Domingo 19 del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Escrito el 22/06/2025
Julia María Haces

Domingo XIX del Tiempo Ordinario (ciclo B)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2014, 2015 y 2018
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2012
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. P. Héctor ROMERO-Silva (Corrientes, Argentina) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

LA VIDA PERDURABLE

1 Re 19, 4-8; Ef 4, 30-5, 2; Jn 6, 41-51

Entre las dos lecturas existe un motivo en común, el de la referencia al pan cotidiano. El profeta Elías enfrentó una persecución encarnizada por su fidelidad a Dios y tuvo que exiliarse, huyendo de la brutalidad de Ajab y Jezabel. Su confianza y su fortaleza estaban en grave riesgo. Dios le ofreció agua y pan, así consiguió ponerse de pie para superar su “noche oscura”. El relato nos confirma una certidumbre fundamental. Dios siempre asiste por medio de señales a quienes confían en él. El diálogo evangélico, por su parte, nos desvela una enseñanza clave de la vida cristiana. El Señor Jesús está convencido que los seres humanos nos afanamos por bienes y alimentos obsoletos y engañosos. Hay un pan que sacia nuestra hambre y hay otro muy distinto, que nos nutre y da respuesta a nuestros anhelos más profundos. Jesús tiene una cesta llena de este alimento que no perece. Quien da fe a sus palabras, comienza a rebasar la frontera de la frustración y se introduce a la vida plena.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 73, 20. 19 22. 23

Acuérdate, Señor, de tu alianza; no olvides por más tiempo la suerte de tus pobres. Levántate, Señor, a defender tu causa; no olvides las voces de los que te buscan.

ORACIÓN COLECTA

Dios todopoderoso y eterno, a quien, enseñados por el Espíritu Santo, invocamos con el nombre de Padre, intensifica en nuestros corazones el espíritu de hijos adoptivos tuyos, para que merezcamos entrar en posesión de la herencia que nos tienes prometida. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Con la fuerza de aquel alimento, caminó hasta el monte del Señor

Del primer libro de los Reyes: 19, 4-8

En aquellos tiempos, caminó Elías por el desierto un día entero y finalmente se sentó bajo un árbol de retama, sintió deseos de morir y dijo: “Basta ya, Señor. Quítame la vida, pues yo no valgo más que mis padres”. Después se recostó y se quedó dormido.

Pero un ángel del Señor llegó a despertarlo y le dijo: “Levántate y come”. Elías abrió los ojos y vio a su cabecera un pan cocido en las brasas y un jarro de agua. Después de comer y beber, se volvió a recostar y se durmió.

Por segunda vez, el ángel del Señor lo despertó y le dijo: “Levántate y come, porque aún te queda un largo camino”. Se levantó Elías. Comió y bebió. Y con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 33

R/. Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor.

Bendeciré al Señor a todas horas, no cesará mi boca de alabarlo. Yo me siento orgulloso del Señor, que se alegre su pueblo al escucharlo. R/.

Proclamemos la grandeza del Señor y alabemos todos juntos su poder. Cuando acudí al Señor, me hizo caso y me libró de todos mis temores. R/.

Confía en el Señor y saltarás de gusto, jamás te sentirás decepcionado, porque el Señor escucha el clamor de los pobres y los libra de todas sus angustias. R/.

Junto a aquellos que temen al Señor el ángel del Señor acampa y los protege. Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor. Dichoso el hombre que se refugia en él. R/.

SEGUNDA LECTURA

Vivan amando como Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros.

De la carta del apóstol san Pablo a los efesios: 4, 30-5, 2

Hermanos: No le causen tristeza al Espíritu Santo, con el que Dios los ha marcado para el día de la liberación final.

Destierren de ustedes la aspereza, la ira, la indignación, los insultos, la maledicencia y toda clase de maldad. Sean buenos y comprensivos, y perdónense los unos a los otros, como Dios los perdonó, por medio de Cristo.

Imiten, pues, a Dios como hijos queridos. Vivan amando como Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y víctima de fragancia agradable a Dios.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 6, 51

R/. Aleluya, aleluya.

Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; el que coma de este pan vivirá para siempre. R/.

EVANGELIO

Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 6, 41-51

En aquel tiempo, los judíos murmuraban contra Jesús, porque había dicho: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”, y decían: “¿No es éste, Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo nos dice ahora que ha bajado del cielo?”.

Jesús les respondió: “No murmuren. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre, que me ha enviado; y a ese yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: Todos serán discípulos de Dios. Todo aquel que escucha al Padre y aprende de Él, se acerca a mí. No es que alguien haya visto al Padre, fuera de aquel que procede de Dios. Ese sí ha visto al Padre.

Yo les aseguro: el que cree en mí, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y sin embargo, murieron. Éste es el pan que ha bajado del cielo para que, quien lo coma, no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe benignamente, Señor, los dones de tu Iglesia, y, al concederle en tu misericordia que te los pueda ofrecer, haces al mismo tiempo que se conviertan en sacramento de nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 147, 12. 14

Alaba, Jerusalén, al Señor, porque te alimenta con lo mejor de su trigo.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

La comunión de tus sacramentos que hemos recibido, Señor, nos salven y nos confirmen en la luz de tu verdad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Levántate y come que te queda un largo camino (1 Re 19, 4-8)

1ª lectura

Elías repite en cierto modo el camino del pueblo elegido al salir de Egipto perseguido por el faraón. El alimento que le da el ángel también ha sido visto en la tradición de la Iglesia como una figura de la Eucaristía ya que «los fieles, mientras viven en este mundo, por la gracia de este sacramento disfrutan de suma paz y tranquilidad de conciencia; reanimados después con su virtud suben a la gloria y bienaventuranza eterna, a la manera de Elías, quien, fortalecido con el pan cocido debajo de la ceniza, anduvo (cuarenta días y cuarenta noches) hasta llegar al Horeb, monte de Dios, cuando se le acercó el tiempo de salir de esta vida» (Catecismo Romano 2, 4, 54).

Caminad en el amor (Ef 4, 30–5, 2)

2ª lectura

Cuando Israel fue redimido de la esclavitud egipcia, la sangre del cordero pascual con la que habían sido rociadas las puertas de las casas israelitas fue la señal distintiva de quienes debían salvarse. De modo análogo, el sello del Espíritu Santo, recibido en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, es la señal imborrable grabada en el alma de quienes son llamados a la salvación en virtud de la Redención realizada por Cristo. Mediante ese sello «el cristiano participa del sacerdocio de Cristo y forma parte de la Iglesia según estados y funciones diversos. Esta configuración con Cristo y con la Iglesia, realizada por el Espíritu, es indeleble (Cc. de Trento: DS 1609); permanece para siempre en el cristiano como disposición positiva para la gracia, como promesa y garantía de la protección divina y como vocación al culto divino y al servicio de la Iglesia. Por tanto, estos sacramentos no pueden ser reiterados» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1121).

Santificarse es entrar en el ámbito de Dios, que es el Único Santo. El camino para lograrlo es imitar el amor y la entrega de Jesucristo (vv. 1-2). Cristo se entregó voluntariamente a la muerte, llevado de su amor hacia todos los hombres. Las palabras «oblación y ofrenda de suave olor» (v. 2) evocan el recuerdo de los sacrificios de la antigua Ley; con ellas se realza el carácter sacrificial de la muerte de Cristo, subrayando que su obediencia ha sido grata a Dios Padre. El cristiano está llamado a imitar esa entrega: «Quien lucha contra el pecado hasta derramar la sangre por la salvación de otros, hasta el punto de entregar por ellos su vida, ése camina en el amor e imita a Cristo, que nos amó tanto que soportó la Cruz por la salvación de todos» (S. Jerónimo, Commentarii in Ephesios 3, 5, 2).

Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo (Jn 6, 41-51)

Evangelio

En esta primera parte del discurso, Jesús se presenta como el Pan de Vida. Sus palabras se refieren: 1) a la fe en Él; la fe es «ir hacia Jesús» (vv. 35. 37.44.45) aceptando sus signos (milagros) y sus palabras; y 2) a la resurrección de los creyentes (vv. 39.40.44.47), que se inicia en esta vida por la fe y se cumplirá plenamente al final de los tiempos.

Al decir Jesús que «serán todos enseñados por Dios» (v. 45), evoca a Is 54, 13 y Jr 31, 31-34, donde ambos profetas se refieren a la futura Alianza que establecerá Dios con su pueblo cuando llegue el Mesías, con cuya sangre quedará sellada para siempre, y que Dios escribirá en sus corazones.

El v. 42 menciona a San José por segunda y última vez en el evangelio, dejando constancia de la opinión común, aunque equivocada, de los que conocían a Jesús y le consideraban hijo de José el artesano (cfr 1, 45; Mt 13, 55; Lc 3, 23; 4, 22). El Señor, concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, sólo tiene como Padre al mismo Dios (cfr 5, 18). Sin embargo, San José hizo las veces de padre de Jesús en la tierra, según los planes divinos (cfr notas a Mt 1, 1-25): «A José no sólo se le debe el nombre de padre, sino que se le debe más que a otro alguno. ¿Cómo era padre? Tanto más profundamente padre cuanto más casta fue su paternidad. Algunos pensaban que era padre de Nuestro Señor Jesucristo de la misma forma que son padres los demás, que engendran según la carne, y no sólo reciben a sus hijos como fruto de su afecto espiritual. Por eso dice San Lucas: Se pensaba que era padre de Jesús. ¿Por qué dice sólo se pensaba? Porque el pensamiento y el juicio humanos se refieren a lo que suele suceder entre los hombres. Y el Señor no nació del germen de José. Sin embargo, a la piedad y a la caridad de José le nació un hijo de la Virgen María, que era Hijo de Dios» (S. Agustín, Sermones 51, 20).

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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)

“Yo soy el pan vivo; el que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 41-51)

Pablo, escribiendo a los filipenses, dice de algunos de ellos: Cuyo dios es el vientre y ponen su gloria en lo que es su vergüenza. Que trata ahí de los judíos es cosa clara por lo que precede; y también por lo que ahora aquí dicen de Cristo. Cuando les suministró el pan y les hartó sus vientres, lo llamaron profeta y querían hacerlo rey. Pero ahora que los instruyó acerca del alimento espiritual y la vida eterna, y los levantó de lo sensible y les habló de la resurrección y les elevó los pensamientos, convenía que quedaran estupefactos de admiración. Pero al revés, se le apartan y murmuran.

Si Cristo era el Profeta, como ellos lo afirmaban anteriormente, diciendo: Porque éste es aquel de quien dijo Moisés: El Señor Dios os enviará un Profeta de entre vosotros, como yo: a él escuchadlo, lo necesario era prestarle oídos cuando decía: He descendido del cielo. Pero no lo escuchaban, sino que murmuraban. Todavía lo reverenciaban a causa del reciente milagro de los panes; y por esto no lo contradecían abiertamente, pero murmuraban y demostraban su indignación, pues no les preparaba una mesa como ellos la querían. Y decían murmurando: ¿Acaso no es éste el hijo de José? Se ve claro por aquí que aún ignoraban su admirable generación. Por lo cual todavía lo llaman hijo de José.

