramentos, los cuales no pueden ser reiterados.

706. Contra toda esperanza humana, Dios promete a Abraham una descendencia, como fruto de la fe y del poder del Espíritu Santo (cf. Gn 18, 1-15; Lc 1, 26-38. 54-55; Jn 1, 12-13; Rm 4, 16-21). En ella serán bendecidas todas las naciones de la tierra (cf. Gn 12, 3). Esta descendencia será Cristo (cf. Ga 3, 16) en quien la efusión del Espíritu Santo formará “la unidad de los hijos de Dios dispersos” (cf. Jn 11, 52). Comprometiéndose con juramento (cf. Lc 1, 73), Dios se obliga ya al don de su Hijo Amado (cf. Gn 22, 17-19; Rm 8, 32; Jn 3, 16) y al don del “Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda ... para redención del Pueblo de su posesión” (Ef 1, 13-14; cf. Ga 3, 14).

1107. El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia apresura la venida del Reino y la consumación del misterio de la salvación. En la espera y en la esperanza nos hace realmente anticipar la comunión plena con la Trinidad Santa. Enviado por el Padre, que escucha la epíclesis de la Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo acogen, y constituye para ellos, ya desde ahora, “las arras” de su herencia (cf Ef 1, 14; 2 Co 1, 22).

1296. Cristo mismo se declara marcado con el sello de su Padre (cf Jn 6, 27). El cristiano también está marcado con un sello: “Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones” (2 Co 1, 22; cf Ef 1, 13; 4, 30). Este sello del Espíritu Santo, marca la pertenencia total a Cristo, la puesta a su servicio para siempre, pero indica también la promesa de la protección divina en la gran prueba escatológica (cf Ap 7, 2-3; 9, 4; Ez 9, 4-6).

María, elegida antes de la creación del mundo

492. Esta “resplandeciente santidad del todo singular” de la que ella fue “enriquecida desde el primer instante de su concepción” (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo” (LG 53). El Padre la ha “bendecido [...] con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo” (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. Él la ha “elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor” (cf. Ef 1, 4).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Los fue enviando de dos en dos

El Evangelio de este Domingo comienza así: «En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos».

Ya en estas palabras está contenida una noticia importante: «los fue enviando». Es el inicio del envío de los apóstoles. Hasta ahora ha sido sólo él, Jesús, a predicar el Reino. Los discípulos le seguían, escuchaban, aprendían, hacían por así decido el aprendizaje. Ahora, son enviados ellos. Si hasta ahora el verbo, que Jesús usaba más frecuentemente con relación a sus discípulos, era: «Venid», ahora es: «Id». De la llamada se pasa al envío. Es un preludio del futuro envío solemne de los apóstoles, en el momento de dejar este mundo, cuando les dirá: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Marcos 16, 15).

Hay una cosa que hemos de aclarar de inmediato a este propósito para no perpetuar un tristísimo equívoco entre los cristianos. ¿A quién está dirigida esta invitación de Jesús: «Id»? Se acostumbra pensar que se dirige a los apóstoles; y, hoy, a sus sucesores: el papa, los obispos, los sacerdotes. Piensan muchos: la cosa les afecta a ellos, no a nosotros, pobres laicos. Pero, precisamente éste es el fatal error. Es muy indiscutible que, en primer lugar, con un deber de testimonios oficiales y autorizados, él envía a los apóstoles. Pero, no a ellos solos. Ellos deben ser los guías, los animadores de los demás, en la común misión. Pensar diferentemente sería como decir que se puede hacer una guerra sólo con los generales y los capitanes sin soldados; o que se puede poner en marcha un equipo de fútbol sólo con un entrenador y un árbitro.

Después de este envío de los apóstoles, «designó el Señor a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir» (Lucas 10, 1). Ahora bien, estos setenta y dos discípulos eran probablemente todos los que él había reclutado hasta aquel momento o, al menos, todos los que estaban dispuestos a comprometerse seriamente por él. Jesús, por lo tanto, envía a todos sus discípulos. Tiene necesidad de todos. Mejor, a todos les hace el honor de llegar a ser sus embajadores, sus «precursores»; esto es, personas que le preceden y le preparan el camino, en los lugares donde él había de ir.

Me parece advertir las reacciones de la gente al oír que debían llegar a ser evangelizadores y testigos de Jesús. «Pero, ¿cómo?, ¿no es bastante que demos nuestro tiempo para escuchar el Evangelio o ir alguna vez a la iglesia, que ahora también se nos pide hacernos nosotros mismos anunciadores o evangelizadores? Pero, vosotros sacerdotes, ¿sabéis qué significa tener familia y el trabajo y la lucha por la vida...?» Pero, llegar a ser evangelizadores ya no es una obligación más en la vida; es una alegría, una ayuda, que hace olvidar todas las obligaciones o ayuda a acarrearlas mejor. No olvidemos que Jesús ha prometido el céntuplo ya acá abajo a quien se pone a su completa disposición por el Reino.

Los laicos son la energía nuclear del cristianismo. La energía nuclear es la que nos da salida por la «fisión» del átomo. Dicho en palabras sencillas, consiste en esto: un átomo de uranio viene bombardeado y «partido» en dos por el choque de una partícula, llamada neutrón, liberando energía en este proceso. Se inicia con ello una reacción en cadena. Los dos nuevos elementos «fisan», esto es, rompen, a su vez, a otros dos átomos; estos a otros cuatro; y así, en adelante, a miles de millones de átomos; con lo que la energía «liberada», al final, resulta extraordinaria. Y no se trata necesariamente de energía destructiva, porque la energía nuclear puede ser usada también para fines pacíficos en favor del hombre.

Algo parecido tiene lugar en el plano espiritual. Un laico, ganado para el Evangelio, convertido, viviendo junto a otros, puede «contagiar» a otros dos; éstos a cuatro; y, dado que los cristianos laicos no son sólo algunas decenas de millones como el clero sino centenares de millones, he aquí que en verdad ellos pueden desarrollar un papel decisivo para difundir al mundo la luz benéfica del Evangelio.

