Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilías en Santa Marta
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2009 y Homilía 2012
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
UN DEFENSOR CONFIABLE
Is 50, 5-9; Sant 2, 14-18; Mc 8, 27-35
En el tercer cántico del Siervo de Yahvé resuena una confesión íntima acerca de su fortaleza y su fidelidad. El profeta cumple con su encargo de establecer la justicia y el derecho entre las naciones y de consolar a Israel, aunque esto le genere rechazo y maltratos. Ninguna persona disfruta de la violencia ni del sufrimiento. Resulta algo absurdo y carente de sentido. Para lograr asimilar esas situaciones negativas es necesario disponer de motivaciones muy poderosas. Si el sufrimiento es necesario para conseguir algún bien superior que en este caso sería la salvación de Israel y el bienestar entre las naciones, el profeta podría encontrar ánimo para sobrellevarlo con mayor serenidad. El Siervo del Señor descubre que en ese momento tan adverso no carecerá del acompañamiento de parte de Dios, por eso lo asume con una confianza casi temeraria: ¿quién pleiteará contra mí?
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Si 36, 18
Concede, Señor, la paz a los que esperan en ti, y cumple así las palabras de tus profetas; escucha las plegarias de tu siervo, y de tu pueblo Israel.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, creador y soberano de todas las cosas, vuelve a nosotros tus ojos y concede que te sirvamos de todo corazón, para que experimentemos los efectos de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban.
Del libro del profeta Isaías: 50, 5-9
En aquel entonces, dijo Isaías: “El Señor Dios me ha hecho oír sus palabras y yo no he opuesto resistencia, ni me he echado para atrás.
Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos.
Pero el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido, por eso endurecí mi rostro como roca y sé que no quedaré avergonzado. Cercano está de mí el que me hace justicia, ¿quién luchará contra mí? ¿Quién es mi adversario? ¿Quién me acusa? Que se me enfrente. El Señor es mi ayuda, ¿quién se atreverá a condenarme?”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 114
R/. Caminaré en la presencia del Señor.
Amo al Señor porque escucha el clamor de mi plegaria, porque me prestó atención cuando mi voz lo llamaba. R/.
Redes de angustia y de muerte me alcanzaron y me ahogaban. Entonces rogué al Señor que la vida me salvara. R/.
El Señor es bueno y justo, nuestro Dios es compasivo. A mí, débil, me salvó y protege a los sencillos. R/.
Mi alma libró de la muerte; del llanto los ojos míos, y ha evitado que mis pies tropiecen por el camino. Caminaré ante el Señor por la tierra de los vivos. R/.
SEGUNDA LECTURA
La fe, si no se traduce en obras, está completamente muerta.
De la carta del apóstol Santiago: 2, 14-18
Hermanos míos: ¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no lo demuestra con obras? ¿Acaso podrá salvarlo esa fe?
Supongamos que algún hermano o hermana carece de ropa y del alimento necesario para el día, y que uno de ustedes le dice: “Que te vaya bien; abrígate y come”, pero no le da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué le sirve que le digan eso? Así pasa con la fe; si no se traduce en obras, está completamente muerta.
Quizá alguien podría decir: “Tú tienes fe y yo tengo obras. A ver cómo, sin obras, me demuestras tu fe; yo, en cambio, con mis obras te demostraré mi fe”.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Ga 6, 14
R/. Aleluya, aleluya.
No permita Dios que yo me gloríe en algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. R/.
EVANGELIO
Dijo Pedro: “Tú eres el Mesías”. – Es necesario que el Hijo del hombre padezca mucho.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 8, 27-35
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a los poblados de Cesarea de Filipo. Por el camino les hizo esta pregunta: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos le contestaron: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los profetas”.
Entonces él les preguntó: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Pedro le respondió: “Tú eres el Mesías”. Y Él les ordenó que no se lo dijeran a nadie.
Luego se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día.
Todo esto lo dijo con entera claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo. Jesús se volvió, y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro con estas palabras: “¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres”.
Después llamó a la multitud y a sus discípulos, y les dijo: “El que quiera venir conmigo, que renuncie así mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Sé propicio, Señor, a nuestras plegarias y acepta benignamente estas ofrendas de tus siervos, para que aquello que cada uno ofrece en honor de tu nombre aproveche a todos para su salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. 1 Cor 10, 16
El cáliz de bendición, por el que damos gracias, es la unión de todos en la Sangre de Cristo; y el pan que partimos es la participación de todos en el Cuerpo de Cristo.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Que el efecto de este don celestial, Señor, transforme nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que sea su fuerza, y no nuestro sentir, lo que siempre inspire nuestras acciones. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Ofrecí mi espalda a quienes me golpeaban (Is 50,5-9a)
1ª lectura
Este pasaje constituye el núcleo central del tercer «Canto del Siervo». El poema está bien construido en tres estrofas que comienzan del mismo modo: «El Señor Dios» (vv. 4.5.7), y con una conclusión (v. 9), que también contiene la misma fórmula. La primera estrofa (v. 4) subraya la docilidad del siervo a la palabra del Señor; es decir, no es presentado como un maestro autodidacta y original sino como un discípulo obediente. La segunda (vv. 5-6) señala los sufrimientos que esa docilidad le ha acarreado y que el siervo ha aceptado sin rechistar. La tercera (vv. 7-8) destaca la fortaleza del siervo: si sufre en silencio no es por cobardía, sino porque Dios le ayuda y le hace más fuerte que sus verdugos. La conclusión (v. 9) tiene carácter procesal: en el desenlace definitivo sólo el siervo permanecerá, mientras que sus adversarios se desvanecen.
Los evangelistas vieron cumplidas en Jesucristo las palabras de este canto, especialmente en lo que se refiere al valor del sufrimiento y a la fortaleza callada del siervo. En concreto, el Evangelio de Juan pone en boca de Nicodemo el reconocimiento de la sabiduría de Jesús: «Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él» (Jn 3,2b). Pero, sobre todo, la descripción de los sufrimientos que ha afrontado el siervo resuena en el corazón de los primeros cristianos al meditar la Pasión de Jesús y recordar que «comenzaron a escupirle en la cara y a darle bofetadas» (Mt 26,67), y que más adelante los soldados romanos «le escupían, y le quitaban la caña y le golpeaban en la cabeza» (Mt 27,30; cfr. también Mc 15,19; Jn 19,3). San Pablo hace alusión al v. 9, al aplicar a Cristo Jesús la función de interceder por los elegidos en el pleito permanente con los enemigos del alma: ¿quién puede pretender vencer en una causa contra Dios? (cfr. Rm 8,33).
San Jerónimo, subrayando la docilidad del discípulo, ve cumplidas en Cristo estas palabras: «Esa disciplina y estudio le abrieron sus oídos para transmitirnos la ciencia del Padre. Él no le contradijo sino que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz, de forma que puso su cuerpo, sus espaldas, a los golpes; y los latigazos hirieron ese divino pecho y sus mejillas no se apartaron de las bofetadas» (Commentarii in Isaiam 50,4).
La fe y las obras (St 2,14-18)
2ª lectura
Se condensa aquí la idea central: la fe que no se traduce en obras está muerta (vv. 14-19) y después se aducirá el ejemplo de algunos personajes bíblicos (vv. 20-26). Cuando Santiago habla de «obras» es claro que no se refiere a las obras de la Ley de Moisés.
Con una argumentación cíclica y reiterativa, se afirma que una fe sin obras no puede salvar. Esta enseñanza se encuentra en perfecta continuidad con la del Maestro: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos» (Mt 7,21). La pregunta retórica inicial (v. 14) y el ejemplo sencillo y vivo (vv. 15-16), atraen la atención y predisponen a aceptar la enseñanza básica (v. 17).
El ejemplo de los vv. 15-16 es similar al de 1 Jn: «Si alguno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano padece necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor a Dios?» (3,17). La conclusión es semejante: «Hijos míos, no amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y de verdad» (3,18). San Pablo, por su parte, subraya: «No consiste el Reino de Dios en hablar sino en hacer» (1 Co 4,20). Las obras dan la medida de la autenticidad de la vida del cristiano, poniendo en evidencia si su fe y su caridad son verdaderas: «Así como del movimiento del cuerpo conocemos su vida, así también conocemos la vida de la fe por las buenas obras. Porque la vida del cuerpo es el alma, por la cual se mueve y siente, y la vida de la fe, la caridad (...). Por lo que, resfriándose la caridad, muere la fe, así como muere el cuerpo apartándose de él el alma» (S. Bernardo, In Octava Paschae, Sermo 2,1).
La doctrina cristiana llama también «fe muerta» (cfr. v. 17) a la de quien está en pecado mortal. «El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (...). Privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1815).
El valor del sufrimiento (Mc 8, 27-35)
Evangelio
Se recoge aquí uno de los momentos centrales de la relación de los discípulos con Jesús: la confesión de su mesianismo. El diálogo muestra hasta qué punto es importante la respuesta que da Pedro. En efecto, lo que los hombres piensan de Jesús es, humanamente, lo más grande que podía concebir un judío piadoso: un profeta, o el mismo Elías (cfr. 9,11). Pero San Pedro con su respuesta no expresa una opinión, sino que hace una auténtica profesión de fe cuyo sentido explícito encontramos en Mt 16,16-17. La firmeza de la fe de Pedro, y de sus sucesores, es punto de apoyo para la confesión de fe de los creyentes: «Todo ello es fruto, queridos hermanos, de aquella confesión que, inspirada por el Padre en el corazón de Pedro, supera todas las incertidumbres de las opiniones humanas y alcanza la firmeza de la roca que nunca será cuarteada por ninguna violencia. En toda la Iglesia, Pedro confiesa diariamente: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, y toda lengua que confiesa al Señor está guiada por el magisterio de esta confesión» (S. León Magno, Sermo 3 in anniversario ordinationi suae).
Significativamente, el Señor no rechaza el título de «Cristo» que le da Pedro (v. 29), pero lo sustituye inmediatamente por el de «Hijo del Hombre» (8,31), indicando de esa manera que la confesión de Pedro es correcta pero incompleta. Jesús entiende su misión como Mesías desde la perspectiva de Dios, no desde la perspectiva de los hombres: «Conviene tener en cuenta que mientras el Señor dice de sí mismo que es el Hijo del Hombre, Natanael lo llama Hijo de Dios (Jn 1,49). (...) Y esto sucedió mediante un providencial equilibrio, puesto que debía presentarse la doble existencia del Mediador, Dios y Señor nuestro, como Dios Señor y como simple hombre: el Dios hombre ha dado solidez a la fragilidad humana, y el simple hombre ha añadido el poder de la divinidad que poseía: uno ha profesado su humildad, otro su grandeza» (S. Beda, Homiliae 1,17).
Tras la confesión de Pedro, cambia el horizonte del evangelio. Desde ahora, Jesús se dedica con mayor intensidad a la formación de sus discípulos mostrándoles la necesidad de su pasión para entrar en su gloria (8,31-9,13). Comienza la revelación de Jesús como Siervo sufriente. Es el camino de la cruz que Cristo aceptó para sí (cfr. 8,31) y que cada cristiano debe recorrer (8,34).
Jesucristo inicia aquí una enseñanza particular a sus discípulos acerca del verdadero sentido de su misión: la salvación se realizará a través del sufrimiento y de la cruz, y, por eso, quien quiera seguirle tiene que estar dispuesto a la renuncia de sí mismo (8,34-38). El diálogo con Pedro (8,31-33) ilustra de manera concentrada la paradoja cristiana: a Pedro le cuesta comprender que el triunfo de Cristo sea realmente la cruz. Cristo le reprende abiertamente porque ese modo humano de ver las cosas es incompatible con el plan de Dios. También nosotros podemos quedarnos a menudo en una visión empequeñecida: Hay en el ambiente una especie de miedo a la Cruz, a la Cruz del Señor. Y es que han empezado a llamar cruces a todas las cosas desagradables que suceden en la vida, y no saben llevarlas con sentido de hijos de Dios, con visión sobrenatural (...). En la Pasión, la Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. La Cruz es el emblema del Redentor: in quo est salus, vita et resurrectio nostra: allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección (S. Josemaría Escrivá, Via Crucis 2,5).
Las palabras de Jesús (8,34-35) debieron de parecer estremecedoras a quienes las escuchaban, pero dan la medida de lo que Cristo exige para seguirle: no un entusiasmo pasajero, ni una dedicación momentánea, sino la renuncia de sí mismo, el cargar cada uno con su cruz. Porque la meta que el Señor quiere para todos es la bienaventuranza. A la luz de la vida eterna es como se ha de valorar la vida presente que es transitoria, relativa, medio para conseguir la vida definitiva del Cielo: «Hay que amar al mundo, pero hay que anteponer al mundo a su creador. El mundo es bello, pero más hermoso es quien hizo el mundo. El mundo es suave y deleitable, pero mucho más deleitable es quien hizo el mundo. Por eso, hermanos amadísimos, trabajemos cuanto podamos para que ese amor al mundo no nos agobie, para que no pretendamos amar más a la criatura que a su creador. Dios nos ha dado las cosas terrenas para que le amemos a Él con todo el corazón, con toda el alma. (...) Lo mismo que nosotros amamos más a aquellos que parecen amarnos más a nosotros mismos que a nuestras cosas, así también hay que reconocer que Dios ama más a aquellos que estiman más la vida eterna que los dones terrenos» (S. Cesáreo de Arlés, Sermones 159,5-6).
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
Llegado que fue Jesús a las partes de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (Mt 16,13ss).
Preludios a la confesión de Pedro
— ¿Por qué razón nombra al fundador de la ciudad? —Porque hay otra Cesarea, la llamada de Estratón, y no fue en ésta, sino en aquélla, donde el Señor preguntó a sus discípulos. Allí los llevó lejos de los judíos, a fin de que, libres de toda angustia, pudieran decir con entera libertad cuanto íntimamente sentían. — ¿Y por qué no les preguntó inmediatamente lo que ellos sentían, sino que quiso antes saber la opinión del vulgo? —. Porque quería que, expresada ésta y volviéndoles a preguntar a ellos: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?, el tono mismo de la pregunta los levantara a más alta opinión acerca de Él y no cayeran en la bajeza de sentir de la muchedumbre. Por eso justamente tampoco les interroga al comienzo de su predicación, Cuando ya había hecho muchos milagros y les había enseñado muchas y levantadas doctrinas, cuando les había dado tantas pruebas de su divinidad y de su concordia con el Padre, entonces es cuando les plantea esta pregunta. Y no les dijo: “¿Quién dicen los escribas y fariseos que soy yo?”, a pesar de que éstos se le acercaban muchas veces y conversaban con Él, sino ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Con lo que buscaba el Señor el sentir incorruptible del pueblo. Porque si bien ese sentir se quedaba más bajo de lo conveniente, por lo menos estaba exento de malicia; mas el de escribas y fariseos se inspiraba en pura maldad.
Y para dar a entender el Señor cuán ardientemente deseaba que se confesara y reconociera su encarnación, se llama a sí mismo Hijo del hombre, designando así su divinidad, como lo hace en muchas otras partes. Por ejemplo, cuando dice. Nadie ha subido al cielo sino el Hijo del hombre, que está en el cielo. Y otra vez: ¿Qué será cuando viereis al Hijo del hombre que sube a donde estaba primero? Luego le respondieron: Unos que Juan Bautista, otros Elías, otros Jeremías o alguno de los profetas. Y, expuesta así esta errada opinión, prosiguió entonces el Señor: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Lo que era invitarlos a que concibieran más altos pensamientos sobre Él y mostrarles que la primera sentencia se quedaba muy por bajo de su auténtica dignidad. De ahí que requiera otra de ellos y les plantee nueva pregunta, a fin de que no cayeran juntamente con el vulgo. Y es que la gente, como le habían visto hacer al Señor milagros muy por encima del poder humano, por un lado le tenían por hombre, pero, por otro, les parecía un hombre aparecido por resurrección, como decía el mismo Herodes. Mas con el fin de apartar a sus discípulos de semejante idea, el Señor les vuelve a preguntar: Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo? Vosotros, es decir, los que estáis siempre conmigo, los que me veis hacer milagros, los que por virtud mía habéis hecho también muchos.