Jesús no los corrigió ni les dijo: No soy hijo de José. No lo hizo porque en realidad fuera El hijo de José, sino porque ellos no podían aún oír hablar de aquel parto admirable. Ahora bien, si no estaban aún dispuestos para oír acerca del parto según la carne, mucho menos lo estaban para oír acerca del otro admirable y celestial. Si no les reveló lo que era más asequible y humilde, mucho menos les iba a revelar lo otro. A ellos les molestaba que hubiera nacido de padre humilde; pero no les reveló la verdad para no ir a crear otro tropiezo tratando de quitar uno. ¿Qué responde, pues, a los que murmuraban? Les dice: Nadie puede venir a Mí si mi Padre que a Mí me envió no lo atrae. (…)

Yo lo resucitaré al final de los tiempos. Grande aparece aquí la dignidad del Hijo, pues el Padre atrae y El resucita. No es que se reparta la obra entre el Padre y el Hijo. ¿Cómo podría ser semejante cosa? sino que declaraba Jesús la igualdad de poder. Así como cuando dijo: El Padre que me envió da testimonio de Mí, los remitió a la Sagrada Escritura, no fuera a suceder que algunos vanamente cuestionaran acerca de sus palabras, así ahora los remite a los profetas, y los cita para que se vea que Él no es contrario al Padre. Pero dirás: Los que antes existieron ¿acaso no fueron enseñados por Dios? Entonces ¿qué hay de más elevado en lo que ahora ha dicho? Que en aquellos tiempos anteriores los dogmas divinos se aprendían mediante los hombres; pero ahora se aprenden mediante el Unigénito y el Espíritu Santo. Luego continúa: No que alguien haya visto al Padre, sino el que viene de Dios. No dice aquí esto según la razón de causa, sino según el modo de la substancia. Si lo dijera según la razón de causa lo cierto es que todos venimos de Dios. Y entonces ¿en dónde quedaría la preminencia del Hijo y su diferencia con nosotros? Dirás: ¿por qué no lo expresó más claramente? Por la rudeza de los oyentes. Si cuando afirmó: Yo he venido del Cielo, tanto se escandalizaron ¿qué habría sucedido si hubiera además añadido lo otro? A Sí mismo se llama pan de vida porque engendra en nosotros la vida así presente como futura. Por lo cual añade: Quien comiere de este pan vivirá para siempre. Llama aquí pan a la doctrina de salvación, a la fe en El, o también a su propio cuerpo. Porque todo eso robustece al alma. En otra parte dijo: Si alguno guarda mi doctrina no experimentará la muerte; y los judíos se escandalizaron. Aquí no hicieron lo mismo, quizá porque aún lo respetaban a causa del milagro de los panes que les suministró. Nota bien la diferencia que establece entre este pan y el maná, atendiendo a la finalidad de ambos. Puesto que el maná nada nuevo trajo consigo, Jesús añadió: Vuestros Padres comieron el maná en el desierto murieron. Luego pone todo su empeño en demostrarles que de él han recibido bienes mayores que los que recibieron sus padres, refiriéndose así oscuramente a Moisés y sus admiradores. Por esto, habiendo dicho que quienes comieron el maná en el desierto murieron, continuó: El que come de este pan vivirá para siempre. Y no sin motivo puso Aquello de en el desierto, sino para indicar que aquel maná no duró perpetuamente ni llegó hasta la tierra de promisión; pero dice que éste otro pan no es como aquél. Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo. Tal vez alguno en este punto razonablemente dudando preguntaría: ¿por qué dijo esto en semejante ocasión? Porque para nada iba a ser de utilidad a los judíos, ni los iba a edificar. Peor aún: iba a dañar a los que ya creían. Pues dice el evangelista: Desde aquel momento muchos de los discípulos se volvieron atrás, y dejaron definitivamente su compañía. decían: duro es este lenguaje e intolerable. ¿Quién podrá soportarlo? Porque tales cosas sólo se habían de comunicar con los discípulos, como advierte Mateo: En privado a sus discípulos se lo declaraba todo.

¿Qué responderemos a esto? ¿Qué utilidad había en ese modo de proceder? Pues bien, había utilidad y por cierto muy grande e incluso era necesario. Insistían pidiéndole alimento, pero corporal; y recordando el manjar dado a sus padres, decían ser el maná cosa de altísimo precio. Jesús, demostrándoles ser todo eso simples figuras y sombras, y que este otro era el verdadero pan y alimento, les habla del manjar espiritual. Insistirás alegando que debía haberles dicho: Vuestros padres comieron el maná en el desierto, pero Yo os he dado panes. Respondo que la diferencia es muy grande, pues esos panes parecían cosa mínima, ya que el maná había descendido del cielo, mientras que el milagro de los panes se había verificado en la tierra. De manera que, buscando ellos el alimento bajado del cielo, Jesús les repetía: Yo he venido del Cielo. Y si todavía alguno preguntara: ¿por qué les habló de los sagrados misterios? le responderemos que la ocasión era propicia. Puesto que la oscuridad en las palabras siempre excita al oyente y lo hace más atento, lo conveniente era no escandalizarse, sino preguntar.

Si en realidad creían que era el Profeta, debieron creer en sus palabras. De modo que nació de su necedad el que se escandalizaran, pero no de la oscuridad del discurso. Considera por tu parte en qué forma poco a poco va atrayendo a sus discípulos. Porque son ellos los que le dicen: Tú tienes palabras de vida eterna. ¿A quién iremos? Por lo demás aquí se declara Él como dador y no el Padre: El pan que Yo daré es mi carne para vida del mundo. No contestaron las turbas igual que los discípulos, sino todo al contrario: Intolerable es este lenguaje, dicen. Y por lo mismo se le apartan. Y sin embargo, la doctrina no era nueva ni había cambiado. Ya la había dado a conocer el Bautista cuando a Jesús lo llamó Cordero. Dirás que ellos no lo entendieron. Eso yo lo sé muy bien; pero tampoco los discípulos lo habían entendido. Pues si lo de la resurrección no lo entendían claramente y por tal motivo ignoraban lo que quería decir aquello de: Destruid este santuario y en tres días lo levantaré, mucho menos comprendían lo anteriormente dicho, puesto que era más oscuro.

Sabían bien que los profetas habían resucitado aunque esto no lo dicen claramente las Escrituras; en cambio, que alguien hubiera comido carne humana, ningún profeta lo dijo. Y sin embargo lo obedecían y lo seguían y confesaban que Él tenía palabras de vida eterna. Porque lo propio del discípulo es no inquirir vanamente las sentencias de su Maestro, sino oír y asentir y esperar la solución de las dificultades para el tiempo oportuno. Tal vez alguien preguntará: entonces ¿por qué sucedió lo contrario y se le apartaron? Sucedió eso por la rudeza de ellos. Pues en cuanto entra en el alma la pregunta: ¿cómo será eso? al mismo tiempo penetra la incredulidad. Así se perturbó Nicodemo al preguntar: ¿Cómo puede el hombre entrar en el vientre de su madre? Y lo mismo se perturban ahora éstos y dicen: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Si inquieres ese cómo ¿por qué no lo investigaste cuando multiplicó los panes, ni dijiste: cómo ha multiplicado los cinco panes y los ha hecho tantos? Fue porque entonces sólo cuidaban de hartarse y no reflexionaban en el milagro.

Dirás que en ese caso la experiencia enseñó el milagro. Pues bien: precisamente por esa experiencia precedente convenía más fácilmente darle crédito ahora. Para eso echó por delante suceso tan maravilloso, para que enseñados por El, ya no negaran su asentimiento a sus palabras. Pero ellos entonces ningún provecho sacaron de ellas. Nosotros en cambio disfrutamos del beneficio en su realidad. Por lo cual es necesario que sepamos cuál sea el milagro que se verifica en nuestros misterios y por qué se nos han dado y cuál sea su utilidad.

Dice Pablo: Somos un solo cuerpo y miembros de su carne de sus huesos. Los ya iniciados den crédito a lo dicho. Ahora bien, para que no sólo por la caridad, sino por la realidad misma nos mezclemos con su carne, instituyó los misterios; y así se lleva a cabo, mediante el alimento que nos proporcionó; y por este camino nos mostró en cuán grande amor nuestro arde. Por eso se mezcló con nuestro ser y nos constituyó en un solo cuerpo, para que seamos uno, como un cuerpo unido con su cabeza. Esto es indicio de un ardentísimo amor. Y esto da a entender Job diciendo de sus servidores que en forma tal lo amaban que anhelaban identificarse con su carne y mezclarse a ella, y decían: ¿Quién nos dará de sus carnes para hartarnos?

Procedió Cristo de esta manera para inducimos a un mayor amor de amistad y para demostrarnos El a su vez su caridad. De modo que a quienes lo anhelaban, no únicamente se les mostró y dio a ver, sino a comer, a tocarlo, a partirlo con los dientes, a identificarse con Él; y así sació por completo el deseo de ellos. En consecuencia, tenemos que salir de la mesa sagrada a la manera de leones que respiran fuego, hechos terribles a los demonios, pensando en cuál es nuestra cabeza y cuán ardiente caridad nos ha demostrado. Fue como si dijera: Con frecuencia los padres naturales entregan a otros sus hijos para que los alimenten; mas Yo, por el contrario, con mi propia carne los alimento, a Mí mismo me sirvo a la mesa y quiero que todos vosotros seáis nobles y os traigo la buena esperanza para lo futuro. Porque quien en esta vida se entregó por vosotros, mucho más os favorecerá en la futura. Yo anhelé ser vuestro hermano y por vosotros tomé carne y sangre, común con las vuestras: he aquí que de nuevo os entrego mi carne y mi sangre por las que fui hecho vuestro pariente y consanguíneo.

Esta sangre modela en nosotros una imagen regia, llena de frescor; ésta engendra en nosotros una belleza inconcebible y prodigiosa; ésta impide que la nobleza del alma se marchite, cuando con frecuencia la riega y el alma de ella se nutre. Porque en nosotros la sangre no se engendra directamente del alimento sino que se engendra de otro elemento; en cambio esta otra sangre riega al punto el alma y le confiere gran fortaleza. Esta sangre, dignamente recibida, echa lejos los demonios, llama hacia nosotros a los ángeles y al Señor mismo de los ángeles. Huyen los demonios en cuanto ven la sangre del Señor y en cambio acuden presurosos los ángeles. Derramada esta sangre, purifica el universo.

Muchas cosas escribió de esta sangre Pablo en la Carta a los Hebreos, discurriendo acerca de ella. Porque esta sangre purificó el santuario y el Santo de los santos. Pues si tan gran fuerza y virtud tuvo en figura, en el templo aquel de los hebreos, en medio de Egipto, en los dinteles de las casas rociada, mucho mayor la tendrá en su verdad y realidad. Esta sangre consagró el ara y el altar de oro, y sin ella no se atrevían los príncipes de los sacerdotes a entrar en el santuario. Esta sangre consagraba a los sacerdotes; y en figura aún, limpiaba de los pecados. Pues si en figura tan gran virtud tenía; si la muerte en tal forma se horrorizó ante sola su figura, pregunto yo: ¿cuánto más se horrorizará ante la verdad? Esta sangre es salud de nuestras almas; con ella el alma se purifica, con ella se adorna, con ella se inflama. Ella torna nuestra mente más brillante que el fuego; ella hace el alma más resplandeciente que el oro; derramada, abrió la senda del cielo. Tremendos en verdad son los misterios de la Iglesia: tremendo y escalofriante el altar del sacrificio. Del paraíso brotó una fuente que lanzaba de si ríos sensibles; pero de esta mesa brota una fuente que lanza torrentes espirituales. Al lado de esta fuente crecen y se alzan no sauces infructuosos, sino árboles cuya cima toca al cielo y produce frutos primaverales que jamás se marchitan. Si alguno arde en sed, acérquese a esta fuente y tiemple aquí su ardor. Porque ella ahuyenta el ardor y refrigera todo lo que esta abrasado y árido: no lo abrasado por los rayos del sol, das lo que han abrasado las saetas encendidas de fuego. Porque ella tiene en los cielos su principio y venero, y desde allá alimentada. Masa de ella abundantes arroyos, lanzados por el Espíritu Santo Parácleto y mi Hijo es medianero; y no abre el cauce vallándolo de un bieldo, sino abriendo nuestros afectos. Esta es fuente de luz que difunde vertientes de verdad. De pie están junto a ella las Virtudes del cielo, contemplando la belleza de NI alvéolos; porque todas ellos perciben con mayor claridad la fuerza de la sangre que tienen delante y sus inaccesibles efluvios. Como si alguien en una masa de oro líquido mete la mano o bien la lengua —si es que tal cosa puede hacerse—al punto la saca cubierta de oro, eso mismo hacen en el alma y mucho mejor los sagrados misterios que en la mesa se encuentran dispuestos. Porque hierve ahí y burbujea un río más ardoroso que el fuego, aunque no quema, sino que solamente purifica.