En los Estados Unidos, hay un laico padre de familia, que, junto con su profesión, desarrolla además una intensa evangelización. Es un tipo, lleno de humor, que evangeliza al son de estruendosas risotadas, cual sólo saben hacer los americanos. Cuando va a un nuevo lugar, comienza siempre diciendo muy serio: «Dos mil quinientos obispos, reunidos en el Vaticano, me han pedido que venga a anunciaros el Evangelio». La gente, naturalmente, se llena de curiosidad. Entonces, él explica que dos mil quinientos obispos son los que tomaron parte en el concilio Vaticano II y redactaron el decreto sobre el apostolado de los laicos, en el que se exhorta a todos los laicos cristianos a participar en la misión evangelizadora de la Iglesia. Tenía perfectamente razón al decir «me han pedido». Aquellas palabras no fueron dichas al viento, a todos y a ninguno; están dirigidas universalmente a todo laico católico.

Ahora, sin embargo, es hora que digamos alguna palabra sobre cómo evangelizar. El Evangelio usa una sola palabra para decir «qué cosa» los apóstoles, enviados por Jesús, habían de predicar a la gente («para que se convirtieran»), mientras que describe largamente «cómo» debían predicar. No insiste tanto sobre qué deben decir, cuanto sobre «cómo se debe decir», para anunciar a Cristo. A este propósito, una enseñanza importante está contenida en el hecho mismo de que Jesús los envía siempre de dos en dos. ¿Por qué los envía de dos en dos? También los carabineros o la guardia civil van siempre de dos en dos y, según una ocurrencia chistosa, el motivo es porque ¡sólo uno sabe leer y el otro sólo escribir! No, no es por el mismo motivo. Los envía de dos en dos, según explicaba san Gregorio Magno, para inculcar la caridad, porque con menos que entre dos personas no se puede tener caridad. El primer testimonio a dar a Jesús es el del amor recíproco:

«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Juan 13, 35).

Imaginemos a dos cristianos, que juntos se ocupan de la política, del trabajo y de las más diferentes situaciones de la vida. No pueden ni siquiera nombrar a Cristo ni el Evangelio. Pero, si se respetan, se apoyan, se aman entre sí y «hacen unión», como dicen nuestros hermanos «focolares», ya es un testimonio formidable el que ellos dan de Cristo. En el tiempo de las antiguas persecuciones, los cristianos no podían abiertamente predicar a Cristo; pero, un escritor del tiempo nos dice que los paganos quedaban impresionados por el amor que los cristianos se tenían unos de otros y se decían entre sí, llenos de asombro: «¡Mirad cómo se aman!»

Esto vale, ante todo, para los dos padres. Si ellos no pueden hacer nada para ayudar en la fe a sus hijos, ya harían mucho si éstos, mirándoles, pudieran decir entre sí: «Mirad cómo se aman el papá y la mamá». «El amor es de Dios» dice la Escritura (1 Juan 4, 7) y esto explica por qué en donde hay un poco de verdadero amor allí está siempre anunciado Dios.

Aquel americano, del que os he hablado antes, tenía grandes dificultades en la relación con uno de sus hijos. Durante seis años, él y su mujer se impusieron orar por él y amarle, si era posible, aún más que a los demás. Finalmente, un año, durante la fiesta del padre, recibió una Biblia como regalo de los hijos. Abriéndola, encontró escrita en la primera página una frase de aquel hijo, ya de veintitrés años, que decía: «Gracias, papá, porque con tu amor me has hecho descubrir también a mí el Reino» (¡qué hermoso si otros padres, que tienen problemas semejantes con los hijos, pudiesen oír decir un día estas mismas palabras!).

Cuando sea posible, a este testimonio silencioso del amor, se debe añadir la palabra explícita. San Pedro, escribiendo a los primeros cristianos, decía:

«(Estad) siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero, hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pedro 3, 15-16).

La primera y más común forma de evangelización consiste precisamente en esto: en explicar, a quien os lo pide o está dispuesto a escuchar, por qué esperamos en Cristo, quién es Jesús para nosotros, cómo y por qué nos hemos «convertido» a la fe. Las palabras «con dulzura y respeto» excluyen la insistencia excesiva, la petulancia, la falta de respeto a las convicciones religiosas, que dicha persona ya tiene (las cosas que más fastidian de todas en ciertas sectas es que van de casa en casa o paran a las personas por la calle); no excluyen, sin embargo, la valentía y la inventiva.

Hemos explicado hasta aquí quién debe evangelizar (todos, no sólo los sacerdotes) y cómo evangelizar (con el amor y, también, cuando es posible, con la palabra). Para terminar, digamos igualmente una palabra sobre dónde evangelizar: hoy ¿cuáles son, para los laicos, «las aldeas y poblados» a donde Jesús les envía? Para algunos, estas aldeas pueden ser poblaciones exteriores, lejanas; para la mayoría, «la aldea» y el «lugar» están muy cercanos. Son el puesto de trabajo, las amistades, su mismo cerco familiar.

Leyendo el Evangelio llama la atención una cosa. A un joven, que le preguntaba qué debía hacer para salvarse, un día Jesús respondió: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme» (Marcos 10, 21). Al contrario, a otro joven, que quería dejarlo todo y seguirle, no se lo permitió, sino que le dijo: «Vete a tu casa, con los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido compasión de ti» (Marcos 5, 19).

Estas palabras me han hecho volver a recordar un canto espiritual negro, titulado: Hay un bálsamo en Gilead. La última estrofa de este canto dice algo que puede servir de conclusión a todo nuestro discurso: «Si no sabes predicar como Pedro; si no sabes predicar como Pablo; vete a tu casa y diles a tus vecinos: ¡Jesús ha muerto por todos!».