Pedro, boca de los Apóstoles
¿Qué hace, pues, Pedro, boca que es de los apóstoles? Él, siempre ardiente; él, director del coro de los apóstoles, aun cuando todos son interrogados, responde solo. Y es de notar que cuando el Señor preguntó por la opinión del vulgo, todos contestaron a su pregunta; pero cuando les pregunta la de ellos directamente, entonces es Pedro quien se adelanta y toma la mano y dice: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¿Qué le responde Cristo?: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado. Ahora bien, si Pedro no hubiera confesado a Jesús por Hijo natural de Dios y nacido del Padre mismo, su confesión no hubiera sido obra de una revelación. De haberle tenido por uno de tantos, sus palabras no hubieran merecido la bienaventuranza. La verdad es que antes de esto, los hombres que estaban en la barca, después de la tormenta de que fueron testigos, exclamaron: Verdaderamente es éste Hijo de Dios. Y, sin embargo, a pesar de su aseveración de verdaderamente, no fueron proclamados bienaventurados. Porque no confesaron una filiación divina, como la que aquí confiesa Pedro. Aquellos pescadores creían sin duda que Jesús, uno de tantos, era verdaderamente Hijo de Dios, escogido ciertamente entre todos, pero no de la misma sustancia o naturaleza de Dios Padre.
La confesión de Pedro, revelación del Padre
2. También Natanael había dicho: Maestro, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el rey de Israel. Y no sólo no se le proclama bienaventurado, sino que es reprendido por el Señor por haber hablado muy por bajo de la verdad. Lo cierto es que el Señor añadió: ¿Porque te dije: Te vi debajo de la higuera, crees? Cosas mayores has de ver. ¿Por qué, pues, Pedro es proclamado bienaventurado porque le confesó Hijo natural de Dios. De ahí que en los otros casos nada semejante dijo el Señor; mas en éste nos hace ver también quién fue el que lo reveló. Tal vez pudiera pensar la gente que, siendo Pedro tan ardiente amador de Cristo, sus palabras nacían de amistad y adulación y de ganas que tenía de congraciarse con su maestro. Pues para que nadie pudiera pensar así, Jesús nos descubre quién fue el que habló antes al alma de Pedro, y nos demos así cuenta que si Pedro fue quien habló, el Padre fue quien le dictó las palabras —palabras que ya no podemos mirar como opinión humana, sino creerlas como dogma divino—. —Mas ¿por qué no lo afirma el Señor mismo y dice: “Yo soy el Cristo”, sino que lo va preparando por sus preguntas, llevando a sus discípulos a confesarlo? —Porque así era entonces para Él más conveniente y necesario y de esta manera se atraía mejor a sus discípulos a la fe de aquella misma confesión por ellos hecha. ¿Veis cómo el Padre revela al Hijo, y el Hijo al Padre? Porque tampoco al Padre le conoce nadie—dice Él mismo—, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Luego no es posible conocer al Hijo sino por el Padre, ni conocer por otro al Padre sino por el Hijo. De suerte que aun por aquí se demuestra patentemente la igualdad y consustancialidad del Hijo con el Padre.
La promesa de Jesús a Pedro
—¿Qué le contesta, pues, Cristo? Tú eres Simón, hijo de Jonás. Tú te llamarás Cefas. Como tú has proclamado a mi Padre—le dice—, así también yo pronuncio el nombre de quien te ha engendrado. Que era poco menos que decir: Como tú eres hijo de Jonás, así lo soy yo de mi Padre. Porque, por lo demás, superfluo era llamarle hijo de Jonás. Mas como Pedro le había llamado Hijo de Dios, Él añade el nombre del padre de Pedro, para dar a entender que lo mismo que Pedro era hijo de Jonás, así era Él Hijo de Dios, es decir, de la misma sustancia de su Padre. Y yo te digo: Tú eres Piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, es decir/sobre la fe de tu confesión. Por aquí hace ver ya que habían de ser muchos los que creerían, y así levanta el pensamiento de Pedro y le constituye pastor de su Iglesia. Y las puertas; del infierno no prevalecerán contra ella. Y si contra ella no prevalecerán, mucho menos contra mí, No te turbes, pues, cuando luego oigas que he de ser entregado y crucificado. Y seguidamente le concede otro honor: Y yo te daré las llaves del reino dé los cielos. ¿Qué quiere decir: Yo te daré las llaves? Como mi Padre te ha dado que me conocieras, yo te daré las llaves del reino de los cielos. Y no dijo: “Yo rogaré a mi Padre”; a pesar de ser tan grande la autoridad que demostraba, a pesar de la grandeza inefable del don. Pues con todo eso, Él dijo: Yo te daré. —¿Y qué le vas a dar, dime? —Yo te daré las llaves del reino de los cielos; y cuanto tú desatares sobre la tierra, desatado quedará en los cielos. ¿Cómo, pues, no ha de ser cosa suya conceder sentarse a su derecha o a su izquierda, cuando ahora dice: Yo te daré? ¿Veis cómo Él mismo, levanta a Pedro a más alta idea de Él y se revela a sí mismo y demuestra ser Hijo de Dios por estas dos promesas que aquí le hace? Porque cosas que atañen sólo al poder de Dios, como son perdonar los pecados, hacer inconmovible a su Iglesia aun en medio del embate de tantas olas y dar a un pobre pescador la firmeza de una roca aun en medio de la guerra de toda la tierra, eso es lo que aquí promete el Señor que le ha de dar a Pedro. Es lo que el Padre mismo decía hablando con Jeremías: Que le haría como una columna de bronce o como una muralla”. Sólo que a Jeremías le hace tal para una sola nación, y a Pedro para la tierra entera. Aquí preguntaba yo con gusto a quienes se empeñan en rebajar la dignidad del Hijo: ¿Qué dones son mayores: los que dio el Padre o los que dio el Hijo a Pedro? El Padre le hizo a Pedro la gracia de revelarle al Hijo; pero el Hijo propagó por el mundo entero la revelación del Padre y la suya propia, y a un pobre mortal le puso en las manos la potestad de todo lo que hay en el cielo, pues le entregó sus llaves —Él, que extendió su Iglesia por todo lo descubierto de la tierra y la hizo más firme que el cielo mismo: Porque el cielo y la tierra pasarán, pero mi, palabra no pasará. El que tales dones da, el que tales hazañas, realizó, ¿cómo puede ser inferior? Y al hablar así, no pretendo dividir las obras del Padre y del Hijo: Porque todo fue hecho por y sin El nada fue hecho. No, lo que yo quiero es hacer callar la lengua desvergonzada de quienes a tales afirmaciones se desmandan.
Jesús prohíbe se revele su Mesianidad
3. Mirad, pues, por todas partes la autoridad del Señor: Yo te digo: Tú eres Piedra. Yo edificaré mi Iglesia. Yo te daré las llaves de los cielos. Y entonces—después de dicho esto—les intimó que a nadie dijeran que Él era el Cristo. —A ¿qué fin semejante intimación? —Es que ante todo quería el Señor que desapareciera todo lo que podía escandalizarlos, que se consumara el misterio de la cruz y de cuanto Él tenía que padecer, que no hubiera ya nada que pudiera impedir ni nublar la fe de las gentes en Él, y entonces, sí, clara e inconmovible, grabar en el alma de sus oyentes la conveniente idea que de Él habían de tener. Porque todavía no había brillado con entera claridad su poder. De ahí que Él quería ser predicado por los apóstoles, cuando la verdad de las cosas y la fuerza de los hechos vendrían a corroborar lo que ellos dirían sobre su persona. Porque no era lo mismo verle en Palestina tan pronto haciendo milagros como ultrajado y perseguido—más que más, cuando a los milagros tenía que suceder la cruz—y verle adorado y creído por toda la tierra, sin tener ya que sufrir nada de cuanto antes había sufrido. De ahí su orden ahora de que a nadie dijeran nada. Porque lo que una vez arraigó y luego se arranca, difícilmente hubiera vuelto a echar nuevamente raíces plantado en el alma de las gentes; en cambio, lo que una vez fijo sigue allí inconmovible, sin que de parte alguna se le haga daño, eso es lo que brota fácilmente y crece a mayor altura. Y es así que si quienes habían presenciado tantos milagros y a quienes se les habían revelado tan inefables misterios se escandalizaron de solo oír hablar de la cruz, y no sólo ellos en general, sino el mismo director de coro, que era Pedro, considerad qué hubiera naturalmente pasado a la muchedumbre si por un lado se les decía que Jesús era Hijo de Dios y por otro le veían crucificado y escupido, cuando nada sabían aún de estos misterios inefables ni habían recibido la gracia del Espíritu Santo. Porque si a sus mismos discípulos hubo de decirles Señor: Muchas cosas tengo aún que deciros, pero no las podéis comprender ahora”, mucho menos lo hubiera comprendido el pueblo si antes del tiempo conveniente se le hubiera revelado el más alto de todos los misterios. De ahí la prohibición del Señor de que nada dijeran sobre su filiación divina. Y porque os deis cuenta de cuán conveniente era que sólo después—pasado ya cuanto podía escandalizarlos—se les diera la plena enseñanza de tan alta verdad, miradlo por el mismo Pedro, príncipe de los apóstoles. Porque ese mismo Pedro que después de tantos milagros se mostró tan débil que negó a su maestro y tembló de una vil criadilla, una vez que la cruz fue delante y tuvo pruebas claras de la resurrección y nada había ya que pudiera escandalizarle ni turbarle; Pedro, digo, tan inconmoviblemente mantuvo la enseñanza del Espíritu Santo, que con más vehemencia que un león saltó en medio del pueblo judío, a despecho de los peligros infinitos de muerte que le amenazaban. Porque muchas cosas —les dice— tengo aún que deciros; pero no podéis comprenderlas ahora. Y es así que los apóstoles no comprendieron muchas cosas que el Señor les había dicho, y que no se les aclararon antes de la cruz. Cuando hubo resucitado, cayeron en la cuenta de algunas de ellas. Con razón, pues, les mandó que no las dijeran antes de la cruz a la muchedumbre, pues a ellos mismos, que las habían de enseñar, no se atrevió a encomendárselas todas antes de la cruz.
La primera predicción de la Pasión
Desde entonces empezó Jesús a manifestar a sus discípulos que era menester que É1 sufriera... Desde entonces. ¿Cuándo? Cuando había impreso en ellos el dogma de su filiación divina, cuando había introducido en la Iglesia las primicias de las naciones. Mas ni aun así entendieron su palabra. Era —dice otro evangelista— esta palabra escondida para ellos Y se hallaban como en tinieblas, no sabiendo que tenía Él que resucitar. De ahí que el Señor se detiene en lo desagradable y explana su discurso, a ver si logra abrirles la inteligencia y comprenden, en fin, lo que les quiere decir. Pero ellos no le entendieron, sino que aquella palabra era para ellos cosa oculta. Por añadidura, tenían miedo a preguntarle, no si había de morir, sino cómo y de qué manera moriría. ¿Qué misterio, pues, es éste? Que no sabían ni qué cosa fuera resucitar, y ellos creían que era mucho mejor no morir. De ahí nuevamente, cuando todos están turbados y perplejos, Pedro, ardiente siempre, es el único que se atreve a hablar de ello. Mas ni éste se atreve a hacerlo en público, sino tomando a Jesús aparte, es decir, separándose de sus compañeros. Entonces, le dice: Dios te libre, Señor, de que tal cosa te suceda. ¿Qué es esto? El que había gozado de una revelación, el que había sido proclamado bienaventurado, ¿cae tan rápidamente y se espanta de la pasión? ¿Y qué maravilla es que tal le sucediera a quien en esto no había recibido revelación alguna? Para que os deis cuenta cómo en la confesión del Señor no habló Pedro de su cosecha, mirad cómo en esto que no se le ha revelado se turba y sufre vértigo, y mil veces que oiga lo mismo, no sabe de qué se trata. Que Jesús era Hijo de Dios, lo supo; pero el misterio de la cruz y de la resurrección todavía no le había sido manifestado. Era ésta —dice el evangelista— palabra escondida para ellos. ¿Veis con cuánta razón mandó el Señor que no fuera manifestado a los otros? Porque si a quienes tenían necesidad de saberlo, de tal modo los perturbó, ¿qué les hubiera pasado a los demás? El Señor, empero, para hacer ver cuán lejos estaba de ir a la pasión contra su voluntad, no sólo reprendió a Pedro, sino que le llamó Satanás.
No nos avergoncemos de la Cruz del Señor
4. Oigan esto cuantos se avergüenzan de la pasión y de la cruz de Cristo. Porque si el Príncipe de los Apóstoles, aun antes de entender claramente este misterio, fue llamado Satanás por haberse avergonzado de él, ¿qué perdón pueden tener aquellos que, después de tan manifiesta demostración, niegan la economía de la cruz? Porque si el que así fue proclamado bienaventurado, si el que tan gloriosa confesión hizo, tal palabra hubo de oír, considerad lo que habrán de sufrir los que, después de todo eso, destruyen y anulan el misterio de la cruz. Y no le dijo el Señor a Pedro: “Satanás ha hablado por tu boca”, sino: Vete detrás de mí, Satanás. A la verdad, el deseo de Satanás era que Cristo no sufriera. De ahí la viveza con que el Señor reprende a Pedro, pues sabía muy bien que eso era lo que él y los otros más temían y la dificultad que tendrían en aceptarlo. De ahí también que descubra lo que su discípulo pensaba dentro de su alma, diciendo: No sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres.
¿Qué quiere decir: No sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres? Quiere decir que Pedro, examinando con razonamiento humano y terreno el asunto, juzgaba vergonzoso e indecoroso que Cristo padeciera. Mas el Señor, atacándole derechamente, le dice: “No es para mí indecoroso padecer. Eres tú más bien el que juzgas de ello con ideas carnales. Porque si hubieras oído mis palabras con sentido de Dios, libre de todo pensamiento carnal, hubieras comprendido que eso es para mí lo más decoroso. Tú piensas que el padecer es indigno de Mí; pero yo te digo que es intención diabólica que yo no padezca”. Así; con razones contrarias, trata el Señor de quitar a Pedro toda aquella angustia. A Juan, que tenía por indigno del Señor recibir de sus manos el bautismo, éste le persuadió que le bautizara, diciéndole: Así es conveniente para nosotros. Y al mismo Pedro, que se oponía a que le lavara los pies, le dijo: Si no te lavare los pies, no tienes parte conmigo. Así también ahora le contiene con razones contrarias, y con la viveza de la reprensión suprime todo el miedo que le inspiraba el padecer. Que nadie, pues, se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación, de la suma de todos los bienes, de aquello a que debemos la vida y el ser; llevemos más bien por todas partes, como una corona, la cruz de Cristo. Todo, en efecto, se consuma entre nosotros por la cruz. Cuando hemos de regenerarnos, allí está presente la cruz; cuando nos alimentamos de la mística comida; cuando se nos consagra ministros del altar; cuando quiera se cumple otro misterio alguno, allí está siempre este símbolo de victoria. De ahí el fervor con que lo inscribimos y dibujamos sobre nuestras casas, sobre las paredes, sobre las ventanas, sobre nuestra frente y sobre el corazón. Porque éste es el signo de nuestra salvación, el signo de la libertad del género humano, el signo de la bondad del Señor para con nosotros: Porque como oveja fue llevado al matadero”. Cuando te signes, pues, considera todo el misterio de la cruz y apaga en ti la ira y todas las demás pasiones. Cuando te signes, llena tu frente de grande confianza, haz libre tu alma. Sabéis muy bien qué es lo que nos procura la libertad. De ahí que Pablo, para 11evarnos a ello, quiero decir, a la libertad que a nosotros conviene, nos llevó por el recuerdo de la cruz y de la sangre del Señor: Por precio—dice—fuisteis comprados. No os hagáis esclavos de los hombres. Considerad—quiere decir—el precio que se pagó por vosotros y no os haréis esclavos de ningún hombre. Y precio llama el Apóstol a la cruz. No basta hacer simplemente con el dedo la señal de la cruz, antes hay que grabarla con mucha fe en nuestro corazón. Si de este modo la grabas en tu frente, ninguno de los impuros demonios podrá permanecer cerca de ti, contemplando el cuchillo con que fue herido, contemplando la espada que le infligió golpe mortal. Porque si a nosotros nos estremece la vista de los lugares en que se ejecuta a los criminales, considerad qué sentirán el diablo y sus demonios al contemplar el arma con que Cristo desbarató todo su poderío y cortó la cabeza del dragón. No os avergoncéis de bien tan grande, no sea que también Cristo se avergüence de vosotros cuando venga en su gloria y vaya delante el signo de la cruz más brillante que los rayos del sol. Porque, si, entonces aparecerá la cruz, y su vista será como una voz que defenderá la causa del Señor y probará que nada dejó Él por hacer de cuanto a Él le tocaba. Este signo, en tiempo de nuestros antepasados, como ahora, abrió las puertas cerradas, neutralizó los venenos mortíferos, anuló la fuerza de la cicuta, curó las mordeduras de las serpientes venenosas. Mas si él abrió las puertas del infierno y desplegó la bóveda del cielo y renovó la entrada del paraíso y cortó los nervios al diablo, ¿qué maravilla es que triunfe de los venenos mortíferos y de las fieras y de todo lo demás?