Esta sangre fue prefigurada antiguamente en los altares y sacrificios sangrientos de la ley; y es ella el precio del orbe; es ella con la que Cristo compró su Iglesia; y ella es la que a toda la Iglesia engalana. Como el que compra esclavos da por ellos oro, y si quiere engalanarlos con oro así los engalana, del mismo modo Cristo con su sangre nos compró y con su sangre nos hermosea. Los que de esta sangre participan forman en el ejército de los ángeles, de los arcángeles y de las Virtudes celestes, con la regia vestidura de Cristo revestidos y con armas espirituales cubiertos.

Pero... ¡no, nada grande he dicho hasta ahora! Porque en realidad se hallan revestidos del Rey mismo... Ahora bien, así como el misterio es sublime y admirable, así también, si te acercas con alma pura, te habrás acercado a la salud; pero si te acercas con mala conciencia, te habrás acercado al castigo y al tormento. Porque dice la Escritura: Quien come bebe en forma indigna del Señor, come bebe su condenación. Si quienes manchan la púrpura real son castigados como si la hubieran destrozado ¿por qué ha de ser admirable que quienes con ánimo inmundo reciben este cuerpo, sufran el mismo castigo que quienes lo traspasaron con clavos?

Observa cuán tremendo castigo nos presenta Pablo: Quien violó la ley de Moisés irremisiblemente es condenado a muerte bajo la deposición de dos o tres testigos. Pues ¿cuánto más duro castigo juzgáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios y profanó deliberadamente la sangre de la alianza, con la que fue santificado? Miremos por nosotros mismos, carísimos, pues de tan grandes bienes gozamos; y cuando nos venga gana de decir algo torpe o notemos que nos arrebata la ira u otro afecto desordenado, pensemos en los grandes beneficios que se nos han concedido al recibir al Espíritu Santo.

Este pensamiento moderará nuestras pasiones. ¿Hasta cuándo estaremos apegados a las cosas presentes? ¿Hasta cuándo despertaremos? ¿Hasta cuándo habremos de olvidar totalmente nuestra salvación? Recordemos lo que Dios nos ha concedido, démosle gracias, glorifiquémoslo no solamente con la fe sino además con las obras, para que así consigamos los bienes futuros, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria, juntamente con el Padre y, el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. —Amén.

(Explicación del Evangelio de San Juan, Editorial Tradición, México, 1981, pp. 15-23)

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FRANCISCO – Ángelus 2014, 2015 y 2018

Ángelus 2018

Protagonistas en el bien

Queridos hermanos y hermanas y queridos jóvenes italianos, ¡buenos días!

En la segunda lectura de hoy, san Pablo nos dirige una invitación urgente: “No quiero contristar al Espíritu Santo de Dios, con quien fuiste firmado para el día de la redención” (Ef 4, 30).

Pero me pregunto: ¿cómo se entristece el Espíritu Santo? Todos lo recibimos en el Bautismo y la Confirmación, por lo tanto, para no entristecer al Espíritu Santo, es necesario vivir de manera consistente con las promesas del Bautismo, renovado en la Confirmación. Consistentemente, no con hipocresía: no olvides esto. El cristiano no puede ser un hipócrita: debe vivir con coherencia. Las promesas del Bautismo tienen dos vertientes: renuncia al mal y adhesión al bien.

Renunciar al mal significa decir “no” a las tentaciones, al pecado, a Satanás. Más concretamente, significa decir “no” a una cultura de la muerte, que se manifiesta en la huida de la realidad hacia una falsa felicidad que se expresa en mentiras, fraudes, injusticias, desprecio por el otro. A todo esto, “no”. La vida nueva que nos fue dada en el Bautismo, y que tiene como fuente al Espíritu, rechaza una conducta dominada por sentimientos de división y discordia. Por esto, el apóstol Pablo exhorta a quitar del corazón “toda dureza, indignación, ira, gritos y calumnias con toda clase de malicia” (v. 31). Eso dice Paul. Estos seis elementos o vicios, que perturban el gozo del Espíritu Santo, envenenan el corazón y conducen a imprecaciones contra Dios y los demás.

Pero no basta con no hacer el mal para ser un buen cristiano; es necesario adherirse a lo bueno y haz el bien. Aquí, pues, continúa san Pablo: “Sed bondadosos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo” (v. 32). Tantas veces sucede escuchar a algunos que dicen: “Yo no hago daño a nadie”. Y se cree que es un santo. Está bien, pero ¿lo haces bien? Cuántas personas no hacen el mal, pero ni siquiera el bien, y su vida fluye en la indiferencia, la apatía, la tibieza. Esta actitud es contraria al Evangelio y también a la disposición de ustedes, jóvenes, que son por naturaleza dinámicos, apasionados y valientes. Recuerde esto: si lo recuerda, podemos repetirlo juntos: “Es bueno no hacer el mal, pero es malo no hacer el bien”. Así lo dijo San Alberto Hurtado.

¡Hoy los exhorto a ser protagonistas de lo bueno! Protagonistas en el bien. No se sienta bien cuando no hace el mal; todo el mundo es culpable del bien que pudo hacer y del que no hizo. No basta con no odiar, debemos perdonar; no basta con no tener rencor, debemos orar por nuestros enemigos; no basta con no ser causa de división, es necesario llevar la paz donde no la hay; No basta con no hablar mal de los demás, debemos detenernos cuando escuchamos a alguien hablar mal: parar la charla: esto está haciendo bien. Si no nos oponemos al mal, lo alimentamos de forma tácita. Es necesario intervenir donde se extiende el mal; porque el mal se esparce allí donde faltan cristianos audaces que se oponen al bien, “caminando en el amor” (cf. 5, 2), según la advertencia de san Pablo.

Queridos jóvenes, ¡en estos días habéis caminado mucho! Por eso estás entrenado y yo te puedo decir: ¡camina en la caridad, camina en el amor! Y caminemos juntos hacia el próximo Sínodo de los Obispos. Que la Virgen María nos sostenga con su intercesión materna, para que cada uno de nosotros, cada día, con hechos, podamos decir “no” al mal y “sí” al bien.

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Ángelus 2015

En Jesús, en su “carne”, está presente todo el amor de Dios, que es el Espíritu Santo.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este domingo prosigue la lectura del capítulo sexto del Evangelio de Juan, donde Jesús, habiendo cumplido el gran milagro de la multiplicación de los panes, explica a la gente el significado de aquel “signo” (Jn 6, 41-51). Como había hecho antes con la Samaritana, a partir de la experiencia de la sed y del signo del agua, aquí Jesús parte de la experiencia del hambre y del signo del pan, para revelarse e invitarnos a creer en Él.

La gente lo busca, la gente lo escucha, porque se ha quedado entusiasmada con el milagro, ¡querían hacerlo rey! Pero cuando Jesús afirma que el verdadero pan, donado por Dios, es Él mismo, muchos se escandalizan, no comprenden, y comienzan a murmurar entre ellos: “De él –decían–, ¿no conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo puede decir ahora: 'Yo he bajado del cielo'? (Jn6, 42)”. Y comienzan a murmurar. Entonces Jesús responde: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió”, y añade “el que cree, tiene la vida eterna” (vv 44.47).

Nos sorprende, y nos hace reflexionar esta palabra del Señor: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre”, “el que cree en mí, tiene la vida eterna”. Nos hace reflexionar. Esta palabra introduce en la dinámica de la fe, que es una relación: la relación entre la persona humana, todos nosotros, y la persona de Jesús, donde el Padre juega un papel decisivo, y naturalmente, también el Espíritu Santo, que está implícito aquí. No basta encontrar a Jesús para creer en Él, no basta leer la Biblia, el Evangelio, eso es importante ¿eh?, pero no basta. No basta ni siquiera asistir a un milagro, como el de la multiplicación de los panes. Muchas personas estuvieron en estrecho contacto con Jesús y no le creyeron, es más, también lo despreciaron y condenaron. Y yo me pregunto: ¿por qué, esto? ¿No fueron atraídos por el Padre? No, esto sucedió porque su corazón estaba cerrado a la acción del Espíritu de Dios. Y si tú tienes el corazón cerrado, la fe no entra. Dios Padre siempre nos atrae hacia Jesús. Somos nosotros quienes abrimos nuestro corazón o lo cerramos.

En cambio, la fe, que es como una semilla en lo profundo del corazón, florece cuando nos dejamos “atraer” por el Padre hacia Jesús, y “vamos a Él” con ánimo abierto, con corazón abierto, sin prejuicios; entonces reconocemos en su rostro el rostro de Dios y en sus palabras la palabra de Dios, porque el Espíritu Santo nos ha hecho entrar en la relación de amor y de vida que hay entre Jesús y Dios Padre. Y ahí nosotros recibimos el don, el regalo de la fe.

Entonces, con esta actitud de fe, podemos comprender el sentido del “Pan de la vida” que Jesús nos dona, y que Él expresa así: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51). En Jesús, en su “carne” –es decir, en su concreta humanidad– está presente todo el amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Quien se deja atraer por este amor va hacia Jesús, y va con fe, y recibe de Él la vida, la vida eterna.

Aquella que ha vivido esta experiencia en modo ejemplar es la Virgen de Nazaret, María: la primera persona humana que ha creído en Dios acogiendo la carne de Jesús. Aprendamos de Ella, nuestra Madre, la alegría y la gratitud por el don de la fe. Un don que no es “privado”, un don que no es “propiedad privada”, sino que es un don para compartir: es un don “para la vida del mundo”.

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Ángelus 2014

Siguiendo a Jesús, con la Eucaristía, hacemos de nuestra vida un don

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de Juan presenta el discurso sobre el “pan de vida”, pronunciado por Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, en el cual afirma: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6, 51). Jesús subraya que no vino a este mundo para dar algo, sino para darse a sí mismo, su vida, como alimento para quienes tienen fe en Él. Esta comunión nuestra con el Señor nos compromete a nosotros, sus discípulos, a imitarlo, haciendo de nuestra vida, con nuestras actitudes, un pan partido para los demás, como el Maestro partió el pan que es realmente su carne. Para nosotros, en cambio, son los comportamientos generosos hacia el prójimo los que demuestran la actitud de partir la vida para los demás.