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Misioneros de la Palabra

Jesucristo, el Señor, que ha muerto por todos los hombres, los reúne en una sola familia: la Santa Iglesia Católica, y a todos los bautizados los envía al mundo con una misión divina: la evangelización. Pero los envía de dos en dos, que quiere decir que no los envía solos, sino en comunidad, para poner al servicio del prójimo los dones que Dios les da, y para que sean conscientes de sus debilidades, reconociendo con humildad que necesitan de otros y deben dejarse ayudar, porque no pueden solos, es mucha la responsabilidad y la labor del apostolado.

Él los envía a llevar su Palabra y sus enseñanzas a todos los lugares a donde van, para establecer el carisma cristiano, contagiando la fe, llevando esperanza, practicando la caridad, para darlo a conocer tal cual es: Hombre y Dios, para que todos crean en Él y se salven.

Por tanto, Él manda que todo cristiano sea misionero de la Palabra. Pero también les advierte que no todos los recibirán. Algunos no los escucharán y los rechazarán. Y les dice qué hacer: expresar su desaprobación, irse de ahí y seguir adelante, dejando claro que la voluntad de Dios no se impone, sino que invita a que cada uno abrace la fe con libertad, porque es el regalo más grande que Dios da a la humanidad.

Recibe tú los dones y talentos que Dios te da para perfeccionarte, poniéndolos al servicio de los demás, amando a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.

Aprovecha la oportunidad que Dios te da de dar a conocer a Cristo a través de su Palabra, enseñándola con humildad y sencillez, con total disposición, pero sin preocuparte, sino confiando en que aquel que te envía es todopoderoso, es tu Padre amoroso y, a través de su divina providencia, te dará los medios.

Agradece, porque tú, que eres tan sólo un hombre indigno y pecador, tienes una misión divina a la que te envía tu Salvador.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Todos apóstoles

Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, declara el apóstol san Pablo en la primera carta a su discípulo Timoteo. Y observamos, en estos versículos de san Marcos que para hoy nos ofrece la Iglesia, ese deseo salvador divino, en la actitud y palabras de Jesús con sus discípulos. Pues, no solamente Él, en persona, difundió el Evangelio de salvación. Hizo más, una vez aleccionados oportunamente sus discípulos, los envía por las distintas ciudades, pertrechados de poderes sobrenaturales, para que también ellos pudieran atestiguar, con prodigios, la autoridad de la doctrina que, de su parte, predicaban.

Parece que Jesús quiere dejar claro, a aquellos a quienes había constituido mensajeros de su palabra, que no llevarían a cabo su misión por sí mismos, con sus fuerzas humanas personales, ni gracias a sus talentos; sino gracias al auxilio divino. Nada para el camino, ni pan, ni alforja, ni dinero en la bolsa, sino solamente un bastón; y que fueran calzados con sandalias y que no llevaran dos túnicas. Hasta llevar un bastón nos resulta aleccionador: no siendo necesario cargar con provisiones, pues, cada día tiene su propio afán y Dios, que se ocupa de los lirios del campo, cómo no se cuidará de sus enviados, sí parece necesario lo imprescindible para el caminante: el bastón y las sandalias, en aquella época.

Pero, una vez con lo necesario para ser capaces de transmitir las enseñanzas de Jesús, el apóstol no precisa nada más. Únicamente el sustento y cobijo cotidiano para seguir cada día con su misión. Es más, toda su actividad va finalmente encaminada al fin exclusivo de la difusión del Evangelio, es decir, procurar que otros encarnen con sus vidas el ideal que Cristo vino a traer al mundo: nuestra existencia como hijos de Dios.

La vida de todo cristiano, cualquiera que sea su estado, su condición social, lo mismo sanos que enfermos, es, por vocación, una vida apostólica. Os he os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. Queramos sentirnos activamente comprometidos, protagonistas –todos– excepcionales de esa elección. Las ocupaciones familiares, profesionales, sociales de todo tipo, la diversión y el descanso de una persona normal, corriente, no son un obstáculo. Más bien, al contrario, esas circunstancias, mientras, de suyo, no sean ofensivas a Dios, pueden ser el medio oportuno de encuentro con las almas destinadas a la vida eterna en Jesucristo.

La santidad está al alcance de cualquiera, que no se ocupe en una actividad de pecado, aunque nunca se lo haya planteado por el momento, sin necesidad de llevar a cabo cambios profundos en la organización animado n de su vida. Las mismas ocupaciones corrientes de todos los días pueden y deben ser santas; y éste es, sencillamente, el mensaje que todo cristiano corriente debe difundir en su entorno familiar, profesional, social de todo tipo. Vivir como hijos de Dios, orientados hacia la Eternidad Bienaventurada, debe ser cosa de todos. ¡Alegraos siempre en el Señor!, os lo digo del nuevo: ¡alegraos!, animaba el Apóstol a sus filipenses. Nuestra vida puede y debe ser en todo caso de alegría contagiosa, también cuando en ella hay contrariedades, que no faltan en ningún humano. Pero el optimismo alegre de ser hijos de Dios es bálsamo que suaviza todo dolor, tónico que fortalece cualquier debilidad, vino generoso que deleita en el quehacer cotidiano. Así es la bondad de Dios, que no abandona a sus enviados.

La tarea del apóstol es grandiosa, fascinante. Reclama, sin duda, lo mejor de cada uno, para que, con la gracia divina sea máximamente eficaz. Has de prestar Amor de Dios y celo por las almas a otros –afirma san Josemaría–, para que éstos a su vez enciendan a muchos más que están en un tercer plano, y cada uno de los últimos a sus compañeros de profesión.

¡Cuántas calorías espirituales necesitas! —Y ¡qué responsabilidad tan grande si te enfrías!, y —no lo quiero pensar— ¡qué crimen tan horroroso si dieras mal ejemplo!