Termina el panegírico de la Cruz
5. Grabemos, pues, este signo en nuestro corazón y abracemos lo que constituye la salvación de nuestras almas. La cruz salvó y convirtió a la tierra entera, desterró el error, hizo volver la verdad, hizo de la tierra cielo y de los hombres ángeles. Por ella los demonios no son ya temibles, sino despreciables; ni la muerte es muerte sino sueño. Por ella yace por tierra y es pisoteado cuanto primero nos hacía la guerra. Si alguien, pues, te dijere: “¿Al crucificado adoras?”, contéstale con voz clara y alegre rostro: “No sólo le adoro, sino que jamás cesaré de adorarle”. Y si él se te ríe, llórale tú a él, pues está loco. Demos gracias al Señor de que nos ha hecho tales beneficios, que ni comprendidos pueden ser sin una revelación de lo alto. Porque si ese pobre gentil se ríe, es justamente porque el hombre animal no comprende las cosas del espíritu”. Lo mismo les pasa a los niños cuando ven algo grande y maravilloso. A los más sagrados misterios que lleves a un niño, se reirá. A tales niños se parecen los gentiles, o, por mejor decir, aún son ellos más necios, y por ello también más desgraciados, pues sin hallarse ya en la primera edad, sino en edad perfecta, sufren lo que es de niños pequeños,(De ahí que tampoco son dignos de perdón) Mas nosotros, con clara voz, levantando fuerte y alto nuestro grito, y con más libertad y franqueza si nos escuchan gentiles, digamos y proclamemos que toda nuestra gloria es la cruz, que ella es la suma de todos los bienes, nuestra confianza y nuestra corona toda Quisiera yo también poder decir con Pablo “que por ella el mando ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo”; pero no puedo decirlo, dominado como me veo por tan varias pasiones. Por eso yo os exhorto a vosotros, y, antes que a vosotros, a mí mismo, a crucificarnos para el mundo, a no tener nada de común con la tierra, sino a amar nuestra patria de arriba y la gloria y los bienes que allí nos esperan.
Somos soldados de Cristo
A la verdad, soldados somos del rey del cielo, y las armas espirituales nos hemos vestido, ¿A qué, pues, llevar una vida de tenderos o mendigantes o, por mejor decir, de viles gusanillos? Donde está el rey, allí debe también estar su soldado. Porque, sí, soldados somos, no de los que están lejos, sino de los que están cerca, Un rey de la tierra no puede hacer que todos sus soldados estén en su palacio ni a su lado; pero el rey del cielo quiere que todos los suyos estén junto a su trono real. –¿Y cómo es posible —me dirás— que, estando aún en la tierra, estemos ¡tinto al trono de Dios? —Porque también Pablo, aun estando en la tierra, estaba donde están los serafines y querubines y más cerca de Cristo que la escolta lo está del emperador. Los guardias muchas veces vuelven la vista a una y otra parte; pero al Apóstol nada le distraía, nada le apartaba, sino que todo su pensamiento lo tenía constantemente fijo en su rey Cristo. De suerte que, si queremos, también para nosotros es eso posible. Si el Señor estuviera en un lugar remoto, con razón tendrías dificultad; mas como Él asiste en todo momento al alma fervorosa y atenta, cerca está de nosotros. De ahí que dijera el profeta: No temeré mal alguno, porque tú estás conmigo 17. Y Dios mismo, a su vez: Yo soy un Dios cercano y no lejano. Así, pues, a la manera que los pecados nos alejan de Dios, así la justicia nos acerca a Él. Cuando tú estés aun hablando —dice—, yo diré: Fleme aquí. ¿Qué padre puede así escuchar jamás a sus hijos? ¿Qué madre está tan apercibida y siempre a punto, a ver si la llaman sus hijos? Nadie en absoluto; ni padre ni madre; sólo Dios está siempre esperando a ver si le invoca alguno de los suyos, y jamás, si le invocamos como debemos, deja de escucharnos. Por eso dice: Cuando aún estés hablando. No espero a que termines tu oración. Inmediatamente te escucho. Invoquémosle, pues, como Él quiere ser invocado. ¿Y cómo quiere ser invocado? Desata —dice— toda atadura de iniquidad; rompe las cuerdas de los contratos violentos, rasga toda escritura inicua. Rompe tu pan con el hambriento, y a los mendigos sin techo mételos en tu casa.. Si ves a un desnudo, vístele, y no mires con desdén a los que son de tu; propia sangre. Entonces romperá matinal: tu luz y tus curaciones brotarán rápidamente, y tu justicia caminará delante de ti, y la, gloria de Dios te vestirá. Entonces, tú me invocarás y yo te escucharé. Cuando tú estés aún hablando, yo diré: Heme aquí”. — ¿Y quién —me dices— podrá hacer todo eso? — ¿Y quién —te respondo— no lo puede? ¿Qué hay de difícil, qué hay de trabajoso en todo lo dicho?
¿Qué hay que no sea fácil? Es no sólo posible, sino tan fácil, que muchos hay que han pasado más allá de la meta, y no sólo rasgan toda escritura inicua, sino se desprenden hasta de sus propios bienes; no sólo admiten a su mesa y bajo su techo a los pobres, sino que les dan su propio sudor y trabajan para que ellos coman; y no sólo hacen beneficios a sus familiares, sino a sus mismos enemigos.
Las recompensas que se nos prometen hacen fácil lo que se nos manda
6. ¿Qué hay en absoluto difícil en las palabras citadas? No nos dice el profeta: “Traspasa las montañas, atraviesa el mar, cava tantas y tantas yugadas de tierra, permanece sin comer, vístete de saco”. No. Lo que nos manda es que demos a nuestros familiares, que repartamos nuestro pan, que rompamos las escrituras injustamente hechas. ¿Hay algo, dime, más fácil que todo eso? Mas si aun así te parece difícil, considera, te ruego, los premios que se nos prometen, y todo se te hará fácil. Porque al modo como los emperadores, en las carreras de caballos, ponen delante de los que van a competir coronas, premios y vestidos, así también Cristo nos pone en medio del estadio sus premios, que Él extiende como con muchas manos, por medio de las palabras del profeta.
Ahora bien, los emperadores, por muy emperadores que sean, como hombres, al fin, cuya riqueza se consume y cuya liberalidad se acaba, tienen interés en que lo poco aparezca como mucho; de ahí que, poniendo sendos premios en manos de cada uno de sus servidores, los sacan así a la pública vista. Todo lo contrario nuestro emperador. Como es infinitamente rico y nada hace por ostentación, todo lo reúne juntamente y así lo presenta al público; bienes que, extendidos, no tendrían límite alguno y necesitarían de muchas manos para retenerlos. Y para que te des cuenta de ello, examina con diligencia cada uno de esos bienes: Entonces romperá matinal tu luz. ¿No es así que, a primera vista, no hay aquí más que un don único? Pues no es único, sino dentro de sí lleva muchas otras recompensas, coronas y premios. Y, si os place, vamos a desplegar y mostrar, en cuanto cabe, toda la riqueza que en sí encierra. Sólo quisiera que no os cansarais. Y, ante todo, sepamos qué quiere decir: Romperá. Porque no dijo “parecerá”, sino: Romperá. Es que quería el Señor dar a entender la rapidez y abundancia con que brotará la luz, y cuán ardientemente desea Él nuestra salvación, y cómo los mismos bienes sienten como dolor de parto y se dan prisa para salir, sin que haya nada capaz de detener su ímpetu inefable, Por todos estos modos nos da Él a entender su generosidad y la abundancia sin límites de su riqueza.
¿Y qué quiere decir matinal? Quiere decir que esos bienes no nos llegan después de haber pasado nosotros por las pruebas y tentaciones, no después de la acometida de los males, sino adelantándose a todo eso. Como un fruto que madura antes de tiempo, así sucede aquí, dándonos nuevamente a entender la rapidez, como anteriormente dijo: Cuando aún estés tú hablando, yo diré: Heme aquí. ¿Y de qué luz nos habla? ¿Qué especie de luz es ésa? No de esta sensible, sino de otra mucho mejor, la luz que nos hace ver el cielo y los ángeles y los arcángeles y los querubines y serafines, los principados, las potestades, los tronos, las dominaciones, todo el ejército entero, los regios palacios y las tiendas eternas. Si de aquella luz te hicieres digno, no sólo verás todo esto, sino que te librarás del infierno, y del gusano venenoso, y del rechinar de dientes y de las cadenas irrompibles, y de la angustia y de la tribulación y de las tinieblas sin luz y de ser partido por medio, y de los ríos de fuego y de la maldición y de los parajes del dolor. En cambio, irás a otros de donde huyó el dolor y la tristeza; donde reina alegría y paz inmensa y caridad y gozo y placer; donde la vida es eterna y la gloria inefable y la belleza inexplicable. Allí los eternos tabernáculos, allí la gloria inefable del rey y aquellos bienes que ni ojo vio ni oído oyó ni a corazón de hombre llegaron. Allí la espiritual cámara nupcial, los tálamos de los cielos, las vírgenes con sus lámparas encendidas y los convidados con su ropa de bodas. Allí las riquezas infinitas del Señor y sus tesoros regios. ¿Ves cuán grandes premios nos quiso mostrar en una sola palabra y cómo todo lo amontonó en uno? Por modo semejante, desplegando cada una de las otras expresiones, hallaríamos riqueza inmensa y un océano sin fondo.
Exhortación final: pasemos por todo a trueque de alcanzar tan grandes bienes
¿Todavía, pues, daremos largas; todavía, decidme, vacilaremos en socorrer a los necesitados? No, yo os lo suplico. Aun cuando hubiéramos de perderlo todo, aun cuando tuviéramos que arrojarnos al fuego y romper por entre espadas y saltar por encima de cuchillos y sufrir cualquier otra cosa, soportémoslo todo fácilmente, a fin de alcanzar la vestidura del reino de los cielos y su gloria inefable. La cual ojalá todos logremos, por la gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
(Homilías sobre San Mateo, Homilía 54, Ed. BAC, Madrid, 1966, pp. 137-156)
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FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilías en Santa Marta
Ángelus 2015
Jesús nos invita a perder la propia vida por Él
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús que, en camino hacia Cesarea de Filipo, interroga a los discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Mc 8, 27). Ellos respondieron lo que decía la gente: algunos lo consideran Juan el Bautista, redivivo, otros Elías o uno de los grandes profetas. La gente apreciaba a Jesús, lo consideraba un «enviado de Dios», pero no lograba aún reconocerlo como el Mesías, el Mesías preanunciado y esperado por todos. Jesús mira a los apóstoles y pregunta una vez más: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 29). Esta es la pregunta más importante, con la que Jesús se dirige directamente a aquellos que lo han seguido, para verificar su fe. Pedro, en nombre de todos, exclama con naturalidad: «Tú eres el Mesías» (v. 29). Jesús queda impresionado con la fe de Pedro, reconoce que ésta es fruto de una gracia, de una gracia especial de Dios Padre. Y entonces revela abiertamente a los discípulos lo que le espera en Jerusalén, es decir, que “el Hijo del hombre tiene que padecer mucho… ser ejecutado y resucitar a los tres días» (v. 31).
Al escuchar esto, el mismo Pedro, que acaba de profesar su fe en Jesús como Mesías, se escandaliza. Llama aparte al Maestro y lo reprende Y, ¿cómo reacciona Jesús? A su vez increpa a Pedro por esto, con palabras muy severas: «¡Aléjate de mí, Satanás!» —le dice Satanás— «tú piensas como los hombres, no como Dios» (v. 33). Jesús se da cuenta de que en Pedro, como en los demás discípulos —¡también en cada uno de nosotros!— a la gracia del Padre se opone la tentación del Maligno, que quiere apartarnos de la voluntad de Dios. Anunciando que deberá sufrir y ser condenado a muerte para después resucitar, Jesús quiere hacer comprender a quienes lo siguen que Él es un Mesías humilde y servidor. Él es el Siervo obediente a la palabra y a la voluntad del Padre, hasta el sacrificio completo de su propia vida. Por esto, dirigiéndose a toda la multitud que estaba allí, declara que quien quiere ser su discípulo debe aceptar ser siervo, como Él se ha hecho siervo, y advierte: «El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (v. 34).
Seguir a Jesús significa tomar la propia cruz —todos la tenemos…— para acompañarlo en su camino, un camino incómodo que no es el del éxito, de la gloria pasajera, sino el que conduce a la verdadera libertad, que nos libera del egoísmo y del pecado. Se trata de realizar un neto rechazo de esa mentalidad mundana que pone el propio «yo» y los propios intereses en el centro de la existencia: ¡eso no es lo que Jesús quiere de nosotros! Por el contrario, Jesús nos invita a perder la propia vida por Él, por el Evangelio, para recibirla renovada, realizada, y auténtica. Podemos estar seguros, gracias a Jesús, que este camino lleva, al final, a la resurrección, a la vida plena y definitiva con Dios. Decidir seguirlo a Él, nuestro Maestro y Señor que se ha hecho Siervo de todos, exige caminar detrás de Él y escucharlo atentamente en su Palabra —acordaos de leer todos los días un pasaje del Evangelio— y en los Sacramentos.
Hay jóvenes aquí, en la plaza: chicos y chicas. Yo os pregunto: ¿habéis sentido ganas de seguir a Jesús más de cerca? Pensad. Rezad. Y dejad que el Señor os hable.
Que la Virgen María, que ha seguido a Jesús hasta el Calvario, nos ayude a purificar siempre nuestra fe de falsas imágenes de Dios, para adherirnos plenamente a Cristo y a su Evangelio.
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Ángelus 2018
El amor cambia todo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el pasaje evangélico de hoy (cf. Marcos 8, 27-35) vuelve la pregunta que atraviesa todo el Evangelio de Marcos: ¿Quién es Jesús? Pero esta vez es Jesús mismo quien la hace a los discípulos, ayudándolos gradualmente a afrontar el interrogativo sobre su identidad. Antes de interpelarlos directamente, a los Doce, Jesús quiere escuchar de ellos qué piensa de Él la gente y sabe bien que los discípulos son muy sensibles a la popularidad del Maestro. Por eso, pregunta: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (v. 27) De ahí emerge que Jesús es considerado por el pueblo como un gran profeta. Pero, en realidad, a Él no le interesan los sondeos de las habladurías de la gente. Tampoco acepta que sus discípulos respondan a sus preguntas con fórmulas prefabricadas, citando a personajes famosos de la Sagrada Escritura, porque una fe que se reduce a las fórmulas es una fe miope.