Cada vez que participamos en la santa misa y nos alimentamos del Cuerpo de Cristo, la presencia de Jesús y del Espíritu Santo obra en nosotros, plasma nuestro corazón, nos comunica actitudes interiores que se traducen en comportamientos según el Evangelio. Ante todo, la docilidad a la Palabra de Dios, luego la fraternidad entre nosotros, el valor del testimonio cristiano, la fantasía de la caridad, la capacidad de dar esperanza a los desalentados y acoger a los excluidos. De este modo la Eucaristía hace madurar un estilo de vida cristiano. La caridad de Cristo, acogida con corazón abierto, nos cambia, nos transforma, nos hace capaces de amar no según la medida humana, siempre limitada, sino según la medida de Dios. ¿Y cuál es la medida de Dios? ¡Sin medida! La medida de Dios es sin medida. ¡Todo! ¡Todo! ¡Todo! No se puede medir el amor de Dios: ¡es sin medida! Y así llegamos a ser capaces de amar también nosotros a quien no nos ama: y esto no es fácil. Amar a quien no nos ama... ¡No es fácil! Porque si nosotros sabemos que una persona no nos quiere, también nosotros nos inclinamos por no quererla. Y, en cambio, no. Debemos amar también a quien no nos ama. Oponernos al mal con el bien, perdonar, compartir, acoger. Gracias a Jesús y a su Espíritu, también nuestra vida llega a ser “pan partido” para nuestros hermanos. Y viviendo así descubrimos la verdadera alegría. La alegría de convertirnos en don, para corresponder al gran don que nosotros hemos recibido antes, sin mérito de nuestra parte. Esto es hermoso: nuestra vida se hace don. Esto es imitar a Jesús. Quisiera recordar estas dos cosas. Primero: la medida del amor de Dios es amar sin medida. ¿Está claro esto? Y nuestra vida, con el amor de Jesús, al recibir la Eucaristía, se hace don. Como ha sido la vida de Jesús. No olvidar estas dos cosas: la medida del amor de Dios es amar sin medida; y siguiendo a Jesús, nosotros, con la Eucaristía, hacemos de nuestra vida un don.

Jesús, Pan de vida eterna, bajó del cielo y se hizo carne gracias a la fe de María santísima. Después de llevarlo consigo con inefable amor, Ella lo siguió fielmente hasta la cruz y la resurrección. Pidamos a la Virgen que nos ayude a redescubrir la belleza de la Eucaristía, y a hacer de ella el centro de nuestra vida, especialmente en la misa dominical y en la adoración.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2012

Este pan requiere el hambre del hombre interior

Queridos hermanos y hermanas:

La lectura del capítulo sexto del Evangelio de san Juan, que nos acompaña en estos domingos en la liturgia, nos ha llevado a reflexionar sobre la multiplicación del pan, con el que el Señor sació a una multitud de cinco mil hombres, y sobre la invitación que Jesús dirige a los que había saciado a buscar un alimento que permanece para la vida eterna. Jesús quiere ayudarles a comprender el significado profundo del prodigio que ha realizado: al saciar de modo milagroso su hambre física, los dispone a acoger el anuncio de que él es el pan bajado del cielo (cf. Jn 6, 41), que sacia de modo definitivo. También el pueblo judío, durante el largo camino en el desierto, había experimentado un pan bajado del cielo, el maná, que lo había mantenido en vida hasta la llegada a la tierra prometida. Ahora Jesús habla de sí mismo como el verdadero pan bajado del cielo, capaz de mantener en vida no por un momento o por un tramo de camino, sino para siempre. Él es el alimento que da la vida eterna, porque es el Hijo unigénito de Dios, que está en el seno del Padre y vino para dar al hombre la vida en plenitud, para introducir al hombre en la vida misma de Dios.

En el pensamiento judío estaba claro que el verdadero pan del cielo, que alimentaba a Israel, era la Ley, la Palabra de Dios. El pueblo de Israel reconocía con claridad que la Torah era el don fundamental y duradero de Moisés, y que el elemento basilar que lo distinguía respecto de los demás pueblos consistía en conocer la voluntad de Dios y, por tanto, el camino justo de la vida. Ahora Jesús, al manifestarse como el pan del cielo, testimonia que es la Palabra de Dios en Persona, la Palabra encarnada, a través de la cual el hombre puede hacer de la voluntad de Dios su alimento (cf. Jn 4, 34), que orienta y sostiene la existencia.

Entonces, dudar de la divinidad de Jesús, como hacen los judíos del pasaje evangélico de hoy, significa oponerse a la obra de Dios. Afirman: «Es el hijo de José. Conocemos a su padre y su madre» (cf. Jn 6, 42). No van más allá de sus orígenes terrenos y por esto se niegan a acogerlo como la Palabra de Dios hecha carne. San Agustín, en su Comentario al Evangelio de san Juan, explica así: «Estaban lejos de aquel pan celestial, y eran incapaces de sentir su hambre. Tenían la boca del corazón enferma... En efecto, este pan requiere el hambre del hombre interior» (26, 1). Y debemos preguntarnos si nosotros sentimos realmente esta hambre, el hambre de la Palabra de Dios, el hambre de conocer el verdadero sentido de la vida. Sólo quien es atraído por Dios Padre, quien lo escucha y se deja instruir por él, puede creer en Jesús, encontrarse con él y alimentarse de él y así encontrar la verdadera vida, el camino de la vida, la justicia, la verdad, el amor. San Agustín añade: «El Señor afirmó que él era el pan que baja del cielo, exhortándonos a creer en él. Comer el pan vivo significa creer en él. Y quien cree, come; es saciado de modo invisible, como de modo igualmente invisible renace (a una vida más profunda, más verdadera), renace dentro, en su interior se convierte en hombre nuevo» (ib.).

Invocando a María santísima, pidámosle que nos guíe al encuentro con Jesús para que nuestra amistad con él sea cada vez más intensa; pidámosle que nos introduzca en la plena comunión de amor con su Hijo, el pan vivo bajado del cielo, para ser renovados por él en lo más íntimo de nuestro ser.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

“Haced esto en memoria mía”

1341. El mandamiento de Jesús de repetir sus gestos y sus palabras “hasta que venga” (1 Co 11, 26), no exige solamente acordarse de Jesús y de lo que hizo. Requiere la celebración litúrgica por los apóstoles y sus sucesores del memorial de Cristo, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de su intercesión junto al Padre.

1342. Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice:

    Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones...Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón (Hch 2, 42.46).

1343. Era sobre todo “el primer día de la semana”, es decir, el domingo, el día de la resurrección de Jesús, cuando los cristianos se reunían para “partir el pan” (Hch 20, 7). Desde entonces hasta nuestros días la celebración de la Eucaristía se ha perpetuado, de suerte que hoy la encontramos por todas partes en la Iglesia, con la misma estructura fundamental. Sigue siendo el centro de la vida de la Iglesia.

1344. Así, de celebración en celebración, anunciando el misterio pascual de Jesús “hasta que venga” (1 Co 11, 26), el pueblo de Dios peregrinante “camina por la senda estrecha de la cruz” (AG 1) hacia el banquete celestial, donde todos los elegidos se sentarán a la mesa del Reino.

“Tomad y comed todos de él”: la Comunión

1384. El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: “En verdad en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6, 53).

1385. Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. S. Pablo exhorta a un examen de conciencia: “Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo” (1 Co 11, 27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

1386. Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión (cf Mt 8, 8): “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. En la Liturgia de S. Juan Crisóstomo, los fieles oran con el mismo espíritu:

    Hazme comulgar hoy en tu cena mística, oh Hijo de Dios. Porque no diré el secreto a tus enemigos ni te daré el beso de Judas. Sino que, como el buen ladrón, te digo: Acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

1387. Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia (cf CIC can. 919). Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

1388. Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones (cf CIC, can. 916), comulguen cuando participan en la misa (cf CIC, can 917. Los fieles, en el mismo día, pueden recibir la Santísima Eucaristía sólo una segunda vez: Cf PONTIFICIA COMMISSIO CODICI IURIS CANONICI AUTHENTICE INTERPRETANDO, Responsa ad proposita dubia, 1: AAS 76 (1984) 746): “Se recomienda especialmente la participación más perfecta en la misa, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, del mismo sacrificio, el cuerpo del Señor” (SC 55).

1389. La Iglesia obliga a los fieles a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia (cf OE 15) y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual (cf CIC, can. 920), preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días.

1390. Gracias a la presencia sacramental de Cristo bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente como la más habitual en el rito latino. “La comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico” (IGMR 240). Es la forma habitual de comulgar en los ritos orientales.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Yo soy el pan de vida

El discurso eucarístico del capítulo sexto de Juan se desarrolla según una andadura toda particular, que podemos llamar en espiral o en escalera de caracol. En la escalera de caracol se tiene la impresión de girar siempre sobre sí mismo; pero, en realidad, a cada giro se encuentra uno a un nivel un poco superior, más alto (o más bajo si se desciende). Así, aquí. Jesús parece volver continuamente sobre los mismos temas; pero, mirándolo bien, cada vez viene introducido un elemento nuevo, que nos lleva siempre más alto (o nos hace descender siempre más profundamente) en la contemplación del misterio.

El elemento nuevo y la nota dominante del fragmento de hoy tiene algo que ver con el pan. Hasta cinco veces se recurre a esta palabra:

«Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».

Los sacramentos son signos; esto es, que «realizan lo que significan». De aquí la importancia de llegar a entender de qué es signo el pan entre los hombres. En un cierto sentido, para entender la Eucaristía nos prepara mejor la actividad del ciudadano, del molinero, del ama de casa o del panadero, que no el del teólogo; porque éstos saben sobre el pan infinitamente más que el intelectual, que lo ve solamente en el momento en que llega a la mesa y lo come, incluso hasta distraídamente.

Hagamos, pues, una hermosa cosa: vayamos a la escuela de estos originales maestros para aprender algo sobre el pan. Si preguntamos a un ciudadano qué le recuerda a su mente la palabra pan nos dirá: la siembra en otoño; la expectativa; la escarda; la monda; la trepidación o temblor en el momento en que la mies amarillea y una tempestad la puede precipitar a tierra; y, en fin, la dura fatiga de la siega y de la trilla. Pero, no sólo esto. Muchos recordarán qué era en un tiempo para la familia el día en que se hacía el pan: una fiesta, un rito casi religioso. El último toque era la cruz, que venía diseñada sobre cada hogaza, y que el calor del horno la dilataba y transformaba en surcos profundos y dorados. Después, el perfume del pan fresco, que el hambre, especialmente durante la guerra, hacía aún más deseable.

¿Y qué es el pan cuando nos llega sobre la mesa? El padre o la madre, que lo parte o sencillamente lo pone en la mesa, se asemejan a Jesús. De igual forma, él o ella podrían decir a los hijos: «Tomad y comed: esto es mi cuerpo entregado por vosotros». El pan de cada día, en verdad, es un poco su cuerpo, el fruto de su fatiga y el signo de su amor.

De cuántas cosas, por lo tanto, es signo el pan: del trabajo, de la espera, de la nutrición, de la alegría doméstica, de la unidad y solidaridad entre los que lo comen... El pan es el único, entre todos los alimentos, que nunca da nauseas; que se come todos los días y, cada vez, su sabor nos resulta agradable. Se ajusta con todas las comidas. Las personas, que sufren hambre, no envidian de los ricos el caviar o el salmón ahumado; envidian, sobre todo, el pan fresco.

Bien, veamos ahora qué sucede cuando este pan llega sobre el altar y es consagrado por el sacerdote. La doctrina católica lo expresa con una palabra. Os advierto que es una palabra difícil; pero, hay casos (raros, pero los hay) en los que no podemos evitar el tener que usar una palabra difícil, sin renunciar a penetrar en el núcleo del problema. No se puede hablar de Eucaristía sin pronunciar nunca la palabra transubstanciación, con la que la Iglesia ha expresado su fe. ¿Qué quiere decir transubstanciación? Quiere decir que en el momento de la consagración el pan termina de ser pan y llega a ser cuerpo de Cristo; la sustancia del pan, esto es, la realidad profunda, que se percibe, no con los ojos, sino con la mente, cede el puesto a la sustancia o mejor a la persona divina, que es el Cristo resucitado y vivo, incluso si las apariencias externas (en el lenguaje teológico, los «accidentes») permanecen las del pan.

Para entender transubstanciación pidamos ayuda a una palabra emparentada con ella y que nos resulta más familiar, la palabra transformación. Transformación significa pasar de una forma a otra, transubstanciación pasar de una sustancia a otra. Pongamos un ejemplo. Viendo salir a una señora del peluquero con un peinado totalmente nuevo, a veces, nos sale espontáneamente el exclamar: «¡Qué transformación!» Nadie sueña en expresar: «¡Qué transubstanciación!» Justamente. Han cambiado, en efecto, su forma y el aspecto externo; pero, no su ser profundo y su personalidad. Si antes era inteligente, lo es ahora; si no lo era antes, me sabe mal decirlo, pues tampoco lo es ni siquiera ahora. Han cambiado las apariencias, no la sustancia.