Los discípulos, enviados por Jesús hace veinte siglos, se exigieron a sí mismos con fortaleza. Así se espera, también para extensión del Reino de Dios y gloria de su Iglesia, de nosotros en ese tiempo. Y la disposición para el sacrificio, y no querer tener otro objetivo en la vida que el apostólico, se hacen asimismo hoy tan necesarios como entonces. Como entonces a aquellos primeros, nos mueve si no ponemos obstáculos, y mueve las almas de quienes tratamos, el Amor de Dios. La oración de contemplación es, por ello, el motor muestro y el camino por el que deben discurrir nuestros familiares, amigos y conocidos para llegar a entusiasmarse con ese Dios que es compasivo y misericordioso, y guarda en Sí para sus hijos tantas delicias de su Amor.

Bienaventurada porque has creído, le dijo Isabel; y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, confirma María. Para que aprendamos que todo el sacrificio posible, si es para Dios, se hace alegría en nuestro corazón.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Misión y profecía en la Iglesia

La primera lectura, al presentarnos uno frente al otro al profeta Arnós y al sacerdote Amasías en un fuerte contraste, parece querer sugerirnos una reflexión acerca de los roles respectivos de la institución y de la profecía en la Iglesia. Sin embargo, en el pasaje evangélico, este tema, sin ser desmentido, aparece presentado bajo una luz nueva: la de la relación entre misión y profecía.

Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos. Habitualmente, al comentar este pasaje del Evangelio, se da poca importancia a estas palabras para analizar con mayor profundidad las “instrucciones” que Jesús da a los Doce, y el modo en que ellos desarrollan su primera misión. En realidad, el hecho fundamental se encuentra justamente en esas palabras introductorias: Jesús comienza a “enviar” a los apóstoles; es el inicio de la misión apostólica, el envío de la primera camada de misioneros que se prolongó, sin solución de continuidad, hasta nuestros días.

Hasta ese momento había sido sólo Jesús quien predicaba el Reino; los discípulos lo seguían, escuchaban, aprendían. Ahora “son enviados”, es decir, al pie de la letra, se convierten en apóstoles; de oyentes pasan a ser anunciadores. Es un preludio del tiempo de la Iglesia, entendido como tiempo de misión. El Evangelio de Marcos se cierra con una escena que evoca –si bien con más solemnidad– el momento fijado por el pasaje de hoy: Entonces les dijo: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación (Mc. 16, 15). La pequeña misión “a las poblaciones de los alrededores” preanuncia la gran misión “hasta los confines de la tierra”.

Se trata de un hecho de gran importancia, sobre todo desde el punto de vista teológico. Aquí nace la tradición apostólica, gracias a la cual la onda de la predicación de Jesús llega viva hasta nosotros, sin solución de continuidad: “Los discípulos fueron enviados a llevar la Buena Noticia del Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado por Dios. El Cristo, por lo tanto, viene de Dios, y los apóstoles, del Cristo... Henchidos del Espíritu Santo, fueron a llevar la Buena Noticia y la proximidad del Reino de Dios” (Clemente Romano, Ep. ad Cor. 42). La misión está anclada en el Padre por medio del Hijo encarnado, y se desarrolla en el Espíritu Santo; toda la Trinidad está involucrada en eso y es su garante. La misión también está fuertemente unida al Jesucristo histórico ya su mandato; en otras palabras, no fue una invención de la Iglesia o una exigencia de la fe sucesiva a la Pascua: el Evangelio de hoy nos dice que Jesús comenzó a enviar a los apóstoles antes de la Pascua.

Ahora podemos considerar también las “instrucciones”, o el “contenido” de la misión en forma detallada. Está compuesto por dos cosas: palabras y hechos (al volver de la misión, los apóstoles referían todo lo que habían hecho y enseñado: Mc. 6, 30). En el texto de Marcos (pero también en los pasajes paralelos de Marcos y de Lucas), las palabras ocupan un lugar decididamente secundario en este contexto; se reducen a una frase indirecta: Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión. El lugar más importante les es asignado a los hechos. Éstos son de dos clases: una está dada por los comportamientos personales (la coherencia entre el anuncio y la vida del anunciador) y la otra, por los gestos proféticos y públicos cumplidos sobre los demás. Entre los signos que deben caracterizar al misionero del Reino, Jesús indica en primer lugar –aunque en forma velada– la caridad fraterna y la comunión. Los manda de a dos –escribía san Gregorio Magno para recomendar la caridad porque, a menos que sea entre dos, no hay caridad. La misión debe estar iluminada por el testimonio evangélico por excelencia: En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros (Jn. 13, 35). Nada perjudica tanto al anuncio del Evangelio, a nivel parroquial, diocesano, nacional y de Iglesia universal, como el espectáculo de desacuerdo, de rivalidad, de envidia, de desamor entre los anunciadores. Incluso la recomendación de ir como ovejas en medio de lobos (Lc. 10, 3), evoca de alguna manera la mansedumbre del amor que está preparado para el sacrificio. En otras palabras, la misión supone a la comunidad. Es como una expedición a tierras inexploradas o a una alta montaña: debe haber un campo-base del cual partir, en el cual abastecerse y al cual regresar; el campo-base de la misión es la comunidad. A una comunidad tibia corresponde una misión tibia y viceversa.

La insistencia mayor recae en una serie de actitudes que podríamos resumir en las palabras pobreza, separación, frugalidad, desinterés, confianza en la providencia: les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero. Si el misionero no debe tener dinero cuando parte para la misión, ¡menos debería tenerlo cuando vuelve! (Mt. 10, 8: Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente). El Evangelio no puede ser anunciado con credibilidad por quien hace ostentación de medios demasiado mundanos, por quien está lleno de exigencias debido a las cuales, entre otras cosas, nunca está satisfecho con la tasa donde se aloja y lo primero que hace, cuando lo destinan a una parroquia, es construir o renovar la casa parroquial, invirtiendo en ello años de trabajo y recursos.