El Señor quiere que sus discípulos de ayer y de hoy establezcan con Él una relación personal, y así lo acojan en el centro de sus vidas. Por este motivo los exhorta a ponerse con toda la verdad ante sí mismos y les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 29). Jesús, hoy, nos vuelve a dirigir esta pregunta tan directa y confidencial a cada uno de nosotros: «¿Tú quién dices que soy? ¿Vosotros quién decís que soy? ¿Quién soy yo para ti?». Cada uno de nosotros está llamado a responder, en su corazón, dejándose iluminar por la luz que el Padre nos da para conocer a su Hijo Jesús. Y puede sucedernos a nosotros lo mismo que le sucedió a Pedro, y afirmar con entusiasmo: «Tú eres el Cristo».
Cuando Jesús les dice claramente aquello que dice a los discípulos, es decir, que su misión se cumple no en el amplio camino del triunfo, sino en el arduo sendero del Siervo sufriente, humillado, rechazado y crucificado, entonces puede sucedernos también a nosotros como a Pedro, y protestar y rebelarnos porque eso contrasta con nuestras expectativas, con las expectativas mundanas. En esos momentos, también nosotros nos merecemos el reproche de Jesús: «¡Quítate de mi vista, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (v. 33).
Hermanos y hermanas, la profesión de fe en Jesucristo no puede quedarse en palabras, sino que exige una auténtica elección y gestos concretos, de una vida marcada por el amor de Dios, de una vida grande, de una vida con tanto amor al prójimo. Jesús nos dice que, para seguirle, para ser sus discípulos, se necesita negarse a uno mismo (cf. v. 34), es decir, los pretextos del propio orgullo egoísta y cargar con la cruz. Después da a todos una regla fundamental. ¿Y cuál es esta regla? «Quien quiera salvar su vida, la perderá». A menudo, en la vida, por muchos motivos, nos equivocamos de camino, buscando la felicidad solo en las cosas o en las personas a las que tratamos como cosas. Pero la felicidad la encontramos solamente cuando el amor, el verdadero, nos encuentra, nos sorprende, nos cambia. ¡El amor cambia todo! Y el amor puede cambiarnos también a nosotros, a cada uno de nosotros. Lo demuestran los testimonios de los santos.
Que la Virgen María, que ha vivido su fe siguiendo fielmente a su Hijo Jesús, nos ayude también a nosotros a caminar en su camino, gastando generosamente nuestra vida por Él y por los hermanos.
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El árbol de la cruz
14 de septiembre de 2013
Historia del hombre e historia de Dios se entrecruzan en la cruz. Una historia esencialmente de amor. Un misterio inmenso, que por nosotros solos no podemos comprender. ¿Cómo “probar esa miel de áloe, esa dulzura amarga del sacrificio de Jesús”? El Papa Francisco indicó el modo el sábado, 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, durante la misa matutina.
Comentando las lecturas del día, tomadas de la carta a los Filipenses (Flp 2, 6-11) y del Evangelio de Juan (Jn 3, 13-17), el Pontífice dijo que es posible comprender “un poquito” el misterio de la cruz “de rodillas, en la oración”, pero también con “las lágrimas”. Es más, son precisamente las lágrimas las que “nos acercan a este misterio”. En efecto, “sin llorar”, sobre todo sin “llorar en el corazón, jamás entenderemos este misterio”. Es el “llanto del arrepentido, el llanto del hermano y de la hermana que mira tantas miserias humanas y las mira también en Jesús, de rodillas y llorando”. Y, sobre todo, evidenció el Papa, “¡jamás solos!”. Para entrar en este misterio que “no es un laberinto, pero se le parece un poco”, tenemos siempre “necesidad de la Madre, de la mano de la mamá”. Que María –añadió– “nos haga sentir cuán grande y cuán humilde es este misterio, cuán dulce como la miel y cuán amargo como el áloe”.
Los padres de la Iglesia, como recordó el Papa, “comparaban siempre el árbol del Paraíso con el del pecado. El árbol que da el fruto de la ciencia, del bien, del mal, del conocimiento, con el árbol de la cruz”. El primer árbol “había hecho mucho mal”, mientras que el árbol de la cruz “nos lleva a la salvación, a la salud, perdona aquel mal”. Este es “el itinerario de la historia del hombre”. Un camino que permite “encontrar a Jesucristo Redentor, que da su vida por amor”. Un amor que se manifiesta en la economía de la salvación, como recordó el Santo Padre, según las palabras del evangelista Juan. Dios –dijo el Papa– “no envió al Hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que el mundo sea salvado por medio de Él”. ¿Y cómo nos salvó? “Con este árbol de la cruz”. A partir del otro árbol comenzaron “la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia de querer conocer todo según nuestra mentalidad, según nuestros criterios, también según la presunción de ser y llegar a ser los únicos jueces del mundo”. Esta –prosiguió– “es la historia del hombre”. En el árbol de la cruz, en cambio, está la historia de Dios, quien “quiso asumir nuestra historia y caminar con nosotros”.
Es justamente en la primera lectura que el apóstol Pablo “resume en pocas palabras toda la historia de Dios: Jesucristo, aun siendo de la condición de Dios, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios”. Sino que –explicó– “se despojó de sí mismo, asumiendo una condición de siervo, hecho semejante a los hombres”. En efecto Cristo “se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”. Es tal “el itinerario de la historia de Dios”. ¿Y por qué lo hace?, se preguntó el Obispo de Roma. La respuesta se encuentra en las palabras de Jesús a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Dios –concluyó el Papa– “realiza este itinerario por amor; no hay otra explicación”.
Por el camino de Jesús
27 de septiembre de 2013
La elección es “ser cristianos del bienestar” o “cristianos que siguen a Jesús”. Los cristianos del bienestar son los que piensan que tienen todo si tienen la Iglesia, los sacramentos, los santos... Los otros son los cristianos que siguen a Jesús hasta el fondo, hasta la humillación de la cruz, y soportan serenamente esta humillación. Es, en síntesis, la reflexión propuesta por el Papa Francisco en la mañana del 27 de septiembre, en la homilía de la misa celebrada en la capilla de Santa Marta.
El Santo Padre enlazó con lo que había dicho la víspera respecto a los diversos modos para conocer a Jesús: “Con la inteligencia –recordó hoy–, con el catecismo, con la oración y en el seguimiento”. Y aludió a la pregunta que está en el origen de esta búsqueda del conocer a Jesús: “¿Pero quién es éste?”. En cambio hoy “es Jesús quien hace la pregunta “, así como es relatado por Lucas en el pasaje del Evangelio del día (Lc 9, 18-22). La de Jesús, como observó el Pontífice, es una pregunta que de ser general –“¿Quién dice la gente que soy yo?”– se transforma en una pregunta dirigida particularmente a personas específicas, en este caso a los apóstoles: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta pregunta –prosiguió– “se dirige también a nosotros en este momento en el que el Señor está entre nosotros, en esta celebración, en su Palabra, en la Eucaristía sobre el altar, en su sacrificio. Y hoy a cada uno de nosotros pregunta: ¿pero para ti quién soy yo? ¿El dueño de esta empresa? ¿Un buen profeta? ¿Un buen maestro? ¿Uno que te hace bien al corazón? ¿Uno que camina contigo en la vida, que te ayuda a ir adelante, a ser un poco bueno? Sí, es todo verdad, pero no acaba ahí”, porque “ha sido el Espíritu Santo el que toca el corazón de Pedro y le hace decir quién era Jesús: Eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo “. Quien de nosotros –siguió explicando el Pontífice– “en su oración mirando el sagrario dice al Señor: tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”, debe saber dos cosas. La primera es que “no puede decirlo solo: debe ser el Espíritu Santo quien lo diga en él”. La segunda es que debe prepararse “porque Él te responderá”.
El Santo Padre se detuvo entonces a describir las diversas actitudes que un cristiano puede asumir: quien le siga hasta cierto punto, quien sin embargo le siga hasta el fondo. El peligro que se corre –advirtió– es el de ceder “a la tentación del bienestar espiritual”, o sea, de pensar que tenemos todo: la Iglesia, Jesucristo, los sacramentos, la Virgen, y por lo tanto no debemos buscar ya nada. Si pensamos así “somos buenos, todos, porque al menos debemos pensar esto; si pensamos lo contrario es pecado”. Pero esto “no basta. El bienestar espiritual –apuntó el Papa– es hasta cierto punto”. Lo que falta para ser cristiano de verdad es “la unción de la cruz, la unción de la humillación. Él se humilló hasta la muerte, y una muerte de cruz. Éste es el punto de comparación, la verificación de nuestra realidad cristiana. ¿Soy un cristiano de cultura del bienestar o soy un cristiano que acompaña al Señor hasta la cruz?”. Para entender si somos los que acompañan a Jesús hasta la cruz la señal adecuada “es la capacidad de soportar las humillaciones. El cristiano que no está de acuerdo con este programa del Señor es un cristiano a medio camino: un tibio. Es bueno, hace cosas buenas”, pero sigue sin soportar las humillaciones y preguntándose: “¿por qué a éste sí y a mí no? La humillación yo no. ¿Y por qué sucede esto y a mí no? ¿Y por qué a éste le hacen monseñor y a mí no?”.
“Pensemos en Santiago y Juan –continuó– cuando pedían al Señor el favor de las honorificencias. No sabéis, no entendéis nada, les dice el Señor. La elección es clara: el Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los sumos sacerdotes y por los escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.
“¿Y todos nosotros? Queremos que se realice el final de este párrafo. Todos queremos resucitar al tercer día. Es bueno, es bueno, debemos querer esto”. Pero no todos –dijo el Papa– para alcanzar el objetivo están dispuestos a seguir este camino, el camino de Jesús: consideran que es un escándalo si se les hace algo que piensan que es un error, y se lamentan de ello. Así que la señal para entender “si un cristiano es un cristiano de verdad” es “su capacidad de llevar con alegría y con paciencia las humillaciones”. Esto es “algo que no gusta”, subrayó finalmente el Papa Francisco; y, sin embargo, “hay muchos cristianos que, contemplando al Señor, piden humillaciones para asemejarse más a Él”.
El temor a la Cruz
28 de septiembre de 2013
La cruz da miedo. Pero seguir a Jesús significa inevitablemente aceptar la cruz que se presenta a cada cristiano. Y a la Virgen -que sabe, por haberlo vivido, cómo se está junto a la cruz- debemos pedirle la gracia de no huir de la cruz, incluso si tenemos miedo. Es la reflexión propuesta por el Papa Francisco el sábado 28 de septiembre.
Comentando el texto litúrgico de Lucas (Lc 9, 43-45), el Santo Padre recordó que en el tiempo del relato del evangelista “Jesús estaba ocupado en muchas actividades y todos estaban admirados por todas las cosas que hacía. Era el líder de ese momento. Toda Judea, Galilea y Samaría hablaba de Él. Y Jesús, tal vez en el momento en el que los discípulos se alegraban de ello, les dijo: Fijaos bien en la mente estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”.
En el momento del triunfo, hizo notar el Papa, Jesús anuncia en cierto modo su Pasión. Los discípulos, sin embargo, estaban tan absorbidos por el clima de fiesta “que no comprendieron estas palabras; seguían siendo para ellos tan misteriosas que no captaban el sentido”. Y, prosiguió, “no pidieron explicaciones. El Evangelio dice: tenían miedo de interrogarle sobre esto”. Mejor no hablar de ello. Mejor “no comprender la verdad”. Tenían miedo a la cruz.
En verdad, también Jesús le tenía miedo; pero “Él -explicó el Pontífice- no podía engañarse. Él sabía. Y era tanto el miedo que esa tarde del jueves sudó sangre”. Incluso le pidió a Dios: “Padre aleja de mí este cáliz”; pero, agregó, “que se cumpla tu voluntad. Y esta es la diferencia. La cruz nos da miedo”.
Esto es también lo que sucede cuando nos comprometemos en el testimonio del Evangelio, en el seguimiento de Jesús. “Estamos todos contentos”, hizo notar el Papa, pero no nos preguntamos más, no hablamos de la cruz. Sin embargo, continuó, como existe la “regla que el discípulo no es más que el maestro” -una regla, precisó, que se respeta- existe también la regla por la que “no hay redención sin derramamiento de sangre”. Y “no hay trabajo apostólico fecundo sin la cruz”. Cada uno de nosotros, explicó, “puede tal vez pensar: ¿a mí qué me sucederá? ¿Cómo será mi cruz? No lo sabemos, pero estará y debemos pedir la gracia de no huir de la cruz cuando llegue. Cierto, nos da miedo, pero el seguimiento de Jesús acaba precisamente allí. Me vienen a la mente las palabras de Jesús a Pedro en aquella coronación pontificia: “¿Me amas? Apacienta... ¿Me amas? Apacienta... ¿Me amas? Apacienta “. (cf. Jn 21, 15-19). Y “las últimas palabras eran las mismas: te llevarán allí donde tú no quieres ir. Era el anuncio de la cruz”.
Es precisamente por esto -dijo como conclusión el Santo Padre, volviendo al pasaje evangélico de la liturgia - que “los discípulos tenían miedo a interrogarle. Muy cerca de Jesús, en la cruz, estaba su madre. Tal vez hoy, el día en el que la invocamos, será bueno pedirle la gracia de que no se nos quite el temor, porque eso debe estar presente. Pidámosle la gracia de no huir de la cruz. Ella estaba allí y sabe cómo se debe estar cerca de la cruz”.
El estilo cristiano
6 de marzo de 2014
El redescubrimiento de la fecundidad de una vida según el estilo cristiano es la propuesta del Papa Francisco para la Cuaresma. Habló de ello el jueves 6 de marzo durante la celebración de la misa en Santa Marta. Al comentar el pasaje del evangelio de Lucas (Lc 9, 22-25) propuesto por la liturgia, el Pontífice lo presentó como una reflexión relacionada con la narración del joven rico, que quería seguir a Jesús, “pero que después se alejó entristecido porque tenía mucho dinero y estaba muy apegado para renunciar a él”. Y Jesús también habló del “riesgo de tener tanto dinero”, terminando con un mensaje preciso: “No se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero”.
Al inicio de la Cuaresma, la Iglesia “nos hace leer, nos hace escuchar este mensaje”, dijo el Pontífice. Un mensaje que -afirmó- “podríamos titularlo el estilo cristiano: “Si alguien quiere seguirme, es decir, ser cristiano, ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Porque Él, Jesús, fue el primero en recorrer este camino”. El obispo de Roma volvió a proponer las palabras del evangelio de Lucas: “El Hijo del hombre tenía que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Nosotros “no podemos pensar en la vida cristiana –especificó– fuera de este camino, de este camino que Él recorrió primero”. Es “el camino de la humildad, incluso de la humillación, de la negación de sí mismo”, porque “el estilo cristiano sin cruz no es de ninguna manera cristiano”, y “si la cruz es una cruz sin Jesús, no es cristiana”.
Asumir un estilo de vida cristiano significa, pues, “tomar la cruz con Jesús e ir adelante”. Cristo mismo nos mostró este estilo negándose a sí mismo. Él, aun siendo igual a Dios –observó el Pontífice–, no se glorió de ello, no lo consideró “un bien irrenunciable, sino que se humilló a sí mismo” y se hizo “siervo por todos nosotros”.
Este es el estilo de vida que “nos salvará, nos dará alegría y nos hará fecundos, porque este camino que lleva a negarse a sí mismo está hecho para dar vida; es lo contrario del camino del egoísmo”, es decir, “el que lleva a sentir apego a todos los bienes solo para sí”. En cambio, este es un camino “abierto a los demás, porque es el mismo que recorrió Jesús”. Por lo tanto, es un camino “de negación de sí para dar vida. El estilo cristiano está precisamente en este estilo de humildad, de docilidad, de mansedumbre. Quien quiera salvar su vida, la perderá. En el Evangelio, Jesús repite esta idea. Recordad cuando habla del grano de trigo: si esta semilla no muere, no puede dar fruto” (cf. (Jn 12, 24).