En la Eucaristía sucede exactamente lo contrario: cambia la sustancia; pero, no las apariencias. El pan viene transubstanciado, pero no transformado; las apariencias, en efecto, (la forma, el sabor, el color, el peso) permanecen las de antes, mientras que ha cambiado la realidad profunda, que ha llegado a ser el cuerpo de Cristo. Se ha realizado la promesa de Jesús oída al inicio: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».

He aquí cómo explicaba Pablo VI, mediante un lenguaje más cercano al hombre de hoy, lo que sucede en el momento de la consagración: «Este símbolo sagrado de la vida humana, que es el pan, quiere escoger a Cristo para hacerle su símbolo de sí mismo, todavía más sagrado. Lo ha transubstanciado; pero, no le ha quitado su poder expresivo; al contrario, ha elevado este poder expresivo a un significado nuevo, a un significado superior, a un significado místico, religioso, divino. Lo ha hecho escalera para una ascensión, que trasciende el nivel natural. Como un sonido llega a ser voz y como la voz llega a ser palabra, llega a ser pensamiento, llega a ser verdad, así el signo del pan ha pasado desde el humilde y piadoso ser suyo, a significar un misterio; ha llegado a ser sacramento, ha adquirido el poder de demostrar como presente el cuerpo de Cristo» (Discurso tenido en la fiesta del Corpus Christi de 1959).

Pero, ahora, basta ya con las cosas difíciles. Volvamos a descender al valle, esto es, a la vida de todos los días. Incluso, si no habéis entendido gran cosa de lo que os he dicho, no os angustiéis. No es necesario, por suerte, saberlo todo sobre el pan y sus componentes químicos para poderlo comer con gusto y ¡recibir su beneficio! Vista sobre la luz, que hemos dicho, la Eucaristía ilumina, ennoblece y consagra toda la realidad del mundo y la actividad humana. El significado nuevo, eucarístico, del pan no anula en efecto el significado natural, sino que más bien lo sublima. En la Eucaristía, la misma materia, el sol, la tierra, el agua, viene presentada ante Dios y alcanza su fin, que es proclamar la gloria del creador. La Eucaristía es el verdadero «cántico de las criaturas».

«Fruto de la tierra y del trabajo del hombre», el pan eucarístico tiene algo importante a decimos precisamente sobre el trabajo humano y no sólo sobre el agrícola. En el proceso, que lleva de la simiente al pan sobre la mesa, interviene la industria con sus máquinas, el comercio, los transportes y una infinidad de otras tantas actividades humanas. Todo el trabajo humano.

Según la versión marxista, el trabajo, tal como está organizado en la sociedad capitalista, aliena al hombre. El trabajador pone su sudor y un poco de su vida en el producto, que sale de sus manos. Vendiendo aquel producto es como si el amo se vendiese a sí mismo. Es necesario rebelarse... A un cierto nivel, este análisis puede ser igualmente verdadero; pero, la Eucaristía nos da la posibilidad de romper este cerco. Enseñemos al trabajador cristiano a vivir bien su Eucaristía; digámosle que, si es ofrecido a Dios por el bien de la familia y el progreso de la sociedad, su sudor no terminará en el producto, que fabrica, sino en aquel pan que, directa o indirectamente, ha contribuido a producir. Llega a ser, también ello de algún modo, eucaristía, puesto seguro para la eternidad; porque está escrito que «sus obras los acompañan» (Apocalipsis 14, 13). El trabajo ya no es más alienante sino santificante. La Eucaristía, como se ve, recapitula y unifica todas las cosas. Reconcilia en sí misma a la materia y al espíritu, a la naturaleza y a la gracia, a lo sagrado y a lo profano. A la luz de la Eucaristía, ya no tiene más sentido la contraposición entre mundo laico y mundo católico, que tanto empobrece a nuestra cultura, haciéndola «aparte». La Eucaristía es el más sagrado y, al mismo tiempo, el más laico de los sacramentos.

La primera lectura nos ofrece el boceto para completar esta reflexión y aplicarla a nuestra vida de cada día. El profeta Elías está huyendo de la ira de la reina Gezabel, que lo quiere matar. Está agotado física y moralmente; se deja caer bajo un enebro pidiendo a Dios que le haga morir. Un ángel le toca, le muestra un pan cocido sobre piedras y una orza de agua y le dice; «¡Levántate y come!» Él se levanta, come y con la fuerza, que le ha proporcionado aquel pan, camina todavía durante cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb.

A veces, ¿no estamos también nosotros, como Elías, cansados y desconfiados y deseosos de morir? Por ello del mismo modo, a nosotros se nos viene dicho: «Levántate y come». Quien come de este pan, que es el cuerpo del Señor, no caminará sólo «durante cuarenta días y cuarenta noches» sino que «vivirá para siempre». Desde el tabernáculo, Cristo continúa haciéndonos llegar al hombre de todo tiempo aquellas sus palabras: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré» (Mateo 11, 28).

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Alimento que da vida

Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres. Él, que, siendo Dios, ha bajado del cielo para hacerse hombre, para ofrecerse a sí mismo como ofrenda a Dios, y morir en la cruz por el perdón de los pecados de los hombres, ha vencido a la muerte, ha resucitado con su cuerpo glorioso y ha subido al cielo.

El mismo que murió, que resucitó y que subió al cielo, es el mismo que está presente en medio de nosotros en la Eucaristía.

Es el pan de la vida, que baja del cielo, para que quien lo coma no muera, sino que viva para siempre.

Él es el mismo ayer, hoy y siempre.

Nadie conoce al Padre sino el Hijo. Pero quien conoce al Hijo conoce al Padre.

El Padre y el Hijo son uno. Por tanto, el que recibe al Hijo recibe al Padre, pero el que rechaza al Hijo rechaza al Padre.

Cree tú en la Eucaristía.

Cree que cuando comulgas comes el verdadero cuerpo resucitado del Hijo de Dios, que es pan del Cielo, verdadero alimento que te une y te transforma en Él, te diviniza para ser uno con Él. Y te da vida porque Él es la vida.

Reconócete tan solo un ser vulnerable, miserable, débil, mortal, necesitado de Dios y de su misericordia, para ser alimentado, fortalecido, protegido, para que vivas en medio del mundo, de tal manera, que a la hora de tu muerte seas unido a la cruz de Cristo para morir en Él y ser resucitado por Él, con Él y en Él.

Agradece el alimento que te da vida, que fortalece tu cuerpo y tu espíritu, por el que Cristo vive en ti y tú en Él.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

La necesidad de la Gracia

Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado, afirmó Jesús con toda franqueza, dirigiéndose a los judíos. Aprovechemos, pues, nosotros sus palabras para meditar, aunque sea brevemente, en este domingo.

Tal vez pensemos en ocasiones que es muy difícil el trato con Dios. La vida cristiana, que es vida de Cristo para el hombre y relación con Dios, como hijos con su Padre, es posible que se nos presente como una empresa de gran envergadura, a duras penas alcanzable. Y, por eso, bastantes desisten del intento y ni se plantean la tarea de su santificación. Ser buenos cristianos lo dejan para gentes especiales –según ellos–, especialmente dotadas –piensan algunos–, capaces de un heroísmo extraordinario.

Es innegable que el camino de la santidad nada más es transitable por los esforzados. El propio Jesús lo advertía: Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan. Cada uno notamos con bastante claridad, sin necesidad de particulares demostraciones al respecto, que seguir la doctrina de Cristo es tarea ardua. Pero los santos no han tenido por excesiva, desde ningún punto de vista, la empresa que llevaron a cabo. Sus ejemplos nos muestran vidas heroicas, en ocasiones, muy fuera de lo común. Pero una especial visión de sí mismos y de Dios con ellos, les hacía pensar, sin embargo, y sin falsos engaños, que no hacían nada desproporcionado, que era muy poco lo que aún se esforzaban por Dios.

La Constitución Pastoral Gaudim et Spes, del Concilio Vaticano II, resume en un párrafo la necesaria historia de la existencia humana, a la luz de la Revelación: A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.

Es indudable, pues, que cada uno necesitamos aportar lo mejor de nosotros mismos para la empresa de la santificación personal. Se trata de una dura batalla. Es necesario hacerse violencia y ser esforzados, como condición para alcanzar la meta propuesta por Dios. Pero no olvidemos que, por otra parte, nuestra santidad es una iniciativa divina y que si apreciáramos una gran dificultad para vivir el Evangelio sería por una visión de la santidad demasiado sólo “de tejas abajo”. ¿Acaso es posible que nos cueste en exceso cumplir los planes de Dios? ¿Nos puede Él pedir objetivos a duras penas accesibles?

El plan es de Dios. Intentemos comprender lo que significa verse incluido en un plan divino. Un proyecto de Dios para el hombre, por consiguiente, siempre amoroso; eficaz de modo necesario, y posible, pues es a la media de cada uno que dispone de la gracia de Dios. Su poder –el divino poder–, que nos respalda al llamarnos a la santidad, es garantía para el hombre, y el fundamento seguro del optimismo y la confianza del cristiano. No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino. Con esas tiernas palabras habla Jesús del plan salvador de Dios, para disipar temores desproporcionados y que nos animemos a ser optimistas, a confiar: a vivir de fe.

Pero la afirmación de Jesús, con que comenzábamos esta reflexión, parece referirse –y con fuerza– a bastante más que a una ayuda: Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado. Es Nuestro Padre Dios quien se ocupa, de hecho, de que lleguemos a ser santos: Él nos atrae. Lo nuestro sería secundar esa iniciativa divina y no resistirnos a su atracción, que nos garantiza para cada día su Gracia para que sigamos viviendo de fe y esperanza. Mientras, cada día, sentimos gozosos y asombrados, ante dificultades e incomprensiones, la confirmación de que la fidelidad mantenida sirve, que, por así decir, funciona. Así se acrisola el amor a Dios, y un deseo grande de gratitud y de perseverancia, que querríamos inundara todo nuestro ser, se desarrolla, más y más, en nosotros cada jornada. Y Dios nos hace notar cada día una alegría feliz –sólo suya– que nosotros entendemos bien, aunque bastantes no lo comprendan. Es Dios haciendo su obra, su plan en sus hijos. ¿Quién mejor? Nadie, como nuestro Creador y Padre conoce lo que podemos y lo que nos deleita. Nadie –tampoco nosotros– quiere que seamos felices tanto como Dios lo quiere.

La vida nuestra puede y debe ser una conversación habitual con el Padre Nuestro que está en los Cielos. Con frecuencia le habremos dado gracias, habremos intercedido ante Él por las necesidades de los demás, le habremos pedido perdón, etc. Digámosle, con mucha frecuencia, que tome las riendas de nuestra vida; que nos atraiga a Sí, por encima de tanta apetencia y vanidad; que queremos ser sólo suyos, también sus siervos, como Santa María, esclava del Señor.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

La Eucaristía y el Espíritu Santo

El discurso eucarístico de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún se desenvuelve a través de dos elementos siempre unidos entre ellos: mi carne-mi sangre; si no comen-si no beben. Hasta ahora, nos hemos limitado a considerar casi exclusivamente el signo del pan y del comer porque es el más abarcador de los dos y porque está vinculado con la multiplicación de los panes. Hoy partimos del signo del vino y de la realidad de la sangre eucarística de Jesús. Ambas cosas nos remiten a la dimensión pneumática de la Eucaristía: al Espíritu Santo. El propio Jesús nos invita a captar esta dimensión profunda de su sacramento cuando dice que en la Eucaristía el Espíritu es el que da vida mientras la carne, por sí sola, de nada sirve (Jn. 6, 63).