Junto a los comportamientos personales –la coherencia de vida–, son indicados, decía, gestos o hechos de poder sobre los otros: los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros... fueron a predicar... y curaron a muchos enfermos, ungiéndolos con óleo. Son gestos de liberación de un alcance enorme. “Espíritus impuros” puede indicar muchas cosas; en ese entonces indicaba las enfermedades y esclavitudes que más se vinculaban con la presencia del maligno. Hoy puede ser entendido, sin esfuerzo, como referencia a tantos ídolos, mitos y fetiches que convierten al hombre en “poseído”, es decir, no liberado, no sí mismo. Espíritu impuro es, por ejemplo, el espíritu de consumismo que afecta a gran parte de nuestra sociedad, haciéndola esclava de mil necesidades falsas que no satisfacen sus deseos, pero que le crean otros y la dejan perpetuamente descontenta, envidiosa y codiciosa.

El misionero del Reino, fuerte gracias a la palabra liberadora de Jesús, puede exorcizar a estos espíritus. Sin embargo, para poder hacerla, debe hablar en Espíritu e imperio, es decir, debe estar animado por un auténtico espíritu profético. Sólo el espíritu de Cristo puede dar la fuerza suficiente para denunciar con vigor estas cosas, sin caer en el moralismo, pero sí inspirando en quien escucha el gusto por una auténtica libertad interior.

Éste es el camino para reavivar la misión cristiana, para lograr que, de la misión-propaganda o proselitismo (como lo fue alguna vez), se pase a la misión profética que prolonga la misión de los Doce y el evento de Pentecostés.

Todo esto no se improvisa. Es necesario partir de lejos, resucitando en los bautizados su conciencia de ser pueblo profético, llamado de las tinieblas a la luz para proclamar las obras maravillosas de él (cfr. 1 Pd. 2, 9), dando a la preparación de los futuros anunciadores un carácter cada vez más espiritual y carismático, insistiendo en el papel del Espíritu Santo en el anuncio de la palabra de Cristo.

Amós nos describió su vocación cuando todavía estaba detrás del rebaño: Ve a profetizar a mi pueblo Israel. Dios no ha dejado de enviar profetas a su pueblo. Sin embargo, hoy la situación es mejor que en la época de Amós porque existió Jesús. Jesús no deja solos a aquellos a quienes manda; los sigue con sus signos y su presencia. La Eucaristía es esta presencia de Jesús que renueva la misión y fortalece el coraje de quien debe anunciar o recibir el Evangelio.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía al Movimiento “Comunión y Liberación” (15-VII-1979)

– Qué somos. Qué debemos hacer

San Pablo en la Carta a los Efesios dice: somos los elegidos por Dios en Jesucristo. “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado” (Ef 1, 3-6).

Ésta es la respuesta que nos da hoy San Pablo a la pregunta “¿quién soy?”. Y la desarrolla en las restantes palabras del mismo texto de la Carta a los Efesios.

He aquí la ulterior etapa de esta respuesta: Somos redimidos; estamos colmados por la remisión de los pecados y llenos de gracia; estamos llamados a la unión con Cristo y, luego, a unificar todos en Cristo.

Y no es ése todavía el final de esta respuesta paulina: Estamos llamados a existir para gloria de la Majestad divina; participamos de la palabra de la verdad, en el Evangelio de la salvación; estamos marcados por el sello del Espíritu Santo; somos partícipes de la herencia, en espera de la completa redención, que nos hará propiedad de Dios.

Tal es la respuesta paulina a nuestra pregunta. Hay mucho que meditar en ella. El eco de las palabras de la Carta a los Efesios no puede quedarse en los límites de una lectura, no basta escuchar una sola vez. Deben permanecer en nosotros. Deben seguir con nosotros. Son palabras para toda una vida. A medida de eternidad.

El sacrificio en que participamos, la Santa Misa, nos da también cada vez la respuesta a esa pregunta fundamental: “¿quiénes somos?”. ¿Qué debemos hacer? Quizá la respuesta a esta pregunta no surge, de la liturgia de la Palabra divina de hoy, con la misma fuerza de la referente a la pregunta “¿quiénes somos?”. Pero también es una respuesta fuerte y decisiva. Dios dice a Amós: “Ve a profetizar a mi pueblo, Israel” (Am 7, 15).

– Apostolado

Cristo llama a los doce y comienza a enviarlos de dos en dos (cfr. Mc 6, 7). Y les ordena que entren en todas las casas y de ese modo den testimonio. El Concilio Vaticano II ha recordado que todos los cristianos, no sólo los eclesiásticos, sino también los laicos, forman parte de la misión profética de Cristo. No hay duda alguna, por tanto, respecto a “qué es lo que debemos hacer”.

Sigue siendo siempre actual, la pregunta ¿cómo debemos hacerlo? El salmo responsorial de hoy nos asegura que “la misericordia y la verdad se encontrarán...”. “La verdad florecerá sobre la tierra”. Sí; la verdad debe florecer en cada uno de nosotros; en cada corazón.

– Fidelidad

Sed fieles a la verdad. Fieles a vuestra vocación. Sed fieles a Cristo que libera y une.

Como un rayo de luz de la liturgia de hoy: A fin de que el Señor Nuestro, Jesucristo, penetre en nuestros corazones con su propia luz y nos haga comprender cuál es la esperanza de nuestra vocación (cfr. Ef. 1, 17-18).

Que se realice este deseo por intercesión de la Virgen, ante la cual hemos meditado la Palabra divina de la liturgia de hoy para poder continuar celebrando el sacrificio eucarístico.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Ellos salieron a predicar la conversión”. El Espíritu Santo a través de nuestros pastores nos llama a una conversión constante, porque ¿quién puede asegurar honradamente que su conciencia no le acusa de nada o que no ha de vigilar para no deslizarse por la pendiente de la desconfianza en Dios y en los demás, de la pereza, la envidia, la sensualidad...; en una palabra: del egoísmo? Todos venimos de Adán, procedemos de la misma raíz contaminada y arrastramos sus debilidades.

“Es bueno –afirma Juan Pablo II– que la Iglesia dé este paso con la clara conciencia de lo que ha vivido en el curso de los últimos diez siglos. No puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y dificultades de hoy” (T. M. A., 33).