Se trata de un camino que hay que recorrer “con alegría, porque –explicó el Papa– Él mismo nos da la alegría. Seguir a Jesús es alegría”. Pero es necesario seguirlo con su estilo -insistió-, “y no con el estilo del mundo”, haciendo lo que cada uno puede: lo que importa es hacerlo “para dar vida a los demás, no para dar vida a uno mismo. Es el espíritu de generosidad”. Entonces, el camino a seguir es éste: “Humildad, servicio, ningún egoísmo, sin sentirse importante o adelantarse a los demás como una persona importante. ¡Soy cristiano...!”. Con este propósito, el Papa Francisco citó la imitación de Cristo, subrayando que “nos da un consejo bellísimo: ama nesciri et pro nihilo reputari, “ama pasar desapercibido y ser considerado una nulidad”“. Es la humildad cristiana. Es lo que Jesús hizo antes”.
“Pensemos en Jesús que está delante de nosotros –prosiguió–, que nos guía por ese camino. Ésta es nuestra alegría y ésta es nuestra fecundidad: ir con Jesús. Otras alegrías no son fecundas, piensan solamente, como dice el Señor, en ganar el mundo entero, pero al final se pierde y se arruina a sí mismo”. Por eso, “al inicio de la Cuaresma –fue su invitación conclusiva– pidamos al Señor que nos enseñe este estilo cristiano de servicio, de alegría, de negación de nosotros mismos y de fecundidad con Él, como Él la quiere”.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2009 y Homilía 2012
Ángelus 2009
Jesús no vino a enseñarnos una filosofía, sino a mostrarnos una senda
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo la Palabra de Dios nos interpela con dos cuestiones cruciales que resumiría así: “¿Quién es para ti Jesús de Nazaret?”. Y a continuación: “¿Tu fe se traduce en obras o no?”. El primer interrogante lo encontramos en el Evangelio de hoy, cuando Jesús pregunta a sus discípulos: “Vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mc 8, 29). La respuesta de Pedro es clara e inmediata: “Tú eres el Cristo”, esto es, el Mesías, el consagrado de Dios enviado a salvar a su pueblo. Así pues, Pedro y los demás Apóstoles, a diferencia de la mayor parte de la gente, creen que Jesús no es sólo un gran maestro o un profeta, sino mucho más. Tienen fe: creen que en él está presente y actúa Dios. Inmediatamente después de esta profesión de fe, sin embargo, cuando Jesús por primera vez anuncia abiertamente que tendrá que padecer y morir, el propio Pedro se opone a la perspectiva de sufrimiento y de muerte. Entonces Jesús tiene que reprocharle con fuerza para hacerle comprender que no basta creer que él es Dios, sino que, impulsados por la caridad, es necesario seguirlo por su mismo camino, el de la cruz (cf. Mc 8, 31-33). Jesús no vino a enseñarnos una filosofía, sino a mostrarnos una senda; más aún, la senda que conduce a la vida.
Esta senda es el amor, que es la expresión de la verdadera fe. Si uno ama al prójimo con corazón puro y generoso, quiere decir que conoce verdaderamente a Dios. En cambio, si alguien dice que tiene fe, pero no ama a los hermanos, no es un verdadero creyente. Dios no habita en él. Lo afirma claramente Santiago en la segunda lectura de la misa de este domingo: “La fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (St 2, 17). Al respecto me agrada citar un escrito de san Juan Crisóstomo, uno de los grandes Padres de la Iglesia que el calendario litúrgico nos invita hoy a recordar. Justamente comentando el pasaje citado de la carta de Santiago, escribe: “Uno puede incluso tener una recta fe en el Padre y en el Hijo, como en el Espíritu Santo, pero si carece de una vida recta, su fe no le servirá para la salvación. Así que cuando lees en el Evangelio: “Esta es la vida eterna: que te conozcan ti, el único Dios verdadero” (Jn 17, 3), no pienses que este versículo basta para salvarnos: se necesitan una vida y un comportamiento purísimos” (cit. en J.A. Cramer, Catenae graecorum Patrum in N.T., vol. VIII: In Epist. Cath. et Apoc., Oxford 1844).
Queridos amigos, mañana celebraremos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, y al día siguiente la Virgen de los Dolores. La Virgen María, que creyó en la Palabra del Señor, no perdió su fe en Dios cuando vio a su Hijo rechazado, ultrajado y crucificado. Antes bien, permaneció junto a Jesús, sufriendo y orando, hasta el final. Y vio el alba radiante de su Resurrección. Aprendamos de ella a testimoniar nuestra fe con una vida de humilde servicio, dispuestos a sufrir en carne propia por permanecer fieles al Evangelio de la caridad y de la verdad, seguros de que nada de cuanto hagamos se pierde.
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Homilía de la Misa en Beirut, 16 de septiembre de 2012
Decidirse a seguir a Jesús, es tomar su Cruz
Queridos hermanos y hermanas:
«Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1,3). Bendito sea en este día en el que tengo la alegría de estar aquí con vosotros, en el Líbano, para entregar a los obispos de la región la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Medio Oriente.Agradezco cordialmente a Su Beatitud Bechara Boutros Raï sus amables palabras de bienvenida. Saludo a los demás patriarcas y obispos de las iglesias orientales, a los obispos latinos de las regiones vecinas, así como a los cardenales y obispos procedentes de otros países. Os saludo a todos con gran afecto, queridos hermanos y hermanas del Líbano, así como a los de los países de toda esta querida región de Oriente Medio, que han venido para celebrar, con el Sucesor de Pedro, a Jesucristo crucificado, muerto y resucitado. Saludo con deferencia también al Presidente de la República y a las autoridades libanesas, a los responsables y miembros de otras tradiciones religiosas que han tenido a bien estar presentes aquí esta mañana.
En este domingo en el que Evangelio nos interroga sobre la verdadera identidad de Jesús, henos aquí con los discípulos por la senda que conduce a los pueblos de la región de Cesarea de Filipo. «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,29), les preguntó Jesús. El momento elegido para plantear esta cuestión tiene un significado. Jesús se encuentra en un momento decisivo de su existencia. Sube hacia Jerusalén, hacia el lugar donde, por la cruz y la resurrección, se cumplirá el acontecimiento central de nuestra salvación. Jerusalén es también donde, al final de estos acontecimientos, nacerá la Iglesia. Y cuando, en ese momento decisivo, Jesús pregunta primero a sus seguidores: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Mc 8,27), las respuestas que le dan son muy diferentes: Juan el Bautista, Elías, un profeta. También hoy, como a lo largo de los siglos, aquellos, que de una u otra manera, han encontrado a Jesús en su camino, ofrecen sus respuestas. Éstas son aproximaciones que pueden permitir encontrar el camino de la verdad. Pero, aunque no sean necesariamente falsas, siguen siendo insuficientes, pues no llegan al corazón de la identidad de Jesús. Sólo quien se compromete a seguirlo en su camino, a vivir en comunión con él en la comunidad de los discípulos, puede tener un conocimiento verdadero. Entonces es cuando Pedro, que desde hacía algún tiempo había vivido con Jesús, dará su respuesta: «Tú eres el Mesías» (Mc 8,29). Respuesta acertada sin duda alguna, pero aún insuficiente, puesto que Jesús advirtió la necesidad de precisarla. Se percataba de que la gente podría utilizar esta respuesta para propósitos que no eran los suyos, para suscitar falsas esperanzas terrenas sobre él. Y no se deja encerrar sólo en los atributos del libertador humano que muchos esperan.
Al anunciar a sus discípulos que él deberá sufrir y ser ajusticiado antes de resucitar, Jesús quiere hacerles comprender quién es de verdad. Un Mesías sufriente, un Mesías servidor, no un libertador político todopoderoso. Él es siervo obediente a la voluntad de su Padre hasta entregar su vida. Es lo que anunciaba ya el profeta Isaías en la primera lectura. Así, Jesús va contra lo que muchos esperaban de él. Su afirmación sorprende e inquieta. Y eso explica la réplica y los reproches de Pedro, rechazando el sufrimiento y la muerte de su maestro. Jesús se muestra severo con él, y le hace comprender que quien quiera ser discípulo suyo, debe aceptar ser un servidor, como él mismo se ha hecho siervo.
Decidirse a seguir a Jesús, es tomar su Cruz para acompañarle en su camino, un camino arduo, que no es el del poder o el de la gloria terrena, sino el que lleva necesariamente a la renuncia de sí mismo, a perder su vida por Cristo y el Evangelio, para ganarla. Pues se nos asegura que este camino conduce a la resurrección, a la vida verdadera y definitiva con Dios. Optar por acompañar a Jesucristo, que se ha hecho siervo de todos, requiere una intimidad cada vez mayor con él, poniéndose a la escucha atenta de su Palabra, para descubrir en ella la inspiración de nuestras acciones. Al promulgar el Año de la fe, que comenzará el próximo 11 de octubre, he querido que todo fiel se comprometa de forma renovada en este camino de conversión del corazón. A lo largo de todo este año, os animo vivamente, pues, a profundizar vuestra reflexión sobre la fe, para que sea más consciente, y para fortalecer vuestra adhesión a Jesucristo y su evangelio.
Hermanos y hermanas, el camino por el que Jesús nos quiere llevar es un camino de esperanza para todos. La gloria de Jesús se revela en el momento en que, en su humanidad, él se manifiesta el más frágil, especialmente después de la encarnación y sobre la cruz. Así es como Dios muestra su amor, haciéndose siervo, entregándose por nosotros. ¿Acaso no es esto un misterio extraordinario, a veces difícil de admitir? El mismo apóstol Pedro lo comprenderá sólo más tarde.
En la segunda lectura, Santiago nos ha recordado cómo este seguir a Jesús, para ser auténtico, exige actos concretos: «Yo con mis obras, te mostraré la fe» (2,18). Servir es una exigencia imperativa para la Iglesia y, para los cristianos, el ser verdaderos servidores, a imagen de Jesús. El servicio es un elemento fundacional de la identidad de los discípulos de Cristo (cf. Jn 13,15-17). La vocación de la Iglesia y del cristiano es servir, como el Señor mismo lo ha hecho, gratuitamente y a todos, sin distinción. Por tanto, en un mundo donde la violencia no cesa de extender su rastro de muerte y destrucción, servir a la justicia y la paz es una urgencia, para comprometerse en aras de una sociedad fraterna, para fomentar la comunión. Queridos hermanos y hermanas, imploro particularmente al Señor que conceda a esta región de Oriente Medio servidores de la paz y la reconciliación, para que todos puedan vivir pacíficamente y con dignidad. Es un testimonio esencial que los cristianos deben dar aquí, en colaboración con todas las personas de buena voluntad. Os hago un llamamiento a todos a trabajar por la paz. Cada uno como pueda y allí dónde se encuentre.
El servicio debe entrar también en el corazón de la vida misma de la comunidad cristiana. Todo ministerio, todo cargo en la Iglesia, es ante todo un servicio a Dios y a los hermanos. Éste es el espíritu que debe reinar entre todos los bautizados, en particular con un compromiso efectivo para con los pobres, los marginados y los que sufren, para salvaguardar la dignidad inalienable de cada persona.
Queridos hermanos y hermanas que sufrís en el cuerpo o en el corazón, vuestro dolor no es inútil. Cristo servidor está cercano a todos los que sufren. Él está a vuestro lado. Que os encontréis en vuestro camino con hermanos y hermanas que manifiesten concretamente su presencia amorosa, que no os abandonará. Que Cristo os colme de esperanza.
Y todos vosotros, hermanos y hermanas, que habéis venido para participar en esta celebración, tratad de configuraros siempre con el Señor Jesús, con él, que se ha hecho servidor de todos para la vida del mundo. Que Dios bendiga al Líbano, que bendiga a todos los pueblos de esta querida región del Medio Oriente y les conceda el don de su paz. Amén.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
La descripción del Mesías viene revelada en los cantos del Siervo
713. Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (cf. Is 42, 1-9; cf. Mt 12, 18-21; Jn 1, 32-34; después Is 49, 1-6; cf. Mt 3, 17; Lc 2, 32, y en fin Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra “condición de esclavos” (Flp 2, 7). Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.
714. Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2):
El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido.
Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva,
a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor.
715. Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y de la fidelidad” (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21).Según estas promesas, en los “últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.
716. El Pueblo de los “pobres” (cf. So 2, 3; Sal 22, 27; 34, 3; Is 49, 13; 61, 1; etc.), los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, todo esto es, finalmente, la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas para preparar la venida de Cristo. Esta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor “un pueblo bien dispuesto” (cf. Lc 1, 17).
Jesús sufrió y murió por nuestra salvación
440. Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cf. Mt 16, 23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre “que ha bajado del cielo” (Jn 3, 13; cf. Jn 6, 62; Dn 7, 13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28; cf. Is 53, 10-12). Por esta razón el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz (cf. Jn 19, 19-22; Lc 23, 39-43). Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2, 36).
Artículo 4 “JESUCRISTO PADECIO BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO, MUERTOY SEPULTADO”
571. El Misterio pascual de la Cruz y de la Resurrección de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los Apóstoles, y la Iglesia a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha cumplido de “una vez por todas” (Hb 9, 26) por la muerte redentora de su Hijo Jesucristo.
572. La Iglesia permanece fiel a “la interpretación de todas las Escrituras” dada por Jesús mismo, tanto antes como después de su Pascua: “¿No era necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?” (Lc 24, 26-27, 44-45). Los padecimientos de Jesús han tomado una forma histórica concreta por el hecho de haber sido “reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas” (Mc 8, 31), que lo “entregaron a los gentiles, para burlarse de él, azotarle y crucificarle” (Mt 20, 19).
“Muerto por nuestros pecados según las Escrituras”
601. Este designio divino de salvación a través de la muerte del “Siervo, el Justo” (Is 53, 11; cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). S. Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber “recibido” (1 Co 15, 3) que “Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras” (ibidem: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).
Nuestra participación en el sacrificio de Cristo
618. La Cruz es el único sacrificio de Cristo “único mediador entre Dios y los hombres” (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, “se ha unido en cierto modo con todo hombre” (GS 22, 2), él “ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual” (GS 22, 5). Él llama a sus discípulos a “tomar su cruz y a seguirle” (Mt 16, 24) porque él “sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas” (1 P 2, 21). Él quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):
Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo (Sta. Rosa de Lima, vida)
Las obras buenas manifiestan la fe
III. VIDA MORAL Y TESTIMONIO MISIONERO
2044. La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. “El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios” (AA 6).
2045. Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo (cf Ef 1,22), contribuyen, mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres, a la edificación de la Iglesia. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles (cf LG 39), “hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo” (Ef 4,13).
2046. Mediante un vivir según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, “Reino de justicia, de verdad y de paz” (MR, Prefacio de Jesucristo Rey). Sin embargo, no abandonan sus tareas terrenas; fieles al Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
La fe sin obras está muerta
El Evangelio de hoy refiere la célebre pregunta dirigida por Jesús a sus discípulos en Cesarea de Filipo. Pero, esta vez el interés de la liturgia no nos lleva a la declaración de Pedro («Tú eres el Mesías...»); nos lleva, más bien, a la predicción de la Pasión, que sigue a la respuesta de los apóstoles:
«Y empezó a instruirlos: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”».
Ante estas palabras, Pedro «se puso a increparlo»; pero, difícilmente durante toda su vida habrá olvidado las palabras que recibió como respuesta de Jesús (posiblemente fue él mismo a referirlas al evangelista Marcos, que escribe recogiendo sus memorias): «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» Llegados a este punto, viene la enseñanza para la que parece estar referida todo el suceso:
«Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”».
La intención de la liturgia de orientar en este sentido la lectura del Evangelio es evidente por la elección de la primera lectura (el Siervo de Dios, que presenta la espalda a los flageladores y la cara a los salivazos) y está confirmada por la aclamación del Evangelio:
«¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Gálatas 6,14).
En otras ocasiones hemos tenido oportunidad de reflexionar sobre uno y sobre el otro tema (sobre el acto de fe de Pedro y sobre el tema de tomar la cruz). Esta vez, proponemos la atención al tema importantísimo de la fe y de las obras, del que nos habla Santiago en la segunda lectura:
«¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: “Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta. Alguno dirá: “Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe”».