¿Quién puede explorar o traducir a palabras humanas el misterio delicado e inefable de la relación entre el Espíritu Santo y la Eucaristía? El Espíritu Santo hace a la Eucaristía y es recibido en la Eucaristía; es, de algún modo, su sujeto y su objeto, el dador y lo dado. “Por medio de la sangre de Cristo derramada por nosotros –escribe un Padre de la Iglesia– nosotros recibimos en la Eucaristía al Espíritu Santo, porque sangre y Espíritu forman una sola cosa. Así, gracias a la sangre que nos es connatural, podemos recibir al Espíritu Santo que no nos es connatural” (Ps. Crisóstomo, Hom. Pasq. 3, 7: SC 36, p. 83). Esta especial conexión entre la sangre y el Espíritu se basa en la Biblia: con ella se dice que el Espíritu pasa a través de la cruz y que el Pentecostés brota de la Pascua.

Incluso el simple signo –el vino– nos habla de alguna manera del Espíritu Santo; él alegra el corazón del hombre (Sal. 104, 15), exactamente como lo hace el Espíritu Santo con el alma. San Pablo recomendaba: No abusen del vino que lleva al libertinaje, más bien llénense del Espíritu Santo (Ef. 5, 18). Todo el sugestivo tema de la “sobria ebriedad del Espíritu” se basa en esta relación que existe entre el vino y el Espíritu Santo, como entre signo y significado. Los judíos tenían razón, poco después de Pentecostés, al decir que los apóstoles estaban ebrios; se equivocaban solamente –dice san Cirilo de Jerusalén– al creer que se trataba de un mosto normal, mientras aquél era el famoso vino nuevo preanunciado por Jesús (Cat. 17, 19). En el desierto, los hebreos bebieron el agua de una roca espiritual que los acompañaba, y esa roca era Cristo (1 Cor. 10, 4). Pero bebieron la figura, no la realidad. Ahora bien, en la Eucaristía, todo eso se hizo realidad y nosotros podemos beber verdaderamente “la bebida espiritual” que ha brotado del costado abierto de Cristo y que es el Espíritu Santo en persona. Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu (Cor. 12, 13). “Cada vez que tú bebes –escribe san Ambrosio– recibes el perdón de los pecados y te embriagas con Espíritu. El que se embriaga con vino, tambalea: el que, por el contrario, se embriaga con el Espíritu Santo, está arraigado en Cristo” (De Sacr. 5, 3, 17). “¡Dichosa embriaguez del cáliz de la salvación que saca la tristeza de la conciencia cargada de pecado e infunde la alegría de la vida eterna! (Exp. Psal. 118, 21, 4).

Tres momentos de la Misa nos pueden ayudar a aprehender esta presencia delicada del Espíritu, delicada como el batir de las alas de la paloma: 1. la epíclesis que precede a la consagración; 2. la invocación del Espíritu Santo; 3. la comunión. El primero nos hace captar el nexo existente entre el Espíritu Santo y el Cuerpo eucarístico de Jesús; el segundo, el nexo existente entre el Espíritu Santo y el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia; el tercero, el nexo, o mejor aún, la intimidad que se establece entre nosotros y el Espíritu Santo en el momento de la comunión; por lo tanto, el Espíritu Santo y Jesús, el Espíritu Santo y la Iglesia, el Espíritu Santo y nosotros.

El Espíritu Santo y Jesús. El canon 3º de la Misa, inmediatamente antes de la consagración, hace dirigir al Padre esta invocación: “Ahora te rogamos humildemente: manda a tu Espíritu a santificar los dones que te ofrecemos, a fin de que lleguen a ser el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo”. Así, con pocas diferencias, también en los otros cánones. Es lo que se llama la epíclesis, es decir, la invocación por excelencia, a la cual los hermanos ortodoxos atribuyen tal importancia que ya ven realizada en ella la consagración de las especies eucarísticas.

Aparte de “cuándo” tiene lugar la consagración, es cierto que ella se produce por el poder del Espíritu Santo que transforma las ofrendas. “Cuando el sacerdote, estando ante la mesa sagrada, alza las manos e invoca al Espíritu Santo para que llene y toque las ofrendas que están sobre el altar, entonces se establece un gran recogimiento, se hace un silencio perfecto, y el Espíritu Santo otorga la gracia y baja a transformar las ofrendas” (san Juan Crisóstomo).

El Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu Santo, por lo tanto, “realiza” sobre el altar el Cuerpo eucarístico de Cristo. Pero también realiza, alrededor del altar, el otro cuerpo de Cristo: su cuerpo místico, que es la Iglesia. Después de la consagración, la liturgia vuelve a invocar al Espíritu Santo para que “por la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Espíritu Santo nos reúna en un solo cuerpo” (Canon 2º); para que la Iglesia se convierta en “un solo cuerpo y un solo espíritu” (Canon 3º).

La Eucaristía –se dice– hace a la Iglesia, ¡pero la hace gracias al Espíritu Santo! Una y otro juntos son “el sacramento gracias al cual, en el presente, se reúne (consociatur) la Iglesia” (san Agustín, c. Faust. 12, 20: PL 42, 265). San Ireneo tiene una imagen estupenda para decir todo esto: “Como con la harina seca, sin agua, no se puede hacer una sola masa y un solo pan, así nosotros, que éramos una multitud, no podíamos llegar a ser una cosa en Cristo Jesús –¡no podíamos convertirnos en Iglesia!– sin el Agua venida del cielo”, es decir, sin el Espíritu Santo (Adv. haer. III, 17, 2). El Espíritu Santo –podríamos decir con una imagen osada pero justificada– es la sangre que corre por las venas de la Iglesia y lleva a todo el cuerpo el alimento que viene de la muerte redentora de Cristo e, inmediatamente, de la Eucaristía.

Esto nos concierne en forma directa porque la Iglesia de la que hablamos no es una entidad abstracta y desencarnada: ¡Somos nosotros! Nosotros reunidos aquí, alrededor del altar, constituimos aquel cuerpo más grande que el Espíritu Santo va tejiendo alrededor de Jesús. Un cuerpo del cual conocemos la fragilidad, la imperfección y las heridas, pero que, gracias al Espíritu Santo, es un cuerpo “viviente”. Nosotros somos aquel pan más grande que ha sido hecho masa con el agua y ha sido cocido con el fuego del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo y nosotros. Pero la acción del Espíritu Santo sobre nosotros no se detiene en este nivel social o eclesial. Ella nos alcanza, en la forma más íntima y personal, en la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

En la Eucaristía, Jesús nos hace partícipes de su obediencia y de la complacencia del Padre con respecto a él. Como en la Trinidad, igualmente en el misterio eucarístico el Espíritu Santo es el vínculo y el camino entre el Padre y el Hijo; sólo que en la Eucaristía el Hijo ya no está solo; con él estamos también nosotros y por eso también sobre nosotros se vuelca la complacencia del Padre, es decir, su Espíritu. Es éste el momento por excelencia en que Dios manda a nuestros corazones al Espíritu de su Hijo que nos hace exclamar: ¡Abba, es decir, Padre! (cfr. Gál. 4, 6).

La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo es, entonces, también comunión con el Espíritu de Cristo, es decir, con el Espíritu Santo. Única es la realidad y la naturaleza divina, común al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y en la comunión eucarística recibimos sacramentalmente a esta única naturaleza, volviéndonos partícipes de ella (cfr. 2 Ped. 1, 4). He aquí por qué la comunión eucarística debe ser siempre “espiritual”, es decir, basada en una comunión de Espíritu con Jesús. ¡Resulta absurdo reservar este nombre para la sola comunión de deseo, que se hace en ausencia de la comunión sacramental! ¿Qué sería una comunión sacramental que no fuera comunión espiritual? Sería un comer la carne del Hijo del hombre en la forma en que lo entendían los de Cafarnaún; sería un quedarse en el nivel de la carne de la cual dice Jesús que, sola, sin el Espíritu, resulta inútil (cfr. Jn. 6, 63). Es necesario estar atentos, porque incluso un cierto modo de entender la comunión eucarística casi exclusivamente como gesto comunitario, social o eclesial, puede ser un caer en la sola carne. No se debería emplear todo el tiempo de la comunión en cantos o intercambios de experiencias, o incluso en continuos pedidos de gracias. El Espíritu Santo quiere obrar, en aquel momento, nuestra intimidad con Dios, y esto no puede suceder sin un poco de recogimiento y de silencio también de nuestra parte.

Este es verdaderamente el ápice de la acción del Espíritu Santo en la Eucaristía: crear la intimidad con Dios. La intimidad con Dios no es un sentimiento devoto, o algo reservado sólo a los santos; ¡es una obra del Espíritu Santo; es el fruto objetivo de la Eucaristía! La intimidad divina, para nosotros hombres, consiste en el asemejarse al hombre-Dios Jesucristo (“¡ninguno va al Padre si no es a través de mí!”), en el transformarnos en él, y esto no puede suceder si no es porque Jesús nos comunica su propio Espíritu. El Espíritu nos dice interiormente: ¡El Maestro está aquí! (Jn. 11, 28), Y nos infunde “el sentimiento de su presencia”.

Estas pocas cosas que hemos logrado decir son suficientes para revelarnos cómo el Espíritu Santo no es una presencia secundaria y accidental en la Eucaristía. Él es el artífice del milagro eucarístico; es el sol, a cuyo calor el pan “se levanta” sobre el altar, se hace pan del cielo, pan de vida, pan que lleva en sí todas las dulzuras, y el cáliz “rebosa”, derramando en quien lo bebe felicidad y gracia (cfr. Sal. 23, 3). ¡Nadie –dice Jesús– pone vino nuevo en odres viejos! Pero éste es un vino que sabe rejuvenecer hasta a los odres que lo reciben. Como en el icono de Rublev, el Espíritu Santo está de veras aquí, alrededor de la mesa, junto con el Padre y con el Hijo, y nos dice: ¡Sean una cosa sola, como nosotros somos una cosa sola!

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

SANTA MISA PARA EL “CENTRO ITALIANO DELLA SOLIDARIETÀ”

Castelgandolfo, Domingo 5 de agosto de 1979

Queridísimos:

Estamos aquí reunidos en torno al altar del Señor, el único que puede iluminarnos sobre el misterio de nuestra vida, drama de amor y de salvación, y el único que puede darnos la fuerza para no caer, o para levantarnos de nuevo; y, sobre todo, para vivir de manera conforme a las exigencias y a los ideales del cristianismo.

Este es precisamente, según me parece, el tema central de la liturgia de este domingo, en la que Jesús, pan de vida, se nos presenta como único y verdadero significado de la existencia humana.

1. En nuestro tiempo, por desgracia, el racionalismo científico y la estructura de la sociedad industrial, caracterizada por la ley férrea de la producción y del consumo, han creado una mentalidad cerrada dentro de un horizonte de valores temporales y terrenos, que quitan a la vida del hombre todo significado trascendente.

El ateísmo teórico y práctico que serpea ampliamente; la aceptación de una moral evolucionista desvinculada totalmente do los principios sólidos y universales de la ley moral natural y revelada, pero vinculada a las costumbres siempre variables de la historia; la insistente exaltación del hombre como autor autónomo del propio destino y, en el extremo opuesto, su deprimente humillación al rango de pasión inútil, de error cósmico, de peregrino absurdo de la nada en un universo desconocido y engañoso, han hecho perder a muchos el significado de la vida y han empujado a los más débiles y a los más sensibles hacia evasiones funestas y trágicas.