Pero, ¿es posible la conversión? ¿Puede ese corazón agobiado por el peso de tantas infidelidades y malos hábitos acumulados durante años recuperar la confianza y liberarse? Una pregunta parecida hizo con asombro un doctor de Israel a Jesús: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?” Pero Jesús contesta más asombrado todavía: “¿Tú eres maestro en Israel e ignoras estas cosas?” (Jn 3, 4-10).

“Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban”. Sí, en el Sacramento de la Reconciliación, la gracia de Dios, como en un segundo Bautismo, purifica nuestras suciedades, estrenamos un traje nuevo y tenemos acceso al banquete de la Eucaristía, anticipo del que nos aguarda en el Reino, ahuyentado también ese complejo de culpa que graba la conciencia y lleva a concluir, con tristeza y desesperación, que es imposible vivir como Dios pide. La culpabilidad que se abre confiadamente al perdón de Dios, lejos de torturar el corazón al no cerrarse en sí mismo, sino que mira a Dios, es testigo de su inmensa benevolencia cuyo resplandor disipa cualquier sombra de inquietud. Como aseguraba Sta. Teresa de Lisieux: “Podría creerse que si tengo una confianza tan grande en Dios es porque no he pecado. Decid muy claramente que, aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza. Sé que toda esa muchedumbre de ofensas sería como una gota de agua arrojada a un brasero encendido”. No olvidemos que la paciencia y las ingeniosidades de Dios para que no nos desviemos del camino son infinitamente mayores que nuestras debilidades y malicias”.

A través del Sacramento de la Penitencia saneamos el alma, curándola de sus dudas, rebeldías y egoísmos. El hombre viejo y cansado siente otra vez la dicha de vivir, la alegría de los hijos de Dios. El escéptico y resentido recupera la capacidad de asombro. El creyente pasa del temor a la confianza y su fe antes indecisa y rutinaria le permite ahora ver con más claridad la absoluta novedad del Evangelio.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“Destinados en la persona de Cristo, por iniciativa de Dios, para que la gloria de su gracia redunde en alabanza suya”

Amós certifica que su carisma viene de Dios. Sólo Yavé le ha llamado y sólo por haber sido llamado ejerce de profeta. Poco más tarde, Amasías tendrá la oportunidad de comprobar que lo que decía Amós, venía de Dios.

Cristo en el Evangelio señala más que recomendaciones prácticas para el camino las características de su Reino. Sobre todo, que no descansaría nunca sobre poderes o fuerzas de este mundo, ni en el equipaje de los testigos, sino en la fuerza del Espíritu de Cristo porque en Él se hacen verdad aquellas palabras de Joel: “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas”. Por la fuerza de este Espíritu todo bautizado se hace heraldo del Evangelio, profeta anunciador de la inmensa bondad de Dios.

Para quienes desde la mentalidad contemporánea, siempre dispuesta a preverlo y planificarlo todo, proyectan planes con todo rigor, el nacimiento de la Iglesia es sorprendente. Pero el futuro que Jesús preveía descansaba en su Espíritu. Es una invitación a descubrir que las obras de Dios desbordan cualquier previsión humana. Por eso, es arriesgado juzgar todo por los mismos criterios.

– “Sanad a los enfermos”:

“Cristo invita a sus discípulos a seguirle tomando a su vez su cruz. Siguiéndole adquieren una nueva visión sobre la enfermedad y sobre los enfermos. Jesús los asocia a su vida pobre y humilde. Les hace participar de su ministerio de compasión y de curación: «Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6, 12-13)” (1506; cf. 1507-1508).

– La Iglesia se apoya en la elección de los Doce y Pedro como Cabeza:

“El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo, está la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza; puesto que representan a las doce tribus de Israel, ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén. Los Doce y los otros discípulos participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte. Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia” (765).

– “Los bautizados vienen a ser «piedras vivas» para «edificación de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo» (1 P 2, 5). Por el Bautismo participan del sacerdocio de Cristo, de su misión profética y real, son «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 P 2, 9). «El Bautismo hace participar en el sacerdocio común de los fieles»” (1268).

– “Sólo un corazón puro puede decir con seguridad: «¡Venga a nosotros tu Reino!» Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: «Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal» (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: «¡Venga tu Reino!»“ (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst 5, 13) (2819).

La grandeza del testigo no afecta al Reino de Dios; la grandeza del Reino de Dios hace grandes hasta a los más débiles.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Amor y veneración al sacerdocio.

– Identidad y misión del sacerdote.

I. Todos los bautizados nos podemos aplicarlas palabras de San Pablo a los cristianos de Éfeso, recogidas en la Segunda lectura de la Misa: nos eligió el Señor antes de la constitución del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor. Gracias al Bautismo ya la Confirmación, todos los fieles cristianos somos linaje escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo de conquista, “destinados a ofrecer víctimas espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo”. Por la participación en el sacerdocio de Cristo, los fieles cristianos toman parte activa en la celebración del Sacrificio del Altar y, a través de sus tareas seculares, santifican el mundo, participando de esa misión única de la Iglesia y realizándola por medio de la peculiar vocación recibida de Dios: la madre de familia, en la plena realización de su maternidad con los deberes que lleva consigo; el enfermo, ofreciendo su dolor con amor; cada uno en sus labores y en sus circunstancias, convertidas día a día en una ofrenda gratísima al Señor.

Por voluntad divina, de entre los fieles, que poseen el sacerdocio común, algunos son llamados –mediante el sacramento del Orden– a ejercer el sacerdocio ministerial; éste presupone el anterior, pero se diferencian esencialmente. Por la consagración recibida en el sacramento del Orden, el sacerdote se convierte en instrumento de Jesucristo, al que presta todo su ser, para llevar a todos la gracia de la Redención: es un hombre escogido entre los hombres, constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. ¿Cuál es, pues, la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental.