A veces, se ha pensado que Santiago en este texto se la toma contra san Pablo para el cual «el hombre no se justifica por las obras de la ley sino por la fe en Jesucristo» (Gálatas 2,16). Pero, no es exacto. Quizás algún discípulo incauto, forzando la doctrina del maestro, habría dado paso a la alarmada reacción de Santiago; pero, san Pablo no está en discrepancia con lo que dice la carta de Santiago. Basta leer el siguiente texto de la carta a los Efesios, que, si no está escrita por él, refleja en todo caso su pensamiento:
«Pues, habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (2, 8-10).
Somos nosotros obra de Dios; esto es, lo esencial, la «obra buena», que ha hecho Dios mismo en Cristo. Dios, sin embargo, no nos ha salvado en Cristo para que permaneciéramos indiferentes y pasivos o peor en pecado, sino para que estuviésemos en disposición de realizar, a nuestra vez, mediante la gracia y la fe, las obras buenas, que él ha predispuesto para nosotros, que son las virtudes cristianas y, en primer lugar (sobre esto, Santiago insiste), la caridad hacia el prójimo. En la primera parte de la carta a los Romanos, Pablo insiste con fuerza sobre la justificación mediante la fe (cfr. 3, 21ss.); pero, en la segunda parte de ella, enumera toda una serie de obras buenas («obras de la luz» y «frutos del Espíritu», las llama él) que debe practicar quien ha creído: caridad, servicio, obediencia, pureza, humildad (cfr. Romanos 12-14).
Esta, la de la fe y la de las buenas obras, es otra de aquellas síntesis, que se van reconstruyendo trabajosamente entre los cristianos después de las seculares controversias entre católicos y protestantes. El acuerdo, a nivel teológico, está ya casi completo. Se sabe que no nos salvamos por las obras buenas; pero, no nos salvamos ni siquiera sin las obras buenas; que estamos justificados por la fe; pero, es la fe misma la que nos empuja a las obras, si no queremos asemejarnos a aquel primer hijo de la parábola cuyo padre le pide ir a trabajar a sus campos y que con las palabras dice de inmediato «sí» al padre, pero, después, con los hechos no va (cfr. Mateo 21, 28s.).
Tal síntesis debe pasar ahora de la teología a la vida concreta de los creyentes. Debiendo comenzar, por una parte, por las obras; un gran filósofo, él mismo luterano, S. Kierkegaard, lo aconseja, y explica el porqué. «El principio por las obras, escribe, es más sencillo que el principio por la fe». Alcanzar un estado de fe auténtica supone una interioridad y una pureza de espíritu, que es bastante más difícil, tanto que en cada generación sólo son pocos los capaces de ella, mientras que es más fácil comenzar, aunque si bien de un modo imperfecto, con hacer algo.
Es más fácil creer si, negándose a sí mismo, se comienza a hacer algo. Pongamos el caso, dice aquel filósofo, de un holgazán. Este se hace adelante asegurando que en lo «secreto de su interioridad» está dispuesto a sacrificarlo todo, que siente nostalgia de cantar himnos y ayunar en el silencio de un claustro, mientras que en la vida cotidiana va a la caza sólo del provecho y a la búsqueda del puesto de honor en las asambleas. Es necesario recriminarle sin medios términos y decirle: «No, querido amigo, tú debes excusarnos; pero, nosotros no queremos ver tus obras».
Hoy pondríamos otros ejemplos. Alguien dice sentir infinita compasión por los pobres niños africanos, consumidos por el hambre y por las enfermedades, hasta tal punto de que cuando aparecen sus imágenes en la televisión se siente «obligado» a cambiar de canal, no resistiendo el espectáculo de tanto sufrimiento; pero, no hace nada más; y, es más, hasta quisiera que todos los de entre ellos, que han llegado a Italia o a cualquier otro país, regresaran a sus casas. ¿No es exactamente lo que hemos oído denigrar por Santiago?
Pero, ¿qué necesidad tenemos de recurrir a la autoridad del apóstol cuando tenemos tan manifiesta la del Maestro? Jesús nos ha advertido que en el juicio final no dirá: «Tuve hambre y me habéis compadecido; tuve frío y me habéis aliviado; estaba en la cárcel y la habéis tomado contra el sistema carcelario... Dirá, más bien: «Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y acudisteis a mí» (Mateo 25, 35-36).
No obstante, no debemos fragmentar de nuevo la síntesis, olvidando a Pablo para seguir a Santiago. Los dos son tomados juntos. Concretamente, esto significa que debemos, sí, hacer obras buenas; pero, debemos hacerlas con la fe. Como respuesta a lo que Dios ha hecho por nosotros, con espíritu de gratitud, no por otros motivos, comprendido hasta el de «ganamos» así el paraíso. El paraíso no nos lo ganamos nosotros con nuestras obras, sino que nos lo ha merecido Cristo con su muerte.
Hacer buenas obras con la fe significa no sentirse bravos y superiores por haber hecho algo bueno, sino atribuirlo todo a la gracia de Dios. Sentimos nosotros deudores de los hermanos a los que ayudamos; no pretender su reconocimiento o gratitud; y no desistir de hacer el bien apenas este reconocimiento nos llegue a faltar. Significa no dejarse guiar por criterios humanos de simpatía o de antipatía en la elección de a quién favorecer, sino más bien de la necesidad.
Santiago no es un pelagiano ante litteram; no cree que nosotros podamos hacer el bien con solas nuestras fuerzas. Por eso, nos exhorta a pedirle a Dios que nos haga capaces de hacer el bien:
«Si alguno de vosotros carece de sabiduría, que la pida a Dios, que da a todos generosamente y sin echado en cara, y se la dará. Pero que la pida con fe, sin vacilar; porque el que vacila es semejante al oleaje del mar, agitado por el viento y zarandeado de una a otra parte».
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Quién es Jesús
Jesús es el que da la vida por nosotros, el que muere en la cruz para rescatarnos, el que nos ama y a quien amamos.
Él es el amor. Un amor crucificado por nosotros, y resucitado, para salvarnos.
Él es el Hijo de Dios a quien decidimos entregar la vida.
Él es el Verbo encarnado, que nació de vientre puro y virgen de mujer, por Dios enviado para padecer, para ser rechazado por los doctores y letrados, para ser juzgado, despreciado, desterrado, y sufrir mucho; para ser crucificado, porque nos ama.
Él es el dueño de la vida de los hombres. Con su pasión y su muerte compró nuestra vida. Somos suyos.
Él es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, hombre y Dios, que ha venido a ganar tu vida y la vida del mundo para liberarnos.
Él es el Libertador, el Salvador, el Redentor, que le entrega a cada uno su propia vida, que ganó con su sangre, para que, en libertad, cada uno decida si quiere entregarle su vida, para que Él le dé su paraíso.
Si tú sabes quién es Él, confíale tu vida, abandona tu vida en su amor. Reconócelo y síguelo.
Decide tú, en libertad, darle tu vida, para que Él haga contigo lo que quiera. Es a ti a quien Él quiere, es a ti a quien Él vino a buscar, y es por ti que era necesario que el Hijo del hombre sufriera, muriera y resucitara, para hacerte completamente suyo, y gozarse sumergiéndote en las delicias de su cielo.
El mundo debe conocerlo. Diles tú quién es Él».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
El pecado y la tibieza
Podemos detenernos, aprovechando los versículos finales del pasaje de san Marcos que nos ofrece hoy la Iglesia, para meditar brevemente en el tipo de exigencia que supone la vida cristiana. Lógicamente nos fijaremos en Cristo, que antes incluso que Maestro es Modelo. Os he dado ejemplo para que, como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros, dijo a sus apóstoles, concretamente después de lavarles los pies antes de la Última Cena. Y anteriormente había precisado: aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas.
Jesús presenta su vida intachable ante el mundo. ¿Quién de vosotros podrá acusarme de que he pecado?, replica incontestable a los judíos que le critican. En su conducta exigente, totalmente entregado a cumplir la voluntad del Padre, es imposible apreciar fisuras de menos generosidad, de menos entrega. No hay un momento de menos rectitud en esa conducta suya que debemos imitar. Y, sin embargo, cuando expone a sus apóstoles lo que será su vida próximamente, en un futuro no lejano, cuando les anuncia su pasión y su muerte, Pedro le recrimina.
Pero Jesús no transige. Ni por miedo a contristar al que sería cabeza de todos, ni por la amistad probada de su leal discípulo deja de corregirle. Más aún, si Pedro tomó aparte a Jesús, el Señor critica su conducta delante de los demás, ante los doce. Debía quedar muy claro que el dolor y la dura exigencia que Pedro quería ahorrarle, no sólo no eran indignas de Él, sino que eran el único camino para nuestra salvación, para el cumplimiento de la voluntad del Padre, para consumar su misión en el mundo, y debía quedarnos como ejemplo.
No sientes las cosas de Dios sino las de los hombres, le dice. Y le llama Satanás. Lo decisivo, en efecto, es que queramos cumplir con la voluntad de Dios. De otro modo nos oponemos a Él, como intenta tozudamente el diablo o los hombres que siguen sólo sus propias inclinaciones movidos por el pecado. El esfuerzo, la renuncia, el sacrificio, son las manifestaciones de verdadero amor entre los hombres y del amor que Dios espera: no hay otro modo de mostrar un amor indudable, un amor adecuado a nuestra condición. Esa entrega imprescindible en el amor no está, como es sabido, en el deleite amoroso o en el sentimiento grato al amar y sentirse amado. Amamos de verdad cuando ponemos lo mejor de nosotros al servicio de quienes amamos aunque cueste, y es tal nuestra humana condición que costará. Así estaba actuando el Señor. Con su predicación, con su ejemplo, con sus milagros, hacía ver a los hombres el plan que Dios, desde la eternidad y por puro amor, nos tenía reservado. Y todo lo hizo a costa de su cansancio y finalmente entregando su vida en la Pasión en reparación del pecado.
Era necesario convencernos de nuestra condición de pecadores. Reconocer nuestras ofensas a Dios es, de hecho, el primer paso hacia el arrepentimiento y hacia los propósitos por amor. Luego ese amor a Dios manifestado en propósitos, aún incipiente, debe cuajar en obras que son amor maduro. La enseñanza de Jesucristo a lo largo de sus tres años de vida pública induce a ese amor operativo a Dios. Es preciso, por tanto, ser muy conscientes de lo que nuestro Dios espera de cada uno, cotejando su enseñanza con nuestra vida. No olvidemos que fuimos elevados a la condición de hijos suyos por la Gracia. ¿Nos sentimos responsables de esa Cruz a la que Cristo, nuestro modelo, nos invita? Los hay, lo sabemos, que no tienen oídos y por tanto tampoco tienen corazón para esos requerimientos divinos. El pecado no existe para ellos. No entienden de amor de Dios, ni de amor a Dios, ni de temor de Dios. Pero los cristianos que hacemos oración y entendemos de ese amor tenemos otro peligro: rebajar la exigencia de la Cruz de Cristo, la tibieza.
Eres tibio si haces perezosamente y de mala gana las cosas que se refieren al Señor; si buscas con cálculo o “cuquería” el modo de disminuir tus deberes; si no piensas más que en ti y en tu comodidad; si tus conversaciones son ociosas y vanas; si no aborreces el pecado venial; si obras por motivos humanos.
Así describía san Josemaría Escrivá la lamentable situación en la que pueden caer las almas que no son malas. Esa tibieza es el peligro de los que se dicen cristianos practicantes y, tal vez, viven descansando demasiado en la tranquilidad de su fe. Es como si quisieran seguir al Señor, pero sin la Cruz, sin sentir la responsabilidad ni el peso de la Iglesia. ¿Nos sentimos personalmente interpelados por las palabras del Papa? ¿Qué hacemos, aparte de lamentarnos, al notar descreimiento, paganismo, en nuestra sociedad?
Una madre no calcula cuánto se dedica a su hijo. A María tampoco le parece demasiado lo que nos ayuda. Que queramos por nuestra parte responder, también sin medida, a su amor.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Jesús, un mesías totalmente otro
El episodio de Cesarea de Filipo es relatado por los tres Evangelios sinópticos y es tan importante que la liturgia nos lo propone en los tres ciclos litúrgicos. En la versión de Marcos, en la cual lo hemos escuchado este año, el episodio presenta dos vértices: a) el reconocimiento de Jesús como Mesías (Cristo) por parte de Pedro; b) la revelación hecha por Jesús acerca del contenido de su mesianidad: Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho... que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días. Jesús se da a conocer como el Mesías doliente, para seguir al cual es preciso renegar de uno mismo y tomar la propia cruz. La primera lectura ha preparado esta revelación austera haciéndonos leer una parte de los poemas del Siervo de Yahvé.
Hubo una escuela de pensadores muy conocida (la Escuela de Francfort), que trató de explicar la necesidad confusa que el hombre tiene del absoluto y de Dios como una “nostalgia de lo totalmente otro”. ¡Pero una nostalgia y nada más! Frente a esta página de Evangelio que hemos leído, nosotros podemos dar una respuesta de fe a esta búsqueda de Dios de nuestros contemporáneos que procede, también ella “aunque sea a tientas” (Hech. 17,27), Y decirles: ¡Lo totalmente otro existe! No es una nostalgia o una proyección del hombre, sino una realidad concretísima, una persona: ¡es Jesucristo!
¿En qué sentido se puede hablar de Jesucristo en términos de lo “totalmente otro” sin menoscabar la fe en su Encarnación? En el sentido de que fue un Mesías totalmente distinto a lo que los hombres de su tiempo –y, quizás, de todos los tiempos– imaginaron que debía ser un Mesías; fue –como se dijo alguna vez– un Mesías no-mesiánico. Por eso Jesús trató de evitar en público el título de Mesías (les ordenó terminantemente que no dijeran nada de él, ¡se entiende, como Mesías!), aun cuando no podía renegar en forma total de este título sin renegar de una parte auténtica de su misión. La mesianidad ya estaba inseparablemente asociada, en la mente de quienes lo escuchaban, con el papel político y militar del hijo de David, lo cual estaba en las antípodas de lo que él sentía como contenido de su mesianidad. Trató de inculcar esto último asociando casi siempre el título de Hijo del hombre con el de Siervo de Yahvé. De esta aproximación de los dos títulos surgía una imagen de Mesías nueva, perturbadora. El Mesías anunciado, en efecto, por Isaías en la primera lectura, que ha venido para servir y dar la propia vida. El vencerá por cierto a los enemigos de Dios, pero lo hará no con las armas sino con la obediencia, el sufrimiento y el servicio. El vuelco era tan violento que Pedro –como hemos escuchado en el Evangelio– lo llevó a Jesús aparte y comenzó a reprenderlo.
Cuando se habla de Jesús como de un Mesías no-mesiánico, no se dice una cosa abstracta, sino que se habla de una realidad concretísima; se dice que Jesús revoluciona todos los proyectos de Reino de Dios y de liberación llevados a cabo por otros grupos religiosos (los fariseos, los zelotas, los esenios), y tiene la valentía de proponernos uno que es la antítesis casi perfecta. Para él, no se trata de transferir el poder de los ricos a los pobres, o de los romanos a un mesías nacional, sino de renunciar a todo poder y de obtener la victoria con un medio nuevo y desconocido hasta entonces: ¡con la derrota!
La primera victoria fundamental que Jesús pide es aquella sobre uno mismo, que equivale casi siempre a una derrota frente a los otros. La lógica de todo proyecto humano de conquista del poder es: lucha-victoria-dominio. La de Jesús, al contrario, es: lucha (¡también Jesús luchó y cómo contra el mal del mundo!)-derrota-dominio. San Agustín expresó todo esto en la estupenda frase “Victor quia victima” (Conf X, 43): vencedor en tanto víctima.
He dicho: lucha-derrota-dominio: en efecto, el título de Jesucristo resucitado –Kyrios, Señor– es un título de victoria y de dominio, tanto es así que crea incluso una incompatibilidad con el reconocimiento de otro señor terrenal, pero se trata de un dominio no basado en la victoria sino en la cruz.