El hombre tiene necesidad extrema de saber si merece la pena nacer, vivir, luchar, sufrir y morir, si tiene valor comprometerse por algún ideal superior a los intereses materiales y contingentes, si, en una palabra, hay un “porqué” que justifique su existencia.

Esta es, pues, la cuestión esencial: dar un sentido al hombre, a sus opciones, a su vida, a su historia.

2. Jesús tiene la respuesta a estos interrogantes nuestros; Él puede resolver la “cuestión del sentido” de la vida y de la historia del hombre. Aquí está la lección fundamental de la liturgia de hoy. A la muchedumbre que le ha seguido, desgraciadamente sólo por motivos de interés material, al haber sido saciada gratuitamente con la multiplicación milagrosa de los panes y de los peces, Jesús dice con seriedad y autoridad: “Procuraos no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna, el que el Hijo del hombre os da” (Jn 6, 27).

Dios se ha encarnado para iluminar, más aún, para ser el significado de la vida del hombre. Es necesario creer esto con profunda y gozosa convicción; es necesario vivirlo con constancia y coherencia; es necesario anunciar y testimoniar esto, a pesar de las tribulaciones de los tiempos y de las ideologías adversas, casi siempre tan insinuantes y perturbadoras.

Y, ¿de qué modo es Jesús el significado de la existencia del hombre? El mismo lo explica con claridad consoladora: “Mi Padre os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que bajó del cielo y da la vida al mundo... Yo soy el pan de vida; el que viene a mí, ya no tendrá más hambre y el que cree en mí, jamás tendrá sed” (Jn 6, 32-35). Jesús habla simbólicamente, evocando el gran milagro del maná dado por Dios al pueblo judío en la travesía del desierto. Es claro que Jesús no elimina la preocupación normal y la búsqueda del alimento cotidiano y de todo lo que puede hacer que la vida humana progrese más, se desarrolle más y sea más satisfactoria. Pero la vida pasa indefectiblemente. Jesús hace presente que el verdadero significado de nuestro existir terreno está en la eternidad, y que toda la historia humana con sus dramas y alegrías debe ser contemplada en perspectiva eterna.

También nosotros, como el pueblo de Israel, vivimos sobre la tierra la experiencia del Éxodo; la “tierra prometida” es el cielo. Dios, que no abandonó a su pueblo en el desierto, tampoco abandona al hombre en su peregrinación terrena. Le ha dado un “pan” capaz de sustentarlo a lo largo del camino: el “pan” es Cristo. Él es ante todo la comida del alma con la verdad revelada y después con su misma Persona presente en el sacramento de la Eucaristía.

¡El hombre tiene necesidad de la trascendencia! ¡El hombre tiene necesidad de la presencia de Dios en su historia cotidiana! ¡Sólo así puede encontrar el sentido de la vida! Pues bien, Jesús continúa diciendo a todos: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6); “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida” (Jn 8, 12); “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré” (Mt 11, 28).

3. La reflexión ahora recae sobre cada uno de nosotros. En efecto, depende de nosotros captar el significado que Cristo ha venido a ofrecer a la existencia humana y “encarnarlo” en nuestra vida. Depende del interés de todos “encarnar” este significado en la historia humana. ¡Gran responsabilidad y sublime dignidad! Es necesario, para este fin, un testimonio coherente y valiente de la propia fe. San Pablo, escribiendo a los Efesios, traza, en este sentido, un programa concreto de vida:

— es necesario, ante todo, abandonar la Mentalidad mundana y pagana: “Os digo, pues, y testifico en el Señor que no os portéis como se conducen los gentiles, en la unidad de su mente”;

— después, es necesario cambiar la mentalidad mundana y terrestre en la mentalidad de Cristo; “Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojaos del hombre viejo, viciado por las concupiscencias seductoras”;

— finalmente, es necesario aceptar todo el mensaje de Cristo, sin reducciones de comodidad, y vivir según su ejemplo: ‘Renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4, 17. 20-24).

Queridísimos, como veis, se trata de un programa muy comprometido, bajo ciertos aspectos podría decirse, desde luego, heroico; sin embargo, debemos presentarlo a nosotros y a los demás en su integridad, contando con la acción de la gracia, que puede dar a cada uno la generosidad de aceptar la responsabilidad de las propias acciones en perspectiva eterna y para el bien de la sociedad.

Id, pues, adelante con confianza y con interés generoso, buscando cada día nuevo impulso y alegría en la devoción a Jesús Eucarístico y en la confianza en María Santísima.

Me complace concluir citándoos un pensamiento de mi venerado predecesor Pablo VI de quien mañana celebramos el primer aniversario de su piadoso tránsito: “Ante el arreciar de intereses contrastantes, dañosos para el auténtico bien del hombre, hay que proclamar de nuevo bien alto las formidables palabras del Evangelio que son las únicas que han dado luz y paz a los hombres en análogas convulsiones de la historia” (Discurso a los cardenales, 21 de junio de 1976; cf. Pablo VI, Enseñanzas al Pueblo de Dios, pág. 292).

Así, pues, queridísimos hijos, con la luz y con la paz que nos vienen de estas palabras eternas, nosotros continuemos serenamente nuestro camino.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Levántate y come, porque te queda todavía mucho camino”. Estas palabras que el Ángel del Señor le dijo al profeta Elías cuando se sintió cansado y deseó morir, nos las podría dirigir hoy a nosotros invitándonos también a alimentarnos con el pan de la Eucaristía. Y lo que el profeta no hubiera conseguido con sus propias fuerzas, lo obtuvo con la ayuda del Señor: Elías “se levantó, comió y bebió, y anduvo con la fuerza de aquella comida cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios”.

¡Nos cansamos y no tenemos un tónico recuperante que nos devuelva el entusiasmo por las cosas de Dios! Las contrariedades van abriendo una brecha por la que entra el desaliento, una visión más práctica y realista se va adueñando de la situación pues nuestro mundo es endiabladamente difícil y comienzan las compensaciones, el regateo y las componendas. El mismo paso del tiempo, que no transcurre sin pasar factura, nos golpea y se alía de nuestros hábitos que se convierten entonces en cómplices de nuestra rutina.

“Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no le atrae”, nos dice el Señor en el Evangelio de hoy. La comunión frecuente con el Cuerpo y la Sangre de Cristo es lo que nos permite levantarnos cuando el cansancio se apodera de nosotros. Una inmensa corriente vital que brota del seno de Dios, como esa agua viva de la que habla Jesús, inunda el corazón del cristiano proporcionándole la fuerza necesaria para recorrer el camino. “Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11, 28), dice el Señor.

En la Sagrada Eucaristía recibimos el manantial de donde brota toda la ayuda que precisamos, en Ella recibimos al autor mismo de la gracia: “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él”. No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales. S. Josemaría Escrivá, al hablar de la Sagrada Comunión, veía al Señor como “el Amigo: vos autem dixi amicos, dice. Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece… Era amigo de Lázaro y lloró por él, cuando lo vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: “Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda”, sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida”.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“El Pan de los ángeles se hace pan de los hombres; y el pan celestial da fin a las antiguas figuras”

Recordando a Moisés en el desierto, se nos describe la huida de Elías que se siente fracasado en su obra, y pide a Dios que se lo lleve de este mundo. El alimento que recibe es señal de que Dios está con él.

Como hicieron sus antepasados en el desierto ante Moisés, los judíos hacen ahora ante Cristo: “murmuraron”. Y para rechazarle, apelan a que su familia es conocida, y vana, por tanto, su pretensión de que “viene del cielo”. Pero Jesús con las palabras de Isaías les denuncia porque no escuchan la voz de Dios.

Con palabras más recias que nunca (“El pan que yo daré es mi carne para vida del mundo”), Jesús relaciona la Eucaristía con su muerte empleando el término “carne”, expresión muy primitiva.

Con frecuencia se observa que cada uno defiende “su” verdad, sinónimo de algo puramente subjetivo. Quien así actúa debe reconocer el mismo derecho en los demás. Tanto subjetivismo hace imposible hallar la verdad universal y objetiva. La defensa de la propia verdad nada tiene que ver con la personalidad o con la dignidad. Nadie más digno que quien busca la verdad objetiva y la acepta.

– Cristo revela el Espíritu a través de la Eucaristía:

“Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que Él mismo no ha sido glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento para la vida del mundo. Lo sugiere también a Nicodemo, a la Samaritana y a los que participan en la fiesta de los Tabernáculos. A sus discípulos les habla de él abiertamente a propósito de la oración y del testimonio que tendrán que dar” (728).

– El memorial sacrificial de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia:

“La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda” (1368).

– “Dios no rehusará ser invocado como Dios por aquellos que hayan mortificado en la tierra sus miembros, y, sin embargo, viven en Cristo. Además, Dios es Dios de vivos, no de muertos; más aún, vivifica a todo hombre por su Verbo vivo, el cual da a los santos para alimento y vida, como el mismo Señor dice: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6, 35). Los judíos, por tener el gusto enfermizo y los sentidos del espíritu no ejercitados en la virtud, no entendiendo rectamente la explicación de este pan, le contradecían porque había dicho: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo»“ (San Atanasio, Cart. 4, 3).

“Se da a los cristianos una gran verdad: que el pan se convierte en Cuerpo y el vino en Sangre. Lo que no percibes o no ves, te lo confirma la fe, fuera del orden natural” (Himno “Lauda Sion”).

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

El Pan vivo.

– La Comunión restaura las fuerzas perdidas y da otras nuevas para llegar al Cielo. El Viático.

I. Leemos en la Primera lectura de la Misa que el Profeta Elías, huyendo de Jetsabel, se dirigió al Horeb, el monte santo. Durante el largo y difícil viaje se sintió cansado y deseó morir. Basta, Yahvé. Lleva ya mi alma, que no soy mejor que mis padres. Y echándose allí, se quedó dormido. Pero el Ángel del Señor le despertó, le ofreció pan y le dijo: Levántate y come, porque te queda todavía mucho camino. Elías se levantó, comió y bebió, y anduvo con la fuerza de aquella comida cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios. Lo que no hubiera logrado con sus propias fuerzas, lo consiguió con el alimento que el Señor le proporcionó cuando más desalentado estaba.

El monte santo al que se dirige el Profeta es imagen del Cielo; el trayecto de cuarenta días lo es del largo viaje que viene a ser nuestro paso por la tierra, en el que también encontramos tentaciones, cansancio y dificultades. En ocasiones, sentiremos flaquear el ánimo y la esperanza. De manera semejante al Ángel, la Iglesia nos invita a alimentar nuestra alma con un pan del todo singular, que es el mismo Cristo presente en la Sagrada Eucaristía. En Él encontramos siempre las fuerzas necesarias para llegar hasta el Cielo, a pesar de nuestra flaqueza.

A la Sagrada Comunión se la llamó Viático, en los primeros tiempos del Cristianismo, por la analogía entre este sacramento y el viático o provisiones alimenticias y pecuniarias que los romanos llevaban consigo para las necesidades del camino. Más tarde se reservó el término Viático para designar el conjunto de auxilios espirituales, de modo particular la Sagrada Eucaristía, con que la Iglesia pertrecha a sus hijos para la última y definitiva etapa del viaje hacia la eternidad. Fue costumbre en los primeros cristianos llevar la Comunión a los encarcelados, sobre todo cuando ya se avecinaba el martirio. Santo Tomás enseña que este sacramento se llama Viático en cuanto prefigura el gozo de Dios en la patria definitiva y nos otorga la posibilidad de llegar allí. Es la gran ayuda a lo largo de la vida y, especialmente, en el tramo último del camino, donde los ataques del enemigo pueden ser más duros. Ésta es la razón por la que la Iglesia ha procurado siempre que ningún cristiano muera sin ella. Desde el principio se sintió la necesidad (y también la obligación) de recibir este sacramento aunque ya se hubiera comulgado ese día.