El Señor, presente de muchas maneras entre nosotros, se nos muestra muy cercano en la figura del sacerdote. Cada sacerdote es un inmenso regalo de Dios al mundo; es Jesús, que pasa haciendo el bien, curando enfermedades, dando paz y alegría a las conciencias; es “el instrumento vivo de Cristo” en el mundo, presta a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser. En la Santa Misa renueva –in persona Christi– el mismo Sacrificio redentor del Calvario. Hace presente y eficaz en el tiempo la Redención obrada por el Señor. “Jesús –recordaba Juan Pablo II a los sacerdotes brasileños– nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que es Él quien actúa por medio de nosotros”. En la Santa Misa es Jesucristo quien cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre. Y “es el propio Jesús quien, en el sacramento de la Penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: Tus pecados te son perdonados. Y es Él quien habla cuando el sacerdote, ejerciendo su ministerio en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de Dios. Es el propio Cristo quien cuida a los enfermos, a los niños y a los pecadores, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros sagrados”.

Un sacerdote es para la humanidad más valioso que todos los bienes materiales y humanos juntos. Hemos de pedir mucho por la santidad de los sacerdotes, hemos de ayudarles y sostenerlos con la oración y con nuestro aprecio. Debemos ver en ellos al mismo Cristo.

– Dispensador de los tesoros divinos. Dignidad del sacerdote.

II. Jesús elige a los Apóstoles como representantes personales suyos, no sólo mensajeros, profetas y testigos.

Esta nueva identidad –actuar in persona Christi– se ha de manifestar en una vida sencilla y austera, santa; debe mostrarse en una entrega sin límites a los demás. El Evangelio de la Misa nos relata que Jesús los envió dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más: ni pan, ni alforja, ni dinero en la faja...

Dios toma posesión del que ha llamado al sacerdocio, lo consagra para el servicio de los demás hombres, sus hermanos, y le confiere una nueva personalidad. Y este hombre elegido y consagrado al servicio de Dios y de los demás, no lo es sólo en determinadas ocasiones, por ejemplo, cuando está realizando una función sagrada, sino que “lo es siempre, en todos los momentos, lo mismo al ejercer el oficio más alto y sublime como en el acto más vulgar y humilde de la vida cotidiana. Exactamente lo mismo que un cristiano no puede dejar a un lado su carácter de hombre nuevo, recibido en el Bautismo, para actuar “como si fuese” un simple hombre, tampoco el sacerdote puede hacer abstracción de su carácter sacerdotal para comportarse “como si” no fuera sacerdote. Cualquier cosa que haga, cualquier actitud que tome, quiéralo o no, será siempre la acción y la actitud de un sacerdote, porque él lo es siempre, a todas horas y hasta la raíz de su ser, haga lo que haga y piense lo que pensare”.

El sacerdote es un enviado de Dios al mundo para que le hable de su salvación, y es constituido administrador de los tesoros de Dios: el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que dispensa en la Misa y en la Comunión; y la gracia de Dios de los sacramentos, la palabra divina, mediante la predicación, la catequesis, los consejos de la Confesión. Al sacerdote le es confiada “la más divina de las obras divinas”, como es la salvación de las almas; ha sido constituido embajador y mediador entre Dios y el hombre.

Saboreo la dignidad de la finura humana y sobrenatural de estos hermanos míos, esparcidos por toda la tierra. Ya ahora es de justicia que se vean rodeados por la amistad, la ayuda y el cariño de muchos cristianos. Y cuando llegue el momento de presentarse ante Dios, Jesucristo irá a su encuentro, para glorificar eternamente a quienes, en el tiempo, actuaron en su nombre y en su Persona, derramando con generosidad la gracia de la que eran administradores.

Meditemos hoy junto al Señor cómo es nuestra oración por los sacerdotes, con qué finura los tratamos, cómo les agradecemos que hayan querido corresponder a la llamada del Señor, cómo les ayudamos para que sean fieles y santos. Pidamos hoy “a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor”.

– Ayudas que podemos prestarle. Oración. Veneración por el estado sacerdotal.

III. Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban... También los sacerdotes son como una prolongación de la Humanidad Santísima de Cristo, pues a través de ellos se siguen obrando en las almas los mismos milagros que realizó el Señor en su paso por la tierra: los ciegos ven, quienes apenas podían andar recuperan las fuerzas, los que habían muerto por el pecado mortal recuperan la vida de la gracia en el sacramento de la Confesión...

El sacerdote no busca compensaciones humanas, ni honra personal, ni prestigio humano, ni mide su labor por las medidas humanas de este mundo... No viene a ser partidor de herencias entre los hombres, ni a redimirlos de sus deficiencias materiales –ésa es tarea de todos los cristianos y de todos los hombres de buena voluntad–, sino que viene a traernos la vida eterna. Esto es lo específico suyo; es, también, de lo que más necesitado anda el mundo; por eso hemos de pedir tanto que haya siempre los sacerdotes necesarios en la Iglesia, sacerdotes que luchen por ser santos. Hemos de pedir y fomentar estas vocaciones, si es posible, entre los miembros de la propia familia, entre los hijos, entre hermanos... ¡Qué inmensa alegría para una familia si Dios la bendice con este don! Todos los fieles tienen la gratísima obligación de ayudar a los sacerdotes, especialmente con la oración: para que celebren con dignidad la Santa Misa y dediquen muchas horas al confesonario; para que tengan en el corazón la administración de los sacramentos a enfermos y ancianos y cuiden con esmero la catequesis; para que se preocupen del decoro de la Casa de Dios y sean alegres, pacientes, generosos, amables y trabajadores infatigables para extender el Reino de Cristo... Les ayudaremos en sus necesidades económicas con generosidad, procuraremos prestarles nuestra colaboración en aquello que podamos... Y jamás hablemos mal de ellos. ¡De los sacerdotes de Cristo no se ha de hablar más que para alabarles!.