Lo totalmente otro de Jesús es, por lo tanto, un totalmente otro de signo negativo: es lo que los hombres no hubieran logrado concebir por sí solos, no porque esté “por encima” de sus expectativas, sino porque está escandalosamente “por debajo” de ellas. Naturalmente, por debajo de las falsas expectativas y de los falsos proyectos humanos que están basados en la vieja idea del poder; no por debajo de las verdaderas y profundas expectativas del corazón del hombre, que el propio Jesús contribuye, de esa manera, a revelar.
¿Pero por qué hablar hoy de lo totalmente otro? ¿Todo eso está relacionado con la realidad de hoy?
Muchos signos indican que estamos ante una crisis de los modelos y de los proyectos que han sostenido el compromiso de los cristianos, en los últimos tiempos, para una transformación de la sociedad. No sólo, entonces, crisis de los modelos y de los proyectos de sociedad, sino también de los modelos y de los proyectos de crítica de la sociedad. El grito de los grupos comprometidos ya no aparece cargado de expectativas y esperanzas como ocurrió en el 68, sino que, cada vez más a menudo, está cargado de incertidumbre, de desilusión, de rabia.
Nuestra atención se limita al componente religioso de este problema: ¿por qué –nos preguntamos−, incluso los cristianos militantes en diversos grupos de compromiso político, sindical o social, parecen haber entrado en una fase de incertidumbre y de crisis y no creer más en los programas y en los slogans que, tal vez, ellos mismos habían forjado? Eso sucedió porque los proyectos que sostenían el compromiso de los cristianos no se adecuaban en forma completa al totalmente otro de Jesucristo y de su Evangelio. Eran proyectos, casi todos, más o menos abiertamente, en la línea del mesianismo judaico que Jesús vino a derribar. El cambio de la sociedad se esperaba por medio de una transferencia del poder (a los jóvenes, a la clase obrera, a las mujeres), no por medio de la renuncia al poder y de la impugnación de todo poder, entendido como dominio y superioridad de uno sobre el otro. Eran proyectos que se bifurcaban, en su mismo origen, en fe y en política. Las ambigüedades, desde un punto de vista cristiano, abundaban: quien abrazaba esos proyectos se sentía más un demiurgo que un servidor de los pobres y pobre él mismo como era Jesús. Pero, sobre todo, ésta era una lógica de victoria como era la del mesianismo judaico en tiempos de Jesús; por esto estaba desarmada ante la prolongación de la espera, ante el fracaso y la derrota.
Así, aquello que debía suceder, sucedió, o está sucediendo: cansancio, incertidumbre, desilusión. El estado de ánimo, en suma, de los discípulos de Emaús mientras, en la noche de Pascua, vuelven a casa: Nosotros esperábamos... ¡Pero ya pasaron tres días y no ha sucedido nada! (cfr. Lc. 24, 21).
Si es deber de una comunidad creyente leer los signos de los tiempos o, como se dice hoy, “dar un sentido a los signos”, entonces yo creo que es preciso dar un sentido también a este signo que es el cansancio, la búsqueda más o menos confesada de algo distinto, de un significado más profundo para darle a la existencia humana; digámoslo abiertamente: la nostalgia de un totalmente otro.
La posibilidad de dar una respuesta positiva a esta búsqueda se basa, para nosotros cristianos, en una certidumbre que es ésta: el totalmente otro llevado a la tierra por Jesús no es una vaga nostalgia o una simple memoria histórica; es realidad presente y operante en el mundo de hoy. El totalmente otro del cristiano es el propio Jesucristo crucificado y resucitado que, con su Espíritu, se ofrece ahora y aquí, a quien cree, como posibilidad de vida nueva. Totalmente otro no porque no sea uno de nosotros, en todo igual a nosotros excepto en el pecado (cfr. Heb. 4, 15), sino porque, como Mesías humilde y crucificado, ha derribado todos los proyectos humanos de salvación y con las bienaventuranzas ha revelado una nueva escala de valores, completamente distinta de aquella del mundo, que sigue haciendo infeliz nuestra existencia. Parece que así no hemos dicho nada y, sin embargo, hemos dicho lo esencial. En otras palabras, es preciso volver a distinguir (¡pero no a separar!) entre el momento de la obediencia a la fe y el del compromiso terrenal, social o político; para decirlo con Pablo, es preciso poner la fe por encima de las obras, aun cuando las obras –como hoy nos recordó justamente Santiago– también son necesarias. Es preciso reconstruir, allí donde haga falta, un punto de partida que no sea ambiguo desde el origen (conjuntamente religioso y político), sino puro y sólido como la roca; mejor aún, como el anuncio cristiano que dice “¡Jesús es el Señor!”.
A los grupos comprometidos, de inspiración cristiana, se les presenta un solo camino para salir de las dificultades que ellos son los primeros en padecer: disolver la coordinación entre fe y política en una clara y coherente subordinación de la segunda a la primera, que surja de la certeza de que Jesucristo es Señor también en nuestro compromiso terrenal, no en el sentido de que la fe lo sustituye, sino en el sentido de que Jesús sigue siendo nuestro Señor aun cuando nos ocupamos de estos compromisos terrenales.
No se puede fingir estar plenamente de acuerdo e integrados con grupos de inspiración no cristiana, en el momento mismo de empezar el camino, salvo quizás para separarse después por un agregado de sentido y motivación que se da al compromiso y que proviene de nuestra fe en el destino eterno del hombre. Si el acuerdo con los no creyentes en el plano terrenal debe existir, debe producirse sobre la base de una identidad cristiana ya plenamente re conocida, aun cuando no todavía plenamente realizada.
Lo que pretendo decir es que los grupos de inspiración cristiana deben volverse de veras “cristianos”, redescubriendo que ser cristianos, en su sentido más profundo, no significa tener principios cristianos o profesar valores evangélicos, sino que significa vivir y pensar de acuerdo con el Espíritu del Resucitado, en novedad vital, vivir no... más para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por nosotros (2 Cor 5, 15), concebir la vida como un servicio motivado por el ejemplo de Jesucristo.
Todo eso llevará espontáneamente a ubicar de nuevo en primer lugar factores de unión hasta ahora más bien marginados, es decir, el anuncio de la palabra de Dios y el compartirla, la experiencia del Espíritu y de sus dones, la oración y, en el centro de todo, un fuerte amor y una fuerte comunión recíproca. Llevará a pasar de la realidad de grupo a la de comunidades: comunidades nuevas, espontáneas, con una integración mucho mayor entre los diversos componentes del pueblo de Dios, clero, religiosos y laicos; comunidades constituidas sobre la base de un consenso y no sobre la simple dislocación geográfica que dio origen a las actuales comunidades institucionales; comunidades en comunión perfecta, sobre las cosas esenciales, con toda la Iglesia y su jerarquía, pero con espacios de iniciativa mucho más amplios que en el pasado.
Hoy, el Evangelio nos ha inspirado pensamientos que comprometen y que tal vez no son fáciles para todos. Pero aquel totalmente otro del cual hablamos hasta aquí con amor y, quizás (como los discípulos de Emaús), sin reconocerlo, ahora se sienta a la mesa con nosotros y puede explicarnos las Escrituras, dándonos luz para comprender y valentía para llevar a cabo lo que hemos comprendido.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía al pueblo de Padua en “Prado della Valle” (12-IX-1982)
– Fe en la Cruz
“Y empezó a instruirles: el hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado..., ser ejecutado, y resucitar a los tres días” (Mc 8,31).
Leemos estas palabras cuando los Apóstoles responden a la pregunta de Cristo: “¿Quién dice la gente que soy yo?” (Mc 8,27).
Conocemos también esta respuesta de Pedro en la versión más amplia del Evangelista Mateo. Pedro profesa la dignidad mesiánica de Jesús de Nazaret. Y he aquí que el mismo Pedro, cuando oye que el Mesías, el Hijo del hombre, debe ser condenado, torturado y ejecutado, toma aparte a Jesús y se pone a increparlo (cfr. Mc 8,32). “Increparlo” significa que trata de convencerle que esto no le sucederá jamás (cfr. Mt 16,22).Así piensa y así habla el mismo Pedro que ha confesado a Jesús de Nazaret como el Mesías.
Y entonces Cristo increpa a Pedro con palabras tan severas como quizá nunca usó con ningún otro de los Apóstoles: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!” (Mc 8,33).
El mismo Pedro que confesó la fe en el Mesías, no quería creer en Él, “El Ungido de Dios”, era, al mismo tiempo, “el Cordero de Dios”, era “el Siervo de Yavé” del Antiguo Testamento, afligido y humillado hasta el fin, como había anunciado el Profeta Isaías, según el pasaje que hemos escuchado en la primera lectura de hoy. Y por esto Cristo protestó tan categóricamente.
“...no quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado... ¿Quién pleiteará contra mí? Vamos a enfrentarnos: ¿quién es mi rival? Que se acerque. Mirad que el Señor me ayuda: ¿quién probará que soy culpable?” (Is 50,7-9).
¿Por qué “gloriarse en la cruz”? ¿Por qué no “gloriarse más que en la cruz de Cristo”?
Porque la cruz proclama hasta el fin y por encima de toda medida, por encima de todo argumento del entendimiento y de la ciencia, quién es el hombre ante los ojos de Dios, en su plan eterno de amor.
Lo proclama de una vez para siempre e irreversiblemente. No se puede aprender a fondo la dignidad del hombre sino “gloriándose sólo en la cruz”. Y no se puede captar el sentido de la vida humana, el sentido que tiene el designio eterno de amor, si no es mediante ese “pleito mesiánico” que Jesús de Nazaret entabló un día con Pedro y que continúa entablando con cada uno de los hombres y con toda la humanidad.
– Fe con obras
El cristianismo es la religión del “pleito mesiánico” con el hombre y en favor del hombre.
La Palabra de Dios en la liturgia de hoy nos permite comprender que ese pleito mesiánico en favor del hombre... con el hombre, tiene siempre su dimensión temporal e histórica. ¿No habla de esto, en la segunda lectura, el Apóstol Santiago, al enseñar que la fe sin obras está muerta en sí misma? “Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿es que esa fe lo podrá salvar?” (2,14).
En la perspectiva de la fe hay, en cada lugar, otro hombre: “un hermano o una hermana... sin ropa y faltos de alimento diario” (Sant 2,15). El otro hombre, el hombre necesitado en cualquier lugar representa un desafío a la fe.
¿Cuántos son estos hermanos y hermanas en todo el mundo? ¿Cuántos hay a nuestro alcance inmediato? ¿Y de cuántos modos sufren privaciones: hambre, penuria, violación de sus fundamentales derechos humanos?
Por esto también en nuestros días la Encíclica “Redemptor hominis” recuerda que el hombre es y no deja de ser el “camino fundamental de la Iglesia” (n. 14), el hombre contemporáneo, cuya dignidad, ante los ojos del Creador y Redentor, no cesa de testimoniar la cruz de Cristo.
– El destino del hombre
Ese pleito con el hombre... y en favor del hombre, que emprendió Cristo, tiene, al mismo tiempo, otra dimensión: en ella se decide el perenne y a la vez eterno destino del hombre, como ser creado a imagen y semejanza de Dios.
En la existencia humana dentro de este mundo se desarrolla como un gran drama de la vida y de la muerte, en conformidad con lo que nos recuerda hoy el Salmista. “Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia” (Sal 114/115,3).
“Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída. Caminaré en la presencia del Señor, en el país de la vida” (Sal 114/115,8).
La fe, en su dimensión temporal e histórica, vive por medio de las obras de caridad del hombre. La fe, en su dimensión definitiva y eterna, se expresa mediante la participación en este amor, que permite superar el pecado y la muerte.
Este mismo amor de Dios engendra la alegría, la alegría ilimitada de existir, de caminar en la presencia de Dios. “Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante; porque inclina su oído hacia mí, el día que lo invoco” (Sal 114/115,1).
Así, pues, ese “pleito mesiánico” con el hombre... en favor del hombre, que emprendió Cristo se resuelve mediante el amor, y el amor hace al hombre definitivamente feliz; el amor de Dios sobre todas las cosas, que se manifiesta por medio del amor del hombre, de cada uno de los hermanos y hermanas que Dios pone en el camino de nuestra peregrinación terrena.
Ellos caminan a través de los siglos, sin gloriarse cada uno de ellos más que en la cruz de Cristo, y dicen a las generaciones siempre nuevas cuánta fuerza tiene la fe vivificada por el amor.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Caminando hacia la aldea de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a los suyos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Ellos contestan repitiendo las distintas opiniones que circulaban entre el pueblo: un gran profeta, un Elías... En nuestros días menudean también diversas opiniones sobre Jesucristo que oscilan desde alguien que tuvo un singular poder de Dios, hasta quienes no saben no contestan, como en las encuestas, pasando por las más peregrinas afirmaciones.
Jesús se dirigió a ellos y les dijo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” Pedro, con su respuesta, no expresa una opinión, sino una profesión de fe cuyo explícito sentido recoge el Evangelio de Mateo (16, 16-17).
Con todo, al afirmar Pedro que Él era el Mesías, les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirles sobre el verdadero papel del Mesías. Esta enseñanza que incluía el ser condenado y ejecutado por los sumos sacerdotes y el contraste entre los prodigios que veían realizar a Cristo y la advertencia de un final espantoso les resultaban incomprensibles. Tomando Pedro a Jesús, en un aparte, se permitió reprenderle escandalizado. Pero fue el Señor quien se incomodó violentamente y le dijo: “¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios”.
¡Pedro se debió quedar helado! Y es que el Reino de Dios no es como los de este mundo. Nos equivocaríamos si creyéramos que seguir a Cristo nos protege del dolor y los sinsabores que la vida cristiana lleva consigo. No busquemos nunca a Cristo sin la Cruz, si no queremos tropezarnos con esas cruces sin Cristo que no libran del sufrimiento y la fatiga humana, y carecen de un valor corredentor. “Cargar con la Cruz es algo grande, grande... Quiere Decir afrontar la vida con coraje, sin blanduras ni vilezas; quiere decir transformar en energía moral las dificultades que nuca faltarán en nuestra existencia” (Pablo VI).
Se engañaría quien pensara que vivir cristianamente es algo cómodo, de una pasividad benevolente, como si se tratara de una religión de agua y miel. Pero se engañaría aún más quien considerara que es un modo de amargarse la vida. El verdadero cristiano es una persona fuerte pero no dura. Comprensiva pero no débil, de una gran seriedad religiosa. La alegría, la libertad, la paciencia, la generosidad, la laboriosidad, la paz, son las compañeras de su camino cuando se deja conducir por el Espíritu de Jesucristo.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros”
El Siervo repite lo que se le ha dicho: “Me ha abierto el oído” indica la revelación que ha recibido; “mesaban la barba” evoca el desprecio de su dignidad personal; “no oculté el rostro...” se cumplió en Jesucristo ante Pilatos y los soldados.
Por primera vez en san Marcos los discípulos reconocen a Jesús como Mesías. Pedro es el primero de los hombres en confesar a Jesús como el Mesías esperado. Es un profundo acto de fe proclamada. La prohibición posterior está vinculada con el secreto mesiánico, y con la predicción de la pasión que sigue a continuación.
Jesús quiere que ya que le aceptan como Mesías, le acepten tal como los sucesos futuros les harán ver. Con la expresión “el Hijo del hombre tiene que padecer” unirá en una sola las figuras del Mesías juez glorioso y la del Siervo doliente. Y lo último se dirá en el kerigma apostólico.
Nuestra sociedad está convencida de que el sufrimiento no sirve para nada. Y no es que se aborrezca por estéril, sino que se detesta en sí mismo. Y aquello que se rechaza no puede ser considerado válido bajo ningún aspecto, ni siquiera por el heroísmo. Porque, como es gratuito, cada día cuenta con menos adeptos.