También podemos recordar hoy en nuestra oración la responsabilidad, en ocasiones grave, de hacer todo lo que está de nuestra parte para que ningún familiar, amigo o colega muera sin los auxilios espirituales que nuestra Madre la Iglesia tiene preparados para la etapa última de su vida.

Es la mejor y más eficaz muestra de caridad y de cariño, quizá la última, con esas personas aquí en la tierra. El Señor premia con una alegría muy grande cuando hemos cumplido con ese gratísimo deber, aunque en alguna ocasión pueda resultar algo difícil y costoso.

Hemos de agradecer con obras al Señor tantas ayudas a lo largo de la vida, pero especialmente la de la Comunión. El agradecimiento se manifestará en una mejor preparación, cada día, y en que al recibirle lo hagamos con la plena conciencia de que se nos dan, más aún que al Profeta Elías, las energías necesarias para recorrer con vigor el camino de nuestra santidad.

– El Pan de vida. Efectos de la Comunión en el alma.

II. Yo soy el pan de vida, nos dice Jesús en el Evangelio de la Misa (...). Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.

Hoy nos recuerda el Señor con fuerza la necesidad de recibirle en la Sagrada Comunión para participar en la vida divina, para vencer en las tentaciones, para que crezca y se desarrolle la vida de la gracia recibida en el Bautismo. El que comulga en estado de gracia, además de participar en los frutos de la Santa Misa, obtiene unos bienes propios y específicos de la Comunión eucarística: recibe, espiritual y realmente, al mismo Cristo, fuente de toda gracia. La Sagrada Eucaristía es, por eso, el mayor sacramento, centro y cumbre de todos los demás. Esta presencia real de Cristo da a este sacramento una eficacia sobrenatural infinita.

No hay mayor felicidad en esta vida que recibir al Señor. Cuando deseamos darnos a los demás, podemos entregar objetos de nuestra pertenencia como símbolo de algo más profundo de nuestro ser, o dar nuestros conocimientos, o nuestro amor..., pero siempre encontramos un límite. En la Comunión, el poder divino sobrepasa todas las limitaciones humanas, y bajo las especies eucarísticas se nos da Cristo entero. El amor llega a realizar su ideal en este sacramento: la identificación con quien tanto se ama, a quien tanto se espera. “Así como cuando se juntan dos trozos de cera y se los derrite por medio del fuego, de los dos se forma una cosa, así también, por la participación del Cuerpo de Cristo y de su preciosa Sangre”. Verdaderamente, no hay mayor felicidad, ni bien mayor, que recibir dignamente en la Sagrada Comunión a Cristo mismo.

El alma no cesa en su agradecimiento si –combatiendo toda rutina– trae a menudo a su mente la riqueza de este sacramento. La Sagrada Eucaristía produce en la vida espiritual efectos parecidos a los que el alimento material produce en el cuerpo. Nos fortalece y aleja de nosotros la debilidad y la muerte: el alimento eucarístico nos libra de los pecados veniales, que causan la debilidad y la enfermedad del alma, y nos preserva de los mortales, que le ocasionan la muerte. El alimento material repara nuestras fuerzas y robustece nuestra salud. También “por la frecuente o diaria Comunión, resulta más exuberante la vida espiritual, se enriquece el alma con mayor efusión de virtudes y se da al que comulga una prenda aún más segura de la eterna felicidad”. Del mismo modo como el alimento natural permite crecer al cuerpo, la Sagrada Eucaristía aumenta la santidad y la unión con Dios, “porque la participación del Cuerpo y Sangre de Cristo no hace otra cosa sino transfigurarnos en aquello que recibimos”.

La Comunión nos facilita la entrega en la vida familiar; nos impulsa a realizar el trabajo diario con alegría y con perfección; nos fortalece para llevar con garbo humano y sentido sobrenatural las dificultades y tropiezos de la vida ordinaria.

El Maestro está aquí y te llama, se nos dice cada día. No desatendamos esa invitación; vayamos con alegría y bien dispuestos a su encuentro. Nos va mucho en ello.

– La frecuente o diaria recepción de este sacramento. Visita al Santísimo; comuniones espirituales a lo largo del día.

III. Son muchas nuestras flaquezas y debilidades. Por eso ha de ser tan frecuente el encuentro con el Maestro en la Comunión. El banquete está preparado y son muchos los invitados; y pocos los que acuden. ¿Cómo nos vamos a excusar nosotros? El amor desbarata las excusas.

El deseo y el recuerdo de este sacramento podemos mantenerlo vivo a lo largo del día mediante la Comunión espiritual, que “consiste en un deseo ardiente de recibir a Jesús Sacramentado y en un trato amoroso como si ya lo hubiésemos recibido”. Nos trae muchas gracias y nos ayuda a vivir mejor el trabajo y las relaciones con los demás. Nos facilita tener la Santa Misa como el centro del día.

También es muy provechosa la Visita al Santísimo, que es “prueba de gratitud, signo de amor y expresión de la debida adoración al Señor”. Ningún lugar como la cercanía del Sagrario para esos encuentros íntimos y personales que requiere la permanente unión con Cristo. Es allí donde el coloquio con el Señor encuentra el clima más apropiado, como lo muestra la historia de los santos, y donde nace el impulso para la oración continuada en el trabajo, en la calle..., en todo lugar. El Señor presente sacramentalmente nos ve y nos oye con una mayor intimidad, pues su Corazón, que sigue latiendo de amor por nosotros, es “la fuente de la vida y de la santidad”; nos invita cada día a devolverle esa visita que Él nos ha hecho viniendo sacramentalmente a nuestra alma. Y nos dice: Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco.

Junto a Él encontramos la paz, si la hubiéramos perdido, fortaleza para cumplir acabadamente la tarea y alegría en el servicio a los demás. “Y ¿qué haremos, preguntáis, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle, alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un pobre en la presencia de un rico? ¿Qué hace un enfermo delante del médico? ¿Qué hace un sediento en vista de una fuente cristalina?”.

Jesús tiene lo que nos falta y necesitamos. Él es la fortaleza en este camino de la vida. Pidámosle a Nuestra Señora que nos enseñe a recibirlo “con aquella pureza, humildad y devoción” con que Ella lo recibió, “con el espíritu y fervor de los santos”.

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Rev. P. Héctor ROMERO-Silva (Itá Ibaté, Corrientes, Argentina) (www.evangeli.net)

Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae

Hoy, el Evangelio presenta el desconcierto en el que los connacionales de Jesús vivían en su presencia: «¿No es este Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?» (Jn 6, 42). La vida de Jesús entre los suyos había sido tan normal que, el comenzar la proclamación del Reino, quienes le conocían se escandalizaban de lo que entonces les decía.

¿De qué Padre les hablaba Jesús, que nadie había visto? ¿Quién era este pan bajado del cielo que quienes lo comen vivirán para siempre? Él negaba que fuera el maná del desierto porque, quienes lo comieran, morirían. «El pan que yo (...) voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51). ¿Su carne podía ser un alimento para nosotros? El desconcierto que sembraba Jesús entre los judíos podía extenderse entre nosotros si no respondemos a una pregunta central para nuestra vida cristiana: ¿Quién es Jesús?

Muchos hombres y mujeres antes que nosotros se han hecho esta pregunta, la han respondido personalmente, han ido a Jesús, lo han seguido y ara gozan de una vida sin fin y llena de amor. Y a los que vayan a Jesús, Él los resucitará el último día (cf. Jn 6, 44). Juan Casiano exhortaba a sus monjes diciéndoles: «‘Acercaos a Dios, y Dios se acercará a vosotros’, porque ‘nadie puede ir a Jesús si el Padre que lo ha enviado no lo atrae’ (...). En el Evangelio escuchamos al Señor que nos invita para que vayamos hacia Él: ‘Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os haré reposar’». Acojamos la Palabra del Evangelio que nos acerca a Jesús cada día; acojamos la invitación del mismo Evangelio a entrar en comunión con Él comiendo su carne, porque «éste es el verdadero alimento, la carne de Cristo, el cual, siendo la Palabra, se ha hecho carne para nosotros» (Orígenes).

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Creer en la Eucaristía

«Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Jn 6, 55-56).

Eso dijo Jesús.

Y esa es la verdad revelada al mundo, por la misericordia del Hijo de Dios hecho hombre, crucificado, muerto, y resucitado, transformado en la única ofrenda y sacrificio agradable al Padre.

Tu Señor es el Verbo que en el principio estaba junto a Dios, y era Dios, y que, por amor a ti, se ha hecho carne, como tú, para hacerte uno con Él: Verbo, Verdad, Deidad.

Tu Señor ha perdonado tus pecados asumiendo tus culpas, recibiendo un castigo inmerecido, por el que su cuerpo ha sido inmolado, crucificado, muerto y sepultado, y su sangre derramada hasta la última gota, entregando su vida para darte a ti la vida. Y ha resucitado entre los muertos, anunciando su victoria, destruyendo la muerte, y haciendo nuevas todas las cosas, para volverte al Padre y darte gloria.

Tu Señor ha subido al cielo a sentarse a la derecha de su Padre, para ser coronado con la gloria que tenía antes de que el mundo existiera, y te ha elegido a ti, sacerdote, para hacerse presente y permanecer en el mundo, recogiendo contigo lo que le corresponde, lo que ha ganado con su vida, transformándose en verdadera comida y en verdadera bebida de salvación.

Tú eres el instrumento fidelísimo de Dios para bajar el pan vivo del cielo, para reunir y alimentar a su pueblo, para que crean en Él y se salven, porque todo el que crea en que Jesucristo es el único Hijo de Dios, no morirá, sino que tendrá vida eterna.

Por tanto, sacerdote, el que crea en Jesucristo, debe creer también en la Eucaristía, que es su presencia real, substancial y viva. Es don, es gratuidad, es comunión, es alimento, es deidad, es ofrenda, es perdón, es bebida de salvación, es el Cuerpo, es la Sangre, es la humanidad y es la divinidad de tu Señor.

Y tú, sacerdote, ¿crees esto?

¿Crees en que celebras cada día el memorial de este único sacrificio incruento?

¿Tienes conciencia del milagro que realizan tus manos en el altar?

¿Aceptas y reconoces en la hostia a la deidad?

¿Lo veneras, lo amas, lo adoras, como solo Él merece?

¿Crees, sacerdote en la transubstanciación, divino milagro que ocurre en tus manos por voluntad de Dios, aunque estén manchadas de pecado?

¿Reconoces por la fe, que el misterio es demasiado grande para comprender con tu limitada capacidad e inteligencia, y aun así crees?

La Eucaristía es el misterio de tu fe. Cree, sacerdote, porque hasta los demonios creen, y tiemblan.

Cree, sacerdote, y si no creyeras, aun así, pide fe.

Humilla tu corazón, y pide perdón.

Conserva la esperanza y manifiéstale tu amor a tu Señor, arrodillándote al pronunciar su Nombre, acudiendo al Sagrario día y noche, con la disposición de, al menos, creer que Él te dará la fe que te falta, que abrirá tus oídos para oír, y tus ojos para ver.

No te avergüences de tus desiertos, sacerdote.

No te avergüences de tu debilidad y de tu flaqueza.

No te avergüences de tu humanidad, porque tu Señor te ha dicho que tú llevas un tesoro en vasija de barro.

Cuida, sacerdote, el barro, para que descubras y protejas el tesoro que tu Señor te ha dado.

Adora, sacerdote, a tu Señor, y vive en la alegría de la presencia de tu Señor resucitado, que está viva en ti, en su Palabra y en la Eucaristía, que es verdadera comida, verdadera bebida, y es misericordia, por la que tú permaneces en Él y Él en ti, para la vida del mundo, en un solo cuerpo y en un mismo espíritu: en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

(Espada de Dos Filos IV, n. 56)

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