Si alguna vez vemos en alguno de ellos faltas y defectos, procuremos excusarlos, disculparles, y hacer como aquellos buenos hijos de Noé: taparlos con la capa grande de la caridad. Será un motivo más para ayudarles con un comportamiento ejemplar y con nuestra oración y, cuando sea oportuno, con una corrección fraterna y filial a la vez.

Para crecer en amor y veneración a los sacerdotes nos pueden ayudar estas palabras que Santa Catalina de Siena pone en boca del Señor: “No quiero que mengüe la reverencia que se debe profesar a los sacerdotes, porque la reverencia y el respeto que se les manifiesta no se dirige a ellos, sino a Mí, en virtud de la Sangre que Yo les he dado para que la administren. Si no fuera por esto, deberíais dedicarles la misma reverencia que a los seglares, y no más (...). No se les ha de ofender: ofendiéndolos, se me ofende a Mí, y no a ellos. Por eso lo he prohibido, y he dicho que no admito que sean tocados mis Cristos”.

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Rev. D. Jordi SOTORRA i Garriga (Sabadell, Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Jesús llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos

 Hoy, Domingo XV (B) del tiempo ordinario, leemos en el Evangelio que Jesús envía a los Doce, de dos en dos, a predicar. Hasta ahora han acompañado al Maestro por los caminos de Galilea, pero ha llegado la hora de comenzar la difusión del Evangelio, la Buena Nueva: la noticia de que nuestro Padre Dios nos ama con un amor infinito y que nos ha traído a la vida para hacernos felices por toda la eternidad. Esta noticia es para todos. Nadie ha de quedar al margen de la enseñanza liberadora de Jesús. Nadie queda excluido del Amor de Dios. Es necesario llegar hasta el último rincón del mundo. Hay que anunciar el gozo de la salvación plena y universal, por medio de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre por nosotros, muerto y resucitado y presente activamente en la Iglesia.

Equipados con «poder sobre los espíritus inmundos» (Mc 6, 7) y con un bagaje casi inexistente –«Les ordenó que nada tomasen para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja; sino: ‘Calzados con sandalias y no vistáis dos túnicas’» (Mc 6, 8)– inician la misión de la Iglesia. La eficacia de su predicación evangelizadora no vendrá de influencias humanas o materiales, sino del poder de Dios y de la sinceridad, de la fe y del testimonio de vida del predicador. «Todo el impulso, la energía y la entrega de los evangelizadores provienen de la fuente que es el amor de Dios infundido en nuestros corazones con el don del Espíritu Santo» (Juan Pablo II).

Habiendo comenzado el siglo XXI, la Buena Noticia no ha llegado todavía a todas partes, ni con la intensidad que era necesaria. Se ha de predicar la conversión, hay que vencer a muchos espíritus malignos.

Quienes hemos recibido la Buena Noticia, ¿lo sabemos valorar? ¿Somos conscientes de ello? ¿Estamos agradecidos? Sintámonos enviados, misioneros, urgidos a predicar con el ejemplo y, si fuera necesario, con la palabra para que la Buena Nueva no falte a quienes Dios ha puesto en nuestro camino.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Confiar en la Divina Providencia

«El trabajador tiene derecho a su sustento».

Eso dice Jesús.

Y te lo dice cuando te envía, sacerdote, porque tú no eres un mendigo que vaga por el mundo pidiendo limosna para vivir. Tú eres un enviado del Señor, un obrero de su mies, un servidor de su pueblo, para servirlo a Él.

Tu Señor te envía sin dinero, sin pertenencias, habiendo dejado todo, padre, madre, casa, hermanos, hermanas, tierras, para seguirlo, para tomar tu cruz y ser configurado con Cristo.

Tu Señor te envía sin alforja, sin sandalias, y sin seguridades del mundo, para que toda tu seguridad esté puesta en Él, y te da su poder para que puedas trabajar haciendo en el mundo el bien gratuitamente, como gratuitamente se entrega Él, a través de ti, con todo su poder.

Tu Señor te envía a curar enfermos, a expulsar demonios, a predicar su Palabra, y a llevar al mundo su misericordia, impartiendo sus sacramentos.

La mies es mucha y los obreros son pocos, pero tu Señor te pide que ores para que el Padre misericordioso se compadezca y envíe más trabajadores a sus campos.

Y Él, que es un Dios justo y bondadoso, no se deja ganar en generosidad. Él te asegura que tú recibirás el ciento por uno en esta vida, y la vida eterna.

Confía, sacerdote, en su Divina Providencia, pero pide como pide un hijo a un padre, con insistencia, porque Él también te ha dicho que lo que pidas en su Nombre, te lo concederá.

Y tú, sacerdote, ¿te atreves a pedirle al Padre en el Nombre de su Hijo?

¿Honras ese Nombre?

¿Eres un siervo fiel y prudente?

¿Trabajas de sol a sol, ganando tu sustento con el sudor de tu frente?

¿Recibes tu salario de manos de tu Señor, a través de la gente?

¿Les llevas la misericordia de tu Señor y les permites ser misericordiosos contigo?

¿Tienes humildad?

¿Predicas la verdad, o te domina la soberbia, la avaricia, la ambición y el miedo, porque no confías en las promesas de tu Señor?

Tú has sido enviado al mundo como misionero de paz. No hay mayor regalo que alguien quiera recibir en su casa, y que tú tienes para dar.

Cumple la voluntad de tu Señor, y diles: mi paz les dejo, mi paz les doy. Pero no les des la paz como la da el mundo, dales la paz de tu Señor, para que no se turbe su corazón y se acobarden, para que crean, y se salven.

Esfuérzate, sacerdote, para que el pueblo de tu Señor te reciba, para que tu paz se quede con ellos, y no se vaya contigo a otra parte. Entonces habrás cumplido tu misión, haciendo que el mundo reciba a Aquel que es la luz verdadera que ilumina a todo hombre, y que vino al mundo, pero el mundo no lo recibió.

(Espada de Dos Filos IV, n. 20)

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