— “Como se iban cumpliendo los días de su asunción, Él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén”. Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección. Al dirigirse a Jerusalén dice: “No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén (Lc 13,33)” (557).
— “La Iglesia permanece fiel a «la interpretación de todas las Escrituras» dada por Jesús mismo, tanto antes como después de su Pascua: «¿No era necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lc 24,26-27,44-45)” (572).
— “Como última purificación de su fe, se le pide al «que había recibido las promesas» (Hb 11,17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila: «Dios proveerá el cordero para el holocausto» (Gn 22, 8), «pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos» (Hb 11,19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo sino que lo entregará por todos nosotros. La oración restablece al hombre en la semejanza con Dios y le hace participar en la potencia del amor de Dios que salva a la multitud” (2572).
— “Con esta revelación del Padre y con la efusión del Espíritu Santo, que marcan un sello imborrable en el misterio de la Redención, se explica el sentido de la Cruz y de la muerte de Cristo. El Dios de la Creación se revela como Dios de la Redención, como Dios que es fiel a sí mismo, fiel a su amor y al hombre y al mundo, ya revelado el día de la Creación. El suyo es amor que no retrocede ante nada de lo que el mismo exige la justicia. Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, «que la vanidad de la creación», más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar...” (Juan Pablo II, RH 9).
Una cosa es el Cristo que nos gustaría reconocer y otra el Cristo tal como se presenta Él mismo. Lo primero es voluntarismo y error; la fe nos hace aceptarle también como Siervo.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Con Jesús.
– Nuestra vida está íntimamente relacionada con Cristo.
I. Estaba ya próxima la fiesta de Pentecostés del tercer año de la vida pública de Jesús. En otras ocasiones el Señor había subido a Jerusalén con motivo de esta celebración anual para predicar la Buena Nueva a las multitudes que llegaban a la Ciudad Santa en esta festividad. Esta vez –quizá para apartar un poco a los discípulos del ambiente hostil que se iba originando– busca abrigo en las tierras tranquilas y apartadas de Cesarea de Filipo. Y mientras caminaban, después de haber estado Jesús recogido en oración, como indica expresamente San Lucas, pregunta en tono familiar a sus más íntimos: ¿Quién dicen los hombres que soy Yo? Y ellos con sencillez le cuentan lo que oyen: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías... Entonces les volvió a interpelar: Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?
En la vida hay preguntas que si ignoramos su respuesta nada nos sucede. Poco o nada nos comprometen. Por ejemplo, la capital de un lejano país, el número de años de un determinado personaje... Hay otras cuestiones que sí es mucho más importante conocer y vivir: la dignidad de la persona humana, el sentido instrumental de los bienes terrenos, la brevedad de la vida... Pero existe una pregunta en la que no debemos errar, pues nos da la clave de todas las verdades que nos afectan. Es la misma que Jesús hizo a los Apóstoles aquella mañana camino de Cesarea de Filipo: Y vosotros ¿quién decís que soy Yo? Entonces y ahora sólo existe una única respuesta verdadera: Tú eres el Cristo, el Ungido, el Mesías, el Hijo Unigénito de Dios. La Persona de la que depende toda mi vida; mi destino, mi felicidad, mi triunfo o mi desgracia se relacionan íntimamente con el conocimiento que de Ti tenga.
Nuestra felicidad no está en la salud, en el éxito, en que se cumplan todos nuestros deseos... Nuestra vida habrá valido la pena si hemos conocido, tratado, servido y amado a Cristo. Todas las dificultades tienen arreglo si estamos con Él; ninguna cuestión tiene una solución definitiva si el Señor no es lo principal, lo que da sentido a nuestro vivir, con éxitos o con fracasos, en la salud y en la enfermedad.
Los Apóstoles, por boca de Pedro, dieron a Jesús la respuesta acertada después de dos años de convivencia y de trato. Nosotros, como ellos, “hemos de recorrer un camino de escucha atenta, diligente. Hemos de ir a la escuela de los primeros discípulos, que son sus testigos y nuestros maestros, y al mismo tiempo hemos de recibir la experiencia y el testimonio nada menos que de veinte siglos de historia surcados por la pregunta del Maestro y enriquecidos por el inmenso coro de las respuestas de fieles de todos los tiempos y lugares”. Nosotros, que quizá llevamos ya no pocos años siguiendo al Maestro, examinemos hoy en la intimidad de nuestro corazón qué significa Cristo para nosotros. Digamos como San Pablo: lo que tenía por ganancia, lo tengo ahora por Cristo como pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo....
– Imitarle, vivir su Vida. Filiación divina.
II. Después de la confesión de Pedro, Jesús manifestó a sus discípulos por vez primera que el Hijo del hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas y ser muerto, y resucitar después de tres días. Hablaba de esto abiertamente. Pero éste era un lenguaje extraño para aquellos que habían visto tantas maravillas. Y Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle. Entonces el Señor, dirigiéndose a Pedro, pero con la intención de que todos lo oyeran, le habló con estas durísimas palabras: ¡Apártate de Mí, Satanás! Son las mismas con las que rechazó al demonio después de las tentaciones en el desierto. Uno por odio y otro por un amor mal entendido, intentaron disuadirlo de su obra redentora en la cruz, a la que se encaminaba toda su vida y que habría de traernos todos los bienes y gracias para alcanzar el Cielo. En la Primera lectura de la Misa, Isaías anuncia, con varios siglos de antelación, la Pasión que habría de sufrir el Siervo de Yahvé: Ofrecí la espalda a los que me golpeaban (...). No oculté el rostro a insultos y salivazos.
El amor de Dios a los hombres se manifestó enviando al mundo a su Hijo Unigénito para que nosotros vivamos por Él; con su Muerte nos dio la Vida. Cristo es el único camino para ir al Padre: nadie viene al Padre sino por Mí, declarará a sus discípulos en la Ultima Cena. Sin Él nada podemos. La preocupación primera del cristiano ha de consistir en vivir la vida de Cristo, en incorporarse a Él, como los sarmientos a la vid. El sarmiento depende de la unión con la vid, que le envía la savia vivificante; separado de ella, se seca y es arrojado al fuego. La vida del cristiano se reduce a ser por la gracia lo que Jesús es por naturaleza: hijos de Dios. Ésta es la meta fundamental del cristiano: imitar a Jesús, asimilar la actitud de hijo delante de Dios Padre. Nos lo ha dicho el mismo Cristo: Subo a “mi” Padre y a “vuestro” Padre, a “mi” Dios y a “vuestro” Dios. Jesús vive ahora y nos interpela cada día sobre nuestra fe y nuestra confianza en Él, sobre lo que representa en nuestra vida. Y nos busca de mil maneras, ordena los acontecimientos para que el éxito y la desgracia nos lleven a Él. Y nos resistimos..., y quizá dirigimos en ocasiones la mirada hacia otro lugar. Por eso podemos decirle hoy con el soneto del clásico castellano: “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? // ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío, // que a mi puerta, cubierto de rocío, // pasas las noches del invierno escuras?
“¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras // pues no te abrí! Qué extraño desvarío // si de mi ingratitud el hielo frío // secó las llagas de tus plantas puras.
“Cuántas veces el ángel me decía: // ¡Alma! ¡Asómate agora a la ventana // verás con cuánto amor llamar porfía!
“Y cuántas, hermosura soberana, // mañana le abriremos, respondía. // Para lo mismo responder mañana”.
– Tomar la cruz y seguirle.
III. Sabemos bien que “ante Jesús no podemos contentarnos con una simpatía simplemente humana, por legítima y preciosa que sea, ni es suficiente considerarlo sólo como un personaje digno de interés histórico, teológico, espiritual, social o como fuente de inspiración artística”. Jesucristo nos compromete absolutamente. Al seguirle nos pide que renunciemos a nuestra propia voluntad para identificarnos con Él. Por eso, después de recriminar a Pedro, llamó a todos y les dijo: Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera ganar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará.
El Señor habla abiertamente de la Pasión. Por eso utiliza la imagen de “tomar la cruz” y seguirle. El dolor y cualquier clase de sufrimiento adquieren con Cristo un sentido nuevo, un sentido de amor y de redención. Con el dolor –la cruz– le acompañamos al Calvario; el sufrimiento, la contradicción... nos purifican y adquieren un valor redentor junto a los padecimientos de Cristo. La enfermedad, el fracaso, la ruina... junto a Cristo se convierten en un tesoro, en una “caricia divina” que no debemos desaprovechar, y que hemos de agradecer. ¡Gracias!, diremos con prontitud ante esas circunstancias adversas. El Señor quitará lo más áspero y más molesto a esa situación difícil. Por eso, estaremos atentos para darnos cuenta de dónde abandonamos la cruz. Normalmente la dejamos donde aparecen la queja, el malhumor o el ánimo triste.
Las contrariedades, grandes o pequeñas, físicas o morales, aceptadas por Cristo y ofrecidas en reparación de la vida pasada, por el apostolado, por la Iglesia..., no oprimen, no pesan; por el contrario, disponen el alma para la oración, para ver a Dios en los pequeños sucesos de la vida, y agrandan el corazón para ser más generosos y comprensivos con los demás. Por el contrario, el cristiano que rehúye sistemáticamente el sacrificio no encontrará a Cristo en el camino de su vida, y tampoco encontrará la felicidad, que tan cerca está siempre del amor y del sacrificio. ¡Cuántos cristianos han perdido la alegría al final del día, no por grandes contradicciones, sino porque no han sabido santificar las pequeñas contrariedades que han ido surgiendo a lo largo de la jornada!
Le decimos a Jesús que queremos seguirle, que nos ayude a llevar la cruz de cada día con garbo, unidos a Él. Le pedimos que nos acoja entre sus discípulos más íntimos. “Señor, le suplicamos: Tómame como soy, con mis defectos, con mis debilidades; pero hazme llegar a ser como Tú deseas”, como hiciste con Simón Pedro.
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Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
Si alguno quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y sígame
Hoy día nos encontramos con situaciones similares a la descrita en este pasaje evangélico. Si, ahora mismo, Dios nos preguntara «¿quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27), tendríamos que informarle acerca de todo tipo de respuestas, incluso pintorescas. Bastaría con echar una ojeada a lo que se ventila y airea en los más variados medios de comunicación. Sólo que… ya han pasado más de veinte siglos de “tiempo de la Iglesia”. Después de tantos años, nos dolemos y —con santa Faustina— nos quejamos ante Jesús: «¿Por qué es tan pequeño el número de los que Te conocen?».
Jesús, en aquella ocasión de la confesión de fe hecha por Simón Pedro, «les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él» (Mc 8,30). Su condición mesiánica debía ser transmitida al pueblo judío con una pedagogía progresiva. Más tarde llegaría el momento cumbre en que Jesucristo declararía —de una vez para siempre— que Él era el Mesías: «Yo soy» (Lc 22,70). Desde entonces, ya no hay excusa para no declararle ni reconocerle como el Hijo de Dios venido al mundo por nuestra salvación. Más aún: todos los bautizados tenemos ese gozoso deber “sacerdotal” de predicar el Evangelio por todo el mundo y a toda criatura (cf. Mc 16,15). Esta llamada a la predicación de la Buena Nueva es tanto más urgente si tenemos en cuenta que acerca de Él se siguen profiriendo todo tipo de opiniones equivocadas, incluso blasfemas.
Pero el anuncio de su mesianidad y del advenimiento de su Reino pasa por la Cruz. En efecto, Jesucristo «comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho» (Mc 8,31), y el Catecismo nos recuerda que «la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios» (n. 769). He aquí, pues, el camino para seguir a Cristo y darlo a conocer: «Si alguno quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y sígame» (Mc 8,34).
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Entregar la vida
«Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Yo soy el que es, el que era y el que ha de venir» (Apoc 1, 8).
Eso dice Jesús.
¿Y tú, sacerdote, quién dices que es Él?
¿Reconoces, sacerdote, a tu Señor? ¿Conoces su voz? ¿Lo sigues?
¿Reconoces, sacerdote, a aquel que te llamó y que te eligió?
Él es el Mesías. Él es tu Señor, el Buen Pastor, tu Maestro, tu Guía, tu Redentor, tu Salvador.
¿Reconoces, sacerdote, que Él es el Cristo y que Él es el Hijo de Dios?
¿Lo conoces?
No eres tú quien lo ha elegido a Él, Él es quien te ha elegido a ti, porque Él te amó primero.
Desde antes de nacer Él ya te conocía.
Desde antes de nacer ya te tenía consagrado.
Profeta de las naciones te constituyó.
Él te conoce, sacerdote, y por eso te llamó, por eso te eligió, para que renunciando a ti mismo tomaras tu cruz y lo siguieras.
Él sabe bien quién eres tú.
Y tú, sacerdote, ¿lo conoces?, ¿conoces bien a tu Señor?, ¿lo amas?
Es imposible conocer a tu Señor y no amarlo.
Tratándolo de amistad, es así como conoces a tu Señor.
Trátalo, sacerdote, para que lo conozcas y lo ames, y enséñale al mundo quién es Él, para que el mundo también lo ame.
Enséñales, sacerdote, a amar la cruz, porque a través de la cruz es como tratas a tu Señor de amistad y de amor.
Es en la cruz en donde Él padeció y murió, sufriendo el rechazo de los hombres y el destierro del mundo, destruyendo el pecado y la muerte para salvarlos, para darles vida, perdonando los pecados, venciendo a la muerte, haciendo nuevas todas las cosas, resucitando de entre los muertos para darle al mundo la vida eterna, por Él, con Él, y en Él.
Y tú, sacerdote, ¿crees esto?
Él te ha llamado, te ha elegido, y te ha llamado amigo para que compartas todo con Él: su pasión, su vida, su muerte, su redención y también la gloria de su Resurrección.
Comparte, sacerdote, todo con Él, teniendo sus mismos sentimientos, entregando tu voluntad a la voluntad del Padre, para que seas configurado con el Hijo, para que lo conozcas y lo ames, porque solo por amor se puede dar la vida.
No tengas miedo, ama la cruz.
Abraza, sacerdote, a Jesús. Compadece su sufrimiento y llénate de su alegría.
Disponte a recibir los dones que Él ha destinado para ti.
No des cabida a la soberbia en tu vida, porque la soberbia no es de Dios, es del padre de la mentira, del que te traiciona y te hace caer para que seas infiel y destruye tu vida, porque de ti depende, sacerdote, la vida del mundo.
No permitas, sacerdote, que fracase en ti el plan que tu Padre Dios tiene para ti.
Permítele al Espíritu Santo actuar en ti.
Descubre, sacerdote, qué tanto conoces a tu Señor.
Descubre qué tanto correspondes a su amor.
Descubre, sacerdote, qué tan dispuesto estás a servirlo como corredentor.
El Espíritu Santo se le ha dado a los que aman a su Señor.
Descubre, sacerdote, quién vive en tu interior.
Rechaza toda provocación y todo momento de tentación.
Acércate a la Madre de la gracia, es tu protección.
Humilla, sacerdote, tu corazón, y pide perdón reconociendo que todavía no conoces bien a tu Señor.
Reconoce, sacerdote, tu debilidad, tu fragilidad y tu pequeñez.
Reconoce que no has correspondido bien al amor que te ha dado tu Señor.
Él te ha dado su vida por su propia voluntad. Nadie se la quitó, Él te la dio.
Y tú, sacerdote, ¿qué le has dado a tu Señor?
Él espera que le des tu amistad, que le des tu confianza y que le des tu humildad.
Él espera que le des tu incapacidad, tu vaso de barro, tu debilidad y tu pecado para que Él te pueda transformar, porque Él te conoce.
Él te ama y Él quiere tu vida.
Es necesario, sacerdote, que tú le entregues tu vida por tu propia voluntad.
Nadie te la quita, tú la das cuando conoces a tu Señor y lo amas, porque el sacerdote configurado con su Señor entrega su vida a su vocación y su vocación es al amor.
¿Quieres conocer a tu Señor, sacerdote? Rema mar adentro. Te está esperando. Ve a su encuentro.
(Espada de Dos Filos V, n. 2)
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